Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

La Constitución española de 1812 y su proyección europea e iberoamericana

Ignacio Fernández Sarasola






ArribaAbajoLa recepción de los modelos constitucionales foráneos antes de las Cortes de Cádiz

«La Nación debe esperar de las Cortes actuales que le den una Constitución y que establezcan un Gobierno análogo a ella para las circunstancias extraordinarias en que nos hallamos (…): poner los grandes fundamentos para conseguir permanentemente la felicidad del Estado es lo que yo llamo Constitución; y por más que vea a muchos disgustarse de sólo oír esta palabra, es preciso conocer que el poder, la riqueza y libertad de la Gran Bretaña estriba en su Constitución, y que a ella debe que su felicidad no sea momentánea ni penda de un Rey o de un Ministro. ¡Dichosas las Cortes y dichosa la Nación si se da con firmeza y tino el primer paso para conseguir otro tanto!».


Morales de los Ríos, Sesión de las Cortes de Cádiz de 4 de julio de 1811                


A pesar de que la Historia Constitucional española comienza tardíamente (al menos si la comparamos con otros países del entorno occidental, como Estados Unidos, Francia o Gran Bretaña), el constitucionalismo, como movimiento dirigido a controlar y limitar el poder del Estado, surge en nuestro país en el último tercio del siglo XVIII. El gobierno absoluto de Carlos III permitió que las ideas político-constitucionales entrasen en la Península Ibérica, y cuando Carlos IV, temeroso de la Revolución Francesa, quiso cerrar las fronteras al fluir ideológico1, el constitucionalismo ya había calado en España.

Frente al gobierno despótico, los pensadores y estadistas nacionales contemplaron nuevos modelos procedentes de Gran Bretaña, Norteamérica y Francia. El primero alcanzó gran difusión merced a la arrolladora influencia del Espirit des Lois (1748) de Montesquieu, y se vio consolidado con la entrada de otras obras que, a igual que había hecho el Barón de la Brède, comentaban las excelencias del gobierno inglés. Y no era mera propaganda inglesa, puesto que si entre sus más célebres comentaristas había, por supuesto, británicos (Locke, Blackstone, Ferguson o Hume2), también contaba con partidarios de otras nacionalidades: De Lolme en Suiza3, o Filangieri en Italia4.

El modelo británico que describían estos autores traía consigo la idea de libertad garantizada a través de una Constitución histórica. Ésta diseñaba un gobierno equilibrado (balanced constitution), en el que los poderes del Estado se limitaban y controlaban mutuamente (doctrina de checks and balances) en aras de asegurar la libertad individual.

Las características intrínsecas de este modelo teórico (la práctica constitucional inglesa iba por otros derroteros, como veremos enseguida) le auguraron un rotundo éxito entre un sector ilustrado e historicista de nuestra nación. Y es que el modelo inglés representaba el valor de la historia y del progreso gradual que deseaba la Ilustración española. Pero, al mismo tiempo, brindaba un esquema de equilibrio, universalmente válido y descrito more geometrico, algo que casaba a la perfección con la mentalidad ilustrada5.

Por otra parte, y desde una dimensión socio-política, la idea de libertad de los individuos permitía el ascenso de la clase burguesa, que cada vez reivindicaba con mayor denuedo su espacio político. En igual medida, procuraba un cambio del papel de la nobleza, ya que el sistema descrito por Montesquieu asignaba a la nobleza un locus en la maquinaria política (idea de cuerpos intermedios dirigidos al equilibrio constitucional) que se adaptaba a la reforma de las clases privilegiadas que proponía la Ilustración española6. En fin, la idea de equilibrio constitucional mediante un reparto de poderes no era extraña en nuestro país, puesto que entroncaba con la idea de Monarquía mixta, que tanto éxito había tenido en la escolástica (especialmente en Santo Tomás de Aquino, con su idea de monarchia temperata) y en la filosofía política del Barroco español (sobre todo con Francisco Suárez).

La anglofilia supuso, de esta manera, una primera reacción moderada frente al Despotismo Ilustrado que encarnaba Carlos III, y frente al despotismo sin adjetivos que más tarde instauraron Carlos IV y Godoy. Así, durante el reinado de Carlos III se alzaron las primeras críticas provenientes de autores que no siempre estaban alejados del Despotismo Ilustrado. El Censor, uno de los periódicos más representativos de finales del siglo XVIII, asumió las doctrinas británicas a pesar de estar patrocinado por el propio Monarca ilustrado7. En igual medida, Ibáñez de la Rentería combinó su defensa del Despotismo Ilustrado con la asimilación de las teorías descritas por Montesquieu8. Incluso Forner, máximo exponente de los «apologistas», defensores de la Monarquía absoluta, dio cabida a la anglofilia9.

A comienzos del siglo XIX, con el desencanto del nuevo gobierno de Godoy, esta tendencia se desprendió de todo vínculo con el Despotismo Ilustrado y postuló una Monarquía Constitucional que imitase con fidelidad a la británica, donde el Rey veía limitado su poder por un Parlamento bicameral. Jovellanos defendió con insistencia este modelo, asumiendo la necesidad de reformar la antigua «Constitución histórica» española para dar cabida en ella al sistema de «equilibrio constitucional»10. En esta pretensión halló el inestimable apoyo de Lord Holland, diputado whig (y sobrino del líder parlamentario Charles James Fox), que patrocinó en nuestro país la defensa de la forma de gobierno británica11. Las propuestas de este grupo se plasmaron también en las Suggestions on the Cortes, de John Allen12, colaborador de Lord Holland, y que respondía perfectamente al intento de adaptar el modelo inglés a España mediante una reforma de las Leyes Fundamentales13.

Ahora bien, interesa señalar que el modelo británico que triunfó en nuestro país a finales del XVIII y comienzos del XIX estaba muy lejos del sistema de gobierno vigente en esos momentos en la Isla. Dicho en otros términos, se admiraba el gobierno inglés tal cual describían sus comentaristas más celebres, y según estaba postulado en el Statute Law aprobado tras la Glorious Revolution de 1688 (especialmente el Bill of Rights y el Act of Settlement), que diseñaba una Monarquía Constitucional. Se olvidaban, así, de las convenciones constitucionales británicas, que desde comienzos del siglo XVIII habían comenzado a transformar este gobierno en una incipiente Monarquía Parlamentaria, muy alejada del equilibrio constitucional, y en el que el Monarca había perdido poder a favor de un Gabinete que dirigía la política estatal con el apoyo del Parlamento, especialmente de la Cámara Baja.

Este sistema real de gobierno (frente al «teórico», según describiría en 1832 John James Park14) ya se encontraba apuntado en algunas obras de estadistas británicos, como Edmund Burke o Thomas Paine15, que circulaban por nuestro país16. A la par, la Gaceta de Madrid, en su narración de los acontecimientos políticos ingleses insinuaba alguna de las instituciones propias del gobierno parlamentario17. Sin embargo, la «ceguera» teórica de los autores españoles respecto de esta forma de gobierno fue casi total en los comienzos de nuestro constitucionalismo.

El segundo modelo que penetró en España a finales del siglo XVIII fue el norteamericano. Ahora bien, su éxito fue limitado por dos circunstancias: por una parte, por el contexto político en el que nació, a saber, la emancipación de las colonias después de su guerra con Gran Bretaña. En un país como España, que conservaba extensas posesiones en ultramar, el ejemplo norteamericano representaba un peligro latente18. Pero, por otra parte, el modelo tenía pocas oportunidades de prosperar por su propio diseño. En efecto, la Constitución norteamericana de 1787 ofrecía una forma de Estado republicana y federal. Estas dos características estaban lejos de encontrar un apoyo sustancial en España, donde no se cuestionaba la Monarquía ni tampoco el Estado centralizado. Esta última idea de Estado centralizado sólo pareció sufrir una quiebra importante durante los primeros meses de la Guerra de la Independencia, cuando la defensa nacional se descentralizó en las Juntas Provinciales, cada una de las cuales se arrogó un «poder soberano» propio, basándose principalmente en la idea neoescolástica de reasunción de la soberanía19. Esta descentralización llegó al punto de pretender que los representantes de las Juntas provinciales enviados a la Junta Central debían estar sujetos a mandato imperativo20. Ahora bien, ha de tenerse en cuenta que las Juntas Provinciales asumieron casi en exclusiva cometidos de dirección bélica y que, sea cual fuese su pretensión de dominio sobre la Junta Central, lo cierto es que esta última acabó por someter totalmente a las Juntas Provinciales.

A pesar de estas dificultades para aplicar el modelo norteamericano en España, éste tuvo influencia en dos aspectos. Por una parte, en su idea de Constitución racional normativa, opuesta a la «Constitución histórica» propia del constitucionalismo británico. Estados Unidos aportó la idea de que la Constitución no era un producto de la historia, sino fruto de un proceso constituyente; idea que también penetró en España merced a la lectura de William Godwin21. Esta nueva idea de Constitución influyó indirectamente en Jovellanos; bien es cierto que éste sostuvo una idea de «Constitución histórica», pero la idea norteamericana le permitió superar un concepto que había defendido en sus primeros escritos: el de Constitución en sentido aristotélico, es decir, como entramado social, histórico y político. A partir de la década de 1790, aproximadamente, Jovellanos identificó el término «Constitución» con las Leyes Fundamentales españolas que determinaban la organización del Estado, algo a lo que seguramente contribuyó la idea de Constitución surgida en Norteamérica22.

El segundo aspecto en el que tuvo influencia el modelo norteamericano fue en su idea de separación de poderes. En este punto, la Constitución norteamericana entroncaba con las doctrinas de Montesquieu y, sobre todo, con Blackstone, de manera que aparecía como una plasmación racional-normativa del modelo británico. Los propios comentaristas del gobierno norteamericano fomentaban esta idea: así, en el célebre periódico The Federalist, Hamilton, Madison y Jay describían el gobierno norteamericano en esos términos23; pero, sobre todo, esa idea se hallaba presente en la obra de John Adams, A defense of the Constitutions of government of the United States of America, escrita en 178724, que tuvo difusión en España, como demuestran las intervenciones de Jovellanos en el seno de la Junta Central25.

Tampoco puede descartarse la influencia de las Cartas Coloniales norteamericanas. La difusión de estos documentos pudo tener lugar mediante las traducciones que se realizaron al idioma francés en Suiza26 y en Francia27. En la misma medida, a España llegaban comentarios de estas Cartas, y así, Jovellanos conocía la Constitución de Massachussets a través de la lectura de Brissot de Warville28, en tanto que Cladera manejó los Annales Politiques, Civiles et Littéraires editados por Linguet29, quien había prestado especial atención a las colonias norteamericanas, publicando incluso la Constitución de Maryland30. Por otra parte, uno de los autores más leídos en España, Mably, había dedicado un opúsculo a poner de manifiesto las ventajas y, sobre todo, los defectos del gobierno de las colonias norteamericanas31. Otro publicista conocido en nuestro país, Thomas Paine, había dado publicidad en 1792 a las Constituciones norteamericanas32. El conocimiento de las Constituciones coloniales trajo consigo que el primer proyecto constitucional en España, procedente de Manuel de Aguirre, fuese incluso anterior al nacimiento de la Constitución federal de 178733.

Francia también aportaba nuevos modelos, muy diferentes entre sí: el modelo revolucionario cuasiasambleario de la Constitución de 1791, el asambleario de 1793, el Directorial de la Constitución del año III, y el constitucionalismo napoleónico del texto del año VIII. De estos modelos, los de las Constituciones de 1791 y (en menor medida) de 1793 fueron los que tuvieron un mayor éxito en nuestro país. La Constitución del año III tuvo menos repercusión en España34, en tanto que el constitucionalismo napoleónico sólo contó con el favor de los afrancesados que colaboraron en la redacción del Estatuto de Bayona35. Los modelos revolucionarios franceses de 1791 y 1793 recalaron entre los liberales españoles que, muy a diferencia de los ilustrados, buscaban un cambio radical en las instituciones nacionales.

El modelo de 1791, el más influyente entre los liberales, respondía a una concepción exclusivamente racionalista, que optaba por una definición metafísica de los derechos individuales, concebidos como derechos naturales, que se garantizaban a través de la atribución de la soberanía a la Nación. Francia había tomado de Estados Unidos la idea de Constitución racional-normativa, la separación de poderes y los derechos naturales (tal y como se plasmaron en la Declaración de Independencia y en los Bill of Rights de las Cartas Coloniales), en tanto que de Inglaterra había asumido las teorías iusnaturalistas de Locke. Pero de Norteamérica rechazó la supremacía constitucional, y de Gran Bretaña el modelo de Monarquía Constitucional equilibrada. Este doble rechazo respondió a un mismo presupuesto: la supremacía del Parlamento, que ni podía someterse a la Constitución, ni podía encontrar un rival en el Rey.

La penetración de las ideas francesas vino favorecida por el enciclopedismo, y las lecturas de Diderot, Voltaire o D'Alembert. En igual medida, la popularidad del Rousseau autor del Émile y La nouvelle Heloise acabó suscitando el interés por su obra política, de modo que el Contrat Social circuló a pesar de las restricciones que trató de imponer Floridablanca. Las primeras posturas francófilas utilizaron las ideas galas más para modular que para trastocar las bases de la Monarquía española: así, por ejemplo, Cabarrús tomaba la idea del pacto social como renuncia de derechos subjetivos, y el concepto rousseauniano de ley36 para acabar defendiendo un Despotismo Ilustrado, en el que el Rey dirigiese el Estado con el apoyo de Consejos37. La huella de la ley como expresión de la voluntad general también se halla presente en Jovellanos ya en 178038, cuando sus afanes de reforma todavía eran tímidos.

No obstante, otros autores manifestaron de forma más clara su adscripción a las ideas francesas. En 1794, León de Arroyal proponía un proyecto constitucional encabezado por una «Exposición de los derechos naturales» y en el que se recogía la soberanía nacional, la distinción entre poder constituyente y poderes constituidos, y la separación de poderes39. Unos años antes, en 1788, Valentín de Foronda había afirmado que la propiedad, libertad, seguridad e igualdad eran «los cuatro manantiales de la felicidad de todos los Estados»40, ideas que todavía mantuvo intactas durante la Guerra de la Independencia41, mostrando así cómo el pensamiento liberal que subyacía a las Cortes de Cádiz hundía sus raíces en el siglo XVIII.

Con el vacío institucional provocado por las renuncias de Bayona, la postura francófila abandonó la clandestinidad para expresarse sin ambages. A partir de 1808 comienzan a aflorar propuestas para reformar el gobierno español siguiendo de cerca el modelo galo. Así, Flórez Estrada redactó en 1809 un proyecto constitucional que recogía una Declaración de derechos de los ciudadanos y que designaba como soberano al Parlamento, hasta el punto de facultarlo para destituir libremente al Monarca42. En igual línea se orientaban gran parte de los informes que integraron la denominada «Consulta al País»43, y que defendían la soberanía nacional y la sujeción del Rey al Parlamento44. Alguno de estos informes, como el de Antonio Panadero o el de José de la Madre, diseñaban un sistema de gobierno prácticamente asambleario, en el que el Parlamento se convertía en el centro único de la política estatal45. Las Cortes de Cádiz se encargarían de dar forma jurídica a estas propuestas.




ArribaAbajoEl modelo constitucional gaditano


Imitación y originalidad en el modelo gaditano

Como es bien sabido, las Cortes de Cádiz se reunieron el 24 de marzo de 1810, fecha en la que expidieron el Decreto I, en el que se proclamaba la soberanía de las Cortes y la división de poderes46. Apenas habían comenzado sus sesiones cuando se apreció una división ideológica entre liberales, realistas y americanos47. De estos grupos, los dos primeros presentaron posturas opuestas bastante definidas en casi todos los temas constitucionales, en tanto que los americanos mostraron su cohesión ideológica en los aspectos que se relacionaban de forma directa con las colonias (concepto de Nación, tratamiento de los territorios de Ultramar…), alineándose con realistas y liberales en los demás puntos.

Entre los realistas existió un doble talante: el absolutista y el ilustrado48. Los afines a este último talante trataron de instaurar una Monarquía Constitucional, con un Rey fuerte limitado por un Parlamento bicameral. Para instaurar tal sistema consideraban suficiente una mera reforma de las Leyes Fundamentales. De esta descripción genérica no puede escaparse que los realistas ilustrados se adscribían al modelo británico.

Los liberales, por el contrario, optaban por el modelo francés de 179149 y, en menor medida, por el norteamericano. La influencia de este último fue más bien indirecta, a través de su repercusión en la Constitución francesa de 1791. Jovellanos ponía de manifiesto la formación francófila de la nueva generación liberal, que sólo acudía a Inglaterra para beber de las fuentes más radicales50. En sus diversos escritos, también Alcalá Galiano narró cómo la doctrina francesa ocupaba las mentes de los liberales del 1251. Y en 1823, uno de los protagonistas de la Constitución de Cádiz, Agustín Argüelles, reconocía que el modelo y las ideas francesas habían sido la guía principal que había informado sus pasos: «Los vicios que pueda tener nuestro actual sistema me son bien conocidos -señalaba a Lord Holland-. Fueron inevitables cuando se formó en Cádiz porque en general entre nosotros no había entonces ideas exactas sobre un sistema representativo. Sólo se conocían las ideas y teorías francesas que tenían, no lo dude Vmd., mucha analogía con nuestras antiguas Cortes»52.

En su caracterización general puede afirmarse sin ninguna duda que la Constitución de 1812 refleja el ideario liberal. Por consiguiente su filiación francófila queda fuera de toda duda53. Ello no obstante, existen también algunas notas originales del texto doceañista que, como se verá, contribuyeron a su éxito en el extranjero.




El elemento original «genérico»: el historicismo nacionalista

Los liberales eran muy conscientes de que la imitación del modelo francés de 1791 podía suscitar importantes críticas entre el sector conservador. Y no se equivocaron. Los absolutistas trataron de poner de relieve que la Constitución de 1812 era un mero remedo de la Constitución de 1791: así lo hicieron entre 1812 y 1824 Alvarado54, Gómez Hermosilla55, Sebastián de Miñano56, y, sobre todo, el padre Vélez, a quien le corresponde la más célebre refutación del texto gaditano57.

Por este motivo, no es de extrañar que los liberales tratasen de ocultar el origen de sus doctrinas, para lo cual utilizaron un hábil instrumento: el historicismo de cuño nacionalista. De esta forma, justificaron las novedades que introducían en la Constitución acudiendo al pasado bajomedieval español y a la filosofía política subyacente, en especial a la neoescolástica. Con ello sin duda deformaban el pasado histórico, poniéndolo al servicio de sus intereses58.

El historicismo constituye una de las notas más sobresalientes del modelo constitucional gaditano, y quizás su elemento más original. Se trata de una característica «genérica», por cuanto se aplicó a todo el entramado constitucional: casi no existen artículos de la Constitución que no se intentaron justificar desde la perspectiva historicista. En este sentido, hay que subrayar que la mayor originalidad del modelo doceañista no se halla en el contenido (que sigue de cerca el modelo revolucionario francés) sino en la argumentación; en el modo de justificar ese contenido. Y no se trataba de un mero recurso dialéctico sin relevancia, puesto que el disfraz historicista fue una de las bazas más importantes para hacer popular la Constitución de 1812.

Hay que apresurarse a decir que el historicismo no fue, ni mucho menos, algo exclusivo de los liberales; antes bien, surgió y tuvo todavía mayor peso entre los realistas quienes, como ya se ha dicho, pretendían una mera reforma de las Leyes Fundamentales y, por tanto, partían de la importancia de la historia nacional. También este historicismo de los realistas era en muchas ocasiones deformador e interesado: así, por ejemplo, las propuestas de Jovellanos, apoyadas en la historia castellana, no eran más que una importación del sistema de gobierno británico59. Por todo ello, puede decirse que en el debate de las Cortes de Cádiz chocaron dos historicismos distintos: el de los realistas, que veían en la historia nacional la consagración de sus ideas de soberanía regia y balanced constitution; y el historicismo liberal, que columbraba en el pasado la doctrina de la soberanía nacional y la primacía de las Cortes.

Por los mismos derroteros corrió la interpretación de la filosofía del Barroco español. En efecto, España contaba con una sólida tradición de filosofía política, que había alcanzado su cenit con la neoescolástica, especialmente con Francisco de Vitoria y Francisco Suárez. Las teorías neoescolásticas también se sujetaron a una doble lectura durante las Cortes de Cádiz: para los realistas fundamentaba la soberanía regia, partiendo de la idea de un pactum subjetionis que implicaba una renuncia definitiva de la comunidad al ejercicio de la soberanía (translatio), salvo situaciones excepcionales. Sin embargo, los liberales hicieron más hincapié en que la citada filosofía partía de que el origen del poder estaba en la comunidad, y que defendían el derecho de resistencia, incluso hasta el límite del tiranicidio (así, en Juan de Mariana).

Este historicismo característico del constitucionalismo gaditano se conecta directamente con el renovado interés dieciochesco por la historia política y de las instituciones españolas. La defensa del pasado nacional corrió en principio a cargo de los «apologistas», especialmente de Forner, en un intento de frenar el racionalismo ilustrado60. Sin embargo, la Ilustración española no tardó en asumir también los planteamientos historicistas para apoyar sus pretensiones reformistas. En el ámbito periodístico, desde 1787 el Diario curioso, erudito, económico y comercial proporcionó referencias de las antiguas Cortes61. Por su parte, Cadalso afirmaba la existencia de un carácter político nacional determinado por la antigua Constitución y las Leyes Fundamentales62.

A través del historicismo, la Ilustración trataba de demostrar la existencia pasada de una Monarquía mixta, en la que el Rey compartía su poder con una asamblea representativa estamental. Pero hay que destacar que esta interpretación también venía fomentada por la lectura de influyentes autores extranjeros, en especial por Robertson y Harrington. Este último señalaba que España era una monarquía mixta, aunque lo hacía desde la premisa de la distribución de la riqueza inmobiliaria como criterio de clasificación de las formas de gobierno63. Más relevante fue la aportación de Robertson, quien distinguió entre la antigua Constitución castellana y la aragonesa. En tanto que la primera había dado lugar a un gobierno mixto, la segunda sólo había sido monárquica en su forma «pero su carácter y máximas eran puramente republicanos»64. Precisamente esta distinción de Robertson marcó en buena medida las pautas del historicismo realista y liberal. Los realistas utilizaron como modelo principal la Constitución castellana, en tanto que los liberales prestaron más atención a la Constitución aragonesa.

A partir de este resurgir de los estudios históricos emergió la idea de que existía una Constitución histórica; idea que alcanzó su máxima expresión con Jovellanos65; y Martínez Marina. El Ensayo histórico-crítico que publicó este último en 1808 supuso un hito para la argumentación historicista y le sirvió como fuente más cualificada.

Resulta obvio que es difícil hallar el método historicista en el articulado de la Constitución de 1812 (con la salvedad de su preámbulo, del que en breve trataremos), pero se encuentra en un documento inescindible del código doceañista: el Discurso Preliminar a la Constitución de 1812, tradicionalmente atribuido al líder liberal Agustín Argüelles66. Este discurso no sólo representa una extensa exposición de motivos, sino que recoge el fundamento histórico que se le otorgaba al articulado constitucional y se convirtió incluso en canon interpretativo de la voluntad constituyente67. El historicismo que emana del Discurso Preliminar es claramente liberal, orientado a defender el contenido progresista de la Constitución a través de una deformación de la historia. Por este factor no es de extrañar que las referencias a la Constitución aragonesa sean más abundantes y elogiosas que las citas a la Constitución castellana68.

A lo largo del Discurso Preliminar se van justificando, pues, las distintas partes de la Constitución desde premisas históricas. Pero también puede extraerse de su lectura una reflexión global sobre el valor de las Leyes Fundamentales y sobre la naturaleza de la Constitución de Cádiz. Esta reflexión se orienta en tres líneas: el reconocimiento de que las Leyes Fundamentales también tenían defectos que debían subsanarse, la idea de que estas normas se habían perdido y, en fin, la propuesta de recogerlas y mejorarlas.

En efecto, por una parte, a pesar de la admiración hacia las antiguas Leyes Fundamentales, el Discurso Preliminar ponía de manifiesto determinados defectos: la ambigüedad con que estaban formuladas, su carácter disperso, y la apreciable contradicción entre ellas69. Precisamente estos defectos eran en buena parte responsables de que las Leyes Fundamentales hubiesen caído en el olvido. En este punto, el Discurso no era en absoluto original: esta idea ya se halla en León de Arroyal70 y, sobre todo, en Jovellanos71. Pero la inobservancia de las Leyes Fundamentales no sólo se debía al olvido derivado de sus defectos estructurales, sino al olvido «patrocinado» por los Reyes y sus validos. Éstos habían vejado una y otra vez la Constitución histórica hasta hacerla inaplicable72.

Llegados a este punto, la cuestión estribaba en volver a poner en planta las Leyes Fundamentales sofocadas por el despotismo, eliminando sus defectos, o bien acometer un nuevo proceso constituyente. Los realistas eran partidarios de la primera opción, los liberales de la segunda73. Sin embargo, los liberales recubrieron sus pretensiones constituyentes (ligadas al ideario de Sieyès) con la idea de reforma constitucional. Según sus argumentos, las Cortes en realidad no estaban realizando una nueva obra, sino mejorando las antiguas Leyes Fundamentales74. Según se recogía en el Discurso Preliminar, la Constitución de Cádiz se limitaba a sistematizar las antiguas Leyes Fundamentales: la novedad estaba en el sistema de codificación, no en el contenido75. Ahora bien, para ser más precisos, la Constitución no recogía tal cual las antiguas Leyes Fundamentales, sino que tomaba su «espíritu», las máximas y principios en las que se habían basado76. Huelga decir que para los liberales ese «espíritu» coincidía con sus máximas políticas.




El nuevo sujeto soberano: la Nación y el ejercicio del poder constituyente

La Constitución de Cádiz supuso una ruptura con el Antiguo Régimen que se sustentó en dos principios medulares: la soberanía nacional y la división de poderes. Ambos principios quedaron recogidos en el primer acto normativo de las Cortes de Cádiz, el Decreto I, de 24 de septiembre de 1810, obra de Muñoz Torrero y Luján. Dediquemos ahora atención al primero de estos principios.

Resulta sorprendente la conformidad de los diputados realistas con el proyecto de Decreto reseñado, que sólo puede deberse a la inconsciencia de su alcance77. Fuera del Parlamento, un Jovellanos ya en sus últimos meses de vida sí apreció el significado de la soberanía nacional que acababa de proclamarse y, en un vano intento de enmendarlo, escribió su célebre Nota primera a los apéndices de la Memoria en defensa de la Junta Central (1811). Claro está que no era la primera vez que se oía mencionar a la soberanía nacional: las Juntas Provinciales la habían proclamado con asiduidad, los opúsculos que circulaban por el territorio la utilizaban como moneda corriente (véanse a modo de ejemplo los célebres «Catecismos Políticos»), aparecía en la «Consulta al País», en la obra de Flórez Estrada y, de forma oficial, en la convocatoria a Cortes que había realizado la Junta Central de mano de Calvo de Rozas.

Los realistas reaccionaron a partir del debate del art. 3 de la Constitución, donde se incluyó el dogma de la soberanía nacional. En ese momento los realistas ya se habían percatado de su error y tenían las armas cargadas. La oposición (a la postre infructuosa) se realizó desde un doble frente: por una parte, rechazaban la proclamación de que la soberanía residía «esencialmente» en la Nación, por otra, se oponían al inciso final del art. 3: «pertenece a ésta [a la Nación] exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales». En definitiva, se oponían a la soberanía nacional y al poder constituyente que trataban de asentar los liberales. En consecuencia, en las Cortes de Cádiz se manejaron dos ideas de soberanía opuestas: la realista y la liberal78.

Los realistas se adscribían a las teorías neoescolásticas, especialmente de Francisco Suárez. Conforme a estas teorías, el poder soberano residía in radice en la comunidad (que lo habría recibido de la instancia divina) que, incapaz de ejercerlo por sí, lo habría transferido (translatio imperii) mediante un pacto (pactum subjectionis) al Rey, que pasaría a ser titular in actu del poder79. Esta transferencia era irrevocable en circunstancias ordinarias, de forma que la comunidad sólo recobraba su poder originario en ocasiones excepcionales80. Por otra parte, puesto que el pacto de traslación era bilateral (suscrito entre el Rey y la comunidad), su alteración o enmienda sólo podía provenir del consenso. Si en las Cortes de Cádiz se podía modificar parcialmente ello se debía a la ausencia del Rey. Pero aún así, las Cortes no podían alterar en su núcleo sustancial el pacto que, al parecer de los realistas, se hallaba recogido en las antiguas Leyes Fundamentales del Reino. Por tanto, la historia adquiría un valor constituyente imposible de alterar81.

Bajo las anteriores premisas no es de extrañar que los realistas negasen el poder constituyente de la Nación. Los liberales, por el contrario, lo afirmaban como consecuencia inevitable de sus enseñas dogmáticas. En efecto, para estos últimos diputados la soberanía residía en la Nación de forma «esencial», es decir, era un poder que poseía la Nación a partir de la renuncia de cada individuo de los derechos naturales de los que disfrutaba82. La soberanía de la Nación no quedaba, pues, sujeta a ninguna otra voluntad que la propia, ni tampoco se sometía a la historia83, puesto que, como decía Thomas Paine, la soberanía pertenecía a las generaciones vivas84. De ahí que los liberales señalaran que la Nación poseía un poder constituyente ilimitado, que le permitía aprobar en cualquier momento una Constitución a través de la cual decidía la forma de gobierno que más le conviniese, sin sujetarse a límite alguno85.

Esta última idea de soberanía y poder constituyente fue la que pasó definitivamente al art. 3 de la Constitución de 1812. Claro está que la novedad que encerraba hubo de recubrirse, una vez más, con la pátina del historicismo, como demuestra el tan citado Discurso Preliminar86.

La soberanía nacional también se pone de relieve en el proceso de reforma constitucional. La Nación era la única titular del poder constituyente, pero, por el mismo motivo, sólo sus representantes, investidos con poderes especiales, podían ejercer el poder de reforma constitucional, o poder constituyente-constituido. El Rey, quedaba, por consiguiente, excluido del proceso de reforma, muy a la contra de los presupuestos de que partían los realistas. Las Cortes de reforma constitucional eran, lógicamente, un órgano constituido, aunque dotadas de poderes extraordinarios que las habilitaba a alterar el contenido constitucional87. Ese carácter constituido hacía que debieran someterse a las formalidades establecidas en el Título X de la Constitución («De la observación de la Constitución y modo de proceder para hacer variaciones en ella») y en la que es destacable la existencia de una cláusula de intangibilidad temporal absoluta, conforme a la cual la Constitución no podía enmendarse hasta que transcurriesen 8 años desde su entrada en vigor (art. 375)88.




La división de poderes y los órganos del Estado

A pesar de las discrepancias que separaban a los diputados liberales y realistas, ambos coincidían en la necesidad de limitar el poder público, estableciendo una Monarquía limitada. El influjo de Montesquieu en este punto alcanzaba por igual a todos los sectores de las Cortes Generales y Extraordinarias. El Capítulo III del Título II de la Constitución recogió este consenso al proclamar la división de poderes entre diversas instancias.

Sin embargo, el fundamento y alcance de la división de poderes no era idéntico para realistas y liberales. Los primeros trataron de importar el modelo británico de checks and balances, conforme al cual el poder se distribuía entre distintos órganos cada uno de los cuales participaba de forma limitada en las funciones de los restantes. Esta participación tenía un carácter defensivo, dirigido a evitar usurpaciones ajenas, y traía como resultado un sistema equilibrado, en el que ningún órgano estatal predominaba sobre los demás89.

La idea de equilibrio constitucional se defendió con más tesón fuera del Parlamento, especialmente por Jovellanos y Blanco White. El primero esbozó los argumentos que luego utilizaron los diputados realistas (y en especial su sobrino, Alonso Cañedo90) para defender el sistema británico de gobierno. Hay que señalar, no obstante, que entre los realistas existió cierta propensión a confundir la idea de separación de poderes con la de Monarquía mixta91, que hundía sus raíces en el pensamiento escolástico (Santo Tomás92) y que tenía los precedentes clásicos de Aristóteles, Cicerón y Polibio93.

Blanco White, por su parte, era un liberal convencido, pero, muy a diferencia de los liberales presentes en las Cortes de Cádiz, rechazaba la francofilia94. En realidad, durante su primera etapa al frente del periódico el Semanario Patriótico, Blanco White había sido también partidario de las ideas revolucionarias francesas, pero no tardó en cambiar de actitud, merced al influjo de Ángel de la Vega Infanzón y al conocimiento directo del gobierno británico, debido a su residencia en Londres, donde publicó el célebre diario El Español95. Sin embargo, Blanco White no percibió el funcionamiento real del gobierno británico, sino que se mantuvo en la difundida (aunque irreal) idea de balanced constitution96.

Los liberales de las Cortes defendían un concepto distinto de la división de poderes, en el que combinaban las teorías de Montesquieu y Locke con las más revolucionarias de Rousseau, Mably y Sieyès. A partir de la idea de soberanía nacional, los liberales distinguían entre titularidad y ejercicio de la soberanía97. La Nación, titular de la soberanía, no podía ejercerla por sí misma, habida cuenta de su personalidad abstracta, por lo que repartía el ejercicio entre diversos órganos: Rey, Cortes y jueces. De esta manera, el poder absoluto reunido en la Nación se dividía en poder legislativo, ejecutivo y judicial, encargándose de ponerlo en práctica distintos órganos constituidos98.

La conformidad con la teoría de división tripartita de poderes supuso que los liberales desconocieran, por ejemplo, la función de gobierno, lo que ocasionó algunas dudas acerca de cómo calificar determinadas facultades, como la declaración de guerra, que no encajaban con claridad ni en la facultad legislativa, ni en la ejecutiva, ni en la judicial99. El éxito de la tripartición de facultades fue absoluto, y hubo que esperar al Trienio Constitucional para que se teorizase sobre nuevas funciones públicas: el poder neutro, el poder conservador o el poder preservativo; todo ello merced al influjo de Destutt de Tracy100 y Constant101. La influencia de Rousseau entre los liberales de las Cortes de Cádiz se observa en la idea de que la forma de gobierno se determinaba por la distribución del poder ejecutivo, no del legislativo, que siempre tenían que conservar los representantes de la Nación102. Finalmente la presencia del ginebrino, y la de Mably, también se atisba en la idea de separación rígida de poderes, combinada con la preeminencia del poder legislativo sobre los restantes órganos del Estado.

Esta imagen liberal de la división de poderes es la que finalmente recogió la Constitución de 1812. Establecía, pues, una separación rígida de poderes, en la que existían algunas excepciones (como el veto suspensivo) que no alteraban la esencia de esa disociación neta103. Por otra parte, las «excepciones» tendían a favorecer siempre a las Cortes que, como representantes de la Nación, acababan irrogándose las facultades más importantes.

A la hora de regular en la Constitución los poderes públicos se siguió una sistemática distinta a la francesa. En efecto, los títulos no se referían a las funciones (legislativa, ejecutiva y judicial), como hacía la Constitución de 1791, sino que venían encabezadas por la denominación de los órganos (Título III: De las Cortes, Título IV: Del Rey, Título V: De los Tribunales y de la administración de justicia en lo civil y criminal). De nuevo se trataba de una maniobra para evitar que se acusase a los liberales de que imitaban el modelo galo104.

Esta sistemática expresa a las claras la ideología liberal: el primer órgano regulado era las Cortes, no el Rey105. El Parlamento diseñado por la Constitución tenía una estructura unicameral, siguiendo así el ejemplo de las Cortes Constituyentes. De esta forma, se rechazaban las propuestas de Jovellanos quien, junto con Lord Holland y John Allen, había tratado infructuosamente de implantar unas Cortes bicamerales en España. En igual medida, Blanco White criticó a través de El Español el unicameralismo que, según él, propendía al dominio de la Asamblea106.

La opción por el unicameralismo respondía, según los argumentos liberales, a razones tanto teóricas como prácticas. Dentro de las primeras hay que destacar el principio de igualdad formal, y el intento de desarticular las diferencias de clase107. Por otra parte, la idea de Nación unitaria respaldaba la organización unicameral: los representantes lo eran de toda la Nación, de modo que los diputados no portaban una representatividad especial, sino política y, por consiguiente no estaban vinculados a mandato imperativo108. Todo ello conducía a rechazar una segunda cámara nobiliar, ya fuera de representación aristocrática o territorial.

Las justificaciones prácticas más utilizadas consistían en que la segunda cámara supondría fomentar un espíritu de discordia entre las clases sociales, en tanto que Argüelles narraba que con el unicameralismo se pretendió alejar de las Cortes al clero y nobleza, que tanta hostilidad habían mostrado hacia la tarea constituyente109.

Entre los realistas, la defensa de la estructura bicameral corrió a cargo de Borrull, Cañedo e Inguanzo110, si bien este último sufría un cierto equívoco entre bicameralismo y organización estamental111. Para estos diputados, continuadores de la argumentación jovellanista, la segunda cámara suponía un factor de reflexión necesario para lograr un equilibrio constitucional112. Durante el Trienio Liberal, los liberales moderados acabarían por acercarse a las ideas que habían sostenido los realistas gaditanos: así, doceañistas como Argüelles, Martínez de la Rosa o el Conde de Toreno se mostraron entre 1820 y 1823 partidarios de una segunda cámara.

Por lo que respecta a las funciones de las Cortes, éstas excedían el ámbito meramente legislativo, para acabar asumiendo los más preeminentes cometidos estatales. A pesar de ser cotitulares de la potestad legislativa, junto con el Rey (arts. 15 y 131.1 CE), en la práctica monopolizaban dicha facultad, según veremos al tratar sobre el Sistema de Fuentes. También asumían funciones relacionadas con el Monarca113 y con su sustituto, la Regencia. En lo que respecta a esta última, hay que señalar que las discrepancias con la Constitución francesa de 1791 son notables, ya que el código gaditano sujetaba más a los regentes a la voluntad parlamentaria: así, la elección de los regentes correspondía de forma directa al Parlamento (arts. 131.4 y 185-200 CE), a diferencia de la Constitución de 1791. El resultado es que, en Francia cuando gobernaba una Regencia, el sistema se aproximaba al Presidencialismo, en tanto que en España se acercaba más al régimen de asamblea. Esta mayor sujeción al Parlamento se intensificaba al no reconocer la inviolabilidad de los regentes (alejándolos así del estatuto propio del Rey) y al depender la participación de éstos en la función legiferante de la voluntad parlamentaria. En definitiva, el Consejo de Regencia diseñado por la Constitución de 1812 tenía más un carácter de subalterno de las Cortes que de sustituto del Rey114.

Junto con la facultad legislativa, la más relevante potestad parlamentaria era, sin duda, la relativa a las cuestiones financieras, económicas y «presupuestarias»115. Las Cortes, además, poseían facultades propias de indirizzo politico en lo relativo a las relaciones internacionales y cuestiones militares116. Por otra parte, incidían de forma inmediata en tareas propias del Ejecutivo, por ejemplo cuando determinaban las reglas generales sobre seguridad interior117, o a la hora de regular los empleos públicos118. Es más, llegaban a asumir incluso una función de «fomento», típica de la Administración Pública del Estado-Policía119. Finalmente, las Cortes disponían de unas facultades de garantía que las convertía en defensoras de los derechos individuales frente a las autoridades administrativas y judiciales120.

El ejercicio de tan augustas funciones quedaba protegido por una serie de prerrogativas y garantías. Por una parte, se establecían causas de inelegibilidad (arts. 95 y 97 CE) y de incompatibilidad (arts. 129 y 130 CE), en virtud de las cuales se trataba de alejar a los diputados de los cargos ejecutivos121. Esta disposición es comprensible, toda vez que se concebía al Ejecutivo como la encarnación del Estado limitador de derechos y, por consiguiente, como un órgano siempre dispuesto a la corrupción122. Por otra parte, se incluían las prerrogativas de inviolabilidad, inmunidad, y prohibición de mandato imperativo, que trataban de vincular al diputado a su propia conciencia, de modo que el debate parlamentario fuese libre para, a través de la discusión, llegar a aprehender la voluntad racional de la Nación123.

El ascenso de las Cortes en la Constitución gaditana es paralelo al enervamiento del Rey. Prácticamente todos los diputados de la Constituyente convenían en la necesidad de establecer una Monarquía limitada, aunque este adjetivo fuese luego matizado por los realistas, y sublimado por los liberales. En efecto, para estos últimos el Monarca había de ser básicamente un ejecutor de las leyes emanadas del Parlamento, en tanto que los realistas querían dejar todavía en sus manos un extenso poder. Las palabras vertidas por Capmany en este punto no pueden ser más significativas124.

Esta mengua del poder del Rey acarreó que no se le considerase como representante de la Nación, ni de los españoles. Sólo a las Cortes les correspondía ese privilegio. A pesar de todo ello, la Constitución, tal cual resultó aprobada, asignó todavía al Rey un respetable elenco de facultades. Por una parte, asumía cometidos ejecutivos: era titular exclusivo del poder ejecutivo (arts. 15 y 170), para cuyo desarrollo contaba con un poder normativo que le habilitaba a dictar reglamentos ejecutivos (art. 171.1). Además, poseía la facultad de nombar empleados públicos125 y estaba dotado del importante poder de suspender a los vocales de una institución representativa como era la Diputación Provincial (art. 336). No obstante, y a pesar de que los liberales pretendían sobre todo ceñir al Rey a la facultad ejecutiva, lo cierto es que la Constitución dejó en sus manos también cometidos propios de indirizzo politico: así, respecto de las relaciones internacionales y la función de defensa126, e igualmente en lo tocante a la conservación del orden público y seguridad interior del Estado (art. 171.1). Una cláusula, esta última, que sin duda excedía los términos meramente ejecutivos.

Aparte de estos cometidos, el Rey participaba en otras funciones estatales: así, en el poder legislativo, del que era cotitular127, y en el judicial, donde conservaba algunas prerrogativas relevantes128. Para el ejercicio de todas sus facultades, el Rey estaba apoyado por Secretarios del Despacho129, que elegía y destituía libremente (art. 171.16 CE). Estos Secretarios, que no formaban un Gabinete130, refrendaban todos los actos del Rey, asumiendo con ello la responsabilidad jurídica que de tales actos podía derivarse131.

La Constitución de 1812 dejaba clara su voluntad de «frenar» al Monarca por cuanto recogía expresamente un listado de «límites» que reflejaban su carácter constituido y trataban de evitar cualquier atentado contra las libertades, ya fuese directo (detención arbitraria o ataque contra la propiedad individual), o indirecto (menoscabo de las funciones de las Cortes). Muchos de estos límites nacieron de las concretas circunstancias en que se encontraban Fernando VII y la Nación española al tiempo de redactarse la Constitución de Cádiz132. No obstante, el recoger expresamente tales restricciones suponía reconocer que hasta entonces esas facultades habían sido privativas del Rey y que habían constituido algunas de sus principales fuentes de abuso. A la par, trataba de que estos límites resultasen claros e incontestables, más allá de toda duda interpretativa, ya que de otra manera no puede explicarse su inclusión en el texto: siendo el Rey un órgano constituido, se hallaba vinculado positivamente al texto constitucional, de modo que sólo podría hacer lo que éste le permitía.

La lectura del elenco de poderes y límites del Rey acaban por mostrar que éste se había diseñado como instancia esencialmente ejecutiva y, por tanto, fuertemente sometido a las Cortes133. Ahora bien, no pueden desconocerse las importantes prerrogativas que todavía conservaba el Monarca en la administración del Reino, especialmente en el ámbito de la defensa, orden público y seguridad, así como en el gobierno de las provincias134. Unas facultades que lo convertían en un Monarca más poderoso que el diseñado por otros textos revolucionarios, como el francés de 1791 y el polaco de ese mismo año. Por eso, tampoco es de extrañar que incluso las constituciones conservadoras españolas recogiesen tal cual gran parte del contenido del art. 171 del documento gaditano135.

Ahora bien, si la Constitución de 1812 preveía algunas facultades relevantes para el Rey ello se debía a que también diseñaba mecanismos orientados a que éstas se ejercieran correctamente. A tal fin establecían cautelas funcionales y orgánicas que ponían al Monarca en relación con las Cortes. Funcionalmente, las Cortes evitaban los abusos del Rey a través de la exigencia de responsabilidad penal a los ministros (arts. 226-229, 261.2 y 261.4 CE) y mediante la imposibilidad de que el Monarca disolviese la Asamblea (art. 172.1 CE). Este último aspecto ponía de manifiesto que las relaciones funcionales entre el Parlamento y el titular de la Corona se concebían a partir de una perspectiva de separación neta y desconfianza recíproca.

Sin embargo, esta desconfianza también se manifestaba en los elementos orgánicos llamados a controlar la acción del Rey: la Diputación Permanente y el Consejo de Estado. Ambos órganos son originales del código doceañista, y lo separan de la Constitución francesa de 1791.

La Diputación Permanente fue un órgano deseado por todos los diputados136. Las Cortes ordinarias, renovadas cada dos años (art. 108 CE), sólo permanecían reunidas tres meses al año (art. 106 CE), por lo que era preciso contar con un órgano que diese continuidad a su actividad. Ya en la Consulta al País137, y en los informes de Jovellanos138 se había diseñado un órgano parecido. Ahora bien, sin perjuicio de esta preocupación común a todos los diputados de las Cortes de Cádiz, lo cierto es que los realistas fueron más partidarios de que la Diputación Permanente estuviese dotada de amplias facultades, tanto positivas como de control139. Los liberales, sin embargo, pretendían que la Diputación Permanente fuese principalmente un órgano encargado de fiscalizar la conducta del Ejecutivo en los recesos de las Cortes para que, una vez reunidas éstas, pudiesen tomar las medidas adecuadas140. La regulación final del órgano respondió más a esta segunda perspectiva, de modo que el Rey se sometía a un control estricto aun en los períodos en los que las Cortes no se encontraban reunidas.

El otro órgano llamado a controlar la acción del Ejecutivo era el Consejo de Estado. Se trataba de un órgano de composición parcialmente estamental141 (lo cual contravenía en cierta medida los principios liberales antifeudales) y que no contaba con parangón en las Constituciones revolucionarias francesas. Los ejemplos comparados más relevantes fueron los recogidos en las constituciones napoleónicas y en las constituciones coloniales norteamericanas142. En el ámbito estrictamente nacional, este órgano contaba con los precedentes del gobierno de Consejos, pero en realidad se distanciaba tanto de éstos, como de los Consejos de Estado de otras naciones. La función esencial del Consejo de Estado era la de apoyar al Rey en la adopción de decisiones gubernativas143, pero en realidad, más que un órgano consultivo, se trataba de una emanación de las Cortes dirigida a controlar la acción del Ejecutivo144 en cometidos dotados de mayor amplitud decisoria. Ahora bien, la composición parcialmente estamental del Consejo de Estado también sirvió para considerarlo como un remedo de la Cámara Alta, es decir, como un órgano llamado a desempeñar una función equilibradora. Sin embargo, tal imagen del Consejo de Estado sólo se propagó en España durante el Trienio Constitucional, muy especialmente entre el liberalismo moderado145.

Menos original era la Constitución de 1812 en lo referente a la organización judicial, siendo destacable que no se recogiese la institución del jurado, negando, así, la participación popular en la administración de justicia. Los tribunales se organizaban en tribunales inferiores (arts. 276 y 277), que conocían del orden penal y civil; Jueces de partidos, que conocían del orden contencioso (arts. 273-274) y Audiencias, que tenían competencia en los órdenes civil y penal (arts. 262-272). La organización judicial se cerraba con un Tribunal Supremo de Justicia, que, aparte de resolver recursos en última instancia (art. 261.9), solventaba conflictos de competencias de órganos inferiores (art. 261.1), planteaba al Rey las dudas derivadas de la interpretación legal (art. 261.10) y juzgaba a autoridades administrativas y judiciales (arts. 261.2-261.6). Entre estas últimas, destaca el enjuiciamiento de los Secretarios del Despacho, previa acusación de las Cortes cuando se tratase de infracciones cometidas en el ejercicio de las funciones. En este punto, la Constitución de 1812 reproducía el proceso regulado en la Constitución francesa de 1791 (Título III, Capítulo V, art. 23), y luego reproducido en Constituciones posteriores146, que evitaba el procedimiento británico de impeachment147.

El poder judicial aparecía informado por una serie de principios que pueden extraerse de Título V de la Constitución: la independencia judicial148 (art. 243 CE), la exclusividad de la función jurisdiccional (art. 245 CE), la predeterminación legal del juez (art. 247 CE), la inamovilidad (art. 252 CE) y la responsabilidad (art. 254 CE). Por lo que respecta al principio de unidad jurisdiccional, éste se recogía en el art. 248 CE pero en realidad contaba con excepciones que suponían una clara quiebra de tal principio: así, el reconocimiento de un fuero eclesiástico (art. 249 CE) y otro militar (art. 250), y la posibilidad de crear tribunales especiales (arts. 261.5 y 278 CE)149.




Los derechos individuales

Una de las características más sobresalientes de la Constitución española de 1812 reside en la carencia de una declaración de derechos, distanciándose así del modelo de las Constituciones norteamericanas y del constitucionalismo revolucionario francés. Ello no quiere decir que la Constitución contuviese sólo la frame of government, como había sucedido con el documento constitucional norteamericano de 1787, sino, simplemente, que los derechos se encontraban dispersos a lo largo del articulado constitucional.

Algunos proyectos constitucionales anteriores a la obra gaditana sí habían incluido una declaración de derechos. Tal es el caso del proyecto constitucional de Flórez Estrada, que se cerraba con una capítulo «De los derechos que la Constitución declara pertenecer a todo ciudadano y de los que ella les concede», y que incluía la libertad ideológica, de expresión e imprenta, la libertad religiosa (aunque sólo admitía el culto en público de la religión católica), la inviolabilidad del domicilio, la libertad personal y la igualdad formal150. León de Arroyal, sin embargo, siguiendo el modelo francés, situaba los derechos y libertades en el comienzo de su proyecto constitucional, bajo el título de «Exposición de los derechos naturales», entre los que daba cabida a la libertad civil, la inviolabilidad del domicilio, el derecho a la legítima defensa, el derecho de propiedad, la igualdad formal y los derechos procesal-penales derivados de los principios nulla poena sine previa lege y non bis in idem151.

En la Comisión de Constitución encargada de elaborar el proyecto constitucional que se presentó ante las Cortes de Cádiz se sostuvo inicialmente la idea de incluir una sucinta declaración de los derechos de los ciudadanos, que constituiría el capítulo II, intitulándose «De los españoles, sus derechos y obligaciones»152. En este capítulo se recogían los derechos de libertad, seguridad, propiedad e igualdad (art. 2), y a continuación se procedía a definirlos en términos casi idénticos a la Declaración de derechos de la Constitución francesa de 1793153. Este capítulo se omitió en el proyecto que pasó definitivamente a las Cortes, «por parecer a algunos de los señores de la Comisión que será más original y sencillo enunciar las cosas sin hacer la enumeración de los derechos»154. Unas explicaciones que aclaran poco acerca de los motivos que llevaron a suprimir la declaración de derechos. Posiblemente se debiera, como el historicismo, a una mera estrategia política, orientada a evitar parecidos demasiado evidentes con el constitucionalismo revolucionario francés.

La titularidad de los derechos y libertades establecidos en la Constitución de Cádiz era individual, como es lógico en un Estado liberal. Se omitían libertades caracterizadas por una dimensión colectiva, como los derechos de reunión y asociación, que sí se habían recogido en el constitucionalismo revolucionario francés. Según Alcalá Galiano, en estos comienzos del constitucionalismo español el derecho de reunión no preocupaba demasiado155. Por otra parte, el individualismo de impronta rousseauniana imponía un rechazo sin paliativos a los cuerpos intermedios.

A partir de esta titularidad individual, la Constitución de Cádiz diferenciaba entre el «español» y el «ciudadano»156. Aquél poseía derechos civiles, en tanto que éste era titular, además, de derechos políticos157. La diferencia era relevante, por cuanto gran parte de la población española de Ultramar carecería del reconocimiento de ciudadanía, y por ende, del derecho de participación política. La bifurcación entre titularidad del «español» y del «ciudadano» supone una diferencia radical con el modelo constitucional francés, en el que la titularidad se predicaba del «hombre». La Constitución española optaba, por tanto, por una definición menos abstracta, refiriéndose sólo a los derechos de aquellas personas que se sujetaban al ordenamiento jurídico nacional. Esta notable diferencia con el texto francés ha llevado a interpretar que la Constitución de Cádiz prefería al individuo a favor de la Nación158. Ahora bien, tal conclusión debería llevar a un «Estado policía», radicalmente diverso del Estado liberal que subyace a la Constitución de 1812. Antes al contrario, en la Constitución de Cádiz el individuo aparece como sujeto primero, y no puede olvidarse que el art. 4 proclamaba que el primer objeto de la Nación era, precisamente, proteger los derechos individuales159. El individuo no era para la Nación, sino la Nación para el individuo160.

Al ser titular del derecho el ciudadano, no el hombre, cabe interrogarse si la Constitución de 1812 rechazaba el carácter natural de los derechos. El articulado nada menciona al respecto, pero no parece aventurado afirmar que los liberales, principales artífices del código gaditano, partían de la idea de los derechos naturales161. Lo contrario supondría reconocer que nuestros primeros constitucionalistas habían renunciado de pronto a la ideología política en la que se habían formado, esto es, el iusnaturalismo racionalista de Pufendorf, Locke y Rousseau, que ya traslucían los primeros escritos liberales. Nuevamente hay que reconocer una falta de originalidad en el primer constitucionalismo español162.

Lógicamente, la adscripción al iusnaturalismo no es incompatible con el exclusivo reconocimiento de derechos civiles, puesto que la reunión en sociedad suponía la «transmutación» de los derechos naturales de hombre en derechos civiles del ciudadano.

¿Por qué ocultar la adscripción al iusnaturalismo? De nuevo la «teoría de la ocultación» nos sigue pareciendo la más acertada: silenciar la francofilia liberal. Para ello, y según se ha dicho, se omitió cualquier referencia en el texto constitucional a los derechos naturales, en tanto que el Discurso Preliminar disfrazó los derechos y libertades recogidos en el código de 1812 con el ropaje historicista, proclamando que se trataba del reconocimiento de los antiguos fueros y libertades de las Leyes Fundamentales163. Sin embargo, no pudo evitar alguna referencia circunstancial a los derechos naturales que delataban la verdadera dogmática subyacente a las libertades proclamadas por la Constitución de 1812164. La novedad de la Constitución de 1812, que le auguró el éxito en el exterior, derivaba, de nuevo, de la argumentación, y no del contenido. En efecto, al omitir las referencias al derecho natural que fundamentaba las libertades civiles, abría un margen de ambigüedad que permitía despegar el texto de la concepción abstracta de los derechos propia de la Revolución Francesa. Esta ambigüedad se puso de manifiesto durante el Trienio Constitucional español (1820-1823), momento en el que los liberales se escindieron en dos grupos: moderados y exaltados. Para los primeros, próximos al positivismo benthamiano, los derechos recogidos en la Constitución de 1812 eran positivos, en tanto que los exaltados los concibieron como derechos naturales165. De esta forma, los primeros trataban de garantizar la sujeción de los ciudadanos al ordenamiento, en tanto que los segundos pretendieron legitimar las revueltas populares y las Sociedades Patrióticas en virtud de la inalienabilidad de las libertades naturales en que se fundamentaban.

A lo largo del articulado constitucional hallamos un catálogo bastante amplio de derechos subjetivos: libertad civil (art. 4), propiedad (arts. 4, 172.10, 294 y 304), libertad personal (art. 172.11), libertad de imprenta (arts. 131.24 y 371), igualdad (en su vertiente de no concesión de privilegios166 -art. 172.9-, y de igualdad contributiva -art. 339-), inviolabilidad del domicilio (art. 306), derecho de representar las infracciones constitucionales (art. 374) y, en fin, derechos de naturaleza procesal: predeterminación del juez (art. 247), derecho a un proceso público (art. 302), arreglo de controversias mediante arbitraje (art. 280), habeas corpus (arts. 291 y ss.), y principio de nulla poena sine previa lege (art. 287)167. Característica común a todos estos derechos era su carácter reaccional, concebidos como libertades-defensa. Por consiguiente, los artículos constitucionales suponían normas de distribución de competencias entre el Estado y la sociedad.

Este carácter de «defensa del individuo frente al Estado» se observa en la propia ubicación de los derechos: algunos como la libertad personal, la propiedad y la igualdad se hallan situados en el Título relativo a la Corona, de manera que aparecen como limitaciones expresas al Ejecutivo; otros, los derechos procesales, se sitúan en el Título dedicado a los Tribunales y la Administración de Justicia. En definitiva, se trataba de limitar a los «aplicadores» del Derecho, de la ley emanada de la voluntad nacional, en tanto que el Legislador mismo no quedaba limitado, toda vez que se lo concebía como garante de los derechos, y no como su potencial infractor.

La enumeración de los derechos muestra bien a las claras el liberalismo subyacente a la Constitución de 1812: aparecen los clásicos derechos de libertad, a saber, la libertad, propiedad y seguridad, que ya habían enunciado previamente Foronda y Cabarrús. Por lo que respecta a la libertad de imprenta, su concepción responde más bien a una impronta ilustrada168, puesto que se sitúa en el Título IX («De la instrucción pública»), lo que muestra que se le otorgaba a este derecho un importante contenido educativo. Finalmente, cabe señalar que el derecho de igualdad no aparece mencionado claramente. Este derecho, que habría de chocar con la oposición de los realistas, partidarios de los «cuerpos intermedios», ya había suscitado el más intenso debate en la Comisión de Constitución169. En los debates constitucionales, aunque se planteó su inclusión en el texto definitivo, acabó por rechazarse a partir de la apreciación de Muñoz Torrero. En efecto, éste indicó que la igualdad no se recogía expresamente en la Constitución «porque ésta [la igualdad], en realidad, no es un derecho, sino un modo de gozar de los derechos. Este modo debe ser igual en todos los individuos que componen la Nación»170. Por consiguiente, la igualdad era un principio que se realizaba en cada uno de los derechos constitucionales. Sin embargo, el rechazo expreso a constitucionalizar la igualdad tenía claras consecuencias respecto del tratamiento de parte de la población de Ultramar que quedaba, según se ha visto, excluida de la participación política.

La constitucionalización de los derechos suponía, por otra parte, una limitación a la actividad de la Administración (del Estado y de Justicia), pero no del Legislador. En efecto, la Constitución de Cádiz no era un mero documento político, sino una auténtica norma dotada de valor jurídico, pero carente de una posición jerárquica suprema. Esta falta de supremacía derivaba de que el dogma de la soberanía nacional acababa otorgando al Legislador la función de manifestar en cada momento la voluntad soberana mediante la ley. La ley aparecía, pues, como el ropaje normativo de la voluntad general, la voluntad de la Nación, y por consiguiente se presumía que nunca podía contravenir los derechos de los ciudadanos que habían participado en su elaboración.

Como resultado, se instauraba un legicentrismo, en el que la ley estaba habilitada para determinar discrecionalmente el contenido y límite de los derechos. Se combinaba así, una concepción de los derechos individualista, de existencia de derechos subjetivos reaccionales, con otra estatalista, conforme a la cual los derechos sólo podían protegerse a través de la intervención del Legislador (interpositio legislatoris)171. Puesto que el Legislador no quedaba vinculado al contenido constitucional de los derechos, sino que él mismo lo determinaba, en la Constitución de 1812 no puede realmente afirmarse la existencia de auténticos derechos fundamentales172.

Ahora bien, esta dependencia absoluta del Legislador no se consideraba como una claudicación de la libertad, sino todo lo contrario: las Cortes eran la primera garantía de los derechos subjetivos. Y desempeñaban tal cometido tanto desde una perspectiva positiva como negativa. Positivamente, porque la ley era siempre voluntad general y, por tanto, se consideraba que nunca lesionaba los derechos de los ciudadanos. Negativamente, porque las Cortes tenían asignado el cometido de actuar como «guardianas» de la Constitución, de modo que cualquier ciudadano podía acudir a éstas para reclamar infracciones del código doceañista. De esta forma, el Parlamento actuaba como garante de los derechos constitucionales frente a las infracciones provenientes del poder Ejecutivo o judicial173. En definitiva, la Constitución de Cádiz establecía dos técnicas de garantía174: una normativa (la ley) y otra orgánica (la protección a través de las Cortes).

Este papel garante de las Cortes se aprecia todavía en mayor medida en aquellos derechos, como la libertad de imprenta, para cuya regulación el código doceañista se remitía de forma expresa a la ley. La ley de libertad de imprenta, que desarrollaba los arts. 131.24 y 371, se consideró como una «ley fundamental», y actuó como norma paramétrica para que las Cortes enjuiciaran infracciones constitucionales175.

Aparte de los límites que el Legislador podía establecer a los derechos subjetivos, existía un límite constitucional expreso: la religión. En efecto, la Constitución de 1812 no reconoció la libertad ideológica, sino que proclamó que la religión católica era la única de la nación española, excluyendo cualquiera otra (art. 12)176. Esta proclamación distanció al texto gaditano de su modelo francés, y representó uno de sus elementos más característicos. Posiblemente en este punto la ideología liberal tuvo que ceder ante el embate realista, como reconocieron años más tarde Argüelles177 y el Conde de Toreno178, aunque no puede desconocerse que entre los constituyentes liberales también había un amplio sector de eclesiásticos179. Desde Londres, también Blanco White cargó las tintas contra la intolerancia religiosa «con que está ennegrecida la primera página de una Constitución que quiere defender los derechos de los hombres»180.

A pesar de que en el seno de las Cortes constituyentes liberales y realistas parecían coincidir sobre el art. 12, lo cierto es que las discusiones mostraron larvadas discrepancias, especialmente en el debate sobre el Tribunal de la Inquisición. Para los realistas la Nación no podía elegir libremente la confesión religiosa, puesto que ésta era una verdad revelada que no admitía réplica181. Así, el art. 12 de la Constitución no tenía un valor prescriptivo, sino descriptivo182. Los liberales, sin embargo, además de expresarse más afines a la tolerancia religiosa183, entendían que la Nación había querido conservar la religión católica con exclusión de cualquier otra184. De esta forma, la religión quedaba «constitucionalizada» al incluirse en el código doceañista185, es decir, se convertía en un interés del Estado, alejándolo de la exclusiva regulación eclesiástica. De ahí que los liberales insistieran en el inciso final del art. 12 («La Nación la protege [la religión] por leyes sabias y justas»), ya que con ello lograban secularizar el orden eclesiástico, convirtiéndolo en un interés público y político186.

En todo caso, y al margen de estas distintas posturas, la confesionalidad del Estado generaba una importante confusión de los sistemas político-jurídico y religioso que en última instancia también afectaba a los derechos subjetivos. En efecto, el art. 12 conllevaba que al atentar contra la religión católica se contraviniese, al tiempo, la Constitución de Cádiz, como puso de manifiesto Calatrava en el debate sobre el Decreto de responsabilidad de los infractores de la Constitución187. Pero, además, determinados derechos, en concreto la libertad de imprenta, podían sufrir una limitación de ejercicio como consecuencia de la confesionalidad estatal, como apreciaba el diputado Alaja, quien, citando la autoridad de Bolingbroke, Hume y Rousseau, afirmaba que todo ataque en la prensa contra la religión suponía un atentado contra la Ley Fundamental188.



IndiceSiguiente