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La ciencia de la economía política

Henry George



Pero no debe esperarse ningún gran adelanto en las ciencias, especialmente en su parte práctica, a menos que la Filosofía natural preceda a las ciencias particulares; y además, a menos que estas ciencias particulares sean a su vez sometidas a la Filosofía natural. Por falta de ello, la Astronomía, la óptica, la Música, muchas artes mecánicas y, lo que parece más extraño aun, la Filosofía moral y civil y la Lógica, se levantan poco sobre sus cimientos y sólo desfloran la variedad y superficie de las cosas, o sea: porque después de que estas ciencias particulares se han formado y separado, no han continuado siendo nutridas por la Filosofía natural, que tiene que comunicarles su fuerza y desarrollo; y, en consecuencia, no ha de admirar que las ciencias no prosperen cuando están separadas de sus raíces.-Bacon, Novum Organum.

A August Lewis, de New York, y a Tom L. Johnson, de Cleveland, Ohio, quienes espontáneamente, y sin indicación ni conocimiento míos, me proporcionaron el vagar necesario para escribirla, les dedico afectuosamente lo que en este sentido es su obra.

H. G.




ArribaAbajoPreliminares


ArribaAbajoPrólogo del traductor

Las doctrinas económicas de Henry George van transformando rápidamente, no sólo la vida política y social de cada uno de los países que se apellidan cultos, sino los fundamentos mismos de la civilización contemporánea al través de la legislación. Dos libros recientemente publicados constituyen un resumen de los testimonios que comprueban este aserto, resumen bastante para persuadir a los más incrédulos o a los más ignorantes. El primero se titula Land Values Taxation In Practice, escrito por uno de los más fervientes y capaces georgistas, Max Hirsch, el autor insigne de Democracy versus Socialisme, e impresa en Australia el año 1910. El otro, se titula: L'Impôt sur la rente foncière, por Amic, y acaba de ver la luz en Francia. El autor de este último, que bajo un pseudónimo se encubre, no solamente no es georgista, sino que desconfía de que los problemas y vaticinios hechos por los fieles seguidores de la doctrina de Henry George lleguen a prevalecer alguna vez en el mundo. Pero los hechos son los hechos, más fuertes que todas las prevenciones, más evidentes que todos los augurios. Y en uno y otro trabajo se recogen todas aquellas iniciativas de carácter legislativo o gubernativo que, en el correr de algunos años, han sido llevadas a la práctica bajo la inspiración de las doctrinas económicas de Henry George hasta las fechas respectivas de la publicación de ambos libros.

Y según el resultado que la vida misma acusa, en aquellos distintos parajes, de historia y costumbres también diversas, de circunstancias y medios naturales diferentes, donde se ha hecho la aplicación de estas fórmulas de reforma fiscal, que son el comienzo y el agente indispensable de la verdadera reforma social, las deducciones que de la lectura de esos dos libros se desprenden pueden sintetizarse principalmente, en estas dos: primera, cada año señala una visible progresión en las iniciativas de orden legal encaminadas a llevar a la práctica las doctrinas económicas de Henry George; segunda, en todas partes, lo mismo allí donde la aplicación ha sido defectuosa y entremezclada con otras fórmulas financieras y económicas, como Alemania, que donde las aplicaciones revisten los caracteres de estricto rigor lógico inherente a las doctrinas georgistas, como en el Canadá, los efectos han sido tan beneficiosos que quienes a nombre de las colectividades que las disfrutan han hablado, pueden declarar terminantemente, que sus pueblos no volverán a los antiguos sistemas de tributación y que las predicciones hechas por los propagandistas se han cumplido.

¿Cuáles son esas doctrinas de las que su autor pudo decir, a los pocos años de exponerlas, que nunca en sus sueños había entrado la esperanza de una tan rápida difusión por el mundo? Henry George las ha desenvuelto, examinando el problema social, en diferentes obras. La más grande de todas ellas es Progreso y miseria, racionalmente una desde el principio al fin, cada una de cuyas partes es tan vigorosa que de ellas ha podido decir Tolstoi, que no hay sino dos medios de combatirlas: falsearlas o ignorarlas. Una de las derivaciones de su doctrina económica, la referente al intercambio mercantil, es analizada hasta agotarla en el libro ¿Protección o libre cambio?, complemento de Progreso y miseria. Fueron éstas, como las demás obras que, comenzando en La cuestión de la tierra, terminan en Un filósofo perplejo, libros de combate. Y hacía falta a la propaganda de esas doctrinas otra obra donde, sin el ardor de la polémica, se desenvolviera didácticamente las verdades fundamentales de la ciencia económica cuya derivación y aplicación a la realidad florece en lo que es realmente la obra total de Henry George: una filosofía social. Este libro, fruto de los trabajos del insigne apóstol durante sus últimos tiempos, está escrito y publicado; es el que se titula La ciencia de la economía política, cuya traducción ofrezco hoy al lector.

Acaso porque esta exposición era la más necesaria, La ciencia de la economía política es el libro de Henry George que menos se ha traducido. De Progreso y miseria se han hecho ediciones en todos los idiomas del mundo, desde el inglés en que se escribió originalmente hasta el japonés y el chino; mas aun, acaso es la única obra de este carácter que se ha traducido al idioma de los ciegos. Pero La ciencia de la economía política no ha sido traducida a ninguno de los idiomas latinos: ni al francés, ni al español, ni al italiano, ni tampoco a ninguno de los lenguajes orientales.

En el cúmulo de las obras que abarrotan las voluminosas bibliografías, pudiera excusarse esta omisión, siempre extraña, si no fuese acompañada de otra muy significativa. En la inmensa mayoría de los modernos tratados de «Economía Política» aquéllos que sirven de texto para la enseñanza de las nuevas generaciones, apenas se habla de Henry George; mas cuando, por excepción, se refieren a él, se alude, exclusivamente a Progreso y miseria, omitiendo toda referencia. a La ciencia de la economía política. Y así se explica que hombre del saber inmenso de Costa, acaso el único escritor español que, en sus referencias a las doctrinas de Henry George, no ha sido infiel atribuyéndole lo que nunca aquél dijo, y hasta lo que expresa y terminantemente reprobó como ocurre en algunos de los libros de texto que se estudian en la propia Universidad de Madrid,-al resumir la doctrina georgista en su magno libro Colectivismo agrario en España invoca sólo el testimonio de Progreso y miseria, sin acordarse, sin duda por desconocerla, de la obra fundamental: La ciencia de la economía política.

Y es, que refiriéndose a Progreso y miseria puede presentarse a Henry George, única y exclusivamente como un reformador Político o al menos como un innovador social que, aspirando a hacer colectivo el uso de la tierra, se confunde, parcialmente, con la inmensa multitud de escritores socialistas, y, de paso, puede negársele la condición de economista, según escritores pseudo-cultos han hecho repetidas veces durante estos años en que, con motivo de la trasformación inglesa, no ha sido lícito ignorar la existencia de las doctrinas de aquel gran hombre. Pero exhumando La ciencia de la economía política, ese título de economista no se le puede negar, y es visible la vituperable maniobra, la deliberada superchería de sustraer en la enseñanza de los conocimientos económicos, las doctrinas de aquél que en la teoría fundamental de esta ciencia, cualquiera que sea el grado de asentimiento que los creyentes en otras escuelas le otorguen, tiene que respetarse como una vigorosa personalidad, como un original pensador a quien el curso de los años, el movimiento de las multitudes y las tendencias de la vida social van otorgando favorable sanción.

Esta omisión no carece de motivo; hay dos razones para ella; una, la íntima convicción de que la Economía Política, fraguada en el siglo XIX, ha fracasado plenamente en sus conclusiones y en sus pronósticos. Incongruente en sus doctrinas, inmoral en la inmensa mayoría de sus dogmas, no sólo resulta impotente para remediar aquellos males de carácter social cuyo alivio se propuso, sino que los agrava hasta el punto de que, no por una reflexión gradualmente elaborada, sino por un grito de la conciencia, la multitud, espíritus escogidos y, hombres vulgares, la rechaza y condena unánimemente. Y sin embargo, sobre los dogmas principales de esa Ciencia Económica está fundada la actual vida social. Sus doctrinas acerca de la riqueza, del valor y de la distribución, muy especialmente en lo relativo al salario, y al intercambio, son el armazón de la política económica de los Estados modernos y el cimiento del edificio social en todo el mundo civilizado. El fracaso de la doctrina económica acarrea el fracaso de la vida social y de la civilización; de los males de ésta es responsable aquélla. La voz de Henry George se alza en nombre de una ciencia más luminosa y lógicamente forjada, para establecer la relación entre las úlceras sociales y los errores económicos; da carácter científico a la condenación que sobre la economía universitaria ha recaído; y junto a los viejos cánones amparadores de la injusticia, sustentadores del privilegio, justificadores de la expoliación, bandera del vasto latrocinio que tiene por teatro la vida social, levanta una nueva doctrina económica distinta, sobre la riqueza, el valor y la distribución, el salario y el intercambio, que no sólo concuerda estrictamente con aquella ley inmutable que es superior a la voluntad y a los intereses humanos: la ley moral, principio y norma inexcusable de todo sano vivir social, sino que evidencia cuales son los errores cometidos, cuales los caminos para remediarlos, y de qué manera natural y lógica las sociedades pueden ascender hasta un grado de sanidad y de justicia que permita el desarrollo de una nueva y más alta civilización. La ciencia de economía política de Henry George, encierra pues, toda una política de acción frente a la cual estarán constantemente la injusticia y el privilegio, y que a su lado hallará la miseria y el desamparo injustos. Sus enemigos son poderosos; y, concertados por el común interés, han hecho lo posible por combatirla hasta ahora con el silencio; en adelante, emplearán otras armas; pero su acción será ineficaz, porque La ciencia de la economía política expuesta por Henry George, tiene el privilegio de la verdad, a la que basta el ser discutida para vencer.

El primer esfuerzo de Henry George es levantar de nuevo la «Economía Política» a la dignidad de ciencia, de la cual había sido depuesta, aunque conservando el nombre, por los modernos tratadistas. Entre éstos, y muy especialmente entre los alemanes, que con singular predilección la han cultivado, la ciencia de la «Economía Política» es un torpe amasijo de hechos sin nexo que los una, sin racional trabazón que los encadene, contradictorios entre sí muchas veces, amañados de manera que de ellos se pueda hacer aquellas deducciones que mejor convengan con prejuicios aceptados, con teorías admitidas o con los intereses a cuyo servicio están los expositores. De ahí la exaltación que en estos últimos tiempos se ha hecho de la utilidad de las estadísticas. La obra estadística, labor puramente burocrática, no sólo es subalterna respecto de la ciencia sino que, las más veces, es dañosa para ésta. Bien puede sospecharse que las apologías calurosas de las estadísticas que en los modernos tiempos suelen hacerse, no llevan otro fin que encubrir la pobreza de razonamientos o disimular la falacia de éstos. La Ciencia, no es obra de estadísticas ni resultado de hechos: la Ciencia, que es el conjunto de verdades alcanzadas en un orden por la mente humana, es obra de razón. Los hechos podrán comprobar sus deducciones, servirle de ejemplos; pero ni son los materiales con que la ciencia se levanta, ni pueden, aunque se los agrupe y se los ilumine, usurpar el puesto que a la obra de la razón, deduciendo lógicamente, corresponde. Por eso, toda Economía fundada sobre hechos está sujeta a las vicisitudes del tiempo y del lugar, cambiando a medida que la realidad se transforma y modificándose según las aportaciones de nuevas cifras o datos influyan sobre ella; mientras que una verdadera ciencia es permanente en todo tiempo y lugar, sólo modificable por la obra de nuevos raciocinios que evidencie errores en las premisas o extravíos en la deducción. Y este es el carácter distinto de La ciencia de la economía política de Henry George frente a los indigestos e inútiles tratados con que, usualmente, se pretende enseñar Economía Política.

La pieza maestra de la doctrina económica de Henry George, es la teoría del valor, tan clara y evidente que basta exponerla para aceptarla como axiomática, y ante cuya luz huyen en tropel las innumerables confusiones que, las falsas teorías del valor tradicionalmente aceptadas y las más modernas de Marx y de la Escuela Austriaca arrojan sobre los espíritus cuando se las contrasta con los hechos. La distinción entre valor de producción y valor de obligación es inapreciable como germen de toda una doctrina de reforma social: porque, excluyendo del carácter de riqueza todo valor de obligación, señala inequívocamente en qué consiste la verdadera prosperidad de un pueblo, reduce a muy pocas y sencillas las ideas que ese proceso tiene que asociar para orientarse seguramente en este problema, y allana el camino para percibir sin sombras cómo todo el problema social es meramente un problema de distribución y cómo la distribución de la riqueza tiene sus cánones naturales, por cuya pendiente se llega de un modo natural e insensible a la convicción clara de que la miseria y los dolores sociales tienen por origen la perturbación que actos o leyes de los hombres introducen en esas leyes naturales de la distribución.

Sería labor imposible enumerar en este prólogo todas aquellas nuevas doctrinas que Henry George introduce en la ciencia económica. Damos a la estampa la primera versión de este libro admirable. Su lectura, debe recomendarse, no a los especialistas de estas materias tan sólo, ni siquiera a los hombres públicos cuyos aciertos dependen principalmente de las claras concepciones que acerca de los fenómenos económicos, resortes del desarrollo de la civilización, tengan, sino a todos los hombres conscientes, porque la materia económica es de tal índole, que no hay ciudadano alguno que no formule a diario sus criterios acerca de problemas en ella comprendidos; y aquellos criterios, en los regímenes de opinión, que predominan en todos los pueblos gobernados más o menos democráticamente, son los que, en último término, determinan las resoluciones del poder público y afianzan aquellos errores que, cuidadosamente fomentados por los intereses injustos, son obstáculos hasta ahora decisivos para una labor de reforma y florecimiento.

Baldomero argente.






ArribaAbajoNota preliminar

Este libro, comenzado en 1891, al regresar de un viaje de propaganda por Australia y de una excursión por el mundo, surgió del propósito, largo tiempo acariciado por el autor, de escribir un libro de texto, que presentara concisamente los principios de una Economía Política verdadera. Este «Compendio de Economía Política» establecería directamente, en forma didáctica, los principios fundamentales de lo que aquél consideraba exacta e indiscutible ciencia, relegando su discusión a una obra posterior y más extensa.

Sin embargo, antes de seguir adelante, el autor advirtió la dificultad de establecer sencillamente los principios, mientras existieran tantas confusiones sobre el significado de los vocablos. Se vió obligado, por consiguiente, a cambiar su plan y ofrecer primero el libro más extenso, que reconstruyera la «Economía Política» y examinara y explicara tanto la terminología como los principios; y que, comenzando por lo primero, estudiara el nacimiento y desarrollo parcial de esta ciencia en manos de sus fundadores hace un siglo, mostrando de este modo, el gradual bastardeamiento que había experimentado y su definitivo abandono por los profesores titulados, acompañándolo con un balance de la difusión de esta Ciencia, fuera e independientemente de las escuelas, en la filosofía de la realidad que ahora comienza a cundir por el mundo con el nombre de «Impuesto único».

Poco después de que este libro estuviera en marcha, el autor lo interrumpió para escribir un folleto en respuesta a la Encíclica papal (La condición del trabajo, 1891) y más tarde lo volvió a interrumpir para escribir un libro examinando la adjuración de Mr. Herbert Spencer, de sus ideas sobre el problema de la tierra (Un filósofo perplejo, 1892). Salvo estas interrupciones y algunos circunstanciales escritos de periódico y revista, conferencias y discursos políticos, consagró a esta obra continuamente su gran entendimiento, hasta que comenzó la campaña electoral para el cargo de Mayor (en New York), hacia cuyo final le sobrevino la muerte, en 29 de Octubre de 1897.

Si La ciencia de la economía política hubiera sido enteramente terminada conforme el plan de su autor, tendría un extenso Libro V, sobre la moneda, y la naturaleza y funciones del Salario, Interés y Renta hubieran sido plenamente estudiadas en el Libro IV; pero la obra, según quedó, estaba, a juicio de su autor, completa en lo esencial, y las partes interrumpidas, para citar las propias palabras de aquél, pocos días antes de su muerte, «indicaban la dirección en que mi (su) pensamiento se orientaba».

El prefacio del autor es fragmentario. Lleva en el manuscrito una fecha en lápiz, «Marzo, 7, 1894», y se transcribe aquí de una apretada escritura utilizada por él en los borradores de sus libros.

Aparte de poner los sumarios en cuatro capítulos iniciales (indicados con notas al pie), de la adición de un índice y de la corrección de unos pocos errores de pluma notorios, el libro se presenta aquí tal como lo dejó el autor, deseando los discípulos de éste que la obra saliera a luz sin que otras manos la tocaran.

Henry George, hijo.

New York, 1 de Febrero de 1898.




ArribaAbajoPrólogo del autor

En Progreso y miseria rehíce la «Economía Política» en aquellos puntos que a la sazón lo necesitaban. Las impugnaciones han servido sólo para demostrar la solidez de las ideas allí expuestas.

Pero Progreso y miseria no abarcaba todo el campo de la Economía Política y su carácter fue, necesariamente, más de amplia polémica que de índole constructiva. Para hacer más entonces, necesitaba disponer de tiempo. Tampoco lo creí necesario. Pues, aun cuando reconocía la magnitud de las fuerzas que se revolverían contra la sencilla verdad que yo trataba de esclarecer, pensé que, consiguiendo Progreso y miseria despertar cierto interés, habría siquiera algún catedrático de Economía Política que, comprobando las ignoradas verdades que yo trataba de sacar a luz, aceptaría aquella parte de la verdad ya comprendida y asentada.

Los años transcurridos desde la publicación de Progreso y miseria, los he consagrado a la propaganda de las verdades enseñadas allí, por medio de libros, folletos, artículos de revista, trabajos de periódico, conferencias y discursos, con tan grande éxito que no sólo supera a lo que hace quince años podía yo haber esperado obtener en ese plazo, sino que me dan motivo para creer que de todos los hombres de quienes yo he oído que intentaron una obra tan grande contra desigualdades tan hondas, he sido el más favorecido en el propósito de despertar el pensamiento.

No sólo donde se habla la lengua inglesa, sino en todas partes del mundo están surgiendo hombres que llevarán hasta su final triunfo el gran movimiento que Progreso y miseria comenzó. La obra magna no está hecha, pero está comenzada y no se interrumpirá jamás.

La noche en que yo concluí el capítulo final de Progreso y miseria sentí que había respondido a las dotes que la Naturaleza me confiara; me sentí más plenamente satisfecho, más profundamente agradecido que si todos los reinos de la tierra hubieran sido puestos a mis pies; y aunque los años han justificado, no obscurecido, mi fe, aún me queda algo por hacer.

Pero la reconstitución de la Economía Política no ha sido hecha. Así, he pensado que lo más útil que podía hacer para extender tanto como pudiera la obra de propaganda y dirigir prácticamente el movimiento, es escribir este libro.




ArribaAbajoIntroducción general

Razón de este libro

Trataré en este libro de presentar, en forma clara y sistemática, los principios fundamentales de la Economía Política.

La posición que adoptaré no es la de un maestro que define lo que debe creerse, sino mejor la de un guía, que señala lo que mirando se ve. Lejos de pedir al lector que me crea ciegamente, le instaré a que no acepte afirmación de la que pueda dudar y a que no adopte conclusión alguna que no esté certificada por su propia razón.

Digo esto, no en hipócrita descargo mío, ni en ocioso cumplimiento para el lector, sino a causa de la naturaleza y condiciones actuales de la Economía Política.

De todas las ciencias, la Economía Política es la que tiene más importancia práctica para los hombres civilizados de hoy. Porque es la ciencia que trata de la naturaleza de la riqueza y de las leyes de su producción y distribución; es decir, de las materias que absorben la mayor parte del pensamiento y esfuerzo de la mayoría de nosotros: el ganarse la vida. Comprende en sus dominios casi todas aquellas inquietantes cuestiones que alientan en el fondo de nuestra política y nuestra legislación, de nuestras teorías sociales y de gobierno y aun, en mayor medida de lo que puede suponerse a primera vista, de nuestras filosofías y religiones. Es la ciencia a que corresponde resolver los problemas que, al terminar la centuria de mayor desenvolvimiento material y científico que el mundo vio hasta ahora, ennegrecen el horizonte futuro en todos los países civilizados: la única ciencia que puede hacer a nuestra civilización capaz de sustraerse a la catástrofe que ya la amenaza.

Sin embargo, aún siendo extraordinaria la importancia práctica de la Economía Política, quien hoy quiera formar claro y seguro concepto de lo que ésta verdaderamente enseña, ha de lograrlo por sí propio. Porque no existe un conjunto de verdades aceptadas, ni consenso de autoridades reconocidas que aquél pueda admitir sin discusión. En cualquiera otra rama del saber, llamada propiamente ciencia, el investigador puede encontrar ciertos fundamentos admitidos por todos y no discutidos por ninguno de cuantos la profesan, fundamentos que puede aceptar confiadamente para incorporarles las indagaciones y experiencias de su tiempo. Pero en la Economía Política no puede encontrar esto aun, a pesar del largo tiempo que se cultiva y de la multitud de sus profesores. Si acepta la enseñanza de un escritor o de una escuela, la encontrará negada por otros escritores y otras escuelas. Esto sucede, no sólo en los problemas más complejos y delicados, sino en las cuestiones iniciales. Aun en materias análogas a las que en otras ciencias han sido ya asentadas desde hace tiempo, aquél que hoy busca reglas de unánime aceptación en la Economía Política, encuentra un caos de opiniones discordantes. Verdaderamente, tanto distan los primeros principios de ser admitidos con unanimidad, que todavía es materia de ferviente discusión si la protección o el librecambio contribuyen más a la prosperidad; un problema que en la Economía Política debe ser tan susceptible de respuesta exacta, como en la hidrodinámica el problema de si un barco debe ser más ancho que largo o más largo que ancho.

No se debe esto a falta de estudio detenido. No sólo no hay asuntos tan amplia y frecuentemente discutidos como los pertenecientes al dominio de la Economía Política, sino que en cada Universidad y Colegio hay ahora un profesor de esta ciencia, cuyo especial cometido es estudiarla y enseñarla. Pero, en ninguna parte hay incongruencias y confusiones tan ostensibles como en los escritos de estos hombres, ni nada tan adecuado para producir la impresión de que no hay ni puede haber una verdadera ciencia de la Economía Política.

Pero aunque esta discordancia demuestra que aquél que realmente quiera conocer por si propio la Economía Política, no puede confiar en la autoridad ajena, nada hay en ella que aleje la esperanza de que quien quiera utilizar su propia razón investigando honradamente la verdad, puede llegar a conclusiones firmes y claras.

Porque es visible que el motivo de que la Economía Política esté y haya de estar en litigio, consiste en su suprema importancia práctica y en que ésta ha estorbado el desarrollo de un conjunto de opiniones aceptadas y seguras.

En las condiciones actuales del mundo civilizado, la gran lucha entre los hombres es por la posesión de la riqueza. ¿No sería poco razonable esperar que la ciencia que trata de la producción y distribución de la riqueza se eximiera del influjo de esta lucha? Macaulay ha dicho bien, que si el discutir la fuerza de gravitación afectara a cualquier gran interés pecuniario, el más notorio de los hechos no estaría admitido aún. ¿Qué pues, podemos esperar que ocurra en la enseñanza de una ciencia que afecta directamente al más poderoso de los «intereses constituídos», que trata de la renta, salarios e intereses, de los impuestos y aranceles, de los privilegios, exenciones y subvenciones, de la circulación monetaria, arrendamientos y deudas públicas, de las ideas en que se fundan las asociaciones obreras y de los argumentos con que se defienden las asociaciones de capitalistas? La verdad económica, en las condiciones actuales no tiene que vencer, únicamente, el obstáculo de la indolencia o la rutina; está en su esencia sujeta a las supresiones y distorsiones producidas por el influjo de los más poderosos y vigilantes intereses. No solamente tiene que hacer su camino; tiene que permanecer constantemente en guardia. No puede ser confiada con seguridad a un escogido núcleo de hombres, por la misma razón que el hacer las leyes y administrar los negocios públicos tampoco se puede confiar de ese modo.

Hoy, singularmente, es cierto que todas las grandes cuestiones políticas son, en su raíz, problemas económicos. Así se ha introducido en el estudio de la Economía Política el mismo perturbador elemento que, petrificando a los hombres en el estudio de la Teología, escribió con sangre una larga página en la historia del mundo, y que, por lo menos una vez, influyó hasta en el estudio de la Astronomía impidiendo que se admitiera el movimiento de la Tierra alrededor del Sol hasta mucho después de estar demostrado. La organización de los partidos políticos, el ansia de lucha y poder nacen de aquél, y los fuertes prejuicios que infunde son siempre hostiles a la indagación y admisión de la verdad.

Y aunque los Colegios y Universidades e instituciones similares están organizados aparentemente para la cuidadosa investigación y honrada proclamación de la verdad, no se hallan ni pueden hallarse exentos de las influencias que perturban el estudio de la Economía Política y se encuentran especialmente imposibilitados, en las condiciones actuales, para un leal y adecuado examen de esta ciencia. Porque en las presentes condiciones sociales del mundo civilizado, nada es más claro que el que hay una profunda y general injusticia en la distribución de la riqueza, si no en su producción. El oficio de la Economía Política es descubrirla y una explicación verdaderamente leal, y honrada de esta ciencia, tiene que conseguirlo.

Pero cualquiera que la injusticia sea, los Colegios y las Universidades, según se hallan constituidos al presente, no pueden, por ley de su propia naturaleza, descubrirla o declararla. Porque sea cual fuere la naturaleza de esa injusticia, la clase rica, tiene, relativamente al menos, que aprovecharse de ella, y esta es la clase cuyas opiniones y deseos dominan en los Colegios y Universidades. Mientras la esclavitud era todavía fuerte, en vano mirábamos a los Colegios y Universidades y órganos prestigiosos de educación y opinión en nuestros Estados del Sur; eso nos ocurre en esta materia, con el Norte; para el reconocimiento de la injusticia de las condiciones sociales presentes, miraremos en vano a esos manantiales en busca de una sincera exposición de la Economía Política. Quienquiera que acepte una cátedra de Economía Política, tiene que hacerlo bajo la implícita condición de que no encontrará,

realmente, lo que es misión profesional suya buscar1.

En esta dificultad externa y no en dificultad alguna inherente a la Economía política en sí misma reside la razón de que hoy, después de todos los esfuerzos que, desde que escribió Adam Smith, han sido consagrados a su investigación o a su investigación supuesta, aquél que verdaderamente quiera saber lo que ella enseña, no pueda encontrar un sólido conjunto de doctrinas indiscutidas que aceptar confiadamente; y de que pueda dirigirse a los Colegios y a las Universidades con la certidumbre de que cualesquiera que sean las otras verdades que pueda encontrar, esa no la encontrará allí.

Sin embargo, si la Economía Política es la única ciencia que no puede ser tranquilamente dejada a los especialistas, la única ciencia de la que es necesario a todos saber algo, es también la ciencia que los hombres vulgares pueden estudiar con mayor facilidad. No requiere instrumentos, ni aparatos, ni aprendizaje especial. Los fenómenos que investiga no necesitan ser recogidos en los laboratorios o en las bibliotecas; nos rodean y constantemente tropezamos con ellos. Los principios que la constituyen son verdades de las cuales todos nosotros tenemos conciencia y sobre las cuales, en los asuntos cotidianos, fundamos constantemente nuestros raciocinios y nuestros actos. Y sus procedimientos, que consisten principalmente en el análisis, requieren sólo cuidado para distinguir lo que es esencial de lo que es meramente accidental.

Proponiendo a mis lectores que me acompañen en este intento de averiguar los principios fundamentales de la Economía Política, no les pido que piensen en materias sobre las cuales no hayan discurrido nunca antes, sino únicamente que piensen en ellas de modo escrupuloso y sistemático, porque todos nosotros tenemos alguna especie de Economía Política. Los hombres pueden, decorosamente, confesar ignorancia de la Astronomía, la Química, la Geología, la Filología y realmente tener la convicción de su ignorancia. Pero pocos hombres se declaran sinceramente ignorantes en Economía Política. Aunque admitan y aun proclamen su ignorancia, realmente no creen en ella. Hay muchos que dicen que nada saben de Economía Política, muchos que verdaderamente no saben lo que significan esos términos. Sin embargo, estos mismos hombres sostienen a la vez y con absoluta confianza, opiniones sobre asuntos que pertenecen a la Economía Política, tales como las circunstancias que afectan a los salarios, precios y beneficios; los efectos de los Aranceles, la influencia de la maquinaria, la función y naturaleza propias de la moneda, la razón de los «malos tiempos» y «buenos tiempos», y así sucesivamente. Porque los hombres que viven en sociedad, que es el natural modo de vivir de los hombres, han de tener cierta clase de teorías político-económicas, buenas o malas, justas o injustas. La manera de asegurarse de que estas teorías son exactas y, si no lo son, de sustituirlas por las doctrinas verdaderas, es hacer esta sistemática y cuidadosa investigación que me propongo realizar en este libro.

Mas para una investigación como esta se requiere una cosa tan necesaria, una cosa de tan primordial y constante importancia que no será excesivo ningún apremio ni ninguna presteza con que incite al lector a tenerla. Es que al emprender el estudio de la Economía Política, nos aseguremos, ante todo y a cada paso, del verdadero significado de las palabras que empleemos, de manera que cuando las utilicemos tengan siempre para nosotros el mismo significado.

Las palabras son los signos o instrumentos con que comunicamos nuestros pensamientos a otros, hablando o escribiendo. El único modo de que podamos comunicarnos con otro por el lenguaje, es asignar de común acuerdo un significado a las palabras. Y, para entenderse con exactitud, es necesario que cada uno asigne precisamente el mismo significado al mismo vocablo. Dos hombres pueden mirar al Océano desde el mismo sitio e insistir sinceramente uno en que hay tres buques a la vista, mientras el otro insiste con igual sinceridad en que solo hay dos, si el uno usa la palabra buque en su sentido general de embarcación capaz de navegar y el otro la usa en su sentido técnico de un navío con tres palos, de aparejo cuadrado. El uso de palabras con significados que difieren en algo, es singularmente peligroso en las discusiones filosóficas.

Pero las palabras son más que medios por los que comunicamos nuestros pensamientos. Son también signos o instrumentos con los cuales nosotros mismos pensamos, los rótulos de los frascos de botica en los cuales almacenamos las diversas ideas con las que nos ponemos en contacto mentalmente, con frecuencia, sólo por el rótulo. Así no podemos pensar con precisión a menos que en nuestros propios pensamientos utilicemos las palabras con exactitud. El no hacer esto es una gran causa de la generación y persistencia de los errores económicos.

En todos los estudios es importante que atribuyamos significados concretos a los términos empleados. Pero es singularmente importante en la Economía Política. Porque, en otros estudios, la mayor parte de las palabras empleadas, como términos propios de ellos, son peculiares de este estudio. Los términos usados en Química, por ejemplo, lo son únicamente en la Química. Esto hace más pesado en sus comienzos el estudio de la Química, porque el estudiante tiene que familiarizarse con las nuevas palabras. Pero se ahorran dificultades subsiguientes, porque no usando estas palabras más que en la Química, su significado no se desvía por otro uso del sentido concreto que, propiamente, poseen en Química.

Pero los términos usados en Economía Política no son vocablos reservados a ella. Son palabras de uso diario que las necesidades de la vida cotidiana hacen que constantemente pronunciemos y oigamos con significación diferente del económico. Al estudiar Economía Política, al discurrir sobre cualquiera de sus problemas, es absolutamente necesario dar a términos como riqueza, valor, capital, tierra, trabajo, renta, interés, salarios, moneda y otros, un significado preciso, y usarlos únicamente en éste, un significado que siempre difiere, y en algunos casos difiere mucho, del significado vulgar. Pero no solamente estamos acostumbrados en primer término a usar estas palabras en su significado corriente; sino que, aun después de que les hemos dado un significado concreto como vocablos político-económicos, tenemos que continuar, en el lenguaje y la lectura corrientes, empleándolos y aceptándolos en su sentido ordinario.

De aquí nace para la Economía Política una propensión a la confusión de ideas por falta de exactitud en el empleo de los términos. El poco cuidadoso de éstos, no puede dar un paso sin caer en dicha confusión y aun el habitualmente cuidadoso, está expuesto a caer en la confusión si en cualquier momento relaja su vigilancia. Los más eminentes escritores de Economía Política ofrecen ejemplos de esto, confundiéndose ellos y sus lectores por el empleo impreciso de un vocablo. Para preservarse de este peligro es necesario ser cuidadoso al comenzar, y continuar siéndolo. Por consiguiente, trataré en este libro de definir cada término a medida que aparezca y después, cuando lo use como término económico, procuraré emplearlo en ese preciso significado, y no en otros.

Definir una palabra es separar lo que incluye de lo que no incluye, hacer en nuestro pensamiento tan claros y bien dibujados como puedan serlo, sus confines, de modo que siempre encierre la misma cosa o cosas y no que una vez contenga más y otras menos.

Así, comenzando por el principio, permitidme considerar la naturaleza y fin de la Economía Política, de la cual podemos ver el origen y el significado, lo que incluye y lo que excluye. Si en esto pido al lector que ahonde más de que suelen habitualmente los escritores de Economía Política, no piense que me desvío del asunto. El que quiere construir un elevado edificio de ladrillos y piedra que, contra toda violenta conmoción, permanezca firme y a plomo, cavará, para cimentarlo, hasta la roca sólida.

¿Repugnaremos la fatiga de poner los cimientos de una gran ciencia sobre los cuales tanto debe reposar?

En nada es tan prudente como en la Filosofía el que seamos «como un hombre que construye una casa y cava hondo y pone los cimientos sobre una roca».






ArribaAbajoLibro primero

Concepto de la Economía Política



ArribaAbajoIntroducción al libro primero

La primitiva, y a mi juicio suficiente definición de la Economía Política, es: «la ciencia que trata de la naturaleza de la riqueza y de las leyes de su producción y distribución». Pero como esta definición no parece haber sido nunca plenamente entendida y admitida por los maestros acreditados en Economía Política, y durante los últimos años ha sido abandonada por los que ocupan los puestos de profesores oficiales en todas nuestras Universidades y Colegios, permitidme, empezando por el principio, que tratemos de ver por nosotros mismos exactamente lo que es la Economía Política.




ArribaAbajoCapítulo I

Los tres factores del mundo


Exponiendo los componentes de todo lo que percibimos

Significado de factor, de filosofía; y del mundo. Lo que llamamos espíritu.-Lo que llamamos materia.-Lo que llamamos energía.-Aunque los tres quizá sean originalmente uno, tenemos que separarlos mentalmente.- Prioridad del espíritu.

La palabra factor, en el uso comercial, significa uno que actúa como agente de otro. En Matemáticas, significa una de las cantidades que, multiplicadas entre sí, dan un producto. De aquí que, en Filosofía, que puede ser definida como la indagación de la naturaleza y relaciones de las cosas, la palabra factor sea denominación adecuada para los elementos que producen un resultado o para las categorías en que el análisis nos permite clasificar estos elementos.

En el mundo -uso el vocablo en su sentido filosófico de conjunto o sistema de cosas, de las cuales tenemos conocimiento y de las que nosotros mismos somos parte- podemos distinguir, por el análisis, tres elementos o factores:

I. Lo que siente, percibe, piensa, quiere; que para distinguirlo, llamamos inteligencia, o alma o espíritu.

II. Lo que tiene volumen o peso, y extensión o forma; que para distinguirlo llamamos materia.

III. Lo que, actuando sobre la materia, produce movimiento, que para distinguirlo, llamamos impulso, o fuerza o energía.

En realidad, no podemos conocer directamente la energía aparte de la materia; no hay materia sin algunas manifestaciones de la energía; ni inteligencia o espíritu separados de la materia y del impulso. Porque aun cuando nuestra propia conciencia pueda darnos testimonio de nuestra naturaleza esencialmente espiritual o de lo que a veces tomamos como prueba directa de nuestra pura existencia espiritual, la misma conciencia, sin embargo, comienza en nosotros solamente después de que ha comenzado ya nuestra vida corporal, y la memoria, única por la cual podemos reconstituir conscientemente el pasado, tarda aún más en aparecer. Puede ocurrir que esto que llamamos materia sea tan sólo una forma de la energía; y acaso que lo que llamamos energía no sea más que una manifestación de lo que llamamos inteligencia, o alma o espíritu. Y aun algunos han sostenido que todo procede de la materia y de sus poderes inherentes. Sin embargo, aunque de hecho no podamos separarlos y aunque tal vez sean en su origen uno solo, nos vemos obligados a distinguirlos en el pensamiento como tres elementos independientes, separables, que con sus acciones y reacciones crean el mundo, según éste se presenta a nuestra percepción.

Partiendo de esto, afirmamos que lo que siente, percibe, piensa y quiere viene antes en el orden de prioridad, por que es lo que está primero en nuestra conciencia y porque sólo al través de ello tenemos conciencia de lo demás que existe. En esto, como nuestra conciencia atestigua, está la iniciativa de todos nuestros impulsos y movimientos, en toda la extensión de lo que nuestras conciencia y memoria iluminan, y en todos los casos en que podemos trazar la génesis de algo hasta sus comienzos encontramos que principia en el pensamiento y el deseo.

Tan clara, tan indisputable es la prioridad de este elemento espiritual, que donde quiera y cuando quiera los hombres han tratado de darse cuenta del origen del mundo, siempre han llegado a suponer un gran espíritu o Dios. Porque, aun cuando hay doctrinas ateas, todas han esquivado el problema del origen y supuesto que el mundo siempre ha existido.




ArribaAbajoCapítulo II

El hombre, su lugar y sus poderes


Exponiendo nuestras relaciones con el planeta, y las cualidades que nos permiten extender nuestro conocimiento de él y nuestros poderes sobre él

Primer conocimiento del hombre respecto de su morada.-Cómo crece este conocimiento y lo que saben acerca de aquélla los hombres civilizados de ahora.-La distinción esencial entre el hombre y los demás animales.-En ésta reside su poder de producir y progresar.

Nosotros despertamos a la conciencia para encontrarnos a nosotros mismos revestidos de carne y en compañía de otros seres semejantes, permaneciendo sobre lo que nos parece una superficie plana. Encima de nosotros, cuando las nubes no lo ocultan, el Sol luce durante el día y la Luna y las estrellas durante la noche. Probablemente, los primeros hombres supieron de cuál es este lugar y de nuestras relaciones con él poco más que lo ofrecido directamente a nuestra conciencia, poco más que lo sabido por los animales; e, individualmente, nosotros podríamos saber poco más por nosotros mismos. Pero las observaciones y reflexiones de muchos hombres sucesivos, acumuladas y sistematizadas, permiten a los hombres de la civilización moderna saber y casi ver con los ojos del pensamiento cosas para las cuales los sentidos no iluminados por la razón están ciegos.

A la luz de estos conocimientos acumulados, nos vemos nosotros a nosotros mismos, colonos constantemente reemplazados de la superficie de esta esfera giradora que da vueltas en torno de una mayor y más luminosa esfera, el Sol, cercada por todas partes de abismos de espacio, a los cuales nosotros no podemos ni encontrar ni concebir límites. A través de este inconmensurable espacio, giran miríadas de cuerpos luminosos, de la naturaleza de nuestro Sol, circundados, según confiadamente podemos inferir del hecho conocido de que así ocurre a nuestro Sol, por cuerpos menores y no luminosos que en aquéllos tienen sus centros de revolución.

Nuestro Sol, uno, y muy distante de ser el mayor de los innumerables orbes similares, es el centro de luz, calor y revoluciones de ocho principales satélites (que, a su vez, tienen satélites, también), y, además, de un indefinido número de cuerpos más pequeños que conocemos como asteroides y demás cuerpos errantes llamados cometas. De estos principales satélites del Sol, el tercero en punto a distancia y el cuarto en dimensiones, es nuestra Tierra. Está en constante movimiento en torno del Sol y en constante revolución sobre su propio eje, mientras su satélite, la Luna, también girando sobre su propio eje, está en constante movimiento alrededor de la Tierra. El Sol mismo, girando también sobre su propio eje, está, con todos los cuerpos que de él dependen, en constante movimiento alrededor de algún punto del Universo, probablemente también movible, que los astrónomos aún no han podido determinar.

Así, pues, nosotros nos encontramos sobre la superficie de un globo aparentemente fijo, pero realmente en constante movimiento de tantas clases que sería imposible con nuestro presente saber trazar un diagrama indicativo de sus verdaderos movimientos a través del espacio hacia algún punto; un globo, amplio para nosotros y, sin embargo, como un grano de arena comparado con los cuerpos y espacios del Universo de que forma parte. Nos encontramos sobre la superficie de este globo incesantemente en movimiento como pasajeros que, perdido el sentido, sin saber cómo ni cuándo, se despertaran de pronto en la cubierta de un barco moviéndose sin que ellos supieran donde y que vieran a distancia barcos parecidos respecto de los que sólo pudieran inferir o conjeturar si estaban o no habitados. Lo inconmensurablemente grande está fuera de nosotros, y cerca y por bajo de nosotros lo inconmensurablemente pequeño. El microscopio revela infinitos no menos estupendos para nuestro pensamiento que los revelados por el telescopio.

Tenemos, pues, abismo sobre abismo en torno nuestro, confinados en el fondo de este océano aéreo que envuelve la superficie de este globo moviente. En él vivimos y respiramos y estamos constantemente sumergidos. Si nuestros pulmones cesaran de aspirar y expeler este aire, o disminuyera su presión sobre nuestros cuerpos, pereceríamos.

Pequeño como parece nuestro globo a la luz de la Astronomía, no es realmente el conjunto del globo lo que nosotros habitamos, sino sólo una parte de su superficie. Sobre esta superficie sólida, los hombres sólo han logrado, con el mayor esfuerzo y valor, ascender algo menos de siete millas; debajo, en nuestras más profundas minas, los pozos no alcanzan una milla. Así, los extremos límites de profundidad y de altura en que los hombres pueden aventurarse circunstancialmente, aunque no vivir permanentemente, son apenas ocho millas. En números redondos, el globo tiene 8.000 millas de diámetro. Así, la cáscara de una manzana tenuamente pelada no da idea de la relativa delgadez, en la dimensión perpendicular, de la zona en que el hombre está confinado. Y tres cuartas partes de la superficie del globo, en su confluencia con el aire, están cubiertas por agua, sobre la cual, aunque el hombre puede pasar, no puede residir; mientras que considerables partes de lo que aún resta son inaccesibles por el hielo. La línea de la temperatura que debemos conservar es como un puente de la tenuidad de un cabello. Los investigadores nos hablan de temperaturas de millares de grados sobre cero y millares de grados bajo cero. Pero el cuerpo del hombre debe mantenerse en el nivel constante de una fracción de 98º (Farenheit) por cima de cero. Una elevación o disminución de siete grados de este nivel y aquél perece. Con la elevación o disminución permanente de unos pocos grados en la temperatura media de la superficie del globo sería éste inhabitable para nosotros.

Y del mismo modo que en torno nuestro, todo, aun lo que parece más firme, está en continuo cambio y movimiento, lo estamos nosotros mismos. Nuestros cuerpos son en realidad como la llama de un mechero de gas, que tiene una forma continua y concreta; pero sólo como la manifestación de los cambios en una corriente de partículas que se reemplazan y que desaparecen al momento en la corriente que prosigue. Lo que en nosotros es real y distintivo, es aquello a que podemos dar un nombre, pero que no podemos explicar ni definir fácilmente, lo que da a la materia cambiante y al movimiento fugitivo el aspecto y la forma de un hombre. Pero nuestros cuerpos y nuestras propias facultades físicas, como la forma y poder de una llama de gas, son únicamente manifestaciones transitorias de aquella materia indestructible y aquella energía eternamente impulsora de que el Universo está hecho en cuanto es tangible para nosotros. Suprímase el aire que a cada instante penetra en nuestros pulmones y cesamos de vivir. Suprímanse el alimento y la bebida que nos sirven del mismo modo que el carbón y el agua a la máquina de vapor y, con la misma certeza, aunque más lentamente, se seguirá igual resultado.

En todo esto, el hombre se parece a los demás animales que, juntamente con él, habitan la superficie de la tierra. Físicamente es tan sólo como un animal, estrechamente enlazado con la animalidad, en cuyas especies está zoológicamente clasificado, en forma, estructura y necesidades primarias. Fuera el hombre solo un animal y no sería más que un animal inferior. La Naturaleza no le ha dado las facultades y las armas que permiten a otros animales obtener fácilmente su alimento. Ni tampoco le ha dado la vestidura que protege a aquéllos. Careciera como aquéllos de la facultad de proporcionarse un vestido artificial, y el hombre no podría existir en muchas de las regiones que ahora habita. Sólo podría vivir en las más benignas y uniformes partes del globo.

Pero el hombre es más que un animal. Aunque en condiciones físicas no sobrepuje a éste en nada y en algunas cosas esté por bajo de otros animales, en condiciones intelectuales es lo bastante superior para sobresalir entre las especies de aquéllos y hacerse señor y dueño de todo para tomar verdaderamente, sobre todo lo visible, «el cetro y la corona de las cosas». Y lo que indica, acaso, más claramente, el profundo abismo que lo separa de los demás animales es que es el único animal productor, o extractor, y, en este sentido, creador. En esto reside la diferencia que señala la distinción entre el más elevado de los animales y el más bajo de los hombres, distinción no de grado, sino de especie, la cual, aunque el hombre esté eslabonado con los animales, justifica la declaración de las Sagradas Escrituras, de que el hombre fue hecho a semejanza del Supremo Hacedor.

Considerad esta distinción: no sabemos de raza alguna de hombres tan baja que no coseche frutos o vegetales o domestique y alimente animales; que no cueza el alimento; que no forje armas; que no construya habitaciones; que no se fabrique vestidos; que no se adorne a sí propio o alhaje su morada con utensilios; que no muestre por lo menos los rudos principios del dibujo, pintura, escultura y música. En ninguna de las especies de la naturaleza animada que están bajo el hombre hay ni la más leve indicación de una facultad análoga. Ningún animal, excepto el hombre, encendió nunca fuego, o coció su alimento, o hizo una herramienta o forjó un arma.

Verdad es que las ardillas esconden nueces; que los pájaros fabrican nidos; que los castores obstruyen las corrientes; que las abejas construyen celdas en las que almacenan la miel que extraen de las flores; que las arañas tejen redes; que una especie de hormigas dícese que ordeñan insectos de otra clase; todo esto es verdad, como también es verdad que hay pájaros cuya melodía supera la mejor música del salvaje y que, a especies inferiores al hombre, la Naturaleza prodiga atavíos que, en gusto como en brillantez, sobrepujan a los adornos del hombre primitivo.

Pero en todo esto no hay nada que guarde parentesco con las facultades que en estas cosas despliegan los hombres. Lo que hace el hombre lo hace reflexivamente, acomodando conscientemente los medios a los fines. Lo hace adaptando, imaginando, experimentando y copiando; por esfuerzo tras esfuerzo y ensayo tras ensayo. Lo que hace y sus modos de hacerlo varían con el desenvolvimiento individual y social, con el tiempo, lugar y circunstancias y con lo que ve a otros hacer. Pero las ardillas esconden sus nueces; los pájaros, conforme a su especie, construyen sus nidos y en el tiempo debido obligan a sus polluelos a volar; los castores construyen sus diques; las abejas almacenan su miel; las arañas tejen y las hormigas organizan sus sociedades sin que intervenga la reflexión, sin ensayar o copiar o progresar. Estas cosas no las hacen como inventores que han descubierto cómo hacerlo; ni tampoco como discípulos o imitadores o copistas. Las hacen, el primero tan bien como el último; indefectible e inalterablemente; no olvidando nada y no progresando en nada. Las hacen no por la razón, sino por el instinto, por un impulso inherente a su naturaleza que los empuja sin perplejidad ni probaturas por su parte a ir hasta ese punto, pero no les da facultad para ir más lejos. Hacen esto como el pájaro canta o el perro ladra, como la gallina empolla sus huevos o el pollo se abre el camino rompiendo la cáscara para picotear en el suelo.

La Naturaleza provee a todos los seres vivientes inferiores al hombre, infundiendo en ellos ciegos y fuertes impulsos que, en el tiempo y sazón adecuados, los compelen a hacer lo que es necesario que hagan. Pero al hombre no le da más que impulsos instintivos como los que impulsan la madre a proporcionar al niño recién nacido su alimento y al niño a mamar. Con excepciones como esta, niega al hombre su asistencia directiva y lo deja entregado a sí propio. Porque en aquél va naciendo y mirando al mundo una más alta facultad, una facultad que lo separa del bruto tan clara y tan ampliamente como el animal lo está del idiota; una facultad que encierra en sí la potencia de producir, de hacer, de dar el ser a las cosas; una facultad que observa los testimonios de la Naturaleza con la misma curiosidad con que un aprendiz puede avizorar una obra maestra, y que preguntará por qué las estaciones se suceden y los vientos soplan y cómo han sido colocados el Sol y las estrellas; una facultad que, en sus principios, carecerá del acierto y rapidez del instinto, pero que aunque de grado infinitamente más bajo debe, no obstante, en cierto modo, de estar emparentada con Aquél de quien todas las cosas proceden.

Cuando esta facultad a que llamamos razón, surge en el hombre, la Naturaleza le retira la luz del instinto y lo deja entregado a sus propios recursos para que se eleve o caiga, para que se encumbre sobre el bruto o se hunda más abajo. Porque, como las Escrituras Hebreas han dicho, sus ojos están abiertos y el bien y el mal están ante él. La posibilidad de caer y no menos la posibilidad de elevarse, aun los fracasos y errores y perversidades del hombre, señalan su lugar y facultades; entre los brutos no hay embriaguez, ni vicios antinaturales, ni despilfarro de esfuerzo en la prosecución de resultados dañosos, ni torpes matanzas entre los de la misma especie, ni necesidad en medio de la abundancia. Podemos concebir seres de forma humana que, como esos animales, mostraran estar regidos por tan claros y fuertes instintos que entre ellos no hubiera tampoco posibilidad de tales perversiones. Sin embargo, tales seres no serían hombres, carecerían del carácter esencial y de los más altos poderes humanos. Ajustándose perfectamente a este ambiente podrían ser felices de un modo. Pero lo serían, como el puerco saciado es feliz. El deleite de hacer, el goce de llegar al resultado, la gloria de crear ¿cómo podrían existir pata tales seres? Que el hombre sea moldeado por su ambiente revela su cualidad más alta. En él reside lo que aspira y aspirará siempre.

Dotado de razón y privado o casi privado de instinto, el hombre difiere de los demás animales en que es un productor. Como aquéllos, por ejemplo, necesita alimentarse. Pero mientras los animales obtienen su alimento tomando lo que encuentran y están así limitados por lo que hallan existente ya, el hombre puede alcanzar su alimento haciéndolo venir a la existencia. Así, está capacitado para obtener alimento con más grande variedad y en mayor cantidad. La cantidad de pastos limita el número del ganado salvaje; el conjunto de sus presas limita el número de los carniceros; pero el hombre hace surgir pastos y granos y frutos donde no crecían antes; alimenta animales que él se come. Y lo mismo ocurre con la satisfacción de todas sus necesidades y el cumplimiento de todos sus deseos. Por el uso de sus facultades animales, el hombre apenas podría hacer una jornada diaria tan larga como la de un caballo o un perro; apenas podría cruzar una corriente anchurosa. Mas por virtud de las facultades que hacen de él «el productor», recorre hoy continentes y océanos con una presteza, una seguridad y facilidad que ni aun los pájaros de más poderoso vuelo y de más veloces alas podrían emular.




ArribaAbajoCapítulo III

Cómo se extienden los poderes del hombre


Exponiendo que por el uso de la razón los hombres se integran en un organismo social o cuerpo económico

Extensión de los poderes del hombre en la civilización.-No es debida al progreso individual, sino al Social.-El «Leviathan» de Hobbes.-El Mayor Leviathan.-Esta capacidad para el bien es también capacidad para el mal.

El hombre, en tanto en cuanto lo conocemos, en el presente o en el pasado, es siempre un hombre, diferenciándose de los demás animales en lo mismo, sintiendo las mismas necesidades esenciales, moviéndose por los mismos esenciales deseos y poseyendo las mismas esenciales facultades.

Sin embargo, entre el hombre en el más bajo salvajismo y el hombre en la más elevada civilización, ¡cuán grande es la diferencia de aptitud para satisfacer estas necesidades y deseos por el uso de aquellas facultades! En alimento, en vestido, en guarida; en herramientas y armas; en facilidad para el movimiento y el transporte; en medicina y cirugía; en música y artes representativas; en la amplitud de su horizonte; en la extensión y exactitud de los conocimientos puestos a su servicio, el hombre que puede disfrutar libremente las ventajas de la civilización contemporánea es como un ser de más alta categoría comparado con el hombre vestido de pieles o desnudo, cuya habitación era una cueva o una tosca choza, cuya mejor herramienta era un trozo de pedernal, cuya embarcación era un leño ahuecado, cuyas armas eran el arco y las flechas y cuyo horizonte estaba limitado, en cuanto al pretérito, por las tradiciones de tribu y, en cuanto al presente, por las montañas o las playas de su inmediato hogar y por la bóveda que parecía cerrarse sobre él.

Pero si analizamos cómo se ha conseguido esta extensión de los poderes humanos para lograr, y fabricar, y saber y hacer, veremos que viene, no de cambios en el individuo, sino de la reunión de poderes individuales. Consideremos uno de esos vapores que ahora cruzan el Atlántico, a un andar superior a quinientas millas diarias. Consideremos la cooperación de los hombres en la acumulación de los conocimientos, en la adquisición de destreza profesional, en la extracción de los materiales, en la ideación y arreglo de la magna estructura total; consideremos los docks, los almacenes, las ramificaciones del comercio, la correlación de los deseos, alcanzando a Europa y América y extendiéndose hasta los mismos confines de la tierra, que entraña la carrera regular de uno de estos barcos al través del Océano. Sin esa cooperación, tales vapores no serían posibles.

No hay nada que demuestre que los hombres que hoy construyen y manejan tales barcos son un ápice superiores en cualidades físicas o mentales a sus antepasados, cuyos mejores barcos eran una lancha para la pesca hecha de mimbres y pieles.

El enorme progreso que estos barcos significan no es un progreso de la naturaleza humana, es un progreso de la sociedad, debido a la más amplia y más completa unión de los esfuerzos individuales para la consecución de fines comunes.

Considerar de qué manera se ha realizado cada uno de los muchos y grandes avances del hombre civilizado sobre el salvaje es ver que se ha conseguido y únicamente ha podido conseguirse, ensanchando la cooperación del esfuerzo individual. Las facultades del hombre no alcanzan verdaderamente su plenitud cuando se llega a la madurez, como ocurre con el animal; sino que, las más elevadas de aquéllas al menos, son capaces de seguir desenvolviéndose hasta que viene con la edad el decaimiento físico, cuando no hasta el borde de la sepultura. Sin embargo, aun entre los mejores, los poderes individuales del hombre son pequeños y su vida corta. ¿Qué adelanto sería posible si los hombres estuvieran aislados entre sí y cada generación separada de la siguiente los diecisiete años que lo están las generaciones de la langosta? Lo poco que tales individuos pudieran lograr durante sus vidas se perdería con ellos. Cada generación tendría que empezar desde el mismo punto que la precedente. Pero el hombre es más que un individuo; es también un animal social, formado y adaptado para vivir y cooperar con sus semejantes. En este plano de desenvolvimiento social es donde se efectúa el gran desarrollo de la cultura y facultades humanas.

La mezquindad con que podemos alcanzar aptitud para cuidarnos de nosotros mismos y las cualidades dependientes de nuestras más altas dotes implican una correlación de individuos que continúa y extiende las relaciones familiares más allá de los límites que éstas alcanzan entre otras especies animales. Y además de esta relación las necesidades comunes, percepciones similares y deseos análogos actuando entre las criaturas dotadas de razón y desenvolviendo el lenguaje, conducen a una cooperación de esfuerzos que, aun en sus formas más primitivas, da al hombre poderes que le colocan por cima de las bestias y que tienden a incorporar a los individuos en un cuerpo social, en una entidad más amplia, que tiene una vida y carácter propios y continúa su existencia, aunque sus componentes cambian, exactamente como la vida y las características de nuestro cuerpo continúan, aunque los átomos de que se halla compuesto estén separándose de él y siendo reemplazados constantemente.

En este cuerpo social, en esta amplia entidad de que los individuos son los átomos, es donde se consigue la extensión del poder humano que señala el avance de la civilización. El crecimiento de la civilización es fruto de esta cooperación y del aumento del conjunto de conocimientos así obtenidos y acumulados.

Acaso podré señalar mejor lo que significo, con un ejemplo:

El famoso discurso en que el filósofo inglés Hobbes, durante la revolución contra la tiranía de los Stuardos, en el siglo XVII, quiso dar el amparo de la razón a la doctrina del poder absoluto, de los reyes, se titula «Leviathan». Comienza así:

«La Naturaleza, el Arte mediante el cual Dios ha hecho y gobierna el mundo es imitado también por el arte del hombre, como. en muchas otras cosas, de tal modo que se puede construir un animal artificial... Porque por el arte es creado ese gran Leviathan llamado sociedad o Estado, en latín civitas, que no es, sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y fuerzas que el natural para cuya protección y defensa se crea; y en el cual la soberanía es un alma artificial, en cuanto da vida y movimiento a todo el conjunto; los magistrados y otros funcionarios de la judicatura y del poder ejecutivo, articulaciones artificiales; los premios y castigos, por los cuales, discerniéndolos la soberanía, cada articulación y miembro es impulsado a cumplir su deber, son los nervios que hacen lo mismo que en el cuerpo natural; la prosperidad y riquezas de todos los miembros particulares son las fuerzas; el salus populi, la felicidad del pueblo, su objeto; los consejeros que lo sugieren y comunican todas aquellas cosas que le es necesario saber, son la memoria; la equidad y las leyes, una razón y una voluntad artificiales; la concordia, la salud; la rebeldía, la debilidad; y la guerra civil, la muerte. Finalmente, los pactos y convenios por los cuales las partes de este cuerpo político que fueron creadas al principio, permanecen juntas y unidas se parecen a aquel fíat o al 'hagamos al hombre' pronunciado por Dios en la Creación».

Sin detenernos ahora en ulteriores comentarios sobre las analogías señaladas por Hobbes, hay, a mi juicio, en el sistema o disposición con que el hombre se integra en la Vida social por el esfuerzo para satisfacer sus deseos materiales -integración que aumenta a medida que la civilización avanza- algo que sugiere la idea de un hombre gigantesco formado por la unión de individuos más fuerte y claramente que una integración simplemente política.

Este Mayor Leviathan es a la estructura política o a la sociedad consciente lo que las funciones corporales inconscientes son a las actividades conscientes. No se crea por pactos y convenios; crece como los árboles crecen, como el hombre mismo crece, por virtud de leyes naturales inherentes a la humana naturaleza y a la constitución de las cosas; y las leyes que a su vez obedece, aunque puedan ver retardadas o torcidas sus manifestaciones por la acción política, son asimismo absolutamente independientes de ésta y ajenas a toda división política.

Este natural sistema o arreglo, este acomodamiento de los medios a los fines, de las partes al todo y del todo a las partes en la satisfacción de los materiales deseos de los hombres viviendo en sociedad es el que, en el mismo sentido en que hablamos de economía del sistema solar, constituye la economía de la sociedad humana, o lo que en inglés llamamos economía política. A medida que las unidades humanas, individuos o familias, van ocupando su puesto como partes integrantes de este ser más elevado, de este Mayor Leviathan, decimos que esto que llamamos civilización principia y avanza.

Pero en esto, como en otras cosas, la capacidad para lo bueno es también la capacidad para lo malo y, los prejuicios, supersticiones, creencias erróneas y costumbres perjudiciales, pueden ser perpetuados de la misma manera, trocando lo que es la mayor potencia para el avance en el mayor obstáculo, y engendrando la degradación en las propias posibilidades de elevación. Y conviene recordar que las posibilidades de degradación y decaimiento parecen tan claras como las posibilidades de progreso. En ninguna raza y en ningún lugar ha sido continuo el avance del hombre. En el tiempo presente, al par que la civilización europea progresa, la mayoría del género humano parece estacionaria o regresiva. Y aunque aun los más bajos pueblos de quienes tenemos noticia parecen haber avanzado en algunas cosas respecto de lo que suponemos que ha sido la primitiva condición humana, es, sin embargo, verdad al propio tiempo que, en otras cosas, manifiestan también decadencia y que aun los pueblos que más han progresado parecen en algunas cosas estar por bajo de lo que nosotros imaginamos más bien haber sido el original estado del hombre.




ArribaAbajoCapítulo IV

Civilización.-Su concepto


Exponiendo que la civilización consiste en la integración de los hombres en el organismo social o cuerpo económico

Indecisiones acerca de lo que es civilización.-Cita de Guizot.-Concepto derivado y original.-La civilización y el Estado.-Por qué una palabra que se refiere a lo precedente y mayor ha sido tomada de lo relativo a lo subsiguiente y menor.

La palabra civilización es de común uso. Pero se emplea con vagos y diferentes significados que referimos a las cualidades o resultados atribuidos a la cosa, mejor que a la cosa en sí misma, cuya existencia o posibilidad suponemos así.

A veces nuestra prueba expresa o implícita de la civilización consiste en los métodos industriales o en el dominio de las fuerzas naturales. A veces en la extensión y difusión de la cultura. A veces en la suavidad de las costumbres y en la justicia y benignidad de las leyes e instituciones. A veces podría sospecharse que usamos la palabra como los chinos, cuando clasifican como bárbara a toda la Humanidad que está más allá del «reino central de las flores». Y está señalada también en la sátira que nos habla de cómo unos hombres que se habían extraviado en el desierto, exclamaron al fin cuando llegaron a una prisión: «Gracias, Dios mío, por lo menos, estamos en la civilización». Esta dificultad para determinar con exactitud lo que es la civilización, no es exclusiva del lenguaje común, sino que la han experimentado los mejores escritores de este asunto. Así, Buckle, en los dos grandes volúmenes de la introducción general a su Historia de la civilización en Inglaterra, que su inesperada muerte no le permitió completar, nos da su opinión acerca de qué depende la civilización, qué influye sobre ella, qué la promueve o la retarda; pero no se aventura a decir lo que es la civilización. Y así Guizot, en su Historia general de la civilización en la Europa contemporánea, dice de la civilización, misma:

«Es tan general en su naturaleza, que puede difícilmente ser medida; tan complicada que difícilmente puede ser desentrañada; tan encubierta que difícilmente se la puede discernir. La dificultad de definirla o de relatar su historia es manifiesta y reconocida; pero su existencia, sus méritos para ser descrita y relatada no son menos ciertos y manifiestos».

Sin embargo, de seguro que es posible fijar el significado de una palabra tan común y tan importante; determinar la cosa de que proceden las cualidades que atribuimos a la civilización. Esto es lo que procuraré, no sólo porque tendré ocasión futura de emplear la palabra, sino por la luz que el esfuerzo que realicemos en este punto puede arrojar sobre la naturaleza de la Economía Política.

La palabra civilización viene del latín civis, ciudadano. Su significado inicial es la manera o condición en que los hombres viven juntos como ciudadanos. Ahora bien, las relaciones de unos ciudadanos con otros ciudadanos, que son en el supuesto pacíficas y amistosas, implican mutuas obligaciones, mutuos derechos y mutuos servicios, y nacen de la relación de cada ciudadano con un todo del cual cada uno es una parte integrante. Este conjunto, de cuya convivencia proceden las relaciones de los ciudadanos recíprocamente, es el cuerpo político o sociedad política que denominamos Estado y que, inducido por la analogía entre él y el cuerpo humano, Hobbes comparó a un hombre más grande y más fuerte, forjado por la integración de los hombres individuales, llamado Leviathan.

Sin embargo, no es esta relación política, sino una relación análoga, la que va envuelta en esta palabra civilización; una relación más honda, más amplia y más íntima que la relación del ciudadano al Estado, y anterior a esta.

Hay una relación entre lo que llamamos civilización y lo que llamamos Estado, pero en ella la civilización es el antecedente y el Estado el consecuente. La aparición y el desenvolvimiento del cuerpo político, el Estado organizado, el Leviathan de Hobbes, es el signo de la civilización ya existente. No es la civilización en sí misma, sino que implica y supone la civilización.

Y del mismo modo, el carácter del Estado, la naturaleza de las leyes e instituciones que lo rigen y dominan, indican el carácter de la civilización sobre que reposa. Porque aun cuando la civilización es una condición general y hablamos del género humano como civilizado, semicivilizado o no civilizado, reconocemos, sin embargo, diferencias individuales en las características de un Estado o las características de un hombre. Hablamos de civilización antigua y civilización moderna; de civilización asiática y de civilización europea, de civilizaciones egipcia, asiria, china, india, azteca, peruana, romana y griega como cosas separadas, con parecido general entre sí, como los hombres lo tienen con otros hombres, pero cada una señalada por características individuales como las que distinguen a un hombre de otro hombre. Y cuando las consideramos en sus grandes divisiones o en sus divisiones menores, la línea entre esto que llamamos civilizaciones no es la línea de separación entre los cuerpos políticos. Los Estados Unidos y el Canadá, o los Estados Unidos y la Gran Bretaña son entidades políticas separadas y, sin embargo, su civilización es la misma. El hacer a la Reina de Inglaterra Emperatriz de la India, no sustituye la civilización inglesa a la civilización índica en Bengala ni la civilización indica a la civilización inglesa en Yorkshire o Kent.

El cambio de nacionalidad implica el cambio de ciudadanía, pero en sí mismo no entraña cambio de civilización. La civilización es evidentemente una relación más honda que las relaciones del cuerpo político, como los impulsos inconscientes del cuerpo yacen bajo los impulsos conscientes.

Ahora bien, como las relaciones de los ciudadanos proceden esencialmente de las relaciones de cada ciudadano con un conjunto -el cuerpo político, o Leviathan, de que forma parte,- ¿no resultará claro, si meditamos sobre esto, que las relaciones del hombre civilizado proceden de sus relaciones con lo que he llamado el cuerpo económico, o mayor Leviathan? Este cuerpo económico, o cuerpo industrial, el cual se desarrolla por la cooperación de los hombres para subvenir a sus necesidades y satisfacer sus deseos, es lo que realmente constituye esto que llamamos civilización. A esto es a lo que se atribuyen las cualidades por las cuales tratamos de distinguir lo que significamos por civilización. La mejor manera de representárnoslo es, verdaderamente, a mi juicio, a semejanza de un hombre más amplio y mayor que surge de la cooperación de los hombres individuales para satisfacer sus deseos, y constituye, después de la evolución que se corona apareciendo el hombre mismo, un nuevo y al parecer ilimitado campo de progreso.

Este cuerpo económico o mayor Leviathan siempre precede y siempre está en los cimientos del cuerpo político o Leviathan. El cuerpo político o Estado, es realmente un retoño del cuerpo económico; de hecho, uno de sus órganos cuya necesidad y aparición surgen de la aparición y crecimiento de aquel cuerpo económico y con éstos. Y de esta relación de dependencia respecto del cuerpo económico, nunca llega a estar exento el cuerpo, político.

¿Por qué, pues, puede preguntarse, tomamos para lo mayor y lo precedente una palabra que sacamos de lo menor y subsiguiente y encontramos en la palabra civilización, que expresa una analogía con el cuerpo político, la palabra que nos sirve como nombre para el cuerpo económico? La razón de esto vale la pena de anotarse, porque dimana de un importante principio del desarrollo del saber humano. Nosotros no siempre percibimos primero las cosas que vienen primero en el orden natural. Así como los ojos humanos miran hacia fuera, no hacia dentro, así el pensamiento, igualmente limitado, es apto para observar la superestructura de las cosas antes de que observe lo que está en los cimientos.

El cuerpo político es más ostensible a nuestros ojos y, por decirlo así, mete más bulla en nuestros oídos que el invisible y silencioso cuerpo económico del cual aquél procede y del cual depende. Así, en el desenvolvimiento intelectual del género humano, aquél y sus relaciones son percibidas más pronto y reciben nombres más temprano que el cuerpo económico. Y las palabras que han venido así a formar parte de nuestro bagaje mental, nos suministran después, por sus analogías, las palabras necesarias para expresar el cuerpo económico y sus relaciones cuando, mediante un posterior desarrollo intelectual, llegamos a percibirlas. Así es que aunque la cosa «civilización» tiene que preceder en el orden natural al cuerpo político o Estado, sin embargo, cuando en el desarrollo del conocimiento humano llegamos a percibir esta cosa, para significarla a ella y a sus relaciones, tenemos que tomar palabras ya en uso como expresivas del cuerpo político y de sus relaciones.

Sin continuar ahora más allá el curso de la historia del pensamiento que radica en el significado de las palabras, veamos de qué manera se efectúa la integración de los hombres en un cuerpo económico y cómo se desarrolla éste.




ArribaAbajoCapítulo V

Origen y génesis de la civilización


Exponiendo la naturaleza de la razón, y cómo impele al cambio, por el cual se desarrolla la civilización

La razón es la facultad de establecer relaciones causales.-Análisis y síntesis.-Semejanzas y diferencias entre el hombre y los demás animales. -Poderes que la percepción de las relaciones causales da.-Aspectos morales de la civilización.-Pero comienzan con el cambio y aumentan mediante éste.-La civilización es relativa y existe en lo espiritual.

El hombre es un animal; pero un animal más algo más, el divino destello que le diferencia de los demás animales, que le permite convertirse en un hacedor y que llamamos razón. Denominarla destello divino es emplear una acertada figura retórica porque parece algo análogo -si no es realmente una forma más baja del mismo,- al poder a que tenemos que atribuir el origen del mundo, y, como la luz y el calor, irradia y caldea.

La cualidad esencial de la razón parece residir en el poder de descubrir la relación de causa a efecto. Este poder en uno de sus aspectos, en el que va desde el efecto a la causa, tomando como si dijéramos, las cosas separadamente para ver de qué modo han podido juntarse, es llamado análisis. En otro de sus aspectos, en el que va desde la causa al efecto juntando las cosas, por decirlo así, para ver lo que resulta de ellas, lo llamamos síntesis. En ambos aspectos la razón entraña, a mi juicio, el poder de representar las cosas en el pensamiento y hacer de este modo lo que podríamos llamar experimentos mentales.

Quienquiera que se tome la molestia (y si tiene tiempo encontrará placer en ello), de ponerse en amistosas e íntimas relaciones con un perro, un gato, un caballo, un puerco o aun mejor, puesto que estos animales aunque tienen cuatro miembros semejantes a los nuestros carecen de manos, con un inteligente mono, encontrará muchas cosas en las que nuestros pobres amigos se nos parecen, o por mejor decir, nos parecemos a ellos.

Dicho hombre encontrará en esos animales, por lo menos, vestigios de todos los sentimientos humanos, amor y odio, esperanza y miedo, orgullo y vergüenza, deseo y remordimiento, vanidad y curiosidad, generosidad y codicia. Algunas veces ofrecerán indicios hasta de nuestros pequeños vicios y de nuestros gustos adquiridos. Cabras que mascan tabaco Y que gustan beber un trago, son conocidas en los barcos de vela, y perros a los que agrada ir en coche y les gusta acudir a los fuegos, en tierra. Bummer y su cliente Lázaro fueron tan bien conocidos como cualquier bípedo de San Francisco hace treinta y cinco o cuarenta años. Y hasta que los disecaron cuidadosamente, tuvieron su puesto libre en las comidas, en las fiestas y en los espectáculos públicos. Cuando yo era muchacho, compré en Calcuta un mono que durante todo el camino de retorno al hogar, recostaba su cabecita junto a la mía cuando yo dormía y preservaba mi cara de los insectos que infestaban el viejo barco, atrapándolos con sus manos y machucándolos con sus mandíbulas. Cuando llegué a mi casa, sintió tantos celos de un hermanito mío, que tuve que dárselo a una señora que no tenía hijos. Y mis hijos tenían en New-York una monita que les habían enviado del Paraguay, a la cual queríamos tanto todos que, cuando murió, parecía como si hubiéramos perdido un miembro de la familia. Conocía mis pasos antes de que llegara a la puerta al volver a casa y, cuando me abrían, corría a mí encuentro para hacerme caricias, más prolongadas cuanto más larga había sido mi ausencia. Saltaba del hombro del uno al del otro en la mesa; distinguía exactamente entre los que habían sido buenos para ella y los que la ofendían. Tenía toda la curiosidad atribuida a su sexo entre los hombres y la vanidad más divertida. Pugnaba por atraer la atención de los visitantes y mostraba celos si un chico distraía a aquéllos. A la hora de que pasaran los escolares se colocaba en una ventana y hacía monerías para divertirlos, gustando con delicia de sus alabanzas y aplausos cuando saltaba de baranda en baranda y se colgaba de la cola, columpiándose.

Cualquiera que observe los animales conoce fácilmente cuanta naturaleza humana hay en ellos. Habitualmente nosotros intimamos más con los perros y ¿quién que habitualmente haya intimado con un noble perro no ha simpatizado con el pueril deseo de enterrarlo decorosamente y rezar por él? O ¿quién por lo menos, cuando ha visto el pobre cadáver rígido del animal, podría, a pesar de la usual filosofía, que reserva la vida futura exclusivamente para el hombre, refrenar la momentánea esperanza de que cuando le llegue el tiempo de cruzar el obscuro río se encontraría a su leal amigo en la otra orilla? Y ¿podemos decir: No? El título por el cual millones de hombres prefieren invocar el nombre sagrado no es el de Todopoderoso, sino el de El Más Misericordioso.

Una de las más profundas diferencias entre el hombre y los animales inferiores es la que caracteriza al hombre como un animal insaciable. Sin embargo, no estoy seguro de que ésta sea una diferencia original, una diferencia esencial, de género; por el contrario, mientras más lo medito, más me inclino a pensar que esto es una consecuencia de hallarse provisto el hombre de la cualidad de la razón que a los animales falta, más que una diferencia original en sí misma.

Porque, por una parte vemos que los hombres, cuando se hallan en condiciones que eliminan la esperanza de mejora, llegan a estar casi, si no entera, tan estúpidamente contentos con satisfacciones no mayores que las logradas por sus padres, como lo están los simples animales. Y, por otra parte, vemos que, en cierta medida al menos, los deseos de los animales crecen a medida que se presenta oportunidad de satisfacerlos. Dad a un caballo un terrón de azúcar, y tomará a vosotros para buscarlo de nuevo, aunque en su estado natural no aspire más que al forraje. Los glotones perros falderos, cuyos miembros salen por fuera de los cálidos abrigos, en las espléndidas avenidas ciudadanas, durante el invierno, parecen disfrutar de esos vestidos aunque jamás hayan descifrado el misterio de cómo se obtienen, sabiendo únicamente cómo se ponen. Llegan a necesitar el delicado alimento, servido en platos, sobre suaves alfombras, mientras los perros callejeros luchan por ruines piltrafas. Sé de un gato montés que vive en los árboles mientras las hojas son verdes, pero que, cuando éstas se marchitan y caen, busca el hogar del labrador. El gordo gatito blanco que descansa enroscado sobre la blanda silla, junto a la estufa en el hall y que se esponjará y ronroneará con satisfacción cuando le acaricie la cabeza y le pase la mano por el lomo al pasar cerca de él, hace apenas unas semanas que se deslizó en la casa; pero ahora que encuentra allí su bienestar no se contenta con menos que la blanda cama y el cálido asiento. Y el lanudo perro que ama igualmente permanecer en un barco y vigilar el agua chapoteando en ella, me dejaría admirado si no necesitara una lancha delicadamente calafateada una vez que supiera cómo conseguirla. Aun el hombre está contento con lo mejor que puede obtener hasta que comienza a vislumbrar que puede alcanzar otra cosa mejor. Conozco una hermosa mujer que para ir al baile o a la ópera se pone una diadema condal de piedras preciosas y necesita una escarapela en los sombreros de sus aurigas y escudos en las guarniciones de sus carruajes, y que os diría que un tiempo su mayor anhelo, fue tener un barreño nuevo y una hornilla mejor.

Mientras mejor conocemos a los animales más difícil nos es trazar una clara divisoria mental entre ellos y nosotros, salvo en un aspecto, en el cual podemos ver una clara y profunda distinción. Esto de que los animales carecen y que los hombres tienen, es la facultad de enlazar el efecto con la causa y de la causa inferir el efecto. Entre los animales esta carencia está compensada, en cierta medida, por más sutiles percepciones de los sentidos y más agudas intuiciones, a las que llamamos instinto. Pero la línea que los separa de nosotros es, sin embargo, ancha y profunda. La memoria, que los animales comparten con el hombre, les permite en parte volver a hacer lo que antes aprendieron; buscar aquello en que encontraron placer, y esquivar aquello en que hallaron dolor. Seguramente, tienen algún modo de comunicar sus impresiones y sus sentimientos a otros de su especie, lo cual constituye un lenguaje rudimentario, mientras que sus más agudos sentidos y sus más penetrantes intuiciones les sirven en algunos casos en que los hombres fracasarían. Sin embargo, ni aun en los más sencillos casos han mostrado aptitud para hacer una deducción; y los más astutos y sagaces de ellos pueden ser engañados y burlados por las trampas que el hombre más simple, reflexionando un momento, hubiera descubierto en su camino.2

¿No es en esta facultad de deducir o de prever, facultad de indagar las relaciones causales, donde encontramos la esencia de lo que llamamos razón, cuyo disfrute constituye la inequívoca diferencia, no de grado, sino de especie, entre el hombre y los brutos y permite a aquél, aunque su semejante en el plano de la existencia material, asumir el señorío y dominio sobre todos ellos?

He aquí la verdadera chispa de Prometeo, el verdadero don a que las Escrituras Hebreas se refieren cuando dicen que Dios creó al hombre a su propia imagen, y el medio por el cual, entre todos los animales, nosotros venimos a ser el único animal progresivo. Aquí está el germen de la civilización.

Este poder de relacionar el efecto con la causa y la causa con el efecto, es el que hace inteligible el mundo para el hombre; el que le permite comprender la conexión de las cosas que le rodean y los aspectos de las cosas que hay encima y bajo él; vivir, no sólo en el presente, sino escrutar el pasado y prever el futuro; distinguir no sólo lo que percibe por medio de los sentidos, sino las cosas de que los sentidos no pueden hablar; descubrir, como a través de nieblas, un poder del cual el propio mundo y todo lo que contiene ha de proceder; saber que él mismo seguramente morirá, pero también creer que después de esto vivirá otra vez.

Es el poder de descubrir las relaciones causales lo que te permite producir el fuego y la luz; cocer el alimento; fabricarse otros vestidos que la piel con que la Naturaleza le reviste; construir habitaciones mejores que los árboles y las cuevas que la Naturaleza le ofrece, fabricar herramientas; forjar armas; enterrar semillas que han de brotar otra vez con más abundante vida; domesticar y alimentar animales; utilizar en su servicio las fuerzas de la Naturaleza; hacer del agua un camino; navegar contra el viento y elevarse por la fuerza que hace caer las cosas; y, gradualmente, cambiar la miseria, la ignorancia, y la obscuridad del estado salvaje por la riqueza, la cultura y la luz que provienen del esfuerzo asociado.

Todos estos progresos sobre el plano animal y todo lo que implican y sugieren nacen inicialmente del poder que hace posible al hombre atar y desatar un nudo apretado, cosa que los animales no pueden hacer; que hace imposible que caiga en un lazo en forma de cuatro como los conejos y los pájaros caen, o permanecer impotente como un toro o un caballo que tuviera enrollada la cuerda de su cabezal en una estaca o un árbol, ignorando hacia donde tirar para libertarse. Este poder es el de discernir la relación entre causa y efecto.

Medimos la civilización de varios modos, porque tiene varios aspectos o lados; varias líneas, a lo largo de las cuales el general progreso que la palabra significa se manifiesta, como la cultura, el poder, la riqueza, la justicia y la piedad. Pero es en este último aspecto en el que, a mi juicio, se usa más comúnmente el vocablo. Lo vemos si consideramos que lo opuesto a civilizado es salvaje o bárbaro. Ahora bien, salvaje y bárbaro se refieren en el común sentir e implican no tanto condiciones materiales como morales y son sinónimos de feroz o cruel, o inclemente o inhumano. Así, el aspecto de la civilización más vivamente percibido por el pensamiento vulgar es el de un más exacto sentido de la justicia y un más benévolo sentimiento entre hombre y hombre. Y hay una razón para eso. Aunque una creciente solicitud por los derechos de los demás y una creciente simpatía hacia los otros no es todo el contenido de la civilización, es una expresión de su aspecto moral. Y como lo moral se refiere al espíritu, este aspecto de la civilización es el más alto, y realmente debe suministrar el más verdadero signo de general progreso.

Sin embargo, para el punto del cual procede primariamente el progreso general y para la manera como los hombres individualmente se incorporan al conjunto económico u hombre mayor, debemos mirar más bajo. Permitidme que investigue la génesis de la civilización.

Único agraciado con el poder de relacionar la causa y el efecto, el hombre es, entre todos los animales, el sólo productor en el verdadero sentido del vocablo. Es un productor aun en el estado salvaje, y trataría de producir aun en un mundo donde no hubiera otro hombre. Pero la misma facultad de la razón que hace de él el productor, lo hace también, donde el cambio es posible, un comerciante. Y siguiendo esta línea del cambio es como el organismo económico surge y se desenvuelve y como se forjan primariamente todos los progresos de la civilización.

Pero aunque la producción hubo de comenzar con el hombre, y la primera pareja humana, al aparecer en el mundo, tuvo que usar desde el principio, según fundadamente podemos inferir, para la satisfacción de sus necesidades, un poder esencialmente diferente, en clase, al empleado por los animales, no pudieron llegar al uso de más altas formas de este poder hasta que su número creció. Con este incremento del número dio principio la cooperación de los esfuerzos para la satisfacción de los deseos. Estimulados primero por las afecciones naturales, se elevarían sobre el plano donde éstas bastan, para iniciar o continuar la cooperación mediante esta cualidad de la razón que faculta al hombre para ver lo que el animal no puede ver: que, trocando lo que deseamos menos por lo que deseamos más, se obtiene un total aumento en la satisfacción.

Así, por virtud del mismo poder de discernir las relaciones causales que lleva al hombre primitivo a construir instrumentos y armas, los deseos individuales de los hombres, buscando su satisfacción por medio del cambio con sus semejantes, operarían como los microscópicos engarces que convierten la lana en fieltro, uniendo a los individuos en una mutua cooperación que los soldarían como miembros interdependientes de un organismo más extenso, más amplio y más fuerte que el hombre individual, el primero y Mayor Leviathan, que yo he llamado el cuerpo económico.

Con el principio del cambio o comercio entre los hombres, este cuerpo económico comienza a formarse, y con sus comienzos se inicia la civilización. Los animales no desarrollan la civilización porque no comercian. El simulacro de civilización que observamos entre algunos de ellos, como las hormigas y las abejas, proviene de un plano más bajo que el de la razón: del instinto. Aunque tal organización es más perfecta en sus comienzos, porque el instinto no necesita aprender de la experiencia, carece de todo poder progresivo. La razón puede vacilar y caer; pero entraña posibilidades de una progresión infinita.

Como el comercio comienza en diferentes lugares y proviene de diversos centros, exportando las materias comerciales que relacionan a los hombres entre sí, a través de sus necesidades o deseos, diferentes cuerpos económicos comienzan a formarse en distintos lugares, cada uno con características que los distinguen, las cuales, como las características del rostro y la voz del individuo, son tan tenues que sólo pueden ser apreciadas relativamente, y que son aun mejor para reconocidas, que para expresadas. Estas varias civilizaciones, cuando sus márgenes tropiezan, unas veces se oprimen, otras se mezclan, se confunden y otras se oponen una a otra conforme a una vitalidad que depende de su masa y grado y de la manera con que su yuxtaposición se efectúa.

Acostumbramos a hablar de ciertos pueblos como no civilizados y de otros como civilizados o plenamente civilizados; pero, en realidad, el uso de tales vocablos es meramente relativo. Para encontrar un pueblo totalmente incivilizado necesitamos encontrar un pueblo en el cual no haya cambio o comercio. Tal pueblo no existe, y que sepamos, jamás ha existido. Para encontrar un pueblo plenamente civilizado tenemos que encontrar un pueblo en el cual el cambio o comercio sea absolutamente libre, y que haya alcanzado el más pleno desenvolvimiento al que los deseos humanos puedan conducir. Desgraciadamente tampoco existe tal pueblo.

Estudiar la historia de la civilización, con sus pausados principios, sus largos períodos de quietud, sus repentinos relámpagos de progreso, sus fracasos y retrocesos me llevaría más lejos de lo que me propongo. Algo de esto puede encontrar el lector en la última parte de Progreso y miseria, Libro X, titulada La ley del progreso humano. Lo que deseo consignar aquí es en qué consiste, esencial y primariamente, la civilización.

Pero debe recordarse esto: ni aquello de que nosotros hablamos como de civilizaciones diferentes, ni tampoco lo que llamamos civilización en abstracto o con carácter general, tiene existencia en lo material ni se relaciona directamente con los ríos y montañas o con las divisiones de la superficie terrestre. Su existencia está en lo mental o espiritual.




ArribaAbajoCapítulo VI

Del saber y del desarrollo del saber


Exponiendo que el saber se desarrolla por la cooperación y que ésta se efectúa en la sociedad

La civilización implica mayor saber.-Este beneficio proviene de la cooperación.-El saber incomunicable llamado aptitud.-El saber comunicable habitualmente llamado cultura.-La relación del saber sistematizado con los medios de conservar la cultura, con la aptitud y con el cuerpo económico. -Ejemplo de la Astronomía.

Comparando al hombre en el estado civilizado con el hombre en su estado primitivo, he insistido más en el aumento del poder para satisfacer los deseos materiales, porque tales aumentos son más notorios. Sin embargo, como el pensamiento precede a la acción, la ventaja esencial que aquél revela tiene que consistir en el saber. Que el transatlántico de vapor reemplace al árbol ahuecado, el gran edificio moderno a la primitiva cueva, revelan un mayor saber utilizado en tales construcciones.

Considerar la naturaleza de este avance en la cultura es ver que no se debe al progreso en las facultades intelectivas individuales, sino a una más extensa y amplia cooperación de los poderes del individuo, al crecimiento de este conjunto de conocimientos que es una parte o, por mejor decir, un aspecto de la integración social a que he llamado el cuerpo económico. Si pudiéramos separar los individuos cuyo saber correlativo y combinado se manifiesta en el transatlántico o en la gran construcción moderna, es dudoso que sus conocimientos aislados bastaran para más que las construcciones y los instrumentos del salvaje.

El saber adherido a un individuo es lo que llamamos destreza, que consiste en saber cómo regir los órganos que responden directamente a la voluntad consciente de manera que conduzcan a los resultados apetecidos. El que, en los años maduros, ha aprendido por primera vez a hacer algo, por ejemplo, a montar en bicicleta, sabe cuan pausada y penosamente se adquiere tal saber. Al principio, cada pierna y cada pie, cada brazo y cada mano, para no hablar de los músculos del pecho y del cuello, parece que necesitan una dirección aparte, dirección que la mente no puede dar tan rápida y ordenadamente como es necesario para impedir que el aprendiz caiga o tropiece con aquello que quería evitar. Pero a medida que el esfuerzo continúa, el conocimiento de como se dirigen esos músculos pasa del dominio de lo consciente al de lo subconsciente, viniendo a formar parte de lo que algunas veces llamamos la memoria de los músculos, y la correlación necesaria se incorpora al deseo de llegar al resultado, esto es, se hace automática. Durante algún tiempo, aun después de que se ha aprendido a sostenerse y a imprimir movimiento a las ruedas, el esfuerzo necesario es tan grande y la atención se encuentra tan absorbida en esto, que no se puede ni mirar a la derecha ni a la izquierda ni fijarse en el camino. Pero con la continuación del esfuerzo, el saber adquirido por el adecuado movimiento de los músculos, se deposita tan plenamente en la memoria subconsciente que, al fin, el aprendiz puede montar fácilmente, entregarse a otros pensamientos y darse cuenta de las personas y del paisaje. Su saber, fatigosamente adquirido, se ha convertido en destreza.

Lo mismo ocurre cuando se aprende a usar una máquina de escribir. Al principio, tenemos que buscar y golpear con esfuerzos separados la llave de cada distinta letra. Pero a medida que este saber toma su puesto en la memoria subconsciente, sólo tenemos que pensar la palabra y, sin una dirección consciente posterior, los dedos, según vamos necesitando las letras, golpean sus llaves.

Así es como se obtiene toda destreza. Podemos verlo en el niño. Podemos ver cómo va adquiriendo gradualmente la destreza para hacer cosas de las que nosotros nos habíamos olvidado que las aprendimos a hacer del mismo modo. Cuando una criatura viene al mundo, parece que no sabe más que gritar. Pero por grados, y evidentemente de igual modo que tantos de nosotros, ya cincuentones, aprendemos a montar en bicicleta, aquélla aprende a mamar, a reír, a comer, a emplear sus ojos, a coger y sostener las cosas, a sentarse, a estar de pie, a andar, a hablar y, más tarde, a leer, a escribir, a contar, y así sucesivamente en todas las clases y grados de la destreza.

Ahora bien, por lo mismo que la destreza es aquélla parte del saber más adscripta al individuo, viniendo a ser como una parte de él, es también, el saber que más tiempo se retiene y el que no puede ser comunicado de uno a otro o sólo transmitido en muy corto grado. Podéis darle a un hombre reglas generales sobre la manera de montar en bicicleta o de emplear una máquina de escribir; pero la destreza necesaria para hacer cualquiera de ambas cosas sólo puede adquirirla por la práctica.

En cuanto a esta parte del saber, por lo menos, es claro que los progresos de la civilización no implican aumento alguno en la facultad del individuo para adquirir conocimientos. No sólo el estudio de la antigüedad nos muestra que en las artes cultivadas por los hombres de hace miles de años, eran aquéllos tan hábiles como los hombres de hoy, sino que lo mismo observamos en nuestras relaciones con los que reputamos los más auténticos salvajes, y el negro australiano arrojará un boomerang de tal manera que provoque el asombro de hombres civilizados. Por otra parte, el europeo aprenderá, practicando lo suficientemente, a arrojar el boomerang o a ejercer cualquiera de las otras artes de los salvajes tan hábilmente como éstos; y tribus salvajes en las que el caballo y las armas de fuego han sido introducidas primero por los europeos se convierten en tribus de excelentes jinetes y de los más expertos tiradores.

No es en la destreza, sino en el saber que puede ser transmitido en lo que el hombre civilizado manifiesta su superioridad sobre el salvaje. Esta parte del saber, a la cual se reserva usualmente dicho vocablo, como cuando hablamos de saber y destreza, consiste en el conocimiento de la relación de unas cosas con otras cosas externas y puede entrañar, aunque no siempre ni necesariamente, un conocimiento de la manera de modificar esas relaciones. Este saber, por lo mismo que concierne al gobierno de los órganos que directamente responden a la voluntad consciente, no se encuentra tan adherido al individuo como la destreza, sino que debe considerarse más como una conquista del órgano de la memoria consciente que como una cualidad del propio individuo. Aunque está sujeto a desaparecer con la debilidad o los yerros de dicho órgano, es, en cambio, transmisible.

Ahora bien, éste es el saber que constituye el conjunto de conocimientos que tan vastamente se acrece con el progreso de la civilización. Conservándose en la memoria, es transmisible por el lenguaje y del mismo modo que el desarrollo del idioma lleva a la adopción de medios para recordar el lenguaje, aquél se hace capaz de perdurar más permanentemente y de ser más amplia y fácilmente transmisible en monumentos, manuscritos, libros y cosas análogas.

Esta aptitud para acumular y transmitir el saber por otros y mejores medios que el de la memoria y la palabra individuales, que se alcanza con la incorporación del individuo al cuerpo social o cuerpo económico, es por sí misma un enorme adelanto en el progreso de la suma de los conocimientos; pero la ventaja en otros aspectos, que proviene de una mayor y más estrecha integración de los individuos en el hombre social, es mayor todavía. De los conocimientos sistematizados, probablemente uno de los primeros es el que llamamos Astronomía. Considerad el primer observador de las estrellas que, sin otros instrumentos de observación que sus simples ojos y sin medios de recordar, salvo su memoria, velando noche tras noche, comunica en refranes los movimientos de los cuerpos celestes. ¡Cuán poco hasta de su propia capacidad para adquirir y conservar el conocimiento puede aplicar a la conquista de tal saber! Porque hasta que la civilización ha pasado de sus primeros períodos, el saber y la aptitud exigidas por la satisfacción de sus necesidades materiales, tienen que disminuir muy seriamente la energía que puede consagrar a la adquisición de cualquier otro conocimiento.

Comparemos con tal observador de las estrellas al astrónomo que vela ahora en uno de los grandes observatorios modernos. Considerad el gran horizonte del saber y de la habilidad de los experimentos, la meditación y el esfuerzo implicados por la existencia del propio edificio con todos sus aparatos mecánicos; los grandes lentes, los enormes telescopios tan fácilmente ajustados; los delicados instrumentos para medir el tiempo, el espacio y la temperatura; las tablas logarítmicas y los complicados mecanismos para efectuar los cálculos; la lista de las observaciones ya hechas y los atlas celestes que pueden ser consultados; los medios de comunicación por telégrafo y por teléfono con otros observadores en distintos lugares, todo lo que ahora caracteriza un observatorio bien montado, y los medios y procedimientos para asegurar la comodidad y la ausencia de toda distracción del observador mismo. Considerar todo esto, es comenzar a comprobar cuanto contribuye la cooperación de otros hombres hasta al trabajo de individuos tan especializados como el que vigila las estrellas.




ArribaAbajoCapítulo VII

De la secuencia, consecuencia y leyes de la naturaleza


Exponiendo el verdadero significado de secuencia y de consecuencia y por qué hablamos de leyes naturales

Coexistencia y sucesión.-Secuencia y consecuencia.-Causas en series.-Sus nombres.-Nuestro conocimiento directo es del espíritu.-La percepción más sencilla de la relación causal.-Extensiones de ésta.-La investigación causal no se satisface hasta que llega al espíritu.-Y encuentra o presume la intención.-Primeros testimonios de esto.-Por qué tenemos que suponer un espíritu superior.-Testimonios de una intención.-La palabra Naturaleza y su contenido de voluntad o espíritu.-La palabra Ley.-La frase ley natural.

Si todo nuestro conocimiento de las relaciones de las cosas en el mundo externo llega a nosotros primeramente por la experiencia y al través de los sentidos, o es parte de un saber del que tenemos conciencia intuitivamente y que corresponde a nuestra naturaleza humana como dote original suyo, es asunto sobre el cual los filósofos discuten y, probablemente, discutirán siempre. Pero no necesitamos entrar en tales discusiones casi enteramente verbalistas. Para lo que nos atañe, las distinciones que habitualmente se hacen acerca de las percepciones y el lenguaje corriente, nos bastará.

El hombre tiene primeramente noticia, en los fenómenos que se le ofrecen, de dos clases de relaciones. Unas cosas coinciden con otras, y otras cosas siguen a otras. Estas dos clases de relaciones son las que llamamos relaciones de coexistencia y relaciones de sucesión o secuencia. Como lo que permanece no atrae nuestra atención tanto como lo que cambia, es probable que la primera de estas dos relaciones de que nos percatamos sea la de sucesión. La luz viene con la aparición de los cuerpos luminosos del firmamento y la obscuridad con su desaparición. La noche sucede al día y el día a la noche; la primavera al invierno y el verano a la primavera; la hoja al botón, y el viento y la lluvia al cielo encapotado. La proximidad al fuego es seguida por una sensación grata cuando nos aproximamos a él lo suficiente y por una sensación penosa si nos aproximamos demasiado. El comer ciertas cosas es seguido por la satisfacción; el comer otras cosas por el dolor.

Pero advertir la relación de las cosas en sucesión no satisface al hombre. La cualidad esencial de la razón, la facultad de discernir las relaciones causales le lleva a preguntar por qué una cosa sigue a otra y a suponer o buscar en la relación de secuencia una relación de consecuencia.

Permitidme fijar el significado de estas dos palabras; porque aun escritores habitualmente cuidadosos suelen emplear a veces una cuando realmente se necesita la otra, lo cual induce a confusión de ideas donde la precisión es necesaria.

El significado propio de la secuencia es lo que sigue o sucede; el significado propio de consecuencia es lo que se sigue de. Decir que una cosa es secuencia de otra, es decir que la una tiene respecto de la otra una relación de sucesión o de venir después. Decir que una cosa es consecuencia de otra, es decir que la una tiene con la otra una relación no meramente de sucesión, sino de sucesión necesaria, la relación especial del efecto a la causa.

Ahora bien, de las secuencias que nosotros advertimos en la naturaleza externa algunas son variables, es decir, no siempre siguen a lo que se da como su antecedente, mientras que otras son invariables; es decir, siempre siguen a lo que se da como antecedente suyo. A estas invariables secuencias que impropiamente llamamos consecuencias les damos un título de conexión causal entre lo que percibimos como efecto y lo que suponemos causa, llamándolo ley natural. Qué significamos por esta frase es asunto demasiado importante para dejarlo en la incertidumbre y confusión con que se trata en las obras de Economía corrientes. Permitidme, pues, antes de principiar a emplear la frase, que procure descubrir cómo ha venido al uso, cosa de la que podemos darnos plena cuenta.

Cuando, partiendo de lo que percibimos como efecto o consecuencia, comenzamos a buscar la causa, acontece en los más de los casos, que pronto vemos que la primera causa que nosotros encontramos con relación al fenómeno, es en sí misma un efecto o consecuencia de un antecedente que respecto de ella es causa. Así nuestra indagación de la causa comienza otra vez, llevándonos de un eslabón a otro eslabón en la cadena causal, hasta que llegamos a una causa que podemos considerar como capaz de poner en movimiento la serie cuyo particular resultado es el efecto o consecuencia.

En una serie de causas, lo que nosotros percibimos como causa inicial se llama unas veces causa primera y otras última causa; mientras que la causa final que tiene el significado de propósito o intento, permanece aún oculta.

Este uso de nombres aparentemente opuestos para la misma cosa, puede embrollar al principio a otros como antes me confundió a mí. Pero se explica cuando recordamos que lo que es primero y lo que es último en una cadena o serie, depende del fin a que nos encaminamos. Así, cuando procedemos desde la causa al efecto, la causa inicial viene primero y acostumbramos a llamarla causa primaria; pero cuando marchamos del efecto para buscar la causa, como habitualmente ocurre, porque sólo podemos reconocer la causa como tal causa cuando penetra en nuestra conciencia, la causa inmediata al resultado viene primero y la llamamos causa próxima.

Lo que percibimos como causa inicial, se encuentra en 1o último y lo llamamos última o causa eficiente, o allí donde presumimos una voluntad inteligente, que todo lo origina, la causa final, y aquéllas que se encuentran entre ambos extremos de la cadena, son denominadas unas veces, causas secundarias y otras intermedias.

Ahora bien, el único medio por el cual podemos esperar descubrir lo que para nosotros es todavía desconocido, es razonar hacia esto desde lo que conocemos. Lo que nosotros conocemos más directa e inmediatamente es lo que en nosotros siente y quiere, lo que, para distinguirlo de nuestros propios órganos, partes y facultades, llamamos el Yo; lo que nos distingue a nosotros mismos del mundo externo y que está incluido en el elemento o factor del mundo que en el capítulo primero llamamos espíritu.

El hombre mismo, en su forma externa y tangible al menos, está comprendido en la Naturaleza, aun en lo que, cuando hacemos la distinción entre subjetivo y objetivo, llamamos naturaleza externa. Su cuerpo no es más que una parte de la, para nosotros indestructible, materia; y la fuerza que contiene y a través de la cual puede modificar las cosas externas es sólo una parte de la, para nosotros indestructible, energía, que existía en la Naturaleza antes de que el hombre viniera y que permanecerá, sin disminuir ni aumentar, después de que aquél se vaya. Del mismo modo que yo no he traído al mundo ni materia ni energía, sino que desde el tiempo de mi primera existencia tangible como germen o célula he utilizado simplemente la materia y la energía ya existentes, así nada me llevaré cuando parta. Al morir, aunque mi cuerpo sea sepultado, o quemado, o sumergido en los abismos del mar, la materia que le da forma y la energía que le comunica su movimiento no cesarán de existir, sino que continuarán existiendo y actuando en otras formas y en otras expresiones.

Lo que realmente distingue al hombre de la naturaleza externa, lo que parece venir al mundo con la aurora de la vida y marcharse con la muerte, es aquello cuya identidad conocemos como el Yo a través de todos los cambios de la materia o del movimiento. Esto es lo que, no sólo recibe las impresiones que le son transmitidas por los sentidos, sino que, por el uso de la facultad que llamamos imaginación, se contempla a sí propio, como uno puede mirar su propio rostro en un espejo. De este modo, el Yo puede discurrir, no sólo acerca de los fenómenos del mundo externo, como presente a él a través de los sentidos, sino también sobre nuestra propia naturaleza, sus facultades y sus actividades y considerar al mundo externo e interno como un conjunto constituido, no solamente por materia y energía, sino también por espíritu.

Cualquiera duda que alguien pueda admitir o declarar que admite, sobre la existencia de lo que hemos llamado espíritu, puede provenir, únicamente, a mi juicio, de una confusión en las palabras. Porque la única cosa de que cada cual está completamente cierto, es que existe, y a través de esta seguridad de nuestra propia existencia, inferimos la certidumbre de toda otra existencia. La más sencilla relación causal que percibimos es la que encontramos en nuestra propia percepción. Me rasco la cabeza, me golpeo la pierna, y siento los efectos. Bebo, y mi sed es apaciguada. Aquí tenemos, tal vez, la más estrecha conexión entre la consecuencia y la causa. La sensación de la cabeza, de la pierna o del estómago, que aquí es la consecuencia transmitida a través de los sentidos a la conciencia, encuentra en las directas percepciones de la misma conciencia, la causa: un acto de la voluntad. O al revés: el consciente ejercicio de la voluntad de hacer tales cosas produce a través de los sentidos una percepción del resultado. Cómo se realiza esta conexión, no lo podemos decir realmente. Cuando llegamos a este punto, el pensador es tan ignorante como el salvaje. Sin embargo, salvajes o sabios, todos nosotros lo conocemos, porque sentimos la relación en tales casos entre la causa y el efecto.

Yendo más lejos del punto donde causa y efecto son percibidos a la vez por la conciencia, llevamos la noción, así derivada, a la explicación de fenómenos en los cuales, sólo la causa o el efecto, uno de ambos nada más, va más allá de la conciencia. Arrojo una piedra a un pájaro y cae. Este resultado, la caída del pájaro, se hace presente en mí, indirectamente a través de mi sentido de la vista y, después, cuando lo recojo, por mi sentido del tacto. El pájaro cae porque la piedra le hirió. La piedra le hirió por el impulso que le imprimió el movimiento de mi mano y de mi brazo, y el movimiento de mi mano y de mi brazo obedecen al acto de mi voluntad, conocido directamente por mí, a través de la conciencia. Lo que percibimos como causa inicial de una serie, llamémosla causa primaria o final, es siempre para nosotros causa o razón suficiente del particular resultado. Y este punto de la causación, en el cual nos damos por satisfechos, es el que implica el elemento espíritu, el ejercicio de la voluntad. Porque es propio de la naturaleza de la razón humana, no contentarse hasta que puede llegar a algo concebido como actuando en sí propio y, no simplemente como una consecuencia de algo que le es antecedente, y a la cual consideramos así como causa del resultado o consecuencia de donde partió la investigación. Así, en nuestro ejemplo, dejando los eslabones intermedios en la cadena de la causalidad y procediendo de una vez desde el resultado a la última causa o razón suficiente, decimos habitualmente, que el pájaro cae porque yo le herí, esto es, porque yo ejercité de un modo eficaz la voluntad de herirle.

Pero conozco por mi conciencia que en mí, el ejercicio de la voluntad, procede de un motivo o deseo; y raciocinando, desde lo que yo conozco para explicar lo que quiero descubrir, explico los actos similares en los demás, por los deseos análogos.

Así, si un hombre le rompe la cabeza a otro golpeándole con un garrote, o procura su muerte más gradualmente, dandole un veneno lento, sentiremos que se burlan de nosotros y agravian a nuestra inteligencia si al preguntar la causa de la muerte nos dicen que es porque un garrote le ha pegado o porque ha dejado de respirar. No estaremos satisfechos hasta que sepamos qué voluntad ha puesto en acción las causas próximas del resultado: ni siquiera esto nos satisfaría completamente. Después de que sepamos el cómo, preguntaremos el por qué, el propósito o motivo que ha empujado a este acto de la voluntad. Y hasta que tengamos alguna respuesta de esto, no nos sentiremos completamente satisfechos.

Y así, algunas veces acortamos el camino de nuestra explicación causal prescindiendo de la voluntad y hablando del deseo, que empuja al ejercicio de la voluntad, como causa de un efecto. Veo a otro pasear, o correr, o trepar a un árbol, y por lo que sé de las causas de mis propios actos, reconozco en aquél el ejercicio de la voluntad empujada por el deseo, la tangible manifestación de un propósito, y digo: aquél pasea, o corre, o trepa al árbol porque desea obtener, hacer o evitar algo. Así, cuando vemos que el pájaro vuela, el pez nada, y el topo mina el suelo, reconocemos en sus actos propósitos análogos, el ejercicio de la voluntad empujada por el deseo.

Ahora bien, este motivo, o intento, o propósito, o deseo de alcanzar un fin, los cuales constituyen una causa eficiente para obrar, fue reconocido por Aristóteles y por los lógicos y metafísicos que le han sucedido como una causa propiamente, y causa inicial, y ha sido llamada en su terminología, la causa final. El uso de este vocablo, sin embargo, se ha limitado ahora a la idea del propósito o intento en la mente del Ser Supremo, y la doctrina de las causas finales, ahora completamente fuera de moda, se entiende como la doctrina que, como última o final explicación de la existencia y orden del mundo, trata de descubrir el propósito o designio del Creador. Razonar desde el supuesto de lo que ahora llamamos causa final, hasta la existencia de un Creador inteligente, se llama el argumento teológico, y aquéllos que disfrutan de boga en la moderna filosofía lo ven con recelo si no con desdén. No obstante, el conocimiento del propósito o intento como una causa final o inicial, se encuentra todavía en la lógica sencilla que llena el lenguaje vulgar de la gente corriente con por qués.

¡Cuán temprana y cuán fuerte es la disposición a buscar la causa en el ejercicio de la voluntad empujada por el deseo, se revela en la charla de los niños, en el folklore y en los Cuentos de Hadas! Nosotros, al principio, estamos propicios a atribuir, aun a lo que después sabemos que son cosas inanimadas, el ejercicio de la voluntad y el estímulo de deseos como los que encontramos en nuestra propia conciencia y a decir, no en lenguaje figurado, sino como declaración de causas, que el sol sonríe y las nubes amenazan y el viento sopla por este o el otro propósito y con esta o con la otra intención.

Y, en los principios de tales declaraciones, encontraremos el elemento moral que pertenece únicamente al espíritu. ¿Qué madre no ha calmado a su hijo amenazando o pretendiendo azotar la perversa silla o la malvada piedra que fueron la causa de que su pequeñuelo tropezara, y no ha tenido la pequeña mente del niño en encantado silencio con historias de animales que hablaban y árboles que pensaban? Pero cuando miramos más de cerca, vemos que en los animales no existe la facultad de la razón, ni la voluntad en la silla y la piedra. Sin embargo, todavía, buscando la causa tras el efecto y no satisfechos de haber encontrado la causa hasta que llegamos al espíritu, descansamos un momento refiriendo los efectos que no podemos enlazar con la voluntad de los hombres o de animales, a suposiciones de voluntad en formas suprasensibles y así, satisfacemos el anhelo de la razón por descubrir la causa, poblando ríos, montañas, lagos, árboles y estaciones de espíritus y genios, hadas y duendes, ángeles y demonios y dioses especiales.

Sin embargo, en éste y a través de esta etapa del pensamiento humano, crece la percepción de un orden y correlación en las cosas, que nosotros podemos comprender sólo suponiendo unidad de voluntad y designio del conjunto de un sistema u orden que lo abarca todo y que personificamos como Naturaleza, y de un gran Yo, del ejercicio de cuya voluntad proceden todas las cosas visibles e invisibles y que es la primera de todas las causas iniciales. En cualquiera dirección, el esfuerzo de la razón para buscar la causa de lo que percibe lleva a esto al pensamiento reflexivo.

El pájaro vuela, porque desea volar. En esta voluntad o deseo del pájaro encontramos la última causa o razón suficiente para satisfacernos en cuanto concierne a esa acción. Pero, probablemente, jamás ha vivido un hombre, y seguramente ningún niño que, viendo el fácil deslizarse de los pájaros a través de los caminos abiertos en el aire, no haya sentido el deseo de hacer lo mismo. ¿Por qué el hombre no vuela también cuando desea volar? Contestamos que mientras la estructura corporal de los pájaros les permite la satisfacción del deseo de volar, la estructura del cuerpo del hombre no se lo permite. Pero ¿cuál es la razón de esta diferencia? Aquí llegamos a una región donde no podemos seguir encontrando la causa del resultado del deseo individual. Buscando todavía la voluntad como la única explicación final de la causa, nos vemos obligados a suponer una más alta y más amplia voluntad o espíritu que ha dado al pájaro una estructura corporal y al hombre otra.

O tomemos al hombre mismo. El niño grita porque desea gritar, y ríe porque desea reír Pero el que los dientes comiencen a salir en la edad adecuada, ¿es por qué desee tener dientes? En un sentido, sí. Cuando sus dientes comienzan a salir, comienza a necesitar dientes o por lo menos comenzará pronto a necesitar dientes para adaptar a su estómago los alimentos más sólidos que requerirá. Pero en otro sentido, en el que estamos discutiendo, en el sentido verdadero, no. La necesidad de dientes, cuando comienzan a salir, no es una necesidad del niño, tal como es, sino una necesidad del niño tal como será en lo futuro, cosa totalmente distinta en cuanto a la conciencia concierne. El niño que todavía está mamando no necesita dientes en el sentido de desear dientes más que el adulto puede necesitar arrancárselos, sólo por arrancárselos. El brotar los dientes no es agradable, sino penoso. Probablemente más desagradable y más peligroso que el sacárselos por mano de un dentista moderno. Claramente, no es la voluntad del niño la que puede explicar la salida de los dientes, ni tampoco puede explicarse por la voluntad de la madre. Ésta puede desear que los dientes del niño salgan, pero no puede dar eficacia a su voluntad por procedimientos más eficaces que el frotar las encías del niño. Ni la madre más sabia puede auxiliarle, sino sajándolas, si están seriamente hinchadas. Para encontrar una causa suficiente de este efecto nos vemos obligados a suponer una voluntad más alta y un propósito más alto que los del hombre; una voluntad consciente, de cuyo primer principio la voluntad misma, necesita, como lo ha menester todo.

Las cosas que muestran más claramente la adaptación de los medios a los fines de modo que podamos de una vez comprender su génesis y adivinar su causa, son cosas hechas por el hombre, tales como casas, vestidos, armas, adornos, máquinas; en una palabra, lo que llamamos producciones humanas. Éstas, en cuanto muestran la adaptación de los medios a los fines, tienen un inequívoco carácter. El surgir de una pieza de paño, o de un broche, o cinta o lazo, o los residuos y fragmentos de un manjar cocido, fueron una prueba tan exacta como segura de la presencia del hombre sobre la supuesta Isla desierta donde Robinson Crusoe desembarcó. Entre todos los seres de que nuestros sentidos nos dan noticia, el hombre es el único que tiene en sí propio la facultad de adaptar los medios a los fines conscientemente.

Sin embargo, tan pronto como el hombre mira en torno suyo encuentra en el mundo mismo indicios de la facultad análoga de adaptar los medios a los fines que caracterizan sus propias obras. De aquí que, reconociendo en la suma de las cosas perceptibles, excluido él, o mejor su esencial principio o Yo, pero incluido no solamente su cuerpo, sino también su mecanismo mental, un sistema o conjunto de partes relacionadas, personifica esto en el pensamiento y lo llama Naturaleza.

Sin embargo, aunque nosotros personificamos esto, que es nuestra concepción del mayor de los sistemas y le damos en nuestro idioma inglés género femenino, es, a mi juicio, como los marineros personifican un buque o el mecánico una locomotora. Es decir, la general percepción de la suma de partes relacionadas o sistema que llamamos Naturaleza, no abarca la idea de la voluntad originaria o primera o final causa de todo. Esto lo percibimos como algo esencialmente distinto de la Naturaleza, aunque animando la Naturaleza, y recibe otro nombre, Gran Espíritu, o Creador, o Dios. Aquéllos que sostienen que la Naturaleza es todo, que no hay nada encima o debajo o superior a la Naturaleza lo hacen, a mi juicio, confundiendo dos distintas concepciones, y usan la palabra Naturaleza significando lo que usualmente se distingue por la palabra Dios.

Todos nosotros, verdaderamente, usamos con frecuencia la palabra Naturaleza movidos por la necesidad de denominar lo que sentimos que es innominable, en el sentido de algo que está fuera de nuestra comprensión y, por consiguiente, fuera de nuestro poder de definición. Sin embargo, creo que, no solamente la más universal, sino la más clara y, por tanto, la mejor percepción del género humano distingue realmente lo que llamamos Naturaleza de lo que llamamos Dios, lo mismo que distinguimos el barco u otra máquina que personificamos, de la voluntad que reconocemos como ejercida para originarla y darle ser y que, en su principio, en su idea, es la de Pope:

«Todas las cosas no son más que partes de un estupendo conjunto cuyo cuerpo es la Naturaleza y Dios el alma».

De esta concepción de la Naturaleza como expresando o como animada por la más alta voluntad, derivamos, creo, el término Ley de la Naturaleza.

Encontramos aquí otro ejemplo de la aplicación a las ideas mayores de nombres sugeridos por otras menores. En su primitivo significado, la palabra ley se refiere a la voluntad humana y es el nombre dado a un mandato o regla de conducta impuesta por un superior a un inferior, como por el soberano o el Estado a sus súbditos. Al principio, la palabra ley, se refiere indudablemente sólo a la ley humana. Pero cuando en un posterior desenvolvimiento intelectual, los hombres llegan a advertir invariables coexistencias y secuencias en las relaciones de las cosas externas, se ven obligados, por la necesidad mental de que hablamos, a suponer como causa una voluntad superior a la voluntad humana; y adaptando la palabra que aplican para la más alta expresión de la voluntad humana, las llaman leyes de la Naturaleza.

Todos sabemos que a una invariable relación de las cosas, de la cual, en último análisis, sólo podemos afirmar que siempre es así, la llamamos ley de la Naturaleza. Pero aunque usamos esta frase para expresar el hecho de una relación invariable, sugerimos algo más que esto. El término en sí mismo, implica la idea de una voluntad causal. Como John Stuart Mill, adiestrado en el análisis desde la infancia y desde la infancia exento de propensiones teológicas, dice:

«La expresión ley de la Naturaleza es generalmente empleada por los hombres de ciencia, como una especie de referencia tácita al original sentido de la palabra ley, a saber: la expresión de la voluntad de un superior, que en este caso es el rector del universo».

Así, pues, cuando encontramos en la Naturaleza ciertas invariables secuencias, cuya causa excede el poder de la voluntad, atestiguadas por nuestra propia conciencia -como, por ejemplo: que las piedras y las manzanas siempre caen hacia la tierra; que el cuadrado de una hipotenusa es siempre igual a la suma de los cuadrados de su base y de la perpendicular; que los gases siempre se mezclan en ciertas definidas proporciones; que un polo del imán siempre atrae lo que el otro siempre repele; que el huevo de un pájaro sometido a cierto grado de calor, durante cierto tiempo, produce un pollo, que después se vestirá con un plumaje de cierta clase y color; y el huevo de otro pájaro, bajo las mismas condiciones, produce un pollo de diferente clase; que en un cierto período de la infancia aparecen los dientes y después se debilitan y se caen; así sucesivamente, a través de la lista de invariables secuencias que éstas sugieren- decimos, porque es realmente todo lo que podemos decir, que estas secuencias son invariables porque pertenecen al orden o sistema de la Naturaleza, o, en una palabra, que son leyes de la Naturaleza.

El perro y el buey algunas veces parecen meditar sobre algo. Si ellos pudieran, realmente, preocupar sus cerebros con estos asuntos, o expresar sus ideas con palabras, probablemente dirían que tales secuencias son invariables y se detendrían aquí. Pero el hombre es impelido, por hallarse dotado de razón, a buscar, tras el efecto la causa. Porque, que una cosa no puede provenir de nada, y que cada consecuencia implica una causa, yace en los mismos cimientos de nuestra percepción causal. Negar o ignorar esto, sería cesar de razonar; cosa que en cierto modo no podemos dejar de hacer, más que podríamos cesar de respirar.

Así, sea civilizado o inculto el hombre, es compelido por una necesidad mental a buscar la causa bajo los fenómenos que comienza realmente a considerar, y sea cual fuere la causa intermedia que encuentre, no puede contentarse hasta que alcance la voluntad y encuentre o presuma la intención. Esta necesidad es universal en la humana naturaleza, porque pertenece a aquella cualidad o principio de razón que esencialmente, distingue al hombre del bruto. La noción de que


«El pagano en su ceguedad
reverencia la madera y la piedra».

roviene de la real ignorancia del pretendido conocimiento. Bajo la creencia del salvaje en fetiches, amuletos, encantos y sortilegios, se esconde el reconocimiento del espíritu, y los fenómenos que han cristalizado en grotescas formas de religión, constituyen en su base la idea de una voluntad original que los escritores hebreos expresan en su clara sentencia: «En el principio Dios creó el Cielo y la Tierra».

La razón, al ascender desde el efecto a la causa, tiene que llegar a tal identificación de una voluntad o espíritu antes de darse por satisfecha. Más allá de esto, la razón no puede ir. ¿Por qué ciertas cosas siempre coexisten con otras cosas y algunas cosas siempre siguen a otras cosas? El musulmán, contestará: «Es la voluntad de Dios». El hombre de nuestra civilización occidental, responderá: «Es una ley de la Naturaleza». La frase es distinta, pero la respuesta igual.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Del saber propiamente llamado ciencia


Exponiendo que la ciencia trata sólo de las leyes de la naturaleza y que en la economía política, corriente, se ha olvidado esto

Verdadero significado de Ciencia.-Investiga leyes naturales, no leyes humanas.-Distinción entre ambas.-Su confusión en la Economía Política corriente.-Cita del Compendio de Economía Política de Masón y Lalor.-Absurdo de esta confusión.-Turgot, acerca de la causa de tales confusiones.

Ciencia es una palabra de la cual se abusa mucho ahora, cuando los aficionados de toda clase a una especial rama del saber se llaman a sí propios científicos, y toda clase de especulación mal comprobada se llama ciencia; sin embargo, tiene una buena definición, un significado propio que puede fácilmente retenerse en el pensamiento. Literalmente, la palabra ciencia significa conocimiento, y cuando la usamos para distinguir una especial clase de conocimientos, tendrá el significado de el conocimiento, esto es, el más alto y más profundo conocimiento. Ésta es, verdaderamente, la idea que adscribimos a la palabra. En su propio y concreto significado, ciencia no abarca todo conocimiento o cualquier conocimiento, sino aquel conocimiento por el cual o en el cual los resultados o fenómenos se relacionan con lo que presumimos que es su causa o razón suficiente, y que llamamos ley o leyes de la Naturaleza.

Así como el conocimiento que llamamos destreza es aquella parte del saber que se adhiere lo más estrechamente posible al individuo, siendo retenido en la memoria subconsciente y por tanto, es casi o completamente incomunicable; así, por el contrario, la ciencia, propiamente llamada así, es aquella parte del saber más adscripto a la más alta facultad, la razón, que se retiene en la memoria consciente y, por esto es más fácil y completamente comunicable a través de la facultad de hablar, en la cual, la razón encuentra mejor medio de expresión, y de las artes que son extensión y complemento del lenguaje, como la escritura, la imprenta y análogas. Algunas aptitudes pueden adquirirlas hasta los animales. Perros, cabras, monos y osos amaestrados son cosa corriente y hasta se ha exhibido lo que se llamaba, pulgas amaestradas. Pero es imposible enseñar a un animal la ciencia, puesto que los animales carecen de la facultad causal, por la cual únicamente puede adquirirse la ciencia. En la juventud, cuando las articulaciones son más flexibles y los músculos más dúctiles, es cuando la destreza puede adquirirse más fácilmente. Pero es en los años que traen la mente contemplativa, cuando podemos apreciar más y adquirir mejor la ciencia. Y así la superioridad de la civilización, aunque no implica acrecentamiento de la destreza, entraña extensión de la ciencia. Lo que se llama propiamente ciencia nada tiene que ver con las leyes humanas, a no ser como un fenómeno que se somete a examen para descubrir su causa en la ley natural.

Así, puede haber una ciencia de la jurisprudencia y una ciencia de la legislación, como puede haber una ciencia de la gramática, del lenguaje, o de la estructura mental o de sus operaciones. Pero el objeto de tales ciencias propiamente llamadas así, es siempre descubrir las leyes de la Naturaleza en que las leyes, costumbres y modo de pensar humanos tienen su origen, las leyes naturales que residen en el fondo, que afectan permanentemente no sólo a todas las externas manifestaciones de la voluntad humana, sino a los internos afectos de esta voluntad misma.

Las leyes humanas están hechas por el hombre y participan de todas sus debilidades y fragilidades. Deben ser reforzadas por penas subsecuentes y anejas a su violación. Tales penas se llaman sanciones. A menos que su violación vaya acompañada por una penalidad, ningún mandato de cuerpos legislativos o príncipes soberanos es ley. Faltando la sanción, es meramente la expresión de un deseo, no una declaración de la voluntad. Las leyes humanas son acatadas sólo por el hombre y no por todos los hombres ni en todos los tiempos y lugares, sino sólo por algunos hombres, a saber: por los hombres que viven en el tiempo y lugar donde el poder político que las impone es capaz de aplicar las sanciones. Y ni siquiera por todos estos hombres, sino generalmente sólo por una muy pequeña parte de ellos. Limitados a las circunscriptas áreas que llamamos divisiones políticas, aun con éstas están fluctuando y cambiando constantemente.

Las leyes naturales, en cambio, pertenecen al natural orden de cosas, a este orden en el cual y por el cual, no sólo el hombre mismo, sino todo lo que es, existe. No tienen sanción en el sentido de pena impuesta por su violación y aplicada como consecuencia de esa violación; no pueden ser violadas. El hombre no puede resistir o torcer una ley natural más que puede construir un mundo. Son acatadas, no sólo por todos los hombres, en todos los tiempos y lugares, sino también por todas las cosas animadas e inanimadas, y su imperio se extiende no sólo sobre y a través del conjunto de la tierra, de la cual somos usufructuarios, que constantemente se renuevan, sino sobre y a través del conjunto del sistema del cual aquélla es una parte y tan lejos como la observación y la razón pueden iluminarnos, sobre y al través del conjunto del Universo visible e invisible. En cuanto alcanzamos a ver por la observación y por la razón, no sabemos de cambio o sombra de mudanza en ellas, sino que son las mismas ayer, hoy, mañana; porque son expresión no de una mudable voluntad humana, sino de la inmutable voluntad de Dios.

Insisto otra vez en la distinción entre leyes de la Naturaleza y leyes del hombre, porque es de absoluta necesidad al comenzar el estudio de la Economía Política que la incrustemos firmemente y la retengamos con claridad en el pensamiento. Esta necesidad es la más indispensable puesto que encontraremos en prestigiosos tratados de Economía, confundidas leyes de la Naturaleza y leyes del hombre en lo que llaman aquéllos leyes de la Economía Política.

No es preciso hacer muchas citas, para demostrar la confusión, que se puede ver tomando las obras de Economía aprobadas por Colegios y Universidades, que estén a mano. Mas, para que hable por sí mismo lo que en tales instituciones modernas suele pasar por Ciencia de la Economía Política, haré una sola cita.

Utilizo para este propósito el mejor libro que puedo encontrar, el cual expone en forma sistemática las enseñanzas de los economistas profesionales; uno que, a mi juicio, es superior en esto a la Economía Política para principiantes de Mrs. Millicent Garrett Fawcett, que en el tiempo en que Yo escribí Progreso y miseria, me pareció el mejor de los compendios de las enseñanzas económicas corrientes que yo conocía. Es el Compendio de Economía Política en 16 definiciones y 40 proposiciones por Alfred B. Masón y Juan J. Lalor (Chicago, A. C. McClurg y Ca)3. Mrs. Masón y Lalor, que desde entonces han probado ser hombres de capacidad, inauguraron en 1875, cuando escribieron el compendio, un curso universitario de Economía Política y un subsiguiente estudio de las autoridades aceptadas, y su compendio ha sido prolijamente reproducido y ampliamente utilizado en los establecimientos de enseñanza. He aquí la primera de sus 16 definiciones y la explanación de ella:

Definición primera: «Economía política es la ciencia que enseña las leyes que regulan la Producción, Distribución y Cambio de la riqueza».

«Todas las cosas de este mundo están regidas por leyes. Las leyes humanas son las hechas por el hombre. Todas las demás, son leyes naturales. Una ley que provee a la educación de los niños en las escuelas, es una ley humana. La ley por la cual los niños crecerán, si viven, hasta convertirse en hombres y mujeres, y lentamente decaerán y morirán al fin, es una ley natural. Una manzana cae de un árbol y la Tierra se mueve en torno del Sol, obedeciendo a leyes naturales. Las leyes que regulan la producción, distribución y cambio de la riqueza, son de ambas clases. Las más importantes de ellas son, sin embargo, naturales».

En esto, los Sres. Masón y Lalor, esclarecen hábilmente la esencial diferencia entre ley natural y ley humana. Pero la manera de estar mezcladas ambas como leyes económicas, recuerda el examen de un muchacho de Filadelfia, más instruido en coger pescados y cazar ranas, que en Lindley Murray. A la pregunta «enumeración y definición de los nombres» la respuesta era:

«Los nombres son tres en número, y algunas veces más. Hay nombres propios, nombres comunes y 'nombres sangrientos'4, y otros nombres. Los nombres propios, son los nombres más propios; pero los nombres comunes son los más comunes. Los 'nombres sangrientos', son los más gordos. Los otros 'nombres', no son buenos».

A pesar de lo ridícula que es esta confusión de la ley humana y la ley natural, y de lo absurda que es una definición que deja a uno el que adivine lo que se significa por leyes, este pequeño compendio da concretamente lo que en tratados de más pretensiones se procura explicar, y esto aun en los más sistemáticos Y cuidadosos de todos, como más adelante tendré ocasión de demostrar.

Sólo entendiendo implícitamente que por ley se significa la ley natural, podemos decir: «todas las cosas de este mundo son regidas por leyes». Decir, como dice el resumen de Economía Política universitario de que he tomado la cita, que la Economía Política es la ciencia que enseña las leyes, unas naturales y otras humanas, que regulan la producción, distribución y cambio de la riqueza, es como decir que la Astronomía es la ciencia que enseña las leyes, unas leyes de la materia y del movimiento y otras bulas de los Papas o acuerdos del Parlamento, que regulan el movimiento de los astros y cometas.

El absurdo de esto no es tan fuertemente ostensible en los tratados voluminosos de que se deriva, como en dicho compendio, porque la atención del lector está en aquéllos confundida por la absoluta carencia de arreglo lógico y abrumada por un diluvio de cuestiones inoportunas, que hacen la más difícil tarea y, para la mayoría de los lectores, tarea completamente desesperada determinar lo que realmente significa, tarea que habitualmente abandonan los lectores corrientes con una secreta sensación de sonrojo por su propia incapacidad para seguir a tan profundos y sabios hombres que parecen moverse fácilmente en lo que ellos no logran entender. Los tratados de lo que pasa por ciencia de la Economía Política en nuestras escuelas, contienen, verdaderamente en su mayor parte, algunas cosas que, en realidad, pertenecen a la ciencia. Pero en su mayor parte, lo que propiamente pertenece a la ciencia está, en la literatura de la Economía Política escrita desde Turgot, confundido y anegado por aquello de que Turgot hace cien años hablaba como de un arte, el arte exclusivamente «de aquéllos que logran obscurecer las cosas que son claras para los entendimientos sin prejuicios».

Lo que éste, verdaderamente gran francés de la décima octava centuria, dijo, merece ser citado, porque de ello se encuentra abundantes y continuos ejemplos en los escritos de los profesores de Economía Política de la centuria décimo novena y, especialmente, en los más recientes:

«Este arte consiste en no comenzar nunca por el principio, sino en arrojarse al asunto con todas sus complicaciones, o con algunos hechos que, son sólo una excepción sin importancia, aislada, remota, o simplemente colateral, que no pertenece a la esencia de la cuestión y que, en manera alguna, conduce a su solución... Como una geómetra que tratando de los triángulos, principiara por los triángulos blancos, como los más sencillos, para tratar después de los triángulos azules, después de los rojos, y así sucesivamente».

Si la Economía Política es una ciencia -y, si no lo es, apenas merece el tiempo que un hombre culto le dedique- debe acomodarse a la regla de las ciencias y buscar en la ley natural las causas del fenómeno que investiga. Con la ley humana, salvo para suministrar ejemplos y ofrecer materia a sus investigaciones, nada tiene que ver, como ya he dicho. Se refiere a lo permanente, no a lo transitorio; a las leyes de la Naturaleza, no a las leyes del hombre.




ArribaAbajoCapítulo IX

La economía llamada Economía Política


Exponiendo el concepto, unidad y objeto de la Economía Política

La palabra Economía.-La palabra Política.-Origen de la frase Economía Política y sus confusiones.-No se refiere al cuerpo político, sino al cuerpo económico.-Sus unidades y el sistema o estructura de que trata.-Su objeto.

La palabra Economía, derivada de dos palabras griegas, casa y ley, que reunidas significan el manejo o arreglo de la parte material del hogar o asuntos domésticos, equivale en su más común acepción, a lo opuesto al despilfarro. Economizamos dinero, o tiempo, o fuerza o materia, cuando nos arreglamos de manera que conseguimos un resultado con el más pequeño dispendio. En un más amplio sentido, su significado es el de un sistema o arreglo o adaptación de los medios a los fines o de las partes a un todo. Así, hablamos de la economía celeste; de la economía del sistema solar; de la economía de los reinos vegetal o animal; de la economía del cuerpo humano, o, en una palabra, la economía de algo que implica o sugiere la adaptación de los medios a los fines, la coordinación de las partes al todo.

Como hay una economía de asuntos individuales, una economía del hogar, una economía de la granja, o del taller, o del ferrocarril, cada una relativa a la adaptación de los medios a los fines en dicha esfera, por la cual se evita el despilfarro y se obtienen mayores ventajas con menos dispendios, así hay una economía de la actividad de las sociedades en que viven los hombres civilizados, una economía que se refiere principalmente a la adaptación o sistema, por el cual son satisfechas las necesidades materiales, o a la producción y distribución de la riqueza.

La palabra política, dice relación al cuerpo de ciudadanos o Estado, al cuerpo político, a las cosas que caen dentro del objetivo y acción de la sociedad o Gobierno; a la vida pública.

Economía Política es, por consiguiente, una clase especial de Economía. En el significado literal de las palabras es aquella clase de economía que se relaciona con lo colectivo o Estado, que se refiere, más al conjunto social, que a los individuos.

Pero la comodidad que nos impulsa a abreviar una frase larga, nos ha llevado a usar frecuentemente la palabra económico, cuando se significa político-económico, de tal suerte, que podemos usualmente hablar de literatura, o principios o términos de Economía Política diciendo: literatura económica, o principio económico o término económico. Algunos escritores, en verdad, parecen haber reemplazado con el término económico, el de Economía Política. Pero sobre esto, el lector debe estar en guardia, porque se ha utilizado para hacer que pase por Economía Política lo que, realmente, no es Economía Política, como después demostraré.

Adam Smith, quien al final de la pasada centuria dio al estudio de lo que ha sido llamado desde entonces Economía Política impulso tan vigoroso que es considerado, no sin justicia, como su padre, tituló su gran libro Indagación acerca de la naturaleza y causa de la Riqueza de las Naciones, y lo que nosotros llamamos Economía Política, lo llaman los alemanes Economía Nacional.

Ningún vocablo tiene importancia si concretamente entendemos lo que significa. Pero en la frase Economía Política y en la de Economía Nacional, tanto como en la de Riqueza de las Naciones, se desliza una sugestión que, y de hecho con frecuencia, impide la clara percepción del campo que propiamente comprende.

El uso de la frase Economía Política comenzó en un tiempo en que no se había distinguido claramente entre ley natural y ley humana, en que lo llamado por mí el cuerpo económico se confundía generalmente con lo que de un modo propio se llama cuerpo político, y cuando era opinión común en Europa, aun entre hombres cultos, que la producción y la distribución de la riqueza debían ser reguladas por la acción legislativa del soberano o del Estado.

Dícese que el primero que usó la frase fue Antonio de Montchretien, en su Tratado de Economía Política, publicado en Rouen, Francia, 1615. Pero si no la inventaron, la pusieron en circulación unos ciento treinta o ciento cuarenta años después, aquellos franceses, expositores del sistema natural o del natural orden, que hoy pueden ser mejor definidos como los primeros partidarios del Impuesto único. Usaron el término Economía Política para distinguir de la política la rama del saber a que se consagraban y por la que se llamaron, a sí propios, Economistas. Adam Smith usa el término hablando sólo de esta secta compuesta de unos pocos hombres de gran cultura y sinceridad en Francia. Pero aunque estos Economistas fueron desterrados y han sido casi olvidados, de su noble y generoso sistema permanece, sin embargo, esa frase, y desde el tiempo de Adam Smith se ha hecho de general uso para expresar -aceptando la más común y a mi juicio suficiente definición- aquella rama del saber que trata de la naturaleza de la riqueza y de las leyes de su producción y distribución.

Pero la confusión con la política, que los franceses de quienes Adam Smith habla, trataban de esclarecer adoptando la frase Economía Política, aún continúa y de hecho induce a ella la frase misma, que parece a primera vista adecuada para transmitir la impresión de una particular clase de política mejor que de una especial clase de economía. La palabra política tiene un significado que se relaciona con el gobierno civil, con el ejercicio de la soberanía humana por la legislación o la administración, sin referirse a aquellas invariables secuencias que llamamos leyes naturales. Un territorio que se diferencia de otros territorios por lo que concierne al poder de establecer leyes locales y obligar a su obediencia, lo llamamos una división política, y a las divisiones políticas más amplias, en las cuales se reconoce la más alta soberanía, las llamamos Naciones. Es, por consiguiente, importante retener en el pensamiento que las leyes de que primordialmente trata la Economía Política no son relaciones humanas o leyes civiles, sino leyes naturales, y que no se refiere a las divisiones políticas más de lo que se refiere a las leyes mecánicas, a las leyes ópticas o a la ley de gravitación.

La Economía Política no se refiere directamente al cuerpo político, sino al cuerpo social o conjunto industrial que yo he llamado cuerpo económico; no a la colectividad de que un hombre se hace miembro tributando o aceptando el homenaje a un príncipe, potentado o república; sino a la colectividad de que se hace miembro por el hecho de vivir en un Estado o sociedad, en el cual cada uno no consigue satisfacer todas sus necesidades materiales por sus propios esfuerzos directos, sino que la satisfacción, de algunas de ellas al menos, la obtiene mediante la cooperación de otros. El hecho de participar en esta cooperación no le hace ciudadano de un particular Estado, le hace un hombre civilizado, un miembro del orbe civilizado, una unidad en ese cuerpo económico, con el que nuestras distinciones políticas de Estados y Naciones no tienen más relación que las distinciones de color con las de forma.

La unidad de la vida humana es el individuo. Desde nuestro primer instante de consciencia o, al menos, desde nuestro primer recuerdo, nuestro más profundo sentimiento es que lo que reconocemos como Yo es algo distinto de todas las demás cosas y el sumergimiento efectivo de su individualidad en otras individualidades, por cercanas y queridas que sean, es algo que no podemos concebir. Pero la más baja unidad de que la Economía Política trata, comprende frecuentemente la familia con el individuo. Porque aunque los individuos aislados pueden existir durante algún tiempo, es sólo en condiciones antinaturales. La vida humana, según nosotros la vemos, comienza con la conjunción de individuos, y aun durante algún tiempo después del nacimiento, la existencia sólo puede continuar bajo condiciones que hacen al nuevo individuo dependiente y sujeto a individualidades predecesoras; al paso que requiere para su más pleno desenvolvimiento y sus más altas satisfacciones, la unión de individuos en una unidad económica.

Aunque, pues, al tratar de la materia objeto de la Economía Política será conveniente hablar de las unidades y tendremos ocasión de referirnos a ellas como individuos, debe entenderse que este término no significa, necesariamente, personas separadas, sino que abarca, como si fueran uno, a aquéllos que se encuentran juntos por necesidades de la vida familiar, teniendo, conforme a nuestra frase, una sola bolsa.

Una economía. de la unidad económica, no sería una Economía Política, y las leyes de que trata no serían las que conciernen a la Economía Política; serían las leyes de la conducta personal o familiar. Una economía del individuo o de la familia, estudiaría la producción de la riqueza, sólo en cuanto se refiere a la producción de tales unidades. Y aunque tuviera que tomar en cuenta las leyes físicas relativas a la Agricultura y a la Mecánica, no trataría en absoluto de la distribución de la riqueza, en sentido económico, puesto que toda proporcionalidad en riqueza obtenida entre los miembros de dicha familia sería regulada por las leyes de la vida individual o familiar y no por ley alguna de la distribución de los resultados obtenidos por los esfuerzos del conjunto social.

Pero cuando en el curso natural del crecimiento humano y del desenvolvimiento económico, las unidades establecen tales relaciones que la satisfacción de los deseos materiales es alcanzada por los esfuerzos conjuntos, comienzan a aparecer las leyes que la Economía Política procura descubrir.

El sistema o régimen por el cual, en tales condiciones materiales, las satisfacciones son alcanzadas y obtenidas, puede ser toscamente comparado a una máquina dispuesta por combinados esfuerzos y produciendo resultados de conjunto que finalmente son divididos o distribuidos en satisfacciones individuales, máquina parecida a un viejo molino al cual los individuos arrojan separadamente medidas de grano y del cual reciben en cambio, en harina, no el grano mismo que cada uno ha puesto, ni siquiera su exacta equivalencia, sino su equivalencia menos lo desquitado por la molienda.

O para poner un ejemplo más exacto. Los sistemas o regímenes, que son la materia que la Economía Política se propone estudiar, pueden ser comparados a aquel sistema o régimen por el cual el organismo corporal se nutre. La más baja unidad de la vida animal, en cuanto nosotros podemos ver, es la simple célula, que absorbe y asimila su propio alimento, satisfaciendo así directamente lo que podemos denominar sus propios deseos. Pero en aquellas más altas formas de la vida animal, de que el hombre es tipo, han sido reunidas miríadas de células constituyendo partes conexas y órganos que ejercitan diferentes y complejas funciones que se traducen en procurarse, digerir y asimilar el alimento que, nutriendo cada separada célula, mantiene el organismo entero. El cerebro y el estómago, las manos y los pies, los ojos y las orejas, los dientes y los cabellos, los huesos, los nervios, las arterias y las venas y aun menos las células de que todas esas partes están compuestas, no se alimentan a sí propios. Bajo la dirección del cerebro, lo que las manos, ayudadas por las piernas, asistidas por el sentido del tacto, se procuran, es llevado a los labios, masticado por los dientes, conducido por la garganta al alambique del estómago; donde, con la ayuda de los intestinos, es digerido y, convirtiéndolo en un fluido que contiene todas las substancias nutritivas, es oxigenado por los pulmones, e, impelido por la bomba del corazón, hace un completo circuito por el cuerpo a través de un sistema de arterias y venas, en el curso del cual cada parte y cada célula toman el alimento que requieren. Ahora bien, lo que la sangre es para el cuerpo físico, es la riqueza, como después veremos más completamente, para el cuerpo económico. Y así como, según veremos donde lo entendamos, una descripción de la manera cómo la sangre es producida y distribuida en el cuerpo físico implicaría casi, si no completamente, una descripción de la entera constitución física del hombre con todas sus facultades y funciones y de las leyes que rigen sus operaciones, así veremos que lo que entraña o comprende la Economía Política, y la ciencia que trata de la producción y distribución de la riqueza, es casi, si no completamente, el conjunto del cuerpo social, con todas sus partes, facultades y funciones y las leyes bajo las cuales opera.

El objeto de la Economía Política sería explicado a grandes rasgos si dijéramos que es la ciencia que enseña cómo se ganan la vida los hombres civilizados. Por qué esta idea está suficientemente expresada en la producción y distribución de la riqueza, lo veremos más plenamente después; pero hay una distinción en cuanto a lo que se llama ganarse la vida, que merece ser notada aquí.

No tenemos sino que mirar a los hechos existentes para ver que hay dos medios de que los hombres (es decir, algunos hombres), puedan satisfacer sus materiales deseos de cosas no ofrecidas libremente por la Naturaleza.

El primero de esos dos medios, es trabajar o prestar servicios.

El segundo, es robar o imponer servicios.

Pero sólo hay un camino por el cual el hombre (es decir, los hombres en general, o todos los hombres) puedan satisfacer sus deseos materiales: trabajar o prestar servicios.

Porque es manifiestamente imposible que los hombres en general, o todos los hombres, o en realidad nadie, sino una pequeña minoría de hombres, puedan satisfacer sus deseos materiales, robando, ya que está en la naturaleza de las cosas, que el trabajar o prestar servicios es el único camino por el cual, la material satisfacción de los deseos puede obtenerse o producirse primariamente.

El ladrón no produce nada; únicamente altera la distribución de lo que ya ha sido producido.

Por consiguiente, aunque el robo fuera honrado por una economía individual o por la economía de una división política, y con cualquiera propiedad que un ladrón triunfante que ha fundado iglesias, colegios y bibliotecas y asilos, pueda ser tratado en tales economías como un bienhechor público y hablarse de él como Antonio de César:


«Ha traído muchos cautivos a Roma
con cuyos rescates llenó el general sus arcas»

una verdadera ciencia de la economía política no puede tomar en cuenta el robo, salvo en cuanto sus varias formas tuercen la natural distribución y, por tanto, estorban la natural producción de la riqueza.

La Economía Política tampoco tiene que ver con el carácter de los deseos cuya satisfacción se persigue. Ninguna relación tiene con los motivos originales que impelen a la satisfacción material de los deseos, ni tampoco con la final satisfacción que es el término y meta de dicha acción. Es, por decirlo así, como la ciencia de la navegación que atañe a los medios por los cuales un barco puede ser llevado desde un punto a otro del Océano, pero no pregunta si ese barco es pirata o un barco misionero, ni cuáles son los fines que pueden inducir a sus pasajeros a ir de un lugar a otro, ni si esos fines serán o no satisfechos al llegar. La Economía Política no es ciencia moral o ética, ni siquiera ciencia política. Es la ciencia del sustento y nutrición del cuerpo político.

Aunque los tratados de moral o ciencia ética pueden arrojar, incidentalmente, poderosa luz sobre la Economía Política, y darle cimiento más vigoroso, la materia propia de ésta no es explicar las diferencias entre lo justo y lo injusto, ni persuadir a uno con preferencia a otro. Y, aun cuando no está en la misma vía de lo que se pudiera llamar el lado del pan y manteca de la política, trata directamente sólo de las leyes naturales que rigen la producción y distribución de la riqueza en el organismo social, y no de la legislación del cuerpo político o Estado.




ArribaAbajoCapítulo X

De los elementos de la Economía Política


Exponiendo cómo tiene que proceder la economía política y qué relaciones procura descubrir

Cómo entender un sistema complejo.-El objetivo de un sistema como éste, es el que la Economía Política procura descubrir.-Estas leyes, leyes naturales de la naturaleza humana.-Los dos elementos admitidos por la Economía Política.-Son distinguidos sólo por la razón.-La voluntad humana afecta al mundo material sólo mediante leyes naturales.-Aquélla es el factor activo en todo lo que la Economía Política trata.

Para entender una máquina compleja, el mejor medio es ver primero cual es el principio y cual el fin de sus movimientos, dejando el pormenor hasta que hayamos dominado sus ideas generales y comprendido su objeto. De esta manera vemos más fácilmente sus relaciones de las partes entre sí y con el objeto del conjunto y fácilmente llegamos a entender los más minuciosos movimientos y aplicaciones que, sin la clave de la intención, nos hubieran tenido apuradamente perplejos.

Cuando la bicicleta era todavía una curiosidad, aun en las ciudades de Inglaterra y de los Estados Unidos, un misionero americano de un punto muy remoto, recibió, de un antiguo amigo, sin que lo acompañara la carta que debía ir con el regalo, una de estas máquinas; que, para economía en el transporte, fue remitida desmontada. Cómo acomodar las diversas partes, fue un obscuro problema, porque ni el misionero ni nadie a quien pudiera consultar podían al principio imaginarse para qué servía aquello, y sus conjeturas tendieron a todo menos a la verdad; hasta que al fin, la montura le sugirió una explicación con tan satisfactorio éxito que cuando meses después, otro barco trajo la carta enviada, el misionero ya paseaba por la fatigante arena de la playa, sobre su máquina.

Del mismo modo, un salvaje inteligente, colocado en una gran colmena industrial de nuestra civilización, ante cualquiera enorme fábrica, palpitando y chirriando con el movimiento en apariencia independiente de los pistones y ruedas y correas y brazos, llegaría a ver pronto, sin más guía que su observación y su razón el qué, el cómo y el porqué del conjunto, como un mecanismo sistemático para utilizar la fuerza obtenida por la transformación del carbón en vapor en convertir cosas como seda o algodón, en mantas, piezas de tela o cintas.

Ahora bien, la razón, que nos permite entender la obra del hombre tan pronto como descubrimos el fin que la origina, también nos hace interpretar la naturaleza poniendo una intención análoga en la Naturaleza. La pregunta infantil «¿para qué es esto?» «¿Cuál es su propósito o designio?» es la llave maestra que nos permite dar vuelta a la cerradura que esconde los misterios naturales. De esta manera se han hecho todos los descubrimientos en el campo de las ciencias naturales y éste será el mejor camino para la investigación que comenzamos. El complejo fenómeno de la producción y distribución de la riqueza en la complicada organización de la civilización moderna, sería para nosotros un rompecabezas, como lo revelan muchos confusos y confundidores libros escritos, si comenzáramos, como si dijéramos, por el medio. Pero si buscamos los primeros principios y seguimos sus líneas fundamentales de manera que comprendamos el armazón de sus relaciones, se hará fácilmente inteligible.

El inmenso conjunto de movimientos por los cuales es producida y distribuida la riqueza en la civilización, considerados en bloque como materia de la Economía Política, constituye un sistema o mecanismo mucho más grande, aunque sea análogo, que el sistema o mecanismo de una gran fábrica. Con el propósito de entender las leyes de la Naturaleza que aquéllos atestiguan y obedecen, permitidme rehuir la confusión que indudablemente surgiría de comenzar por el medio, y que siga el procedimiento presentado en el ejemplo, el único procedimiento científico.

Estos movimientos, tan varios en sus modos y tan complejos en sus relaciones, a los cuales se refiere la Economía Política, evidentemente se originan en el ejercicio de la voluntad humana empujada por el deseo; sus medios son los materiales y las fuerzas que la Naturaleza ofrece al hombre y las leyes naturales a que aquéllos obedecen; su fin y propósito es la satisfacción de los materiales deseos del hombre. Si procuramos representarnos cuanto podamos, los diferentes movimientos que abarca la producción y distribución de la riqueza en la moderna civilización -recogiendo y acumulando, separando y combinando, cavando y plantando, panificando y haciendo servicios, tejiendo y tiñendo, cosiendo y lavando, aserrando y cepillando, moliendo y forjando, moviendo y trasplantando, comprando y vendiendo- veremos que todo lo que se procura hacer es en algún modo cambiar de lugar, forma o relación la materia o fuerza suministrada por la Naturaleza, de la manera que satisfaga mejor los deseos humanos.

Así, los movimientos de que trata la Economía Política, son acciones humanas que tienen por objeto alcanzar satisfacciones materiales. Y las leyes que le toca descubrir, no son las leyes manifestadas en la existencia de los materiales o fuerzas de la Naturaleza que el hombre así utiliza, ni tampoco las leyes que hacen posible su cambio de lugar, forma o relaciones, sino las leyes de la propia naturaleza del hombre, que afectan a su propia acción en el intento de satisfacer sus deseos, originando tales cambios.

El mundo, según es percibido por la razón humana puede ser resuelto por esta razón, como hemos visto, en tres elementos o factores: espíritu, materia y energía. Pero como esos tres últimos elementos se juntan en lo que llamamos Naturaleza, el mundo, mirado a la luz de la Economía Política, tiene por elementos originarios: hombre y Naturaleza. De éstos, el elemento humano, es la iniciativa o factor activo, el que principia o actúa primero. El elemento Naturaleza es el factor pasivo, el que recibe la acción y responde a ella. De la interacción de estos dos procede cuanto concierne a la Economía Política, es decir: todos los cambios que la acción del hombre puede originar en lugar, forma o condición de las cosas materiales para acomodarlas lo mejor posible a la satisfacción de sus deseos.

Entre las cosas materiales que vienen a la existencia por la acción del hombre y aquéllas que vienen a la existencia por ministerio de la Naturaleza únicamente, la diferencia es tan clara para la razón humana como la diferencia entre una montaña y una pirámide, entre lo que eran las costas y playas del lago Michigan, cuando las carabelas de Colón surcaron por primera vez las playas del Mar Caribe y la asombrosa ciudad blanca, cerca de la cual, en 1893, las reproducciones de aquellas carabelas anclaron por regalo de España. Sin embargo, esa diferencia esquiva nuestros sentidos y sólo puede ser percibida por la razón.

Cualquiera puede distinguir, de una ojeada, por así decirlo, entre una pirámide y una montaña, una ciudad y un bosque. Pero, no por los sentidos sin asistencia de la razón. Los animales, cuyos sentidos son aún más agudos que los nuestros, parecen incapaces de hacer tales distinciones. En los actos del perro más inteligente no se encontrarán indicios de que reconozca diferencia ninguna entre una estatua y una piedra, una plantación de tabaco indiana y el tocón de un árbol. Y ahora son fabricadas y vendidas cosas, respecto de las cuales, se requiere un perito para decir si son productos del hombre o productos de la Naturaleza.

Porque la cosa esencial que en último análisis distingue al hombre de la Naturaleza, en el plano material que es cognoscible por los sentidos, sólo puede aparecer en la envoltura y forma de la materia. Cualquiera que sea lo que el hombre haga, tiene que sacar su substancia de una materia preexistente; cualquiera movimiento que realice tiene que salir de un preexistente depósito de energía. Quitado al hombre todo lo que aporta la Naturaleza externa, todo lo que pertenece al factor económico tierra, ¿qué le quedará? Algo que no es perceptible por los sentidos, aunque es el último recipiente de la causa final de las sensaciones; algo que no tiene forma o substancia, ni poder directo en o sobre el mundo material; pero que es, sin embargo, el original impulso que emplea al movimiento para moldear la materia en la forma deseada y a lo cual hemos de mirar como origen de la pirámide, la carabela, los palacios industriales de Chicago y las innumerables maravillas que contienen.

No deseo elevarme, ni siquiera referirme más de lo necesario a aquellos magnos problemas del ser y el génesis, donde la luz de la razón parece faltarnos y trocarse el crepúsculo en tinieblas. Pero debemos coger el hilo por su principio si aspiramos a abrirnos el camino a través de una enredada madeja. Y las fatales confusiones en que caen aquéllos que no comienzan por el principio, pueden verse en las obras de Economía corriente que tratan del capital como si fuera el factor original de la producción, el trabajo como si fuera un producto, y la tierra como si fuera un simple elemento de la Agricultura, algo sobre lo cual ha de pastar el ganado y sobre lo que hayan de crecer los granos y las hortalizas.

Realmente no podemos considerar el principio de las cosas, en cuanto una Economía Política está obligada a referirse a él, sin ver que, cuando el hombre vino al mundo, la suma de energía no aumentó, ni se añadió materia, y que así tiene que ser hoy. Todos los cambios que el hombre realiza en el mundo material, nada añaden ni nada sustraen al conjunto de la materia y la energía. Simplemente originan cambios en el lugar y las relaciones de lo que ya existe; y la primera y siempre indispensable condición para que haga algo en el mundo material, y aun de su propia existencia en éste, es el acceso a su materia y fuerzas.

En cuanto podemos ver, es universalmente verdad que la materia y la energía son indestructibles y que la forma en que nosotros las percibimos no son más que trasmutaciones de la fuerza que antes tenían; que lo inorgánico no puede pasar por sí mismo a lo orgánico, que la vida vegetal sólo puede venir de la vida vegetal, y la vida animal de la vida animal, y la vida humana de la vida humana. A pesar de todas las especulaciones sobre este asunto, jamás hemos podido enlazar el origen de una especie bien determinada con otra especie concreta. Sin embargo, la manera en que nosotros encontramos los órdenes de existencia, superpuestos y relacionados, nos indica designios o pensamientos, algo de lo cual tenemos el primer vislumbre sólo en el hombre. De aquí que, aun cuando podamos explicar el mundo de que nos hablan nuestros sentidos, por un mundo del que nuestros sentidos no nos hablan, un mundo al cual Platón llamaba vagamente ideas, o del cual nosotros vagamente hablamos como espíritu, sin embargo, nos vemos obligados, cuando buscamos la causa inicial, para huir la negación, a suponer una primera o causal idea o espíritu, un productor de todo o creador, para lo cual, nuestro breve vocablo, es Dios.

Pero encierra lo que sabemos. En el hombre la voluntad consciente, lo que siente, razona, proyecta e inventa, de un modo que no podemos comprender, está revestida de forma material. Viniendo así a dirigir parte de la energía almacenada en nuestro cuerpo físico y aprendiendo, como podemos ver en la infancia, el manejo de brazos, piernas y otros pocos órganos, esta voluntad consciente procura, a través de aquéllos, apoderarse de la materia y fijar por el trabajo, cambiando su lugar y forma, otros depósitos de energía. La locomotora, rodando con su largo tren de carbón, o mercancías, o pasajeros, no es en todo lo que manifiesta a nuestros sentidos, sino una nueva forma de lo que previamente existía. Cualquier cosa del tren que podamos ver, oír, tocar, gustar, pesar, medir o sujetar a experiencias químicas, existía antes de que el hombre fuese. Lo que ha aportado la materia y el movimiento preexistentes a la forma y función de máquina y tren es lo que aprisionado en el cerebro del ingeniero aprieta su garganta, lo mismo que extiende los brazos del pequeñuelo hacia la luna y hace que el niño fabrique pellas de lodo. Esta voluntad consciente, buscando la satisfacción de sus deseos por la alteración de las formas materiales, es el primario poder causal, el factor activo en el conjunto de relaciones de que la Economía Política trata. Y aunque, cualquiera que sea su origen, esta voluntad es en el mundo que conocemos un elemento original, sólo puede actuar de cierta manera y está sujeta en esta acción a ciertas uniformes secuencias que denominamos leyes de la Naturaleza.




ArribaAbajoCapítulo XI

De los deseos y satisfacciones


Exponiendo la extensión e importancia del campo de la Economía Política

La acción nace del deseo y busca la satisfacción.-Orden de los deseos.-Deseos o necesidades.-Deseos subjetivos y objetivos.-Deseos materiales e inmateriales.-La jerarquía de la vida y de los deseos.

Todas las acciones humanas -al menos todas las acciones conscientes y voluntarias- son impelidas por los deseos y tienen por fin, su satisfacción. Puede ser el deseo de obtener algo o de evitar algo, como el de obtener alimento o disfrutar de un perfume grato, o esquivar el frío o el calor o un olor infecto; un deseo de satisfacer o proporcionar placer a otros, o un deseo de hacerle daño o proporcionarle penas. Pero sea positivo o negativo, físico o mental, benéfico o nocivo, el deseo es tan invariablemente el antecedente de la acción, que cuando nuestra atención es solicitada por algún acto humano, nos encontramos perplejos si no comprobamos el deseo antecedente o motivo; y desde luego comenzamos a buscarlo seguros de que tiene con el acto la relación de causa a efecto.

Tan ciertos estamos en verdad de esta notoria relación causal entre la acción y el deseo que, cuando no podemos encontrar, al menos con alguna admisible hipótesis, un deseo antecedente del que el acto es expresión, no creemos que la acción se realice, por lo menos no creemos que sea una acción voluntaria, consciente, sino que presumimos, conforme a la vieja fraseología, que el hombre está poseído por alguna voluntad humana o extrahumana, o, según la frase moderna, que está demente. Porque tan incomprensible es la acción consciente voluntaria sin un deseo antecedente, que repudiaremos el testimonio de otros y aun el testimonio de nuestros propios sentidos antes de creer que un acto consciente puede realizarse sin motivo.

Y como el deseo es el impulsor y la satisfacción del deseo es el fin o propósito de toda humana acción; todo lo que el hombre procure hacer, obtener o esquivar, puede ser comprendido en un término, como satisfacciones o satisfacciones del deseo.

Pero de ese deseo y de sus satisfacciones correspondientes, unos son más primarios o fundamentales que otros, y sólo cuando estos deseos están satisfechos es cuando los otros nacen y se hacen sentir. Así, el deseo de aire es quizá el más fundamental de los deseos humanos. Sin embargo, su satisfacción bajo las condiciones normales es tan fácil que, habitualmente, no tenemos conciencia de ello; es, en efecto, un deseo latente, más que un deseo actual. Pero que a uno le falte aire y, el deseo de obtenerlo se convierte, inmediatamente, en el más fuerte de los deseos, acallando por el momento los demás. Así ocurre con otros deseos, tales como el de alimento y bebida, cuya satisfacción es necesaria para mantener la vida y la salud y para evitar el daño y el dolor, deseos que nos son comunes con los animales. Estos primarios deseos son como si yacieran bajo o fueran el cimiento de multitud de deseos que nacen en el hombre cuando aquéllos están satisfechos. Porque mientras los deseos de los demás animales parecen, comparativamente hablando, pocos y fijos, los deseos del hombre son aparentemente ilimitados. Es, en verdad, el animal insaciado; sus deseos bajo las condiciones normales van creciendo con su poder de satisfacerlos, sin límite asignable. De la misma manera que distinguimos entre lo necesario y lo superfluo, así distinguimos, frecuentemente, lo que llamamos exigencia o necesidad de aquello de que hablamos simplemente como deseo. Los deseos cuya satisfacción es necesaria para mantener la vida y evitar el mal o el dolor, aquellos deseos, en una palabra, más cercanos al plano animal, acostumbramos a llamarlos exigencias o necesidades. Por lo menos esta es la idea primaria, aunque de hecho, hablemos frecuentemente de necesidades o exigencias en relación con el usual nivel de comodidad que llamamos razonable y que, en gran parte, es cuestión de costumbre. Y así, por más que la satisfacción de los deseos de cierta clase es el fin y el propósito de todo acto humano, reconocemos, aunque vagamente, una diferencia en su relativa importancia cuando decimos que el fin o el propósito del esfuerzo humano es subvenir a las necesidades y satisfacer los deseos.

El hombre no puede existir sin deseos, ni siquiera en su organismo animal. Y aquellas filosofías orientales, de las cuales la de Schopenhauer es una versión occidental, que enseñan que el sabio buscará la extinción de todo deseo, también enseñan que su consecución sería la cesación de la existencia individual que aquéllos consideran en sí misma un mal. Pero de hecho, a medida que el hombre se desarrolla, levantándose a un plano más alto, sus deseos, infaliblemente, crecen, si no en número, al menos en calidad, haciéndose más altos y extensos en su objetivo y propósito.

Ahora bien, de los deseos humanos y de su satisfacción correspondiente, unos pueden ser subjetivos, esto es: referentes al espíritu del individuo o sujeto pensante; los otros objetivos, es decir referentes al mundo externo, al objeto de sus pensamientos. Y, por otra distinción, puede decirse de unos que son inmateriales, esto es, relativos a las cosas no cognoscibles por los sentidos, por ejemplo: ideas y sentimientos, y otros materiales, esto es, relativos a las cosas que son cognoscibles por los sentidos o sean, materia y energía.

Hay una diferencia entre estas dos distinciones, pero prácticamente no es grande. Un deseo subjetivo, como cuando yo deseo más amor, más cultura o más felicidad por y en mi propio pensamiento, es siempre un deseo inmaterial. Pero no se sigue de aquí que un deseo objetivo sea siempre un deseo material, puesto que yo puedo desear mayor amor, o cultura o felicidad, por y en el espíritu de otro. Sin embargo, debemos recordar: 1.º Que mucho de lo que nos inclinamos a considerar inmaterial parece serlo únicamente porque las palabras que usamos envuelven una abstracción puramente ideal de las cualidades respecto de las cosas que califican, y sin las cuales aquéllos no pueden existir como cosas realmente concebidas. Amor, saber o felicidad presuponen quien ame, sepa o sienta, como la blancura presupone una cosa que sea blanca. 2.º Que mientras cualidades como el amor, el saber o la felicidad pueden ser predicados del objetivo pensamiento de cosas inmateriales, sin embargo, normalmente al menos, nosotros no podemos conocer tales cosas inmateriales, o sus estados, o condiciones sino a través de lo material. Privados de los sentidos de la vista, oído, tacto, gusto y olfato, puertas a través de las cuales el Yo adquiere conciencia del mundo material, ¿cómo por un medio normal, podremos saber del amor, de la cultura, de la felicidad o de la existencia de nada semejante? Salvo que haya algún medio directo por el cual el espíritu pueda tener conocimiento del espíritu -camino que acaso esté abierto cuando los de la materia, por las puertas de los sentidos, se cierren,- la exclusión de la materia es, por tanto, una práctica exclusión de lo objetivo.

Hablo de esto con el fin de demostrar cómo el campo de los deseos materiales, que es lo que abarca la esfera de la Economía Política, comprende casi todos los deseos y satisfacciones humanas. Y cuando consideramos como lo subjetivo está mezclado en el hombre con lo objetivo, lo espiritual con lo material, la importancia de los deseos y satisfacciones materiales para el conjunto de la vida humana es aun más clara. Porque aun cuando nos vemos obligados a reconocer como íntima esencia del hombre algo que no es material, sin embargo, este espíritu o alma, según en esta vida lo conocemos, está encarcelado y aprisionado en la materia. Aunque la existencia subjetiva sea posible sin el cuerpo, el Yo, como nosotros lo conocemos, privado de contacto con la materia a través de los sentidos, estaría condenado a lo que podríamos considerar una solitaria prisión.

Así como la vida vegetal está edificada, por decirlo así, sobre la existencia inorgánica, y el animal puede ser considerado como una planta semoviente más un espíritu animal; así el hombre es un animal, más un alma humana o poder razonador. Y, aunque por razones que he indicado, somos llevados, cuando pensamos en el primitivo origen, a considerar al más alto elemento que conocemos como el elemento original somos, sin embargo, irresistiblemente compelidos a pensar de esto como si hubiéramos puesto los cimientos antes de levantar el edificio. Ésta es la profunda verdad de la idea de evolución que todas las teorías sobre la Creación han admitido y tienen que admitir, pero que no debe confundirse con la noción materialista de la evolución que durante los últimos años se ha popularizado entre los pensadores superficiales. La más osada imaginación jamas soñó que el primero que vino a la vida fue el hombre, después los animales, más tarde las plantas, en seguida la tierra y finalmente las fuerzas y elementos. En la jerarquía de la vida, tal como la conocemos, lo más alto está edificado sobre lo más bajo en categoría, y es como la cima a la base. Y así, en el orden de los deseos humanos, lo que llamamos necesidades vienen primero y son de la mayor importancia. Los deseos que trascienden de los deseos del mero animal pueden nacer y buscar satisfacción, sólo cuando los deseos que nos son comunes con los animales están satisfechos. Y aquéllos que propenden a considerar aquella rama de la Filosofía que se refiere a la satisfacción de las necesidades materiales y especialmente al modo como los hombres son alimentados, vestidos y guarecidos, como una ciencia secundaria e innoble, son como un general tan absorto en el orden y movimiento de sus fuerzas, que olvidara enteramente el abastecerlos, o como un arquitecto que creyera el adornar una fachada más importante que asentar los cimientos.




ArribaAbajoCapítulo XII

La ley fundamental de la economía política


Exponiendo que la ley de que parte la «Economía Política» es la de que el hombre procura satisfacer sus deseos con el menor esfuerzo

El esfuerzo seguido por la fatiga.-El hecho de que los hombres procuran satisfacer sus deseos con el menor esfuerzo.-Significado y analogía.-Ejemplos en cosas triviales.-Es una ley natural y la ley fundamental de la Economía Política.-Sustitución del egoísmo por este principio.-Cita de Buckle.-La Economía Política, no requiere tal supuesto.-La necesidad del trabajo no es un azote.

El único medio de que el hombre satisfaga sus deseos es la acción.

Ahora bien, la acción, si continúa bastante en un sentido para convertirse realmente en esfuerzo, en consciente despliegue de esfuerzos, produce en la conciencia un sentimiento de repugnancia o fatiga. Esto proviene de algo más profundo que el agotamiento de la energía en lo que llamamos trabajo físico; porque cualquiera que lo ha observado sabe que se puede estar echado en la más confortable posición y por la mera fatiga de estar pensando, sin mover conscientemente un músculo, cansarse, como si se estuviese cortando leña, y que el mero choque o conflicto e involuntarias o espontáneas ideas o sentimientos, o su continuación en una dirección, pronto acarrea una extrema fatiga.

Pero cualquiera que sea su última causa, el hecho es que el trabajo, el intento de la voluntad consciente de realizar sus materiales deseos, es siempre, cuando continúa durante algún tiempo, en sí mismo, pesado y fastidioso. Y provenga de este hecho solo o de este hecho enlazado con alguna de nuestras percepciones intuitivas, o fundado sobre ellas, el hecho posterior, atestiguado a la vez por la observación de nuestros sentimientos y acciones, y por la observación de los actos de otros, es que los hombres buscan satisfacer sus deseos con el menor esfuerzo.

Esto, naturalmente, no significa que siempre lo consiga, como la ley física de que el movimiento tiende a persistir en línea recta no significa que los cuerpos que se mueven siempre sigan esa línea. Pero significa la analogía mental de la ley física de que el movimiento busca la línea de menor resistencia, que los hombres al procurar la satisfacción de sus deseos, siempre buscan el camino que, bajo las condiciones existentes, físicas sociales y personales, les parece implicar el menor gasto de esfuerzo.

Quien desee ver esta disposición de la naturaleza humana manifiesta en las cosas triviales, sólo tiene que observar al viandante en una calle repleta o a los que entran o salen de una casa frecuentada. Advertirá, y acaso le divierta, cuán ligero es el obstáculo o apariencias de obstáculo que desvía los pasos de aquéllos, y verá este principio observado por santos y pecadores, por «el hombre perverso que camina hacia el pecado» y por «el Buen Samaritano que se dirige a obras de misericordia».

Que proceda esto de la experiencia de lo fatigoso del trabajo o del deseo de evitarlo, o, apoyándolo en algo más hondo, tenga su fuerza en algún innato principio de la constitución humana, esta tendencia de los hombres a buscar la satisfacción de sus deseos con el mínimum del esfuerzo, es tan universal e indefectible que constituye una de aquellas invariables secuencias que denominamos leyes de la Naturaleza y desde las cuales podemos seguramente discurrir. Esta ley de la Naturaleza es la ley fundamental de la Economía Política, la ley central de la cual puede sacar con certeza sus deducciones y explicaciones y en verdad aquélla por la cual únicamente se hace posible la Economía Política. Ocupa el mismo lugar en la esfera de la Economía Política que la ley de la gravitación en la Física. Sin ella no podría reconocerse un orden, y todo sería caos.

Sin embargo, el no haber percibido claramente que esta es la ley fundamental de la Economía Política, ha conducido a muy serios y transcendentales errores en cuanto a la naturaleza de la ciencia, y ha impedido, realmente, a pesar de los victoriosos asertos y de las afirmaciones de sus maestros acreditados, que ocupase en el concepto popular el lugar de una verdadera ciencia, y conservara en los centros docentes el crédito que un tiempo ganó. Porque el principio de que los hombres siempre buscan la satisfacción de sus necesidades con el menor esfuerzo, fue sustituido en aquéllos, desde el tiempo en que la Economía Política comenzó a llamar la atención de los hombres pensadores, por el principio del egoísmo humano. Y con la afirmación de que la Economía Política sólo toma en cuenta los sentimientos egoístas de la naturaleza humana, han sido eslabonadas, como leyes de la Economía Política, otras aserciones tan infundadas.

Para demostrar cuán completamente ha prevalecido la idea de que el cimiento de la Economía Política es la afirmación del humano egoísmo, no me detendré a citar textos de los escritores acreditados sobre la materia ni siquiera de aquéllos que han hecho de tal idea una razón de sus repugnancias hacia la Economía Política y la han llamado con justicia la ciencia sombría, como Carlyle, Dickens o Ruskin. Elijo para este propósito un escritor que, aun cuando aceptó plenamente lo que en su época (1857-60) era la Economía Política ortodoxa, estimandola como «única materia inmediatamente relacionada con el arte del Gobierno, que ha sido elevada a la categoría de ciencia» y era muy conocedor de su literatura, sin embargo, no se refiere a ella como un polemista sino como un historiador del desarrollo del pensamiento.

El juicio de Buckle sobre la Economía Política era que ésta prescindía de todo sentimiento que no fuera el del egoísmo. En su Indagación sobre la influencia ejercida por la religión, la literatura y el Gobierno. (Volumen I, capítulo V, de su: Historia de la civilización en Inglaterra dice: que en la Riqueza de las Naciones, que considera como «el libro más importante, probablemente, que se ha escrito jamás», Adam Smith «generaliza las leyes de la riqueza, no partiendo de los fenómenos de la riqueza ni de datos estadísticos, sino de los fenómenos del egoísmo, haciendo así una aplicación deductiva de un conjunto de principios mentales a un conjunto de hechos económicos».

Y, en su Examen del intelecto escocés durante la centuria XVIII (Volumen II, capítulo VI), vuelve con más detenimiento sobre el mismo asunto. Adam Smith, dice, escribió dos grandes libros con un intervalo de diecisiete años. En ambos empleó el mismo método, aquella forma deductiva «que procede por una artificiosa separación de hechos en sí mismos inseparables». En el primero de aquellos libros, la Teoría de los sentimientos morales, «ha acotado el campo de la indagación, excluyendo de ella toda consideración del egoísmo como un principio primario y admitiendo únicamente su gran antagonista, la solidaridad». En el segundo, la Riqueza de las Naciones, que Buckle considera parte correlativa del gran sistema de Smith, aún mayor que la precedente, Smith, por el contrario, «afirma que el egoísmo es el principio director de los asuntos humanos, lo mismo que en su obra precedente había afirmado que lo era la solidaridad». O como Buckle, a continuación, dice:

«Aquél supone siempre, que el gran motor de todos los hombres, todos los intereses y todas las clases, en todos los tiempos y países, es el egoísmo. El poder opuesto de la simpatía lo elimina completamente, apenas recuerdo un ejemplo en que siquiera asome la palabra en el curso de su obra. Su afirmación es que cada hombre sigue exclusivamente su propio interés, o lo que él imagina ser su interés... En este camino, Adam Smith cambia completamente la premisa que ha afirmado en su obra primera. Aquí hace al hombre, naturalmente, egoísta; anteriormente lo había hecho, naturalmente, altruista. Aquí lo considera persiguiendo la riqueza por fines sórdidos y por los más mezquinos disfrutes personales; anteriormente lo representa mirando a los sentimientos de otros y con el propósito de obtener su simpatía... En la Riqueza de las Naciones, no se habla más de este espíritu de concordia y simpatía. Tales máximas admirables son enteramente olvidadas, y los negocios del mundo son regulados por principios diferentes. Ahora aparece que la bondad y el afecto no tienen influencia sobre nuestras acciones. Verdaderamente, Adam Smith apenas admite la humanidad corriente en su teoría de los motivos. Si un pueblo emancipa a sus esclavos, es prueba, no de que aquel pueblo está influido por altas consideraciones morales, ni de que su simpatía es excitada por la crueldad ejercida sobre aquellas infelices criaturas. Nada de esto. Tales inducciones sobre la conducta son imaginarias, no tienen importancia real. Todo lo que prueba la emancipación es que los esclavos eran pocos en número, y, por consiguiente, cortos en valor. De otra manera no hubieran sido emancipados.

Así, por consiguiente, mientras en su primer libro atribuye los diferentes sistemas morales al poder de la simpatía, en este libro los adscribe enteramente al poder del egoísmo».

Esta afirmación, tan bien establecida y defendida por Buckle, de que la Economía Política prescinde de cuanto no sean sentimientos egoístas del género humano, ha continuado prevaleciendo en la Economía Política acreditada hasta este tiempo, cualesquiera que hayan sido los efectos sobre el pensamiento común de los ataques dirigidos contra aquélla por quienes no formulando sus objeciones de una manera lógica y coherente, han podido hablar como psicólogos, pero no como economistas. Sin embargo, por muy generalmente que los escritores de Economía Política hayan podido suponer que la afirmación del egoísmo universal sea el principio fundamental de la Economía Política, y cualquiera que sea el crédito que hayan dado a esta suposición sus lectores, una Economía Política verdadera, no requiere tal afirmación. El postulado primario sobre el cual se levanta y del cual se deriva toda ella, no consiste en que todos los hombres son regidos únicamente por motivos egoístas o que sus propósitos están regidos únicamente por egoístas motivos; es que todos los hombres buscan la satisfacción de sus deseos, sean cuales fueren estos deseos, con el menor esfuerzo. Esta ley fundamental de la Economía Política es, como las demás leyes naturales, en cuanto nos afecta, suprema. El egoísmo o altruismo de nuestros deseos no le afecta más que a la ley de gravitación. Es, simplemente, un hecho.

La fatiga o cansancio que inevitablemente acompaña a todo continuado esfuerzo, induce primeramente al hombre a considerar la necesidad de trabajar, para producir, como un castigo impuesto a nuestro linaje por una divinidad ofendida. Pero, a la luz de la moderna civilización, podríamos decir que lo que aquéllos consideraban una maldición, es en realidad el impulso que ha conducido a las más enormes dilataciones del poder del hombre en sus relaciones con la Naturaleza. Tan verdadero es esto, como que el bien y el mal no están en las cosas externas ni en las leyes de su acción, sino en la voluntad o espíritu.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Procedimientos de la Economía Política


Exponiendo la naturaleza de los métodos de investigación que pueden emplearse en la Economía Política

Escuela deductiva e inductiva.-Cita de la New American Ciclopedia.-Triunfo de los induccionistas.-El método de inducción y el método de deducción.-Procedimiento de la hipótesis.-Relación de Bacon con la inducción.-Verdadero error de los deduccionistas y la equivocación de los induccionistas.-Cita de la Enciclopedia de Lalor.-Resultado del triunfo de los induccionistas.-Una verdadera ciencia de la Economía Política, tiene que seguir el método deductivo.-Cita de los Elementos de Lógica inductiva de Davis.-Doble garantía de los verdaderos postulados de la Economía Política.-Procedimiento del experimento mental o imaginativo.

Un equivocado concepto de la ley fundamental sobre la cual está basada una ciencia, tiene que conducir a extravíos y confusiones, al intentar desenvolverla.

En el caso de la Economía Política, el resultado de la afirmación de que su principio fundamental es el egoísmo humano, se manifiesta en las disputas y confusiones en cuanto a su procedimiento adecuado. Aquéllas comenzaron pronto, en cuanto se declaró a la Economía merecedora de la atención de las instituciones docentes, y es un aspecto perceptible y creciente de la literatura económica durante sesenta o setenta años. Adam Smith y los más eminentes sucesores suyos, siguieron el procedimiento deductivo. Pero al instante comenzó a discutirse si el método inductivo no era el más adecuado. Teniendo de su lado el peso de la autoridad, los defensores del método deductivo o escuela antigua de Economía Política, como se les comenzó a llamar, sostuvieron durante algún tiempo su posición, aunque obligados por las incongruencias del sistema que trataban de sostener, a hacer deducciones perjudiciales y concesiones que les debilitaban; mientras sus adversarios, denominados con varios nombres, pero generalmente conocidos por el de economistas inductivos o de la nueva escuela ganaron fuerza.

De lo que yacía bajo esta contienda, que fue verbal en gran parte, y en la que hubo confusiones de ambos lados, tendré ocasión de hablar después; pero acerca de cómo se hallaba planteada en el mundo universitario al comienzo de la década séptima de nuestro siglo, citaré parte del artículo Economía Política en la New American Cyc1opedia (1861) que, como escrito por un adversario de la escuela ortodoxa (Henry Carey Baird), con evidente deseo de ser enteramente imparcial, mostrará mejor, a mi juicio, la situación en aquel tiempo, que cualquiera otra cita que pudiera yo encontrar:

«El gran progreso así hecho en la Economía Política» ha sido lento e inseguro, y apenas hay en la totalidad de su dominio ni una doctrina, ni siquiera la definición de una palabra importante que sea universalmente, ni siquiera generalmente aceptada sin discusión... Entre todas sus discordias y desacuerdos, es posible dividir a los economistas en dos amplios grupos: los que tratan la materia como una ciencia deductiva, 'en la que todas las proposiciones generales son hipotéticas en el más estricto sentido de la palabra', y aquéllos que la tratan por el método inductivo o baconiano. De la primera escuela son todos los economistas ingleses, y los más de aquéllos de la Europa continental que han conquistado reputación. Entre los representantes de la segunda, Henry C. Carey y sus discípulos son los más salientes.»5

Así, en 1861, el método deductivo, aun a juicio de un afiliado a la escuela opuesta, todavía predominaba en el mundo universitario. Pero ahora, próxima a terminar la centuria, ha perdido tan enteramente su puesto, que, en cuanto yo puedo ver, no hay ahora ninguna escuela renombrada o universidad en ninguna parte, en que los profesores oficiales de lo que se reputa Economía Política sean adeptos del que fue llamado el procedimiento deductivo.

Sin embargo, este triunfo de los defensores de lo que se llama método inductivo sobre la opinión docente es, en realidad, el triunfo de un conjunto de confusiones sobre otro haz de confusiones, en el cual el elemento determinante ha sido la vaga presunción de que la antes prestigiosa Economía Política, no era una verdadera Economía Política. Donde un nuevo conjunto de confusiones lucha contra un viejo conjunto de confusiones, la victoria ha de pertenecer finalmente y durante algún tiempo al nuevo, porque sobre el viejo recae la tarea de defender lo indefendible; mientras que el nuevo tiene, durante algún tiempo, sólo la fácil tarea del ataque. Lo que esta pasajera fase del pensamiento económico demuestra realmente es la absoluta confusión en que el conjunto de la Economía Política clásica ha caído por falta de cuidado acerca de los principios fundamentales. En mi sentir, quienes dijeron que el método deductivo era el procedimiento adecuado para la Economía Política, tenían razón en cuanto a esto, pero no en cuanto a los principios de que hacían deducciones; mientras que aquéllos que luchaban por los métodos inductivos estaban equivocados en esto, pero tenían razón en cuanto a las flaquezas de sus adversarios.

Respecto del curso de lo que se ha llamado la ciencia de la Economía Política y la destructora revolución que ha experimentado en los últimos años, tendré ocasión de hablar en el próximo libro. Aquí me limito a esclarecer simplemente lo que acaso sea una duda del lector acerca de los procedimientos progresivos de la verdadera ciencia.

La razón humana tiene dos caminos para alcanzar la verdad. El primero es discurrir desde lo particular a lo general en una línea ascendente, hasta que, por fin, llega a una de aquellas invariables uniformidades que llamamos leyes de la Naturaleza. Este método se denomina inductivo o a posteriori, pero cuando hemos alcanzado aquello que estamos seguros de que es una ley de la Naturaleza y como tal, verdadero en todos los tiempos y lugares, se abre ante nosotros un método más fácil y más poderoso para alcanzar la verdad, el método de discurrir en línea descendente de lo general a lo particular. Este es el método que llamamos deductivo o método a priori. Porque sabiendo cual es la ley general, la invariable secuencia que llamamos ley de la Naturaleza, sólo tenemos que descubrir que una particular le está sometida para saber la verdad en el caso de esta secuencia particular.

En la relación de prioridad los dos procedimientos se hallan en el orden en que los he nombrado: la inducción es el procedimiento primero o primordial, que aplica la razón humana a la investigación de los hechos, y la deducción el segundo o derivado. En cuanto la razón abarca, la inducción tiene que proporcionar los hechos de los cuales nosotros deducimos. La deducción puede sólo fundarse firmemente sobre lo que ha sido suministrado a la razón por la inducción, y cuando la validez de este primer paso es discutida, tenemos que emplear la inducción para probarla. Ambos métodos son adecuados para la cuidadosa investigación de lo que llamamos científico: la inducción, en sus períodos preliminares, cuando se busca la ley de la Naturaleza; la deducción cuando se ha descubierto esta ley y es dable así proceder directamente desde lo general a lo particular, sin necesidad del más fatigoso, y, por decirlo así, más áspero procedimiento de la inducción, salvo para comprobar las conclusiones. Hay un ulterior método de investigación que consiste en una combinación de aquellos dos primordiales procedimientos de la razón, y que ha sido eficacísimo para el descubrimiento de la verdad en la ciencia física. Cuando nuestras inducciones indican la existencia de una ley natural, de modo que nos sea dable adquirir sospecha o indicio de cómo puede comprobarse, hacemos un experimento dando por supuesta la existencia de tal ley y procedemos a ver cuáles hechos encajan en las deducciones que hagamos de ella: es el método del experimento deductivo o hipótesis.

Del método inductivo se habla a veces, como en el último párrafo citado, como de un método baconiano, y se ha empleado el gran nombre de Bacon libérrimamente para autorizar lo que los defensores de la nueva escuela de Economía Política han llamado el procedimiento inductivo. Pero cualquiera que haya sido su originalidad en sus clasificaciones y sistemas, Bacon no inventó el método inductivo. Por este método la razón del hombre ha permitido a éste desde el principio percibir las leyes de la Naturaleza que después ha utilizado como fundamentos de la deducción. Así es como debe de haber percibido lo que acostumbramos a considerar como las más sencillas uniformidades de la Naturaleza, tales como que, después de un intervalo, una luna nueva sigue a la vieja; que el sol después de inclinarse aparentemente hacia el Sur, durante cierto tiempo, vuelve otra vez hacia el Norte; que el fuego quema y el agua apaga el fuego. Lo que hizo Bacon no fue inventar o descubrir el método inductivo, sino formular algunas reglas para su aplicación y aplicarlas para la investigación en los campos del saber, de donde durante mucho tiempo había estado expulsado por una ciega confianza en la autoridad, por una falsa presunción de que los hombres más sabios que antes habían sido, habían enseñado todo lo que merecía la pena de saberse sobre ciertas materias y que, para los que venían después, no quedaba que hacer otra cosa sino deducir de las premisas que sus predecesores habían establecido.

Donde se necesitaba realmente la aplicación del procedimiento inductivo, a lo que ahora las nuevas ideas llaman la Economía Política clásica, era en la probanza de las premisas de que partían sus deducciones y el esclarecimiento de lo que no tiene mejor garantía que la predisposición a utilizar la Economía Política como justificante de los actuales sistemas sociales. No era necesario reemplazar el método deductivo donde éste era aplicable. Porque el método deductivo, cuando se aplica a dilatar lo que ya ha sido válidamente establecido, constituye el más poderoso medio de extender el conocimiento que la mente humana puede utilizar.

Al usar el método deductivo, después de haber establecido sus premisas, la Economía Política clásica no se equivocaba. El error que hace inseguro su conjunto yace más hondo todavía; está en las inducciones insuficientes sobre que reposan aquellas premisas. Pero en vez de dirigirse hacia aquellas brechas existentes en las premisas aceptadas, las varias escuelas de economistas clasificadas como inductivas, han negado que hubiese ningún principio general que pudiera con certeza servir de base para la deducción. Así, si se les formulan preguntas como «entre el librecambio o la protección ¿cuál es mejor para promover la prosperidad general? o ¿cuál es el mejor sistema de arrendamiento de la tierra? o ¿cuál es el mejor sistema de impuestos? o ¿cuáles son los límites de la intervención gubernamental en la actividad económica o en la regulación de las asociaciones del trabajo?» no pueden dar ninguna respuesta general. Sólo pueden decir que una cosa será mejor en un lugar y tiempo, y otra en otro lugar y tiempo, por lo que el asunto únicamente puede ser dilucidado mediante investigaciones especiales. En otras palabras, para citar la frase del profesor James, de la Universidad de Pensilvania, un adepto de la «nueva escuela» (artículo «Economía Política» en la Enciclopedia de ciencia política, Economía Política e Historia de los Estados Unidos, de Lalor, 1884), han combatido «la teoría que busca leyes naturales permanentes en lo económico y que considera la natural condición de la ilimitada libertad personal como la única justificable, sin mirar a las exigencias especiales de los tiempos y naciones».

El resultado, por consiguiente, del triunfo de los «induccionistas» sobre los «deduccionistas», en los órganos acreditados de enseñanza económica ha sido destruir en la nueva Economía Política hasta la apariencia de coherencia que tenía en la vieja, y convertirla en un conglomerado de doctrinas inconexas y de especulaciones sin comprobación que sólo sus profesores pueden presumir de entender, y respecto de las cuales pueden discutir y disputar con cualquiera con la cómoda holgura que resulta de la ausencia de todo principio común aceptado.

Pero me parece claro que si la Economía Política puede ser llamada completamente ciencia, tiene que ser como una ciencia, o sea que, desde el momento en que las leyes de la Naturaleza de que depende son descubiertas, sigue el método deductivo, utilizando la inducción sólo para comprobar las conclusiones así obtenidas. Porque los fenómenos comprendidos en sus dominios son demasiados vastos y demasiado complejos para abrigar ninguna esperanza de ordenarlos y relacionarlos por la inducción directa.

Tomaré una cita del último libro de texto elemental de lógica que conozco, Elementos de Lógica inductiva del profesor Noah K. Davis (Harper Bros., New York, 1893), Pág. 197.

«El gran objeto del científico es obtener por inducciones rígidas las leyes de la Naturaleza, y seguirlas por rígidas deducciones hasta sus consecuencias. Una ciencia plenamente inductiva al principio se transforma, tan pronto como una ley ha sido probada, en más o menos deductiva y, a medida que progresa, elevándose a más altas y más amplias, pero menos numerosas inducciones, los procesos deductivos aumentan en número e importancia hasta que llega a ser propiamente, no una ciencia inductiva, sino deductiva. Así, la hidrostática, la acústica, la óptica y la eléctrica, llamadas comúnmente ciencias inductivas, han pasado, bajo el dominio. de las matemáticas, de ciencias inductivas a deductivas, y la mecánica tiene una historia semejante. La mecánica celestial fundada en los «Principios» de Newton es principalmente inductiva, y convertida en la «Mecánica celestial» de Laplace es principalmente deductiva. Siguiendo este último procedimiento, ha multiplicado su materia y alcanzado su actual y elevada perfección. En todas las ciencias naturales se efectúa una revolución lentamente progresiva. Bacon cambió el método de aquéllas de deductivo en inductivo, y ahora, rápidamente, se va volviendo del inductivo al deductivo. La tarea de la lógica es buscar y regular esos métodos».

Ahora bien, la ley de la Naturaleza que constituye el postulado de una verdadera ciencia de la Economía Política no es, como erróneamente se ha supuesto, que los hombres son invariable y universalmente egoístas. Como cuestión de hecho, esto no es verdad. Ni podemos sustraer al hombre todas las cualidades que no son el egoísmo, para convertirlo, en cuanto objeto de nuestro razonar sobre materias económicas, en lo que se ha llamado el hombre económico, sin convertirlo realmente en un monstruo, no un hombre.

La ley natural que realmente es el postulado de una verdadera ciencia de Economía Política, es que el hombre siempre busca la satisfacción de sus deseos con el menor esfuerzo, sean éstos deseos egoístas o altruistas, buenos o malos.

De que esto es una ley natural tenemos la más alta garantía posible, más amplia en efecto, que la que podemos tener de ninguna ley de la naturaleza externa, como, por ejemplo, la ley de la gravitación. Porque las leyes de la naturaleza externa sólo pueden ser percibidas objetivamente. Pero esta ley de la Naturaleza, «que los hombres buscan la satisfacción de sus deseos con el menor esfuerzo», la podemos ver a la vez subjetiva y objetivamente. Puesto que el hombre mismo está comprendido en la Naturaleza, podemos subjetivamente percibir la ley de la Naturaleza, de que el hombre busca la satisfacción de sus deseos con el menor esfuerzo, por una inducción derivada de la conciencia de nuestros propios sentimientos y un análisis de nuestros propios motivos de acción; mientras que objetivamente podemos también alcanzar la misma ley por una inducción derivada de la observación de los actos de otros.

Procediendo desde una ley natural así doblemente asegurada, el método adecuado de una Economía Política que haya de ser realmente una ciencia por su exacta percepción de una ley fundamental, es el método de deducción de esa ley, el método de proceder desde lo general a lo particular, porque éste es el método que nos permite alcanzar resultados incomparablemente mayores, Abandonar este método y recurrir al que las nuevas luces de la Economía Política parecen realmente significar por inducción, sería como desdeñar las reglas de la Aritmética y tratar de averiguar, por indagaciones directas en todas las partes del mundo, cuánto hace un número añadido a otro, y cuál sería el cociente de una suma dividida por sí misma.

Así, en lo fundamental, la ciencia de la Economía Política requiere el método deductivo, empleando la inducción para sus pruebas. Pero en nuestras más comunes investigaciones, su instrumento más útil es una forma de hipótesis que puede ser llamada experimento mental o imaginativo6, por el que podemos separar o eliminar condiciones imaginativamente y comprobar así la acción de principios conocidos. Este es un común. método de razonar familiar a todos nosotros desde nuestra infancia. Es el gran instrumento de la Economía Política y, para usarlo, sólo tenemos que cuidarnos de la exactitud de lo que afirmamos como principios.




ArribaAbajoCapítulo XIV

La Economía Política como ciencia y como arte


Exponiendo que la Economía Política es ciencia propiamente y el significado que tendría si se hablara de ella como arte

Ciencia y arte.-Tiene que haber una ciencia de la Economía Política, pero no arte propiamente dicho.-Cuál tendría que ser el objetivo de un arte de la Economía Política.-Arte blanco y arte negro.-Proceso de investigaciones posteriores.

Entre los economistas se discute mucho, no sólo acerca del método adecuado para la Economía Política sino también sobre si debe llamarse ciencia o arte. Hay unos que la han denominado ciencia y otros arte, y algunos que hablan a la vez de ciencia y arte. Otros hacen substancialmente la misma división, en Economía Política abstracta, teórica o especulativa de un lado, y Economía Política concreta, o preceptiva, o reguladora o aplicada, de otro.

Esto, sin embargo, casi no merece que lo tratemos, puesto que las razones para considerar ciencia mejor que arte a una verdadera Economía Política, ya las hemos dado. Sólo es necesario observar que cuando el conocimiento sistematizado puede dividirse como algunas veces lo es, en dos ramas, ciencia y arte, la distinción adecuada entre ellas es que una se refiere a lo que llamamos leyes de la Naturaleza y otra a la manera cómo podemos nosotros mismos utilizar esas leyes naturales para alcanzar los fines deseados.

Aquella primera rama del conocimiento, claro está, es en Economía Política, la primaria y más importante. Sólo cuando conocemos las leyes naturales de la producción y distribución de la riqueza, podemos prever los resultados de los arreglos y regulaciones que las leyes humanas establecen. Y a la manera que quien desea entender y tratar las enfermedades y los accidentes del organismo humano, principiará acertadamente por estudiarlos en nuestras condiciones normales, observando la posición, relación y funcionamiento de los órganos en un estado de perfecta salud, así cualquier estudio de las faltas, aberraciones y daños que sobrevienen en la Economía de las sociedades, se realiza mejor después de estudiarlas en sus condiciones naturales y normales.

Puede discutirse sobre si ya es una ciencia la Economía Política, es decir, si su conocimiento de las leyes económicas naturales es ya bastante extenso y bien dirigido para merecer el título de ciencia. Pero entre aquéllos que reconocen que el mundo en que vivimos es en todas sus esferas gobernado por leyes, no puede discutirse la posibilidad de tal ciencia. Y así como sólo puede haber una ciencia de la Química, una ciencia de la Astronomía y una ciencia de la Fisiología, que, en la medida en que realmente son ciencias, tienen que ser verdaderas e invariables, así, aunque pueda haber varias opiniones, varias enseñanzas, varias hipótesis, o en una ambigua e impropia, pero tan extraordinariamente común acepción de la palabra, varias teorías de Economía Política, sólo puede haber una ciencia. Y ésta en la medida en que realmente es una ciencia, es decir, en la medida en que nosotros verdaderamente hemos descubierto y relacionado las leyes naturales que caen bajo de nuestro dominio, tiene que ser verdadera e invariable, en todos los tiempos y lugares. Porque vivimos en un mundo donde los mismos efectos siguen siempre a las mismas causas y donde nada es caprichoso, salvo que lo sea esto que dentro de nosotros desea, quiere y elige. Pero esto mismo, en el hombre, que parece, en cierta medida al menos, independiente de la naturaleza externa conocida por nuestros sentidos, sólo puede manifestarse conforme a las leyes naturales y sólo puede realizar sus propósitos externos, utilizando dichas leyes.

Cuando hayamos constituido la ciencia de la Economía Política -cuando hayamos descubierto y relacionado las leyes naturales que rigen la producción y distribución de la riqueza,- estaremos en situación de ver los efectos de las leyes y costumbres humanas. Pero no me parece que un conocimiento del efecto que las leyes naturales de la producción y distribución de la riqueza originen en las tendencias de las leyes, costumbres y esfuerzos humanos, pueda ser llamado propiamente arte de la Economía Política, o que el saber, propiamente clasificado bajo la frase Economía Política, pueda dividirse, como algunos escritores han intentado hacer, en una ciencia y en un arte. Hay una ciencia de la Astronomía que tiene sus aplicaciones en artes como las de la navegación y la agrimensura; pero no un arte de la Astronomía. Hay una ciencia de la Química, que tiene sus aplicaciones en muchas artes, pero no un arte de la Química. Y de igual modo, la ciencia de la Economía Política, encuentra sus aplicaciones en la política y en sus varias subdivisiones. Pero difícilmente puede hablarse de estas aplicaciones como constitutivas de un arte de la Economía Política.

Sin embargo, si preferimos, como algunos han hecho, hablar de la Economía Política a la vez como ciencia y como arte, el arte de la Economía Política será el arte de conseguir la mayor producción y la más equitativa distribución de la riqueza, el arte cuyo objeto es abolir la miseria y el miedo a la miseria, y poner al más pobre y al más débil del género humano a salvo de la dura lucha por la vida. Porque si hay un arte de la Economía Política tiene que ser el noble arte cuyo objeto sea el bien de todos los miembros de la comunidad económica.

Pero lo mismo que cuando los hombres creen en la magia, sostienen que hay una magia blanca y otra magia negra, un arte que trata de aliviar los padecimientos y hacer bien, y otro arte que utiliza el saber para fines egoístas y malos, así a esta luz puede decirse que hay una Economía política blanca y una Economía Política negra. Cuando el conocimiento de las leyes de la producción y distribución de la riqueza es utilizado para enriquecer a unos pocos a expensas de los muchos, o cuando se utiliza un prestigioso conocedor de estas leyes para sostener una injusticia, u obscureciendo los criterios, para impedir o dilatar su reforma, tal arte de la Economía Política, verdadero o aparente, es, en realidad, un arte negro. Este es el arte de que habló el gran Turgot.

Por nuestra parte, habiendo visto la naturaleza y objeto de la Economía Política, para la cual he adoptado la más antigua definición -la ciencia que investiga la naturaleza de la riqueza y las leyes de su producción y distribución,- permitidme seguir ese orden procurando descubrir: primero, la naturaleza de la riqueza; segundo, las leyes de su producción, y tercero, las leyes de su distribución. Cuando hagamos esto, habremos alcanzado todo lo necesario para una verdadera ciencia de la Economía Política, según yo la entiendo. No nos es necesario considerar lo relativo al consumo de la riqueza; ni en verdad, según después demostraré, una verdadera Economía Política, tiene nada que ver con el consumo, contra lo que han supuesto muchos de los economistas menores.





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