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La hostilidad del otro: indios y conquistadores frente a frente en «La Florida del Inca»

Miguel Zugasti



«La Florida», mapa de Guillaume Le Testu (1556)

La Florida, mapa de Guillaume Le Testu (1556)






1. La Florida del Inca: objetivos y resultados

Desde el propio título, el Inca Garcilaso precisa que su objetivo es historiar la conquista española de La Florida emprendida por el adelantado Hernando de Soto1, la cual irá aderezada con los hechos «de otros heroicos caballeros españoles e indios». El binomio «españoles e indios» ya nos pone sobre aviso ante el significativo detalle de que el cronista se preocupará de los dos bandos, los conquistadores y los por conquistar, los extranjeros y los aborígenes, buscando la «honra y fama de la nación española [...] y no menos de los indios que [...] parecieren dignos del mismo honor» (Proemio al lector), porque «la verdad de la historia nos obliga a que digamos las hazañas, así hechas por los indios como las que hicieron los españoles, y que no hagamos agravio a los unos por los otros, dejando de decir las valentías de la una nación por contar solamente las de la otra, sino que se digan todas como acaecieron en su tiempo y lugar» (IV, 15)2.

Estas precisiones no eran baladís, antes al contrario el Inca Garcilaso se cura en salud ante dos posibles objeciones. La primera tiene que ver con la dignificación del indio como enemigo aguerrido y valiente, acreedor a que su cerrada defensa de vidas y tierras pase a los anales de la historia y no caiga en el olvido, como hasta la fecha estaba ocurriendo3: «En otras historias de las Indias Occidentales no se hallan cosas hechas ni dichas por los indios como aquí las escribimos, porque comúnmente son tenidos por gente simple, sin razón ni entendimiento, y que en paz y en guerra se han poco más que bestias, y que conforme a esto no pudieron hacer ni decir cosas dignas de memoria y encarecimiento» (IIa, 27). Ante esta concepción minusvaloradora del indio, muy extendida en la España del Siglo de Oro, se responde que «es incierta y en todo contraria a la que se debe tener» (IIa, 27), aduciendo a su favor el testimonio del padre Acosta y su Historia natural y moral del Nuevo Orbe (libro VI, cap. 1). No cita nunca La Araucana (que conocía bien, pues se refiere a ella en sus Comentarios reales), pero ve al indio desde similar perspectiva que Ercilla, ponderando su particular concepción del honor y valentía exhibidos en la guerra, lo cual los convierte en dignos rivales de los españoles (recuérdese la famosa frase de Ventura García Calderón, quien tilda La Florida de «una Araucana en prosa»). Así, al estimar al indio como un aguerrido enemigo que se resiste con admirable tenacidad a ser doblegado por el poderoso ejército castellano (y tal fue su resistencia que acabó por vencerlo), de rebote se está perfilando con tintes épicos todo el proceso de la conquista floridana, pues no hay duda de que ésta será más importante y recordada cuanta mayor oposición ofrezca el enemigo a batir; en el fondo se estaba justificando el que a la altura de 1605, cuando se publica La Florida del Inca, la conquista siguiera inconclusa. La segunda objeción sería que como él también es indio tiende a favorecer a sus iguales4, lo cual refuta así: «Pues decir que escribo encarecidamente por loar la nación porque soy indio, cierto es engaño, porque con mucha vergüenza mía confieso la verdad: que antes me hallo con falta de palabras necesarias para contar y poner en su punto las verdades que en la historia se me ofrecen, que con abundancia de ellas para encarecer las que no pasaron» (IIa, 27).

Expuestos estos objetivos, hay que decir que el Inca nunca pisó La Florida y que construye su relato a partir del testimonio de un testigo de vista, soldado participante en la campaña, a quien fatigó con «muchas preguntas y repreguntas» (Proemio al lector) conforme redactaba el texto. A Riva Agüero debemos la sutil deducción de que el nombre del informante es Gonzalo Silvestre, quien tras el fracaso de La Florida pasó al Perú, donde le conoció el Inca; pero su principal contacto lo mantuvieron después, cuando ambos residían en España, primero en Madrid (h. 1561-1563) y luego en Posadas (aquí se retiró Silvestre, que falleció en 1592), adonde se desplazaba nuestro mestizo desde la cercana Montilla en demanda de datos para su crónica5. Hay otras dos fuentes manuscritas -hoy perdidas- que también coteja el autor, las Peregrinaciones de Alonso de Carmona y la Relación de Juan de Coles, participantes ambos en la expedición floridana. Habida cuenta de estas intermediaciones, la crítica positivista optó por desautorizar el valor historiográfico del libro e incidir en el predominio de lo literario o poético sobre lo histórico o verídico (Ticknor, Tschundi, Menéndez Pelayo, Levillier), cuando no hablar sin tapujos de pura novela (Bancroft).

Pero la historiografía avanza a buen ritmo y hoy disponemos de otras fuentes paralelas emanadas por nuevos supervivientes de la campaña de La Florida:

  • - La primera y más decisiva es la Relação verdadeira de un anónimo «fidalgo» del lugar de Elvas, cuyo original se publicó en portugués (Évora, Andrés de Burgos, 1557); hay traducción al castellano de Muñoz de San Pedro (Madrid, Espasa-Calpe, col. Austral, 1952, con varias reediciones).
  • - El factor Luis Hernández de Biedma remitió también su particular Relación al Consejo de Indias en 1544, texto que ha sido editado varias veces.
  • - Del testimonio vivo de Rodrigo Ranjel se sirvió Gonzalo Fernández de Oviedo en su monumental Historia general y natural de las Indias: ver en concreto el libro XVII, caps. 21-28.
  • - Un último hito a señalar es la Historia general de Antonio de Herrera, quien se ocupa de la entrada de Soto en La Florida a partir de la «Década sexta», publicada en 1615. Es el texto menos útil de todos, no ya sólo porque es posterior a La Florida del Inca (1605), sino porque le sigue de cerca en no pocos pasajes.

José Durand ha cotejado las noticias por ellos ofrecidas con las de Garcilaso y, dadas sus coincidencias en lo mayor, insiste tanto en la buena memoria de Gonzalo Silvestre como en su básica veracidad: «El valor histórico de la Florida, con su fecha probable, con su Silvestre memorioso, con las otras relaciones de testigo en que se funda, es una fuente importante, la cual, como todas, requiere examen crítico» (Durand 1966: 51). Sin menoscabo alguno de su verismo esencial (defendido por Riva Agüero, Varner y otros), la crítica más reciente habla de un «equilibrio» entre poesía e historia (Miró Quesada 1955: 90 y 108) y de unas «estrategias discursivas» (De Mora 1994: 232-236) que tienden a armonizar sabiamente los dos polos, obteniendo como resultado un texto singular y único que le sirvió al Inca como banco de pruebas a la hora de perfilar el molde de ese otro macro empeño histórico que son sus Comentarios reales6.

Nosotros, en el presente estudio, abordaremos el tema del choque cultural y bélico que supuso la incursión de Hernando de Soto en tierras floridanas. El texto del Inca será, pues, nuestra guía inexcusable, punto de salida y llegada, si bien siempre que nos ha parecido oportuno hemos cruzado sus datos con los aportados por los otros testigos vivenciales de la conquista de que nos ha quedado memoria, en aras de autorizar lo más posible la voz de ese narrador que tantas molestias se tomó a la hora de documentarse sobre los hechos acaecidos en la lejana e indómita Florida.




2. Hacia La Florida: dos mundos en conflicto

Como todo historiador que se precie de serlo, el Inca dedica los capítulos iniciales de su relato a tratar del origen de La Florida, repasando de modo fugaz -y con algunas inexactitudes- las incursiones españolas previas a la de Hernando de Soto. Se habla de la primera entrada de Ponce de León el 27 de marzo de 1513, que cayó en domingo de Resurrección o de Pascua Florida, de donde deriva el nombre asignado al nuevo territorio entrevisto; el mismo Ponce de León promovió una segunda marcha en 1521, y ya se dice que los indios pelearon contra él «valerosamente, hasta que le desbarataron y mataron casi todos los españoles que con él habían ido, que no escaparon más de siete» (I, 2). Aunque sin citarlo de modo expreso, Garcilaso narra el viaje de Francisco Gordillo (1520) y su arribo a la desembocadura del río Jordán (hoy Santee, en Carolina del Sur), donde se aprovechó de la confianza e ingenuidad de los nativos7 para secuestrar a un grupo de unos ciento treinta y llevarlos a Santo Domingo para que trabajaran en las minas. Parte de estos indios perecieron ahogados en la travesía y los que no corrieron esa suerte «se dejaron morir todos de tristeza y hambre, que no quisieron comer de coraje del engaño que debajo de amistad se les había hecho» (I, 2). Parece que el oidor Vázquez de Ayllón desaprobó tal actitud y planeó una nueva expedición con más garantías sobre las vidas de los indios y con presencia de varios misioneros (1526)8; al decir del Inca, los españoles llegaron al mismo punto de la costa, a la altura del río Jordán, donde fueron recibidos de nuevo «con mucha fiesta y aplauso», consiguiendo que se confiaran y quedasen a merced de los aborígenes, quienes una noche los mataron a casi todos y forzaron a los supervivientes «a que rotos y desbaratados se embarcasen y volviesen a Santo Domingo, dejando vengados los indios de la jornada pasada» (I, 3). La siguiente incursión en La Florida fue la de Pánfilo de Narváez en 1527, corriendo parejo destino desastroso con la muerte de la mayoría de los conquistadores, excepto un esclavo negro y tres españoles que lograron sobrevivir y pasar a México, siendo uno de ellos Alvar Núñez Cabeza de Vaca, autor de los Naufragios9.

Expuestos estos antecedentes, lo que resta del libro primero lo dedica el Inca Garcilaso a narrar los preparativos de la magna expedición de Hernando de Soto, formada por trescientos cincuenta caballos y unos mil hombres («toda gente lucida, apercibida de armas y arreos de sus personas y caballos», I, 15), la cual zarpó de La Habana con rumbo a La Florida el 12 de mayo de 153910. Estos son los datos gruesos, pero a lo largo de la crónica se van desgranando detalles que configuran mejor la variada composición de este gran ejército: por ejemplo no todos los conquistadores eran españoles, sino que había también bastantes portugueses11. Si bien el grueso de los aventureros eran guerreros que se alistaron de modo voluntario, no faltaron algunos esclavos que fueron requeridos para el servicio; estos esclavos fueron en su gran mayoría de raza negra, pero también hubo algún «morisco de Berbería»12. Casi todos los integrantes eran jóvenes, y sólo uno peinaba canas, un tal Juan Mateos de Almendral. Junto a los guerreros había misioneros y hombres de iglesia; la memoria de Gonzalo Silvestre no alcanzó a recordar todos sus nombres, pero posteriores investigaciones arrojan este listado: «Iban en la armada los clérigos Rodrigo de Gallegos, Diego de Bañuelos, Francisco del Pozo y Dionisio de París; los frailes fray Juan de Gallegos, fray Luis de Soto, fray Juan de Torres y fray Rodrigo de la Rocha» (Muñoz de San Pedro 1965: 19). Tampoco hubo sólo hombres, pues el soldado Hernán Bautista fue con su mujer, Francisca de Hinestrosa, que murió en la batalla de Chicaza cuando le faltaban pocos días para dar a luz (III, 37)13.

En el ejército había una división clara entre caballería e infantería: los primeros eran los más poderosos, pues además de sus personas aportaban armas y caballos; la mayoría de ellos eran hidalgos, pero hubo nobles de más alta alcurnia sobre quienes recayeron los mandos principales; la infantería estaba formada por villanos y gente de baja extracción social que, como los nobles, soñaba con enriquecerse pronto y volver a España habiendo mejorado su estado. Los expedicionarios, aparte de los caballos y perros utilizados en las batallas (de los que luego se hablará con más detalle), llevaban también algunos cerdos con la intención de criarlos cuando surgiera un buen emplazamiento: junto al Inca, los textos de Fidalgo de Elvas, Hernández de Biedma y Oviedo-Ranjel son unánimes a la hora de mencionar este detalle y cómo les libraron de alguna hambruna en más de una ocasión.

Si esta fue, a grandes rasgos, la composición inicial de la fuerza española, hay que precisar que nada más pisar tierras de La Florida empezaron los inevitables cambios: de un lado porque tanto personas como animales iban muriendo en las hostilidades con los nativos, y de otro porque a menudo se hacían prisioneros entre los indios para utilizarlos como guías, intérpretes («lenguas») o simples criados. Es de notar que el Inca no emplea la palabra «esclavo» para referirse a los indios cautivos, cosa que sí hacen, por ejemplo, Fidalgo de Elvas y Oviedo-Ranjel14; asimismo, Garcilaso de la Vega menciona muy de soslayo las cadenas con que los españoles tenían sujetos a los prisioneros (IIa, 29; IIb, 5), detalle que el fidalgo portugués reitera a menudo y con mayor crudeza: «Estos indios los llevaban en cadenas, con collares al pescuezo, y servían para llevar el hato y moler el maíz y para otros servicios que así presos podían hacer»15. Aun así, no todos los aborígenes reclutados viajaban en calidad de prisioneros, pues hubo cierto muchacho que pudiendo volver con los suyos optó por seguir con los españoles (Vb, 2), sin duda porque en su tribu le esperaba una muerte casi segura16. En relación con esto diremos que al final de la expedición, cuando los españoles deciden abandonar La Florida navegando aguas abajo del Mississippi, el Inca afirma que se ofreció la libertad a todos los indios domésticos que quedaban vivos, unos 25 ó 30, pero que éstos prefirieron seguir con sus amos: «Embarcaron consigo hasta veinte y cinco o treinta indios e indias que de lejas tierras habían traído en su servicio [...], porque no quisieron quedar con Guachoya ni Anilco por el amor que a sus amos tenían, y decían que querían más morir con ellos que vivir en tierras ajenas» (VI, 1)17.

A su vez, entre estos nativos adscritos a los españoles había hombres y mujeres; a estas últimas se les asignaba las tareas del servicio, y aunque el Inca apenas dice nada sobre contactos sexuales entre las razas (en este tema son mucho más explícitos el Hidalgo de Elvas y Oviedo-Ranjel), es seguro que los hubo18, dándose el caso singular de que un español -desesperado tras haberlo perdido todo en el juego- se separó de los suyos para quedarse con una mujer india de la que se había enamorado (Va, 1-2)19. En otro momento, estando en la zona de Ychiaha, se relata cómo los nativos obsequiaron a dos exploradores españoles con dos de sus mujeres, con este resultado:

Los habían recibido con mucho amor y regocijo y les habían hecho mucha fiesta y regalo, tanto que cada noche, después de haberles banqueteado, les enviaban dos mozas hermosas que durmiesen con ellos y los entretuviesen la noche, mas que ellos no osaban tocarles temiendo no les flechasen otro día los indios, porque sospechaban que se las enviaban para tener ocasión de los matar si llegasen a ellas. Esto temían los españoles, y quizá sus huéspedes lo hacían para regalarlos demasiadamente viendo que eran mozos, porque si quisieran matarlos no tenían necesidad de buscar achaques.


(III, 21)                


Sin duda, entre los indios floridanos también había castas o clases, y desde luego estas dos muchachas ofrecidas no serían de las principales20, como sí parecen serlo otras dos mujeres del cacique Capaha que habían sido raptadas por una tribu enemiga, los casquines. Cuando Hernando de Soto pacifica ambas tribus, los de Casquín devuelven a Capaha sus dos mujeres, y éste se las regala de inmediato al gobernador español, que no las acepta; entonces

el curaca replicó diciendo que si no las quería para su servicio las diese de su mano al capitán o soldado a quien de ellas quisiese hacer merced, porque no habían de volver a su casa ni quedar en su tierra. Entendióse que Capaha las aborreciese y echase de sí por sospecha que tuviese de que, habiendo estado presas en poder de sus enemigos, sería imposible que dejasen de estar contaminadas21.


(IV, 10)                


Para acabar con esto diremos que en La Florida, igual que en todas las conquistas y guerras de ayer y hoy, las mujeres, niños y ancianos siempre llevaban la peor parte. Eran presa fácil en los asaltos, de modo que unas veces morían y otras pasaban al cautiverio; hay alguna excepción como lo acontecido en el poblado de Chisca, donde irrumpieron los españoles por sorpresa y «prendieron muchos indios e indias de todas edades» (IV, 3), pero luego se optó por tratar la paz con el cacique y liberar a los prisioneros (IV, 4)22. No faltaron tampoco ocasiones señaladas en que las mujeres indias pelearon «con la misma ferocidad que los varones», según se refiere en III, 28 y IV, 1223. Es de reseñar también que entre los floridanos había tribus con cacicas al mando; destaca el caso de la cacica de Cofachiqui, que trató muy de cerca con los españoles. Orillando al Inca por un instante, en el relato de Oviedo-Ranjel se menciona que una mujer india hizo de guía hacia el camino de Cofachiqui (Historia general, p. 167), y lo mismo narra Fidalgo de Elvas en el tramo final de su Expedición, p. 136. Sobre la belleza de las mujeres indias se hace algún inciso en III, 25, y Garcilaso destaca cómo los españoles condujeron a México una cautiva tomada en la tribu de los Mauvila, «que era muy hermosa y muy gentil mujer, que podía competir en hermosura con la más gentil de España».




3. Primeros contactos: el requerimiento de paz

Es obvio que el mero desembarco de un ejército como el descrito en unas tierras pobladas por indios supone ya de por sí una notable alteración en el orden de las cosas y en la rutina diaria de los aborígenes. Los primeros contactos son difíciles y traumáticos, con grandes dosis de asombro, temor y cautela por ambas partes. Aun así, no ha de pensarse que los españoles entraron en La Florida a sangre y fuego arrasándolo todo, antes bien su táctica de aproximación apuntaba hacia un primer encuentro pacífico y amistoso con las tribus allí presentes. Tras la llegada de Colón a América, las dos primeras décadas se rigieron por la agresión directa contra los indios, que eran esclavizados o secuestrados para traerlos luego a España y exhibirlos como rarezas. Puede decirse que las cosas -al menos en el plano teórico- empezaron a cambiar a partir de 1513, con la incursión de Pedrarias Dávila al Darién, cuando ya regía la obligación de hacer a los nativos el requerimiento que había redactado el famoso jurista Juan López de Palacios Rubios en su obra De las islas del mar Océano. Así que Hernando de Soto, a la altura de 1639, sabía bien que su obligación inicial era ofrecer a los indios el requerimiento de paz y conversión al cristianismo. Desde luego que todo esto no garantizaba la ausencia de arbitrariedades y atropellos, y servía más que nada para lavar la conciencia de los conquistadores, pues en verdad los nativos no podían entender cabalmente lo que se les transmitía; aun así, nuestro autor deja clara la intención del adelantado Soto de anteponer a su entrada en una nueva provincia este requerimiento:

El adelantado tenía por costumbre, siempre que había de salir de una provincia e ir a otra, enviar delante mensajeros que avisasen al cacique de su ida. Esto hacía, lo uno por requerirles con la paz y asegurarlos de temor que de ver gente extraña en su tierra podían tener, y lo otro por descubrir en la respuesta que los indios le daban el ánimo bueno o malo que les quedaba.


(III, 3)                


En cierta ocasión, cuando los españoles llegaron a la provincia de Cofachiqui, vino una embajada de seis indios principales donde lo primero que inquirieron fue si venían en son de paz o de guerra: «Y, porque sea de regla general, es de saber que en todas las provincias que el gobernador descubrió, siempre, al entrar en ellas, le hacían esta pregunta a las primeras palabras que le hablaban. El general respondió que quería paz y no guerra y les pedía solamente paso y bastimento para pasar adelante» (III, 10). Esto es, se proponía la paz pero a la vez se exigía el derecho de paso y la manutención del ejército: «El bastimento principal que los castellanos procuraban donde quiera que se hallaban era el maíz, el cual, en todas las Indias del Nuevo Mundo, es lo que en España el trigo. Con el maíz proveyeron los indios mucha fruta seca [...], como son ciruelas pasadas y pasas de uvas, nueces de dos o tres suertes y bellota de encina y roble» (III, 4). En III, 36 se narra la llegada de los españoles al pueblo de Chicaza, donde no faltaron las mutuas ofertas de paz e intercambio de presentes24, pero todo ello solo fue el prólogo de una de las más cruentas batallas que se dieron en La Florida.




4. Hostilidades y amistades

Ni que decir tiene que entre los indios floridanos de muy distintas tribus corrió como reguero de pólvora la noticia de la llegada de los españoles, surgiendo reacciones contrarias entre unos y otros. Sin alejarnos todavía de la costa donde había desembarcado el ejército, la primera provincia en la que se adentran es la del cacique Hirrihigua, el cual guardaba memoria de las luchas y castigos habidos con Pánfilo de Narváez diez o doce años atrás y se opone a que se invada de nuevo su tierra. Surgen las inevitables hostilidades o escaramuzas entre castellanos e indios, hasta que Hirrihigua, consciente de su inferioridad: «se fue a los montes desamparando su casa y pueblo» (IIa, 1). El Inca Garcilaso es muy incisivo con este personaje y dedica varias páginas a narrar los tormentos que infringió a cuatro españoles capturados en la época de Pánfilo de Narváez, matando a tres de ellos y teniendo al cuarto -llamado Juan Ortiz- como esclavo, hasta que pudo huir.

En contraste con estos inicios, el segundo territorio al que se llega es el regido por el cacique Mucozo, que se muestra amigo de los conquistadores y les pide «que en su tierra no se le hiciese daño» (IIa, 7). De nuevo el Inca se explaya hablando de este cacique, pero en sentido positivo, pues fue él quien acogió a Juan Ortiz cuando huyó de su esclavitud y lo mantuvo libre en su pueblo durante casi ocho años, hasta que lo devolvió a los españoles venidos con Hernando de Soto. La actitud de estos dos caciques, tan diferente la una de la otra, resume bastante bien el panorama que se iban a encontrar los conquistadores en su avance por La Florida. Es cierto que en algunas provincias fueron bien acogidos por los indios (Mucozo, Cofaqui, Anilco...), intimidados seguramente por la superioridad militar exhibida por los españoles, pero en muchos otros casos los aborígenes optaron por desamparar sus pueblos y dispersarse, alertados ante la cercanía de las fuerzas hispanas:

Fueron del pueblo de Mucozo al de su cuñado Urribarracuxi [...]. Halláronlo desamparado, que el cacique y todos sus vasallos se habían ido al monte.


(IIa, 10)                


Esta provincia tan fértil [...] se llamaba Acuera, y el señor de ella había el mismo nombre. El cual, sabiendo la ida de los castellanos a su tierra, se fue al monte con toda su gente.


(IIa, 15)                


Al cabo de ellas estaba el pueblo principal, llamado Ocali, como la misma provincia y el cacique de ella, el cual con todos los suyos, llevándose lo que tenían en sus casas, se fueron al monte.


(IIa, 17)                


Los indios desampararon el pueblo y se fueron al monte. Los españoles tomaron la comida que hubieron menester25.


(IIb, 19)                


Léase, en oposición a esto, lo acontecido al llegar a otras poblaciones: «Vino el hermano de Ochile acompañado de mucha gente noble, muy lucida. Besó las manos del gobernador, habló con mucha familiaridad a los demás capitanes, ministros y caballeros particulares del ejército, preguntando quién era cada uno de ellos» (IIa, 20); otra vez, en la provincia de Cofaqui, su cacique «salió a recibirle fuera del pueblo, acompañado de muchos hombres nobles hermosamente arreados de arcos y flechas y grandes plumas, con ricas mantas de martas y otras diversas pellejinas tan bien aderezadas como en lo mejor de Alemania» (III, 4).

Entre estos dos extremos se abre un extenso abanico de posibilidades, desde lo que el Inca llama el «trato doble» (amistad fingida) hasta la beligerancia total y absoluta, la cual solía concluir en encarnizada batalla. Una mezcla de ambas cosas es lo que ocurrió con el cacique Vitachuco, que desde el inicio mostró estar muy ofendido por la llegada de los españoles a su región y profirió graves amenazas contra ellos: «Esos cristianos no pueden ser mejores que los pasados, que tantas crueldades hicieron en esta tierra, pues son de una misma nación y ley [...], pues andan de tierra en tierra matando, robando y saqueando cuanto hallan, tomando mujeres e hijas ajenas, sin traer de las suyas» (IIa, 21). No obstante, poco después este jefe indio accedió a presentarse ante Hernando de Soto: «y con mucha humildad y veneración le dijo suplicaba a su señoría tuviese por bien hacer una gran merced y favor a él y a todos sus vasallos de salir al campo, donde le esperaban, para que los viese puestos en escuadrón en forma de batalla, para que favorecidos con su vista y presencia todos quedasen obligados a servirle con mayor ánimo» (IIa, 23). Todo es un juego táctico donde los dos jefes antagonistas, so capa de amistad y buenas palabras, exhiben sus respectivos ejércitos como teóricos aliados; pero tanto Soto como Vitachuco desconfían entre sí y su intención secreta es pillar al otro por sorpresa. Será el español quien dé el primer golpe y rompa contra los indios, produciéndose la primera gran matanza de La Florida, en las cercanías de una laguna.

El ejército español, peleando en campo abierto, se muestra invencible y junto a los muchos nativos muertos hubo bastantes prisioneros. Entre estos últimos quedó el cacique Vitachuco, cuyo orgullo herido le insta a tratar de sorprender de nuevo, dando la orden de que a cierta señal suya todos los indios ataquen al unísono, pero acometiendo cada uno a un español diferente, imaginando así una fácil victoria. La estratagema no surtió efecto, pero esta vez los conquistadores «los mataron a todos sin dejar alguno a vida, que fue gran lástima» (IIa, 29), con el resultado de mil trescientos muertos por el lado indio y cuatro por el castellano.



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