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ArribaAbajoLibro V

Moneda.-El medio de cambio y la medida del valor



ArribaAbajoIntroducción al libro V

La naturaleza de este libro es, realmente, la de un complemento del libro II, La Naturaleza de la Riqueza. En mi primer plan, fue para mí materia de perplejidad si la discusión acerca de la moneda había de seguir a la discusión del valor, con que tan íntimamente relacionada está o, por lo menos, si había de seguir a la discusión relativa a la definición de la riqueza. Pero el tratar la cuestión de la moneda en el libro II, al través de todas las investigaciones que las actuales confusiones parecen requerir, no sólo hubiera extendido desproporcionadamente aquel libro, sino que hubiera hecho necesaria la anticipación de algunas conclusiones más lógica y convenientemente alcanzadas en el libro III y en el libro IV. Determiné por consiguiente, al fin, como el mejor plan para el lector de este libro, contestar brevemente, en el último capítulo del libro II, a la pregunta relativa a las relaciones del dinero con la riqueza que el término de la discusión acerca de la naturaleza de la riqueza permitía esclarecer con certidumbre, y diferir un más amplio examen de la cuestión de la moneda hasta después de que hubiesen sido tratadas tanto la producción como la distribución de la riqueza. Hemos llegado ahora a este punto y continuando como si fuera el capítulo XXI del libro II, La Naturaleza de la Riqueza, procedo a discurrir sobre el medio de cambio y la medida del valor.




ArribaAbajoCapítulo I

Confusiones acerca de la moneda


Exponiendo las divergencias en el pensamiento común y entre los economistas acerca de la moneda

Confusiones actuales acerca de la moneda.-Su causa.-Cómo desembrollarlas.

No hay idea o instrumento social con que los hombres civilizados estén más general y personalmente familiarizados que la moneda. Desde la primera infancia a la última edad, todos los hombres la usamos en el pensamiento y en el lenguaje y en las diarias transacciones, sin ninguna dificultad práctica para distinguir lo que es moneda de lo que no lo es. Sin embargo, en cuanto a lo que es realmente y a lo que realmente hace, hay, tanto en el pensamiento vulgar sobre materias económicas como en los escritos de los economistas titulados, las más amplias divergencias. Esto es particularmente visible en los Estados Unidos en el tiempo en que escribo. Durante veinte años, la cuestión de la moneda ha sido profusamente discutida, y antes aun ha habido períodos análogos de largas discusiones, desde los comienzos de las colonias americanas, para no decir nada de lo que se ha discutido en Europa. Sin embargo, la actitud de los Congresos, de los Parlamentos y de los Estados, de los partidos políticos y de la prensa, demuestran que no se ha llegado todavía a nada semejante a una conclusión clara acerca de los principios fundamentales. En cuanto a la vasta literatura sobre la materia impresa durante los últimos años, toda tentativa para extraer de ella una opinión aceptada respecto del oficio y leyes de la moneda conduce al resultado expuesto por un hombre inteligente que hace poco lo intentó, a saber: «Mientras más lee uno, más se tiene la sensación de que todo conocimiento firme acerca de este asunto está por cima de nuestra comprensión».

Hasta la última Enciclopedia americana (de Johnson, 1896), da esta definición: «La moneda es aquella clase de medio circulante que tiene un valor intrínseco y que si no fuera usada como medio de circulación seguiría siendo riqueza». Así hay quienes dicen que la moneda, realmente, consiste en el metal precioso, y que todo lo que local o temporal o parcialmente pueda usarse como moneda, sólo puede ser usado como tal en cuanto representación de aquellos metales. Sostienen que el papel moneda, que ahora constituye tan gran parte de la circulación en el mundo civilizado deriva su valor de la promesa expresa o implícita de convertirse en uno u otro de esos metales, y para asegurar tal conversión se mantienen ociosas grandes cantidades de dichos metales preciosos, almacenados por los gobiernos y los bancos.

De los que aceptan esta opinión, unos sostienen que el oro es la única moneda verdadera y natural en el actual período de la civilización al menos, mientras otros afirman que la plata tiene tantos o quizá más títulos para ese puesto y que de la desmonetización de ésta resultan los más graves males.

Por otro lado, hay quiénes dicen que lo que hace moneda a una cosa es el precepto o fíat del Gobierno, de que será considerada y recibida como moneda.

Y también hay quienes aun sostienen que cuanto puede ser usado en el cambio para facilitar el tráfico es moneda, incluyendo así, en el significado de este vocablo, las letras, cheques, libranzas, etc., expedidos por los particulares, tan plenamente como la moneda acuñada o los billetes emitidos por los Gobiernos a los bancos.

Muchas de las contradicciones y confusiones que existen en el pensamiento vulgar proceden de la presión de los intereses personales, introducida en el problema por las relaciones de deudor y acreedor. Pero las confusiones que prevalecen entre los economistas profesionales tienen un origen más profundo. Resultan evidentemente de las confusiones que existen en las doctrinas y enseñanzas económicas en cuanto a la naturaleza de la riqueza y la causa del valor. La moneda es la común medida del valor, la común representación y el común medio de cambio de la riqueza. Sin tener idea clara del significado del valor y naturaleza de la riqueza, no podemos evidentemente formarnos idea clara de la naturaleza y funciones de la moneda. Pero desde el momento en que hemos esclarecido en los capítulos precedentes el significado de los términos valor y riqueza, estamos ahora en disposición de indagar la naturaleza, funciones y leyes de la moneda, Es innecesario malgastar tiempo intentando desenredar la maraña de contradictorias afirmaciones, de hechos y confusiones de criterio, de que la literatura corriente sobre este asunto está henchida. El verdadero procedimiento de toda investigación económica es observar y trazar la relación de aquellos fenómenos sociales que son visibles ahora y para nosotros. Porque las leyes económicas tienen que ser tan invariables como las leyes físicas, y así como el químico o el astrónomo sólo pueden partir confiadamente de las relaciones que ven aquí y ahora existentes, para inferir las que han existido o existieron en otro tiempo y lugar, sólo así puede hacerlo el economista.

Sin embargo, considerándolo hallamos que estas divergencias en las definiciones de la moneda nacen más de diferencias de opinión en cuanto a lo que debe ser considerado y tratado como moneda, que de diferencias en cuanto a lo que es actualmente la moneda, como cuestión de hecho. Los hombres que más difieren al definir la moneda no tropiezan con dificultades para ponerse de acuerdo en cuanto a lo que se significa por moneda en las diarias transacciones. Desde el momento en que no podemos encontrar una opinión aceptada unánimemente por los economistas, nuestro mejor plan es buscarla entre las gentes vulgares. Para ver lo que usualmente se significa por moneda, sólo tenemos que anotar las características esenciales de aquello que todos nosotros convenimos en considerar como moneda en nuestros negocios.

Después de que hayamos visto lo que la moneda es realmente, y cuáles son las funciones que desempeña, nos hallaremos en situación de determinar cuáles son las mejores formas de moneda.




ArribaAbajoCapítulo II

El concepto común de la moneda


Exponiendo que el uso común de la moneda es comprar cosas con ella y que su carácter esencial está, no en su materia, sino en su uso

El uso de la moneda es cambiarla por otras cosas.-Compra y venta.- Ejemplo de unos viajeros.-La moneda no vale más que las demás cosas.-Pero es más fácilmente cambiable.-Cambio sin moneda.-Los cheques, etc., no son moneda.-Diferente moneda en diferentes países.-Pero la moneda no es hecha por el fíat del Gobierno.-No consiste necesariamente en oro y plata.-Ni necesita valor intrínseco.-Su cualidad esencial y su definición.

Cuando nos hallamos perplejos acerca del significado de un vocablo económico, nuestro mejor plan es procurar obtener un consenso de opinión acerca de lo que es realmente la cosa y qué función desempeña efectivamente.

Si he convenido con otro pagarle moneda, el concepto común de lo que es moneda no permitiría que mi compromiso quedara satisfecho ofreciéndole madera, ladrillos, servicios o barras de oro o plata, aun cuando, estimadas estrictamente, fuesen estas cosas iguales en valor a la moneda prometida. Mi acreedor puede tomar dichas cosas en vez de las que he convenido en pagarle. Pero tendría razón para oponerse a su posesión, y su objeción, si la explicara completamente, se fundaría en esto: «Convino usted en pagarme en moneda. Con moneda puedo comprar cuanto otro tenga para vender y pagar cualquier deuda que yo tenga. Pero lo que usted me ofrece no es moneda. Es algo que yo tomaría si hubiera de darle un uso personal. Pero no tengo uso personal a que dedicarlo, y para encontrar quien me dé por ello lo que necesito, tengo que encontrar alguien que necesite esta especial cosa y hacer un trato con él. Lo que usted me propone me produciría, por consiguiente, molestia, riesgo y pérdidas, no previstos en nuestro convenio». Y la justicia de esta objeción sería reconocida por todo hombre recto.

En esto -en la facilidad con que puede pasar de mano en mano cancelando obligaciones o transfiriendo propiedad,- reside la característica real de la moneda. No es la naturaleza intrínseca de la cosa, sino el uso a que es aplicada lo que da su carácter esencial a la moneda y constituye la distinción entre ella y las demás cosas. Hasta los niños reconocen esto. Tengo amigos con pequeñuelos de cuatro o cinco años y mostrándoles un trozo de azúcar cuando les pregunto: «¿para qué es esto?» Responden: «esto es para comer». Si les muestro un sombrero o un par de zapatos, dicen: «esto es para usarlo». Si les enseño un juguete, dicen: «es para jugar con él». Pero si les enseño una moneda, dirán -aunque para ellos todavía todas las monedas sean peniques- «esto es para comprar cosas con ella».

Ahora bien, en esto el pequeñuelo, dará una definición de la moneda, que cualesquiera que puedan ser nuestras teorías monetarias todos admitimos prácticamente. El para qué de la moneda, es comprar otras cosas. Aquello que por virtud de este uso es moneda, puede ser o no capaz de otro uso. Esto es secundario. Porque mientras una cosa está reservada para el uso de comprar cosas, todo uso incompatible con este se excluye.

Podemos, por ejemplo, aplicar terrones de azúcar al uso de comprar cosas. Pero en el momento en que un terrón de azúcar se aplica al uso de comérselo, su uso de comprar cosas termina. Así, si un billete es usado para encender un cigarro, o una moneda de oro invertida en orificar una muela, o convertida en una lámina de oro, su uso como moneda está destruido. Hasta cuando la moneda acuñada se usa como adorno, su uso como moneda está impedido durante ese tiempo.

En una palabra, el uso de la moneda, cualquiera que sea la materia de que esté forjada, no es satisfacer directamente el deseo, sino satisfacerlo indirectamente por medio del cambio con otras cosas, No comemos, ni bebemos moneda, ni consumimos moneda. La transmitimos, es decir, compramos otras cosas con ella. Estimamos la moneda y la buscamos, no por sí misma, sino por lo que podemos obtener desprendiéndonos de ella y con el propósito de desprendernos de ella. Esto es verdad hasta cuando la moneda es atesorada, porque la satisfacción que al atesorante da es la conciencia de conservar a su disposición aquello que fácilmente podremos comprar cuando deseemos tenerlo.

El chicuelo que yo he supuesto no conocería, probablemente, el significado de la palabra comercio, que es: transferencia voluntaria de cosas deseadas por cosas deseadas. Pero conocerá la cosa, habiéndose familiarizado con ella en los pequeños comercios que se realizan entre los chicos, de piedras por estampas, azúcar por juguetes, o en las transacciones basadas en el «haré esto para ti, si haces esto para mí». Pero de tales cambios hablaría, probablemente, como de negocio o trueque o promesa, reservando las palabras comprar y vender para los cambios en que se emplea la moneda.

En este uso de las palabras, el muchacho se acomodaría a una práctica que se ha hecho común entre los escritores más cuidadosos. En el más amplio sentido, comprador y vendedor distinguen sencillamente al que da y al que recibe en el cambio; y en este más amplio sentido es en el que Adam Smith usa las palabras y aún continúan usándose en poesía o expresiones poéticas. Pero tanto en el común lenguaje como en Economía Política, se ciñen ahora más generalmente las palabras comprar y vender a los cambios en que se da o promete moneda, hablando de un cambio en que no media la moneda como de una permuta, negocio o simplemente como de un cambio. Donde la moneda es una de las cosas cambiadas es donde la transacción se llama una compra y venta; la parte que da moneda por otra cosa, se denomina comprador, y la parte que da la otra cosa por el dinero, se llama vendedor.

En este uso consideramos habitualmente la moneda como si fuera el más notable o el más importante lado de los cambios en que las cosas que no son moneda son dadas por moneda, aquel lado del cambio del cual o hacia al cual el impulso inicial procede. Y hay otra costumbre que señala la misma tendencia. Entre las masas de nuestro país al menos, y presumo que hay la misma costumbre en todas partes, las buenas maneras exigen que cuando se transmite moneda en una transacción de cambio, el receptor de la moneda indique por frases como la de «gracias» un sentido de beneficio u obligación.

La razón de dichas dos costumbres se encuentra, a mi juicio, en el hecho de que la moneda es la cosa en que se estima usualmente la ganancia o provecho; la cosa que, usualmente, puede ser más fácil y ciertamente cambiada por otra cosa. Así, cualesquiera dificultades que pueda haber en el cambio de particulares mercancías o servicios por otras mercancías o servicios, es más sentida, generalmente, al cambiarse por moneda. Hecho este cambio, todo cambio subsiguiente de la moneda por las cosas que últimamente constituyen el objeto de nuestro deseo es relativamente fácil. Esto hace que, a quienes no se fijan, les parezca que lo apetecido en el cambio es la moneda y que quien obtiene moneda en cambio de otras cosas se halla en una posición mejor que la del que obtiene otras cosas en cambio de la moneda.

Para ver en qué difiere realmente la moneda de otras cosas que tienen poder cambiable o adquisitivo, permitidme imaginar cierto numero de hombres que intentan un viaje al través de una comarca donde no tienen personales relaciones. Parten, por ejemplo, de New York, en un hermoso día para hacer por las carreteras una dilatada excursión, de cien o doscientas millas. Para sufragar los gastos de la excursión, se proveen de cosas cambiables de diferentes clases. Uno tiene un caballo de valor; otro, algunas mercancías como tabaco o té; otro, barras de oro y plata; el otro, un cheque, letra de cambio o un libro talonario, y, un quinto, tiene moneda corriente. Estas cosas, todas, representan la misma suma de valor, pero en la primera parada para refrescar y descansar se verá la gran diferencia que existe entre ellas en cuanto a las facilidades para ser cambiadas.

El único medio que el hombre del caballo tiene para pagar el más leve sustento para el hombre o las bestias sin vender su caballo por moneda o cambiarlo por cosas muy difíciles de transportar, será trocarlo por un caballo de menos valor. Claro está, que no podría ir muy lejos en este camino, porque aún prescindiendo de las pérdidas incidentales del trueque de caballos, si persistiera en ese procedimiento bajo la presión de su deseo pronto se encontraría reducido a un animal que apenas pudiera tenerse a sí mismo.

Aunque de todas las mercancías estancadas, el tabaco y el té son probablemente las que más fácilmente pueden dividirse y transportarse, el turista que tratara de pagar su viaje con ellos, encontraría muchas dificultades. Si no se resuelve a vender de contrabando su stock por el dinero que le den, habrá convertido virtualmente su excursión de placer en un vagabundeo de buhonero, y sin decir nada del peligro que correría de ser arrestado por infracción de las leyes federales o locales sobre licencias, encontraría muchas dificultades, pérdidas y molestias para hallar los que quisieran dar alguna de las cosas particulares que él necesita por las que él tiene.

Y aunque el oro y la plata son, de todas las mercancías, aquéllas que tienen un valor más uniforme y seguro, sin embargo, el hombre que se llevó lingotes, apenas encontraría, después de haber abandonado la ciudad, nadie que pudiera decirle el verdadero valor de ellos, o que quisiese tomarlos en cambio de mercancías o servicios. Para cambiarlos completamente a un tipo razonable, habría que buscar algún platero de la ciudad que pudiera contrastarlos y pesarlos, y el cual, aunque podría ofrecer darle un reloj o una alhaja o componerle el reloj, en cambio, difícilmente tendría las mercancías o servicios que nuestro viajero necesitara, a disposición de éste. Para obtener lo que necesitara dando lo que tiene sin recurrir a la moneda, tendría necesidad de hacer toda clase de cambios intermedios.

En cuanto al hombre que dispone del libro de cheques o libranzas o letras de cambio, se encontraría en la peor situación de todos. Donde no fuera conocido no le servirían sino como otros tantos papeles blancos, a menos que encontrase alguien que pudiera atestiguar acerca de su buen crédito o que aceptara el gasto de telegrafiar para comprobarlo. Repetir esto en cada lugar de parada, como sería necesario si su viaje continuaba en las mismas condiciones en que se inició, sería demasiado para la paciencia y resistencia de un hombre corriente.

Pero el hombre con moneda no encontraría dificultades desde el principio al fin. Cuantos tienen una mercancía que cambiar o un servicio que prestar, tomarán su moneda gustosamente y probablemente le dirán «gracias» al recibirla. Él será el único que pueda realizar la jornada sin dilaciones, molestias y pérdidas por razón de los cambios.

Lo que de este pequeño experimento imaginativo podemos inferir, no es que la moneda sea la más valiosa de todas las cosas. Esto, aunque mucha gente lo ha aceptado vagamente, implicaría un error de la misma clase que el que entraña el supuesto de que una libra de plomo es más pesada que una libra de plumas. Lo que podemos deducir lógicamente de nuestro experimento, es que, de todas las cosas cambiables, la moneda es la más fácilmente cambiable, y verdaderamente, esta fácil cambiabilidad es la característica esencial de la moneda.

Sin embargo, no tenemos sino que extender nuestro ejemplo de modo que imaginemos a nuestros viajeros llevando consigo fuera del país la misma moneda que tan fácil les ha sido cambiar dentro, para ver que la moneda no es una substancia, ni en todo tiempo y lugar, la misma substancia.

Lo que es moneda en los Estados Unidos no es moneda en Inglaterra. Lo que es moneda en Inglaterra no lo es en el Continente. Lo que es moneda en uno de los Estados continentales, puede no serlo en otro, y así sucesivamente. Aunque en lugares de cada país, muy frecuentados por viajeros de otros países, la moneda de ambos países puede circular a la vez, como la moneda americana con la inglesa en las Bermudas; o la moneda canadiense con la americana en las Cascadas del Niágara; o la moneda india, la inglesa, la francesa, la egipcia en Port Said; sin embargo, el viajero que desee traspasar tales fronteras monetarias con algo fácilmente cambiable por las cosas que pueda necesitar, tiene que proveerse de moneda del país. La moneda que le ha servido en el país que acaba de dejar se convierte en otro país donde usan una diferente moneda en simple mercancía desde el momento en que deja la frontera monetaria, mercancía que le será ventajoso trocar con algún tratante en tales mercancías por dinero del país.

¿Es, por consiguiente, la moneda una materia de simple regulación gubernamental? Es decir, ¿puede un estatuto o fíat gubernamental, como muchos sostienen hoy, prescribir qué moneda será usada y a qué tipo correrá?

Para aquéllos de nosotros que vivieron o visitaron California entre los años de 1862 y 1879, es innecesario mirar más allá de nuestros propios país y tiempo, para ver que no. Durante aquellos años, mientras la moneda del resto de la Unión era un papel más o menos depreciado, la moneda de dicho Estado y la de la Costa del Pacífico en general, era el oro y la plata. El papel moneda del Gobierno general era usado en la compra de sellos de correo, el pago de contribuciones interiores, la de las costas judiciales de los Tribunales federales y la de aquellos Tribunales del Estado en los cuales no había contrato específico y para los envíos al Este. Pero entre hombre y hombre y en las transacciones ordinarias, sólo pasaban como una mercancía.

Si se dice que el poder gubernamental no era plenamente ejercido en este caso, que el Gobierno de los Estados Unidos deshonraba su propia circulación fabricando bonos pagables y estableciendo derechos de Aduana sólo cobrables en oro, y que la ley sobre convenios específicos de California, virtualmente solo dio la garantía de los Tribunales del Estado al oro y la plata, podemos volvernos hacia ejemplos como el de la circulación de los confederados, como el de la circulación continental, como el suministrado por la circulación colonial anterior a la Revolución; como el de los asignados franceses, o hacia aquel cómico episodio en que la cáustica pluma del Dean Suif, escribiendo con un nombre supuesto, burló todo el poder del Gobierno británico en sus esfuerzos para inducir al pueblo irlandés a aceptar lo que realmente era una moneda de cobre mejor que la que éste usaba.

El Gobierno puede influir mucho en el uso de la moneda, como puede influir mucho en el uso del lenguaje. Puede disponer qué moneda darán y recibirán los funcionarios del Gobierno, o reconocerán como tal los Tribunales, del mismo modo que puede prescribir el lenguaje en que los documentos oficiales han de ser impresos o que se usará en las leyes y procedimientos legales, o que se enseñará a los alumnos en las escuelas públicas. Pero no puede prescribir lo que ha de usarse como medio común de cambio entre hombre y hombre en las transacciones que dependen del mutuo consentimiento, más de lo que puede prescribir en qué lengua enseñarán las madres a sus hijos a balbucear. En los muchos esfuerzos que los Gobiernos, limitados o absolutos, han hecho para conseguirlo, el poder del Gobierno ha fracasado señaladamente.

¿Diremos, pues, como muchos deducen de la impotencia del simple fíat del Gobierno, que el valor en cambio de cualquier moneda depende últimamente de su valor intrínseco, que la verdadera moneda del mundo, la única moneda efectiva y natural, es el oro y la plata, uno solo o ambos-porque los partidarios de la moneda de metal difieren en cuanto a esto, dividiéndose en dos campos opuestos: los monometalistas y los bimetalistas?

Este concepto es aun más completamente opuesto a los hechos que el de los creyentes en el fíat. El oro y la plata han servido durante el mayor tiempo y en el área más extensa, y todavía sirven, como materia prima de la moneda, y en algunas partes han servido y en otros lugares aun sirven como moneda. Este fue el caso, en cierta medida, de los primeros días de los Placeres de California, cuando todo mercader, hostelero, almacenista o traficante, iba provisto de una botella de ácido y de una balanza, y los hombres pagaban las mercancías o el alimento, el hospedaje, las bebidas o las pérdidas, de las bolsas de cuero en que llevaban el polvo y las pepitas de oro. Este es, en parte todavía, el caso de algunas regiones de Asia, donde, como lo fue en algunos lugares de Europa, hasta el oro y la plata acuñados se toman al peso. Pero el oro y la plata no son la moneda del mundo. El viajero que intentara dar la vuelta al mundo pagando sus gastos con oro y plata en barras, encontraría la misma dificultad o dificultades análogas que las que hallaría en el campo que circunda a New York. Ni obviaría la dificultad llevando en vez de barras, oro y plata acuñados. Salvo unos pocos sitios, como en Las Bermudas y en las islas Haway, aquéllos serían también mercancías, no cambiables fácilmente cuando dejara los Estados Unidos.

La verdad es, que ni hay moneda universal ni jamás la ha habido, como no hay ni ha habido nunca en los tiempos que conocemos, un idioma universal.

En cuanto al valor intrínseco, es claro que nuestro papel moneda, que no tiene valor intrínseco, desempeña todos los oficios de la moneda, es en todos los sentidos tan verdadera moneda como la acuñada que tiene valor intrínseco; y que, aun tratándose de nuestra moneda acuñada, su valor circulatorio o valor moneda, no tiene en la mayor parte más relación con su valor intrínseco, que el que tiene en el caso de nuestro papel moneda. Y este es el caso actual en todo el mundo civilizado.

El hecho es que, ni el fíat del Gobierno, ni la acción de los individuos, ni el carácter o valor intrínseco de la materia empleada, ni ninguna otra cosa, puede hacer moneda o dejar de hacerla, elevar o disminuir su valor circulante, sino en cuanto afecte a la disposición para recibirla como un medio de cambio.

En distintos tiempos y lugares, toda clase de cosas capaces de transferencia más o menos fácil, han sido usadas como moneda. Así, en San Francisco, en los primeros días, cuando la repentina marea del oro de las minas produjo una repentina demanda de moneda que no era fácil satisfacer, acuñaciones falsas, a sabiendas de que eran falsas, corrían de mano en mano como moneda, y en Nueva York, al principio de la guerra civil, cuando había una gran escasez de especies circulantes por haberse retraído de la circulación el oro y la plata, corrían de mano en mano, como moneda, sellos de correos, tickes de carruajes, tickes de pan y hasta billetes falsos, a sabiendas de que eran falsos.

¿Diremos que tienen razón los que sostienen que una verdadera definición de la moneda tiene que comprender todas las cosas que pueden emplearse en el cambio para evitar la permuta?

Ciertamente no podemos decir esto sin ignorar una verdadera y muy importante distinción: la distinción entre moneda y crédito. Porque una leve reflexión nos mostrará que los cheques, libranzas, billetes negociables y otras órdenes Y obligaciones transferibles que tanto economizan el uso de la moneda en el mundo comercial moderno, lo hacen sólo cuando van acompañadas por algo más que la moneda no requiere en sí misma. Este algo es la confianza o el crédito. Este es el elemento esencial de todos los mecanismos e instrumentos que nos dispensan de la mediación de la moneda sin que tengamos que recurrir a la permuta. Tan sólo por virtud de él, pueden aquéllos ocupar el puesto de la moneda que en definitiva por aquéllos se promete pagar.

Cuando doy moneda por lo que he comprado, pago mi deuda. La transacción está completa. Pero no pago mi deuda cuando expido un cheque por la suma. La transacción no está completa. Simplemente doy una orden a alguien para que pague en mi lugar. Si no lo hace, sigo respondiendo ante la moral y ante la ley. De hecho, nadie tomará un cheque mío sin que le inspire confianza o crédito. Y aunque un semblante honrado, un buen traje y detalles manifiestos me permitan pasar un cheque pequeño a alguien que no me conozca sin que lo garantice algún conocido de él, podría tan fácilmente, y acaso más fácilmente, obtener su confianza cumplidamente. Igualmente, no puedo transmitir el cheque de otro o su nota, o su libranza o su letra de cambio en favor mío sin garantirlo por el endoso, salvo a quien me conozca o a quien yo le haya sido presentado como hombre de buen crédito. Aun así, yo no hago un pago, transmito a otro, con mi personal garantía, una orden de pago.

Así pues, hay adscrita a la moneda, en el concepto común, una cualidad que claramente la distingue entre todas las formas del crédito. Aquélla es, en cuanto se refiere al que da la moneda, la clausura definitiva de la transacción. El hombre que da un cheque o letra de cambio, tiene que garantir su pago y está obligado si no se paga; al paso que el librado, por su parte, conserva la facultad de detener en cualquier tiempo el pago, antes de que sea hecho de un modo efectivo. Hasta el hombre que da un caballo u otra mercancía en cambio, tiene, salvo con relación a ciertas cosas y con la observancia de ciertos requisitos, que garantir el título y que aquello posee ciertas cualidades expresas o intrínsecas. Pero al transmitir la moneda, la transacción está cerrada y concluida y ya no puede haber cuestión ni recurso. Porque el dinero está reconocido propiamente por las leyes civiles como el medio común de cambio.

Las cosas tales como cheques, libranzas, billetes, etcétera, aunque pueden dispensar, en gran medida, del uso de la moneda y economizarla mucho, lo hacen utilizando el crédito. El crédito, como facilitador del cambio, es más antiguo que la moneda, y acaso es aún ahora más importante que la moneda, aunque pueda ser convertido en moneda, como el oro se convierte en moneda. Pero aunque se pueda convertir en moneda, no es moneda en sí mismo, como el oro no lo es tampoco en sí mismo, y no puede, sin confusión, en cuanto a la naturaleza y funciones de la moneda, ser considerado como moneda.

Pues diremos ¿qué es moneda?

Evidentemente, la cualidad esencial de la moneda, no está en su forma o substancia, sino en su uso.

Como su uso no es el de ser consumida, sino el de ser cambiada continuamente, participa y facilita otros cambios como un medio o instrumento que sirve en una escala mayor para el mismo fin de ajustar y facilitar las transferencias para que sirven las fichas o contadores frecuentemente usados en los juegos de azar.32

Este uso procede de un común o usual consentimiento o disposición a tomarla en cambio, no como representación o promesa de otra cosa, sino como completando el cambio.

La única pregunta que cada uno se formula a sí propio, al tomar moneda en cambio, es si podrá de igual modo transmitirla en cambio. Si no duda de esto, la tomará; porque el único empleo que ha de darle a la moneda es transmitirla en cambio. Si tiene alguna duda acerca de esto, la tomará sólo con un descuento proporcional a la duda, o no la tomará.

Así pues, lo que convierte a algo en moneda, es el consentimiento o disposición común a aceptarla como un común medio de cambio. Cuanto tiene esta esencial cualidad en determinado lugar y tiempo, es moneda en ese lugar y tiempo, cualesquiera que sean las demás cualidades que le falten. Si una cosa carece de esta esencial cualidad en determinado lugar y tiempo, no es moneda en ese lugar y tiempo, cualesquiera otras cualidades que tenga.

Definamos la moneda:

«Todo lo que en un tiempo y lugar dados se emplea como medio común de cambio, es moneda en ese tiempo y lugar».

No hay moneda universal. Aunque el uso de la moneda es casi tan universal como el empleo de los idiomas, y en todas partes obedece a leyes generales, como las obedece el empleo de los idiomas, sin embargo, de igual modo que los idiomas difieren en tiempo y lugar, vemos que las monedas difieren. De hecho, como hemos visto, la moneda es, en una de sus funciones, una especie de lenguaje: el lenguaje del valor




ArribaAbajoCapítulo III

Medio de cambio y medida del valor


Exponiendo como el común medio de cambio se convierte en la común medida del valor y por qué no podemos encontrar una medida común en el trabajo

La moneda es lo que más se cambia.-Por qué no se mide el valor por el trabajo.-La respuesta de Smith no es satisfactoria.-La verdadera respuesta.-El trabajo no puede proporcionar una medida común y se prefiere las mercancías.-Supervivencias de medidas comunes.-La diferencia en las medidas comunes no impide el cambio.

En el último capítulo he definido la moneda: cuanto en un tiempo y lugar dados se usa como medio común de cambio. Esta es verdaderamente la cualidad primaria de la moneda. Pero derivándose de su empleo como el medio común de cambio, la moneda tiene otro uso estrechamente enlazado con aquél: el de servir como una común medida del valor.

La razón de esto es que el uso de la moneda como medio común de cambio, que es la causa de que sea estimada para el cambio y no para el consumo, hace de ella, entre todas las cosas cambiables, lo que en la sociedad civilizada se cambia más frecuente y comúnmente. Una dada porción de madera o carbón, por ejemplo, pueden ser usadas por el productor y no cambiarse nunca, por consiguiente, o pueden ser cambiadas una vez o acaso media docena de veces, desde el leñador o minero hasta que en las manos del consumidor alcancen el último fin para que fueron producidas: la combustión que suministra el calor. Así ocurre con las patatas, el trigo o el maíz. La mayoría de los caballos no son cambiados probablemente ni una vez durante sus días de trabajo, y sería un caballo vendido muchas veces el que tuviera seis propietarios durante su vida. El algodón, la lana, el cáñamo y la seda, acaso pasen al través de una media docena de cambios, antes de asumir la forma de paño o vestido, y en esta forma pueden pasar al través de dos a media docena de cambios antes de llegar al consumidor. Y así ocurre con la leña o el hierro y la mayoría de las formas del papel, la carne o el cuero. No sólo el último propósito del cambio de tales cosas es su consumo destructivo, sino que están principalmente compuestas por cosas que si no son consumidas pronto perecerán o se perjudicarán.

La moneda, por otra parte, no está producida para consumirla, sino para cambiarla. Este, y no el consumo, es su uso. Y siempre buscamos para ella la materia menos expuesta a deteriorarse, además de que habitualmente es cuidadosamente guardada por quien durante algún momento la tiene en su poder. Al mismo tiempo que la moneda puede pasar frecuentemente en un solo día por más manos que los ordinarios artículos de riqueza pasen durante el total período de su existencia, el uso de la moneda en el pensamiento y en el lenguaje, como un símbolo de valor, la trae constantemente al pensamiento de aquéllos que la usan frecuentemente en su forma tangible. Así es que el valor de la moneda, que es el común medio de cambio en una sociedad, viene a ser para los individuos de esa sociedad mejor conocido que el valor de cualquiera otra cosa y de aquí que sea más fácil y constantemente elegida para comparar el valor de las demás cosas.

Pero aquí puede surgir una pregunta que yo deseo contestar plenamente: si, como expliqué en el libro II, el valor es en sí mismo una relación con el trabajo, ¿por qué no encontramos, no ya una común medida del valor, sino una medida exacta y final del valor en el trabajo mismo?

Esta es una pregunta que deja perpleja a la gran mayoría de las teorías monetarias que se han formulado en los Estados Unidos, sin ser admitidas en las escuelas, y fue expuesta pero no contestada satisfactoriamente por Adam. Smith.

En un pasaje que antes cité por entero,33 Adam Smith, dice: «Pero aunque el trabajo es medida real del valor en cambio de todas las mercancías, no es la medida por la cual se estima comúnmente ese valor». Y pasa a explicar la razón de esto.

Pero al proponerse explicar este hecho, Adam Smith cae en confusiones por lo resbaladizo de sus vocablos y equivoca la verdadera razón. Aunque dice, en efecto, que el tiempo de esfuerzo no mide la calidad de ese esfuerzo, sin embargo, casi en la misma cláusula usa el tiempo como medida del esfuerzo, diciendo: «que toda mercancía es... más frecuentemente cambiada y por tanto comparada con otras mercancías, que con el trabajo», que «es más natural, por consiguiente, estimar su valor en cambio por la cantidad de algunas otras mercancías que por la del trabajo que con ellas se puede comprar» y que «la mayor parte de la gente entiende mucho mejor lo que se significa por la cantidad de una particular mercancía, que por una cantidad de trabajo», olvidando así lo que precisamente acababa de exponer, o sea que es el trabajo (en el sentido de esfuerzo) que la posesión de una mercancía ahorra el que determina el valor de todas las mercancías. Su intentada explicación del hecho de que la medida real del valor no es la común medida del valor, no conduce a más que a consignar que es más usual medir el valor por mercancías que por trabajo. Esto no es explicación del hecho; es simplemente establecer el hecho. Nosotros no podemos explicar una costumbre o hábito diciendo que es natural o exponiendo que eso es lo usual. La verdadera explicación consiste en decir por qué parece natural y por qué ha venido a ser usual.

No obstante, a la luz de nuestra investigación previa, se ve clara la razón por qué la medida real del valor no puede ser su medida común. Estriba en la constitución humana. Nosotros adquirimos conciencia del esfuerzo por medio de la «fatiga y molestias» que implica la sensación del esfuerzo y, al fin, la fatiga y repugnancia que su continuación acarrea. Ahora bien, sentir es un afecto o condición de la individual percepción o yo, que sólo puede encontrar manifestación objetiva al través de la acción. Ni la madre puede conocer lo que sus pequeñuelos sienten más que al través de las acciones de éstos. Si aquélla puede decir que éste tiene hambre, o sueño, o dolor o está satisfecho y feliz, es sólo por ese medio.

Como hemos visto, el trabajo, en sentido de esfuerzo, es la verdadera, última y universal medida del valor; lo que toda cosa vale en cambio siempre está basado sobre una estimación de la fatiga y molestia adscriptas al esfuerzo que la posesión de aquella cosa ahorrará.

Pero esta es una estimación que, aunque cada uno puede hacerla por sí mismo, no puede comunicarla a otro directamente, toda vez que el sentimiento de debilidad o repugnancia, el desagrado hacia la «fatiga y molestia» que constituyendo la resistencia al esfuerzo es la medida de éste, sólo puede, en nuestra condición normal al menos, ser transmitido o expresado de uno a otro al través de los sentidos.

Nosotros hacemos continuamente esta estimación en nuestra propia mente, porque la memoria, que registra la experiencia del individuo, nos permite comparar el esfuerzo que ha requerido hacer o procurarse una cosa con el que ha requerido o procurado hacer o procurarse otra. Pero para expresar a otra persona mi idea de la suma de esfuerzo requerido para hacer o procurar una cosa particular, tiene que haber algo que nos sirva como una medida mutua de la resistencia al esfuerzo, es decir, la «fatiga y molestia» que el esfuerzo implica. Así, para comunicar a alguno que no sepa nadar, alguna idea del esfuerzo que requiere esto, tengo que compararlo con algún esfuerzo que nos sea familiar a ambos, como el de caminar. O si un forastero desea saber de mí qué esfuerzo tendrá que realizar para ir hasta cierto punto, le diré, si lo sé, la distancia y le daré alguna idea de carácter del camino, porque tendrá ya alguna idea del esfuerzo requerido para caminar una distancia dada en un camino ordinario. Si es un francés acostumbrado a los metros y kilómetros, que ninguno de nosotros puede traducir en pies y millas, aun podré comunicarle mi idea, diciéndole tantos minutos u horas de camino, porque todos los hombres tienen alguna idea del esfuerzo requerido para marchar durante cierto tiempo. Si no podemos encontrar ninguna nomenclatura común del tiempo, aun podré darle alguna idea señalando a la manecilla de mi reloj o al sol, o preguntándole de dónde ha venido y haciéndole comprender que la distancia que ha de recorrer aún es mayor o menor, o el camino más pesado o más fácil. Pero tiene que haber un punto conocido por ambos que nos proporcione una común medida para hacerme comprender de él totalmente.

Viceversa, una experiencia común del esfuerzo requerido nos dará, a falta de una medida más exacta, alguna idea de la distancia o superficie, como



«Una flecha desde la ventana de su casa
cae entre los sembrados de cebada».

o

«Ellos le dieron tierra de sembradura
que era de dominio público,
tanta como dos vigorosos bueyes
pudieran arar desde la mañana a la noche».

Ahora bien, aunque el esfuerzo es siempre la verdadera medida del valor, al cual todas las medidas comunes del valor tienen que referirse, sin embargo, para obtener una común medida del valor que nos permita comunicarnos a la vez la cantidad y la cualidad (la duración y la intensidad) del esfuerzo, tenemos que tomar algún resultado del esfuerzo, lo mismo exactamente que para encontrar una común medida del calor, luz, fuerza expansiva o gravitación tenemos que tomar una manifestación tangible de aquellas formas de energía. Porque las mercancías, siendo resultado del esfuerzo, son manifestaciones tangibles del esfuerzo, es por lo que se emplean general y naturalmente como medidas comunes del valor.

Aun donde el esfuerzo se expresa en tiempo, hay siempre por lo menos una implícita referencia a su realización o resultado. Cuando yo alquilo un hombre para trabajar para mí, al día, a la semana o al mes, en ocupaciones que dan un resultado tangible, como cavar o drenar, arar o cosechar, cortar árboles o hender leña, siempre es con cierta idea del resultado tangible que ha de obtenerse, o en otras palabras, de la intensidad tanto como de la duración del esfuerzo. Si no hallo resultado alguno, digo que no se ha hecho el trabajo, y si encuentro que los resultados no son los que debiera haber obtenido de un esfuerzo de intensidad razonable o habitual, con razonable o habitual saber o destreza, digo que aquello que realmente yo había convenido en pagar no me ha sido otorgado. Y los hombres imparciales me apoyarán.

Yendo a desembarcar en San Francisco, un marinero, compañero mío, que no distinguía siquiera una guadaña de un pasador, se alquiló a un labrador en el tiempo de la siega, por cinco dólares al día. A su primer golpe con la guadaña la clavó tan honda en el campo, que por poco la rompe al sacarla. Aunque indignadamente protestó contra tan anticuadas herramientas, declarándolas fuera de moda y manifestando que él había usado las «guadañas patentadas, que tienen el pico vuelto», no encontró realmente injusto que el labrador no le pagara un centavo, porque conocía que el convenio por un día de trabajo era realmente un convenio por determinada cantidad segada.

De hecho, el medir el esfuerzo por el tiempo, implica en su esencia el medirlo por el resultado.

Vemos que esto es verdad aun donde no hay resultado concreto. Si alquilo a un botero o a un cochero para conducirme hasta cierto punto, siendo conocida la distancia me proporciona esta una idea precisa del esfuerzo requerido, y es lo más equitativo y para ambas partes, usualmente, el medio más cómodo que la estipulación sea sobre el resultado, o como los cocheros en Europa dicen, «a la carrera», que es un pago definido por un resultado definido. Pero hasta cuando tomo un bote o un coche sin idea fija de donde necesito ir y convengo en pagar por hora, hay un implícito acuerdo acerca de la intensidad del esfuerzo por que pago. Tanto el botero como el cochero, sentirán que no mantienen su convenio equitativamente, y yo ciertamente tendré la misma sensación, si aquéllos, con el propósito de «ganar tiempo», navegan o caminan a paso de tortuga.

Tan fuerte es la tendencia a tomar los resultados tangibles como la medida del esfuerzo, que aun allí donde la calidad es de más importancia que la cantidad, como en los trabajos literarios, la medida formal es, hasta en nuestras mejores revistas y periódicos, la página o columna, siendo compensadas las diferencias en calidad real o esperada, parte por la facilidad con que se acepta el artículo y parte por el mayor precio por página o columna.

En una palabra, aunque el esfuerzo, comprendiendo juntamente la cantidad y la intensidad, es siempre la verdadera y final medida del valor, sólo podemos tener una común medida del valor al través de las manifestaciones del esfuerzo. Por eso, siendo las mercancías expresiones tangibles del esfuerzo, se convierten en las más fáciles medidas comunes del valor y han sido usadas para ello desde los principios de la sociedad humana.

Aunque cualquiera mercancía, o para esto, cualquier servicio concreto puede ser usado como una común medida del valor en la extensión en que se reconoce que envuelve o expresa cierta suma de esfuerzo y tiene, por consiguiente, un valor definido, aunque no necesariamente fijo, la tendencia es siempre a usar para este fin la mercancía cuyo valor es reconocido más general y fácilmente. Y desde el momento en que la mercancía usada como el medio común de los cambios viene a ser por este uso la mercancía cambiada más frecuentemente, y cuyo valor es reconocido más general y fácilmente, todo lo que sirva como el medio común del cambio tiende por esto a convertirse en la común medida del valor, en cuyos términos los valores de las demás cosas son expresados y comparados. En las sociedades que han logrado cierto nivel de civilización, es siempre la moneda. De aquí que podamos definir la moneda mirando a sus funciones como aquello que en cualquier tiempo y lugar sirve como el común medio de cambio y la común medida del valor.

Ha de recordarse, sin embargo, que de estas dos funciones, la primera es el uso como medio común de cambio. Es decir, que el uso como medio común de cambio acarrea el uso como la común medida del valor y no al revés. Pero estos dos usos no se corresponden siempre exactamente.

Así, en Nueva York y en sus inmediaciones se puede todavía oír hablar de chelines de York (doce y medio centavos) como medida de valores pequeños. No hay tal moneda acuñada, porque este uso de un chelín ideal es una supervivencia de los tiempos coloniales. De igual modo, en Filadelfia se puede oír hablar de fips y levies, en Nueva Orleans de «medio real» y en San Francisco, de reales, supervivencias de la moneda española; y en el lejano Noroeste, de «pieles», una medida del valor puramente ideal, residuo del tiempo en que la Compañía de la bahía de Hudson traficaba con los indios en pieles. Durante la guerra civil. y algún tiempo después, se usaron simultáneamente en los Estados Unidos dos distintas medidas comunes del valor: el papel moneda y el oro. Pero desde la supresión de los pagos en especie, aunque el papel moneda constituye todavía el medio de cambio más ampliamente usado, el oro ha venido a ser en este país la medida común del valor. Y aunque el oro, la plata y el papel son en gran medida, y por lo común, simultáneamente empleados en todo el mundo civilizado moderno para proporcionar el medio común de cambio, la gran división monetaria es, entre los países que usan el oro como común medida del valor y los países que usan la plata.

Pero es aún evidente, como Adam Smith dijo, que el trabajo (en el sentido de esfuerzo) es «la verdadera medida del valor en cambio de todas las mercancías», «la única medida del valor universal y exacta, o el único tipo por el cual podemos comparar los valores de todas las mercancías, en todos los tiempos y lugares». Porque todavía es verdad, como dijo, que «el verdadero precio de una cosa, lo que una cosa realmente costaría al hombre que necesita adquirirla, es la fatiga y molestias de adquirirla. Lo que una cosa vale realmente para el hombre que la ha adquirido y que desea disponer de ella o cambiarla por alguna otra, es la fatiga y molestias que puede ahorrarse a sí propio y que puede imponer a otras personas.

Puesto que el trabajo es así la verdadera y universal medida del valor, cualquier cosa que un país use como la medida común del valor, puede significar pequeña dificultad para el comercio de su gente con la gente de otros países que use distintas medidas comunes del valor. Ni tampoco dentro de un país, la sustitución de una común medida del valor por otra común medida del valor acarrearía más que leves perturbaciones si no fuera por su efecto sobre los créditos y deudas. En esto se halla la principal fuente de las controversias y confusiones que rodean ahora el «problema de la moneda».

Antes de proseguir convendrá, por consiguiente, al menos en cuanto atañe a la idea de la moneda, examinar las relaciones del crédito con el comercio.




ArribaAbajoCapítulo IV

La función del crédito en los cambios


(Exponiendo que el progreso de la civilización economiza el uso de la moneda

Tendencia a estimar excesivamente la importancia de la moneda.-El crédito existió antes de que comenzara el uso de la moneda, y ahora es y siempre ha sido, el más importante instrumento de cambio.-Ejemplo de unos náufragos.-Error de Adam Smith acerca de la permuta.-El uso más importante hoy de la moneda es como medida del valor)34.

He procurado explicar el concepto común acerca de la moneda y el papel que juega en los cambios, suponiendo cierto número de viajeros. Hice esto, porque en cambios pequeños e inmediatos, como los que un viajero tiene que realizar entre los extraños, es donde se percibe más claramente la utilidad peculiar de la moneda. No quiero suponer que las dificultades del tráfico en todos los lugares y tiempos sean tan grandes como las que en las vecindades de New York, al terminar la centuria XIX, hubiera encontrado un viajero para proveer a sus necesidades personales por medio del cambio. Por el contrario, hay todavía en el mundo partes donde un viajero puede encontrar un depósito de mercancías adecuadamente seleccionado, más fácil y ventajosamente cambiable que la moneda misma y las dificultades de la permuta han aumentado, no sólo con el mayor uso de la moneda, sino con progresos tales como los correos y vapores, los ferrocarriles, el telégrafo y el teléfono y con la mayor concentración de las poblaciones y de los cambios que resultan de ello. Aun en nuestra civilización, el tráfico tiene que haber sido un medio más eficaz del cambio en los tiempos que precedieron al gran desenvolvimiento industrial del siglo XIX, que lo es ahora, porque la gente estaba más generalmente acostumbrada a ello. Los antiguos comerciantes viajeros, y aun los antiguos comerciantes extranjeros que enviaban sus barcos por todo el mundo marítimo, que negociaban extensamente y que organizaban ferias, de las cuales ahora solo tenemos débiles vestigios, pero que constituían una tan importante parte en la vida industrial de nuestros antecesores, daban lugar y ocasión para la reunión de aquéllos que deseaban hacer directamente cambios de mercancías por mercancías o servicios por servicios, de que ahora carecemos.

El efecto de la general adopción de los más complicados y mucho más eficaces procedimientos de una civilización adelantada, es siempre relegar al olvido los métodos más sencillos previamente usados. En pocos años nos hemos acostumbrado tanto al telégrafo eléctrico que estamos propensos a imaginar que, sin él, los hombres se verían reducidos para llevar mensajes a los medios de transporte por agua y tierra, y a olvidar que hubo telégrafo antes de que se soñara en el eléctrico. La comodidad de los fósforos ha hecho su uso tan universal, que los más de nosotros, sí quedáramos reducidos a nuestros propios recursos, sin fósforos, encontraríamos las más serias dificultades para encender una pipa o fuego. Una partida cazadora de hombres civilizados, si por un accidente fuera privada de sus municiones, perecería de hambre antes de que pudiera matar una res aun donde éstas abundasen. Sin embargo, al principio de este siglo, los fósforos eran desconocidos, y los hombres mataban las reses antes de que las armas de fuego fuesen inventadas.

Y lo mismo ocurre con la moneda. Su uso es tan general en nuestra alta civilización, y su importancia tan grande, que estamos prontos a estimar excesivamente su importancia y a olvidar que los hombres vivieron y progresaron antes de que se desarrollara la moneda, y al mismo tiempo, a deprimir la eficacia de los medios de cambio que no son la moneda y la suma de cambios que aun ahora se realizan sin usar de la moneda más que como un contador o denominador de valores.

No es sólo que la más sencilla forma del cambio y transferencia de las cosas deseadas en sí mismas por cosas deseadas en sí mismas todavía continúa con cierta extensión, sino que el progreso de la civilización, que en un primer período desenvuelve el uso de la moneda como medio de cambio, comienza en períodos posteriores a desenvolver medios que dispensan o economizan mucho este uso de la moneda. Los cambios entre los diferentes países se realizan todavía sin el uso de la moneda, y así ocurre en gran medida también, en los cambios interiores aun en la misma localidad. No sólo en los distritos rurales y aun en las pequeñas transacciones se comercia mucho sin transferencia efectiva de la moneda, sino que en muchas ciudades, en las mayores transacciones, aunque habitualmente se hable y piense de ellas como si implicasen la transferencia de la moneda, realmente se realizan sin ésta. La gente más rica, en efecto, usa relativamente poca moneda hasta en las transacciones personales, y yo creo, que un hombre de buen crédito que tuviera una cuenta corriente a su disposición, podría, si quisiera, vivir de año a año, aun en las grandes ciudades como New York (y con menos trabajo en las ciudades más pequeñas), sin que pasara al través de sus manos un penique de moneda efectiva. Sus ingresos, si no los recibía en pequeñas sumas, podrían figurar en cheques o en un medio análogo de transferencia: sus grandes gastos podrían naturalmente pagarse en cheques, y aun cosas como periódicos, tickes para coches o ferrocarriles, sellos, etc., podría sin gran esfuerzo pagarlos de la misma manera.

Ahora bien, todo esto que economiza el uso de la moneda, y de lo cual solemos pensar que es, y realmente en algunas de sus formas lo es, el último desenvolvimiento de esa civilización que desde tiempo inmemorial se halla acostumbrada al uso de la moneda, es verdaderamente en esencia una vuelta a algo que tiene que haber estado en uso para facilitar los cambios antes de que la moneda cundiera entre los hombres. Este algo, es lo que llamamos confianza o crédito. El crédito es hoy, y en nuestra más alta civilización, el más importante instrumento de cambio; que debe de haber sido desde la primera aparición del hombre en este Globo el más importante instrumento de cambio tienen que verlo todos, si rechazan la hipótesis que invalida tanta parte de nuestra reciente filosofía y filosofía de la historia: la hipótesis de que el progreso de la civilización es un cambio en el hombre mismo, y admiten aún en el hombre prehistórico las mismas facultades razonadoras que todos sabemos que el hombre en los tiempos históricos mostró como inherentes a él en cuanto hombre.

Imaginemos cierto número de náufragos llegando a nado hasta una isla deshabitada, con un clima bastante bueno para permitirles sostener su vida. ¿Cuáles serían sus primeros cambios? ¿No estarían fundados sobre varias formas de la proposición: «daré u obtendré esto para ti, si tú das u obtienes esto para mi?»: Ahora bien, dónde y cuándo vinieran al mundo, esta tiene que haber sido la situación de los primeros hombres al venir, y todo lo que nosotros podamos discurrir con alguna certeza conduce a mostrar que estos primeros hombres tiene que haber sido necesariamente la misma clase de hombres que nosotros.

Si hay alguna diferencia de prioridad entre ellos, el crédito tiene, por la naturaleza de las cosas, que haber precedido a la permuta como un instrumento de cambio, y desde el principio tiene que haber ayudado a la permuta. ¿Qué cosa más natural que el hombre que ha matado un venado o hecho una gran pesca desee dar, ahora que tiene abundancia, en pago de una promesa expresa o implícita de que su vecino cuando sea afortunado del mismo modo se acordará de él? La organización de más complicadas y sutiles formas del crédito avanza con el desenvolvimiento de la civilización, pero el crédito tiene que haber empezado a ayudar al cambio en los principios mismos de la sociedad humana; y es en los linderos de las tierras vírgenes y en los lugares que nuevamente se van colonizando, más que en las grandes ciudades, donde todavía encontraremos sus formas directas jugando relativamente el más importante papel en los cambios.

Explicando el origen y uso de la moneda, Adam Smith encarece demasiado las dificultades de la permuta, y en esto ha sido seguido por casi todos los escritores que le han sucedido. Acerca de la condición de la sociedad, antes del uso de los metales como moneda, dice (Libro I, capítulo IV de la Riqueza de las Naciones):

«imaginemos que un hombre tiene de cierta mercancía más de lo que necesita, mientras otro tiene menos. Piensa el primero desprenderse gustosamente, y el segundo compraría una parte, de esto que le sobra. Pero si el segundo no tiene la suerte de poseer nada de lo que el primero necesita, no puede realizarse ningún cambio entre ellos. El carnicero tiene más carne en su tienda de la que él mismo puede consumir, y el cervecero y el panadero desean cada uno comprar una parte de aquélla. Pero éstos no tienen nada que ofrecer en cambio, salvo las diferentes producciones de sus respectivos comercios; y el carnicero ya está provisto de todo el pan y de toda la cerveza que necesita de un modo inmediato. En este caso ningún cambio puede hacerse entre ellos. Aquél no puede ser su mercader ni éstos sus clientes y así se prestan uno a otros, recíprocamente, menos servicios.

. . . . . . . . . .

El hombre que necesita comprar sal, por ejemplo, y no tiene sino ganado que dar en cambio, tiene que verse obligado a comprar sal por el valor de todo un buey o de todo un carnero a la vez. Rara vez podría comprar menos de esto, porque lo que él tiene que dar en cambio, rara vez puede ser dividido sin pérdida; y si se propone comprar más, se ve obligado por las mismas razones, a comprar doble o triple cantidad, es, a saber: el valor de dos o tres bueyes o de dos o tres carneros; si, por lo contrario, en vez de bueyes o carneros tiene metales que dar en cambio, fácilmente puede proporcionar la cantidad de metal con la cantidad de mercancía que necesita de un modo inmediato.»

Aunque esta explicación de las dificultades que afectan a la permuta han sido parafraseadas por escritor tras escritor desde Adam Smith, hay en ellas una exageración tan enorme como ridícula. La diferencia de comercio entre el carnicero y el cervecero o el panadero, el hecho de que los hombres habitualmente consagren su trabajo a la producción de ciertas cosas en mayor cantidad de la que ellos mismos pueden consumir, implica una división en el trabajo que no podría lograrse donde el cambio fuera imposible, bajo las circunstancias que Adam Smith. supone. Y es evidente que tales circunstancias no opondrían dificultades insuperables al cambio, ni aun cuando una verdadera moneda hubiera comenzado a usarse. El carnicero, con la carne de que dispone, no habría rehusado el cambio ofrecido por el cervecero y el panadero, porque estuviera ya provisto de todo el pan y cerveza que le hiciera falta de un modo inmediato; por el contrario, diría: no necesito inmediatamente pan y cerveza, porque ya estoy provisto, pero os daré la carne que necesitéis sobre vuestra promesa de darme su equivalencia en pan y cerveza cuando yo la pida. Ni sería para él necesario agotar su propia existencia de pan y de cerveza antes de pedirle al panadero o al cervecero el cumplimiento de sus promesas; porque desde el momento en que las necesidades de los hombres no pueden satisfacerse con carne, pan o cerveza solamente, necesitaría del sastre un vestido, del pastor un novillo, del carpintero una casa; y puesto que éstos no pueden tomar de una vez el pago pleno en una mercancía tan contingente como la carne, él podría realizar su parte en el cambio diciéndole al panadero y al cervecero que dieran a aquéllos otros proveedores el pan y la cerveza que le habían prometido.

Es decir, para un cambio no es necesario que ambas partes lo efectúen a la vez o con la misma persona. Una parte o lado del cambio industrial, puede ser efectuada de una vez y la otra parte o lado puede ser relegada a un tiempo futuro y transmitida a otra persona o personas por medio de la confianza y del crédito. Y por este sencillo y natural procedimiento y sin intervención del dinero, la sal podría ser cambiada por cantidad en de buey o carnero menores de las que se echarían a perder antes de que una sola familia pudiera consumirlas. La verdad es que las dificultades de incidencia de que Adam Smith habla aquí como si fueran inseparables de la permuta, son siempre evitadas por el uso del crédito, donde éste es posible. Sólo donde no se realizan otros cambios y donde no es probable que las partes a quiénes conciernen hayan de ponerse en contacto directo o indirecto otra vez, como ocurre en el desierto o en el mar, es donde, dada la falta de incidencia, no puede efectuarse ningún cambio entre ellos35.

Es realmente entre aquéllos que se desconocen y no esperan encontrarse otra vez, donde la moneda desempeña su más indispensable oficio (como en los ejemplos puestos en el libro V, capítulo II). El uso de la moneda, por el cual los viajeros pueden conducir fácilmente los medios de proveer a sus necesidades, ha facilitado grandemente los viajes; sin embargo, con las letras de cambio y cartas de crédito, los cupones de Cook y los libros de cheques certificados, que tan ampliamente van desplazando a la moneda en el uso del viajero, vuélvese otra vez al uso del crédito.

La confianza o crédito es verdaderamente el primero de todos los instrumentos que facilitan el cambio; su uso precede, no sólo al uso de toda verdadera moneda, sino que tiene que haber sido coevo del aparecer el hombre. La confianza, el amor, la simpatía, pertenecen a la naturaleza humana. No es sólo que sin ellos el hombre nunca podría haber salido del estado salvaje, sino que sin ellos no se hubiera podido mantener a sí propio ni siquiera en estado salvaje. Si hubiera venido a la tierra sin ellos, habría sido inevitablemente exterminado por los animales vecinos o se hubiera exterminado a sí propio.

No ha habido necesidad de enseñar a los hombres a que confiaran unos en otros, salvo donde han sido engañados; y esto en nuestra civilización unilateral, donde las leyes para la cobranza de las deudas han debilitado la sanción moral que la opinión pública da, naturalmente, a la honradez, y una más profunda injusticia social produce una monstruosa desigualdad en la distribución de la riqueza, es más frecuente que entre los pueblos primitivos en que el préstamo es, muy a menudo, garantido por la simple palabra. Tan natural es para los hombres confiar unos en otros, que aun el más desconfiado tiene que confiar constantemente en todos.

Y la confianza o crédito no es simplemente el primero de los agentes del cambio, en el sentido de prioridad; es también, como siempre lo ha sido, el primero en importancia. A pesar de nuestro uso extensivo de la moneda en los cambios, los realizados por ésta son pocos comparados con los que el crédito realiza. En los cambios internacionales, en absoluto no se usa la moneda, al par que la gran masa de los cambios interiores en todo país civilizado se efectúa dando y cancelando créditos. De hecho, el más importante uso de la moneda hoy no es como medio de cambio, aunque éste sea su primario uso. Es el de común medida del valor, su uso secundario. No sólo esto, sino que con el avance de la civilización, la tendencia es a hacer uso del crédito como moneda; acuñar, como si dijéramos, la confianza en la circulación y traer así al uso un medio de cambio más adecuado en muchas circunstancias para facilitar las transferencias que la moneda metálica. El papel moneda, tan ampliamente usado en todos los países civilizados, como medio común de cambio, es, en realidad, una acuñación de crédito o confianza.




ArribaAbajoCapítulo V

Génesis de la moneda


(Exponiendo que la ley de la satisfacción de los deseos con el menor esfuerzo, incita el uso progresivo del medio economizador del trabajo más aprovechable

La moneda no es una invención, sino que la crea la civilización.-Se desarrolla con el aumento de los cambios.-El primer cambio es de mercancías generales.-Después, de las mercancías más adecuadas.-Después, de la moneda acuñada, cuyo valor como mercancía llega a olvidarse.-Ejemplo de la fabricación americana de dólares.-La disminución de los usos de la moneda-mercancía y las extensiones del crédito-moneda.-Dos elementos en el valor en cambio del metal acuñado: intrínseco o valor del metal en sí propio, y soberanía.-Significado de la soberanía.-El valor en cambio del papel moneda es soberanía.-La moneda no se emplea para el consumo, sino para el cambio.-Artículos patentados como medios de cambio.-Monedas mutiladas.-Cuando la disminución del valor del metal en la moneda no disminuye su valor circulante.-Lo esencial es que ambos representen el mismo esfuerzo.-Esta es la razón de que el papel moneda se cambie a la par por la moneda de metal de igual denominación)36.

La moneda no es una invención, sino más bien un natural desarrollo o desenvolvimiento que se verifica con el progreso de la civilización, conforme a las percepciones y necesidades comunes. La misma ley fundamental de la naturaleza humana que compele al cambio, la ley por la cual procuramos satisfacer nuestros deseos con el menor esfuerzo, nos empuja a medida que los cambios aumentan a adoptar como un medio para ellos los instrumentos economizadores de trabajo más útiles.

Todo cambio es de servicios o de mercancías. Pero como las mercancías son en realidad servicios concretos, aquéllas proporcionan desde el comienzo el más fácil medio de cambio, desempeñando este oficio y sirviendo de medidas del valor, no sólo para otras mercancías sino también para servicios directos.

Pero las mercancías (bajo cuyo nombre incluimos todos los productos del trabajo transferibles, que como tales tienen valor mientras retienen capacidad para proveer al deseo) difieren grandemente en su aptitud como medios de cambio. Los más adecuados para este uso son los menos perecederos, los que pueden pasar más fácilmente de mano en mano y trasladarse con más facilidad de lugar a lugar, que son más uniformes en sus artículos y más homogéneos en su estructura, de modo que puedan ser estimados con más certidumbre y divididos o sumados con menos gasto, y cuyo actual valor es, por su general uso, mejor conocido y más exactamente comprobado.

En proporción al conjunto de esas cualidades que se reúnen en una mercancía, hay una natural tendencia a usarla como medio de cambio para otras cosas, y este uso tiende a su vez al más amplio conocimiento y más exacta comprobación de su valor.

En las sociedades primitivas o en las fronteras de la civilización, donde no pueden obtenerse fácilmente mejores medios, los sellos, las conchas, la sal, las cuentas, el tabaco, el té, la menta y muchas otras de las mercancías menos perecederas y más transportables, han sido usadas de manera imperfecta y con limitada extensión, como medio común de cambio y medida común del valor, viniendo a ser así la moneda de aquel tiempo y lugar37. Pero los metales y, particularmente los metales preciosos, reúnen tan bien todos los requisitos de un medio de cambio, que donde quiera que han sido bien conocidos, los hombres los han aplicado a este uso. Al principio, indudablemente, eran pesados y acaso contrastados cada vez que pasaban de mano en mano; pero a medida que su uso en el cambio vino a ser más común, el mismo deseo de economizar trabajo que conduce al panadero a dar a su pan la forma y dimensiones de una libreta y una barra y al estanquero o vendedor de té a poner su mercancía en paquetes uniformes, tiene que haber llevado pronto al empleo de los metales usados como medio de cambio, a piezas de peso y ley determinados, de modo que pudieran pasar de mano en mano sin la molestia de pesarlos y contrastarlos. Hacer estas piezas de formas circular, puesto que es la más cómoda y la menos sujeta al desgaste por el manoseo, y facilitar el testimonio de que conserva todavía su materia primitiva troquelándolas por ambos lados y por el canto, son obvios procedimientos que parecen haber sido adoptados donde quiera que se ha logrado suficiente habilidad en las artes y se han usado los metales para este fin. Y así, por un natural desenvolvimiento en el uso, una mercancía peculiarmente idónea para este fin, se convierte al través de la moneda acuñada en la mercancía que sirve como común medio de cambio y medida del valor para todas las mercancías y servicios y que ha sido usada entre los pueblos y civilizaciones más adelantados durante largas edades y continúa en uso, aunque no en uso exclusivo en nuestros días.

Pero aunque el primitivo propósito de la acuñación es, podemos asegurarlo confiadamente, economizar las molestias del peso y contrastar la mercancía que se ha convertido en común medida de cambio, el general uso de este troquel, como testimonio del peso y la ley, tiene gradualmente el efecto de transferir la cualidad de fácil cambiabilidad desde la mercancía al cuño. La costumbre de pesar y contrastar se olvida; aún la cantidad de la materia comprendida en la moneda, se olvida o no es tenida en cuenta por la gran mayoría de aquéllos que la usan, y la forma, dimensiones, color y dibujo del cuño, se convierten en las cosas que le dan su circulación. Un «águila» americana o pieza de diez dólares, contiene tantos granos de oro de cierta ley y se cambia por el valor del oro. Pero ni uno de cada diez mil que usan esta moneda y que conozcan su valor en relación con otras tantas cosas que tienen la costumbre de comprar y vender, saben cuantos granos de oro contiene. Un hombre, con una pieza de oro de diez dólares, no encontrará dificultades en los Estados Unidos para cambiarla equitativamente por cualquier cosa de la cual pueda necesitar, pero encontrará muchas dificultades para cambiarla equitativamente por la misma cantidad de oro en polvo o en lingotes, salvo que se dirija a una fábrica de moneda o a un tratante en barras.

Un curioso testimonio de esta tendencia a aceptar el signo mejor que la substancia, se da en la historia del comercio americano de dólares. Durante muchos años, gran parte de la exportación de plata a China ha sido en forma de pesos mejicanos, cuyo cuño se ha convertido allí en testimonio de cierto peso de plata. Pensando que podría conseguir en China el puesto de la acuñación mejicana, el gobierno americano acuñó en 1874 lo que fue llamado un dólar comercial. Era una moneda mejor concluida y más hermosa que el dólar mejicano, y contenía un mayor peso de plata. Pero los chinos preferían una moneda con cuyo uso se habían familiarizado, a una que era nueva para ellos, aunque la segunda era de mayor valor intrínseco. La tentativa fue un fracaso y después de una instructiva experiencia doméstica, de la cual no hay para qué hablar aquí, fue abandonada la acuñación de pesos comerciales.

Ahora bien, esta transferencia de la fácil cambiabilidad, desde la mercancía al cuño con la relegación parcial de la mercancía misma a posición idéntica en el cambio que la que tienen otras mercancías, lo cual sobreviene como resultado del uso de la moneda acuñada, es asunto de gran importancia que conduce finalmente a un cambio completo en la naturaleza de la moneda empleada.

En la acuñación de metales preciosos, el uso de mercancías como medio de cambio parece haber alcanzado su más alta forma. Pero las mismas cualidades que hacen a los metales preciosos los mejor adecuados entre las mercancías para este uso, se juntan o pueden juntarse en más alto grado todavía a algo que, no teniendo forma material, puede pasar de persona a persona o de lugar a lugar sin el inconveniente de volumen o peso, o sin peligro de daños por accidente, desgaste o deterioro. Este algo es el crédito u obligación. Y a medida que el avance de la civilización sigue, la misma tendencia a buscar la satisfacción del deseo con el menor esfuerzo, que con cierto progreso de la civilización lleva al desarrollo de la mercancía moneda, conduce, en un posterior avance, a utilizar el crédito como moneda.

El movimiento en esta dirección puede distribuirse en tres períodos: 1.º, la mezcla en el sistema monetario del valor de obligación con el valor de producción; 2.º, el uso de la obligación o crédito representando una economía en la mercancía moneda; 3.º, el uso del puro crédito moneda.

Aquí estamos considerando sólo la moneda. El crédito, no sólo es un facilitador del cambio antes de que se utilizara moneda de ninguna clase, sino que el mismo progreso social que se muestra en el desarrollo de la moneda, se mostrará también en la extensión del crédito. Si el uso de la moneda sobrepuja al uso del crédito en algunos cambios, es sólo donde el uso del crédito es difícil e inconveniente, y que facilitando el comercio en más extensas áreas de las que el uso de la primitiva forma de crédito hubiera permitido, aumenta también aquel conocimiento mutuo y aquel mutuo deseo de cambio que son necesarios para la extensión del crédito. Aunque la función primaria y local de la moneda es la de proporcionar un medio común de cambio, su función secundaria de suministrar una medida común de los valores se convierte pronto en la de mayor importancia, y la extensión del crédito en nuestra moderna civilización es muchísimo más vigorosa e importante que la extensión en el uso de la moneda como un medio de cambio. Mientras el uso de una particular moneda, como un medio de cambio, es todavía local, circulando la moneda de un país solo en muy limitada extensión en otros países, el desenvolvimiento del crédito ha sido tal, que el cambio de mercancías hasta los confines de la tierra y entre los pueblos que usan diferente moneda como medio de cambio se realiza por medio de él. Pero lo que ahora estamos considerando, no es este desenvolvimiento del crédito comercial, sino el modo por el cual el uso de la mercancía moneda se convierte en uso de moneda de crédito, o en otras palabras, el camino por el cual la acuñación del valor de producción como un conveniente medio de cambio, se convierte en la acuñación de valores de obligación.

La demanda de cualquier metal en cambio es, al principio, como la demanda de las demás cosas en cambio, una demanda del consumo, y su valor o tipo de cambio se determina por el coste de producirlo en forma mercantil. A medida que uno u otro de los metales principia a usarse como un medio de cambio, la mayor demanda de él continúa siendo, por algún tiempo aun, para el consumo, y cualquier cambio de forma de los metales hecha para adaptarlos a este nuevo uso implicará pequeño o ningún mayor coste que el de su ordinaria forma comercial. Así el valor del metal usado como moneda no será al principio mayor que el del mismo metal dedicado al consumo. Pero cuando principia a acuñarse se requiere algún más trabajo para producir la moneda estampada o concluida, que para producir el mero lingote de forma comercial.

De aquí que haya o pueda haber dos elementos en el valor en cambio de la moneda de metal: 1.º, el valor intrínseco o el valor del metal mismo, que está regido por el coste de producción en forma mercantil, y 2.º, el coste del cambio desde esta forma a la de moneda concluida. Este segundo elemento, el cargo por acuñación, es llamado regalía, por la idea de que la acuñación de la moneda ha sido desde los primeros tiempos considerada como una función de la soberanía -del señor o amo- como representante de la sociedad organizada o Estado.

Hay dos diferentes modos por los cuales se ha acostumbrado a pagar por convertir una materia comercial en un producto concluido. Así, desde tiempo inmemorial hasta el presente en que la maquinaria ha principiado a revolucionar los métodos industriales, era costumbre en el hombre que necesitaba un traje comprar la tela, ir al sastre y pagarle por el trabajo de hacer con ésta el traje. No se suponía que el sastre había de quedarse con nada del paño, y si lo hacía se le llamaba «sisón». Durante el mismo tiempo, era por el contrario, costumbre universal para el molinero cobrar su paga guardándosela en parte de la materia llevada para la molienda. El labrador o comprador llevaba su grano a la molienda y recibía algo menos que su equivalente en harina, siendo la diferencia la paga que el molinero recibía por el servicio de triturarla. Los fabricantes que ahora han reemplazado tanto a los antiguos sastres como a los antiguos molineros, compran las materias primas y venden los productos acabados.

Ahora bien, la conversión de metales en moneda acuñada parece que siempre ha sido pagada por el mismo procedimiento que la conversión del grano en harina, por un menoscabo o deducción en recompensa. Esta detracción o derecho de regalía, puede ser mayor o menor que el efectivo coste de la acuñación. Es lo que el Señor o Estado, que tienen el privilegio de acuñar, determina tomar por ello; la diferencia entre el tipo a que el metal es recibido o comprado, y el tipo a que es devuelto o emitido en moneda.

Si la acuñación de metales en moneda se hubiera dejado a la libre competencia de la iniciativa individual, el gravamen por esta conversión hubiera tendido al punto más bajo a que la moneda puede ser producida en cantidad suficiente para proveer a la demanda. Pero en cuanto sabemos, jamás ha sido este el caso. Siendo el objeto primario de la acuñación certificar el precio y ley, esto es notoriamente mejor asegurado por el cuño de la más alta y más extensamente conocida autoridad, que es el Soberano o Estado. Donde la acuñación está así monopolizada en las manos del soberano, el elemento que regula el valor de la moneda puede ser eliminado previamente por el acuerdo o práctica del soberano de devolver en moneda la suma plena de metal traído a las casas de acuñación, como ocurre hoy en algunos países con algunos metales, o puede ser extendido de tal manera que se convierta en el más importante de los dos elementos del valor de la moneda, rehusando el soberano acuñar en otras condiciones y excluyendo o prohibiendo otras monedas. En verdad, por la elección de algunas mercancías sumamente baratas como materiales de acuñación, éste puede venir a ser prácticamente el único elemento de valor. Porque, como Ricardo indicó, el total valor en cambio del papel moneda, puede ser considerado como un gravamen de regalía.

La razón de esto es, que siendo la emisión de moneda un monopolio, el elemento del valor intrínseco puede ser parcial o enteramente eliminado sin pérdida de la utilidad, que consiste en el peculiar uso de la moneda. Las demás mercancías se usan consumiéndose. El uso de la moneda es cambiarla. Así, el carácter intrínseco de la moneda no tiene importancia para quien la recibe a fin de ponerla en circulación otra vez. La única cuestión que le concierne, es la relativa a la facilidad de otros para recibirla de él cuando necesita a su vez hacerla pasar. Y esta facilidad, donde la moneda acuñada se usa como la común medida de cambio, va asociada con el cuño, que se convierte en distintivo o sello de circulación.

Existen hoy ciertas mercancías que tienen grande y muy extendida venta en muy pulidos envases, con la marca de fábrica, como Pear's Soap, Colman's Mustard, Baking Powder y otros. La reputación en cuanto a. la cantidad y calidad del contenido, que ha sido garantido por el envase que ostenta la marca de fábrica, da a sus fabricantes provechos tan considerables a menudo como los análogos de regalía. Porque durante poco tiempo y en cierta medida, estos provechos pueden aumentar disminuyendo la cantidad de la mercancía. Quienes la compran para venderla otra vez, no se darán cuenta al principio de la diferencia y seguirán comprándola como antes. Pero tan pronto como aquéllos lleguen a manos del consumidor, la diferencia será advertida y la demanda declinará, porque la demanda de aquéllos que compran tales cosas para venderlas otra vez proviene de la demanda de aquéllos que las compran para el consumo. Pero (y los procedimientos a que se apela en los tiempos de repentina y aguda escasez monetaria puede sugerir esto), permitidme imaginar un dueño de artículos empaquetados que se usen como un medio de cambio. La creciente demanda originada por el nuevo y más amplio uso, permitiría al dueño de la marca de fábrica, restringiendo la oferta de aquello de que él tiene el monopolio, elevar el valor de los artículos tan por cima de la mercancía contenida, que ésta quedara fuera de todo consumo. Sin embargo, mientras la demanda de ella como medio de cambio continuase, sería usada para este fin y los dueños de la marca de fábrica, no sólo podrían sostener el precio, sino que podrían impunemente reducir la cantidad y calidad del contenido de sus paquetes hasta su mínima expresión. Porque desde el momento en que toda aceptación de una cosa en cambio es en realidad una compra de ella y toda transferencia de ésta en pago de una obligación o en recompensa de otra cosa, es en realidad una venta, la demanda de un artículo empleado sólo como medio de cambio, sería por entero con la mira de una venta subsiguiente, sería una demanda de comerciantes o mercaderes a quienes no importa el valor intrínseco de lo que ellos compran para venderlo otra vez, sino sólo su capacidad de ser vendido. En el ejemplo que he usado, la posibilidad de disminuir la cantidad o calidad de los paquetes sin disminuir su valor como medio de cambio, depende de haberse sustraído al uso del consumo y ser la demanda de ellos enteramente demanda para el uso en cambio. Porque en cuanto cualquier parte de la demanda fuera demanda para el consumo, la disminución en el valor de la mercancía operaría, refrenando la total demanda, para reducir al mismo tiempo el valor, no sólo de la parte usada para consumo, sino de la parte usada para el cambio.

Ahora bien, siendo la primera moneda acuñada moneda mercancía, la demanda de ella sería durante largo tiempo, en parte al menos, demanda para el consumo. En el más simple estado de las artes, la moneda sería, mucho más frecuentemente que ahora, convertida o fundida en objetos de plata y alhajas, ornamentos, etc., y, lo que acaso es más importante, continuaría usándose como mercancía en el cambio con otros países. Es probable que la acuñación de los soberanos más importantes tuviera un área de difusión mucho más amplia cuando el comercio internacional era menor que ahora. Porque aun cuando el área del comercio era más limitada que ahora, había un área proporcionadamente mayor sin ninguna moneda acuñada propia, y el desenvolvimiento del crédito como medio de cambio internacional, el uso de la moneda acuñada en ellos como una cómoda mercancía transportable, era, probablemente, relativamente mayor que ahora.

Ahora bien, la demanda de moneda acuñada para enviarla fuera, como el oro americano se envía a Inglaterra, así como la demanda de moneda para usarla en las artes, es una demanda para el uso en el consumo, y prontamente se manifestaría en una disminución del conjunto de la demanda y, consecuentemente, del valor, proporcionado a la reducción del valor mercancía de la moneda, por muy escrupulosamente que el trabajador de las casas de moneda guardara el secreto sobre el ardid del soberano que menoscabase su moneda acuñada.

Pero aun más importante es el hecho de que, aun para sostener el valor de la moneda acuñada, al mismo tiempo que se disminuye su valor intrínseco, es necesario que la oferta sea estrictamente limitada. Pero los soberanos, príncipes o repúblicas que han recurrido al expediente de abatir su moneda acuñada, han hecho esto, generalmente, con el fin de trocar la misma suma de metal en más moneda circulante, más que con el de conservar la misma suma de moneda en circulación con el empleo de menos metales, o han sido incapaces de resistir a la tentación de hacerlo cuando han encontrado oportunidad.

Que el valor circulatorio de la moneda no necesita depender indispensablemente de su valor intrínseco, tiene que haber sido patente a los hombres reflexivos, en cuanto el uso habitual de la moneda acuñada ha hecho de sus signos y emblemas el aceptado título del valor de modo que pase de mano en mano sin comprobarlo y, usualmente, sin pesarlo. El hecho de que la moneda haya perdido algo de su valor intrínseco por el desgaste continuo circulando enormemente, tiene que haber hecho que el cercenar, limar, y adelgazar, primeros procedimientos de la acuñación, que destaca las figuras y bate los cantos, no hayan sido prohibidos, a menos que se completara con tales especulaciones mercantiles o tales disposiciones legislativas que aseguren la común conformidad en no aceptar tales monedas. Este mostraría, por sí mismo, que el valor circulante de una moneda, como cuestión de hecho, no se funda sobre el valor del material que contiene.

Así, el ministro y arbitrista de los soberanos, quienes parecen haber asumido en todas partes desde el principio el exclusivo privilegio de acuñar, tienen que haber visto una fácil y segura economía en riqueza a costa de la moneda, sustituyendo su materia por alguna parte de metales más baratos. De aquí provienen aquéllas numerosas y repetidas reducciones en el valor de la moneda acuñada que tienen señalados capítulos en todas las historias monetarias; que han reducido la libra esterlina inglesa a una fracción de su original equivalencia con la libra de troy y, en otros países, han producido una diferencia aun mayor.

En cuanto, a la más principal y más importante acuñación, estas tentativas han de terminar de tiempo en tiempo en un desastre, y en la final reunión del valor circulante con el valor mercancía, por la repudiación y retirada de la moneda rebajada y su reacuñación, o más frecuentemente, por la baja del valor circulatorio al nivel del valor mercancía.

Esto, sin embargo, no es un resultado necesario de un abatimiento de la moneda acuñada, como frecuentemente se supone. Un material de menos valor puede sustituir en la moneda acuñada a un metal de más valor, sin disminuir el valor circulante, con tal -y ésta es la condición esencial,- que continúe siendo tan difícil para quienes emplean en los cambios la moneda acuñada obtener la una como obtener la otra; o en otras palabras, que continúe representando el mismo esfuerzo.

Porque todo cambio es realmente el cambio del trabajo, y el tipo al que todas las cosas tienden a cambiarse por cualquier otra cosa, es determinado por la dificultad relativa de obtenerla. Si un billete del Banco de Inglaterra de diez libras, que prácticamente no tiene valor intrínseco, se cambia por diez soberanos de oro, que tienen un valor intrínseco de dicha suma de oro; si un billete del Gobierno de los Estados Unidos, de cinco dólares, que no tiene valor intrínseco, cinco dólares de plata que tienen un valor intrínseco de unos dos dólares y medio, y una moneda de cinco dólares que tiene un valor intrínseco de cinco dólares, se cambian en este país uno por otro o por igual suma de mercancías o servicios de cualquier clase, es porque la dificultad de obtener tales cosas, la cantidad y cualidad del esfuerzo ordinariamente requerido para obtenerla, es precisamente la misma. Hágase alguna de aquellas cosas, en el más leve grado, más difícil de obtener que las otras, y se manifestará esto en la alteración del tipo a que se cambian. En este caso, decimos que la una exige un premio o que las otras padecen un descuento.

La dificultad de obtención que da el mismo valor a la moneda de oro, a la de plata y a los billetes de que hablamos, de manera que se cambian entre sí o por igual cantidad de otras cosas, es aunque de la misma intensidad, de diferentes clases. En la moneda de oro, es la dificultad de extraer de la mina el metal, refinarlo y transportarlo (porque ni en la Gran Bretaña ni en los Estados Unidos impone el Gobierno un recargo o realiza ninguna exacción de soberanía en la acuñación de oro). En la moneda de plata, es en parte la dificultad de obtener el metal y en parte la dificultad impuesta por las exclusivas condiciones conforme a las cuales acuñará el Gobierno dólares de plata, o, en otras palabras, por el derecho de señorío que demanda. En los billetes, es la dificultad impuesta por las restricciones asignadas a la emisión de tales billetes, las cuales pueden ser consideradas derecho de soberanía por completo. Lo que, en una palabra, da a los billetes o a las monedas acuñadas de poco valor intrínseco el mismo valor en cambio que la moneda de oro, es que el Gobierno respectivo que disfruta del monopolio de la acuñación en su país, no emitirá uno de ellos en condiciones inferiores a las que acompañan la emisión del otro, haciendo así igualmente difícil a todos los individuos el obtenerlo.

Lo que en todas partes ha originado el fracaso de las innumerables tentativas de reducir el valor intrínseco de la moneda principal y más importante, sin reducir su valor circulatorio, no es la imposibilidad de la empresa, sino el hecho de que los soberanos que lo han intentado no se ajustaron, y acaso no podían ajustarse, a la condición necesaria para el triunfo: la limitación estricta de la oferta. Pero el propósito de los soberanos, fueran príncipes o repúblicas, al menoscabar la moneda acuñada, ha sido, o por el influjo de la tentación se ha convertido, no en el designio de que un metal de menos valor sirviera para la misma cantidad de moneda, sino en la emisión de una mayor cantidad de moneda con el mismo valor en metal. Así, en vez de restringir la oferta de moneda, hasta el punto en que la demanda de su empleo, como medio de cambio, mantuviera su valor en cambio, independientemente de la disminución de su valor intrínseco, procedieron desde luego a aumentar la oferta y a disminuir la demanda a la vez, y acarrearon la inevitable depreciación del valor circulante por nuevos aumentos de oferta, de modo que el valor circulante seguía las reducciones hechas en el valor intrínseco de la moneda.

(Principio idéntico a este que ha causado la depreciación en el asignado francés, la moneda continental, etc.)38.

Este descenso del valor circulante con el descenso del valor intrínseco, cuando se conservaba aquél por la restricción de la oferta, es el que al través de sucesivas depreciaciones, ha reducido la libra esterlina inglesa a ser una fracción de su original equivalencia con la «libra troy», y en otros países ha originado diferencias aun mayores.




ArribaCapítulo VI

Las dos clases de moneda


(Exponiendo que la una proviene del valor de producción y la otra del valor de obligación

La moneda es peculiarmente la representación del valor.-Dos clases de moneda en el mundo más altamente civilizado.-La moneda mercancía y el valor de producción.-La moneda de crédito y el valor de obligación.-Del crédito moneda.-De la moneda mercancía.-Del valor intrínseco.-El oro acuñado es el único valor intrínseco ahora en circulación, como moneda, en los Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania)39.

Aunque el valor es siempre uno e igual poder, el de disponer de trabajo en cambio, hay, como hemos visto, con referencia a sus fuentes, dos clases diferentes de valor: el que procede de la producción y el que se deriva de obligación. Ahora bien, la moneda es realmente la representación del valor, el medio común o corriente al través del cual las cosas son cambiadas con referencia a su valor y la común medida del valor. Y correspondiendo y procediendo de esta distinción entre las dos clases de valor, encontramos que hay dos clases de moneda en uso en el mundo más civilizado moderno: una la que podemos llamar moneda mercancía, originada en el valor procedente de producción; y la otra, que podemos llamar moneda de crédito, originada en el valor procedente de obligación.

Esta distinción no tiene, naturalmente, relación con las diferencias de nombre, tales como las de libras, por los ingleses; francos, por los franceses, y dólares, por los americanos. Estas no son más que diferencias de nomenclatura. Ni tampoco coincide con las diferencias en la materia usada como moneda, por ejemplo, entre moneda de metal y moneda de papel. Porque aunque todo papel moneda es moneda de crédito, no toda moneda de metal es moneda mercancía. Lo que se entiende por moneda mercancía, es moneda que se cambia por su valor como mercancía, es decir, que pasa corrientemente por no más que su valor intrínseco o valor de la materia de que está compuesta. Moneda de crédito es moneda que se cambia a un mayor valor que el de la materia de que está compuesta. En un caso, el total valor por el que la moneda se cambia, es el valor que tendría como mercancía. En el otro, el valor por el que la moneda se cambia es mayor que su valor como mercancía; y de aquí, que parte al menos de su valor en cambio como moneda, sea mayor por crédito o confianza.

Por ejemplo: un hombre que cambia trigo que vale diez dólares, por una moneda que contiene diez dólares de oro, hace en realidad una permuta. Cambia una mercancía por un valor igual de otra mercancía, sin otorgar crédito o confianza a nadie, sino teniendo en la moneda que ha recibido una mercancía que, independientemente de su uso como moneda, tiene un valor igual al que él dio. Pero el hombre que cambia trigo que vale diez dólares por un billete de diez dólares, recibe por esa mercancía del valor de diez dólares, lo que, como mercancía, sólo tiene el valor de un pedazo de papel, un valor prácticamente infinitesimal. Lo que le hace admitirlo gustosamente como un equivalente del trigo, es la fe o crédito o confianza de que puede darlo en cambio como moneda por el mismo valor. Si arroja la moneda al mar, pierde valor en la medida de diez dólares y el conjunto de la riqueza es disminuido en esta suma. Si quema el billete padece pérdida por valor de diez dólares, pero él solo. El conjunto de la riqueza, sólo está infinitesimalmente disminuido. El papel moneda es, en verdad, de la misma naturaleza que el cheque o la orden de un individuo o corporación, salvo (y en esto reside la diferencia que lo hace moneda) que aquél tiene un más amplio y un más fácil crédito. El valor de la moneda acuñada de pleno valor intrínseco, como el valor del trigo es un valor que viene de producción. Pero el valor del papel moneda es, como el valor del cheque u orden, un valor de obligación.

La primera moneda en uso fue una mercancía moneda, y hay algunos países donde es todavía la moneda principal, y lugares acaso, donde es la única moneda. Pero en los países más altamente civilizados ha sido muy rebasada por la moneda de crédito. En los Estados Unidos, por ejemplo, la única mercancía o moneda de valor intrínseco, que está ahora en circulación, es el oro acuñado de los Estados Unidos. Nuestros dólares de plata tienen un valor intrínseco o de mercancía de sólo cincuenta centavos, y el valor de nuestra moneda subsidiaria es aún menor. El que éstas circulen en los Estados Unidos por el mismo valor que el oro, demuestra que su valor en cambio no se refiere a su valor intrínseco. Son, en realidad, monedas de crédito tanto como los cheques o billetes del Tesoro, diferenciándose en que el cuño, que atestigua su crédito y asegura así su circulación, está impreso, no sobre el papel, sino sobre una materia metálica. Sustituirlo por el que ahora es más barato de los metales, el acero, o eliminar enteramente el valor intrínseco, no perjudicaría en lo más leve su valor circulante. Lo que en este respecto es verdad de los Estados Unidos es también verdad de Inglaterra y Francia o de Alemania y de todas las naciones que han adoptado el oro como la común medida del valor. Su única mercancía moneda es ciertamente la moneda de oro; siendo las otras monedas suyas, monedas figuradas o de crédito. En los países que han conservado la plata como la común medida del valor, la moneda tipo es generalmente moneda mercancía, pero las monedas subsidiarias que tienen menos valor intrínseco son, en realidad, monedas de crédito.

FIN

ÍNDICE ALFABÉTICO

Agricultura

Animales

Aristóteles

Austriaca

Bacon

Bain

Baird

Beckford

Biddle

Bienes

Bisset

Bohm-Bawerk

Bowen

Buckle

Cairnes

Cambiabilidad

Cambio

Cambios

Capital

Carey

Carlyle

Causa

Ciencia

Civilización

Competencia

Conocimiento

Consecuencia

Consumo

Cooperación

Crédito

Cristo

Chambers

Deseo

Deuda

Dios

Distribución

Dupont de Nemour

Economía Política

Económico

Ego

Egoísmo

Enciclopedia Británica

Esclavitud

Esfuerzo

Espacio

Especies

Espíritu

Factor.

Fawcett

Filosofía

Fisiócratas

Histórica

Hobbes

Hombre

Impôt unique

Incremento

Inducción

Injusto

Interés

Jefferson

Jevons

Justicia

Leviathan

Ley

Librecambio

Macleod

Malthus

Malthusiana

Maquinaria

Marshall

Marx

Materia

McCulloch

Menger

Mill

Moneda

Monopolio

Montchretien

Montesquieu

Mundo

Natural

Naturales

Necesidades

Newcomb

Newton

Nicholson

Obligación

Ogilvie

Palgrave

Platón

Playfair

Plutología

Pobres

Precio

Privilegio

Producción

Propiedad

Propietarios

Proteccionismo

Quesnay

Quincey

Rae

Rendimientos decrecientes

Ricardo

Riqueza

Riqueza de las naciones

Roger

Ruskin

Salarios

Satisfacciones

Say

Schopenhauer

Secuencia

Senior

Servicio

Sintesis

Smart

Smith

Socialismo

Spence

Spencer

Stewart

Subsistencias

Teología

Thompson

Tiempo

Tierra

Torrens

Trabajo

Tradeunionismo

Tráfico

Transporte

Tributación

Turgot

Utilidad marginal

Utilitarismo

Valor

Voluntad

Wakefield

Wethake

Whately

Wieser