exponiendo el significado y acepción adecuada de «producción»25
La producción, una extracción de lo que antes existía.-Sus diferencias con la creación.-Producción de otras cosas que riqueza.-Comprende todos los estadios del llegar a ser.-Errores acerca de esto.
La palabra producción viene del latín pro, antes y ducere, sacar: y su literal significado es sacar de.
Producción, como vocablo de Economía Política, significa extracción por el hombre; traer a la existencia por el poder del hombre. No significa creación, cuyo propio sentido es traer a la existencia por un poder superior al del hombre, aquel único poder que, para escapar a la negación, nuestra razón se ve obligada a considerar causa final de todas las cosas.
De un sistema solar, de un mundo con todas las substancias y poderes que contiene, suelo, agua, aire, afinidades químicas, fuerzas vitales, invariables secuencias a las que llamamos leyes naturales, vegetales y animales en sus distintas especies en cuanto existen independientemente de la influencia modificadora del hombre, y del hombre mismo con sus facultades, necesidades e impulsos naturales, hablamos propiamente como creado. Cómo viene precisamente al ser, cuál es y dónde está el impulso original no podemos decirlo, y probablemente, en la esfera en que estamos confinados en esta vida, nunca podremos saberlo. Todo lo que podemos decir con certidumbre, es que no puede haber venido a la existencia por ningún poder humano; que existía antes que el hombre fuera y que constituye los materiales y fuerzas de los cuales la existencia de aquél depende, y sobre los cuales y en los cuales toda su producción está fundada. Puesto que no puede venir de lo que llamamos materia únicamente, ni de lo que aisladamente llamamos energía, ni tampoco de ninguna unión de estos dos elementos, tiene que proceder primariamente de aquel elemento original que en el más amplio análisis del mundo que la razón nos permite hacer distinguimos de la materia y energía como espíritu.
De nada que ha sido creado puede, pues, decirse en sentido económico político que es producido. El hombre no es un creador; no tiene poder para originar cosas, para hacer algo de la nada. Es un productor; esto es, uno que transforma, que extrae alterando lo que ya es. Todo su hacer cosas, su acción causal para que las cosas sean, es una extracción, una modificación en lugar o relaciones y en conformidad con leyes naturales que él no ha originado ni alterado de lo que ya se encuentra existente. Toda su producción tiene como su substratum o nexo lo que ya encuentra en el mundo, lo que existe independientemente de él. Este substratum o nexo, el factor natural o pasivo sobre el cual y por el cual el factor humano o activo de la producción actúa, se llama, en términos de Economía Política, tierra.
Debe advertirse que cuando usamos como un término de Economía Política la palabra producción, tiene en algunos aspectos un significado mucho más estrecho y en otros más amplio del que frecuentemente, en el uso común, le atribuimos con bastante propiedad. Puesto que la producción de que la Economía Política trata primariamente es la producción de la riqueza, el término económico producción se refiere a ella. Pero es importante grabar en el pensamiento que la producción de la riqueza no es la única clase de producción.
Me he referido a este hecho antes, en el capítulo XVIII del libro II. Permitidme que hable de ello otra vez.
Limpio mis botas, rasuro mi faz, cojo un violín y toco en él, o empleo mi esfuerzo en aprender a hacerlo; escribo un poema, observo las costumbres de las abejas, o trato de que un amigo enfermo pase una hora más agradablemente leyéndole algo que excite y deleite su elevada naturaleza. De tales modos estoy satisfaciendo necesidades o deseos, cultivando facultades o aumentando conocimientos, ya para mí mismo, ya para otros. Pero no estoy produciendo riqueza. Y de igual modo aquéllos que en la cooperación de esfuerzos en que la civilización consiste se consagran a tales ocupaciones -limpiabotas, barberos, músicos, maestros, investigadores, cirujanos, nodrizas, poetas, sacerdotes- no toman parte, estrictamente hablando, en la producción de la riqueza. Sin embargo, podría engañarnos hablar de ellos como de no productores, sin cuidarnos de lo que realmente significamos. Aunque no son productores de riqueza, son, sin embargo, productores, y a menudo productores de la más alta clase. Son productores de utilidades y satisfacciones, y no sólo son productores de aquello para lo cual la riqueza no es más que un medio, sino que indirectamente pueden ayudar a la producción de la riqueza misma.
En otro aspecto hay en esto algo que debe consignarse. En el lenguaje común, la palabra producción es empleada frecuentemente en un sentido que distingue el primer periodo de obtención de riqueza de los siguientes, y a los dedicados a los procesos primarios extractivos o formativos se les llama frecuentemente productores, para distinguirlos de los transportadores o comerciantes. Este uso de la palabra producción puede ser conveniente cuando deseemos distinguir entre funciones separables, pero debemos tener cuidado de no traerlo a nuestro habitual uso del término económico. En el significado económico de la palabra producción, el transportador o comerciante, o cualquiera otro dedicado a cualquiera subdivisión de aquellas funciones, está consagrado a la producción tan realmente como el primario extractor o fabricante. Un vendedor de periódicos o el dueño de un kiosco, por ejemplo, sería llamado, en el lenguaje común, distribuidor. Pero en terminología económica no hay distribuidor de riqueza, sino productor de riqueza. Aunque su participación en el proceso de la producción del periódico, hasta el último receptor, venga al final, no al principio, es tan productor como el fabricante de papel o el fundidor de tipos, el editor y compositor o impresor.
Porque el objeto de la producción es la satisfacción de los deseos humanos, es decir, el consumo, y este objeto no puede alcanzarse, es decir, la producción no está realmente completa hasta que la riqueza es llevada al lugar donde ha de ser consumida y puesta a disposición de aquéllos que la deseen para su satisfacción.
Así, la producción de la riqueza en Economía Política incluye el transporte y el cambio. La distribución de la riqueza, por otra parte, no se refiere en la fraseología económica al transporte y al cambio sino, como veremos al tratar de esto, a la división de los resultados de la producción.
Este hecho ha sido ignorado por la gran mayoría de los economistas profesionales que, con pocas excepciones, tratan del cambio bajo el título de distribución de la riqueza en vez de darle su lugar propio bajo el título de producción de la riqueza.
Exponiendo el carácter común, pero los diferentes modos de producción
La producción implica cambio realizado por la voluntad consciente.-Sus tres modos: 1.º Adaptando; 2.º Criando; 3.º Cambiando.-Este es el orden natural de dichos modos.
Toda producción resulta del esfuerzo humano sobre la naturaleza externa, y consiste en el cambio de lugar, condición, forma o combinación de los materiales naturales u objetos, de modo que se adapten o sean adaptados mejor a la satisfacción de los deseos humanos. En toda producción se hace uso de las fuerzas o potencias naturales, aunque en primer término la energía en el organismo humano es sometida a la directa intervención de la consciente voluntad humana.
Pero la producción se realiza por diferentes caminos. Si repasamos con el pensamiento los ejemplos innumerables que podemos imaginar de los casos en que el esfuerzo del trabajo se traduce en riqueza, ya en aquellos estados primarios o extractivos de la producción, en que a lo que antes no era riqueza se le hace asumir este carácter, o en los posteriores o secundarios períodos en los que se adhiere un valor adicional o aumento de riqueza a lo que ya tenía el carácter de riqueza, encontramos que pueden agruparse en tres categorías o modos.
El primero de estos tres modos de producción, a los que la razón y la tradición juntas le dan la prioridad, es aquél en que, en los cambios que origina en las substancias y objetos naturales, el hombre hace uso únicamente de aquellas potencias y fuerzas naturales que podemos concebir como existentes o manifestándose por sí mismas en un mundo aun desprovisto de vida, o acaso pueda proporcionar un mejor ejemplo decir, en un mundo en el cual el principio generativo o reproductivo de la vida acaba de aparecer o se halla en tales condiciones que no es utilizable por el hombre. Esto comprendería todas las fuerzas y potencias naturales, como la gravitación, el calor, la luz, la electricidad, la cohesión, las atracciones y repulsiones químicas, en una palabra, todas las fuerzas y relaciones naturales que son utilizadas en la producción de riqueza por bajo del punto de incidencia de la fuerza vital generatriz.
Podría acaso imaginarse mejor tal separación de las fuerzas naturales, si nosotros nos representáramos a Robinson Crusoe arrojado a una isla verdaderamente desierta o a una arenosa playa desnuda, en un barco abundantemente provisto de artefactos marinos, herramientas y alimentos, tan libres de la humedad y preservados de destrucción como incapaces de crecimiento o reproducción. También podemos, si lo preferimos, imaginar que el barco contiene un perro, una cabra o cualquier número de otros animales, con. tal que no formen pareja de sexos. Verdaderamente, no podemos imaginar ni siquiera una arenosa playa desnuda en la cual no hubiera ninguna manifestación del principio generativo, insectos y vegetales, si no en las más bajas formas de la vida de peces y pájaros, pero podemos imaginar fácilmente que nuestro Robinson no entendía o no encontraba conveniente utilizar por sí propio tales manifestaciones del principio reproductivo. Aunque sin ningún uso del principio, por el cual se puede hacer que las cosas crezcan y aumenten, tal hombre podría producir riqueza puesto que, cambiando de lugar, forma o combinación lo que ya existe en su isla o en su barco, podría adaptarlo a la satisfacción de sus deseos. Así podría producir riqueza del modo que el Robinson Crusoe de De Foe, de cuya vida solitaria tanto hemos participado en imaginación, produjo riqueza cuando primeramente tomó tierra, trasladando las cosas deseables desde el barco náufrago a la tierra firme, antes de que llegasen las tormentas destructoras, y cambiando el lugar y forma de aquéllas de la manera más acomodada para su propósito, haciendo él mismo una cabaña, un bote, redes, velas, vestidos y demás. De igual modo pudo pescar peces, matar o cazar pájaros, capturar tortugas, coger huevos y convertir los materiales alimenticios que estaban a su disposición en manjares más apetecibles. Así, sin criar o alimentar nada, pudo sostener su vida con su trabajo hasta que la muerte o los salvajes u otro buque llegasen.
Para este modo de producción, que es mecánico en su naturaleza y consiste en el cambio de lugar, forma, condición o combinación de lo que ya existe, me parece a mí que el mejor vocablo es «adaptando».
Este es el modo de producción del pescador, del cazador, del minero, del fundidor, el refinador de azúcar, el mecánico, el manufacturero, el transportador y también el carnicero, desbravador de caballos o domesticador de animales que no son además criadores. Lo utilizamos cuando producimos riqueza sacando carbón del yacimiento y trasladándolo a la superficie de la tierra, y también cuando obtenemos un posterior aumento de riqueza llevando el carbón al lugar donde ha de ser consumido para la satisfacción del deseo humano. Usamos de este modo de producción cuando convertimos árboles en madera, o madera en tablas; cuando convertimos el trigo en harina, o el jugo de la caña o la miel en azúcar; cuando separamos los metales de las combinaciones en que se encuentra en los minerales, y cuando los unimos en nuevas combinaciones que nos dan la aleación deseable como en el latón, el metal de fundición, aluminio, bronce, etc., o cuando por los varios procesos de separación y recomposición producimos las fibras textiles y las convertimos en paños, velas, sacos, etc., o cuando damos a sus diversos materiales formas o combinaciones convenientes, construimos herramientas, máquinas, barcos o casas. Realmente, todo lo que en el más estricto sentido llamamos usualmente «hecho», o en más amplia escala, «manufacturado», es obtenido por la aplicación del trabajo conforme a este primer modo de producción: el modo «adaptando».
En el Noroeste, se habla, sin embargo, algunas veces de «fabricar trigo»; en el Oeste de «hacer cerdos», y en el Sur de «hacer algodón» (la fibra), o «hacer tabaco» (la hoja). Pero en tal sentido local o especial, las palabras fabricar o hacer, son usadas como equivalentes de producción. El sentido no es el mismo, ni la acción sugerida es igual que cuando propiamente hablamos de fabricar harina o de hacer tocino, lienzo de algodón o cigarros. Admirables máquinas han sido, en verdad, construidas por el humano poder de adaptación, pero ninguna extensión de este poder de adaptación capacitará a aquél para construir una máquina que se alimente a sí propia y se reproduzca. Su poder de adaptar, extendido infinitamente, no le permitirá fabricar un solo grano de trigo que germine, o hacer un cerdo, un tallo de algodón o una hoja de tabaco. La producción de tales cosas está tan por cima del poder de adaptar del hombre como el «hacer un mundo» o «fabricar un sistema solar».
Hay, sin embargo, otro o segundo modo de producción. En éste, el hombre utiliza la fuerza vital o reproductiva de la Naturaleza para que le ayude en la producción de riqueza. Obteniendo vegetales, injertos, vástagos o semillas y plantándolas, capturando animales y alimentándolos, podemos, no sólo producir vegetales y animales en mayor cantidad de aquélla que la Naturaleza espontáneamente nos brinda, sino en muchos casos mejorar su cualidad de adaptabilidad para sus usos. Este segundo modo de producción, el modo por el cual podemos utilizar el poder vital o generativo de la Naturaleza, lo distinguiremos mejor del primero, a mi juicio, denominándolo «criando»; es el modo del labrador, del injertador, del florista, del colmenero, y, en ciertas extensiones al menos, el del cervecero y destilador.
Y junto al primer modo que hemos llamado «adaptando, y al segundo que hemos llamado «criando», hay además un tercer modo por el cual los hombres civilizados producen riqueza. En el primer modo, hacemos uso de los poderes o cualidades inherentes a todas las cosas materiales; por el segundo, usamos los poderes o cualidades inherentes a todas las cosas vivientes, vegetales o animales; pero este tercer modo de producción consiste en la utilización de un poder, principio o tendencia, manifestado sólo en el hombre y perteneciente a él por virtud de su peculiar don de racionalidad: el de cambio o comercio.
Por su disposición y poder para el cambio al través de ellos, en lo cual difiere el hombre esencialmente de los demás animales, es como se realiza el progreso humano, como demostraré después. Sin embargo, no sólo es mediante el cambio como se hace posible utilizar en la producción los más altos poderes del factor humano y del factor natural juntamente sino que, a mi juicio, el cambio en sí mismo, origina un perceptible aumento en la suma de riqueza, y aun cuando nosotros pudiéramos ignorar la manera cómo el cambio extiende el poder de los otros dos modos de producción aquél constituirá por sí solo un tercer modo de producción.
En el cuento yanqui de los dos escolares tan inclinados al comercio, que cuando los encerraron en un cuarto hicieron dinero cambiando cuchilladas, hay una exageración de una verdad. Cada una de las dos partes, en un cambio, se propone ganar y, como regla general, gana algo que para ella vale más que aquello que da, es decir, que representa para ella un mayor poder de trabajo para satisfacer el deseo. Así hay en la transacción un actual aumento en la suma de riqueza, una actual producción de riqueza. Un buque mercante, por ejemplo, penetra en el mar Ártico y cambia anzuelos, arpones, pólvora y fusiles, cuchillos y espejos, lentes obscuros y mosquiteros, por peletería. Cada una de las partes que cambia obtiene en retorno de lo que le cuesta un trabajo comparativamente menor, aquello que le costaría una mayor cantidad de trabajo alcanzar por cualesquiera otros modos de producción. Cada uno gana en ese acto. Eliminando el transporte, que pertenece al primer modo de producción, la riqueza reunida de ambas partes, la suma de riqueza del mundo, ha sido aumentada por el cambio mismo.
Este tercer modo de producción llamámoslo «cambiando». Es el modo del mercader o traficante, o del almacenista, o como el inglés que aún vive en Inglaterra lo llama, el tendero; y el de todos los auxiliares, incluyendo en gran medida los transportadores y sus auxiliares.
Por consiguiente, tenemos estos tres modos de producción:
Primero, «adaptando».
Segundo, «criando».
Tercero, «cambiando».
Estos modos van apareciendo y adquieren importancia en el desenvolvimiento de la sociedad humana en el orden enumerado. Se originan por el aumento de los deseos humanos con el acrecentamiento de los medios de satisfacerlos bajo la presión de la ley fundamental de la Economía Política: que el hombre procura satisfacer sus deseos con el menor esfuerzo. En el primitivo estadio de la vida humana, el modo más fácil de satisfacer los deseos es adaptar al uso humano lo que ya existe. En un posterior y más regular estadio, se descubre que ciertos deseos pueden ser satisfechos más fácil y plenamente utilizando el principio de desarrollo y reproducción, como cultivando vegetales y alimentando animales. Y en un período todavía posterior de desenvolvimiento se hace notorio que ciertos deseos pueden ser mejor y más fácilmente satisfechos por el cambio, que utiliza el principio de cooperación más plena y poderosamente de lo que podría lograrse entre unidades económicas que no traficaran.
Exponiendo que la teoría de una tendencia de la población a aumentar más deprisa que las subsistencias ha sido examinada y condenada previamente
La teoría malthusiana.-Su discusión en Progreso y miseria.
Al proceder al estudio de las leyes de la producción de la riqueza, sería conveniente examinar, en primer término, cualquier ley natural, si la hubiere, que limitase las operaciones del hombre en la producción. En la teoría malthusiana, la Economía Política clásica ha sostenido que hay una ley natural que origina una tendencia en la población a aumentar más deprisa que las subsistencias. Esto, apareciendo como apareció en el período formativo de esta ciencia, fue realmente un baluarte de la Economía Política aceptada durante mucho tiempo y proporcionó a la riqueza una cómoda teoría para arrojar sobre el Creador la responsabilidad de todo el vicio, crimen y padecimientos provenientes de las injustas acciones de los hombres que constituyen la negra mancha de nuestra civilización del siglo XIX. Admitiendo con la doctrina corriente que los salarios son determinados por la proporción entre capital y trabajo, obteniendo apoyo del principio vigorosamente sostenido en las discusiones corrientes acerca de la teoría de la renta de que, pasado un cierto punto, la aplicación del capital y el trabajo a la tierra da un rendimiento decreciente, y armonizando con la teoría del desarrollo de las especies por selección, llegó a tener suprema importancia y, durante mucho tiempo obtuvo, aun en los hombres bien dispuestos y equilibrados, una autoridad de la cual no pudo desembarazarse por sí misma. Pero en Progreso y miseria he consagrado a esto un libro entero, compuesto por cuatro capítulos. En éstos y en los siguientes he analizado la teoría, de modo que no es necesario razonar nuevamente acerca de ella, sino que puedo remitir a aquella obra mía a quienes deseen estudiar la naturaleza, desarrollo y reprobación de dicha teoría.
Como las dimensiones de aquella obra no me permitieron abarcar toda la Economía Política, sino sus más salientes puntos únicamente, ahora tendré que examinar aquí, porque no lo hice completamente en aquel libro, la doctrina de la ley del rendimiento decreciente en agricultura. Puesto que esta doctrina aún no ha sido discutida, que yo sepa, estará bien que lo haga aquí por entero.
Exponiendo lo que es dicha pretendida ley
Cita de John Stuart Mill acerca de la importancia, relaciones y naturaleza de esta ley.-La reductio ad absurdum, por la cual se prueba.-Afirmación de que es una falsa percepción de la ley universal del espacio.
Antes de entrar a tratar de la cooperación, es necesario considerar, para dejar despejado el camino, lo que desde el tiempo de Adam. Smith ha sido considerado en las obras fundamentales de Economía Política como la más importante ley de la producción y aun de toda la Economía Política. Es lo que se llama «la ley de la producción decreciente», o más plena y exactamente, «la ley del rendimiento decreciente en la agricultura». John Stuart Mill (Principios de Economía Política, libro I cap. XII, sección 2.ª) dice acerca de esto:
«Esta ley general de la industria agrícola es la proposición más importante de la Economía Política. Si esta ley fuera otra, casi todos los fenómenos de la producción y distribución de la riqueza serían otros de los que son».
Esta opinión acerca de la importancia de la «ley del rendimiento decreciente en la agricultura», palpita en las obras fundamentales de Economía Política y es defendida por los más recientes escritores profesionales, como el profesor Walker, de los Estados Unidos, y el profesor Marshall, de Inglaterra, así como por Mill y sus predecesores. Proviene de la relación de esta pretendida ley con los ordinarios conceptos acerca de la ley de la renta, y especialmente del apoyo que parece dar a la doctrina malthusiana de que la población tiende a superar a las subsistencias, apoyo al que se debe la prolongada aceptación de tal doctrina.
Así, como consecuencia necesaria de esta ley de los «rendimientos decrecientes de la agricultura», John Stuart Mill, dice en el libro I, cap. XIII, sección 2ª. de sus Principios de Economía Política.
«En todos los países que han rebasado el período primitivo en los progresos de la agricultura, cada aumento en la demanda de subsistencias, ocasionado por el acrecentamiento de la población, disminuirá siempre a menos que haya una simultánea mejora en la producción la parte que en una división equitativa corresponderá a cada individuo... De esto resulta el importante corolario de que la necesidad de restringir la población no es, como creen muchas personas, peculiar a una condición de gran desigualdad de la propiedad. Un mayor número de personas, en ningún periodo de la civilización puede ser abastecido colectivamente tan bien como uno menor. La tacañería de la Naturaleza, no la injusticia de la sociedad, es la causa de los padecimientos que acompañan al exceso de población. Ni siquiera una injusta distribución de la riqueza agrava el mal, sino que, a lo sumo, es causa de que éste se sienta un poco antes. Es inútil decir que todas las bocas que el aumento del género humano trae a la existencia vienen con dos brazos. Las nuevas bocas necesitan tanto alimento como las viejas, y los brazos no producen tanto».
En cuanto a la ley misma de la cual se deducen confiadamente tan tremendas consecuencias -consecuencias que nos llevan al error de negar la justicia del Creador y suponer que el Supremo Espíritu es un tan menguado artífice que constantemente está haciendo lo que cualquier anfitrión humano se avergonzaría de hacer, -traer a su mesa más convidados de los que puede alimentar,- es expuesta así por Mill:
«Después de un cierto y no muy adelantado período en el progreso de la agricultura; tan pronto, en efecto, como el género humano se aplicó al cultivo con alguna energía y lo realizó con herramientas tolerables, la ley de la producción agrícola es que, en cualquier período de habilidad o saber agrícolas, aumentando el trabajo, el producto no se aumenta en igual grado; duplicando el trabajo no aumenta el producto en igual grado, o, para expresar lo mismo en otras palabras: cada aumento del producto es obtenido por un aumento en la aplicación del trabajo a la tierra más que proporcional».
Con posterioridad se ha extendido esta ley «del rendimiento decreciente de la agricultura» a las minas y, en una palabra, a todas las industrias primarias o extractivas que dan el carácter de riqueza a lo que no lo era antes, pero no a aquellas industrias secundarias o derivadas que añaden un aumento adicional de la riqueza a lo que ya era riqueza. Así, puesto que la ley de la productividad decreciente en la agricultura no se aplica a las industrias secundarias, se supone que todo aumento de trabajo (y capital) aplicado a las manufacturas, por ejemplo, continuará dando un proporcionado y más que proporcionado rendimiento. Y como prueba concluyente y axiomática de esta ley de la «productividad decreciente» de la agricultura, se dice que si no existiera esta ley particular y ocurriera, por el contrario (como se supone que sucedería sin aquélla), el hecho de que la aplicación adicional del trabajo diera por resultado un proporcional aumento en la misma tierra, una sola granja bastaría para proporcionar todos los productos agrícolas requeridos para alimentar el conjunto de la población de Inglaterra o de los Estados Unidos, o de cualquier otro país, o naturalmente, de todo el mundo, por el mero aumento en la aplicación del trabajo.
Esta proposición parece haber sido aceptada por la generalidad de los economistas profesionales como una valedera reductio ad absurdum, y parece haber alcanzado la misma autoridad en el pensamiento vulgar que la proposición análoga de la doctrina malthusiana de que si aumentando la población no encontrara crecientes dificultades para ganarse la subsistencia, el género humano llegaría en breve plazo a tal número que para hallar sitio tendrían que estar unos sobre otros.
Pero el análisis demostrará que este armazón lógico que los economistas han imaginado tan fuerte, y sobre el cual han edificado can tanta confianza, se basa en un completo error; que, en realidad, no hay ninguna ley especial de productividad decreciente aplicable a la agricultura o a las ocupaciones extractivas, o al uso de los agentes naturales, que son los varios modos con que los últimos escritores han expuesto algunas veces lo que escritores precedentes llamaban la ley de la productividad decreciente en la agricultura; y que, lo que han tomado equivocadamente como una ley especial de productividad decreciente, es, en realidad, una ley general, aplicable lo mismo a las manufacturas y al comercio que a la agricultura, siendo de hecho nada menos que la ley del espacio aplicable a toda existencia y movimiento materiales, tanto inorgánicos como orgánicos.
Esto aparecerá si consideramos la relación del espacio con la producción. Mas, para hacerlo completamente y franquear el paso a consideraciones que tendrán importancia en otras partes de esta obra, me propongo, primero, fijar el significado y naturaleza del espacio y del tiempo.
Exponiendo que la razón humana es una, y que, tan lejos como pueda ir, hay que confiar en ella
Finalidad de esta obra.-De la Metafísica.-Peligro de concebir las palabras como cosas.-El espacio y el tiempo no son concepción de cosas, sino de relaciones de ellas.-No pueden tener, por tanto, principio y fin independientes.-El hábito verbal que favorece esta idea.-Cómo ha sido favorecida por los poetas y por los predicadores religiosos.-Cómo ha sido favorecida por los filósofos.-Kant.-Schopenhauer.-Misterios y antinomias que son realmente confusiones en el significado de las palabras.-La razón humana y la razón eterna.-Filósofos que son realmente malabaristas de las palabras.
Mi propósito en esta obra es explicar la ciencia de la Economía Política tan claramente que pueda ser entendida por cualquier hombre de capacidad corriente que le preste mediana atención. Deseo, por consiguiente, esquivar, en cuanto sea posible, todo lo que tenga sabor de metafísica. Porque la metafísica, que en su verdadero significado es la ciencia de las relaciones comprobadas por la razón humana, ha venido a ser, en manos de aquéllos que han asumido su enseñanza, un sinónimo de lo incomprensible, comunicando al pensamiento común la vaga noción de un reino por cima de los alcances de la razón ordinaria en el que el sentido común sólo puede aventurarse para retroceder amedrentado y abatido.
Sin embargo, para seguir hasta su raíz las confusiones contenidas en las enseñanzas económicas corrientes y despejar el campo a una Economía Política más congruente, es necesario fijar el verdadero significado de dos conceptos que pertenecen a la metafísica y que están envueltos en confusiones que no sólo han perturbado las enseñanzas de la Economía Política, sino también las de la filosofía en su más alto sentido. Estos conceptos son los de espacio y tiempo.
Toda existencia material es en el espacio y en el tiempo. Por consiguiente, la producción de riqueza, que en todos sus modos consiste en causar por el esfuerzo humano cambios en el lugar o relación de las cosas materiales de modo que se adapten a las satisfacciones de los deseos humanos, implica a la vez espacio y tiempo.
Esto puede parecer un axioma, un hecho tan evidente por sí mismo que no necesita demostración. Pero se han malgastado muchas discusiones y se han originado muchas confusiones por no tener los economistas esto en el pensamiento. Por consiguiente, para levantarnos desde firmes cimientos, tenemos que ver con claridad qué es lo que verdaderamente se significa por espacio y por tiempo. Con esto venimos, en el mismo corazón de la metafísica, a un punto donde las enseñanzas de los que pasan por los más altos filósofos son las más vacilantes y las que más hacen vacilar.
Al preguntarnos a nosotros mismos lo que realmente significamos por espacio y tiempo debemos proceder con cuidado, porque hay el peligro de que el habitual uso de las palabras como instrumentos del pensar pueden conducir al error de tratar lo que ellas expresan como objeto del pensamiento o cosas, cuando realmente no son cosas, sino sólo las cualidades o relaciones de las cosas. Esta es una de aquellas fuentes de error que Bacon, en su clasificación simbólica, llamaba Ídolos del Foro. Aunque una palabra es una cosa, en el sentido de que su forma verbal puede ser un objeto de pensamiento, sin embargo, ninguna palabra es cosa, en el sentido de representar a la mente lo que, aparte de la mera forma verbal, puede ser materia de pensamiento. Revestir en forma de palabras lo que los ojos y los oídos pueden distinguir de otras palabras, por más que en su significado impliquen contradicciones, no es hacer una cosa, que en sí misma y separadamente de su mera forma verbal, pueda concebirse. Dar un nombre a una forma de palabras que envuelvan contradicciones, es dar nombre a aquello que sólo se puede concebir verbalmente y que, en un sentido más profundo que éste, es una negación, es decir, una no cosa, o nada.
Sin embargo, esta es la trampa de mucho de lo que hoy pasa por la más profunda filosofía, como era la trampa de Platón y de mucho de lo que él puso en boca de Sócrates. Para lograrlo se inventa una palabra que signifique cualidades opuestas tal como «bajo-alto», o «cuadrado-redondo», o una frase sin significado imaginable, tal como una «cuarta dimensión del espacio». Para ello será más hábil emplear una lengua que, siendo extraña al uso vulgar, sea sugestiva para la enseñanza. El latín o el griego han sido empleados durante mucho tiempo para este fin, pero entre pueblos de idioma inglés, el alemán lo hace ahora lo mismo si no mejor, y aquéllos que a sí propios se llaman teósofos, han elegido el sanscrito o lo que ellos toman por sanscrito, muy satisfactoriamente. Ahora bien, si tenéis fama de superior penetración y persistís algún tiempo en aparentar que tratáis vuestra nueva palabra o frase como si realmente la hicierais objeto de pensar profundo, pronto encontraréis otros que se persuadirán a sí propios a creer que ellos también lo pensaban, hasta que, finalmente, si alcanza boga académica, los hombres bastante sinceros para decir que no la entienden serán desdeñados, considerándolos conciudadanos ignorantes cuya educación ha sido descuidada. Esta es, realmente, la misma treta que se utiliza cuando os ponéis en la calle a mirar al cielo como si vierais algo desacostumbrado, hasta que se agrupa una multitud que mira también. Pero así se han hecho grandes reputaciones en filosofía.
Ahora bien, en verdad, cuando llegamos a analizar nuestras percepciones de espacio y de tiempo vemos que son concepciones, no de cosas existentes en sí mismas, sino de relaciones que las cosas existentes en sí mismas pueden tener una con otra, siendo el espacio una relación de extensión o lugar entre una cosa y las demás, tal como lejos o cerca, aquí o allí, y el tiempo una relación de sucesión entre una cosa y otra, como antes y después, ahora y luego. Para concebir el espacio tenemos necesariamente que pensar en la situación de dos puntos, y para hacer inteligible a nuestro pensamiento la relación de extensión entre ellos tenemos que imaginar también un tercer punto que pueda servir como una medida de esta relación. Para pensar del tiempo tenemos necesariamente que pensar dos puntos de aparición o desaparición, y para hacer inteligible a nuestra mente esta relación de secuencia entre ellos, tenemos que imaginar también un tercer punto que pueda servir de medida para esta relación.
Puesto que el espacio y el tiempo no existen, sino que son expresiones de relación recíproca entre otras cosas concebidas como existentes, no podemos pensar que aquéllos tengan principio ni fin, ni su creación o aniquilación, aparte de las cosas cuya relación expresan. Siendo el espacio una relación de extensión entre el sitio de dos cosas, y el tiempo una relación de sucesión entre cosas respecto de su aparición o duración, las dos palabras expresan propiamente relaciones que, como las relaciones de forma y número de que las matemáticas tratan en sus dos ramas de Geometría y Aritmética, expresan una relación actual donde quiera que las cosas a que se refieren tienen existencia actual, y de una relación potencial donde quiera que las cosas a que se refieren tienen meramente existencia potencial. No podemos imaginar un cuándo o un dónde en que el conjunto no sea igual a la suma de sus partes o que alguna vez cese de serlo, o en que, las líneas y ángulos de un cuadrado no sean, o puedan dejar de serlo, iguales entre sí, o en que los tres ángulos de un triángulo no sean, o puedan dejar de ser, iguales a dos ángulos rectos. Ni tampoco podemos imaginar un cuándo o un dónde en que dos veces uno no hagan dos o puedan dejar de hacerlo, y en que dos veces dos no hagan o puedan dejar de hacer cuatro. Del mismo modo es enteramente imposible para nosotros imaginar un cuándo o un dónde en que el espacio y el tiempo puedan tener principio o fin aparte del principio o fin de las cosas cuya relación entre sí expresan aquéllas. Tratar de concebir el espacio y el tiempo sin suponer cosas cuyas relaciones entre sí son expresadas por aquéllos, es tratar de imaginar un cambio sin conexión con una substancia, es tratar de pensar una no cosa o nada: una negación de pensamiento.
Esto es perfectamente claro para nosotros cuando añadimos un artículo al nombre y hablamos de «un espacio» o «el espacio», o de «un tiempo» o «el tiempo», porque en tal modo de hablar, la relación de una cosa o conjunto de cosas, con otra cosa o conjunto de cosas es expresada por alguna preposición, como «de», «antes», «después» o «cuando». Pero cuando el nombre es usado sin el artículo y los hombres hablan de espacio y de tiempo en sí mismos sin una palabra de particularización o preposición de relación, las palabras tienen, en el uso de nuestro idioma inglés, el significado de todo el espacio o espacio en general, o todo el tiempo o tiempo en general. En este caso, la costumbre de mirar las palabras como si denotaran cosas existentes en sí mismas, nos suele llevar a olvidar que espacio y tiempo sólo son nombres de ciertas relaciones en que las cosas están entre sí, y venimos a considerarlos como cosas que, en sí mismas y aparte de aquéllas cuya relación expresan, pueden llegar a ser objetos del pensamiento. Así, sin analizar los procesos, venimos a aceptar en nuestras mentes esas palabras desnudas como representativas de una clase de existencias materiales, bosquejando vagamente el espacio como una especie de atmósfera o éter en el que todas las cosas flotan y el tiempo como un curso siempre fluyente que arrastra todas las cosas.
Partiendo de este bosquejo mental, estamos prontos a suponer que, tanto el espacio como el tiempo, tienen que haber tenido un principio antes del cual no existía ni espacio ni tiempo, y han de tener límites, más allá de los cuales ni el espacio ni el tiempo puedan existir. Pero cuando nosotros procuramos imaginar estos comienzos o estos límites, pensamos en algo que, por el momento, suponemos que es el principio o lo más remoto de las cosas existentes. Sin embargo, por lejos que llevemos esta hipótesis, en el mismo instante vemos que puede ser llevada más lejos todavía. Pensar algo como lo primero implica la posibilidad de pensar algo como anterior a aquello respecto de lo cual nuestro momentáneo primero se convertiría en segundo. Pensar de una remotísima estrella en el universo material, implica la posibilidad de imaginar otra estrella más lejana todavía.
Así, en el esfuerzo para aprisionar tales concepciones materiales de tiempo y espacio, éstas, inevitablemente, se nos escapan. Al tratar de imaginar lo que únicamente son nombres para relaciones que las cosas tienen entre sí como si fueran cosas en sí mismas, llegamos a un punto, no sólo de confusión, sino de negación: un conflicto de ideas absolutamente opuestas, parecido al que surgiría en la mente de los ignorantes por la pregunta del estudiante acerca de qué ocurriría si una fuerza irresistible tropezara con un cuerpo inconmovible.
Ahora bien, este modo de emplear los nombres de espacio y tiempo sin artículo, como si pensáramos que significan cosas existentes en sí mismas, ha sido muy favorecido por los poetas, cuyo empleo de las palabras es necesariamente metafórico y libre. Y ha sido muy favorecido por los predicadores religiosos, cuyos esfuerzos para dar cuerpo a verdades espirituales tienden a la expresión poética y quienes han sido propicios en todos los tiempos a no distinguir entre la atribución al más alto poder de lo que trasciende de nuestro conocimiento y lo que es opuesto a nuestra razón, suponiendo que la repugnancia de la razón humana para aceptar las contradicciones a que dan el nombre de misterios prueba la debilidad de la razón.
Así, la costumbre de imaginar el espacio y el tiempo como cosas en sí mismas, y no meramente relaciones de cosas, ha sido general en la literatura religiosa, y en nuestra edad más impresionable oímos hablar de seres que no conocen espacio ni tiempo, y de cuándos y dóndes en que el espacio y el tiempo no existen. Y como los niños retroceden ante el imposible intento de imaginar lo inimaginable, y luchan en vano para idear un cuándo o un dónde en que el espacio y tiempo no existen, o cesan de existir, son reducidos al silencio, diciéndoles que es impío tratar de medir con la limitada sonda de la razón humana, los infinitos abismos del pensamiento divino.
Pero la tendencia de los teólogos a encontrar un misterio insoluble en la contradicción que acompaña a la tentativa de concebir el espacio y el tiempo, no como relaciones, sino como existencias independientes, ha sido acompañada o acaso precedida por los filósofos, quienes usando palabras sin sentido, y emitiéndolas como si realmente contuvieran ideas coherentes, han monopolizado lo que pasaba por superior penetración. Estos (o al menos los que de ellos han mirado a los teólogos con desagrado), no han llamado, es verdad, misterio divino al inevitable conflicto de ideas que surge cuando procuramos considerar mentalmente lo que en realidad es una relación como si fuera en sí mismo una cosa. Pero han admitido este conflicto como algo inherente, no a la confusión de palabras, sino a la debilidad de la razón humana, razón humana que ellos mismos pretenden elevar e instruir.
Kant, cuya admirable incomprensibilidad es un vigoroso ejemplo de lo que (ya fuese antes de él o a causa de él) parece haber llegado a ser una característica facilidad alemana para inventar palabras cómodas para el malabarismo filosófico, dignificó este supuesto necesario conflicto llamándolo «antinomia», cuyo término, sugiriendo en su derivación la idea de un conflicto de leyes, fue empleado por aquél para significar una contradicción existente en sí misma o mutua destrucción de conclusiones inevitables para la razón humana; algo que tiene que ser imaginado, por más que no puede imaginarse. Así, la palabra «antinomia», en la filosofía académica que ha seguido a Kant, reemplaza a la palabra «misterio» en la filosofía teológica, encubriendo la idea de una necesaria inconciliabilidad de la razón humana.
Kant, por ejemplo, nos dice, que espacio y tiempo son formas de la sensibilidad humana, lo cual, en cuanto yo puedo entenderlo, significa que nuestra naturaleza mental nos reviste de algo como lentes coloreados; de modo que, cuando nosotros consideramos las cosas, éstas siempre se nos aparecen como existentes en el espacio y en el tiempo, pero que esto es meramente su apariencia para nosotros, y que las cosas en sí mismas, es decir, las cosas tal como realmente existen separadas de nuestra sensibilidad o de nuestra percepción de ellas, o como ellas pueden ser observadas por la «razón pura» (esto es, una razón aparte de la razón humana), en manera alguna existen en el espacio y en el tiempo.
En un pasaje que yo he citado ya, el mucho más legible Schopenhauer habla de la destrucción de la capacidad para pensar que resulta del laborioso estudio de una logomaquia compuesta con el monstruoso amontonamiento de palabras que se anulan y contradicen entre sí. Pero de esto, el propio Schopenhauer, con todo su vigor y brillantez, es un notable ejemplo. Su minucioso estudio de Kant le ha reducido evidentemente a la situación de espíritu de que él habla en que «frases huecas pasan por ideas». Toda su filosofía está fundada sobre la Crítica de la razón pura, de Kant, de la cual habla como «del más importante fenómeno aparecido en la filosofía desde hace doscientos años», y cuya completa comprensión declara aquél al principio y una y otra vez que es absolutamente necesaria para entender sus propias obras. Comparando los efectos de los escritos de Kant sobre el espíritu al que realmente se dirigen aquéllos, con el de la operación de las cataratas sobre un hombre ciego, añade:
«El objetivo de mi obra puede explicarse diciendo que he tratado de poner en manos de aquéllos en quienes se ha efectuado satisfactoriamente aquella operación un par de lentes adecuados para los ojos que han recobrado la vista, lentes para cuyo uso, aquella operación, es condición absolutamente necesaria».
Y al través de estos lentes de «La cuádruple raíz del Principio de razón suficiente» y la obra capital de la que ésta es preliminar, El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer nos introduce en lo que parece a la razón natural como una especie de filosófica «Alicia en la tierra maravillosa». Si puedo entender a un hombre que parece tener un peculiar don de expresión lúcida siempre que se aplica a cosas inteligibles, y cuyos escritos están iluminados por muchas observaciones agudas y muchas reflexiones sagaces, este mundo, en el cual me encuentro y que desde lo exterior a mí es tan inmenso, tan variado, tan admirable, desde lo interior no es más que «yo, yo mismo», mi idea, mi representación mi voluntad; y el espacio y el tiempo únicamente existen en mi imaginación, apariencias impuestas a mí por las formas de mi conciencia. Miro, por ejemplo, un gatito, el cual poco a poco crece y tiene a su vez gatitos, y al mismo tiempo o en diferentes tiempos y lugares yo veo o recuerdo haber visto muchos gatos -gatos adultos, gatos jóvenes, gatos recién nacidos; negros, blancos, grises, manchados y jaspeados, en diferentes períodos de edad, desde gatitos cuyos ojos aún no están abiertos, hasta gatos decrépitos que han perdido sus dientes.- Pero, en realidad, en el interior de las cosas, por decirlo así, sólo hay un gato que existe siempre sin referencia al tiempo ni al espacio. Este gato eterno es la idea de un gato o gato idea, que se refleja en toda clase de formas en las facetas caleidoscópicas de mi percepción. Y, como con los gatos, ocurre con todas las cosas en que este infinito y variado mundo se presenta ante mí; planetas y soles, plantas y árboles, animales y hombres, materias y fuerzas, fenómenos y leyes. Todo lo que veo, oigo, toco, gusto, huelo o percibo de cualquiera otra manera, todo es miraje, representación, ilusión. Todo ello es la fábrica sin cimientos de una visión, las ineludibles fantasmagorías de la pesadilla, que contiene necesariamente más dolor que placer, en que consiste esencialmente lo que llamamos vida; de la que, no obstante, quien sufra en ella no puede escaparse por el suicidio, puesto que sólo conseguirá volver a la vida en otra forma y substancia; pero de la que, el hombre verdaderamente sabio, tiene que buscar alivio, hundiéndose en la muerte sin desear morir; o en otras palabras, dominando la «voluntad de vivir», único camino que conduce a la meta final, la aniquilación o Nirvana, a que tiende últimamente toda vida.
Y esta filosofía de negación, este budhismo del siglo XIX sin los aspectos dulcificados de su prototipo asiático, que nos convierte en ratas cogidas en una ratonera enorme y reemplazan a Dios con un demonio glacial, es el resultado de la impresión producida sobre un espíritu poderoso y brillante, pero enfermo «por el afanoso estudio de una logomaquia fabricada con monstruosos amalgamamientos de trozos de frases que se anulan y contradicen entre sí», que lucha como por volver del revés la razón humana y considera a la luz de lo que es graduado de «razón pura» la superficie interior de las cosas.
El hecho es, que este aparentemente destructor conflicto de ideas que los teólogos llaman un misterio y los filósofos una antinomia -y que tiene que haber muchos de nuestros lectores, que, como yo mismo, recuerden haberse quebrado la cabeza en la infancia preguntándose lo que puede haber más allá de los límites del espacio y del tiempo, y qué había antes de que Dios existiera y qué habrá después de que el espacio y el tiempo hayan cesado,- no es en realidad un fracaso de la razón, sino una confusión en el significado de las palabras. Cuando recordamos que por espacio y tiempo no se significa realmente cosas que tengan existencia, sino ciertas relaciones recíprocas entre las cosas que existen, el misterio está resuelto y la antinomia se disuelve en la percepción de una confusión verbal, una confusión de la misma clase de la que deja perplejos a los que tratan de imaginar a un mismo tiempo una fuerza irresistible y un cuerpo inconmovible, dos términos que excluyéndose mutuamente no pueden existir juntos.
Hay un acertijo acerca del dicho de un niño, acertijo que algunas veces se propone entre las gentes jóvenes que juegan a prendas, y el cual, si no se ha oído antes, casi seguramente hace perder prenda a todos después de haber procurado dar toda clase de respuestas imposibles, porque su verdadera y única respuesta «el niño miente», es tan obvia que nadie pensaba en ella.
Podemos discretamente desconfiar de nuestro saber; y a menos que lo hayamos comprobado, desconfiar de lo que llamamos nuestro raciocinio; pero nunca desconfiar de la razón misma.
Hasta cuando hablamos de manías, vesanias o de dolencias mentales análogas como la perdida de la razón, el análisis demostraría, a mi juicio, que no es la razón en sí misma la perdida, sino aquellas facultades de percepción y recolección que perteneciendo a la estructura física de la mente se han debilitado o roto o dislocado de modo que las cosas de que la razón se ocupa son presentadas a ella imperfectamente o en indebido lugar o relación.
Ensayando cristales un óptico os pondrá lentes al través de los cuales veréis la llama de una vela arriba o abajo, a derecha o a izquierda de su verdadera posición, o como si fueran dos en vez de una. Así ocurre con las enfermedades mentales.
Y que las facultades con que la razón humana tiene que trabajar son limitadas y están sujetas a faltas y fracasos, nos lo dice nuestra razón misma tan pronto como comienza a examinar lo que encontramos en torno nuestro y procura mirar en nuestra propia conciencia. Pero la razón humana es la única razón que los hombres pueden tener, y suponer que en cuanto ésta puede ver claramente no ve la verdad, es en el hombre que tal supone no sólo imaginarse que posee algo superior a la razón humana, sino negar el valor de todos los pensamientos y reducir el mundo mental al caos. Comparada con la razón eterna que se manifiesta en las relaciones que llamamos leyes de la Naturaleza, nuestra razón humana es, ciertamente, limitada y estrecha; pero que aquéllas son una percepción y reconocimiento de esta razón eterna es acaso el hecho más profundo de nuestra certidumbre. No sospechando siquiera que esta tierra que parece a nuestras primeras percepciones tan firmemente quieta pudiera estar en constante movimiento, los hombres, durante mucho tiempo, no percibieron lo que un más severo y amplio uso de la razón nos muestra ahora: que la tierra gira en torno del sol y no el sol en torno de la tierra, y hablaban en su literal significado de la salida y puesta del sol. Pero acerca del fenómeno del día y de la noche y de que la causa próxima de estos fenómenos son las relaciones del sol con la tierra entre sí, no se engañaban.
En cuanto a los filósofos anteriores o posteriores a Kant, consagrados a tratar del espacio y del tiempo como meras condiciones de la percepción humana, cristales mentales, por decirlo así, que nos obligan a admitir relaciones que no existen en realidad, son meros malabaristas de las palabras que dan nombres como «lo absoluto», «lo incondicionado» «lo incognoscible» a lo que no puede concebirse, y parten de ello para considerarlo como cosas y para razonar con ellas y a partir de ellas.
Exponiendo la génesis de esta confusión
Qué es espacio.-Lugar en que el hombre está confinado.-La extensión es una parte del concepto tierra.-Se percibe por contraste.-El primer uso humano de la tierra es «adaptando».-El segundo y, durante mucho tiempo el más importante, es «criando».-El tercero, en el cual entra ahora ta civilización, es «cambiando».-La Economía Política comienza en el segundo.-Y el modo «criando» atrae todavía preferentemente su atención.-La verdad y el error de los fisiócratas.-Los continuadores de Smith aunque esquivan el error de los fisiócratas ignoran su verdad; y con la aceptación de la teoría malthusiana y la aplicación de la teoría de Ricardo sobre la renta exclusivamente a la tierra agrícola, han caído, y continúan cayendo, en la costumbre de tratar la tierra y la renta como cosas agrarias solamente. -Dificultad del impuesto único en los Estados Unidos.
Las leyes de nuestro ser físico, sobre las cuales ya he llamado la atención (libro I, cap. II), nos confinan en los estrechos límites de aquella parte de la superficie de nuestra esfera en que el Océano de aire que la envuelve encuentra una faz sólida. Podemos aventurarnos transitoriamente un poco bajo la superficie sólida, en cavernas, bóvedas, pozos y túneles; un poco por cima de ella, sobre árboles, torres o globos, o máquinas aéreas si llegan a construirse; pero con estas transitorias extensiones aéreas de nuestro albergue, que por sí propias requieren no sólo un uso preliminar sino un constante recurrir a la superficie sólida de la tierra, es en esta superficie sólida donde nuestra existencia y nuestra producción material están confinadas. Físicamente, somos animales terrestres, bebedores de aire y necesitados de luz, que para existir y producir necesitamos hallarnos sobre la superficie seca de nuestro globo. Y la percepción fundamental del concepto tierra -sea en el más amplio uso de la palabra, como aquel término de Economía Política que significa cuanto la Naturaleza externa ofrece para el uso del hombre, o en el más estricto sentido que la palabra usualmente tiene en el lenguaje común, en el que significa la superficie sólida de la tierra- es la de extensión; la de proporcionar base de sustentación o vivienda.
Pero una percepción fundamental no es siempre una percepción primera. El peso es una fundamental percepción del aire. Pero nosotros lo comprobamos sólo mediante el ejercicio de la razón, y han vivido muchas generaciones humanas sintiendo el peso del aire sobre cada parte de su cuerpo durante todos los segundos de su vida, desde el nacimiento hasta la muerte, sin haber comprobado que el aire pesaba. Se percibe por contraste. Lo que nosotros percibimos siempre, ni atrae la atención ni excita la memoria hasta que entra en contraste con la no percepción.
Aun en las ahora cortas travesías del Atlántico, los pasajeros se acostumbran de tal modo a la continua trepidación de las máquinas que llegan a no advertirla, pero se dan cuenta por el silencio cuando aquéllas se paran. El visitante de una fundición queda tan ensordecido que le parece imposible la conversación; pero los trabajadores de ella se hablan los unos con los otros sin dificultad y encuentran penosa la conversación cuando vuelven otra vez al relativo silencio de la calle. En los últimos años, algunas veces yo «he comido con Lúculo» sin darme cuenta de lo que me ha dado a comer, mientras que hoy recuerdo el jamón y los huevos de mi primer almuerzo sobre un lanchón de canal tirado por caballos que iban trotando; qué gustosa galleta, comida en el intermedio de la centinela, mientras los marineros dormían sobre cubierta, he devorado; qué manjar de príncipe era la empanada en las raras ocasiones en que se mataba un cerdo o se arponeaba un puerco marino, y qué bueno estaba el pastel de ciruela que venía al castillo de proa sólo en los domingos y días de gran fiesta. Recuerdo, como si fuese hace una hora, que hablando conmigo mismo, más que con él, le decía a un marinero de Yorkshire en mi primer viaje: «deseo estar en casa para comerme un pedazo de empanada». Evoco su expresión y su tono, porque me avergonzaron, cuando me dijo: «¿Está usted seguro de tener un pedazo de empanada allí?» Inconscientemente, como la princesa de Francia que preguntaba por qué el pueblo que clamaba por pan no comía pastel, «hogar» estaba asociado en mi pensamiento con empanada de alguna clase -manzana o melocotón o sabrosa patata, o arándano o picadillo de carne,- dispuesto para tomarlo, y, por el momento, no pensé que en muchos hogares la empanada era un manjar tan raro como las ciruelas en nuestra comida marítima.
Así, aunque la cualidad fundamental de la tierra es la de proporcionar a los hombres sitio sobre el cual puedan estar o moverse o colocar las cosas, ésta no es la primera cualidad que advierte. Así como el colono en una selva donde cada pie de terreno tiene que ser desmontado para usarlo llega a mirar los árboles como un mal del que hay que librarse más que como la fuente de riqueza que en el avance de la civilización viene a ser más tarde, así en aquel primitivo período de la evolución social que acostumbramos a considerar como la condición primaria del género humano, en el que el modo de emplear el trabajo en producir que más atrae la atención es el que hemos llamado «adaptando», la tierra será considerada rica o pobre conforme a su capacidad para dar rendimiento al trabajo empleado de este primer modo, los frutos de la caza.
En el inmediato período más elevado del desenvolvimiento social, en que el segundo modo de producción que hemos llamado «criando» comienza a asumir la mayor influencia en la vida social, la cualidad de la tierra que general y vigorosamente atrae la atención es la que la hace más útil a la agricultura, y la tierra será estimada rica o pobre conforme a su capacidad para responder al trabajo empleado en el alimento de animales y la producción de cosechas.
Pero en los estadios del desenvolvimiento social aun más altos en que está entrando lo que llamamos ahora mundo civilizado, comienza a otorgarse gran atención al tercer modo de producción que hemos llamado «cambiando», y la tierra viene a ser considerada rica o pobre conforme a su capacidad para rendir frutos al trabajo empleado en el tráfico. Este es ya el caso de nuestras grandes ciudades donde la tierra tiene un valor enorme, no por su capacidad para proporcionar animales salvajes al cazador, ni por su capacidad para rendir cosechas ricas al cultivador, sino por su proximidad a los centros de cambio. Que el desenvolvimiento de nuestra Economía moderna comienza en lo que era todavía, principalmente, el segundo período del desenvolvimiento social, cuando se miraba al uso de la tierra habitualmente en su aspecto agrícola, es, a mi juicio, la explicación de los curiosos modos de pensar acerca de la tierra que han prevalecido en la literatura económica desde el tiempo de los fisiócratas, y, que aún continúan predominando en las Economías Políticas clásicas; modo de pensar que conduce a los escritores economistas a tratar la tierra como si fuera simplemente un lugar o substancia en el cual se críen vegetales y granos, y se alimente ganado.
Los discípulos de Quesnay vieron que en el conjunto de la producción de la riqueza en la civilización hay un incremento no ganado -factor que no puede atribuirse a las ganancias del trabajo o del capital- y dieron a este incremento de riqueza, no ganada en cuanto al individuo respecta, el nombre de producto neto o superproducto. Enlazaron con exactitud este producto no ganado o supervalía con la tierra, viendo que constituye para los propietarios de la tierra una renta o recompensa que queda en ellos después de que se ha pagado todo empleo de trabajo y toda inversión de capital en la producción. Pero cayeron en el error de suponer que, lo que verdaderamente en su tiempo y lugar era el más ostensible y principal uso de la tierra en la producción, la agricultura, era su único uso. Y encontrando en la agricultura, que cae dentro del segundo modo de producción, que he denominado «criando», el uso de un poder natural, el principio germinativo, esencialmente distinto de los poderes utilizados en aquel primer modo de producción que he denominado «adaptando», aquéllos, sin mirar más lejos, saltaron a la conclusión de que el incremento de la riqueza no ganado o plusvalía neta, proviene de la utilización de este principio. De aquí que consideraran la agricultura única ocupación productiva, e insistieran, a pesar de lo absurdo de ello, en que las manufacturas y el comercio nada añaden a la suma de riqueza que toman de aquélla, y que el agricultor o cultivador es el único productor efectivo.
Esta flaqueza en el pensamiento de los fisiócratas y la errónea terminología que les llevó a usar, desacreditaron al fin sus percepciones verdaderas y sus nobles doctrinas, amargas necesariamente para los poderosos intereses que aparentemente eran favorecidos por la injusticia social, hasta que surgieron con la publicación de Progreso y miseria los nuevos fisiócratas, los modernos Single taxers como ahora se llaman a sí mismos y como son llamados.
Pero los economistas que sucedieron a Adam. Smith, aunque esquivaron el error en que los fisiócratas habían caído, eliminaron también la gran verdad de la que había sido aquel una errónea percepción, y aceptando gustosamente el pretexto que la teoría malthusiana ofreció para arrojar sobre las leyes de Dios la responsabilidad de los padecimientos y vicios que fluyen de la miseria, cayeron y continúan con la costumbre de mirar la tierra únicamente en su aspecto agrícola, convirtiendo así lo que verdaderamente es la ley del espacio para toda producción en la supuesta ley de la producción decreciente en la agricultura. Aún Ricardo, que explicó con exactitud, aunque muy limitadamente, la ley de la renta, se mostró en todos sus argumentos y ejemplos incapaz de librarse de considerar la tierra como relacionada únicamente con la agricultura, y la renta sólo como renta agrícola. Y aunque en Inglaterra la relativa importancia de la agricultura ha declinado continua y rápidamente durante todo este siglo, la costumbre de considerar la tierra como un lugar o substancia para las operaciones agrícolas, subsiste. No solamente se enseña aún la ley de la producción decreciente de la agricultura como una ley especial de la Naturaleza en los más recientes libros que gozan de autoridad en Colegios y Universidades, sino que al hablar de tierra y de renta, la mayor parte de los escritores ingleses tienen realmente en su pensamiento las tierras agrícolas y la renta agrícola.
Lo que es verdad de Inglaterra lo es también de los Estados Unidos, excepto en la medida en que se ha sentido la influencia del Single tax. Pero la mayor dificultad con que la propaganda del Single tax tropieza en los Estados Unidos, es la general idea, solícitamente alentada por aquéllos que mejor saben hacerlo, de que los trabajadores no agrícolas no tienen interés en la cuestión de la tierra, y que la concentración de impuestos sobre el valor de la tierra significa aumento de impuestos sobre los labradores. Todos los esfuerzos de los autorizados órganos de educación se han dirigido a sostener esta falsedad.
Exponiendo que el espacio se relaciona con todos los modos de producción
Siendo la materia cosa tangible, el espacio tiene que relacionarse con toda producción.-Esta relación se ve prontamente en la agricultura.-La concentración del trabajo en la agricultura llevada hasta cierto punto tiende a aumentar la producción, y, más allá de aquél, a disminuirla.- Pero es un error asignar esta ley a la agricultura o al modo «criando».-Se da en todos los modos y subdivisiones de dichos modos.-Ejemplos de la producción de ladrillos.-Del simple almacenamiento de ladrillos.-El hombre mismo requiere espacio.-La división del trabajo requiere espacio.-Uso intensivo y extensivo de la tierra.
Producción, en Economía Política, significa la producción de riqueza. La riqueza, como hemos visto, consiste en substancias materiales modificadas por el trabajo humano de modo que se adapten a la satisfacción de los deseos humanos. Por consiguiente, el espacio, que se relaciona con toda materia, tiene que relacionarse con toda producción.
Esta relación del espacio con toda la producción puede verse fácilmente en la agricultura, que está incluida en aquel modo de producción que hemos llamado «Criando». En ésta, la concentración del trabajo en espacio tiende, hasta cierto punto, a aumentar la productividad del trabajo; pero una vez alcanzado el mayor punto de productividad, toda posterior concentración del trabajo tenderá a que aquélla decrezca. Si Robinson Crusoe, teniendo toda una isla sobre la cual emplear su trabajo, hubiera plantado patatas poniendo cada esqueje a cien varas uno de otro, necesariamente habría despilfarrado tanto trabajo en plantar, cultivar y recoger la cosecha que la recompensa comparada con su esfuerzo sería muy pequeña. Obtendría mayor recompensa si hubiera concentrado su trabajo plantando sus patatas más próximas, y este aumento continuaría a medida que continuara ejercitando su trabajo en menor espacio hasta que sus patatas estuvieran demasiado apretadas y el desarrollo de unas perjudicara o impidiera el de otras. Y si continuaba el experimento llevándolo tan lejos que pusiera todos sus esquejes en un hoyo no obtendría más recompensa de la que hubiera alcanzado plantando una sola, y acaso, no obtuviera ninguna.
Esta ley del espacio en cuanto a la producción se observa, naturalmente, del mismo modo en el trabajo ejercitado conjuntamente, que en el trabajo empleado individualmente. Sobre un área dada, la aplicación del trabajo a la obtención de una cosecha o a la alimentación de animales, puede algunas veces aumentarse con ventaja, porque el esfuerzo de dos hombres produce más del duplo del esfuerzo de un solo hombre, el de cuatro hombres, más del duplo del esfuerzo de dos, y así sucesivamente. Pero este aumento de producción con el aumento de aplicación de trabajo a un área dada no puede seguir indefinidamente. Se alcanza un punto en el cual la posterior aplicación de trabajo en dicha área, aunque durante algún tiempo pueda dar como resultado un mayor conjunto de producción, rinde una producción menor relativamente, y, finalmente, se llega a un punto donde toda posterior aplicación del trabajo cesa de aumentar el resultado global.
Una equivocada apreciación de esta ley en su aplicación a la producción agrícola es la que ha llevado a formular y mantener en las doctrinas económicas lo que se llama la «ley de la productividad decreciente de la agricultura». Pero ésta no es peculiar de la agricultura ni del segundo modo de producción que he llamado «criando». Cierto que este modo de producción consiste en utilizar para ayuda del trabajo el poder de reproducción que caracteriza la vida, y que las cosas vivientes requieren para su crecimiento y expansión más espacio que las cosas desprovistas de vida. Las plantas que hacemos crecer requieren espacio bajo la superficie del suelo en que extender sus raíces y absorber ciertos elementos, y espacio sobre la superficie para extender sus ramas y beber aire y luz. Y los animales que alimentamos requieren espacio para sus movimientos indispensables. Pero aunque las exigencias espaciales de las cosas vivientes pueden ser relativamente mayores que las de las cosas no vivientes, no son menos absolutas en un caso que en otro. Que dos cosas materiales no pueden existir en un mismo espacio no es menos verdad de los animales que de las acelgas, ni de las acelgas que de los ladrillos.
En cada forma o subdivisión de sus tres modos, el ejercicio del trabajo humano en la producción de riqueza requiere espacio; espacio no solamente para estar o permanecer, sino para moverse; espacio para los movimientos del cuerpo humano y sus órganos; espacio para el almacenamiento y cambio de lugar de las materias e instrumentos y productos. Esto es tan verdad del sastre, del carpintero, del mecánico, del comerciante o del empleado, como del labrador o cosechero, del pescador o del minero. Una ocupación puede requerir más anchura o mayores talleres o almacenes que otra, pero todas ellas requieren igualmente espacio e igualmente llegan a un punto en que cesa todo provecho de concentrar el trabajo en dicho espacio y en que toda posterior concentración ocasiona una proporcional disminución del producto, y, finalmente, una reducción absoluta. La misma ley, que primero aumenta y después disminuye el rendimiento, de la concentración del trabajo en el espacio, que los primeros exponentes de la doctrina del rendimiento decreciente en la agricultura dicen ser peculiar a esta ocupación, y que sus últimos expositores dicen aplicable a la agricultura y a la extracción de los agentes naturales limitados, tales como el carbón, se muestra en todos los modos de producción y tiene que continuar mostrándose aunque nosotros llegáramos a descubrir algún procedimiento de producir riqueza solidificando el aire atmosférico o el éter saturador de todo que algunos sabios modernos suponen. Porque esta pretendida ley del «rendimiento decreciente en la agricultura», no es nada más ni menos que la ley espacial de la existencia material, cuya revocación o denegación es absolutamente imposible de imaginar.
Para ver esto, permitidme tomar un ejemplo de una clase de producción que difiere grandemente de la agricultura: la producción del ladrillo. El ladrillo se hace usualmente de greda, pero puede hacerse con otras substancias inorgánicas, tales como arena, polvo de carbón, polvo de mármol, escorias, etc., y ninguna parte de su producción entraña uso alguno del principio de aumento que caracteriza la vida. Ni ninguna clasificación que no destruya, abarcando el conjunto de la tierra misma, la distinción, puede considerar ninguna de las substancias utilizadas en la fabricación de ladrillos, como substancias o agentes naturales limitados. La producción del ladrillo es claramente una de las formas de producción que aquéllos que defienden la doctrina del rendimiento decreciente en la agricultura o su ampliación a la doctrina de «los rendimientos decrecientes en el uso de los agentes naturales limitados», considerarán una forma de producción en la que se puede continuar aumentando indefinidamente la aplicación de trabajo sin disminuir los rendimientos.
Sin embargo, sólo tenemos que pensar en ello para ver que lo que llamamos ley de los rendimientos decrecientes en agricultura se aplica tan exactamente a la fabricación de ladrillos como a la producción de acelgas. Un hombre solo que haga un millar de ladrillos empleará mucho más trabajo si tiene que desparramar sus esfuerzos sobre una milla cuadrada o un acre cavando y cociendo la greda para hacer un ladrillo aquí, y otro a distancia. Su esfuerzo le dará mayor resultado si lo concentra más en espacio. Pero hay un punto en esta concentración en que el aumento de esfuerzo comenzará a disminuir sus resultados proporcionales. En la misma área superficial requerida para la producción de un ladrillo podría producirse ventajosamente dos ladrillos. Pero esta concentración de trabajo en cuanto al espacio no puede continuar indefinidamente sin disminuir el rendimiento del trabajo y detener al fin la producción. Extraer la greda para un millar de ladrillos sin emplear más superficie terrestre que la necesaria para extraer la greda correspondiente a un ladrillo implicaría, aunque esto fuera posible, una pérdida enorme en la productividad del trabajo. Y de igual modo, si se intentara que un millar de hombres trabajasen en la fabricación de ladrillos sobre un área en la que sólo dos hombres pudieran trabajar con facilidad, el resultado sería, no sólo que el esfuerzo del millar de hombres no produciría quinientas veces lo que el esfuerzo de dos hombres, sino que no produciría nada absolutamente. Los hombres apretujados así se impedirían unos a otros trabajar.
O escojamos como ejemplo aquella parte de la producción de los ladrillos que entre todas requiere menos espacio: la que consiste en el simple almacenamiento de los ladrillos después de hechos, de modo que permita con facilidad recogerlos cuando sea necesario.
Dos ladrillos tienen que ocupar un espacio cúbico doble que el de un ladrillo. Pero si se colocan uno sobre otro, los dos no necesitan para descansar más área superficial que uno; al par que, como no se requiere por parte de un hombre de las condiciones ordinarias prácticamente más esfuerzo para arrojar o levantar dos ladrillos sobre la misma superficie que para uno, habrá un mayor provecho para la productividad del trabajo aplicándolo de esta manera al almacenamiento de ladrillos, que si se aplicara a colocarlos unos junto a otros en la superficie del suelo. Pero esta economía en el almacenamiento de ladrillos no puede continuar indefinidamente. Aunque dos ladrillos puedan permanecer uno sobre otro sin requerir más superficie que la necesaria para que permanezca un solo ladrillo, esto no resulta exacto en cuanto a un millar de ladrillos, ni siquiera en cuanto a un ciento. Mucho antes de que el centenar de ladrillos estuviese colocado así, uno sobre otro, de manera que descansaran sobre la superficie necesaria para un solo ladrillo, la pila llegaría a ser tan inestable que se caería al menor choque o impulso del viento. Antes de apilar uno sobre otro diez ladrillos o media docena siquiera, aparecería evidente que toda posterior extensión de la perpendicular exigiría una mayor extensión de la base. Y aunque tal extensión de la base permitiera la solidez perpendicular, llegaría un punto finalmente, en que, aun continuando sólida la superficie, el peso de los ladrillos superpuestos aplastaría los ladrillos inferiores hasta pulverizarlos. Por consiguiente, no hay más posibilidad de almacenar indefinidamente ladrillos en un área dada que de cultivar indefinidamente acelgas en un área dada también.
Además, hasta cierto punto, que próximamente es la altura de la cintura de un hombre corriente, se requiere menos esfuerzo para colocar o retirar de su sitio el último ladrillo que el primero, o, en otras palabras, el trabajo hasta este punto es más productivo. Pero alcanzado este punto de mayor productividad, la productividad del trabajo comienza a declinar con toda posterior aplicación de trabajo sobre la misma área, hasta que se llega a la no productividad o falta de rendimiento. Ese punto de falta de rendimiento en toda posterior aplicación del trabajo en el almacenamiento de ladrillos sobre una área dada puede ser alejado por la invención y empleo de artefactos economizadores de trabajo, como la carreta y la máquina de vapor, pero no se puede impedir que se llegue a él. Hay un punto en la aplicación del trabajo al almacenamiento de ladrillos sobre un área dada, trátese de un pie cuadrado o de una milla cuadrada, en que la aplicación de sucesivas «dosis de trabajo» (para usar la frase de los escritores que más minuciosamente se han ocupado de la supuesta ley de la productividad decreciente en la agricultura), tiene que dejar de dar rendimientos proporcionados y, en que dejará, finalmente, de producir rendimiento en absoluto.
Así, la ley del rendimiento decreciente que se ha considerado peculiar de la agricultura, se manifiesta tan plenamente en el simple almacenamiento de ladrillos, como en el crecimiento de una cosecha o en la alimentación de animales. Es tan exactamente verdad que todos los ladrillos que ahora se necesiten en los tres reinos no pueden ser almacenados sobre una sola yarda cuadrada, como que todo el alimento necesario en los tres reinos no puede ser producido en un sola área. El punto de la mayor eficacia o máxima productividad en la aplicación del trabajo a la tierra existe en todos los modos y en todas las formas de producción. Resulta ser, ni más ni menos, que la universal ley o condición de que toda existencia material y, por tanto, toda producción de riqueza requiere espacio.
Ni esta exigencia de la proporción en cuanto al espacio se refiere exclusivamente al material objeto de la producción; concierne igualmente al productor, al trabajo mismo. El hombre mismo es un ser material que requiere espacio para su existencia aun en la más pasiva condición, y mayor espacio aún para los movimientos necesarios al constante sustento de la vida y al empleo de sus facultades en la producción de la riqueza. El hombre puede, durante una hora o dos, como el auditorio de una conferencia o los asistentes a un espectáculo, permanecer apretado en un espacio poco mayor que el necesario para estar de pie. Pero arrojar unos pocos más en tal estrechez significaría la enfermedad, la muerte, el pánico. Ni en el angosto espacio en que los hombres pueden permanecer tranquilamente durante un poco tiempo se podría vivir durante veinticuatro horas ni mucho menos sería posible ningún modo de producción de riqueza.
La división del trabajo permite la concentración de los trabajadores cuya particular coparticipación en la producción requiere comparativamente poco espacio, y construyendo casas de pisos en nuestras ciudades economizamos área superficial para proporcionar vivienda y lugar de trabajo por el mismo procedimiento que cuando almacenamos ladrillos uno sobre otro. Los progresos en las manufacturas del acero y, en la utilización del vapor y de la electricidad han aumentado mucho la altura a que tales edificios pueden ser elevados. Y ya tenemos en nuestras grandes ciudades americanas edificios de más de veinte pisos en que se realizan algunos géneros de producción. Pero aunque de este modo las exigencias del área superficial pueden ser atenuadas algo mediante el uso del área cúbica (y en los más elevados edificios de New York y Chicago la renta se calcula por el pie cúbico no por el cuadrado) esto es sólo posible en corta escala. El uso intensivo de la tierra que se manifiesta en los edificios de veinte pisos se hace posible de hecho por el uso extensivo de la tierra en torno mediante progresos en los transportes, y cada uno de estos monstruosos edificios erigidos disminuye la capacidad de las tierras cercanas Pera fines análogos.
Exponiendo que todos los modos de producción se relacionan con el tiempo
Diferencia entre las percepciones de espacio y tiempo.-La una objetiva, la otra subjetiva.-De los espíritus y de la creación.-Toda producción requiere tiempo.-La concentración del trabajo en el tiempo.
Así como el espacio es la relación de las cosas en extensión, el tiempo es la relación de las cosas en sucesión.
Pero el tiempo, la relación de sucesión, parece ser cuando pensamos en ella, por decirlo así, más amplio que el espacio, la relación de extensión. Es decir, el espacio es una cualidad o atributo de lo que llamamos materia; y mientras concebimos cosas inmateriales que no teniendo extensión carecen de relación con el espacio, no podemos concebir ni aun las cosas inmateriales sin relación de secuencia.
Nuestra percepción del espacio es al través de nuestros sentidos, cuyas directas impresiones son inciertas y deficientes, pero que habitualmente comprobamos y corregimos dándoles cierto grado de exactitud por medio de otras impresiones de nuestros sentidos. Nuestra primera y más simple medida del espacio está en la impresión de distancia relativa producida al través de los ojos, o en el sentimiento del esfuerzo requerido para trasladarnos nosotros mismos o algunos otros objetos desde un punto a otro punto, como los pasos o el tiro de flecha, y esto franquea el camino a medidas más exactas, como línea, pulgada, pie, milla, diámetro de la tierra o de la órbita terrestre. Es imposible ver como, privados de los sentidos que nos proporcionan el conocimiento de la materia, pudiéramos tener ninguna impresión o idea del espacio.
Pero nuestra impresión del tiempo no viene primariamente al través de los sentidos. Aunque la corrijamos y la comprobemos y le demos alguna exactitud por medio de aquellos, hay una percepción del tiempo puramente subjetiva en nuestras impresiones mentales o pensamientos, los cuales no vienen todos a la vez, sino que se preceden o suceden uno a otro, teniendo entre sí una relación de sucesión. Por medio de esta sucesión de impresiones mentales es como adquirimos en primer término y directamente conciencia del tiempo. Pero aunque nuestras directas percepciones del espacio tienen que variar mucho, nuestras directas impresiones del tiempo han de ser más variables todavía, puesto que dependen de la rapidez e intensidad de las impresiones mentales. Puede parecernos que hemos vivido muchos años con la actividad intensa de una vertiginosa fantasmagoría y estar absolutamente inconscientes del paso del tiempo en un profundo letargo. Y aunque podemos imaginar que la impresión del espacio es muy diferente para un perezoso que para un galgo, pudiera ser que el breve día de un animáculo le parezca a éste tan largo, como un siglo de vida al longevo elefante.
Pero la razón permite al hombre obtener más exacta medida de la sucesión, mediante las uniformidades de los fenómenos naturales, tales como días o años, lunas o estaciones, y por la regularidad de los movimientos mecánicos, como en las clepsidras, cuadrantes o relojes.
El tiempo parece, en verdad, ser necesaria y en cierto grado, coincidente con todas las percepciones del espacio. Pero el espacio no parece necesario para el tiempo. Es decir, parece que somos capaces de imaginar un ser inmaterial, o una inteligencia pura, no limitada por las relaciones de extensión y sin necesaria consciencia de ellas, y así es como habitualmente imaginamos los espíritus incorpóreos, como los ángeles o los demonios, o los espíritus desincorporados, como los espectros. Pero realmente no podemos concebirlos así con respecto a las relaciones de sucesión. Podemos verdaderamente imaginarlos sin conocimiento ni conexión con nuestras medidas del tiempo, siendo para ellos un día como un millar de años, o un millar de años como un día, porque estas medidas son sólo relativas, como podemos ver por nosotros mismos. Pero también podemos ver que en el reino de los espíritus hay y tiene que haber la misma relación de precedencia y sucesión, de antes y después que en el reino de la materia, y que esta relación de secuencia o tiempo, es realmente más clara y más estrecha para aquella parte nuestra que tenemos que imaginar como nuestra parte inmaterial que la de extensión o espacio para nuestras partes físicas.
Habitualmente concebimos la creación, el lanzamiento a la existencia por un poder supremo y anterior al del hombre, como realizado de una vez por el divino «Fíat». Dios dijo, «hágase la luz: y la luz fue hecha». Pero, analizándolo, veríamos que en este modo de pensar consideramos más la acción mental que imaginamos inmaterial en sí misma -lo cual nuestra experiencia a cuanto se extiende y nuestra razón en cuanto alcanza, nos enseña que tiene que hallarse bajo toda expresión material,- que la expresión material misma. Todas las especulaciones y teorías acerca del origen del Cosmos, todas las religiones que son su expresión popular, conciben la aparición de los fenómenos materiales en orden sucesivo y, por tanto, en el tiempo. Salvo su pueril medida del tiempo por días, las antiguas narraciones hebreas sobre la génesis del mundo material reconocen este necesario orden o secuencia tan plenamente como los sabios modernos, para cuyas casi tan vagas medidas los milenios son demasiado cortos. Y tan lejos como podemos ver, el pensamiento mismo es sucesivo y requiere tiempo, y su continuado ejercicio produce fatiga. De cualquier modo, me parece que si consideramos la esencia y no solamente la imperfecta expresión de la Escritura hebrea de que Dios creó en seis días los cielos y la tierra, y descansó el séptimo, esto entraña una verdad profunda: la verdad de que el esfuerzo mental como el físico requiere un período de descanso.
Pero prescindiendo de estas especulaciones, es exacto que toda producción de riqueza se realiza sucesivamente y requiere tiempo. El árbol tiene que ser aserrado antes de que pueda ser partido o convertido en tablas; las tablas tienen que ser curadas antes de utilizarlas en la construcción o convertirlas en artículos manufacturados de madera. El mineral tiene que ser extraído de la vena antes de que pueda ser fundido en hierro o transformado en acero o en cualquiera de los artículos manufacturados que, por sucesivos procedimientos, se fabrican con el hierro y con el acero. La semilla tiene que ser plantada antes de que pueda germinar; tiene que haber un considerable intervalo antes de que los tiernos tallos puedan aparecer en la superficie del suelo; un intervalo más largo aun antes de que puedan crecer y madurar y granar sucesivamente; el grano tiene que ser cosechado y recogido antes de ser convertido en harina o cambiado por el trabajo de esta forma en otras formas que satisfagan el deseo; todo lo cual, como la fermentación y la panificación, requiere tiempo. De igual modo, en el comercio, se requiere tiempo aun para la concurrencia y expresión de las voliciones humanas que dan por resultado el acuerdo de cambiar y aun más tiempo para la transferencia efectiva de las cosas que completan el cambio. En una palabra, el tiempo es un elemento o condición necesario para todo ejercicio del trabajo en la producción.
Ahora bien, de este elemento o condición necesario para toda producción, tiempo, resultan consecuencias semejantes a las que resultan del elemento o condición necesario de toda producción, espacio. Es decir, hay una ley que gobierna y limita la concentración del trabajo en tiempo, como hay una ley que gobierna y limita la concentración del trabajo en espacio. Así, en todas las formas de la producción hay un punto hasta el cual la concentración del trabajo en el tiempo da un resultado mayor proporcionalmente; después del cual la posterior concentración del trabajo en el tiempo tiende a disminuir los resultados proporcionales, y finalmente a impedir todo resultado.
Así, hay cierto grado de concentración del trabajo en el tiempo (intensidad del esfuerzo), por el cual el individuo puede en cualquiera ocupación productora obtener el mayor resultado total. Pero si un hombre trabaja más afanosamente que esto, procurando concentrar más esfuerzo en un tiempo menor, su trabajo conducirá a la relativa y finalmente a la absoluta pérdida de productividad, principio que sirve de punto de apoyo a la fábula de la liebre y la tortuga.
Y así, si voy a un constructor y le digo: «¿en cuánto tiempo y a qué precio quiere usted edificarme tal y tal casa?»; éste, después de pensarlo, señalará un tiempo y un precio basado sobre aquél. Esta especificación del tiempo será esencial e implicará una cierta concentración del trabajo en el tiempo como el punto de mayor resultado o menor coste. Esto lo vería yo pronto si, no discutiendo el precio, le pidiera que disminuyese considerablemente el tiempo. Si yo fuera un hombre como Beckford -el autor de Vathek, para quien Fonthill fue construido por bandas de trabajadores que iluminaban la noche con grandes hogueras- un hombre para quien el coste no fuera nada y el tiempo algo, podría obtener del constructor alguna reducción de tiempo en el que consintiera, contratándolo, construir la casa; pero sólo por un aumento grande de precio, hasta que, finalmente, se llegara a un punto en que no consentiría construir la casa en menos tiempo cualquiera que fuese el precio. Aquél diría: «Aunque pueda obtener ladrillos ya fabricados, madera ya preparada, escaleras, puertas, vidrieras, persianas, y cuanto puede obtenerse de las fábricas, y cualquiera que sea el número de hombres que ponga y por mucho que sea el despilfarro, la construcción de una casa requiere tiempo. No pueden ser excavados los sótanos, ni levantados los cimientos, construidos los muros, puestos los pavimentos, colocados los techos, ni los tabiques, los yesos, la fumistería, la pintura y el empapelado pueden hacerse a la vez, sino sólo uno tras otro, y a costa de tiempo lo mismo que de trabajo. Lo que me pide es imposible.
E igualmente, aunque la concentración del trabajo en la agricultura puede con eficacia decreciente apresurar hasta más allá del punto normal la madurez de los vegetales o frutos y aun de los animales, sin embargo, el punto de absoluta no productividad de posteriores aplicaciones del trabajo se alcanza pronto, y ninguna suma de esfuerzo humano, aunque se la aplique de algún modo que en lo futuro se invente, producirá el trigo desde la semilla hasta la espiga, o el pollo desde el huevo hasta la gallina clueca, en una semana.
La importancia en Economía Política del principio de que toda producción de riqueza requiere tiempo lo mismo que trabajo, la veremos después; pero el principio de que el tiempo es un elemento necesario en toda producción hemos de tenerlo en cuenta desde el primer instante.
Exponiendo los dos modos de cooperación
Cooperación es la unión de poderes individuales en la consecución de fines comunes.-Sus modos y sus análogos: 1.º La asociación del esfuerzo. 2.º La separación del es fuerzo.-Ejemplos de la construcción de casas, de las Compañías anónimas, etc.-La tripulación de un bote.-El principio manifestado en la arquitectura naval.-El canal de Erie.-La fabricación de pan.-La producción requiere espíritu consciente.-El mismo principio en el esfuerzo mental.-Lo que en un aspecto es separación en otro es concentración. -Amplitud de la concentración y de la especialización del trabajo en la civilización moderna-El principio de la maquinaria.-Comienzo y aumento de la división del trabajo.-Tres epígrafes de Adam Smith.-Mejor análisis.
Cooperación significa acción conjunta; la unión de esfuerzos para un fin común. En recientes escritos económicos, se ha usado tanto esta palabra en una acepción más estrecha que en el último Diccionario americano (el Standard), su significado en Economía Política se define: «Una unión de trabajadores o pequeños capitalistas con el fin de fabricar, comprar o vender mercancías ventajosamente y procurar otros modos de beneficio mutuo; también, ampliamente, participación de beneficios».
Esto es la degradación de una palabra, degradación a la cual no podemos avenirnos en interés del idioma inglés y de la Economía Política, y, aun a riesgo de ser mal comprendidos por aquéllos que se han acostumbrado a asociarla con triviales sistemas de participación en los beneficios o supuestas «reconciliaciones» del capital y del trabajo, la usaré como un término económico en su pleno significado, entendiendo por cooperación la unión de los poderes individuales para alcanzar fines comunes que, como ya he dicho (libro I, capítulo V), es el medio por el cual se consigue el enorme aumento del poder humano que caracteriza la civilización.
Todo aumento en el poder productivo del hombre sobre aquél que la Naturaleza confiere al individuo, proviene de la cooperación de individuos. Pero son dos las formas de esta cooperación:
1.ª Por la combinación del esfuerzo. De este modo los individuos pueden realizar lo que excede del poder total del individuo.
2.ª Por la separación del esfuerzo. De este modo, el individuo puede realizar más de una vez lo que no requiere el pleno poder del individuo.
El primer modo de cooperación puede ser denominado la asociación del trabajo, aunque quizá el término más característico que pudiera emplearse para ello sería: la multiplicación del trabajo, ya que el segundo modo es bien conocido por la denominación que Adam Smith adoptó para él: «la división del trabajo».
El uno, la asociación del trabajo, es análogo a la aplicación en mecánica de aquel principio de la palanca por el cual grandes masas son movidas a una distancia más corta o en un tiempo más largo, como en el cabrestante. El otro, la división del trabajo, es análogo a la aplicación de aquel principio de la palanca por el cual masas más pequeñas son movidas a mayor distancia o en menos tiempo, como en el remo.
Por ejemplo: el primer modo de cooperación, la asociación del trabajo, permite a un número de hombres mover una roca o levantar un leño que sería demasiado pesado para cada uno de ellos separadamente. De este modo, los hombres se funden, por decirlo así, en un hombre más fuerte.
O para tomar un ejemplo tan común en los primeros días de la colonización americana que «leño rodante» se ha convertido en nombre de una fórmula legal: Tom, Dick, Harry y Jim, están construyendo unas junto otras, sus toscas casas en los claros del bosque. Cada uno abate sus propios árboles, pero los troncos son demasiado pesados para que un hombre los lleve a su sitio. Así, los cuatro, unen sus esfuerzos haciendo rodar primero los árboles de uno, hasta su sitio, después los de otro, hasta que los troncos pertenecientes a los cuatro se hallen colocados. El resultado es el mismo que si cada uno hubiese podido concentrar de una vez el esfuerzo que habría desplegado en cuatro veces diferentes. Ejemplos del mismo principio, en un estado social más complicado, se encuentran en la formación de las compañías anónimas: la unión de muchos pequeños capitales para realizar obras como la construcción de ferrocarriles, de barcos de vapor, erección de fábricas, etc., que requieren capitales mayores de los poseídos por un solo hombre.
Pero del mismo modo que resultan grandes ventajas de la posibilidad de que los individuos se concentren por la asociación del trabajo en un hombre mayor, por decirlo así, hay otras ocasiones y otras cosas en las cuales un individuo podría realizar más si pudiera dividirse a sí propio, como si dijéramos, en un número de hombres más pequeños.
Así, tripulando un bote, un hombre de extraordinaria fuerza sería igual a dos hombres que tuvieran la mitad de su fuerza únicamente en trabajos como el de remar, izar las velas más pesadas u otros análogos. En otras cosas, dos hombres de fuerza ordinaria podrían hacer más que un hombre de doble fuerza, porque mientras éste tendría que dejar de hacer una cosa para realizar otra, aquéllos podrían hacer las dos cosas a la vez. Así, mientras él tendría que echar el ancla para descansar, aquéllos podrían marchar sin detenerse, tripulando uno el bote mientras el otro dormía. Hubo un Rey, Alfonso de Castilla, celebrado por Emerson, que deseaba que los hombres pudieran concentrarse nueve en uno. Pero pronto se hubiera visto la pérdida de poder utilizable que hubiera resultado de esto. A menudo nos vemos asediados por solicitaciones o deberes que no reclaman tanta fuerza como tiempo, hasta el punto de que se nos ocurra pensar: desearía dividirme en media docena. Lo que la división del trabajo hace, es permitir a los hombres dividirse a sí propios, por decirlo así, acrecentando de este modo enormemente su total eficacia.
Tomemos el ejemplo antes usado. Así como unas veces Tom, Dick, Harry y Jim, deseaban mover sus leños, otras veces necesitaba cada uno de ellos obtener algo de una aldea que dista dos jornadas. Satisfacer esta necesidad individual requeriría, pues, dos días de esfuerzo por parte de cada uno. Pero si va Tom únicamente, desempeñando las comisiones de todos, y cada uno de los otros trabaja medio día para él, el resultado es que todos obtienen a expensas de medio día de esfuerzo por parte de cada uno lo que de otro modo hubiera exigido a cada cual dos días de esfuerzo.
De esta manera es como el segundo modo de cooperación, la separación del esfuerzo, o para continuar usando el término adoptado por Adam Smith y sancionado por un largo uso, la división del trabajo, economiza trabajo; esto es, permite la obtención de resultados iguales con menor esfuerzo o de mayores resultados con igual esfuerzo. Pero además de esta primaria economía de esfuerzo, surgen otras economías.
Permitidme ilustrar con una materia apartada de la Economía Política, el principio general de que proceden estas, ventajas. Nada, acaso, muestra mejor la flexibilidad del espíritu humano que la arquitectura naval. Sin embargo, desde la ruda canoa hasta el monstruoso acorazado en toda la infinita variedad de formas que los hombres han dado a los barcos destinados a surcarlas aguas, subsiste un principio. Siempre hacemos el barco más largo que ancho. ¿Por qué lo hacemos así? Es que un barco al surcar las aguas tiene dos principales puntos de resistencia que vencer. Primero, el desplazamiento del agua por su proa, la resistencia que se manifiesta por el rizo u ondulaciones que se originan allí, y segundo, la reposición del agua por la popa, la resistencia manifestada por la succión o camino o estela que deja tras sí. Además tiene también que vencer la fricción lateral revelada si miramos desde la borda de un buque que se mueva en un agua tranquila por la línea de «agua muerta» o pequeños rizos de sus costados. Pero esta es relativamente ligera, comparada con la fuerza exigida por el desplazamiento y la reposición.
Cuando se comenzó a construir el canal Erie, se abrieron sus esclusas para acomodar barcos de cierta longitud. El ensanche de estas esclusas, de modo que admitiesen barcos de dobles dimensiones, se está haciendo ahora, pero aún no está terminado enteramente, de modo que, para pasar el canal entero, tiene que emplearse todavía los barcos más chicos. Cada uno de estos barcos, habitualmente, va arrastrado por dos caballos o mulas. Pero cualquiera que viaje por el ferrocarril tendido paralelamente a esta gran vía acuática, advertirá que, durante largo trecho, los barcos son remolcados a pares y unida estrechamente la proa del uno a la popa del que le precede, y que en vez de cuatro caballos para dos barcos se usan sólo tres. Lo que hace posible esta economía, es que el desplazamiento es realizado principalmente por el primero, y la reposición de los dos por el segundo. Como la fuerza adicional que se requiere para mover dos barcos en vez de uno no es así mucha más que la adicional fricción lateral, bastan tres animales en vez de cuatro. Si el barco estuviera construido de modo que encajaran uno en otro perfectamente, la economía sería aún mayor.
Ahora bien, lo que nosotros hacemos al construir un barco, es virtualmente colocar una sección transversal junto a otra sección transversal, de modo que el conjunto pueda ser movido con una resistencia de desplazamiento y reposición no mayor de la que se exigiría para mover una sola sección transversal. El principio es el mismo que el que nos llevaría, si tuviéramos que hacer pasar dos objetos al través de un muro, a pasar el segundo por el agujero que habría necesidad de hacer para el primero, en vez de hacer otro agujero. Por añadidura, el aumento de longitud sin aumento de anchura que resulta virtualmente de colocar la sección transversal una tras otra, permite la gradación o aguzamiento de la entrada y de la salida, facilitando así que el desplazamiento y reposición se realicen en tiempo mayor o más gradualmente y con menor resistencia. Además, el hecho de que la superficie resistente no aumenta proporcionalmente al aumento de la capacidad cúbica, permite al barco grande adelantar al barco pequeño con el mismo gasto proporcional de fuerza, aunque se hallen construidos con iguales líneas.
Ahora bien, estos principios, o por mejor decir, este principio, porque inicialmente no es más que uno, tiene sus análogos en la producción. Así como 10.000 toneladas pueden ser transportadas en un barco con mucha mayor rapidez o con menos gasto de fuerza que en 10.000 barcos de una tonelada cada uno; así la producción puede ser facilitada y economizada haciendo a la vez las cosas de la misma clase que hayan de hacerse.
Tomemos, por ejemplo la fabricación del pan. Fabricar un pan requiere la aplicación de una cierta suma de calor durante un cierto tiempo para cierta cantidad de masa. Elevar el calor hasta ese punto requiere cierto gasto de fuego; mantenerlo en este punto durante dicho tiempo, otro gasto de fuego, y cierta parte del calor se pierde en el enfriamiento de los hornos después de que el pan está cocido. Cocer un pan en un horno ordinario, requiere un gasto de fuego relativamente mucho mayor que el necesario para cocer, al mismo tiempo, tantos panes como el horno pueda contener, y un horno mayor cocerá más panes con un gasto de fuego proporcionalmente menor que un horno más chico, puesto que la pérdida de fuego sustraído a la tarea de cocer, es relativamente pequeña.
Y si una hornada es sustituida por otra hornada sin que el horno se enfríe, se hace también otra economía relativamente grande. Así, la concentración del trabajo en la cocción de pan origina una gran economía de trabajo en el solo concepto del fuego. Lo mismo ocurre en los demás conceptos.
La economía así obtenida por la concentración del trabajo, nace, no sólo de leyes físicas, sino de leyes mentales igualmente. Toda nuestra fabricación o realización de cosas, excepto aquéllas que pueden referirse al instinto, requieren, en primer lugar, el ejercicio del pensamiento consciente. Vemos esto en los niños cuando aprenden a andar, a hablar, a leer y escribir. Vemos esto como adultos cuando comenzamos a hacer cosas nuevas para nosotros, como hablar una lengua extranjera, escribir taquigrafía o usar una máquina de escribir o una bicicleta. Pero a medida que nosotros usamos las cosas una y otra vez, el esfuerzo mental es cada vez menor basta que logramos hacerlo automáticamente y sin pensamiento consciente de cómo las hacemos.
Ahora bien, el resultado de lo expuesto, desde el punto de vista del conjunto u organismo industrial es la separación del esfuerzo o la división del trabajo en la producción de riqueza; es que el individuo hace menos cosas, pero las hace con más frecuencia. Desde el punto de vista del individuo es la concentración del esfuerzo o del trabajo; desde el punto de vista de las cosas que han de hacerse, envuelve también una análoga concentración en lugar y tiempo, consiguiendo así la economía de esfuerzo o aumento de eficacia del esfuerzo que, para volver a nuestro ejemplo, proviene de hacer una cosa tras otra y en mayor escala en vez de hacerlo una menor.
Así, cuando en vez de consagrarse cada individuo o cada familia a cazar, pescar, obtener vegetales, construir habitaciones y fabricar vestidos o herramientas, para la satisfacción de sus propias necesidades, unos se dedican a hacer una cosa y otros a hacer otras de las cosas requeridas para la satisfacción de las necesidades generales, lo que es separación de la función desde el punto de vista de la colectividad o conjunto total, es la concentración de las funciones en sus unidades, con lo cual se desenvuelven especiales aptitudes o vocaciones. Y, a medida que el organismo social crece por el aumento en número o por el ensanche del círculo de sus cambios o por ambas cosas, esta diferenciación de funciones entre sus unidades tiende constantemente a acrecentarse aumentando la eficacia de las facultades productivas del hombre hasta un grado al cual no podemos asignarle límite, y del cual sólo tenemos un débil anticipo en el maravilloso desarrollo en el poder productivo que tan vigorosamente caracteriza nuestra civilización moderna.
En la sociedad civilizada, donde la división del trabajo ha sido llevada muy lejos, estamos tan acostumbrados a ella, que nos sería difícil comprobar cuánto le debemos y cuán absolutamente distinta sería nuestra vida sin ella. Pero si procuramos pensar en aquello a que quedaríamos reducidos sin la división del trabajo, veremos cuán grande es la parte que juega en la producción de la riqueza; tan grande en verdad, que sin ella, el hombre tal como ahora lo conocemos, no podría existir. Tomad, por ejemplo, la provisión de vestidos. Si cada uno tuviera que hacer su propio vestido desde la materia prima, no podría tener nada mejor que hojas o pieles. Aun con todas las ventajas que la división del trabajo da para fabricar paños, agujas, hilo, botones, etc., imaginemos uno no habituado a ello, disponiéndose a hacer un traje. Pronto comprobaríamos cuán difícil es hacer el primero. Cuánto más fácil y mejor se hace el segundo que el primero, el tercero que el segundo, y así sucesivamente, hasta que la profesión dejaría de exigir reflexión y se convertiría en automática. Cuando por medio de la división del trabajo, la fabricación de trajes se concentra tanto que los trajes de algunas docenas o veintenas de hombres Pueden hacerse a la vez, los individuos pueden consagrarse así exclusivamente a fabricar trajes con una economía grandemente aumentada. A medida que la concentración de manufacturas de trajes avanza y la fabricación de trajes para cientos, millares, decenas de millar y aun cientos de miles de individuos se realiza a la vez con el desarrollo de la industria pañera, se hace posible una economía cada vez mayor. Individuos aislados se consagran a fabricar determinados vestidos, y aun algunos, a fabricar ciertas prendas o determinadas partes de ellas. En vez de un sastre que corta un vestido con un par de tijeras y continúa fabricándolo en todas sus partes, hay cortadores que no hacen más que cortar veintenas de vestidos a la vez con grandes cuchillas; las operaciones de hilvanar, forrar, poner los botones, etc., son realizadas por gentes distintas que se consagran a hacer estas cosas únicamente, y cuyo trabajo es ayudado por poderosas máquinas cuyo uso se hace posible con la mayor escala y la mayor continuidad de empleo que esta concentración permite.
Esta concentración y especialización de la obra, con la división del trabajo, es la que acarrea el desarrollo de todo género de mecanismos economizadores de trabajo. La cualidad esencial de la máquina es su adaptación para realizar ciertas cosas especiales. El cuerpo humano, considerado como una máquina, es de todas las máquinas la mejor adaptada para realizar la mayor variedad de cosas. Mas para hacer sólo una, para el aumento de la cantidad a expensas de la variedad, el hombre puede construir máquinas que, dentro de un círculo más angosto, son muy superiores a las herramientas que la Naturaleza le ha dado. Y el mismo principio rige el empleo de las fuerzas, que no son aquélla de que puede disponer en sus músculos. La utilización del viento, de las mareas, de las corrientes o saltos de agua, del vapor y de la electricidad, de las atracciones y repulsiones químicas, depende de esta concentración.
Así, la división del trabajo implica y proviene de la concentración del esfuerzo para la satisfacción de los deseos. Comienza cuando hay dos individuos que cooperan; aumenta y produce cada vez mayores economías, con el aumento del número de los que cooperan.
Adam Smith, que comenzó su Riqueza de las Naciones considerando cómo aumenta la cooperación los poderes productores del género humano, cooperación que él denominó la «división del trabajo», se refiere a la economía que ésta produce, bajo tres epígrafes: 1.º, el aumento de pericia de los trabajadores. 2.º, la economía de tiempo por la mayor continuidad del empleo. 3.º, la economía obtenida por el uso de la maquinaria.
Pero con una más amplia y plena observación podemos acaso analizar mejor las ventajas que resultan de la cooperación del trabajo del modo siguiente:
A. La asociación del trabajo permite a un número de individuos realizar, por directa unión de sus facultades, lo que separadamente sería imposible.
B. La división del trabajo, con la concentración y cooperación que implica, permite que muchos (o un mayor número) hagan las cosas con un menor gasto de trabajo del que podrían ser hechas por uno (o por un número menor):
1.º Economizando tiempo y esfuerzo, como en el anterior ejemplo donde un hombre invierte sólo una jornada para realizar lo que separadamente cuatro hombres tendrían que hacer.
2.º Utilizando los diferentes poderes de los individuos, de modo que quienes sobresalgan en fuerza física se consagren a cosas que requieren fuerza física, mientras aquéllos que les son inferiores en fuerza física hacen las cosas que requieren menos fuerza física, pero para las cuales son capaces exactamente lo mismo, produciendo así resultados netos iguales a los que daría la elevación de todos al más alto nivel de fuerza física; o que aquéllos que descuellan en otras cualidades hagan las cosas para las que estas cualidades son más adecuadas, elevando así, prácticamente, el nivel de la realización de todo al de las más altas cualidades de cada uno.
3.º Aumentando la pericia a causa de que aquéllos que hacen una mayor suma de obra de la misma clase están en condiciones de adquirir facilidad para ellas.
4.º Acumulando conocimientos. La misma tendencia que aumenta el saber incomunicable llamado pericia, tiende también a aumentar el saber comunicable propiamente llamado así, que consiste en un conocimiento de las relaciones de las cosas con otras cosas externas y que constituye un patrimonio del cuerpo económico o mayor Leviathan, trasmisible por la escritura o por medios análogos.
5.º Utilizando las ventajas de hacer las cosas en una gran escala en vez de hacerlas en pequeña escala, y de hacerlas sucesivamente en vez de hacerlas separadamente.
6.º Utilizando las fuerzas naturales e inventando y usando máquinas y procedimientos progresivos, para cuyo uso da ventajas la producción en gran escala.
Exponiendo las dos clases de cooperación, y cómo el poder de una sobrepuja grandemente al poder de la otra
La clase de cooperación que, por el método de unión o el modo de su iniciación, es resultado de algo externo y puede ser llamada cooperación dirigida o consciente.-Otra que parte de dentro y que puede ser llamada cooperación espontánea o inconsciente.-Tipos de las dos clases y sus análogos.-Mecanismo de un barco totalmente aparejado y de un pájaro.-La inteligencia, que basta para la una, es incapaz para la otra.-El salvaje y el barco.-En la construcción de un barco se requiere la cooperación inconsciente.-La cooperación consciente no bastaría para la obra de la inconsciente.-El defecto inevitable del socialismo.-La razón de esto es que el poder mental es espiritual, y no puede ser sumado como puede serlo la fuerza física.-De la «fuerza humana» y de la «fuerza espiritual».-Ejemplos de la óptica.- Imposibilidad del socialismo.-La sociedad es un Leviathan mayor que el de Hobbes.
Hemos visto que hay dos formas o procedimientos por los cuales la cooperación aumenta el poder productivo. Si preguntamos cómo se realiza en sí misma la cooperación veremos que hay en esto también una distinción que hacer, y que la cooperación es de dos clases esencialmente distintas. La línea de distinción, en cuanto a lo que he llamado las formas de cooperación y estudiado en el anterior capítulo, se refiere al método de acción o manera de su realización; la línea de distinción en cuanto a lo que llamaré las dos clases de cooperación y que he de examinar en este capítulo, es en cuanto al método de unión o manera de la iniciativa.
Hay una clase de cooperación que proviene, como si dijéramos, de fuera, la cual resulta de la dirección consciente de una voluntad directora para un fin definido. A ésta la podemos llamar cooperación directa o consciente. Hay otra clase de cooperación que procede, por decirlo así, de dentro, que resulta de una correlación de acciones de voluntades independientes, no buscando cada una sino su fin inmediato y prescindiendo si no ignorándolo realmente, del resultado general. A esta la podemos llamar cooperación espontánea o inconsciente.
El movimiento de un gran ejército es un buen ejemplo de la cooperación de aquella clase. Aquí las acciones de muchos individuos están subordinadas, dirigidas por una voluntad consciente, siendo aquéllos, como si dijéramos, su cuerpo y ejecutando sus decisiones. El abastecimiento de una gran ciudad con toda la multitud de cosas que constantemente necesitan sus habitantes, es un buen tipo de cooperación de la otra clase. Esta clase de cooperación es mucho más extensa, más bella, más vigorosa y delicadamente organizada que la cooperación implicada por los movimientos de un ejército; sin embargo, no se realiza por subordinación a una voluntad consciente que conozca el general resultado a que se dirige, sino por la correlación de acciones originadas en muchas voluntades independientes, cada una de las cuales se encamina hacia su propio fin limitado sin cuidarse ni pensar en el general resultado. Una de estas clases de cooperación parece tener su análoga en aquéllos concertados movimientos de nuestro cuerpo, que nosotros podemos dirigir conscientemente. La otra, en la correlación de aquellos innumerables movimientos de los cuales no tenemos consciencia, y que mantiene la fábrica humana, movimientos que, en su complejidad, delicadeza y precisión, trascienden mucho de nuestras facultades de dirección consciente, a pesar de lo cual esta cooperación de partes y funciones que forjan el cuerpo humano y mantienen la vida y vigor de éste, es creada y sostenida por aquellos perfectos ajustes recíprocos que concurren a una finalidad común.
Un hermoso ejemplo de cooperación de la primera clase, es proporcionado por el aparejo de un navío con las velas desplegadas. El noble barco, inclinándose graciosamente a impulsos de la brisa, bajo sus nubes de lona, camina levantando blancos surcos por su proa, y dejando una hormigueante estela en su popa. De pronto su foque vuela libre y su contrafoque se aplana, y el barco se inclina hacia el viento; sus vergas del trinquete giran y sus velas comienzan a vibrar, y, al fin, lo que era sus brazas de barlovento, son haladas en la guinda para desplegarlas por otro lado. Las otras velas, que recibían al principio el viento por detrás, comienzan a su vez a desplegarse; sus vergas son cambiadas y pronto comienzan a recibir el viento de distinto lado; y con cada lona y aparejo en su nuevo sitio, el barco recobra otra vez su briosa marcha; principia a levantar espuma con su proa inclinándose hacia otro lado, para seguir su camino en una nueva dirección. Tan armoniosos son sus movimientos, tan aparentemente análogos a los de la vida, que los salvajes que ven por primera vez un barco de esta índole cerca de sus costas, lo toman por un gran pájaro que cambia su dirección con el movimiento de sus alas, como la gaviota o el albatros.
Y entre el barco y el pájaro hay ciertas semejanzas. Ambos tienen mecanismos en los que varias partes se hallan combinadas en relación con el conjunto y distintos movimientos están conexionados en acción armónica. Y, en ambos, el movimiento es producido por los variables ángulos en que un mecanismo de articulaciones y ligamentos presenta superficies planas al choque del aire. En un pájaro, sin embargo, las diversas partes se mueven obedeciendo instintiva e inconscientemente al impulso de una voluntad consciente. Pero, en el barco, los movimientos de las partes son producidos por la acción distinta de voluntades conscientes que varían en número desde una o dos docenas, en un buque mercante, hasta varios centenares en un antiguo barco de guerra. Su cooperación es producida no instintiva e inconscientemente, sino por la obediencia inteligente a las órdenes inteligentes de una voluntad directora que prescribe a cada hombre su lugar y función, disponiendo cuándo, cómo y por quién ha de hacerse cada movimiento. El pájaro vira, porque cuando quiere virar los nervios y tendones responden directamente a los movimientos necesarios. El barco vira, porque las voluntades aisladas que manejan su timón y sus velas, obedecen conscientemente a los sucesivos mandatos que prescriben cada uno de los movimientos necesarios, dando desde la primera hasta la última orden necesarias para ellos. Una serie de inteligentes órdenes, conscientemente obedecidas por aquéllos a quienes se dirigen, origina y relaciona los movimientos de las partes.
Ni podrían ser realizadas las maniobras de un barco sin tal dirección inteligente. Toda tentativa de sustituir con la acción independiente, sea cual fuere el deseo, la obediencia responsable a una dirección inteligente, produciría pronto, ciertamente, el resultado de la tradicional goleta de cabotaje tripulada por dos -el capitán y un compañero,- en la que el capitán que estaba timoneando, irritado por alguna imprevista maniobra de su compañero que tendía redes, le gritó: «Usted dirigirá su parte de esta goleta y yo la mía». Después de lo cual hubo un rechinamiento de cadenas en la proa y el compañero le grito: «Capitán, yo he anclado mi extremo de esta goleta; usted puede seguir con el suyo a donde le parezca».
Ahora bien, gran parte de la cooperación del hombre para producir efectos sociales es de igual naturaleza que esta por la cual se maneja un barco. Implica la delegación en individuos del poder de disponer o dirigir lo que otros han de hacer, consiguiendo así por la acción común las ventajas de una inteligencia directora y armonizadora. Pero al par que la cooperación de esta clase es indispensable para producir ciertos resultados por la acción conjunta, es ineficaz o perniciosa para obtener otros resultados que impliquen series más largas y acciones o arreglos más complicados y delicados.
Para continuar nuestro ejemplo: El pájaro, por su estructura, es una máquina como lo es el barco; la voluntad consciente del pájaro dirigiendo ciertos movimientos voluntarios, lo hace subir o bajar, inclinarse en esta o en la otra dirección, ser impelido por la brisa o caminar contra ella; en una palabra, ejecutar todos los movimientos, unas veces rápidos y otras lentos, pero casi siempre graciosos, de que la máquina del pájaro es capaz. Pero la voluntad consciente que rige el movimiento voluntario del pájaro, la inteligencia, que es el capitán de esta embarcación aérea, no se preocupa de la máquina misma, de sus consumados arreglos, ajustes y adaptaciones. Esto, no sólo trasciende infinitamente de la inteligencia del pájaro, sino de la más alta inteligencia humana. La unión de la ligereza con la fuerza, de la rigidez con la flexibilidad, de la gracia con el vigor, la idoneidad de los materiales, la conexión y relación de las partes, la economía de espacio, energía y función, las aplicaciones de lo que son para nosotros las más complejas y recónditas leyes físicas, hacen del pájaro, como máquina, algo tan superior a las mejores y más delicadas máquinas de construcción humana, como lo son las pinturas del gran maestro a los rudos esbozos trazados en una pizarra por el charlatán aprendiz.
El pájaro no es una construcción como lo son las máquinas hechas por el hombre. No se fabrica, sino que se desarrolla. Su primera forma tangible, en cuanto alcanzamos a ver, es una viscosidad que contiene una substancia llamada yema, envuelta en un líquido pegajoso, la clara. Bajo ciertas condiciones y sin influjos externos, salvo el de un apacible y sostenido calor, las moléculas de la substancia contenida comienzan, por alguna influencia interior y en apariencia espontáneamente, a organizarse en células y las células a formar tejidos y huesos, y sucesivamente corazón y pulmones, espina dorsal y cabeza, estómago e intestinos, cerebro y nervios, alas y pies, piel y plumas, hasta que, al fin, una pequeña cosa viviente picotea su envoltura dejando una cascara vacía, y con un escaso alimento y corto sueño, un leve enderezamiento de las falanges y crecimiento de las plumas, el yo de esta cosa, el nuevo capitán de la nueva embarcación aérea comienza a manejar el timón y las velas y los remos, hasta que «habiendo aprendido a maniobrar» y acostumbrado a medir la distancia y a la sensación del movimiento, se resuelve intrépidamente a dirigirse y remontarse, a conquistar su alimento, a digerirlo, a vivir su vida y propagar su especie.
Los propios salvajes se admiran a veces del misterio del huevo como el hombre civilizado se admira a veces de los misterios de las cosas comunes, porque para ellos, como para nosotros, aquél encierra un insoluble misterio. Pero es el barco, no el pájaro lo que excitaría más su sorpresa y su admiración, porque el salvaje vería en el barco, en cuanto lo examinara de cerca, no una cosa que se desarrolla, sino una cosa que ha sido hecha, una más alta expresión del mismo poder que él ejercita en sus rudas construcciones. No vería en aquél, cuando lo mirase de cerca, sino una canoa inmensamente mayor y mejor, y se sorprendería y admiraría como el que comienza a pintar se sorprende y admira ante el cuadro de un maestro, junto al cual pasaría sin advertirlo el que no tuviese la menor noticia de las dificultades del arte pictórico. En cuanto el salvaje comprendiera el género de cooperación necesario para el manejo de un barco, atribuiría la construcción del barco a una cooperación de la misma clase. Puesto que una canoa mayor que la que un hombre puede construir, puede ser construida por el mismo hombre si logra unir el esfuerzo de todos para cortar, transportar, hender y ahuecar un gran tronco, le parecería a nuestro salvaje que de este mismo modo ha sido construido el barco de la civilización. Y la admiración que este barco excitara en él, sería hacia los hombres que lo tripulan, a quienes, naturalmente, tomaría por los hombres que lo han construido, o al menos por los hombres que pudieran construirlo. La superioridad del barco sobre las canoas rudas que le son familiares, la atribuiría a la superioridad de las cualidades personales de aquéllos y hasta a su mayor saber, maestría y poder. En realidad, le parecerían verdaderos dioses.
Sin embargo, el salvaje se equivocaría. La superioridad del barco no indica la superioridad de los hombres individualmente. Si vinieran a tierra por la pérdida del barco y de todo su contenido, esos hombres estarían más desvalidos que la mayor parte de aquéllos, y encontrarían mayores dificultades para hacer hasta una canoa. Aunque hubiera salvado herramientas y provisiones, sólo después de gran esfuerzo conseguirían construir una tosca, pequeña embarcación, inhábil para un viaje largo y para el mal tiempo, y en ningún aspecto comparable con su barco. Porque un barco moderno es más un crecimiento que una construcción directa en cuanto que entre la clase de cooperación requerida para producirlo y la que basta para la de una canoa, hay una diferencia que indica algo no distinto por completo de la diferencia que existe entre una obra de la Naturaleza y una obra del hombre.
La cooperación requerida para hacer una gran canoa o para tripular un barco es extremadamente sencilla comparada con la que implica la construcción y equipo de un bien construido barco de primera clase. La coordinación, conforme a los planos del arquitecto naval, de las partes y materiales separados que componen un barco tal, requeriría, después de que han sido reunidos, alguna cooperación directa. Pero si la cooperación de esta clase podría bastar aún para colocar y ensamblar las partes, después de que han sido hechas y reunidas ¿cómo podría bastar para hacer aquellas varias partes desde las formas en que la Naturaleza ofrece sus materiales y reunirlos en el lugar donde aquéllos han de ser utilizados?
Considerad las maderas, las tablas, las berlingas; el hierro y acero de varias clases y formas; el cobre, el bronce, los pernios, tornillos, clavos, cadenas; las maromas de acero, cáñamo y algodón; las lonas de varias fibras textiles; los bloques, manubrios y molinetes; las bombas, los botes, los sextantes, los cronómetros, los catalejos, los barómetros y los termómetros, cartas, almanaques náuticos, cohetes y bengalas; alimentos, vestidos, herramientas, medicinas, utensilios, y todas las varias cosas que sería fatigoso especificar, que contribuyen a la construcción y aprovisionamiento de un buque de vela de primera clase de tipo moderno, para no decir nada de la complejidad mayor aún, de un vapor de primera clase: La cooperación directa nunca podría, y no está en la naturaleza de las cosas que lo pudiera, hacer y juntar tal variedad de productos, implicando tantos de ellos el uso de maquinarias costosas, de consumada pericia, y la existencia de productos y procesos subsidiarios.
Cuando un constructor de barcos recibe la orden para uno de estos barcos no envía hombres al bosque, unos para cortar robles, otros pino amarillo, otros pino blanco y otros fresnos y otros lignum-vitae; no envía directamente algunos a las minas de hierro y otros a las de cobre y otros a que traigan el mineral, y, otros aun, a que arranquen el carbón con que estos minerales van a ser fundidos, y el betún para calafatear el barco; a otros a plantar el cáñamo y a otros a plantar el algodón; a otros a alimentar gusanos de seda; a algunos a hacer cristales, a otros a matar animales para obtener sus cueros y sebos, a otros a obtener resinas, aceites, pinturas, papeles, fieltros y mercurio. Ni intenta dirigir la multitud de operaciones por las cuales estas materias primas han de adquirir las formas y combinaciones exigidas y han de ser juntadas en el lugar donde se va a construir el barco. Tarea semejante superaría el saber y las facultades de un Salomón. Lo que hace es utilizar los recursos de una más alta civilización, sin los cuales se encontraría desamparado, y utilizar para sus fines una cooperación inconsciente, por la cual, sin su dirección ni dirección general alguna, el esfuerzo de muchos hombres que trabajan en muchos diferentes lugares y en ocupaciones que comprenden casi todo el campo de una industria minuciosamente diversificada, animado cada uno por el ansia de obtener la satisfacción de sus personales deseos por el camino que le es más fácil, han aportado los materiales y productos necesarios para hacerlos coincidir en un buque como éste.
Compra a varios traficantes en tales cosas, cuadernas, vigas, tablones, leños, velas, cables, cuerdas, botes, linternas, banderolas, instrumentos náuticos, bombas, hornillas, y probablemente usa diverso constructor para las distintas partes de la obra de construcción del casco, tales como el calafatearlo, forrarlo, pintarlo, etc., hacer las velas y aparejar los palos. Y cada uno de estos separados órdenes de colaboración y producción se subdividen y ramifican en otros órdenes que tienen a vez su necesaria relación todavía con otros grupos. Tan insuficiente es el tiempo de una vida para adquirir, o un solo cerebro tan incapaz de retener la variedad de conocimientos necesarios para la construcción y equipo de un barco de vela moderno, que ya va resultando anticuado por el todavía más complejo buque de vapor, que yo dudo que el hombre mejor informado sobre estos asuntos, aunque se tome doce meses para estudiarlos, pudiera dar ni siquiera el nombre de las varias clases de trabajos independientes que implica.
Un barco moderno, como un ferrocarril moderno, es un producto de la civilización moderna; de aquella correlación de esfuerzos individuales en que consiste esencialmente lo que llamamos civilización; de aquella cooperación inconsciente que no procede de una personal dirección, como si dijéramos de fuera, sino de su propio desenvolvimiento, como si dijéramos de dentro, por la relación de los esfuerzos individuales, buscando cada uno la satisfacción de los deseos individuales. Un simple amo de hombres, aunque pudiera disponer de los servicios de millones de éstos, no podría hacer un barco semejante sino en una civilización preparada para ello. Un Faraón, que construye pirámides, un Genghis Khan que levanta montañas de cráneos, un Alejandro, un César ni siquiera un Enrique VIII, podrían hacerlo.
La clase de cooperación de que he puesto un ejemplo con el manejo de un barco es muy sencilla. Sería fácilmente explicada salvo las dificultades del lenguaje, a los malayos, somalíes, hindúes o chinos, o a los hombres que manejaban las galeras romanas, o los barcos primitivos. Pero aquella clase de cooperación implicada por la construcción de tales barcos, es materia más honda y más compleja. Ordenarla y producirla sobrepuja el poder de una dirección consciente. No puede ser adelantada o mejorada por ningún esfuerzo del poder de dirigir las acciones conscientes de los hombres, como la voluntad consciente del individuo no puede añadir una línea a la estatura de éste. Lo único que la dirección consciente puede hacer para ayudarla, es dejarla obrar libremente, darle libertad para desenvolverse, dejando libres a los hombres para buscar la satisfacción de sus propios deseos por los medios que les parezcan mejor. Intentar aplicar aquella clase de cooperación que requiere dirección de fuera, a la obra propia de aquella clase de cooperación que requiere dirección desde dentro, es como pedirle al carpintero, que puede construir un gallinero, que construya también el pollo.
Esto es el fatal defecto de todas las formas del socialismo, la razón del hecho que toda observación muestra, de que cualquiera tentativa de llevar la regulación y dirección consciente más allá de la reducida esfera de la vida social en que es necesaria, inevitablemente produce daños, hiriendo aun a aquello que se intenta auxiliar.
Y la razón de este gran hecho puede ser, a mi juicio, al menos en gran parte, percibida cuando consideramos que el elemento original de toda producción es el pensamiento o la inteligencia, el espíritu, no la materia. Este elemento espiritual, esta inteligencia o poder mental, según aparece en el hombre, no puede ser asociado o fundido, como puede serlo la fuerza material.
Dos hombres pueden tirar o empujar el doble que un solo hombre, y las fuerzas, físicas de 10.000 hombres adecuadamente dispuestas para ejercitarse, excederían 10.000 veces las fuerzas físicas de un hombre. Pero la inteligencia no puede sumarse así. Dos hombres no pueden tener dos veces más previsión que un solo hombre, ni un ciento de miles determinarse con un acierto 100.000 veces superior. Si es verdad que «en una multitud de consejeros está la sabiduría», lo es sólo en el sentido de que en un gran contraste de juicios y opiniones, las excentricidades y aberraciones son fácilmente eliminadas. Pero en esta eliminación, las cualidades necesarias para el juicio superior y la dirección pronta, se pierden también. Nadie ha dicho nunca, «en una multitud de generales está la victoria». Por lo contrario, el adagio es: «un mal general es mejor que dos buenos».
En la primera clase de cooperación, como por ejemplo, cuando diez hombres tiran del mismo cable en el mismo sentido, obedeciendo a la dirección de un hombre, hay una utilización de las fuerzas físicas de diez en la dirección del esfuerzo mental de uno. Pero al mismo tiempo hay la pérdida, o por mejor decir, la no utilización de las fuerzas mentales de diez. El resultado no puede ser mayor que si los diez hombres que tiran estuvieran a la vez absolutamente desprovistos de inteligencia, fueran meros autómatas. Y fácilmente podemos darnos cuenta de tales extensiones, en la aplicación de los mecanismos para utilizar las fuerzas físicas naturales que el capitán de un barco hace, de modo que tocando una llave eléctrica da movimientos correspondientes al timón y a las escotas y a las abrazaderas, manejando el barco sin tripulación, con lo cual aproximamos mucho el mecanismo de un barco al mecanismo de un pájaro.
Pero en la clase de cooperación que yo he llamado espontánea, en que la dirección viene de dentro, lo utilizado en la producción no es meramente la suma del poder físico de las unidades, sino la suma de su inteligencia. Si se me permite usar durante un momento el término «poder humano» y el símbolo M, como expresión de la fuerza física que un individuo puede ejercer, y el término «poder mental» y el símbolo M' como indicación cuantitativa del poder individual de la inteligencia o pensamiento, el mejor resultado posible del esfuerzo de un ciento de miles de hombres en la cooperación de la primera clase, sería: 100.000, poder humano multiplicado uno, poder mental, ó 100.000 M M'; mientras el mismo número de hombres empleado en la segunda clase de cooperación sería: 100.000 poder humano multiplicado 100.000 poder mental, ó 10.000 millones M M'.
El ejemplo es tosco, pero puede servir para indicar la enorme diferencia que ofrecen las dos clases de cooperación, y que, a mi juicio, nace en parte importante, por lo menos, del hecho de que mientras en la segunda clase de cooperación la suma de la inteligencia utilizada es la del conjunto de las unidades cooperantes, en la primera especie de cooperación lo es sólo en muy pequeña parte.
En otras palabras; sólo en la acción independiente puede ser utilizado el pleno poder del hombre. La subordinación de una voluntad humana a otra voluntad humana, aunque en ciertos órdenes puede asegurar la unidad de acción, allí donde la inteligencia es necesaria tiene siempre que motivar pérdida de poder productivo. Esto lo hemos visto atestiguado en la esclavitud y donde los Gobiernos han pretendido (lo cual es tendencia de todo Gobierno), limitar indebidamente la libertad del individuo. Pero donde la unidad del esfuerzo, o por mejor decir, la asociación del esfuerzo puede ser conseguida sin menoscabo de la plena libertad del individuo, puede también ser utilizado el conjunto del poder productivo y el resultado será inmensamente mayor.
El cansancio del tejido muscular que sobreviene a medida que los años de la vida corren ha privado al delicado mecanismo que un tiempo movía adecuadamente las lentes de mis ojos de lo que llaman los ópticos su poder de acomodación, de modo que para mi vista natural, los párrafos impresos que un tiempo leía cómodamente resultan ahora indistinguiblemente confusos.
Agujereando con un pequeño alfiler un pedazo de cartulina, y colocándola cerca de uno de mis ojos mientras cierro el otro, puedo apartar de mi vista tantos rayos de luz, que los pocos que penetren hasta mi retina no choquen unos con otros y pueda así ver las mismas páginas impresas durante algunos momentos, claramente. Pero esto es mediante el sacrificio de rayos de luz aprovechable en todo caso. Ahora bien, por medio de un par de lentes adecuadamente construidos que modifiquen la intersección de los rayos de luz como convenga a los ojos, yo puedo utilizarlos todos.
Intentar, en los asuntos sociales, conseguir por medio de la cooperación de la primera clase aquel alineamiento del esfuerzo que por ley natural pertenece a la cooperación de la segunda, clase, es como intentar conseguir por la cartulina y los alfileres la claridad de visión que puede obtenerse mucho mejor por los lentes. Tal es el intento de lo que propiamente se llama socialismo.
Imaginemos un conjunto de hombres en los cuales se intentara conseguir, por la dirección externa que implican las teorías socialistas, aquella división del trabajo que surge naturalmente en la sociedad donde los hombres permanecen libres. Para la inteligente dirección que esto necesita, tendrían que ser elegidos uno o varios individuos humanos, porque aunque existen ángeles y arcángeles en el mundo invisible para nosotros, no están a nuestra disposición.
Prescindamos de las dificultades que según la universal experiencia muestra surgen siempre en la elección de los depositarios del Poder, y olvidando la inevitable tendencia hacia la tiranía y la opresión de quienes mandan sobre los actos de otros, consideremos simplemente que, aunque fueran elegidos para estos fines los más sabios y mejores de los hombres, la tarea que habríamos puesto sobre ellos de disponer, cuándo, dónde, cómo y por quién, tarea implicada por la inteligente dirección y supervisión de las relaciones y combinaciones casi infinitamente complejas y constantemente cambiantes que entraña la división del trabajo según se realiza en una sociedad civilizada. La tarea excede del poder intelectual humano más alto. Evidentemente, está tan por cima de la posibilidad de una dirección consciente, como lo está la correlación de los procesos que mantienen al cuerpo humano saludable y vigoroso.
Aristóteles, Julio César, Shakespeare, Newton, pueden con justicia ser tomados como ejemplos del más alto nivel en las facultades del espíritu humano. ¿Hubiera podido ninguno de ellos, si se hubiera entregado a su inteligencia consciente el control de los procesos que mantienen el organismo individual conservar la vida de su cuerpo un solo minuto? Newton, según cuenta la tradición, tapaba sus tabaqueras con los guantes de su mujer. ¿Qué hubiera sido del corazón de Newton si la ordenación de sus latidos hubieran dependido de la mente de Newton?
Nuestro pensamiento, esta inteligencia consciente que percibe, compara, juzga y quiere, aunque sean admirables y de mucho alcance sus facultades, es como el ojo que puede mirar los lejanos soles y las vías lácteas, pero que no puede ver su propio mecanismo. Este cuerpo nuestro en que nuestro espíritu está alojado, esta máquina infinitamente compleja y delicada, por medio de la cual el sentir y el pensar adquieren conciencia del mundo externo y su voluntad es transmitida a los movimientos, existe sólo por virtud de la inteligencia inconsciente que trabaja mientras la inteligencia consciente descansa; que está en vela mientras ésta duerme, que quiere, sin el concurso de ésta, y proyecta sin que ésta invente; de la cual casi no tenemos directo conocimiento y sobre la cual casi no tenemos directa intervención.
Y así es la espontánea cooperación inconsciente de los individuos que, integrándose en el organismo industrial, el Leviathan mayor que el de Hobbes, armoniza los esfuerzos individuales en la producción de la riqueza con enorme aumento del poder productivo, y distribuye el producto entre las unidades de que aquél está compuesto. La naturaleza y leyes de tal cooperación es lo que a la Economía Política toca determinar primeramente.
Exponiendo que en el hombre la falta de instinto es suplida por una cualidad más alta, la razón, que le impulsa al cambio
La cooperación de las hormigas y las abejas es desde dentro y no desde fuera, por instinto y no por dirección.-El hombre tiene poco instinto, pero la falta de éste se halla suplida por la razón.-La razón se manifiesta en el cambio.-Esto basta para la cooperación inconsciente del cuerpo económico o mayor Leviathan.-De los tres modos de producción, el cambio es el más alto.-Error de los escritores de Economía Política.-El motivo del cambio.
Es un hecho curioso, que encierra sugestiones que nos conducirían más allá de nuestro propósito, que los seres vivientes más aproximados a la organización social del hombre no son aquéllos con los cuales estamos estructuralmente más ligados, sino los pertenecientes a especies muy distintas de la nuestra, los insectos. La cooperación por la cual las hormigas y las abejas edifican casas y ejecutan obras públicas, se procuran y almacenan alimentos, hacen provisiones para las futuras necesidades, crían sus larvas, hacen frente a los asaltos de los enemigos y prevén daños generales, da a su vida social, una acentuada semejanza superficial con la de las sociedades humanas y las hace en esto, aparentemente, mucho más próximas a nosotros que lo están los animales con quienes estructuralmente nos hallamos más emparentados.
La cooperación por la cual se desenvuelve la vida social de tales insectos, a primera vista parece ser del género de lo que hemos llamado cooperación directa, en la cual la correlación en los esfuerzos de los individuos se logra, como si dijéramos, desde fuera, por la subordinación de cada una de dichas unidades a otras unidades, para conseguir la obediencia consciente en respuesta a una inteligente dirección. La monarquía republicana de las abejas tiene su reina, sus zánganos, sus trabajadores; las hormigas se alinean espontáneamente para marchar, para combatir o para trabajar, formando ejércitos combatientes o industriales.
Sin embargo, una más atenta observación nos muestra que esto es más en apariencia que de hecho, y que el gran agente de correlación de los esfuerzos que los insectos manifiestan, es algo que les imprime la unidad, no desde fuera, sino desde el interior de su propia naturaleza: la fuerza, poder o impulso que llamamos instinto, la cual, operando directamente sobre cada individuo, los lleva, como si dijéramos espontáneamente, a su lugar y funciones adecuadas con relación al conjunto, de modo parecido a la manera de operar las fuerzas vitales o germinativas dentro del huevo para relacionar las distintas células hasta dar por resultado el pájaro viviente.
Ahora bien, de este poder o impulso que llamamos instinto el hombre consciente tiene poco. Aunque las funciones involuntarias o inconscientes de su organismo corporal pueden ser ordenadas y mantenidas por aquél o por algo semejante a él, y aunque puedan del mismo modo proporcionar el substratum de lo que pudiéramos llamar su organismo mental; sin embargo, el instinto, tan fuerte en todas las categorías de la vida inferiores a él, parece en el hombre decaer y retirarse a medida que el más alto poder de la razón asume la dirección. La parte de instinto que aquél retiene, no bastaría ni siquiera para construcciones sociales como las de las abejas, hormigas o castores. Pero la razón, que en él ha sobrepujado al instinto, le proporciona un nuevo y aparentemente ilimitado poder de unir y relacionar esfuerzos individuales capacitándole y disponiéndole para comerciar con sus semejantes. El acto del cambio es el de desprenderse deliberadamente de una cosa con propósito de obtener otra cosa y como un medio para esto. Es un acto que implica previsión, cálculo, juicio, cualidades en que la razón difiere del instinto.
Todas las cosas vivientes que conocemos cooperan de algún modo y en algún grado. En cuanto alcanzamos a ver, nada de lo que vive puede vivir en sí mismo y para sí mismo exclusivamente. Pero el hombre es el único que coopera cambiando. Y puede distinguirse de todos los innumerables seres que con él usufructúan la tierra como el animal mercantil. De todos ellos, el hombre es el único que trata de obtener una cosa dando otra. Un perro preferirá un hueso grande a un hueso chico, y cuando no pueda conseguir ambos, conservará uno con preferencia al otro. Pero ningún perro ni otro animal dará deliberada y voluntariamente una cosa deseable por otra cosa deseable. Cuando entre dos cosas deseables se plantea la pregunta «¿cuál?»; su respuesta es siempre la respuesta del niño, «ambas», hasta que se ve obligado a dejar una para conservar otra. Ningún otro animal usa el cebo para atraer su presa; ningún otro animal planta semillas comestibles cuyo producto pueda recoger. Ningún otro animal da a otro aquello que le gustaría tener, para recibir en cambio lo que le gustaría más. Pero tal impulso viene naturalmente al hombre, con su madurez, y es uno de sus rasgos característicos.
El cambio es el gran agente por el cual se realiza lo que hemos llamado la espontánea o inconsciente cooperación de los hombres en la producción de riqueza, y por el cual las unidades económicas se sueldan en ese organismo social que es el mayor Leviathan. Para este cuerpo económico, este mayor Leviathan en el cual están incorporadas las unidades económicas, el comercio es lo que los nervios, o acaso los ganglios, son para el cuerpo individual. O para usar otro ejemplo: es a nuestros deseos materiales y facultades de satisfacerlos, lo que los alambres de un telégrafo o teléfono u otro sistema eléctrico es para este sistema, un medio por el cual los esfuerzos de una clase en un lugar, pueden ser convertidos en satisfacciones de otra clase en otro lugar, y así, el esfuerzo de las unidades individuales júntase y correlaciónase de modo que produzca satisfacción en lugar y forma más útiles, y en una suma que exceda enormemente a lo que de otro modo sería posible.
De los tres modos de producción que hemos distinguido, como adaptar, criar y cambiar, el último es aquél por el cual únicamente son aprovechables las más altas aplicaciones de los modos de adaptar y criar. Sin el cambio, la cooperación de los individuos en la producción de la riqueza no podría ir más lejos de allí donde puede ser conducida por el instinto natural que opera en la formación de la familia, o por aquella clase de cooperación en la cual las voluntades individuales se subordinan a otra voluntad individual. Esto, evidentemente, no bastaría ni para el más bajo estado de civilización. Porque no sólo la esclavitud misma, que exige que los esclavos sean alimentados y vestidos, implica alguna especie de cambio, aunque muy inadecuada; sino que el trabajo de los esclavos tiene que ser completado por el cambio para permitir al dueño de esclavos el disfrute de algo más que las más primitivas satisfacciones. Sólo cambiando el producto de su trabajo podía el propietario de esclavos americanos proveerse de algo más de lo que sus propios esclavos podían obtener de sus propias plantaciones; y una sociedad fundada sobre la esclavitud, en que no hubiera cambio, difícilmente podría desarrollar otras artes que la construcción de las más toscas barracas y herramientas. Cuando hablamos de las pirámides y de los canales que fueron construidos por el trabajo forzado, olvidamos las gran cantidad de cambios que tales obras implican.
Muchos, si no los más de los escritores de Economía Política, han tratado del cambio como de una parte de la distribución. Pertenece, por el contrario, propiamente, a la producción. Es cambiando y al través del cambio como el hombre obtiene y es capaz de ejercer la facultad de cooperación por la cual, con el avance de la civilización, aumenta tan enormemente su capacidad productora de riqueza.
El motivo del cambio es el postulado primario de la Economía Política: el hecho universal de que el hombre busca la satisfacción de sus deseos con el menor esfuerzo. Esto conduce a los hombres por un universal impulso a buscar la satisfacción de sus deseos comerciando siempre que puedan obtener así la satisfacción del deseo con menos esfuerzo que por otro camino; y por virtud de las leyes naturales, tanto físicas como mentales, explicadas en el capítulo II de este libro, esté es, desde el origen mismo de la sociedad humana y aumentando con su progreso, el medio más fácil de procurarse la satisfacción del mayor número de deseos.
Y en adición a las leyes ya explicadas, aun hay otra ley o condición de la naturaleza relativa al hombre, de la que obtiene ventajas para el enorme acrecentamiento del poder productivo por medio del cambio.26
Exponiendo que la competencia lleva el comercio, y por consecuencia los servicios, a su justo nivel
(La competencia es la vida del comercio.-Antiguo y verdadero adagio.-La creencia de que es un mal, proviene de dos causas: una mala y otra buena.-La causa mala se encuentra en la raíz del proteccionismo.-La ley de la competencia es una ley natural.-La competencia es necesaria para la civilización).27
Que «la competencia es la vida del trabajo», es un adagio antiguo y verdadero. Pero en el sentir vulgar y en la literatura corriente son tantos los que suponen que la competencia es un mal, que vale la pena de examinar con alguna extensión su causa y oficio en la producción de la riqueza.
Esta suposición de que la competencia es un mal y una injusticia que debe ser restringida y realmente abolida en el más alto interés de la sociedad, nace en gran parte del deseo de los hombres de beneficiarse indebidamente a expensas de sus conciudadanos, torciendo las leyes naturales de la distribución de la riqueza. Esto es verdad respecto de la forma de socialismo conocida en tiempos de Adam Smith como sistema o teoría mercantil, y que aún existe, poco disminuida en su fuerza, bajo el nombre general de proteccionismo. En parte proviene también de un origen más noble, procediendo de una recta indignación contra la monstruosa desigualdad en la actual distribución de la riqueza en todo el mundo civilizado, acompañada del erróneo supuesto de que las desigualdades son debidas a la competencia.
No me propongo tratar aquí ni del proteccionismo ni del socialismo propiamente dichos, porque mi intención no es la de discutir ni refutar, sino meramente la de descubrir y explicar las leyes naturales que conciernen a la ciencia de la Economía Política. Pero la ley de la competencia es una de estas leyes naturales, sin cuya inteligencia no se puede entender completamente la economía o sistema por el cual aquella Inteligencia, a que tenemos que referir el origen de la existencia del mundo ha dispuesto que el progreso del género humano en la civilización sea un progreso hacia el general disfrute de riqueza literalmente ilimitada.
La competencia de los hombres con sus semejantes en la producción de la riqueza tiene su origen en el impulso para satisfacer los deseos con el menor gasto de esfuerzo.
La competencia es verdaderamente la vida del tráfico en un más profundo sentido del de que sea un mero facilitador del tráfico. Es la vida del tráfico, en el sentido de que su espíritu o impulso es el espíritu o impulso del tráfico o comercio.
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Exponiendo la conformidad de todos los economistas acerca de los nombres y del orden de los factores de la producción
Tierra y trabajo, elementos necesarios en la Producción.-Adición de un elemento compuesto: capital.-Razón de la insistencia en esta conformidad en cuanto al orden.
Todos los economistas dan como factores de la producción tres: tierra, trabajo y capital. Y, sin excepción que yo conozca, los enumeran en ese orden. Este es verdaderamente el orden natural, el orden de su aparición. El mundo, en cuanto la Economía Política lo considera, comienza por la tierra. La razón nos dice que la tierra, con todas sus facultades y potencialidades, aun incluyendo toda la vida vegetal y animal, existía antes de que el hombre fuese, y tuvo que existir antes de que éste pudiera ser. Pero que estuviera «sin forma y vacío» o ya animado con las más bajas formas de la vida, mientras no hubiese en el mundo sino el elemento económico tierra no podía haber producción en el sentido económico, y no habría riqueza. Cuando el hombre apareció y el elemento económico trabajo fue añadido al elemento económico tierra, principió la producción, y su producto la riqueza, resultó. Más adelante (porque en los mitos y poemas, en que el género humano ha expresado cuanto el más sabio pudo decir acerca de nuestros más remotos principios, han gustado siempre de pintar una edad de oro desprovista de cuidados) o más probablemente, casi en seguida (porque en sus mismos comienzos, nuestra raza tiene que haber poseído aquella razón que es la cualidad característica del hombre), se vio el mayor poder que podía alcanzar empleando la riqueza en ayuda del trabajo, y apareció un tercer factor de la producción: el capital.
Pero debe anotarse una diferencia de naturaleza e importancia entre este tercer factor y los dos factores que le preceden. La tierra y el trabajo son factores originales y necesarios; no pueden resolverse el uno en el otro y son indispensables para la producción, siendo necesarios para la producción en todas sus formas. Pero el capital no es un factor originario. Es un compuesto o factor derivativo, resultante de la unión de los dos factores originales, tierra y trabajo, y resolviéndose en un final análisis en una forma del factor activo, trabajo. No es indispensable para la producción, siendo necesario, como antes hemos explicado, no en todos los modos de producción, sino solamente en algunos modos. Sin embargo, la parte que le corresponde en la producción es tan separable, y la conveniencia de distinguirla de los factores originales es tan grande, que ha sido propiamente considerado por los primeros escritores de Economía Política y sus sucesores como un factor separado; y los tres elementos por cuya unión es producida la riqueza en el estado civilizado, se denominan y enumeran así: 1.º, tierra; 2.º, trabajo, 3.º, capital.
Podrá parecer superfluo al lector que haya insistido tanto sobre el orden de los tres factores de la producción, porque el que la madre tiene que preceder al hijo, no es más evidente que el que la tierra tiene que preceder al trabajo y que el trabajo tiene que preceder al capital. Pero he insistido en esta cuestión de orden, porque es la clave de confusiones que han llevado la enseñanza de la ciencia de la Economía Política al absurdo y a la estupidez. Cada uno de aquellos escritores que han condescendido en definir los términos que usaban ha admitido verdaderamente, en esas definiciones, el orden natural de los tres factores de la producción. Pero quien quiera que los siga verá que, sin que al parecer se den cuenta de ello, estos mismos pronto han incurrido en una inversión de dicho orden y haciendo literalmente al último primero, llegan a afirmar que el capital es el primer factor en la producción. El socialismo, que tan indebida preeminencia da al capital y que tan completamente a ciegas está todavía respeto de la verdadera naturaleza y funciones del capital, tiene la raíz de sus absurdos en las enseñanzas de los economistas clásicos.
Pero los resultados de esta confusión en cuanto a la naturaleza y orden de los factores de la producción serán más extensamente tratados cuando lleguemos a considerar la distribución de la riqueza. Aquí no es necesario sino puntualizar el orden verdadero de los factores de la producción y esclarecer lo que éstos son. Estudiémoslos uno a uno.
Exponiendo que la tierra es el factor natural o pasivo en toda producción
El vocablo «tierra».-«Propietarios».-El trabajo es el único factor activo.
El hombre produce extrayendo de la Naturaleza. Tierra, en Economía Política, es la denominación de aquello de donde el hombre extrae, de aquello que tiene que existir antes de que el hombre mismo pueda existir. En otras palabras: el vocablo tierra, en Economía Política, significa el elemento natural o pasivo de la producción, y comprende el conjunto del mundo externo accesible al hombre, con todos sus poderes, cualidades y productos, excepto apenas aquellas porciones de él que durante algún tiempo están comprendidas en el cuerpo humano o en sus productos, y que, por consiguiente, pertenecen temporalmente a las categorías hombre y riqueza, pasando otra vez al ser reabsorbidas por la Naturaleza a la categoría tierra.
El significado original y ordinario de la palabra tierra es el de superficie seca del Planeta, en cuanto distinta del agua o del aire. Pero el hombre, para distinguirse de los habitantes del agua o del aire, es primariamente un animal terrestre. La superficie seca del Planeta es su habitación, la única sobre la cual puede aventurarse, o mediante la que puede hacer uso de otro elemento u obtener acceso a cualquiera otra cosa o potencia material. Así, como término jurídico, tierra significa, no solamente la superficie seca del Planeta, sino todo lo que está por cima de ella y lo que puede estar debajo de ella, desde el zenit al nadir. Por la misma razón, la palabra tierra recibe análoga extensión de significado cuando se emplea como un término de Economía Política, y comprende cuanto, teniendo forma material, el hombre ha recibido o puede recibir de la Naturaleza, es decir, de Dios.
Así, el término tierra, en Economía Política, significa el factor natural o pasivo sobre el cual y por el cual, o mediante del cual, el trabajo produce y únicamente puede producir.
Pero tiene que conservarse cuidadosamente en el pensamiento que la tierra es sólo un factor pasivo en la producción. Es una cosa, no una persona, y aunque la tendencia a la personificación conduce no sólo en poesía sino en el lenguaje común a usar de frases que atribuyen sentimientos y acciones a la tierra, es importante recordar que cuando nosotros hablamos de un paisaje risueño, hosco o agrio, de una tierra generosa o avara, de la tierra que da o que recibe, remunera o niega, o de la Naturaleza que tienta o prohíbe, ayuda o impide, estamos sencillamente empleando figuras del lenguaje más o menos forzadas o más o menos graciosas para expresar nuestros propios sentimientos, reflejándolos sobre objetos inanimados. En la producción de la riqueza, la tierra no puede actuar; sólo puede ser elemento sobre el que se actúa. Únicamente el hombre es el actor.
Ni se cambia o elimina este principio cuando usamos la palabra tierra como expresión de las personas que poseen la tierra. Los propietarios, como tales propietarios, son tan puramente pasivos en la producción como la tierra misma; no toman parte en producción alguna. Cuando Arturo Young habla de la magia de la propiedad convirtiendo las arenas en oro, habla usando el lenguaje figurado. Lo que quiso decir es que el efecto de la seguridad en el disfrute del producto del trabajo sobre la tierra induce a los hombres a emplear ese trabajo con más asiduidad e inteligencia, y aumentar así el producto. La tierra no puede conocer si el hombre la mira como propietario o no, ni este hecho afecta en modo alguno a sus poderes. La arena es arena y el oro oro, y la lluvia cae y el sol relumbra, tan poco afectados por las consideraciones morales que los hombres admiten como el alambre del telégrafo lo está por el significado de los mensajes que al través de él pasan, o como la roca lo está por el trino de los pájaros que vuelan sobre ella.
Hablo de esto, porque aunque su definición de tierra como factor en la producción es precisamente la que yo he dado, en los tratados de Economía Política más prestigiosos hay una tendencia constante a suponer que los propietarios, por medio de su propiedad sobre la tierra, contribuyen a la producción.
Que las personas a quienes llamamos propietarios pueden contribuir con su trabajo o su capital a la producción, es, naturalmente, verdad; pero que contribuyan a la producción como propietarios y por virtud de esta propiedad es tan ridículamente imposible como lo sería la creencia de un lunático en que su propiedad de la luna es la causa de la brillantez de ésta.
No podríamos, aunque quisiéramos, ni lo haríamos aunque pudiésemos, eludir enteramente las metáforas; pero en Economía Política tenemos siempre que atribuirles cuidadosamente su verdadero significado.
Exponiendo que el trabajo es el factor humano o activo en toda producción
El vocablo trabajo es el único factor activo en la producción de riqueza, y de naturaleza espiritual.
Todas las acciones humanas, o al menos todas las acciones humanas conscientes, tienen su origen en el deseo, y su fin o mira es la satisfacción del deseo. La acción intermediaria por la cual el deseo consigue llegar a su satisfacción es el esfuerzo. El nombre económico de este esfuerzo es trabajo. Es el factor activo, y desde el punto de vista humano, el factor primario o iniciador en toda producción: aquél que siendo aplicado a la tierra, origina todas las transformaciones que conducen a la satisfacción del deseo que es posible al hombre obtener en el mundo material.
En Economía Política no hay para este esfuerzo otro nombre que trabajo. Es decir, el término trabajo comprende todo esfuerzo humano en la producción de la riqueza, sea cual fuere su medio. En el lenguaje común hablamos frecuentemente de trabajo cerebral y de trabajo manual como si fueran dos clases distintas de esfuerzo, y de trabajo se habla frecuentemente como si sólo implicara esfuerzo muscular. Pero en realidad, toda forma de trabajo, es decir, toda forma del esfuerzo humano en la producción de la riqueza por cima del que el ganado pudiera realizar requiere el cerebro humano tan verdaderamente como las manos del hombre, y sería imposible sin el ejercicio de facultades mentales por parte del trabajador.
El trabajo, de hecho, es únicamente físico en su forma externa. En su origen es mental o, en análisis estricto, espiritual. Es verdaderamente el punto en el cual, o el medio por el cual el elemento espiritual que reside en el hombre, el Yo o esencia, principia a ejercitar su intervención sobre la materia y el movimiento, y a modificar el mundo material conforme a sus deseos.
Así como la tierra es el factor natural o pasivo en toda producción, el trabajo es el factor humano o activo. Del mismo modo es el factor iniciador. Toda producción resulta de la acción del trabajo sobre la tierra, y de aquí que pueda decirse verdaderamente que el trabajo es el productor de toda riqueza.
Exponiendo que el capital no es un factor primario, sino que procede de la tierra y del trabajo, y es una forma o empleo de la riqueza
El capital es, esencialmente, trabajo elevado a un más alto poder.-Dónde puede y dónde tiene que ayudar al trabajo.-Por sí solo es impotente.
Los factores primarios de la producción son trabajo y tierra, y de su unión dimana toda producción. Su producto concreto es riqueza, que es tierra modificada por el trabajo de modo que se adapte o sea mejor adaptada para la satisfacción de los deseos humanos. Lo que usualmente distinguimos como el tercer factor de la producción, capital, es, como hemos visto, una forma o empleo de la riqueza.
El capital, que no es en sí mismo un elemento distinguible, sino que debe recordarse siempre que consiste en riqueza aplicada a auxiliar el trabajo en una posterior producción, no es un factor primario. Puede haber producción sin él y tiene que haber habido producción sin él, puesto que no puede haber aparecido en primer término. Es un factor secundario y compuesto, que viene después como resultado de la unión del trabajo y la tierra en la producción de riqueza. Es, en esencia, trabajo elevado por una segunda unión con la tierra a un tercero o más alto poder. Pero es para la vida civilizada tan necesario e importante que justificadamente se le ha concedido en Economía Política el puesto de un tercer factor para la producción. Sin el uso del capital, el hombre no podría elevarse sino muy poco sobre el nivel de los animales.
En el capítulo II de este libro he clasificado ya los varios modos de la producción en tres grupos: adaptando, criando y cambiando. Ahora bien, en el primero de estos modos, que he llamado adaptando, el cambio de productos naturales en forma o en lugar de modo que se adapten a la satisfacción de los deseos humanos, el capital puede ayudar al trabajo y en la más alta forma de este modo tiene que ayudar al trabajo. Pero no es absolutamente necesario, al menos en las más bajas formas. Se puede capturar algunos de los mas pequeños y menos poderosos animales y obtener los frutos naturales y los vegetales, fabricar algunas toscas guaridas y vestidos, y adaptar algunas rudas formas de riqueza, desde el mundo mineral, sin aplicación de capital.
Pero en el segundo y tercero de estos tres modos, los denominados criando y cambiando, el capital tiene que ayudar al trabajo, es indispensable. Porque no puede haber cultivo de plantas o cría de animales, a menos que vegetales o animales previamente elevados a la categoría de riqueza se consagren, no al consumo que da directa satisfacción a los deseos, sino a la producción de más riqueza; y no puede haber cambio de riqueza a menos que alguna parte de ella sea aplicada por sus dueños, no al consumo, sino al cambio por otra riqueza o por servicios.
Debe observarse que el capital, por sí mismo, nada puede hacer. Es siempre un factor subsidiario, nunca iniciador. El factor iniciador es siempre el trabajo, es decir: en la producción de la riqueza, siempre el trabajo emplea al capital; nunca es empleado por el capital. Esto no sólo es verdad literalmente, cuando por el término capital significamos la cosa capital.
También es verdad cuando personificamos el término y significamos por él, no la cosa «capital», sino los hombres que poseen capital. El capitalista puro y simple, el hombre que solamente dispone de capital, tiene en sus manos el poder de ayudar al trabajo para producir. Pero, exclusivamente como capitalista, no puede ejercitar este poder. Únicamente puede ser ejercitado por el trabajo. Para utilizarlo tiene él propio que ejercitar, al menos, alguna de las funciones del trabajo o que poner su capital, en ciertas condiciones, al servicio de aquéllos que las ejercitan.
Hablo de esto porque es costumbre, no sólo en el lenguaje vulgar sino en muchos escritores de Economía Política, hablar como si en la producción el capital fuese el factor iniciador y como si el capital o los capitalistas empleasen al trabajo; cuando de hecho, cualquiera que sea la forma del convenio para el uso del capital, es siempre el trabajo el que origina la producción y el ayudado por el capital, nunca el capital el que origina la producción y es ayudado por el trabajo.
Nunca se retendrá demasiado en la mente que el trabajo es el único productor, tanto de riqueza como de capital. La apropiación no puede producir nada. Su único poder es el de afectar a la distribución con el castigo de dificultar la producción. Aquélla puede poner riqueza o capital en las manos del apropiante, cogiéndolos de las de otros; pero nunca puede engendrarlos.