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Dulce María Loynaz

La palabra en el aire

Juan Ramón de la Portilla Negrín

Portada de La Palabra en el aireEn la obra poética inicial de Dulce María Loynaz ya se adivina a la intensa polemista, a la intelectual lúcida y abierta al riesgo del ensayo y a los rigores de la crítica literaria. Uno de los textos con que comienza Versos (1920-1938), ya instaura la toma de distancias, propone dicotomías, escinde en opiniones divergentes la idea lírica:

¿Estrella dices? No...
Más bien la nube... La nube un poco borrosa...

Y ya desde estos tempranos años, que la autora poetizó en esa apoteosis gótica, pero en forma novelada, que es Jardín, llegan otras señales de su intención suavemente admonitoria de compulsar la realidad y hasta sus relaciones sociales, para extraerles la esencia y el conocimiento. Me refiero a parte de su epistolario de esos años -Cartas que no se extraviaron-, que Ediciones Hermanos Loynaz co-editó en 1997 con la Fundación Jorge Guillén de Valladolid. Si Jardín es savia contenida, magma que apenas se remueve en lentísima cocción de décadas, las epístolas vuelan como volaban aquellos días canarios de la poetisa en el Puerto de la Cruz, en una de sus más gratas estancias en tierras del archipiélago que más que español le parecía cubano.

Pero toda esa correspondencia la hemos descubierto con el paso del mucho tiempo, y a las ya decantadas diatribas que allí Dulce María vierte contra colegas cubanos como Virgilio Piñera o Emilio Ballagas, podemos ahora oponer la mirada totalizadora de un presente desde el que la mera anécdota se erige en posibilidad de canon, en futura autoridad crítica, en cátedra. Ya en los años cincuenta ocuparía, precisamente en Salamanca, la Cátedra Fray Luis de León, invitada a participar en el jubileo de otro centenario de la prestigiosa institución.

Así, en 1936, escribe a su amigo Gabriel Castaño: «El Dr. Aróstegui vino a verme esta tarde y me afirmó que yo era la mejor poetisa de América; entérese de ello». Esta intención ciertamente lúdicra que vierte en la intimidad de una misiva, logra entronizarse en lo real cuando en l938 publica su libro Versos... y casi nada sucede, o cuando el propio Castaño le remite una elogiosa opinión, que ella entiende un gesto paternalista, sobre su poema «Canto a la mujer estéril». Ya no se trata de un simple juego verbal, de una travesura de alguien con talento que se resiste a dejar la adolescencia; aquí hallamos ahora un conato de desengaño transido de nihilismos, pero aún agradeciendo el gesto del amigo, aún aceptando esa mano que se le tiende:

He encontrado muchos jóvenes prontos a perdonarme un crimen si lo hubiera cometido; pero muy pocos con ganas de expresar, de expresarme a mí, al menos, que me han reconocido algunas de mis modestas virtudes.

Y al propio Emilio Ballagas de la «Elegía sin nombre» lo somete al juicio más fino, sin rebuscamientos ni parloteos inútiles, dirigiéndose a lo que considera el punto vital de su análisis, apenas permitiéndose pequeñas loas a los numerosos aciertos que detenta uno de los grandes poemas cubanos del siglo XX:

Lo que no me gusta es la deliberada intención de ser obscuro, que entraña como decía un sutil crítico francés hablando del Simbolismo, una de las más singulares formas de la insociabilidad humana.

Es muy curioso ver cómo los poetas de este momento, que se han identificado con la muchedumbre, son justamente los más inaccesibles para ellas.

Mucho más democráticos resultaban -democracia lírica y democracia literaria- Campoamor y Núñez de Arce. Y hasta yo que no he escrito palabras ininteligibles sobre las maracas.

He obviado a propósito el que la cita se alargue, para pretender un punto de partida. Porque ahora se reúnen en un tomo varias de las conferencias que Dulce María Loynaz dictó y algo de ese matiz periférico (con relación a la Obra o la propia vida, la que avanza de hito en hito en las cronologías), que siempre hay en las cartas, se traduce en los textos que siguen.

Pudiera parecer paradójico que una conferencia (o un discurso), porte tal etiqueta, si se quiere, marginal, teniendo en cuenta la preeminencia de palabras que se pronuncian para agradecer u homenajear y que se echan al vuelo en señalados sitios y elevados recintos: claustros universitarios, paraninfos, cátedras, academias, sociedades. En lo tocante a este no tan dilatado, cuanto seguro, cuerpo de textos o piezas narrativas, aquel matiz es dominante y aun abarcador y polémico y, a veces, también algo ríspido y punzante. Generalmente la idea surge como tesis que se va desandando con suavidad, pero de manera segura hasta un desenlace que no siempre es abrupto sino más bien plural, abierto a numerosas re-interpretaciones, como si la hábil polemista no desease agotar el tema, como si hubiera sabido de antemano que el empeño de agotar temas es inconveniente, por vano y altivo: Si en el principio era el verbo ya no tendrá sentido hablar de «la última palabra». Esta es una de las razones por las que en este libro encontraremos el aparejamiento temático en el caso modernista vinculado especialmente a la figura de Julián del Casal: «Influencia de los poetas cubanos en el Modernismo» y «Ausencia y presencia de Julián del Casal».

Estas conferencias pulsan lo histórico, pero desde un sentido crítico, que pudiéramos catalogar de participativo, pues aunque el dato de lo acontecido con uno de nuestros genios poéticos del XIX es trascendente, lo es más la penetración en la misma voz de los antecedentes y aportes de Cuba a ese singular movimiento literario. Tomando como centro a Casal y otros bardos, Dulce María Loynaz precisa y determina:

Sintetizando, podemos decir que así como el Clasicismo se sirve de lo circundante, el Romanticismo va al mundo interior. Aquí los sentimientos priman sobre la acción, allí la acción se sobrepone al sentimiento. Pero hay un tercer modo de decir las cosas que sólo surge con el Modernismo, un modo que participa de acción y sentimiento, pero que al mismo tiempo tiene una distinta manera de expresarlo. Sin esta facultad de diferenciación sólo sería un movimiento ecléctico, y el Modernismo es mucho más que eso. Pedro Enríquez Ureña tiene una frase breve y feliz para definir a los modernistas: «Escriben de distinta manera».

Nótese la sutil ironía al dialogar con el estudioso dominicano. En la misma connotación de la dupla adjetival está implícita toda una declaración de fe en las posibilidades críticas o contestatarias de la palabra en función iluminativa. Dicotomía similar propondría el norteamericano Hemingway entre el título y el contenido de uno de sus más dilatados relatos africanos: La breve vida feliz de Francis Macomber. Pero saliendo rápido de ese meandro, he aquí que topamos con otros dos textos que de alguna forma comparten una condición de antípodas entre sí y a la vez flanquean a las conferencias modernistas. Son ellos «Enrique Loynaz Muñoz: un poeta desconocido» y «Andrés Bello: misionero de la poesía hispanoamericana». En un sentido más realista, digamos, la conferencia que toma como centro a Enrique Loynaz pudiera también ayuntarse con aquellas en que Dulce María opta por la actitud de la defensa, si no a ultranza, al menos bien decidida, de situaciones o personajes desde su óptica desvalidos o necesitados de que les sea reconocido algún atributo de que han sido despojados. El paradigma, «Gertrudis Gómez de Avellaneda, la gran desdeñada». Quiero retomar la anterior posición, sin embargo, teniendo a mano lo simétrico que creo vislumbrar en una supuesta teleología que parte del clacisismo herediano y llega hasta el misticismo de Enrique Loynaz. Plantea Dulce María casi finalizando su texto, que (el hermano) «buscaba a Dios por diversos caminos, pero sin la inquietud de quien lo hace acuciado por la duda o por el miedo». Acaso sea ésta la mejor defensa de su personalidad retraída, aunque díscola también por momentos, y de esas impresiones, que habría que asociar con la luz, con destellos como flashes de fotografías, no consiguen exceptuarse las épocas del consabido intercambio hispano-cubano de intelectuales; entran a estas páginas diversas anécdotas de la estancia habanera de Juan Ramón Jiménez, de la amistad de Enrique y de Federico García Lorca, pero ya Dulce María ha logrado disponer en la línea del pensamiento crítico una ambición que sólo ahora, desde la perspectiva de la compilación, puede valorarse en toda su magnitud. Ya no será únicamente degustar los Poemas del amor y del vino de Enrique Loynaz sino que deberá situárseles en una línea que roza por un flanco el Modernismo y por el otro, a través de la vía del Clasicismo de Bello, y también de Sarmiento, Isaac o Villaverde, llega hasta el primer poeta americano, el gran José María Heredia. Aduce la Loynaz, ya desde el comienzo de sus palabras sobre Andrés Bello:

Siempre he creído que una de las mayores dificultades que hallar puede en su oficio el escritor hispanoamericano, si desea -como es de desear-, traer a las bellas letras su americanidad, una de las mayores dificultades con que ha de verse, repito, es el hecho de que pese a la exuberancia de su geografía y al dramatismo de su historia, América ha tardado bastante en convertirse en un valor clásico.

Y es que Heredia, con ser el primero, fue también el primer gran cosmopolita. Su tradición estaba más cerca de Francia que del tardío Romanticismo español. Pero en la Oda al Niágara y en la mirada sobre el Teocalli de Cholula bulle la intención clásica de un Bello y también la reacción contra toda su manera de percibir la realidad americana y convertirla en arte. Esta es una de las cualidades mayores de la Loynaz ensayista: el ir desandando capas de entendimiento y, de ser menester, tocar fondo y recorrer el camino en sentido inverso, alumbrando o convenciendo. Pasa, así mismo, con esta conferencia sobre Andrés Bello, que la búsqueda de las esencias continentales o telúricas, si se prefiere, en este autor, parecen tomarse como pretextos por la disertante para señalar desde el presente de su escritura, 1981, la total madurez y autosuficiencia de lo que ya entonces, desde la época del venezolano, se prefiguraba como la gran literatura latinoamericana. No debemos obviar la velada referencia al Boom de la novelística regional, hecho que como fenómeno cultural sólo es parangonable por estos lares al ya citado Modernismo. Parte de la propia obra narrativa de la Loynaz participa por derecho en este segundo momento de máximo fermento creativo, en este Boom. Pienso en la novela Jardín, por supuesto, publicada en 1951, a muy escasos años de la salida al mercado de Pedro Páramo de Rulfo (1955) o La región más transparente de Fuentes (1958).

Resumiendo, serían estas cuatro conferencias otros tantos puntos que a guisa de jalones demarcarían una posible ruta de aprendizaje poético, literario, crítico, transitado no ya por la propia autora o alguno de los intelectuales tomados como objeto de estudio, sino también por buena parte de la comunidad intelectual latinoamericana.

Esta edición incluye los dos discursos con que Dulce María Loynaz agradeciera la concesión de los más importantes reconocimientos que le fueran otorgados en Cuba y España: el Premio Nacional de Literatura (1987) y el Miguel de Cervantes (1992). Es significativo el hecho de la multiplicación de la gratitud patente en esos textos, como si la escritora aún pugnase por mantener su cualidad dialógica, su ánimo de interrogar al lector, de ponerle vallas incluso, de retarlo a que descifre.

En el discurso para el Premio Nacional de Literatura, fecha en la que estuvo nominada para el Cervantes, sin alcanzarlo, afirma que no se repetirá tal presentación suya a dicha contienda, y agradece a Cuba, pero en la imagen de una de sus provincias, Pinar del Río. «¿Por qué Pinar del Río?»; así se titula el discurso, y los lectores, a más de enterarnos de su relación sólo afectiva, no filial, con Vueltabajo, quedamos con el regusto de una deliciosa metonimia. En 1992 le conceden el Cervantes y el año siguiente, en Alcalá de Henares, diserta sobre la risa. Ríe con Cervantes, con la risa literaria, con la risa de la picaresca, nunca la de ribetes positivistas de Bergson. Dulce María Loynaz ríe por partida doble y reza un viejo proverbio que quien ríe último, ríe mejor.

De su trabajo en la Academia Cubana de la Lengua, institución de la que fuera Directora y Presidenta de Honor, provienen algunas de las conferencias del libro. Como el orden editorial es cronológico y en estas páginas hemos intentado un agrupamiento estilístico, consignaré el interés que siempre tuvo nuestra poetisa por figuras de la cultura cubana, en cierta forma sumergidas; ésta fue también una de las labores más loables de la Academia y es por ello que en este volumen contamos con acercamientos, más que semblanzas, a personalidades como el sabio Esteban Pichardo y Tapia, creador de uno de los más controvertidos y apasionantes diccionarios del habla cubana, el poeta y ensayista Regino Pedroso y al académico José de la Luz León.

Convencido de que dichas conferencias constituyen muestras no sólo de justicia intelectual sino también verdaderos textos narrativos, que como piezas intercambiables ocupan el lugar adecuado en una estructura global o se reclaman entre sí, hago notar la vinculación entre la conferencia sobre José de la Luz León, a cuya memoria relaciona la defensa hecha por éste de la esposa de José Martí, Carmen Zayas Bazán, y la titulada «Mujer entre dos islas», leída en Canarias, tierra donde naciera Leonor Pérez, la madre del apóstol de la independencia cubana.

Por último, hablaré brevemente de un grupo de conferencias dictadas en la década del cincuenta, con excepción de «Delmira Agustini: el misterio en su vida y en su muerte», que fue impartida el 23 de abril de 1979, en ocasión del Día del Idioma. Son todos, textos que tienen como base la figura de una mujer, de una gran mujer, siempre. Sólo uno de esos escritos, en apariencias, se aparta de esa singladura. Y digo en apariencias, porque he incluido en este grupo final también la disertación titulada «Rafael Marquina y la asistencia intelectual». Aquí se pulsa hasta el extremo el afán connotativo que avizoramos en muchos de los ensayos de Dulce María, e incluso en sus epistolarios. Además de homenajear al intelectual español y definirlo, con palabras de Gabriel D'Annunzio, como un animador, un ser preocupado por la labor creativa de otros, primero que por la suya propia, la poetisa imbrica toda una trama narrativa en la que dispone referencias muy directas a dos grandes mujeres, que constituyen igualmente dos de sus temas ensayísticos: La poesía femenina y las poetisas, y el mundo histórico y cultural legado por España. En tal sentido, la función de Marquina, subliminalmente, sería, dentro del texto, la de constituirse en facilitador, vehículo de las ideas, de otras ideas superpuestas; algo similar a lo que en la Cuba de hoy se denomina «Promotor Cultural». En esa conferencia hallamos referencias a la escritora cubana del siglo XIX Gertrudis Gómez de Avellaneda y a la reina Isabel de España, la misma a la que dedicara en 1951 un hermoso relato, que no otra es la condición de aquellas palabras, donde la coloca, ya en trance de muerte, con sus pensamientos volando sobre el océano hacia las tierras descubiertas. Se trata de «El último rosario de la Reina». Pero sin necesidad de apartarnos de la conferencia sobre Marquina, encontramos en sus primeras páginas este fragmento profundamente revelador de la vocación de sólida raigambre hispana que siempre alentó en Dulce María Loynaz:

Lo que fue la Conquista ya lo sabemos todos... O no lo sabremos jamás. Pero hay un detalle que revela toda la sinceridad de una actitud: Antes de cumplirse ochenta años del día en que salieron de Palos de Moguer las Carabelas de Colón, funcionaba ya la primera Universidad de América.

El niño que dijo adiós al padre aventurero en aquel viaje de leyenda, y se le uniera luego en los siguientes, menos legendarios, podía al cabo de su ancianidad tocar las piedras que servirían de asiento a la sabiduría; tocarlas con las mismas manos que sujetaron el pañuelo de la despedida.

Tanto en la conferencia dedicada a Gabriela Mistral («Gabriela y Lucila») como en la que intenta desentrañar el misterio de la vida, la pasión y la muerte de la poetisa uruguaya Delmira Agustini palpamos el deseo manifiesto de la objetividad, pero cuando el dato se resiste a ser esclarecido, cuando la historia hurta el cuerpo y las razones se tornan nebulosas, desvaídas como daguerrotipos, pálidas como el recuerdo del tiempo transcurrido, no vacila la autora en echar mano de la poesía y fabular redondeando los mitos; pone la palabra en el aire para, como en uno de sus poemas sin nombre, disputársela a la tierra. Como en su momento, los escasos, privilegiados oyentes de la cautivadora conferencista, podemos ahora los lectores regalarnos con estas piezas del intelecto y acaso preguntarnos su definitiva filiación genérica, pero en la seguridad de que, ya se trate de relato o crónica, reflexión crítica o ensayo, estaremos siempre en presencia de la obra irrepetible que caracteriza a Dulce María Loynaz.

Referencias

  • Loynaz, Dulce María: Cartas que no se extraviaron, Ed. Hermanos Loynaz, Fundación Jorge Guillén, Valladolid, España, 1997.
  • ___: La palabra en el aire, Ed. Hnos. Loynaz, Pinar del Río, Cuba, 2000.
  • ___: Canto a la mujer, t.1., Ed. Hnos. Loynaz, Pinar del Río, Cuba, 1993.
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