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Dulce María Loynaz

Un verano en Tenerife: el viaje como tropo

Juan Ramón de la Portilla Negrín

Para intentar, a más de cuarenta años de su publicación, un acercamiento crítico al libro de viajes Un verano en Tenerife (1958) de Dulce María Loynaz es necesario despojarse de cualquier concepción maniquea de razonamiento intelectivo, so pena de crear torceduras que pueden desviar, no ya del camino del pensamiento, sino hasta de la simple lectura. Digo esto porque a veces se tiende a privilegiar un tipo de discurso narrativo, que puede estar cercano a la novela, como canon del historiar una trama, pese a la tan llevada y traída posmodernidad que, ya se sabe, ha dinamitado fronteras inter-géneros y ha instalado a la crítica en la disyuntiva del anything goes, moneda que también ofrece su reverso lúdicro, sus desplantes ante una conceptualización que tiende a lo risible, por demasiado abarcadora. ¿Qué hacer, entonces, con un texto como Un verano en Tenerife? ¿Cómo enfrentarlo si a su aparente ambientación bucólica, a su linealidad que remeda extenso paseo dominical, a sus estampas coloreadas de ínsito localismo une la más profunda comprensión de la época, o mejor, las épocas, por las que con sin par felicidad transita la historia? ¿Cómo asumir, además, el tono poético que «descubre» el velo de las Islas Afortunadas, si ya se trate de volcanes o galeones, poetisas o fantasmas, la trabazón de la leyenda con lo real se complementa en esta prosa cual «mirto y laurel entrelazados» y a ratos no sabemos si lo que se lee es novela, pasaje de libro escolar, diario, relato o poesía, esa poesía siempre tocada por el agua, rodeada por el agua, que constituye la esencia misma de toda la obra de Dulce María Loynaz?

Pues habrá que ensayarlo por la vía poética, por la vía del tropo. Y para ello es preciso, en principio, si bien someramente, referirnos a la técnica narrativa de Un verano en Tenerife que, al igual que Jardín, abre puertas con un Prefacio explicativo donde se anuncia la dualidad ficción-realidad, y se expresa la focalización que portará el discurso, desde una primera persona del singular, ese narrador-personaje, que en este caso funge también como autor real:

Contaré, pues, sencillamente, cómo fue, para mí, un verano en aquella poca tierra asomada a flor de agua; la primera en romper la superficie de un mar que lo era todo, y la última que contemplaron las carabelas de Colón cuando enfilaban ya sus proas al Mundo Ignoto.

Es interesante esta referencia al descubrimiento de América, y a estas islas lindero, islas frontera entre océano y viejo continente; es interesante el dato, que no remite, sin embargo, a un cierto complejo aborigen, el mito de Próspero y Calibán, la dicotomía entre civilización y barbarie, tan propia de los años de formación intelectual de Dulce María Loynaz, años también de la redacción de su novela Jardín, coetánea de la Novela Criollista, complejo reactualizado a raíz del llamado Quinto Centenario del encuentro entre ambos mundos. Nada de eso hallamos en este viaje, sino la mirada del turista, mas no la del extasiado ante la diferente realidad, una cuasi realidad virtual, diríamos hoy, donde el asombro no deja sitio al entendimiento. Es una mirada crítica, tamizada por el hecho que a toda costa trata de aprehender: la esencia misma de las islas; y al ser ella, Dulce María Loynaz, también criatura de isla, la empatía es ya total, y muy reveladora. Es la mirada del amor frente a la «otredad», nunca el vistazo carpenteriano que fluye desde Europa con ánimo real-maravilloso. En la inversión de signo estético que propone el viaje como tropo de lo retiniano está la manera privilegiada de asumir el archipiélago canario, historia y leyenda incluidas.

Es justo entonces que el capítulo inaugural, Las tres primaveras del arcediano, arranque con la pintura, hecha con finos, breves, pero exactos trazos, de la personalidad de don Joseph Viera y Clavijo, clérigo, historiador y admirador secreto de Voltaire. Y nos lo muestra Dulce María en el trance de recibir de manos del maestro impresor don Blas Román, el primer tomo de su flamante Historia de Canarias, libro que el autor alza hasta su rostro huesudo y pálido y aspira con fruición casi sensual ese olor grato como pocos que hay en la tinta fresca. La bipolaridad del montaje es flagrante: fábula y reconstrucción de época reunidas en el sabio: historia y leyenda, ahora en el comienzo, y tan bien trabados como los versos de un salmo, que diría Borges, lo que puede lucir un tanto desubicado al oído atento a nuestra poesía, mas creo que la referencia no resulta espuria: la prosa de Dulce María Loynaz «refleja» la nieve del Teide, cierto, como en el fragmento que adjunto a continuación, fragmento conclusivo del capítulo XXII titulado El volcán, pero he aquí colocada, quizás de manera involuntaria, una de las esencias de la propia obra de Borges:

De aquel Teide espectral nada sabemos, ni de los hombres que a su lado soñaron y pasaron. Pudiera ser que él mismo fuese también un sueño y todo un sueño que soñó la tierra, que hace milenios sueña todavía.

Hasta que el sueño se interrumpe siempre en el mismo punto: el estallido del volcán, los hombres hundiéndose en su mundo envuelto en llamas...

He fabricado este puente artificial del capítulo I al XXII con un propósito expreso: el de hacer notar la manifiesta disposición de los temas presentes en el libro, que de episodio a episodio conforman una urdimbre de piezas intercambiables si se exceptúan el Prefacio y Las tres primaveras del arcediano, cuya colocación al inicio es obvia, pues de alguna forma deben abrirse los espacios de la trama, y nada mejor que ese gesto aparencial en el cual da la impresión de que la historia va a ser contada por Viera y Clavijo, cuando en puridad lo que actúa como voz fundacional es nuestra poetisa convertida a ratos en sujeto lírico, accediendo así el estilo a las definiciones pro descriptivas validadas por el uso de la adjetivación triple, muy de lo connotativo al animar, por ejemplo, una plazuela, que es tranquila, húmeda, recoleta; al calar a una gente (el habitante de Santa Cruz de Tenerife) que vive en eterna primavera y por eso es grata, ligera, efervescente; al referirse a unas palabras, palabras de discurso, que cualifica a un tiempo altivas, incitantes, cautelosas. Esta sobriedad del estilo, siempre dentro del margen de la poesía, copa todo el libro y evita la efusión del sentimiento o la exaltación del turista extasiado. La tríada adjetival realza el sustantivo y, como a saltos, lo carga de significados distintos, pero reunidos en el mismo vocablo.

De este modo, el cómo decir adquiere una funcionalidad que, unido a la concepción episódica del libro, permite la articulación de treinta estampas o frescos de la vida de las islas. Y si bien es cierto que algo del pintoresquismo consustancial a tal esquema se trasluce en estos cuadros, creo que el asumir una voz narrativa fundamental (la de la propia autora) que derive otros temas dentro de un mismo capítulo, permite la feliz coexistencia de dichos metarrelatos, que en alguna medida atenúan aquella impresión folclorista. Es el caso, por ejemplo, del capítulo titulado El sepulcro vacío donde la trama fabulada (el cuento) hace que el libro de viajes se repliegue para rehuir la simple descripción de paisajes hermosos, pues se trata de un jardín con un sepulcro o «un sepulcro con un jardín, como más te guste», sonríe Pablo Álvarez de Cañas, ante el estupor de su esposa Dulce María Loynaz, en el rol de personaje. Pero he aquí que la autora se transforma nuevamente en arquitecta de lenguaje y valiéndose, ya como narradora, del recurso del empalme, fusiona al cuerpo del texto paulatinamente, de forma casi imperceptible, todo lo que va a ser relatado por los viejos guardianes del sepulcro; la voz narrativa básica se transmuta en narrataria para, a la par que «escuchar» con asombro permitir que los lectores nos enteremos de lo que ha sucedido. Luego, finalizando ya el capítulo, se retoma la primera persona a que estábamos acostumbrados y el procedimiento a emplear entonces es el diálogo despojado de acotaciones, la voz en estado puro: -¿Otra tacita de café, señores?... Y se mezclan acto seguido introspección y accionar, modos conclusivos por excelencia, y se remata el capítulo, como casi siempre, sin dejar cabos sueltos o admitir que crucen hacia adelante referencias vanas:

Tuve un vuelco en el estómago, esa sensación que se experimenta en un descenso brusco...

El sol había andado casi la mitad del cielo y daba ahora de lleno en la meseta, bañando el panteón inútil que el viento cubriera poco a poco de arenisco, metiendo su luz por entre los calados del bronce, como si él también quisiera de algún modo llenarlo...

Es curioso el hecho de que varias autorizadas opiniones de intelectuales españoles en la década de publicación de este libro remitiesen con insistencia a la cualidad de libro de viajes de esta obra y, sólo tangencialmente, se refiriesen a la funcionalidad de la prosa o al montaje de la historia, lo que ayuntado a una comprensión cabal del canario o el isleño, analizada con profundidad su psicología, hacen que el texto resista con sobriedad, pero firme, el paso de medio siglo y pueda leerse hoy con una total actualidad técnica. Articulistas como Eusebio García-Luengo no dudan en calificar al libro, aunque quizás de manera epidérmica, con una connotación turística evidente:

Bella guía la que nos depara Dulce María Loynaz, sin que estas densas páginas tengan tal propósito estricto, pues las mejores guías son aquellas que proceden de la obra literaria escrita para satisfacer profundas apetencias del sentimiento y para recrearse simplemente en las bellezas que llaman a nuestro corazón. Lo demás, se da por añadidura.

Nótese cómo el estilo del reseñista se deja llevar (es «guiado») por el aparente tono descriptivo que anima Un verano..., tono que deberá verse, empero, como un crujiente y delgado envoltorio, celofán tornasolado que atenúa la mucha luz del estío, ¿la demasiada luz? No pudo este autor, sin embargo, dejar de reconocer valores que saltaban a la vista y acaudalaban el lenguaje del libro. Cuando García-Luengo entabla su diálogo crítico con la obra fija su atención en el capítulo XXIV, Tres poetisas en Tenerife, episodio que narra el hallazgo por nuestra autora de mujeres dedicadas en estas tierras al cultivo de la lírica, hallazgo que habrá que matizar como fruto de una búsqueda que me luce si no constante, al menos sostenida en Loynaz, para quien constituye (y este capítulo lo demuestra) motivo de interés máximo el por qué una señora, una joven o sencillamente una abuela acude al cultivo de la poesía o aún a su lectura atenta o provechosa. De este interés en dicha «conversión» da cuenta este segmento del libro, el trazo preciso de la renuncia de María Joaquina Viera y Clavijo (otra vez surgen estos apellidos que al final comprendemos casi una voz subrepticia que ayuda a ordenar las ideas y hace avanzar la trama) a la lírica en pro de «mimar a su ilustre hermano». Cosa frecuente entre las hembras, Loynaz dixi.

Así arribamos a las descripciones, quizás sería preferible decir «presentaciones», de las poetisas: Victoria, Victorina y Fernanda. Traigo como ejemplo la fusión de dos discursos que se imbrican en el cuerpo principal del texto o en la voz del (de la) narrador (a). De tal suerte que en palabras de María Rosa Alonso, moduladas hábilmente por el discurso mayoritario, a partir de una crónica de esta mujer canaria de letras, somos impuestos no sólo de las características imprescindibles del personaje sino también de su entorno epocal, un ambiente pasado que, evocado desde ese ya lejano para nosotros 1958, se revela totalmente pleno y funcional:

No tardó María Rosa en traerme las deliciosas páginas consagradas a Victorina Bridoux -que tal era su nombre-, páginas que reflejaban también la existencia pacata y señoril de un Santa Cruz isabelino, con landós por la calle del Castillo y señoritas que representaban comedias de salón.

Es esta, probablemente, una de las razones que movió al oportuno reseñista de Un verano... en los años cincuenta, Eusebio García-Luengo, no obstante su insistencia en ver en el libro una bella guía literaria, a insertar en el cuerpo de su trabajo un pequeño párrafo que da cuenta cabal de algo muy evidente, el principal logro estilístico del libro: la calidad de la prosa.

La casa de Fernanda era pequeña y, aun siéndolo, muy pronto le sobró casa y la trocó por la desnuda celda de un convento. Sólo esta frase da idea de la calidad de la prosa de esta escritora.

También a finales de esta década que media el siglo veinte, otro destacado escritor resalta en la prensa madrileña la salida del libro. Melchor Fernández Almagro, ensayista, historiador y crítico literario incorpora a su reseña elementos que validan otra vez lo descriptivo, insiste en el certero trazo de los retratos de personajes típicos y míticos de las islas, como el pirata Ángel García, y habla de ilustraciones, miniaturas y daguerrotipos, remedos de lienzos de Gauguin, con mucho color tropical. Nada que no se vuelque en lo importante de la toponimia a la hora de realzar la belleza de Canarias, hecho que ha de ir ligado, a estas alturas evidentemente, con exaltaciones más o menos atemperadas del carácter y el «alma» de los habitantes del archipiélago, fuente significativa de ascendencia de parte de los cubanos. Aunque hallamos en el artículo ciertos esbozos que apuntan a un desarrollo del tema del libro de viajes, lo que sin dudas hubiese redundado si no en exégesis al menos en aporte de elementos novedosos sobre el texto, debemos deplorar que esta veta se agote casi en sus comienzos y en cambio haya que aceptar una vez más el tópico del lirismo primario como punto de partida de todo análisis, incluso, recordando una vez más que «este, señores, no olvidarlo, es un libro escrito por una poetisa». Veamos:

Un verano en Tenerife es un libro poético, una interpretación lírica de las Islas Canarias, pero no un suspiro nostálgico, aunque, metafóricamente, pudiéramos definir así la obra de Dulce María Loynaz poemática, en primer término y en alto grado, pero utilísima en cuanto es capaz de llevarnos allí y de conducirnos a lo largo de las costas y tierra adentro, del valle a las cumbres, con el increíble saber de un «cicerone» inverosímil. Nos dice lo que son las cosas: cada una bajo su nombre: árbol, flor, piedra labrada, emoción sobrevenida. En todo caso, la palabra exacta a punto: a más de la exactitud, la belleza. De ahí que la autora se de cuenta de un fenómeno estético más que lingüístico. «Hay palabras mágicas que no dicen sino cantan su sentido, lo pintan, de un solo trazo en el aire, y allí lo dejan por unos segundos, después de ya sonada la última sílaba». En el uso de esas palabras mágicas Dulce María Loynaz es diestrísima. Poetisa o poeta, en definitiva.

Palabras mágicas, cualidad demiúrgica o totalizadora, palabras que no dicen sino cantan su sentido, palabras mágicas, la esencia de lo connotativo que no se deja explotar en un sentido, digamos, plural. Nuevamente el afán de potenciar la descripción, lo exteriorista por encima de las cargas polivalentes del signo. A la vuelta de medio siglo entiendo de una manera inversa el enunciado de que tenemos entre manos un fenómeno más estético que lingüístico. No puedo comulgar con tal aserto. De ser cierta la primera aseveración bastaría una lectura somera para comprender el texto dolorosamente erosionado por el tiempo, anquilosado en una época bucólica en la que, entonces sí, degustaríamos, por ejemplo, el dato pintoresquista, anecdótico, de la llegada por mar a Canarias. Es un ejemplo, repito, pero igual una impresión, un juicio de valor, no un arriesgado acercamiento por la vía del tropo, como ocurre casi siempre en este libro, aun cuando muchos convengan en aceptar aquel juicio de valor, colocado a partir de un mayestático: «dicen» (vox populi, conseja, halago, en todo caso encuesta de opinión), pero palabra augusta al fin:

Dicen los que llegan por mar a estas Islas que la suya es una de las tres arribadas más hermosas del mundo, contando en esas tres la vista de Constantinopla, con sus cúpulas y sus alminares desde el Cuerno de Oro, y la de Río de Janeiro -toda de plata y esmeralda-, al pie de sus montañas.

Sigamos desandando entonces esta madeja pletórica de símbolos y signos, sin flaquear hacia la concesión del texto como pintura o aguafuerte, pues este es otro de los guiños y ardides con que siempre enmascaró la autora una prosa que jamás dejó a su libre albedrío, que jamás descuidó, si no cómo entender su demora en dar a imprenta Jardín, ¿puliendo en silencio?, o su negativa a publicar o concluir otras proyectos narrativos como Mar muerto y Los caminos humildes. Creo que quien tuvo siempre como divisa para su producción literaria el no publicar todo lo que se escribiese, debió contar con razones mucho más fuertes que las del simple deslumbramiento o el éxtasis naturalista a la hora de catalogar Un verano en Tenerife como su prosa más acabada. Recordemos que 1958 es un año que demarca no sólo una etapa fecunda, activa y abarcadora en la obra de Loynaz sino también en su vida, como en la vida de sus contemporáneos cubanos. Veo este libro de viajes un recuento de su viaje mayor, visto metafóricamente, a perspectiva, siguiendo el desarrollo de su estilo y sus ambiciones estéticas, a partir de aquellas primeras publicaciones en verso en la década del treinta. Este año es, por tanto, un año de gracia, en el que los dos géneros por los que mostró preferencia nuestra autora le recompensan con sendas obras de singularidad y altísima calidad, viendo la luz casi al unísono en Aguilar, como hemos apuntado, el ya citado Un verano... y el extenso poema versicular, o breve cuaderno, Ultimos días de una casa.

Hay libros en los que el impulso narrativo se agota en una trama primaria y evidente; de esos libros, que se cualifican como textos «sin dobleces» o «directos», por justificar una facilidad de lectura que en muchos casos (con notables excepciones, por supuesto) sólo es un mero pacto con la estulticia o la ramplonería, Un verano en Tenerife sería el extremo más alejado, la antípoda, y me parece que por ahí anda su mayor acierto... y también su mayor irrisión. Digo «irrisión» buscando morigerar lo burlesco, claro está, y pienso que como en otros casos al referirme a ciertas imposturas de la sutil obra narrativa de Dulce María Loynaz, habrá que matizar quedándonos entonces con el término más impreciso, pero a la vez más refinado, de «guiño». Y eso ha venido sucediendo desde que se concluyó el libro, según colofón a las doce y catorce minutos del jueves 10 de abril de 1958 en la finca Nuestra Señora de las Mercedes, cerca de La Habana, a los cinco años y ocho meses de haberse comenzado. A los cinco años y ocho meses, reparemos en esta declaración final, que quizás con una sutileza máxima se halle en contrapunto o discordia con la viveza que propone la exactitud no ya en las fechas sino en la hora y minutos en que se pone el punto final. Casi seis años que dan la medida del tiempo invertido en la redacción del texto, correcciones, dudas, vueltas al pasado e inspiración incluidos, lapso dilatado contra la brevedad de lo vivido en la visita a las islas afortunadas. ¡Y la crítica sólo repara en la condición directa o primaria, que no admitiría dobleces, digamos, del texto que lanza Aguilar a finales de esa década tremenda ¡Por eso hablo de otro guiño, otra irrisión, sólo que a manera generalizadora, el libro todo como una gran impostura, compuesto de una impresionante serie de capas de lectura o modos de aprehenderlo, y aquí ya estoy hablando en primer término del libro, no de las islas, esas islas que geográficamente mantienen en este presente igual latitud, pero que definitivamente no son las mismas. Mas el libro existe en su tiempo y ese tiempo se multiplica y adquiere, al igual que el lenguaje, un dinamismo propio, ajeno a la llana locación. (El adjetivo es llana, en efecto, aunque podamos pensar de inmediato en la palabra Teide. Recuerdo una frase de Dulce María Loynaz en carta enviada a Julia Rodríguez Tomeu en 1939: La Geografía es una de tantas mentiras deliciosas que se dicen a los niños... Cuando dejé de creer en ella, comencé a envejecer.)

Sería interesante recordar uno de los fragmentos de la obra donde mejor se aprecia esta posibilidad de lecturas sucesivas, como siempre a partir de la narración mayoritaria, con escaso in crescendo, como corresponde a un libro de viajes, y con una linealidad coherente. Pero repito que este es un libro del que puede extraerse mucho más provecho en un acercamiento de fondo, esto es, de arriba hacia abajo, asomándose a él como a un pozo, desbrozando una capa tras otra. Llamo la atención sobre un procedimiento de comprensión del texto o acercamiento o decodificación o simple lectura, como quiera denominársele, que puso en práctica una de las novelas canónicas del Boom latinoamericano, Rayuela (1963) de Julio Cortázar, en el que se propone una deconstrucción dual: al modo clásico o según las pautas de un tablero de direcciones; esto, pese a lo novedoso del método de ensamblaje, mantiene siempre un conato cartesiano, un corsi e ricorsi que hace avanzar la diégesis con permisividad reflexiva y siempre de un más a un menos. En otro ensayo he intentado demostrar que Jardín puede considerarse una obra antecedente o puente del Boom, más que nada por su condición lingüística autosuficiente. Tanto Rayuela como Jardín son obras en las que definitivamente importa lo conclusivo y por ende la transitoriedad, aunque ello deba enmascararse de diversas maneras como lo serían el montaje o el tono lírico, respectivamente, pero en Un verano en Tenerife, como consecuencia de esa primera (y primaria a veces, como hemos visto) lectura o recorrido se tiende a perder la esencia de esa carrera de fondo hacia el significado. En el cierre del capítulo V, titulado Santa Cruz de Tenerife, hallamos muchos de los elementos que ya he anunciado y constantemente se está poniendo en juego, en un brevísimo fragmento o coda de remate del capítulo, lo cual lo hace más intenso, el tono poético y ligero con que se inicia el libro, el uso de la mirada contemplativa pero interrogadora de la voz narrativa, el diálogo en su estado embrionario o informativo que permite la entrada de los referentes intertextuales más imprevistos, entre otros. En resumen se cuenta la visión nocturna que tiene un grupo de personas de una gran columna de llamas que se levanta junto a la misma ciudad. Los ojos quedan fijos en ella, dice la voz narrativa, y el pensamiento vuela, acaso, hasta el Teide cercano, cuando un integrante del grupo (la prima Carolina) reinstaura la paz en aquel ambiente aclarando que se trata de las emanaciones de una refinería de petróleo. Se alza enhiesta y diabólica la gran columna de fuego y yo pienso en los delirios de los años postreros de Malcolm Lowry, también frente a satánicas lengüetas de humo escapando de otras torres petroleras, Lowry y su vejez de epítetos contra ese demonio que más que la propia torre de la refinería vendría a ser para algunos críticos su repulsa de la modernidad, aunque hubiese escrito bajo el signo de los volcanes mexicanos una obra maestra y su locura se localizase no en las islas afortunadas sino en su viajar interminable (así se titula precisamente su recién publicada correspondencia de 1926 a 1957, El viaje que nunca termina) por todo el mundo buscando «decir algo nuevo sobre el fuego del infierno». Detengámonos entonces en este fragmento de la coda del capítulo V, revelador de lo que hemos convenido con anterioridad:

Algunas veces flamea menos alta la llamarada; pero en otras, como esta noche, se diría una hoguera inextinguible.

Luego se extienden a considerar la ubicación de la refinería; si se pudiera aprovechar ese gas que se pierde, si cuando viene el corrientazo de África...

Escucho las razones de mis primas, que son discretas y hasta interesantes; pero la rebelde imaginación se evade del diálogo, sigue haciendo de las suyas...

Yo soy una poetisa que visita un país mitológico. Si una gigante flor de llamas se alza junto al mar y no es el Teide; si la desfleca el viento y no es la luna... Si ilumina los cielos, las casas y las aguas... ¿Quién me impide pensar que hemos equivocado el camino y las fechas y a donde estamos llegando es a Cartago, a Tiro, a Alejandría, a alguna fabulosa ciudad del mundo antiguo?

El tiempo es de veras un engaño, y el espacio, otro engaño por consecuencia, y ésta es una legendaria metrópoli alumbrada místicamente por una gran lámpara votiva...

Las primas van, una por una, enmudeciendo, fascinadas... Nadie se acuerda del petróleo, que es solamente una verdad adventicia. Sólo vemos un fuego sin vestales, hermoso, embrujador... Casi sagrado.

El tiempo es de veras un engaño, y el espacio, otro engaño por consecuencia... Creo que aquí puede residir una de las claves del libro. Porque tiempo y espacio, así como el laurel y el mirto, entrelazados, ahora sin la cualidad mítica o legendaria que siempre ronda a la memoria de un viaje, buscan aligerar esa intención filosófica o meditativa que puede hacer caer la narración en cráteres de difícil esquiva. Recordemos con Eliot que «tiempo presente y tiempo pasado tal vez estén contenidos en el tiempo futuro», que el pasado (en tanto realidad temporal) ya no resultaría tan engañoso, tan patrimonio de aquella irrisión totalizadora, pues se trataría eminentemente de un pasado muy cercano a lo literario en sí. Insisto en la condición autosuficiente del texto como entidad lingüística. Más allá de las similitudes que podamos detectar en cuanto a ciertas formas de enfrentar lo temático (sobre todo en lo tocante a las descripciones de las familias y al carácter e idiosincrasia del nativo) y aún a lo tonal entre este libro y uno de los diarios de Martí (De Montecristi a Cabo Haitiano), y pese a que particularmente rechazo determinados ejercicios comparativos que intentan muchas veces la absurda modulación de un texto sobre otro sin objetivo aparente y sin resultados a perspectiva, me parece útil señalar, siquiera someramente, el diálogo no tan inusual entre la prosa de Dulce María Loynaz y este diario martiano, momento sin par en la narrativa hispanoamericana decimonónica.

Creo que esta manera de centrifugar tiempo y espacio en Un verano en Tenerife viene de la prosa martiana y provoca además la entrada de innumerables elementos no sólo de la gran cultura, en los que detenernos puntillosamente implicaría una dilatación «einsteniana» de ese tiempo que siempre será preferible procurarnos casi como un regalo al ir degustando estos intertextos con parsimonia y deleite. Queda por los lectores, que seguirán visitando el libro con fruición y asombro. Ya hemos visto, sin embargo, cómo en cada capítulo se inician o concluyen subtramas paralelas a la corriente descriptiva mayoritaria y se indican elementos de apoyo literario a la diégesis, datos tan vinculados a las letras cubanas y aún a la propia Loynaz, como por ejemplo el que da cuenta de la casa donde nació Domingo Verdugo y Massieu, que casaría con Gertrudis Gómez de Avellaneda, y en otros momentos se exponen con sutileza consejas, tradiciones, historias o fábulas que se vinculan, como ya hemos expuesto, a obras de la literatura universal. Pienso en la referencia al Don Juan de Zorrilla, que aparece en el capítulo San Cristóbal de la Laguna, como sustento a la narración de una monja raptada del convento por su amante, elemento explícito, pues la autora decididamente marca y delimita esta comparación y así remite no sólo a Zorrilla sino a su personaje Inés, y pienso también en una impresionante urdimbre intertextual que acerca matices góticos a una de las historias contadas, la leyenda del San Juan Evangelista del santuario de la Concepción en La Laguna que se dice salvó a la ciudad de una epidemia de cólera en 1648.

Vino la enfermedad envuelta en unos tapices orientales que de la remota India hizo traer el marqués de Nava para que fuera su balcón el más ricamente guarnecido el día de la procesión del Corpus.

Desplegarse los tapices por la baranda y escaparse de ellos sobre la muchedumbre en fiesta el pálido Viajero del Ganges, fue todo uno... Esa misma noche había ya caído en la ciudad la letal ponzoña, el peso sin peso de la muerte.

Con la diferencia de que aquí el espacio es más plural y la solución del conflicto se da por la vía de la expiación mística, la imbricación de la trama principal y el elemento legendario recuerda el relato de Edgar A. Poe «La máscara de la muerte roja». La obra narrativa de Dulce María Loynaz comparte ciertos ambientes góticos que pueden provenir, entre otros, de la influencia de autores como Poe. No se considere sólo este breve pasaje de Un verano... sino su novela Jardín. Y para que no quede trunca la idea antes esbozada de la similitud entre los estilos del diario martiano y este libro, coloquemos, uno junto a otro, dos fragmentos de ambos textos tomados casi al azar, en la seguridad de que otros muchos pareos de esta naturaleza son posibles, con resultados parecidos. Puede lucir redundante el insistir en la cualidad de libro de viajes de estos diarios del apóstol; pero sobre todo en este que traza de Montecristi a Cabo Haitiano, entre el 14 de febrero y el 8 de abril de 1895, hay una avidez manifiesta por la descripción de exteriores y la búsqueda de los caracteres que encuentra a su paso, del país que lo acoge como preámbulo de la guerra necesaria y para el que, agradecido, tiene las mejores páginas de su prosa, que dedica a María y Carmen Mantilla. Como muchos años después en Un verano en Tenerife, en este diario bulle un país y su gente y a la vez se produce un diálogo permanente entre la isla referida o evocada, la propia realidad del autor, sus tradiciones y su tiempo presente. Con Eliot, Un verano en Tenerife, la prosa singular de Dulce María Loynaz, vendría a ser parte del tiempo futuro del diario De Montecristi a Cabo Haitiano.

Del capítulo XXIV, Tres poetisas en Tenerife, estas pocas líneas:

Aquí está Victorina: la traigo de la mano, pero no estoy segura de que no vaya a escaparse entre estas hojas, como el aura que canta en uno de sus gráciles poemas.

Dice María Rosa Alonso, en el envío de su opúsculo, que por mucho tiempo aguardó en vano la aparición de esta exquisita criatura frente a su mesa de trabajo. Es ella, sin embargo, quien me presenta a la poetisa, quien permite que yo estreche en este instante su mano breve, recatada en un guante de musgo o de neblina...

Porque esta mano viene del silencio, de esa hondura en el tiempo que medimos nosotros por un siglo. Un siglo hará que se plegó en la sombra, deslizada la pluma entre sus dedos, detenida la cuna que mecía...

Victorina era bella como un sueño, era ella misma un sueño que no pudo soñarse mucho tiempo.

Y ahora el principio de la entrada del 19 de febrero de 1895 del Diario de Montecristi a Cabo Haitiano:

De Ceferina Chávez habla todo el mundo en la comarca: suya es la casa graciosa, de batey ancho y jardín, y caserón a la trasera, donde en fina sillería recibe a los viajeros de alcurnia, y les da a beber, por mano de su hija, el vino dulce: ella compra a buen precio lo que la comarca da, y vende con ventaja, y tiene a las hijas en colegios finos, a que vengan luego a vivir, como ella, en la salud del campo, en la casa que señorea, con sus lujos y hospitalidad, la pálida región: de Ceferina, por todo el contorno, es la fama y el poder.

No quiero terminar estas reflexiones en torno a tan acabado libro de viajes, sin resaltar la característica de la prosa de Loynaz que tiende a implicar de forma sutil, cierto, pero decidida, su ambición poética en cualquier trabajo literario, aún sus artículos y conferencias. No debemos, sin embargo, ver esto de manera simple o festinada, o quedarnos en la epidermis, que sería como detener cualquier análisis narratológico en la portadilla de Jardín, que declara aquella obra como lírica y punto. Sucede que la propia escritora tejió con asiduidad numerosos elementos de su poética al cuerpo de su prosa, lo cual es verificable no ya en Jardín, sino incluso en Fe de vida. Dulce María Loynaz, como otros notables autores que compartieron ambiciones estéticas por el verso y los géneros de la narrativa, pienso en Lezama Lima, por ejemplo, cifró su universo creativo como una summa y a ella fue fiel, sin disensiones y sin apartarse demasiado de un credo artístico en el que confiaba y en el que, supongo, se sentía libre y a la vez gratificada. ¿Puede ser esta una de las razones para no haber concluido Los caminos humildes o Mar muerto? En Un verano en Tenerife se hace patente uno de los grandes temas de su orbe creativo, la finitud, lo perecedero. Deja, deja el jardín, no toques el rosal, las cosas que se mueren no se deben tocar. Más que un arte poética, es una declaración de fe. En mi verso soy libre: él es mi mar. Evoquemos al Martí de los Versos Libres antes de reparar en uno de los más extraños y bellos pasajes de este libro de viajes, que aún cuando no está dispuesto como colofón de la trama o del periplo, bien pudiera fungir como gran caída de telones, al menos visto desde una perspectiva poética o total. Me refiero al capítulo IX, Las alfombras de flores, donde se cuenta cómo se construyen como una gran ofrenda enormes alfombras de flores que serán barridas en minutos al paso de una procesión. Cierra el capítulo con la sentencia de un lugareño ante el estupor de los visitantes, el éxtasis del momento traducido luego a una clave superior, la del entendimiento por la vía del tropo, única posible, ya ante la página en blanco y los recuerdos: -No te empeñes en que permanezca lo que por ser ya perfecto debe morir. Creo que Dulce María Loynaz asumió con toda lucidez esta clave para su libro o al menos lo intentó. De tal suerte, contamos aquí con lo que me parece su prosa más depurada y rica, aunque desconfío de los adjetivos para calificar una determinada narrativa. A despecho de ello, otros libros suyos, ya de prosas, ya de versos (y aún sus epistolarios) pueden gozar hoy de un reconocimiento que probablemente venga, con justicia, por supuesto, de una variedad temática o referencial amplia y que colocaría a esta obra un tanto en desventaja en ese sentido. Pero el empeño de mi trabajo hubiese sido en vano de no haber partido de una convicción que surge del propio texto, de este mismo capítulo en que ahora me detengo con la seguridad de que la redacción de Un verano en Tenerife no estuvo motivada sólo por la remembranza o el impacto visual de un país, casi como se contempla, con la complicidad del tiempo transcurrido, una naturaleza muerta, no, pienso mejor en el impulso vitalista y arrollador de la inspiración, en este caso secundado por los muchísimos datos que apoyaban ese soplo poético que ya era imposible sofrenar una vez verificada la partida. La poesía que se cumple como un ritual, que puede ser o no ser, porque ya aconteció. Por fortuna, queda en la página escrita y no en la arena, tampoco en un cuerpo, y, como en la imagen de las alfombras de flores, sin necesidad de adjetivarla como perecedera por su definitiva filiación a los tiempos intercambiables que propone Eliot:

Mucho tiempo después de haberlas visto nacer y morir en un pestañeo de sol, seguí pensando en las alfombras de flores, y puedo decir que me he quedado ya siempre con su recuerdo fascinante, a la vez exquisito e incisivo.

En verdad pocas ofrendas encierran un misterio más parecido al misterio de nuestra religión, quizás de todas las religiones de la tierra: destinar lo mejor al sacrificio.

Referencias

  • Loynaz, Dulce María: Un verano en Tenerife, Ed. Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 1993.
  • «Un verano en Tenerife de Dulce María Loynaz», Índice de Artes y Letras, a. XII, n. 120, Madrid, España, 1958.
  • «Paisaje y aire de los tiempos», Valoración Múltiple, ed. Pedro Simón, Casa de las Américas y Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 1991.
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