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ArribaAbajoSegunda parte. Sociólogos

Estudio y selecciones de la Secretaría General


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ArribaAbajoDoctor Agustín Cueva

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ArribaAbajo ¿Imperialismo o Panamericanismo?

Protestas y amenazas del secretario de estado Mr. Lansing contra la República del Ecuador


La fuerza se prueba por la arrogancia de las declaraciones diplomáticas.


Boutmy.                


La gestión presidencial de Mr. Wilson ha pretendido diseñar una curva en la línea recta de la política imperialista, seguida vertiginosamente por los Estados Unidos de Norteamérica desde 1808, en que se efectuó la rendición de las fuerzas españolas en Manila. Organismo social pletórico ya de vida, el de la gran nación americana, rompió -no podía menos de romper-   —542→   el marco en que el presidente Monroe quiso encuadrar transitoriamente el ideal nacional, cuando presentó el Mensaje del 2 de Diciembre de 1823.

«Los Estados Unidos excluyen a las naciones europeas de toda ingerencia en los negocios políticos de América y se abstienen de intervenir en los de Europa». He allí, sustancialmente, la doble tesis de la célebre y elástica doctrina.

Trazar idealmente una línea de absoluta separación entre la vida política del viejo y del nuevo mundo para siempre, era algo absurdo que no pudo entrar en la concepción de estadistas de la talla de Monroe, Jefferson y Webster, los creadores y apóstoles de ese principio director de la política norteamericana. La vida social universal, como todo lo que vive, se sustrae a cualquier convencionalismo y es inútil levantar diques para impedir la confluencia de las poderosas corrientes políticas que se desbordan sin respetar pueblos ni continentes. Fuerzas de gravitación y atracción mueven las sociedades humanas; excluir artificialmente lo político de esa suprema ley, es intentar una locura. Las variadas manifestaciones de la vida social pueden ser contempladas por la inteligencia como fenómenos distintos; pero en el mundo de los hechos guardan sólida trabazón y enlace y es armónico su desarrollo.

La doctrina Monroe entrañaba tan sólo una sagaz previsión del pueblo norteamericano; miraba a lo porvenir, resguardando lo presente. Esa República tenía plena conciencia de los gérmenes de grandeza que estaban desenvolviéndose en su constitución íntima y quiso recogerse momentáneamente en su vida interior, hasta vigorizar su organismo en la milagrosa fuente de sus inmensos recursos económicos. Pronto sería gigante de recia musculatura, atraído por el vértigo de la supremacía y el ensueño de la expansión, vértigo y ensueño que constituyen el alma del imperialismo.

El correr de tres cuartos de siglo bastó para confirmar las previsiones de la República septentrional. Su   —543→   población, que en 1823 ascendía a 10.000.000 de habitantes, alcanzó la cifra de 73.000.000 en 1898. El territorio, que en la primera fecha medía 1.792.223 millas cuadradas, casi estaba doblado en la última, con 3.026.789. La exportación de artículos manufacturados en el país era avaluada en 9.048.216 de dólares el año 1823 y subió a 363.608.887 en 1898.

El rápido engrandecimiento de la nación marcó la hora del imperialismo franco y libre de mayores escrúpulos. Los Estados Unidos no podían atenerse ya a la línea ideal de absoluta separación entre los problemas políticos de Europa y los de América; la segunda tesis de Monroe perdía su vigor, una vez que ya no les era indiferente la política europea tan sólo, sino también la de algunos Estados asiáticos, que surgían a nueva vida.

Entonces la República norteamericana fue con paso firme a consolidar su posición de gran potencia marítima y entró de lleno en las preocupaciones de la política universal. En 1823, Monroe se cubrió con el manto de su doctrina y declaró que los EE. UU. no podían intervenir en pro de la independencia de Cuba, porque era colonia de España, y América se abstenía de terciar en los negocios políticos de Europa.

En 1898 intervienen en la contienda, triunfan y toman el Archipiélago Filipino, para dominar el océano Pacífico; se posesionan de la isla de Puerto Rico, para adelantar un pie sobre el Atlántico y supervigilar las Antillas. Luego adquieren las posesiones de Guam, Wake Island, Tutuila y otras en Samoa. Favorecen después la desmembración de Colombia, protegen la nueva República de Panamá y se convierten en dueños y señores de una zona del Istmo.

Esta política de los Estados Unidos no fue una sorpresa para el mundo y menos para la América latina. Los relámpagos habían precedido a la tempestad.

En la Conferencia Internacional Americana de 1889-1890, sugerida por el espíritu fino y penetrante del secretario   —544→   de estado Mr. Blaine, se trató de inducir a las Repúblicas del Centro y del Sur al establecimiento de un Zollverein, o Unión Aduanera Americana, cuyos resultados habrían sido el imperio absoluto de los Estados Unidos en la vida comercial del Continente y su irrestricta hegemonía política.

Es justo recordar que, en esta cuestión, lo mismo que en otras atañaderas a la defensa de la autonomía de Sudamérica contra las pretensiones imperialistas, la República Argentina adoptó siempre una actitud airosa y denodada.

En 1895, el secretario de estado Mr. Olney, con motivo de un acuerdo sobre fronteras, tramitado entre Venezuela y la Guayana Inglesa, fulminó la siguiente declaración: «Hoy los Estados Unidos son, de hecho, los soberanos del Continente Americano y su voluntad tiene fuerza de ley en las materias en que juzgan oportuno intervenir». El ilustre estadista argentino Sr. Roque Sáenz Peña comentaba así, en frases caldeadas por el fuego del alma sudamericana, tal arrogación de los derechos de Naciones autónomas y libres: «La nota de Mr. Olney ha roto sin miramientos las formas diplomáticas; deja de ser una provocación a la Gran Bretaña para inferir una injuria a la soberanía de los Estados de América; erigir la voluntad de una nación en ley de un continente, declararse sus dueños, que es algo más que sus dominadores, y fundar estos avances en sus propios recursos y en su fuerza, es un escándalo documentado».

Herida la conciencia de la América latina, un sentimiento de sublevación y protesta se dilató desde el Centro hasta el Sur del Continente.

El Congreso Internacional reunido en México el año 1901 proporcionó a estas Repúblicas ocasión para pregonar la solidaridad de sus destinos con los de España y batir, como bandera de reivindicación y de combate, la unidad de alma de la raza.

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Los nuevos y trascendentales problemas externos de los Estados Unidos, la preocupación de la política europea y asiática, no les permitía mirar impasibles esa desviación del sentimiento sudamericano. Por otra parte, las Repúblicas australes, en primer término, crecían y se fortificaban a la sombra de la paz y de la explotación de sus enormes riquezas naturales, mientras sus hermanos hacían alto en la desenfrenada carrera de la anarquía y ponían ojos vigilantes en la entusiasta faena de su reconstitución.

Antes esas perspectivas, avizoradas por los Estados Unidos con el profundo sentido práctico que ilumina cada paso de su existencia, pensaron en dar carne, sangre y nervios al Panamericanismo concebido por el genio de Bolívar y desvanecido en el ambiente de intereses unilaterales, ambiciones y egoísmos coetáneos de la Independencia. Panamericanismo, solidaridad entre los pueblos del Continente, respeto mutuo, igualad, fueron las palabras mágicas que murmuró el coloso del Norte al oído de las Repúblicas de origen español y lusitano.

Mr. Elihu Root, político de fuste e internacionalista eminente, aprovechó la reunión de la Conferencia Panamericana de Río Janeiro (1906) y con la autoridad que daba a sus palabras su carácter de Secretario de Estado de la gran República, esbozó en dicha Asamblea el principio de una política nueva que, siquiera, podía apreciarse como un ideal, dentro de la irrealidad circundante. «Consideramos -dijo- que la independencia del miembro más pequeño y más débil de la familia de las naciones tiene derecho a gozar de iguales prerrogativas y de exigir igual respeto que el imperio más grande, y consideramos la observancia de este respeto como la garantía principal del débil contra la opresión del fuerte. No reclamamos ni deseamos mayores derechos, privilegios o poderes que no concedamos también libremente a todas y a cada una de las Repúblicas americanas».

El mismo estadista, en el Discurso que pronunció en la octava Conferencia anual de la Sociedad Americana   —546→   de Derecho Internacional, celebrada en Washington, el 22 de abril de 1914, empeñose en explicar el sentido y alcance de la verdad era doctrina Monroe que, según el, fue tan sólo un principio de política nacional, de propia defensa y que no entrañaba en modo alguno el concepto de capitis deminutio, mengua, inferioridad, amenaza ni atropello respecto de las demás naciones del Continente.

El último Congreso Científico Panamericano reunido en Washington ha dado lugar a declaraciones más explícitas, y, antes de tomar nota de ellas, no es ocioso observar las gradaciones psicológicas del sentimiento norteamericano en el decurso de una centuria, respecto de Centro y Sur América. Retraimiento, desapego, rigidez, hurañería, primero; vista a los mercados de acá, atracción comercial, cálculos de exportación, acercamiento a esos pueblos, que eran ya niños grandes y productivos, después; solidaridad, fraternidad, igualdad, hoy.

«El 'espíritu panamericano' -dijo el secretario de estado Mr. Lansing ante el Congreso- es una doctrina internacional; sus cualidades esenciales son las de la familia, la simpatía, el apoyo mutuo, el sincero deseo por la prosperidad de los demás, la ausencia de envidia por la prominencia del prójimo, la ausencia de la codicia por la riqueza de los demás». Y como queriendo darnos a entender por qué el antiguo ideal panamericano se ha encarnado hoy y empieza a mecerse en la cuna de la existencia real, nos dice: «Las Repúblicas de América han dejado de ser menores en la gran familia de las naciones; han llegado a su mayor edad». Luego entra a darnos la fianza de su palabra contra el imperialismo. «Las ambiciones de esta República -agrega- no se dirigen por el camino de la conquista, sino por la senda de la paz y de la justicia».

Pero fue el presidente Wilson quien penetró, con profunda agudeza de espíritu, en el análisis de lo que aspira a ser, de lo que debe ser el panamericanismo. El alma del sabio reivindicó su puesto de honor en ese discurso y dejó en segundo término a la del estadista, si se   —547→   puede hablar de dualidad de almas dentro de una misma fuente de psiquismo. Hay una como ensoñación de ciencia y fraternidad internacional en esa arenga. Reconoce que el acercamiento de las Américas ha sido por largo tiempo soñado y deseado, pero no cumplido. Contempla el lazo económico de la mutua dependencia de intereses entre todos los pueblos del continente y ve correr, al través de ese lazo, la corriente magnética de solidaridad y unión. Conforme a su visión de la indisolubilidad de las manifestaciones de la vida social, piensa que, junto a la coexistencia económica de las Américas, ha de convivir la comunidad de intereses políticos. A esa convivencia se oponen los recelos mutuos. Y, como según la frase del Embajador de Chile, Sr. Suárez Mújica, muchas de las naciones más débiles del continente, a semejanza de las pequeñas aves que sienten en el aire el ruido de un aleteo amenazador, parecían temerosas y sobrecogidas cada vez que llegaba hasta ellas el anuncio de una aplicación práctica de las declaraciones de la doctrina Monroe, el presidente Wilson declara oficialmente que debe desaparecer la incertidumbre acerca del alcance de esa doctrina; que la unión de los Estados de América ha de realizarse mediante la garantía mutua de su absoluta independencia política y de su absoluta integridad territorial; que ha de existir absoluta igualdad política entre los Estados, igualad de derechos, no de indulgencia, basada sobre los cimientos sólidos y eternos de la justicia y de la humanidad.

Pero, mientras el espíritu, en presencia de esas declaraciones, levanta el vuelo y se goza en la contemplación de los futuros destinos de las patrias americanas, unidas y solidarias, la brusca realidad de injustas exigencias y graves amenazas de la Casa Blanca puebla de negras pesadillas el ensueño del panamericanismo.

Porque, en todo caso los hechos hablan más alto que los discursos, y debemos escudriñar y desmenuzar los hechos, siquiera para que la América pequeña pueda pesar los quilates de sinceridad de la gran América.

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En tanto que el secretario de estado Mr. Lansing disponía y arreglaba lo conveniente para la reunión del reciente Congreso Científico Panamericano; quizás mientras acudían a su espíritu las frases con las que había de protestar ante el Congreso contra todo propósito imperialista, acordaba ultrajar a la Legislatura de la República del Ecuador, amenazar a su Gobierno con medidas de fuerza y herir a una de las Repúblicas del Continente.

Analicemos los hechos.

* * *

Durante la primera administración del presidente general Eloy Alfaro (14 de junio de 1897) el Gobierno de la República del Ecuador celebró con Mr. Archer Harman, ciudadano de Norteamérica, un contrato para la construcción de un ferrocarril que debía unir Guayaquil, nuestra metrópoli comercial, con Quito, capital de la República. Ésta había aspirado con fervor durante largos años a la realización de esa obra destinada a favorecer la aproximación, el intercambio comercial y espiritual de la sierra y de la costa, las dos regiones más pobladas del Ecuador. En pos de ese ideal no vaciló la nación ante los más graves sacrificios: pactó a muy alto precio la obra, accedió a todo género de concesiones y dio su crédito y sus rentas para que el empresario consiga el capital suficiente en el mundo financiero.

En previsión de los desacuerdos o controversias que surgieran entre las partes contratantes, se estipuló que las diferencias serían resueltas por el Presidente del Ecuador y el de los Estados Unidos en calidad de árbitros, y si éstos no se ponían de acuerdo o no aceptaban el cargo debían nombrar cada uno un árbitro para que resuelvan la dificultad; y si tampoco éstos se ponían de acuerdo,   —549→   los mismos Presidentes debían nombrar un tercero en discordia.

Los antecedentes expuestos nos llevan a las siguientes conclusiones irrefutables:

1.ª El contrato nació, se perfeccionó y debía tener su realización legal en el campo del derecho privado de la nación ecuatoriana. Las personas contratantes y la materia del contrato no crean una relación de Derecho Público. Mr. Harman no era la nación norteamericana y el Gobierno del Ecuador contrató como cualquier persona jurídica en aptitud de celebrar negocios civiles. La construcción de un ferrocarril entre dos regiones de una República y a costa de ésta no mira al interés de dos naciones, no constituye la vida de relación internacional.

2.ª El pacto de derecho privado que eligió y designó al Presidente de los Estados Unidos y al del Ecuador, como árbitros para la solución de las diferencias que se suscitaran entre los contratantes, no contempló ni podía contemplar la soberanía de las dos Repúblicas en la persona de los árbitros, sino tan sólo la mayor honorabilidad y espíritu de justicia que es natural atribuir a hombres colocados en la cima de la magistratura política. El arbitraje se encomendó a dos ciudadanos eminentes por fórmula de cortesía, y no al Poder Ejecutivo de cada una de las dos Repúblicas, lo que hubiera sido contrario a la concepción política de las modernas democracias, que no consiente la concentración de atribuciones judiciales y ejecutivas en la persona de un mismo funcionario público. El arbitraje fue de derecho privado, jamás de derecho internacional. De allí que, a no desempeñar el cargo de árbitro el Presidente de los Estados Unidos -como no podía hacerlo-, el árbitro delegado por él no representaba al Poder Ejecutivo de la Unión Norteamericana ni gozaba de las preeminencias y honores del Primer Magistrado de un pueblo. La jurisdicción convencional confiada por los contratantes a los dos Presidentes, o a sus árbitros delegados, arranca   —550→   de la soberanía ecuatoriana y se define y ejerce en la órbita de las leyes emanadas de la voluntad nacional.

3.ª La elevadísima posición moral de los árbitros imponía a éstos, o a sus delegados, una obligación extraordinaria de administrar justicia, sin dilaciones ni subterfugios, sin resistencias a las leyes originarias y reguladoras de su jurisdicción.

Las divergencias entre el Empresario y la Compañía no se dejaron esperar; ellas fluyeron de la situación rentística de Mr. Harman, quien, aunque varón de indomable energía, no contaba con medios ni relaciones financieras capaces de acumular el capital inmediato y bastante para ejecutar ordenada y serenamente la construcción de la vía férrea.

El Gobierno del Ecuador agotó su buena voluntad en el allanamiento de los obstáculos. Así, pesando la imposibilidad en que se había colocado el empresario para terminar la obra en seis años, conforme al contrato de 1897, prorrogó ese plazo hasta diez años en una concesión otorgada en 1898.

Sobrevinieron nuevos obstáculos a la Compañía, y el Gobierno le permitió elevar la gradiente hasta el cinco por ciento, permiso que, por los crecidos gastos de tracción, nos ha dado las tarifas más altas del mundo en materia de fletes y pasajes.

Concluida la línea férrea hasta Quito en una faena de angustias económicas de la Compañía, de festinación de los detalles de la obra, se encontró que la vía era provisional en muchos lugares, que el ferrocarril tenía que rehacerse en gran parte; y, entretanto, la Compañía cobraba por una obra definitivamente concluida e invertía los ingresos del ferrocarril en la construcción de puentes y obras que apenas había esbozado, para cumplir aparentemente el compromiso.

A la vez, se levantaba del ámbito de la nación un solo clamor de protesta por incorrecciones administrativas e inversiones indebidas de los ingresos ferroviarios.   —551→   En el transcurso de quince años, el tráfico y el transporte crecientes día a día, iban dejando un saldo de pérdida inexplicable. La Intervención Fiscal ecuatoriana rechazaba partidas de gastos disconformes con la realidad de los hechos y con los términos del contrato. Y esas partidas montaban a millones de sucres. La Compañía, en vez de esclarecer las glosas de la Intervención Fiscal, se negaba a presentar los libros y envolvía en el misterio lo que entre contratantes honorables debe ser exhibido en plena luz meridiana.

El Gobierno ecuatoriano, acogido siempre a la buena fe y al respeto de sus contratos, acudió al arbitraje para la decisión de los mutuos reclamos. Tras largas gestiones, obtuvo que el Presidente de los Estados Unidos designe a Mr. James como árbitro, en 1913. Este delegado, lejos de reconocer que su jurisdicción emanaba de las leyes ecuatorianas y que conforme a éstas debía constituirse y ejercer sus funciones el Tribunal arbitral, suscitó resistencias para la instalación de ese Tribunal y se ausentó de la República, sin administrar la justicia reclamada por la nación.

Nuestro Gobierno llevó su tolerancia hasta el punto de insistir ante el Presidente de la Unión Norteamericana para la designación de otro árbitro, una vez que el anterior rehuyó la administración de justicia.

Entonces el Presidente de los Estados Unidos designó a Mr. A. L. Miller, quien vino al Ecuador, prometió ante nuestra Justicia desempeñar su cargo y se constituyó al fin el Tribunal de Árbitros. Éstos debían conocer las diferencias planteadas por el Gobierno y la Compañía y dar su fallo; pero Mr. Miller buscó un pretexto y se retiró intempestivamente de la República, cuando le había sido ya presentada la demanda del Personero del Ecuador.

Era indispensable la relación de estos antecedentes para juzgar de la actitud del Congreso ecuatoriano de 1915 y de la protesta de la Cancillería norteamericana.

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La legislatura del año anterior, acatando el clamor de la nación, que exigía justicia y nada más que justicia respecto de los procedimientos injustos de la Compañía, y en presencia de los repetidos fracasos del arbitraje, consideró maduramente la situación de hecho y de derecho. Según nuestras leyes, cuando dos partes contratantes confían la decisión de una controversia al juicio de árbitros, si éstos aceptan y toman posesión de su cargo, están obligados a administrar justicia en el término de seis meses. Si no lo hacen, caduca el arbitraje, termina la jurisdicción convencional de los árbitros y las partes pueden acudir a los Jueces constituidos por nuestra organización judicial para administrar justicia.

Fue éste el caso del Ecuador. Los árbitros designados, sucesivamente, por el Presidente de los Estados Unidos, venían, contemplaban el litigio y se desvanecían como una sombra que jamás podía asir el contratante ecuatoriano, sediento de justicia durante larguísimos años.

El Congreso no pudo cerrar los ojos ante el cumplimiento de un hecho jurídico y ante la burla sangrienta que envolvía la conducta injustificada de los árbitros delegados del Presidente de la Unión Norteamericana. La caducidad del arbitraje emergía de la ley, y el Congreso ordenó al Personero de la Nación que proceda a reclamar la administración de justicia ante los Jueces y Tribunales constituidos por nuestras leyes, una vez que la jurisdicción convencional había cesado.

Y no se crea que el Congreso ecuatoriano resolvía en definitiva la caducidad del arbitraje; no, expresaba su concepto y quería que, conforme a él, pidiera el Defensor del Fisco la declaración correspondiente a la justicia legal. El Presidente de la Comisión legislativa expuso verbalmente ante la Legislatura el alcance de la Resolución. En el diario de Debates se halla concretado en estos términos el pensamiento del Congreso: «En realidad de verdad, no se trata en el Proyecto de una decisión o sentencia que declare caducado el arbitraje, no. El espíritu y el alcance de este acto legislativo es una exteriorización de la voluntad nacional, legítimamente   —553→   interpretada por el Congreso, voluntad nacional que reclama el ejercicio inmediato de la administración de justicia sobre las diferencias que han surgido entre las partes contratantes del Ferrocarril. El proyecto indica que, en el concepto de la nación ecuatoriana, ha caducado el arbitraje, y, por ello, manda a su personero -el Defensor del Fisco- que proceda a ejercitar ante la justicia legal la acción correspondiente. Ante esa justicia se planteará y se resolverá también el punto de la caducidad. La Legislatura en estos momentos va a proclamar de una manera solemne un mandato de la conciencia nacional, la justísima aspiración de que recaiga un fallo sobre las reclamaciones contra la Compañía del Ferrocarril y para ello hay razones supremas».

En resumen, el Congreso pensó que el arbitraje de derecho privado caducó de conformidad con nuestras leyes. De éstas nació la jurisdicción arbitral y tenía que perecer conforme a las mismas. El Congreso ordenó, en consecuencia, al Defensor del Fisco que alegue la caducidad ante la justicia legal y deduzca ante ella las acciones contra la Compañía del Ferrocarril.

El ejercicio legítimo de este acto de defensa de vitales intereses de la nación dio lugar al Gobierno de los Estados Unidos para un ataque contra la soberanía e independencia de la República del Ecuador.

He aquí los términos de la reclamación presentada el 13 de octubre de 1915 por el Sr. Ministro Plenipotenciario de los Estados Unidos a la Cancillería ecuatoriana: «Ha sido llevado al conocimiento del Departamento de Estado de Washington el hecho de haber aprobado el Congreso Ecuatoriano una resolución que declara la caducidad del arbitraje acerca de las diferencias entre el Gobierno del Ecuador y la Guayaquil and Quito Railway Company, sujeto al pacto arbitral estipulado previamente e instruye al Agente Fiscal para que, de acuerdo con el Ministro de Obras Públicas, abra y prosiga el juicio contra la Compañía del Ferrocarril ante los Tribunales del Ecuador. Que un acto de tal naturaleza haya sido efectuado por el Congreso del Ecuador   —554→   es materia de gran sorpresa para el Gobierno de los Estados Unidos; y en el cumplimiento de mis instrucciones, es mi deber hacer formal y ferviente protesta ante el Gobierno de V. E. contra acto tan arbitrario, el cual si persistiese, podría hacer necesario a mi Gobierno el considerar la adopción de medidas adecuadas a proteger a esa Corporación Americana en sus justos derechos. Que el Gobierno del Ecuador admitiese o considere tomar semejante decisión es lo más sorprendente para el Departamento de Estado de mi Gobierno, en estos momentos en que sus buenos oficios han sido solicitados para ayudar al Ecuador en la consecución de un empréstito en los Estados Unidos, y cuando el obvio efecto de los citados procedimientos contra la Compañía del Ferrocarril será altamente perjudicial. El alto y bien notorio sentido de justicia, equidad y honradez de V. E. me induce a creer con gran confianza que V. E., después de la debida deliberación, convendrá conmigo en que la ya mencionada actitud del Congreso Ecuatoriano fue inautorizada e injustificada, no en armonía con las habituales relaciones amistosas que, me complazco en decirlo, han existido por tanto tiempo entre nuestros respectivos Gobiernos».

La Cancillería Ecuatoriana desconoció al Gobierno de los Estados Unidos el derecho de intervención diplomática en un caso que se hallaba fuera de esa vía, conforme al Derecho internacional; le negó, así mismo, el derecho de protestar contra el Congreso nacional por un acto relacionado con una Compañía, acto que no implicaba denegación de justicia.

Nuestra Cancillería llenó su deber, en cuanto le fue posible cumplirlo; pero la diplomacia tiene muchas veces que enclaustrarse, en eufemismos y reticencias, que tiene derecho a traspasar la investigación científica.

El problema práctico de la absoluta soberanía e independencia de las Repúblicas sudamericanas es cuestión palpitante. Vivimos en una hora en la que es preciso acentuar nuestra autonomía y ser o no ser.

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Glosemos brevemente la protesta sugerida por el Secretario de Estado Mr. Lansing.

La reclamación diplomática del 13 de octubre de 1915 propone al Poder Ejecutivo del Ecuador que desconozca un acto del Poder Legislativo. Califica, primero, como arbitrario el acto de la Legislatura y en seguida dice a nuestro Ministro de Relaciones Exteriores: «V. E. convendrá conmigo en que la ya mencionada actitud del Congreso fue inautorizada e injustificada». Luego, amenaza con medidas adecuadas, si el Gobierno cumple lo resuelto por el Congreso. Pretexto para la tutela sobre las Repúblicas latinoamericanas ha sido el concepto de la anarquía de estos pueblos. Entonces ¿por qué pretendía el Secretario de Estado de Norteamérica que el Poder Ejecutivo de una Nación republicana desconozca la voluntad nacional, exteriorizada por el Poder Legislativo? Roto el vínculo de unidad y concordia entre esos dos órganos de la soberanía, ¿no es evidente que se anarquizaba la ordenada función de los Poderes públicos? Y ¿para qué provocar esa anarquía?

La reclamación ostenta tres razones perentorias -las únicas- para negar al Congreso la autoridad y la justicia que presidieron en su Resolución: la amistad, el interés y la fuerza. Por amistad con una nación, no es lícito intentar acciones judiciales contra los súbditos extranjeros que violan los contratos. El ciudadano de una República fuerte y rica queda exento de la jurisdicción en un Estado extranjero pobre, porque éste necesita de la Nación opulenta. El súbdito de un pueblo que abunda en acorazados y cañones queda inmune de acciones judiciales, porque la fuerza es la suprema razón del derecho.

Penetremos ya al fondo de la protesta. Mr. Lansing ha creído que el Acuerdo del Congreso ecuatoriano justificaba la protección de súbditos de la Casa Blanca. ¿Había llegado el caso de protección, conforme a los principios del Derecho internacional?

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El Derecho de protección, según el concepto unánime de los internacionalistas, reviste diferente forma y alcance, atenta la personalidad de los Estados en que residen los súbditos extranjeros. Se distingue entre los pueblos que forman parte de la sociedad internacional y aquellos que no se consideran incorporados a ésta. Respecto de los últimos, procede el caso de protección, desde el momento en que han sido lesionados los derechos de un extranjero. En esta hipótesis, el Gobierno protector se sustituye en cierto modo a la justicia del Estado en cuyo territorio fueron atacados los intereses del súbdito extraño. Se invoca la situación de deficiencia en la organización política y jurídica de tales naciones para dar fundamento a ese principio.

Distinta es la regla que rige en cuanto a los Estados que son miembros de la sociedad internacional. Queda entendido que ellos se encuentran dotados de un organismo jurídico ampliamente desenvuelto y empapado en la idea y el sentimiento del derecho y de la justicia que prevalecen en los pueblos cultos. Planteada esta premisa, es natural que un Estado no puede acordar una posición más ventajosa a los extranjeros que a los nacionales; y si éstos han de recurrir a los Tribunales de Justicia de la Nación para que diriman las controversias originadas en el terreno de las relaciones civiles, es concluyente que los extranjeros no pueden eximirse de la jurisdicción, de la ley y de la jurisprudencia de un pueblo civilizado.

En tanto que se hallen abiertas de par en par las puertas de la Justicia de un Estado, es bárbaro, es absurdo apelar a la intervención diplomática. Decía muy bien el Ministro de Relaciones Exteriores, Dr. R. H. Elizalde, en su contestación al Sr. Ministro Plenipotenciario de los Estados Unidos, que era inadmisible la vía diplomática ante el hecho palmario de la falta de denegación de justicia.

¡Justicia! ¿Quién anhelaba? ¿Quién huía de ella? ¿El Gobierno del Ecuador o la Compañía del Ferrocarril? ¡Justicia! ¿Quisieron administrarla los árbitros delegados   —557→   del Presidente de la Unión Norteamericana? ¿Acaso no consta que esos jueces llegaban en viaje de regreso, apenas el Defensor del Fisco les estrechaba con el ejercicio de las acciones judiciales?

La resolución del Congreso se encaminó directamente a buscar la administración de justicia ante Tribunales competentes. La conducta de los árbitros norteamericanos estableció prácticamente un statu quo indefinido, en cuya lejanía no asomaba un rayo de esperanza que anuncie el juzgamiento ni la solución de la controversia. ¿Quién había incurrido en caso de retardo de la administración de justicia? ¿La Legislatura ecuatoriana, que estaba ordenando ejercerla? Y entonces ¿por qué el recurso a la vía diplomática?

Puede patentizar nuestra patria que su Legislación es una de las que usufructúa los Códigos más sabios del mundo. Y nuestra Corte Suprema está prestigiada por una aureola de pericia y probidad tradicional.

¿Creyó Mr. Lansing, a pesar de los principios y de los hechos, que el Ecuador no se cuenta entre los miembros de la sociedad internacional? ¿Quiso, por ello, aplicarle el procedimiento indicado para los pueblos bárbaros?

¿Qué acontece? ¿Ha retrogradado el Ecuador en su cultura material e intelectual, ha descendido a la barbarie desde el año 1890? ¿O la diplomacia de la Casa Blanca entiende hoy día que ha quedado a su beneplácito excluir a los Estados cultos de la sociedad internacional?

Si resucitara el Secretario de Estado Mr. Blaine, se sorprendería de la novísima doctrina. En Estados Unidos que se incorpore en un tratado una cláusula que excluya las demandas y reclamaciones diplomáticas, antes de que se hallen agotados todos los reclamos ante los Tribunales de Justicia o las Autoridades propias, inclusive las apelaciones.

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El secretario de Estado Mr. Blaine admitió entonces que el derecho generalmente reconocido de que es lícito acudir a la intervención diplomática en caso de denegación de justicia, no existe, sin embargo, hasta que las acciones suministradas por la legislación del Estado se pongan en práctica, o falten leyes protectoras.

El Dr. Nicolás Clemente Ponce, uno de los más reputados internacionalistas del Ecuador, demostró, en un artículo publicado en 1912, que la regla de conducta tradicional de los Estados Unidos ha sido la de no intervenir, sino con sus buenos oficios, respecto de reclamaciones fundadas en contratos con gobiernos extranjeros. Cita prolijamente el ilustre jurisconsulto, en comprobación de su tesis, las comunicaciones emanadas de los secretarios de Estado, en esta materia, desde el año de 1834 hasta 1890.

En presencia de estos antecedentes, ¿por qué Mr. Lansing, en vísperas de proclamar su Panamericanismo y de otorgar finamente a las Repúblicas suramericanas la merced de la mayor edad, coloca al Ecuador fuera de las leyes y prácticas internacionales, torciendo la corriente tradicional de la diplomacia norteamericana? Es que el imperialismo palpita aún como una fuerza impulsiva en el organismo de la gran República y estalla en retozos de fuerza e imposición. Boutmy sondeaba el alma del coloso del Norte en sus relaciones con los demás pueblos del Continente y nos daba este retrato: «La única política exterior inteligible para esta multitud se reduce a una psicología muy sencilla que se exterioriza en frases de este tipo: Es necesario ser fuerte; la fuerza se mide por la extensión del espacio en que se hace sentir... La fuerza se mide también por los golpes que se suministra al vecino, y conviene que el sport se renueve con alguna frecuencia; los golpes son hechos contundentes. La fuerza se prueba por la arrogancia de las declaraciones diplomáticas. La arrogancia es como un golpe que se da por medio de la palabra».

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En estos días beatíficos de Panamericanismo es necesario que estas Repúblicas piensen, indaguen y obren. ¿Hay sinceridad en las declaraciones hechas en el reciente Congreso Científico Panamericano? Pues, que hablen los hechos; que no sean compañías sangradoras de los recursos económicos sudamericanos las que nos traigan la afrenta y el ultraje de injustificadas reclamaciones diplomáticas y amenazas de fuerza y de violencia.

En esta hora tempestuosa de nuestra peregrinación a la tierra prometida del progreso, debemos parar un minuto siquiera y meditar en el rumbo de nuestra política financiera exterior. Se abre la era industrial en la República. ¿Qué capitales de afuera debemos atraer y preferir? ¿Con los ciudadanos de qué naciones hemos de contratar? ¿Cómo hemos de alejar cautelosamente de nuestras obras públicas nacionales a empresarios que tienen por norma cubrir con la púrpura del imperialismo el incumplimiento de sus obligaciones?

Agustín Cueva.

Tomado del N.º 33 de la Revista de la Sociedad Jurídico-Literaria de marzo de 1916.





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ArribaAbajoDoctor Carlos Manuel Tobar y Borgoño

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ArribaAbajo La protección legal del obrero en el Ecuador

Conferencia sustentada en la «Sociedad de Estudios jurídicos»


(De la Revista de la Sociedad Jurídico-Literaria, Nueva Serie, marzo a abril de 1913)


Señores:

Honrado por la Sociedad Estudios Jurídicos con la petición de una conferencia, y habiendo accedido gustoso a demanda que tanto halaga mi amor propio, os preguntaréis acaso por qué elegí un tema que es de aquellos que atemorizan entre nosotros, un tema que amenaza con aridez de gran verdad; os preguntaréis por qué no elegí algo más ameno, algo que cuadre mejor dentro de los estudios que yo he preferido.

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Ciertamente que hay muchas razones para que os extrañéis por ello; pero os explicaré el motivo: nosotros no gustamos de hablar las cosas claramente ni siquiera de oírlas hablar claramente, y, por eso, nos atemorizamos de la verdad. Preferimos dormir sobre un volcán a reconocer que nos hallamos sobre él. Por eso no nos gusta oír tratar del problema social nuestro; por eso tememos abordarle; por eso censuramos a los que tienen la osadía de abordarlo; pero, por eso mismo, porque creo que es menester romper con tanto temor y con tanta hipocresía, por eso he ido yo a él.

Hasta hace poco la palabra socialismo, mal entendida y peor interpretada, era significativa de algo como un crimen de lesa humanidad, y nadie, nadie, había tenido el valor de llamarse socialista; eso hubiese bastado para atraer sobre el insensato las antipatías de todos aquellos que, sin saber lo que en el fondo es el socialismo, viven adheridos a sus prejuicios y a sus clisés, como la ostra a la concha. Más aún, para muchas buenas gentes, el socialismo era un pecado y los socialistas réprobos que no merecían perdón de Dios; los tales ignoraban, o fingían ignorar, que Jesús fue ya, hace veinte siglos, el gran socialista y el igualitario, e ignoraban que León XIII, el eminente Papa de nuestro siglo, fue, él mismo, el creador y fomentador de una de las más poderosas ramas del moderno socialismo, de la Democracia social.

En política somos liberales, radicales o conservadores, porque simpatizamos con la denominación respectiva, cuando no nos apropiamos de ella con el exclusivo objeto de que nos sirva de trampolín para el asalto de la cosa pública. Ha habido, es cierto, quien ha tenido el valor asombroso de llamarse socialista, y hasta quien ha salido, sin serlo, por los fueros del proletariado; pero, a fe que ello ha obedecido más al afán de singularizarse y quizá a un objeto de medro personal que a una verdadera convicción. ¿Acaso no he oído a un hombre político asegurar que era socialista... porque era liberal? Y es que adoramos los clisés, que forman aquella fácil ciencia de los insapientes, aquella sabiduría de   —565→   poco costo y sin embargo de mágicos efectos para exhibirla lucrativamente ante los imbéciles.

El clisé, porque también es un clisé, del temor a despertar a la plebe -de esa donosa plebe nuestra, tan dormida y tan buena-, nos ha llevado a vivir siempre con el miedo pánico de que alguien venga a poner el dedo en la llaga y a mostramos nuestros deberes con respecto a las clases desheredadas y los derechos que les competen.

Pero, ¿habrá sido sólo un miedo al despertar de la masa? Claro que sí; mas ese miedo es un miedo muy complicado; ha sido no sólo el de que se pueda perturbar nuestro beatífico bienestar en el estado de reposo, sino también de que se venga a perjudicarnos en nuestra industria de explotación del hombre; es por esto que por lo que los partidos políticos y las gentes todas, grandes y chicas, han convenido tácitamente en no abordar el problema y en ignorarlo en todas sus faces y, en especial, en el de la educación. Un pueblo educado, en efecto, no es explotable ni es la oveja mansa que va inconsciente al matadero para engordar con la propia sangre a su verdugo; eso, como lo decía hace noches, con sobra de razón, en el seno de la Sociedad Jurídico Literaria, uno de los jóvenes más inteligentes de la actual generación, el señor don Hugo Borja, lo han comprendido perfectamente las autoridades de todo género de este país, y se han dado cuenta de que, de otro modo, no podrían mandar a latigazos y escupitajos, tal cual lo han hecho siempre aquí, al hato de bípedos que nos llamamos ecuatorianos.

Sé que he de atraerme los rayos de cólera de muchos Júpiter, que no tienen más norma que su egoísmo y su interés; pero, no importa, resuelto a decir las verdades claramente, desnudamente, lealmente, las diré y censuraré lo que crea censurable, defendiendo los derechos, pertenezcan a quienes pertenecieren, patrones u obreros, que si es vituperable no hablar a los amos de sus deberes, lo es también el decir al obrero que sólo posee derechos sin tener obligaciones.

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Es así como voy a llamar vuestra atención acerca de un punto muy limitado del problema social ecuatoriano: de la deficiencia de nuestras leyes en materia de protección a la clase obrera.

* * *

Ayer fueron ocho luchadores que quedaron sepultados en una zanja, por la imprevisión de los que debieron evitar la catástrofe tomando precauciones para ello; antes de ayer fue un obrero que descendió de una cúpula en construcción a causa de la defectuosidad de un andamio; anteriormente fueron otros y otros; y así, en cadena interminable, ese pueblo nuestro, cuya vida es la nuestra y su sangre la del país, ese pueblo a quien ni las leyes ni las autoridades protegen, va aumentando las víctimas de la imprevisión de los códigos, del descuido de los encargados de cumplirlos e interpretarlos y de la avaricia de los patrones. Cuando ha logrado escapar a las carnicerías a que le lleva la ambición de los caudillos, perece oscuramente, indefensamente, inútilmente, porque la sociedad que le explota se niega a ampararle.

Pero no es esto todo: caído el obrero, apenas si el patrón permite a dos de los compañeros de sudor y de trabajo de la víctima que conduzcan el cuerpo al hospital o el cadáver al cementerio. ¿La mujer, los hijos, la familia del desgraciado, ellos qué importan? El patrón sólo conoció al marido o al padre, él ignora a los demás, y allá se mueran de hambre a causa de su egoísmo e impericia, de su economía e imprevisión. Éste es el crimen que vemos repetirse a diario, a vista y paciencia de las autoridades, y que las leyes, esas leyes que buenamente, inocentemente, creemos democráticas, no tratan de economizar. Hechos de este género en cualquier parte del mundo civilizador no ocurren, porque a más de estar el patrón en la obligación de evitarlos, si por desgracia   —567→   suceden pesan sobre él, interviniendo el Estado para hacer efectiva su responsabilidad.

El estado de marasmo en que yacen nuestros obreros, resignados a todo y esclavizados en la rutina y en las viejas costumbres de la época colonial, porque ellos no han avanzado y la República ha consagrado lo que dejó la Madre Patria, ha llevado a gentes superficiales e ignorantes a decir que el problema social no existe en el Ecuador, y que, por consiguiente, no tenemos para qué preocuparnos de él.

Él existe, señores, y existe en su peor forma, desde que no podemos ni siquiera prever las consecuencias de cuando él tome el carácter de conflicto, de cuando la lucha se inicie y de cuando los fuegos se rompan. No porque una fiera esté dominada hemos de decir que no existe la fiera; no porque no tiemble en este momento la tierra hemos de negar la existencia de los terremotos.

El problema social, mal que pese a los políticos que debían preocuparse de él, existe aquí, lo tenemos en casa y haríamos obra imprevisora, obra ruin de malos padres, si nos encogiésemos de hombros sin tratar de prevenir la crisis aguda, sin procurar evitar las sangrientas batallas del mañana.

Precisamente la falta de lucha, precisamente la inconsciencia de nuestras masas, pueden facilitar la obra de las clases dirigentes; precisamente esa falta de resistencia de nuestro pueblo nos permite que le llevemos nosotros al goce de sus derechos, goce de derechos que en otras partes, hoy día, en esta misma hora, es ya arrebatado por la fuerza, mediante triunfos del obrero; pero triunfos alcanzados con derrotas sangrientas del capital, previas luchas cruentas, previas crisis tremendas, previas convulsiones comerciales que perjudican tanto al obrero como al patrón; porque en todo batallar hay mártires y esos mártires son precisamente los mejores, son la elite, y, por eso no amo yo las luchas de este género, que, como toda lucha violenta y de fuerza, ciegan a los hombres y sacrifican a los buenos, a los regeneradores,   —568→   a los valerosos, a los de primera fila, en provecho de los egoístas y de los malos, de los osados por inconsciencia cuando no de aquellos que el día del combate se quedaron a retaguardia.

Pues bien, nosotros que no tenemos luchas sociales violentas, aquí donde aún no conocemos el odio agresivo del trabajo al capital, aquí donde el obrero no reclama aún nada con la tea del incendiario y el hacha del asesino, aquí nosotros debemos tratar de evolucionar no sólo por humanidad y justicia, sino también por egoísmo y conveniencia.

Por humanidad, porque la condición de nuestro obrero no difiere grandemente de la de esclavitud; unido el indio a la propiedad -no siquiera al amo- por el grillete de un contrato legalmente bilateral, pero efectivamente creador de derechos, y sólo de derechos para el uno y de sólo obligaciones para el otro, incomprendido para éste y perfectamente bien estudiado por aquél, cambia de amo mediante una venta personal, que no otra cosa es en el fondo la venta de la deuda del gañán; ese contrato es la cadena del antiguo esclavo, es el documento que da derecho legal a un hombre para apropiarse de la persona y del trabajo de otro hombre, y este estado, esta apropiación humana es lo que en todos los países y en todas las lenguas se llama esclavitud.

Rusia se ha levantado iracunda contra la servidumbre de los obreros rurales, que estaban arraigados a un suelo en el que debían trabajar durante toda su vida a beneficio del patrón, el nihilismo aprovechó de ese estado de cosas, al cual parecía no obstante acostumbrado, el fatalismo esclavo, para despertar bruscamente, revolucionariamente, la conciencia de los mujicks, y ahí tenéis la gran revolución social rusa, que costó millares de vidas, millones de rublos y que convirtió el poder y el capital en enemigos irreconciliables del pueblo. ¿No llegaremos nosotros al mismo estado de enconos un día?

Pero no hablemos del gañán, aun el obrero libre es aquí esclavo. Bestia de carga, no se le reconoce ningún   —569→   derecho; el patrón, el sobrestante, el capataz, lo habréis visto en las calles, va siempre armado del látigo que infama y que convierte en bestias; habréis notado, supongo, que él exige del asalariado una energía desproporcionada a sus fuerzas; hasta la materialidad del tuteo, hasta aquel su merced, negativo de todo derecho y reconocedor de favores... Y habréis también acaso visto que aun la autoridad pública trata en pequeñeces de empequeñecer y en nimiedades de rebajar al pueblo y de convertirlo en esclavo; citaré un hecho concreto que ha irritado siempre mi alma, un hecho diario, contra el cual os intereso en nombre de la dignidad, en nombre de la democracia que dicen somos, en nombre de la libertad individual, en nombre de la decencia que, al menos ella, debe ser la norma de la autoridad; me refiero al hecho de ver como un polizonte cualquiera, hijo del pueblo y salido del pueblo, y convertido en tirano y opresor de sus hermanos por obra y gracia de un kepis y media docena de botones amarillos, se cree indigno de ejecutar por sí lo que el superior le encomienda hacer, y él, que ayer barrió las calles y cargo sacos de tierra, que picó piedras o hizo oficios menos nobles que ésos, va a casa del indio infeliz que, por ello, no puede siquiera transitar por la calle con libertad, para imponerle que haga por él, y a empellones y puñadas, lo que él debió hacer. En nombre de la humana dignidad, de la democracia, de la decencia y de la elegancia, repito, me permito llamar vuestra atención sobre este punto asqueroso y vil de una autoridad que por sus arbitrariedades se ha vuelto aquí tan asquerosa y tan vil como es asqueroso y vil el nombre popular que ha merecido; y no es para menos, como que la autoridad policíaca en Quito está representada por un guardián que a fuer de ocioso, de ruin y lleno de vicios, ha ido a naufragar en el cuartel de policía.

Dije que el estado de nuestro obrero es el de esclavitud, y ya veis que tuve razón; más aún, es peor, mucho peor, que el de esclavitud, como que al patrón del   —570→   esclavo le interesaba cuidarle para no perder el valor metálico que representaba, mientras que en tratándose de un obrero, ¿qué nos importa que desaparezca si nunca faltará otro con el cual reemplazarlo en idénticas condiciones?

No soy revolucionario, ni social ni políticamente; hablo a un grupo de la clase dirigente, a un grupo de patrones y por eso me expreso como lo hago.

He dicho que haríamos un acto de justicia: os recordaré, señores, que nuestro pueblo obrero es, en su mayor parte, en su casi totalidad, el indio, ese paria de la civilización, ese desheredado a quien arrancamos hace cinco siglos su casa y sus tierras, a quien después de robarle y explotarle en toda forma, a quien después de envilecerle hasta donde alcanza el envilecimiento, le negamos todo, le negamos desde lo que es suyo como hombre hasta lo que es suyo en virtud de la Constitución y de la ley; a quien rehusamos todo derecho y a quien no damos sino deberes; respecto del cual creemos malo lo que respecto de nosotros es bueno: la educación... Y es que nuestro egoísmo de amos nos lleva a ello, ya que sabemos que la opresión y la explotación son sólo posibles con el hombre ignorante y con el envilecido.

Tenemos leyes, muchas leyes, infinitas leyes, y, sin embargo, nuestra protección legal del indio y del obrero es casi nula, no existe: la ley la hace siempre el patrón. ¿Es esto justicia?

En Estados Unidos se ha cazado a los indios a tiros en las selvas, pero no se les ha convertido en bestias; se les ha tratado como a leones, como a nobles, se les ha asignado el título de enemigos que dignifica y ennoblece, cuando es grande el que lo asigna; aquí hemos hecho peor, hemos encadenado al león para convertirlo en asno vil al cual podamos apalear a mansalva, hemos asesinado al hombre, pues que el hombre sin dignidad no es hombre, para convertirlo en bestia de carga, inmensamente menos noble que la fiera que reina en los bosques;   —571→   le hemos tratado como a inferior, le hemos aplastado con el pie y, todavía, le hemos escupido con una eterna servitud que no merecía. Si hay quien no llame a esto injusticia, no sé a qué podrá él dar tal calificativo.

Por último, he dicho que está en nuestra conveniencia dar fin con semejante estado de cosas. En efecto, si ni la justicia ni la moralidad, si ni la humana filantropía, si ni siquiera el ser hombres y la razón egoísta de dignificar al hombre, son motivos suficientes para levantar al obrero a la categoría de ser humano, la necesidad de evitar las crisis violentas, la precisión de economizarnos la gran revuelta del mañana, esa gran revuelta de clases, la peor de todas, nos obliga a que miremos el porvenir, nos obliga a evolucionar, debe inducirnos a conceder de buen grado lo mismo que mañana nos será arrancado, pero arrancado con sangre, con matanzas y con degüellos; lo mismo que nos será impuesto con el hacha, la tea y la bomba del anarquista. Mala herencia es la que dejaremos a nuestros hijos si nos cruzamos hoy de brazos y no echamos un poco de alimento al noble pueblo, para que mañana no se despierte hambreado, con un hambre tanto mayor, cuanto más grande ha sido la privación y cuanto más prolongado ha sido el letargo.

No creo que sea posible hablar al pueblo de sólo sus derechos, no; es también preciso hablarle de sus deberes, ya que si no goza de aquéllos, tampoco éstos comprende. El obrero nuestro es esencialmente ratero, hoy roba; ésta es una de las sempiternas quejas que oímos constantemente contra él. Pero, me pregunto, ¿por qué roba? Porque necesita vivir y porque necesita satisfacer los vicios en los que olvida o aletarga su impotencia actual... Dadle más salario, dadle más potencia y no necesitará robar; pero ¿su hábito de robo desaparecerá por eso? Probablemente no; de modo que, si se hace preciso mostrarle que su trabajo vale más y que tiene derecho a más, es también menester decirle que el robo es un delito, una inmoralidad y una vergüenza. La cuestión es,   —572→   pues, así correlativa: hay que indicar los derechos, sin olvidar de predicar los deberes.

* * *

La reforma de lo que actualmente existe, siendo indispensable y urgente, ¿a quién toca introducirla? ¿Dónde buscaremos una protección eficaz para la clase obrera?

En teoría la respuesta es evidente: lo ideal, lo razonable, lo justo, es que la labor de reforma pertenezca a todos: a la sociedad y a su clase ilustrada, procurando por humanidad, justicia, interés y por egoísmo futuro, mejorar la condición del obrero; a la sociedad obrera y, en especial, a los más ilustrados y conscientes de ella, haciendo lo posible por despertar a sus hermanos del estado de marasmo en que hoy se hallan; pero también, y sobre todo al Estado, a quien, desde luego, pertenece íntegra y directamente el deber de protección.

Respecto del patrón, es decir, de la clase dirigente, ocurre que su egoísmo actual le ciega para lo futuro; su economía mal entendida le lleva a sacrificar la gallina de los huevos de oro y a desoír la voz de su conciencia. Se necesitaría una gran abnegación, el difícil e improbable predominio de la previsión sobre el lucro inmediato, para que deje de explotar la masa explotable y para que, limitando su ganancia, haga partícipe de ella a quien la produce en parte tan principal.

En cuanto al obrero, la experiencia prueba que él es el menos apto para conseguir por sí la reforma adecuada; la masa es por su naturaleza ávida, y o no se mueve o si lo hace es para demandarlo todo y para demandarlo de una vez, es decir para revolucionar, ya que no conoce la paciencia y por consiguiente la evolución.

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En mi concepto el deber pertenece en primera línea al Estado: ya porque por su autoridad puede obligar al patrón a conceder, ya porque él, mejor que ningún otro, es apto para decir al obrero: detente ahí, ése es el límite de tu derecho presente, no pidas más, la reacción del ahora poderoso capital te haría perder el todo.

Si esto es cierto, cabe averiguar si el Estado ecuatoriano cumple con este deber.

Doloroso es confesar que no.

Pero no quiero cargarle de culpas; la obra es ardua y es complicada y es difícil, y, confiésolo ingenuamente, hasta hoy no ha podido cumplirla, porque aun cuando hubiese querido, que no lo ha querido, nuestra tormentosa vida política, repleta de malhadadas y estériles revoluciones, no se lo ha permitido.

Educación de las masas; he ahí la gran cuestión; ésa es, ésa debe ser la base para proceder a toda reforma, ella misma es ya una reforma; pero no quiero ocuparme en ella, porque no entra en el cuadro de mi conferencia. Ese problema inmenso debe ser la norma y el ideal de cualquier Gobierno, y el que emprenda en obra tan magna hará labor patriótica por excelencia, porque formará ciudadanos y convertirá en hombres a quienes hoy sólo tienen apariencia de tales. Pero ésta es obra de largo aliento; hoy por hoy, debe hacer siquiera algo, y ese algo es crear una protección legal de la persona y del trabajo del obrero.

No hay duda de que el problema es difícil; para resolverlo hay que descender a los detalles; descenso que lleva consigo una reglamentación y las reglamentaciones suelen, por lo general, ser atentatorias contra las libertades que forman parte de los derechos fundamentales en que se basa la sociedad del siglo presente. Y hemos llegado al escollo contra el cual se ha chocado cada vez que en cualquier parte se ha tratado de reglamentar el trabajo y de asegurar la protección del obrero: la causa se halla en que la cuestión tiene adherencias   —574→   en campos más alejados, en los sistemas políticos y en los problemas mismos de sociología.

Dos corrientes se diseñaron en el mundo social y político, desde que los hombres empezaron a preocuparse de política y de ciencia social: unos creyeron que el ideal de libertad individual era el más alto y el que debía respetarse siempre y predominar en las relaciones de unos hombres con otros dentro del Estado; el sacrificio de esa libertad individual no podía ser sino excepcional y obedecer a causas muy poderosas; para los que así pensaron la acción legislativa no podía venir en materia obrera sino cuando todo lo demás había fracasado, cuando la iniciativa privada -individual o colectiva- había sido impotente, es decir cuando no se pudo o no se quiso obrar. Al frente de este parecer se opuso el de los partidarios de la centralización del número en el ser compuesto y organizado, del de los que abogaron por la socialización del Estado y por la intervención de éste como único capaz de conducir a buen fin la protección del trabajo; los primeros fueron los que pertenecieron a la escuela liberal, los segundos los que se afilaron a las doctrinas socialistas; aquéllos aceptaron la omnipotencia del hombre individuo, éstos creyeron que la masa era mejor que el uno y que los intereses y el bienestar de todos debían predominar sobre los más intensos de unos pocos; creyeron también que si el uno era egoísta, la colectividad podía tal vez conseguir, hasta por la fuerza, lo que aquél no quiso conceder. Pero, como quiera que sea, y cualesquiera que sean los argumentos que estas dos escuelas antagónicas emplean para combatirse, tal cual está organizada la sociedad presente, implantadas en el mundo civilizado las doctrinas liberales de la Revolución francesa, y una vez que hemos anticipado nuestra antipatía contra la violencia y los cambios bruscos, es menester preguntarse, ¿la intervención del Estado en la reglamentación del trabajo y en la protección del obrero, no constituiría un atentado contra la libertad individual del mismo obrero? Y en caso de que la respuesta sea afirmativa, ¿qué conviene más, la defensa de la   —575→   persona y de los derechos del trabajador aun contra su voluntad, o el respeto a la libertad de éste?

Estas interrogaciones han sido contestadas de muy diverso modo aun dentro de la escuela socialista: los socialistas del Estado, con Millerand a la cabeza, quieren la estrecha reglamentación del trabajo porque, como dice ese publicista, «impónese la intervención de la sociedad, primera interesada en la marcha regular y normal, para garantizar a todos sus miembros su vida y las condiciones humanas de trabajo», será por consiguiente necesario atribuir a la legislación el derecho de velar porque las riquezas humanas contenidas en germen en el ente humano se desarrollen de manera útil para que el Estado las aproveche.

Los socialistas de cátedra aseguran que la protección legal de los trabajadores es indispensable sólo en cuanto tienda a mejorar la suerte de los mismos; porque es preciso defenderles aun contra ellos mismos y contra su propia ignorancia y dejadez, y el interés del Estado es únicamente consecuente, en cuanto es interés del número.

Para de Mun y los socialistas católicos, la intromisión del Estado es absurda; pues no entra en los fines de él y es a la sociedad a quien corresponde reaccionar por sí: «hay que aceptar la libertad individual en el colectivismo social», dice, por esto, Descurtins.

Sea como quiera, lo repetimos, una reglamentación cualquiera crea siempre cortapisas a la libertad, y si, a mi modo de ver, las reglamentaciones son legítimas de toda legitimidad, como los mismos liberales lo reconocen y lo practican, dentro de esa legitimidad cabe bien la del trabajo aun cuando importe una supresión de libertad.

Lejos de mí el negar que la intervención del Estado lleva consigo un gravísimo peligro, que es casi consecuente del principio de la intervención, y es la tendencia incontenible de él a estrechar la reglamentación con   —576→   perjuicio de la autonomía individual; los socialistas, ellos mismos, no pueden negar ese peligroso abuso y han preferido reconocerle negando, no obstante, su carácter abusivo; han establecido así como axioma que la libertad de trabajo es un régimen anárquico y que cuanto más interviene el Estado mejor comprende su misión. De ahí han ido lógicamente, naturalmente, consecuentemente, a la reglamentación minuciosa del trabajo, primero; naufragando después en los monopolios de la industria por parte del Estado y más lejos aún, en la socialización completa de todas las energías productoras. He ahí como los maestros del socialismo justifican los monopolios de derecho, acerca de los cuales todos sus discípulos, no obstante las distancias que les separan, están de acuerdo, desde Carlos Marx, que acepta los servicios públicos como consecuencia de la expropiación económica, y desde César de Peape y Benito Malin hasta Brousse, Vandervelde, Jaurés, Guesde, Bebel y Singer, es decir que marxistas y posibilistas llegan a parecidas consecuencias, partiendo de análogas condiciones, condiciones cuyo examen no nos corresponde hacer aquí, una vez que suponemos el Estado organizado tal cual hoy lo está, con sus errores y sus vicios, pero con sus cualidades y virtudes.

Esto dicho, sería cuando menos peligroso que, a pretexto de proteger al obrero, nos metiésemos a dictar leyes que no sabríamos dónde debían o podían terminar, y que, en todo caso, nos llevarían tal vez muy lejos. ¿A qué norma sujetarse entonces? ¿Qué regla adoptar?

Si el de la legislación en general es un problema difícil, el de la legislación obrera es particularmente complicado; hay, en efecto, que atender a un sinnúmero de intereses, a los egoísmos, a la resistencia pasiva, no sólo de gentes poderosas e influyentes que miran con antipatía las reformas sociales o que se creen despojadas con ellas, sino hasta, y aunque parezca inverosímil, de los obreros mismos; es menester luchar contra la inercia moral y respetar en lo posible el edificio económico de la sociedad a nombre de la cual se va a legislar, edificio   —577→   basado en buena parte sobre lo que hoy es y que dejaría de serlo desde que se cambiase cualquiera de los pilotes sobre los que se apoya. Más aún, la situación obrera es distinta, esencialmente distinta de un país a otro, de modo que, por más que los internacionalistas socialistas quieran llegar a la universalidad de la norma única, ella es imposible y es inconveniente.

Para obtener una verdadera protección del obrero es necesario ante todo no ignorar el estado social de éste, conocer su psicología, sus condiciones actuales, todo lo cual es eminentemente local y distinto de un país a otro y de una raza a otra raza. Querer hablar a nuestro indio y pretender tratarle como al obrero del viejo mundo sería absurdo porque no nos entendería; excitar ciertos instintos sería o inútil o en extremo peligroso según el caso: o hallaría él que no necesita luchar por ciertas conquistas o se cegaría por obtener otras hasta festinar la revolución. El legislador necesita así estudiar a fondo al obrero local, sus necesidades económicas, su índole moral, la naturaleza de sus ideales y de sus aspiraciones; para defenderle con eficacia y para evitar el abuso de reglamentación, será menester hasta que no ignore el grado de intensidad de su instinto de conservación y la idiosincrasia de sus ternuras y de sus miedos.

Se requiere además en el autor de la reglamentación un profundo estudio jurídico, porque es menester que se halle alambicado en aquel espíritu que pesa la ley y que se percata de la aplicación excesiva o insuficiente; por fin implica conocimientos de orden político y legislativo, pues no basta conocer y saber conocer la ley y el medio al cual se la destina, sino que es menester además saber bajo qué formas ha de aplicarse y cómo será ella más útil.

Así se comprenden los errores a que nos conduciría una ley inconsulta en la materia, o una imitación más o menos exacta de lo hecho en países más adelantados que el nuestro; nuestra manía de copiar leyes extrañas ha pletorizado ya nuestra legislación de estatutos e inútiles   —578→   e inobservados. No tenemos grande industria, no tenemos sino pocas fábricas y ninguna o casi ninguna mina, por consiguiente el número de nuestros obreros ocupados en la grande industria es ínfimo; los nuestros son todos obreros agrícolas y obreros libres de obras; nuestra industria es casi en su totalidad una industria familiar, ésta y el Sweating-system son los que ocupan más brazos. Por consiguiente, venir a legislar acerca del trabajo en las minas o en las fábricas sería inútil o casi inútil.

La industria familiar, que es nuestro tipo más vulgarizado, el pequeño patrón, el obrero que trabaja por su cuenta y que es patrón de sí propio, el obrero que gana por tarea, el que trabaja por obra en su casa, son los que abundan en nuestras ciudades; así se explica que no puedan compararse sino de lejos a los europeos.

Vimos ayer el fracaso de un decreto de descanso dominical, y fue porque al dictarse el precepto no se estudió la condición de nuestro pequeño obrero y de nuestro pequeño comerciante, para quienes vender no es trabajar, sino ganar.

Esa ley aprendida en Estados Unidos o en Europa, donde el que vende, vende para otro, es decir trabaja y no gana, no podía ser simpática aquí, y así desmoronó, primero en la indiferencia, para derrumbarse luego en la antipatía; el pueblo no comprendió que se tratara de manumitirle arrancándole una libertad de que hasta ayer hubo gozado. Si la ley se hubiese limitado a los obreros asalariados, tal vez habría tenido éxito, y es que los radicalismos bruscos en cuestiones sociales son imposibles. Inglaterra lo comprende de este modo, y jamás da un paso en la materia sin saber de antemano si el Reino lo quiere de manera implícita, por la adopción de la costumbre, que precede a las leyes de índole social; la autoridad trata de encaminar la costumbre y de consagrarla; pero no impone jamás la costumbre. Suiza va más lejos, consulta explícitamente al pueblo por medio del voto y sólo después de que éste ha declarado aceptar la ley, se impone el precepto; sin el referéndum no   —579→   hay ley y por esto nadie piensa en revolución en ese pequeño grande país que es la Suiza, el derecho que tiene el pueblo de dar directamente su parecer es la válvula de seguridad que evita las explosiones del descontento popular y las divergencias entre el sufragio universal y sus representantes; un ejemplo típico a este respecto es el del proyecto del seguro obligatorio del obrero para el caso de enfermedad o de accidente del trabajo; votado casi por unanimidad en las Cámaras federales, fue rechazado el 20 de mayo de 1900 por el pueblo, que no quiso aceptar la forma que se había dado al seguro.

Sea como fuere, nuestro obrero agrícola o industrial, asalariado o libre, no halla protección dentro de los poderes públicos; cabe así que nos preguntemos, ¿es éste un defecto de la legislación misma?, ¿en nuestro sistema no tiene tal vez cabida la protección legal?, ¿en qué debe ella consistir?, ¿cómo debe hacerse?

* * *

Que el obrero ecuatoriano no halla protección en la ley, es indudable. El código civil no contiene acerca del salario de los obreros, o contrato del trabajo, más que algunas disposiciones relacionadas particularmente con los criados. Y se explica bien, pues a Bello y los autores del código no se les ocurrió que el contrato de trabajo, tal cual hoy lo concebimos, pudiese llegar a crear una índole especial de relaciones entre el patrón y el asalariado.

Copiaron del código francés de 1804, y en 1804 todavía la industria no estaba desarrollada. La Revolución, que igualó los derechos políticos de los ciudadanos, no quiso tocar o no se le ocurrió abordar los económico-sociales de los mismos.

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El párrafo séptimo del título XXVI del libro IV del código civil trata de reglamentar el contrato y apenas si prevé el tiempo que puede durar el compromiso y la necesidad del desahucio, aunque colocando siempre en lamentable situación de inferioridad al asalariado; y, si no, permítaseme citar el artículo 1980, que, mientras dispone como regla general, en el inciso primero, que si no se hubiere determinado tiempo, podrá cesar el servicio a voluntad de cualquiera de las partes, en el segundo se crea una condición desfavorable para el asalariado y es la de que éste no puede retirarse inopinadamente, sino que está obligado a permanecer en el servicio mientras no se le reemplace, a condición, dice la ley, de que esa separación inopinada cause incomodidad o perjuicio grave al amo. ¿Y por qué no se acepta la recíproca? ¿Por qué no se adopta la misma regla cuando el amo despide inopinadamente al asalariado? La desigualdad es, pues, evidente.

El artículo 1982 establece como sanción respecto del criado o asalariado que sin causa grave abandonase el servicio antes de cumplir el plazo para el cual se comprometió, la indemnización de perjuicios y la obligación de continuar en su puesto; al amo, en cambio, sólo le corresponde el pago de una indemnización y el salario de un mes... Es decir, que mientras el uno, el adinerado, con satisfacer una mensualidad -que para él no es carga grave- ha satisfecho plenamente la ley, al otro se le esclaviza obligándole a volver a un servicio que tal vez, que seguramente, se le volvió imposible.

Como si esto fuese poco, el artículo 1986 insulta al obrero, y lo infama, y lo humilla, y lo desprecia, al disponer que el amo, y sólo el amo, sea creído tanto acerca del salario y la forma de su pago, cuanto acerca del monto de los adelantos... Y así el obrero es un don nadie ante esa ley que es, sin embargo, la de un país que consagra entre sus instituciones el respecto a la persona humana y la igualdad ante el derecho.

El código civil ha creído hacer mucho colocando entre los créditos de primera clase, para el efecto de la prelación,   —581→   los salarios de los dependientes y criados por los últimos tres meses. Cree haber hecho mucho, así lo cree él y ya es algo que lo crea, aunque yo no esté muy de acuerdo, porque esa limitación de los tres meses es tacaña y es avara.

Hay, es cierto, un infinito número de leyes y decretos relativos a asalariados y en especial a indios, decretos que no se cumplen o no se han cumplido sino en lo que han sido contrarios a los intereses del indio o del asalariado; la lista es larga y me excusaréis de no darla; desde los decretos de 1828, que criaron la contribución personal de indígenas, y desde aquel otro de 1832 que mandó subastar la dicha contribución, hasta el que reglamenta la manera de efectuar las cuentas de gañanes, haciendo intervenir en ellas al teniente parroquial. En total, cargas efectivas y garantías que quedan sobre el papel.

Pero lleguemos a nuestra legislación obrera propiamente tal; ésta se halla contenida en el código de policía... ¡Pobre legislación que se ha convertido en asunto de policía y que, en lugar de figurar en el Código Civil, en donde estaba su sitio, ella que reglamenta un contrato y que reglamenta obligaciones, ha ido a encallar en una ley que apesta a infracción, a imposiciones y que encierra en sí la coacción violenta! Pues bien, ahí hallamos la reglamentación del contrato de trabajo, en el capítulo V, párrafo I, II y III.

Se trata en esas disposiciones legales de la forma del contrato de trabajo, de sus efectos y sanciones. El contrato debe ser escrito en ciertos casos, pero puede ser verbal en otros; la forma escrita no es sin embargo necesaria sino cuando el plazo del contrato excede de tres meses, y entonces, y sólo entonces, puede el asalariado demandar el apoyo de la policía.

Distingue la ley entre jornaleros y artesanos. Parece que, en concepto de ella, los jornaleros son los obreros sin profesión determinada, en tanto que los segundos son los que tienen un oficio único. En todo caso,   —582→   no coincide la división legal con las definiciones de la lengua; pues jornalero es el obrero que gana a tanto el día, y un artesano puede ser bien un jornalero.

Con la palabra jornalero, en mi concepto, los autores del código quisieron indicar el obrero del campo a aquel que trabaja en construcciones, que sólo a éstos se ha particularizado vulgarmente el vocablo en el Ecuador.

El código de policía fija en diez y ocho años la mayor edad para celebrar el contrato de arrendamiento de servicios personales, es decir que rebaja tres de la edad indispensable para entrar al pleno ejercicio de la capacidad legal. ¿Por qué esta diferencia? ¿Por qué razón el individuo apto para obligarse durante dos años de su vida necesita menos condiciones de reflexión en concepto del legislador que aquel otro que arrienda un predio de valor de cien sucres?

Se ha dicho que el obrero principia a ganar desde temprana edad y que por eso, para que pudiese adquirir por sí y administrar por sí, legítimamente, el producto de su trabajo, ha sido menester anticiparle la capacidad legal de la contratación. Esto, sin embargo, no es exacto, pues ya el código civil evitó el inconveniente con una disposición general, la contenida en el artículo 240, según la cual el hijo de familia se mira emancipado para la administración y goce de su peculio profesional o industrial. Como quiera que sea, ese mínimum legal no resulta a la postre un mínimum para la posibilidad efectiva de obligar al menor; acepta, en efecto, la ley que los menores adultos puedan comprometer sus servicios personales, a condición de que intervenga en el contrato el representante legal; es decir que el verdadero mínimum de edad para que una persona quede ligada por un contrato de trabajo, resulta así ser el de catorce años para los varones y el de doce para las mujeres.

El artículo 97 fija el número de horas de trabajo en ocho, el 98 un mínimo de jornal, el 105 consagra el retiro por vejez, que en cuanto al de invalidez el código civil lo había ya previsto en su artículo 1984.

  —583→  

Esto por lo que atañe a los jornaleros; en punto a artesanos, el código declara que la policía está obligada a proteger y fomentar el libre ejercicio del trabajo.

Ésta es, en pocas palabras, nuestra ley del trabajo; pero, después de saber que la tenemos, cabe averiguar si verdaderamente la poseemos. Y la duda es natural desde que, al menos a mí me parece, por lo que he visto, esa dichosa ley no se aplica.

Jornada máxima, edad mínima, jornal mínimo, retiro por vejez o invalidez, inspección... todo está previsto y todo está determinado; esos grandes problemas que agitan y siguen agitando a los pensadores europeos, esas grandes cuestiones, las resolvimos ya aquí merced a la rúbrica de un dictador y a la firma de un ministro. Si en Alemania, si en Suiza, si en Inglaterra, si en Francia, si en los Estados Unidos todavía se discuten y los pensadores y los estadistas de verdad tienen escrúpulos de tomar tal o cual camino, aquí ya no caben discusiones; ahí está la ley, ahí la norma, aunque la ley sea disparatada y la norma no sea norma porque no se siga.

Ocho horas de labor diarias para hombres, mujeres y niños; ésa es la jornada legal, la que no puede jamás excederse bajo pena de caer bajo las sanciones policíacas, y, sin embargo, vemos pernoctar los obreros, y cuando vamos por las calles los sábados por la noche, vemos filtrarse la luz bajo la puerta de todos los talleres y oímos el golpe del martillo del zapatero y la máquina del sastre y la policía no se queja, ¿por qué...? ¿Tal vez porque el obrero no se queja? ¿Tal vez porque a ésos ella les considera como artesanos? ¿Se dirá acaso que la autoridad no debe intervenir, supuesto que el obrero no reclama su intervención? Es decir, ¿que no debe intervenir porque si lo hiciese ofendería con ello a la libertad del ciudadano, ese derecho inviolable que es nuestro ídolo? En esta materia no caben medios: o se aplica la ley sin consideraciones individuales o se le deroga; las tintas medias, los caminos intermediarios, no tienen aplicación porque no conducen sino a la derogación tácita   —584→   de la ley, derogación hipócrita y ridícula. En efecto, si la autoridad no interviene para hacer respetar la jornada máxima, aun contra la voluntad del obrero, ocurrirá que éste no reclamará jamás la intervención de la autoridad para hacer valer sus derechos y que la ley quedará escrita, como efectivamente ocurre ahora. El patrón dirá al obrero: tú trabajas diez horas diarias, ¡eh!, y cuidado con quejarte porque te echo de mi taller. El obrero, por no perder su trabajo, se conformará y la ley quedará burlada. Si pide la protección de la policía el trabajador, tal vez se le dará razón, pero en todo caso se le despedirá del taller, y como nuestras ciudades son pequeñas y todo el mundo se conoce, ese obrero se volverá antipático para todos los patrones, los que sin la presión de los sindicatos, que no existen, no querrán darle trabajo ni admitirle en sus talleres; al patrón le es, en efecto, antipática la intervención de la autoridad pública en sus asuntos, y por eso no quiere a los que le obligan a tratar con ella.

La jornada máxima de ocho horas obedece a una necesidad higiénica, a la de proteger con un descanso razonable la salud del obrero; nuestros obreros en su mayor parte, en su casi totalidad, son analfabetos e ignorantes, incapaces por tanto de darse cuenta del alcance de la prescripción; seguirán trabajando inconscientemente hasta que la enfermedad les invalide, es decir, hasta cuando se hallen bajo el mal que la ley quiso prevenir; no se concibe, por consiguiente, que la aplicación del precepto dependa del arbitrio de aquel mismo cuya inconsciencia e irreflexión se trata de suplir.

Tal cual hoy está la ley, es insuficiente; hay trabajos que son más penosos que otros, labores que destruyen el organismo humano más típicamente que otras, obras que un individuo no puede realizar sino con descansos mayores o con reposos más frecuentes; sin embargo, la autoridad policíaca no tiene derecho para obligar a un patrón a fijar, para trabajos de ese género, una jornada menor, porque el código autoriza a ese patrón el asesinato legal de sus obreros, al permitirle exigir para   —585→   todo género de labores un esfuerzo de ocho horas al día.

Por otra parte, si ocho horas es la jornada proporcionada a la energía de un hombre adulto, no lo es tratándose de una mujer o de un niño. En países en donde se piensa más que en el nuestro y donde se dan leyes que tengan por objeto su aplicación y no el decir que se tienen leyes avanzadísimas sobre tal o cual materia, sin abrigar por eso el ánimo de observarlas, se ha establecido una escala racional en la jornada máxima; así, por ejemplo, la ley francesa de 30 de marzo de 1900 reduce la jornada por etapas sucesivas para el menor. Ocho horas de trabajo para un niño de catorce años es excesivo e inhumano; pero, en todo caso, podemos nosotros hablar, aunque sea sin entrar en detalles, de que tenemos una ley de jornada máxima.

Edad mínima nada más natural; he aquí una de esas leyes de egoísmo humano de raza que se imponen. Teóricamente no pueden celebrar, lo hemos visto, contratos de trabajo sino los menores adultos; pero de hecho, ya sabemos que este precepto legal se cumple aún menos que el anterior; en los campos, sobre todo, chiquillos de ocho o diez años hacen la labor de un grande.

Pero supongamos que la ley se cumpla, ya sabemos que no cría una protección suficiente a causa de que ocho horas diarias de trabajo serán excesivas para un muchachito de catorce años o para una niña de doce. Notemos que también aquí debió la ley hacer ciertas salvedades a causa de la naturaleza eminentemente nociva o fatigante de algunos trabajos, en los cuales no deben ocuparse a menores; era además necesario que se estableciese la prohibición, para los mismos, del trabajo nocturno, de desarrollar esfuerzos musculares excesivos, etc., etc.

En Alemania la edad de admisión de los menores en las fábricas está fijada en trece años; hasta los catorce los jóvenes obreros no pueden trabajar sino treinta y   —586→   seis horas por semana, es decir, seis horas diarias; de los catorce a los diez y seis pueden ya trabajar diez horas; después de esa edad el hombre es libre de hacer la jornada que le plazca; pero la mujer sólo puede trabajar once horas y esto durante el día.

En Inglaterra la edad de admisión es la de once años en los talleres; pero en las fábricas sólo pueden ingresar muchachos de doce; los chiquillos de doce a catorce años sólo pueden trabajar durante seis horas y el sábado cinco.

En Suiza los niños de doce a diez y seis años no pueden estar sometidos a labores que desarrollen ciertas energías, ni pueden trabajar sino con interrupciones de descanso, y esto sólo de ocho de la mañana a las seis de la noche, lo que permite fijar en un total de seis horas a seis horas y media su jornada. Según las mismas leyes suizas la mujer no puede, en ningún caso, ser ocupada en trabajos durante la noche, no debe hacer ciertas obras y disponer de espacios de tiempo libres a medio día y a las tres de la tarde; cuatro semanas antes del parto y cuatro después no está obligada a ir a la fábrica, no obstante lo cual conserva su puesto, del que no puede ser despedida.

De lo expuesto se deduce, pues, que tal como se halla redactada nuestra ley, es deficiente: 1.º porque la jornada ideal de ocho horas no se cumple y es difícil que se cumpla, ya que nuestro obrero, aislado como se halla, no podrá nunca hacerla efectiva imponiéndose el patrón para exigir su observancia; 2.º porque señalando la jornada de ocho horas para hombres, mujeres y niños consagra un atentado contra la salud de las mujeres y de los niños; y 3.º porque no prohibiendo ciertos género de trabajo para las mujeres y para los niños, permite el suicidio de la raza y la degeneración de la especie.

Otro de los preceptos aceptados por la ley es el de retiro por vejez o invalidez. Recordemos, al efecto, que la ley de retiros obreros, sostenida por los gobiernos de los   —587→   señores Clemenceau y Briand, radical socialista el uno y socialista independiente el otro, con ministros como Viviani y Millerand, fue objeto de detenidos estudios durante años y años. De acuerdo en principio las Cámaras francesas en conceder y asegurar el retiro, era menester estudiar la mejor manera de conseguirlo sin atentar contra derechos extraños. Algunos de los cantones suizos discutieron durante años y años sus leyes relativas a los accidentes y hoy mismo la legislación federal al respecto es objeto de estudios continuos y de repetidas reformas. En cambio, nuestro código de policía resolvió problema tan difícil y complicado en dos palabras y dictó una ley de retiro como el Código Civil había creado la de accidentes pero, ¿cómo la creó? Ésa es ya otra cuestión; de creer a nuestros catálogos de legislación, la nuestra sería una de las más completas y avanzadas del mundo; mas, lo que ocurre es que no nos empeñamos en que las leyes satisfagan a lo que deben ser, sino que nos contentamos con los títulos de ellas para poder decir: tenemos una ley sobre tal cosa y Francia no la tiene todavía, luego estamos más adelantados que Francia. Es lo mismo que si un país que se avergonzase de no tener Constitución, dijese: me doy una, y fuese ella una hoja en blanco que contuviese estas solas palabras: «Constitución política del Estado tal». Nosotros tenemos una ley sobre el trabajo; pero nos quedamos con el orgullo de tenerla, lo cual, a decir verdad, es poco para ley y menos aún para producir orgullo.

Las disposiciones legales relativas al retiro obrero se resumen en un artículo del código de policía, el 105, que dice: «se fija la edad de sesenta años para los efectos del inciso cuarto del artículo 1984 del Código Civil». Veamos los que dice el Código Civil en la parte citada: «Si el criado o trabajador asalariado quedaren imposibilitados para el trabajo, por el largo servicio que hubiesen prestado o en razón del mismo trabajo, el amo no podrá despedirlos y les conservará dándoles los recursos necesarios para la subsistencia».

Nada diré respecto de la edad, aun cuando podía todavía discutirla, porque el artículo me parece desgraciado   —588→   en toda forma y perjudicial tanto para el patrón cuanto para el obrero. Para éste, pues el patrón, que ve caerle una enorme carga con el jubilado, se empeñará en hacer terminar el contrato de salario antes de que el asalariado llegue al límite de edad. Si esto ocurre, indudablemente el obrero no tiene derecho a la jubilación porque no recibía al cumplir los sesenta años salario del amo, a quien no obstante sirvió durante largo tiempo de su vida, condición aquella indispensable para gozar del beneficio legal, supuesto que el código dice: «no podrá despedirlo», y sólo se despide o no a quien está en ese mismo momento en el servicio. ¿Se ha de entender, quizá, aun cuando se fuerce no poco la letra de la ley, que sólo basta la condición de largos años de servicio? Si se acepta esta interpretación resulta que el obrero podrá reclamar una pensión a quien sirvió treinta o cuarenta años antes, lo que, a mi modo de ver no entra ni puede entrar en el espíritu de una legislación justa; porque sería hacer caer sobre el patrón cargas pesadísimas como consecuencias de beneficios lejanos, tan lejanos como que pueden ya estar olvidados. Y si se interpreta así la ley, el obrero que ha trabajado largo tiempo con dos patrones distintos, ¿a cuál de los dos deberá recurrir en demanda de la pensión? ¿Al primero? ¿Al segundo? ¿Por partes alícuotas? ¿A aquel que sirvió más tiempo? ¿Al último a quien sirvió? No lo sabemos y lo más probable es que ninguno quiera dársela.

Y ¿qué debe entenderse por largo tiempo? Tampoco esa expresión esta definida, y si el obrero puede considerar como largo tiempo el plazo de dos años, porque tiene derecho para ello, el patrón puede considerar corto el de diez, porque también tiene derecho; para saberlo habrá, en cada caso particular, que recurrir a la autoridad competente... Pero, ¿esa autoridad no será acaso la de policía?

¿En qué consiste la jubilación? En los recursos necesarios para su subsistencia, dice la ley. Y aquí hallamos otra indeterminación: no son los alimentos necesarios, porque la ley hubiese empleado la palabra alimentos,   —589→   de significación legal bien definida; pero entonces, ¿qué son esos recursos? ¿El alimento, el vestido, la vivienda? No nos lo dice el código.

Pasemos a los accidentes del trabajo. Si el jornalero quedare imposibilitado para el trabajo, por el largo servicio prestado o por causa del mismo trabajo, el amo no podrá despedirlo y lo conservará dándole los recursos necesarios para la subsistencia; ésta es la disposición aplicable en el caso de accidentes que produzcan una incapacidad permanente, y acabamos de ver los defectos e inconvenientes que encierra una disposición tan poco precisa. Tratándose de accidentes de consecuencias transitorias no nos falta tampoco regla legal para saber lo que hay que hacer; si el jornalero adquiriese enfermedad en el servicio, sin su culpa o por causa del mismo trabajo, el amo estará obligado a asistirle y prestarle los auxilios necesarios para la curación. Esto es, la curación para que vuelva cuanto antes al trabajo, nada más ¿Los salarios, los alimentos para él y la familia caben en la palabra auxilios? De todas maneras el obrero no tiene derecho a ninguna otra indemnización porque la ley no nos lo dice; lo que sí nos dice la ley es que el amo lo tiene para dar por terminado el contrato cuando el obrero se imposibilitare por su culpa, culpa que puede bien ser la culpa levísima tal cual la define el Código Civil, es decir casi una imprudencia, y, en todo caso, una imprudencia achacable a irreflexión.

Y si el accidente es mortal ¿en qué situación quedan los hijos, la mujer, la familia toda del obrero? No le importa a la ley saberlo; ella ignora a la familia, a la mujer y a los hijos; ellos pueden morirse de hambre y el patrón negarse a todo socorro, que a condición de que cuide él de la víctima hasta el momento del último suspiro habrá ya llenado sus deberes; después de satisfecho ese deber, que se puede cumplir de lejos y a poca costa en un hospital, su responsabilidad ha quedado cancelada. Es por esto que los patrones prefieren economizar unas cuantas monedas no haciendo obras de seguridad,   —590→   que economizar los dolores de un accidente; es por esto que legos en la materia construyen zanjas verticales para que trabajen dentro obreros, que en el momento menos pensado quedan sepultados bajo los derrumbos; si hubiese en este país una verdadera protección legal del obrero a fe que el particular tomaría precauciones para evitar las catástrofes de ese género, porque redundarían en grave daño de su bolsillo; pero aquí la vida humana vale tan poco que, a la verdad, no importa economizar la de un cholo o de un indio, que morirá aplastado en una zanja hoy día o mañana en los campos de batalla, víctima de las ambiciones de los caudillos.

¿Se dirá acaso que el obrero, él mismo, es el más apto para prever y para evitar el accidente, y que sería un abuso de reglamentación el hacer intervenir al Estado en esta vigilancia?

No cabe duda, lo repetimos de nuevo, que hay que distinguir, hasta donde sea posible, entre aquellos casos en que debe respetarse absolutamente la libertad individual, como mejor juez en lo concerniente a los propios intereses, y aquellos otros en que conviene, en bien del mismo individuo, la intervención del poder público como tutor y velador de sus asuntos particulares.

Supongamos, por vía de ejemplo, que haya en un taller, en una instalación cualquiera, un volante al cual no se pueda uno acercar sin peligro de la vida, supongamos que se abra un cimiento vertical sin ninguna previsión de arte para evitar un desmoronamiento, en un terreno de formación artificial y sujeto, además, a las trepidaciones del tránsito por los alrededores; supongamos un andamio colocado a veinte metros de altura y consistente en un simple travesaño; he ahí peligros palpables para el obrero que trabaja en la fábrica, que penetra en la zanja o que sube al andamio, y he aquí peligros que incuestionablemente deben evitarse, porque atentan contra vidas humanas respetables y que deben respetarse.

  —591→  

No cabe duda de que esos peligros pueden evitarse: con rodear el volante de una barandilla; con trabajar la zanja en planos oblicuos a condición de ajustar luego con un relleno el muro cimental o con formar un sistema de cuñas transversales y de apoyos horizontales; con aumentar un tablón más al andamio, la catástrofe no hubiera ocurrido; pero ¿quién es el llamado a hacer esa obra sencilla? No cabe duda que cada individuo que trabaja en el taller, en la fábrica, en la zanja o en el edificio está obligado a cuidarse a sí mismo; puede pensarse que aunque sólo sea por sentido común nadie ha de acercarse al volante o penetrar o subir donde hay peligro sin tomar las debidas precauciones, también podrá alegarse, como lo hemos oído algunas veces, que extremar las cautelas para evitar percances es fomentar la negligencia del obrero. Pero esas reflexiones están, se ha hecho ya notar, en desacuerdo con la realidad. En buena hora que los teóricos discutan acerca de lo que ha de hacerse; pero si los hechos nos muestran que por falta de barandillas al rededor del volante, de puntales y cuñas en la zanja o de un travesaño más en el andamio, ocurren accidentes, y desgracias irreparables, habrá que rendirse ante la evidencia.

Si el obrero no se preocupa, ¿será acaso el dueño de la fábrica o de la obra quien deba hacerlo? Así debía ser, porque así lo disponen la humanidad y el propio interés del patrón; pero también viene aquí la experiencia a manifestar lo contrario; al patrón no se le ocurre o bien si se le ocurre no quiere gastar. Y esto no se crea que acaece sólo aquí, en Europa, nos dice Riley, antes de que comenzaran a dictarse leyes sobre el particular, apenas había uno que otro dueño de fábrica que hubiese establecido defensas alrededor de los órganos peligrosos de las máquinas.

Sentado que corresponde a los patrones la obligación de tomar medidas para evitar el mal, ¿quién será el llamado a recordarles este deber cuando no lo cumplan? En Europa podrán tal vez ser los obreros, que sindicalizados y unidos al par que reflexivos y no del todo ignorantes,   —592→   se dan ya cuenta del peligro, no tienen la estupidez de arrostrarlo y poseen fuerzas para imponer el remedio; pero aquí no ocurre lo propio; sea por ignorancia, por fatalismo o por simple indiferencia, sea por obediencia y un falso respeto al amo, sea por lo que fuere, nuestro peón, nuestro obrero, nuestro indio, no reclamará nunca y quizá ni se dará cabal cuenta del peligro, y si se da, su estado de servitud le llevará a forzar el instinto a fin de obedecer. No queda, pues, sino el Estado que pueda solucionar el conflicto. ¿De qué modo? Por una legislación que atemorice al dueño de la fábrica, del taller o de la obra con las consecuencias que su negligencia pudiera ocasionarle si por un acaso ocurriese un accidente desgraciado; por medio de jueces y de jurados que impongan onerosas multas y graves penas al patrón a que nos referimos; y por medio del Poder Ejecutivo o de las Municipalidades que nombrarán inspectores que hagan visitas a las fábricas y construcciones y que perseguirán a los que contravengan a la ley del trabajo en lo que atañe a la seguridad del obrero.

Hemos visto que nuestra ley crea la inspección del trabajo, ignoro si se cumple o no el precepto legal; en todo caso, él no me satisface poco ni mucho, causa de la autoridad encargada de inspeccionar: la autoridad de policía. Es preciso hablar claro, esa autoridad aquí, en este país, es la menos apropiada para defender al obrero, porque es la enemiga nata del obrero; es ella la que le arrastra por fuerza y sin remuneración de ningún género para hacer los oficios viles con los que ella cree envilecerse; es ella la que le roba los caballos en épocas turbulentas; es ella la que saliendo de su papel, hace de agente electoral; la que en lugar de respetar ataca, como personero de los gobiernos, los derechos políticos más sagrados de los ciudadanos. ¿Cómo queréis que dé confianza al pueblo que cree ver en cada polizonte un enemigo? Si en Europa, donde la autoridad policial es distinta, donde el gendarme por el hecho de serlo, no se cree reñido con muchas cosas, inclusive con la buena   —593→   educación, ha sido necesario evitar que la autoridad policíaca, a causa de los abusos que puede cometer y de la inquina con que le mira el obrero, no sea la encargada de las inspecciones de que aquí tratamos, con mayor razón no será apta aquí.

Es menester decir, por ejemplo, que las atribuciones del inspector del trabajo, por su naturaleza, tienen que sobrepasar las de una autoridad de policía de tal modo que sería imposible confundir las dos atribuciones en una sola persona. Así los registros domiciliarios por la noche, que deben estar absolutamente prohibidos a los oficiales de la policía judicial y a los agentes de la fuerza pública, deben serlo a los inspectores del trabajo. Me imagino los abusos que se originarían aquí si se aplicase la ley; a pretexto de visitar los talleres para saber si se trabaja de noche, los polizontes invadirían a cualquier hora el domicilio de los ciudadanos. ¡En qué arma política tan poderosa podía convertirse esa ley si fuese observada y si tuviésemos nosotros necesidad de leyes para explicar los abusos de la autoridad!

Además, el inspector policíaco, imbuido como toda autoridad de policía, de su autoridad, iría a mandar, a ordenar y a imponerse, iría con sus malos modos característicos, con su clásica falta de educación, iría, digo, a hacer sentir todo el peso de su despotismo, en tanto que la misión del inspector debe ser, como dice Gide, más bien inspirada en un espíritu de benévola firmeza que ilustre y que aconseje, mejor que castigue. Por eso creo que mejor que ningún otro cumpliría con esta misión un agente municipal, ilustrado y probo, capaz de comprender que la fuerza en una República, que se llama democrática y libre, no puede venir sino después de la persuasión y sólo cuando ésta ha fracasado.

Prohíbese la estipulación de un jornal menor de veinte centavos en el interior de la República, y de ochenta en la costa, dispone el art. 98. Nada diré del límite fijado por la ley; es un detalle que no interesa aquí, aunque me parece que sería de averiguar si coincide con la   —594→   condición esencial de un buen salario, señalada por Stanley Jevons, es decir, con aquel precepto de equidad que quiere que la proporcionalidad del salario sea acorde con el grado de intervención del obrero en la producción de lo que es fruto de su trabajo; lo que sí haré notar es que la ley fija un mínimum en dinero. ¿Este mínimo habrá de pagarse en metálico o en equivalentes? No nos lo expresa fijamente el código y de aquí que el abominable sistema conocido con el nombre de truck-system sea el adoptado en el país; los famosos socorros de indios, los no menos célebres suplidos, a los que se destinan los géneros invendibles, nos lo prueban; cuántas veces no hemos visto que el patrón, que no quiere perder el valor del toro que se le murió con fiebre aftosa, o que halla que puede hacer un negocio redondo con la mortecina de la res que se pudrió en el fondo de un despeñadero, reparte esa carne enferma o dañada entre sus peones, descontándoles en salarios un precio que es el del efecto de primera calidad... ¡Y la autoridad lo consiente, porque se trata del interés de los patrones!

Hemos visto la injusta situación en que coloca el Código Civil al asalariado que abandona su servicio; tiene que volver a él, indemnizar además al amo por los perjuicios que resultaren del abandono, mientras que al patrón que echare inopinadamente de su servicio al asalariado sólo le corresponde el pago de la indemnización del salario de un mes. El código de policía ha ido más lejos: el artículo 108 permite al patrón reducir a prisión perpetua al jornalero que le faltare o abonare, que eso, la prisión perpetua y no otra cosa, significa la disposición que permite que sea decretada aun por un juez parroquial, agregando que el jornalero no puede ser excarcelado mientras no rinda fianza a satisfacción del patrón o del juez. La ley pudo ser más franca y decir únicamente del patrón, puesto que no ignoramos que el juez parroquial, sobre todo en los campos, es generalmente un buen vecino, ignorantón y servil, que hará siempre todo cuanto el patrón le indique y nada más y que no tendrá más opiniones que las de éste. ¿Y qué fianza podrá rendir   —595→   el pobre indio, sin amigos, sin protectores y sin dinero? El autor de ese malhadado artículo ha debido ignorar completamente nuestras costumbres y nuestras instituciones o, tal vez, quiso, por el buen parecer, crear una garantía aparente para el obrero a fin de amortiguar la crudeza real de la disposición.

El antiguo esclavo, para quien su servidumbre era insoportable, tenía sitios de asilo inviolable donde refugiarse y escapar a las iras del señor; aun en las épocas en que la humanidad ha hecho gala de mayor crueldad, esos lugares de refugio han existido; ahí están el templo de Juno y el altar de Saturno de la Roma de los Césares; para nuestro indio no hay nada; por más pesada que se le haga la carga al gañán, no tiene él dónde escapar, no halla asilo en ningún sitio, de todas partes tiene que huir como un bandido, porque el patrón puede perseguirle donde quiera para hacerle volver a someterse al yugo o para encarcelarle... el código de policía lo dispone así, y quien lo dude que consulte los artículos 109 y 110, que no pueden recibir otra interpretación.

No hablaré aquí de la higiene de los talleres y de las fábricas; nuestra ley no la asegura; pero, ¡tenemos tan pocas fábricas! Me he extendido ya demasiado para ocuparme también de este punto. La falta de higiene de nuestros trapiches es clásica y si hoy, en otros países, se trata de garantizar al obrero impresor contra las emanaciones y el polvillo de plomo, aquí... tenemos abierta para el obrero la única vía cuando se ha envenenado en la imprenta o se ha aniquilado en el trapiche, y esa vía es muy ancha aunque muy deshonrosa, no para el que acude a ella, cuanto para la sociedad que la impone: es la de la mendicidad y el pordioseo.

* * *

  —596→  

Toda ley obrera verdaderamente tal, tiene que repercutir tanto sobre la industria, cuanto sobre el obrero. De una parte influye en el tipo de costo de fabricación, y, de otra, aumenta o disminuye los ingresos del trabajador; es decir, que influye ya en la producción, ya en el presupuesto doméstico del jornalero. La resolución adecuada sería aquella que la tendiese a beneficiar la producción general sin producir crisis en el presupuesta del obrero; pero esto es cabalmente lo difícil; en Alemania la fijación de diez horas de jornada máxima causó la rebaja del salario; en Suiza la ley del salario mínimo, introdujo el sistema de tareas y el Sweating-system, que aumenta la labor al obrero.

El problema no es, pues, fácil ni sencillo, y los que basados en nuestras jactancias relativamente a nuestras leyes puedan pensar que existe aquí protección legal del trabajo, se equivocan. Esas leyes nos sirven para la exportación, para de acuerdo con nuestros vicios nacionales, la mentira y la hipocresía, decir que tenemos leyes avanzadísimas acerca de la materia; pero nos recatamos bien de decir que no se aplican; y tal vez ésa sea su única ventaja, pues al querer aplicarlas tales cuales son y entendidas tales cuales las entenderían las autoridades encargadas de aplicarlas, serían fuentes de injusticia y de clamorosos abusos.

Vuelvo a repetir, el problema social existe, lo tenemos en casa, dentro de casa; a vosotros los patrones os toca impedir la crisis aguda, a vosotros evitar la batalla: educad al obrero, eso primero, y luego mostradle sus derechos y sus deberes. Predicadle moralidad; pero vosotros, los patrones, vosotros, seguid también la norma de la moralidad y de la justicia. Acordaos de que el obrero humanamente no es un inferior vuestro y que el indio, el pobre indio, es un hombre; yo no quiero más que le tratemos como a hombre, que le consideremos como a hombre, que le levantemos a la categoría de ser humano; si así lo hacemos, si así lo comprendemos, el problema social aquí no me atemoriza.

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Somos un anacronismo y continuaremos siéndolo mientras no nos movamos y no reaccionemos contra el marasmo tropical que nos aniquila; aprovechemos de ese marasmo a fin de inyectar vigor en nuestras venas para el momento en que despertemos ser fuertes; no hagamos la mala obra de suprimir el alimento a la fiera para que despierte cruel porque despertará hambreada. Eduquemos al pueblo y démosle lo suyo, buenamente, generosamente, humanamente, y tengamos en cuenta que esto que le vamos a conceder será siempre de él el día de mañana, que le pertenecerá, pero cuando nos lo haya arrancado a puñadas y zarpazos.

Hoy podemos todavía ser nosotros los buenos; mañana dejaremos de serlo, para convertirnos en ladrones, para merecer el odio reconcentrado de las clases trabajadoras, odio al cual, si no reformamos, tendremos derecho pleno y justificado.

No olvidemos, como ya, con sobra de razón, se ha hecho notar, que el hombre civilizado es el salvaje de ayer, y que los individuos que en tiempos pasados oprimieron y se rebelaron por ser los más fuertes, que lucharon hasta la muerte por motivos baladíes y que bebieron la sangre del enemigo y se disputaron los trozos de sus cuerpos como trofeos de victoria, son idénticos en lo esencial a los que ahora hallamos en la calle, y no olvidemos que la opresión y la expoliación pueden despertar a la fiera que beberá entonces nuestra sangre y se disputará nuestros despojos.

Nuestra responsabilidad es así grande para lo futuro; ese mal engendrado por el odio puede ser curado por el amor; entonces por qué no hacerlo, tanto más que el amor es noble y es bueno y es dulce y, todavía, es fácil; nos bastaría, en efecto, para ello, lo repito, considerar a nuestro obrero, no como a un esclavo y ente explotable, no siquiera como a un hermano, bastaría que le tratásemos como a un hombre.





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ArribaAbajoBelisario Quevedo

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ArribaAbajoNota de la Secretaría General

Extraña aparece, en un medio como el nuestro, la figura de este hombre reposado, estudioso y meditativo, que falleció al llegar a los umbrales de la edad madura, dejando una huella imborrable de su paso.

Su fiel amigo, heredero y editor de sus escritos póstumos, el distinguido y erudito escritor don Roberto Páez, nos dice, en el epílogo puesto al volumen en que los recogió: «Belisario Quevedo, que nació en Latacunga el 6 de noviembre de 1883 y murió en esa misma ciudad el 11 de noviembre de 1921, fue un hombre que penetró como pocos en la realidad ecuatoriana; un escritor que no se alucinó con falsas grandezas y que gustó de decir a sus compatriotas lo que él creía conveniente para la generalidad.

»La característica esencial de su pensamiento fue la franqueza. Ninguno de los que tuvieron el gusto de tratar con él podrá olvidar que nunca se negó a decir con claridad lo que juzgaba acerca de los hombres   —602→   y de los negocios públicos. No conoció lo que se llama disimulo o reserva mental. Franca, abierta, clara, robusta, tal fue siempre su manera de pensar. Él no supo de la habilidad de los que evitan expresar lo que piensan, en un caso dado, o porque juzgan que no es oportuno o porque temen decir algo que pudiera disgustar a muchas gentes».

En los rasgos biográficos que el señor doctor don Miguel Ángel Varea, pariente cercano de Quevedo, publicó a raíz de su muerte, se encuentran las siguientes frases: «Cuando en medio de un abrumador apocamiento de todo el mundo, lanzó ese apóstrofe contra las conculcaciones y fraudes de nuestra provincia, la de Cotopaxi en memorable discurso, quisieron convencerle de que no era apropiada la ocasión y contestó: 'La verdad quema y marca como el cauterio, y como él deja una huella duradera; la verdad nunca busca ocasiones'».

En otra parte, el señor Páez añade: «Quevedo, como ningún otro, se preocupó siempre con las cosas de la patria. Recuerdo haberle oído varias veces decirme que lo que no tenía aplicación para el Ecuador lo estimaba como cosa de segundo orden, como conocimiento de lujo que debía venir después de los otros de los que nos hacían falta para mejorar el país.

»La figura moral de Belisario Quevedo, nuestro Joaquín Costa, como político absolutamente honrado, como hombre cuya conducta intachable se puso de manifiesto siempre en los diversos cargos públicos en los que tuvo ocasión de actuar, no ha hecho sino crecer con el transcurso del tiempo».

Del volumen en que el señor licenciado Páez dio a luz los escritos inéditos de su amigo, tomamos -con la debida autorización suya- las reflexiones y estudios que damos a continuación, a propósito de los cuales Páez expresa el siguiente acertado juicio: «En las reflexiones que van a leerse manifiéstase pensador   —603→   hondo, imparcial, sereno; ansioso de no engañarse con fingidas grandezas nacionales, sino ante todo y sobre todo de encontrar la verdad y descubrir el remedio que cure los males nacionales. Hay un fondo de pesimismo en muchas de esas reflexiones, pero es un pesimismo saludable, que nos invita a entrar dentro de nosotros mismos, para conocernos mejor y corregirnos. El total desencanto producido en su alma por el actuar de muchos políticos que, usurpando el nombre liberal, hicieron labor y lucro personal miserable y ruin, le lleva a exagerar por reacción, a veces, la grandeza de un hombre de estado como García Moreno, para el cual los fondos públicos fueron siempre sagrados, y cuyas manos no buscaron jamás con avidez el dinero, ese excremento del demonio, que dijo Papini, que ensucia tan a menudo las manos y la conciencia de los políticos».

Otros datos pertinentes a nuestro autor nos los comunica Barrera en su siempre útil Historia de la Literatura Ecuatoriana. «Muy mozo participó en la lucha política, concurriendo a Congresos, interpelando a los hombres públicos, imponiendo con su conducta severa a cuantos lo rodeaban. No era un ambicioso de poder, sino un ciudadano desprendido que atacaba los vicios sociales y dejaba que la conducción política se llevara a cabo por los que aspiraban a la figuración y al mando».

«Murió joven -añade Barrera, que también conoció y trató a Quevedo-. Dejó la poca fortuna que tenía para beneficio de la Sociedad Jurídico-Literaria, a la que perteneció al llegar a la capital de la República desde su ciudad provinciana, y para los obreros de la provincia de Pichincha. Dejó también una cantidad de apuntamientos, de datos, de esbozos de trabajo, que han sido recogidos piadosamente por un amigo fiel de Quevedo, el licenciado Roberto Páez, quien los recogió en volumen, junto a los estudios varios entregados a la Revista de la Sociedad antes nombrada».

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Nos queda por añadir que su filantropía ha sido fructuosa, como acaece con toda acción verdaderamente desinteresada; un modesto barrio que comenzó a formarse a base de sus donativos, lleva su nombre: Belisario Quevedo, y es ahora uno de los sectores más populosos de la capital.



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ArribaAbajo Notas sobre el carácter del Pueblo Ecuatoriano

Junto con el autoritarismo político y el fanatismo religioso, hemos recibido con la sangre española el dogmatismo pedagógico.

Aun la lengua impone cierta forma de educación: «hay mucha retórica en las lenguas del mediodía», como dice Fouillé, y de consiguiente mucha retórica en la educación de esos pueblos.

Los defectos tradicionales de la voluntad española, agravados por el trastorno del descubrimiento de América, que encendió las imaginaciones y debilitó las voluntades, no han hecho más que aumentar al contacto con la sangre india, acostumbrada a la esclavitud incásica confirmada durante el coloniaje. Ligereza, movilidad, horror a los grandes esfuerzos, sobre todo a los esfuerzos continuados y monótonos; propensión a una pereza   —606→   agitada que hace más ruido que trabajo; preferencia de un trabajo violento de poca duración a un trabajo reposado y duradero, tomado en dosis proporcionadas; abandono de los negocios para última hora, contando siempre con el azar y la suerte por no querer o no poder prever las contingencias más inevitables; tales son los rasgos más salientes de nuestro carácter. Por eso los colegios están atestados y los campos abandonados; por eso en los colegios la indolencia de todo el curso se justifica con el estudio indigesto de las vísperas de examen. Por eso vemos cómo fracasan las pequeñas empresas, que exigen apenas mediana preparación. Se pasa el tiempo en hablar mal del Gobierno y en no hacer nada. La labor de la oposición es puramente crítica demoledora; acción negativa; en vez de ser como debería, constructora y positiva.

La veneración inmaculada con que hemos mirado a Bolívar y a Sucre, poniendo su imagen por sobre las aspiraciones partidaristas; el arranque insólito en pro de la libertad americana, anticipándonos a todo otro pueblo; las ofertas generosas a Bolívar escarnecido por Colombia, odiado por Venezuela; los sacrificios hechos en favor de la independencia peruana; la aislada protesta contra la ocupación de Roma por Víctor Manuel; el ardimiento generoso con que se ha abrazado la causa de Cuba y los Boers; el delirante patriotismo evidenciado en el conflicto con el Perú, ya en el encuartelamiento general, ya en los rasgos espartanos de muchas madres, ya en la largueza de los donativos, ya en la suspensión prolongada de todo negocio, y particularmente en el franqueamiento del abismo que separaba al pueblo del Gobierno, abismo tinto en sangre, repleto de ignominia y peculados, esparcido de cadáveres envueltos en la despedazada bandera de todas las libertades públicas; son rasgos de generosidad que alientan la esperanza, desmedrada por los defectos de raza y de educación.

Los pueblos más atrasados, como el grupo de nuestros indios, muestran una constitución social grandemente esclava de las tradiciones, como que en ellos dominan   —607→   la actividad instintiva sobre la reflexiva, y la imitación sobre la invención. Sus características suelen ser: impulsos violentos y pasajeros, falta de previsión y de prudencia, derroche de fuerza y productos; imaginación mitológica, religión supersticiosa y moral puramente exterior.

La educación superficial que busca no el saber sino el bien parecer, demasiado general y vaga a la vez que uniforme y aplastante, no está en relación con las necesidades del país y despierta en los espíritus deseos de una posición social a la que no se puede llegar sino por la corrupción y el presupuesto. Estos defectos generales de la educación latina, son más visibles y más funestos en los países pobres y principiantes como el nuestro.

La aspiración enciclopédica, la falta de instinto para la división del trabajo intelectual y material; la creencia de que el talento es, puede y sirve para todo, se nota claramente en nuestros programas de enseñanza, que abrazan desde el alfa hasta el omega del saber; se descubre también en nuestros hombres, a la vez doctores, generales, estadistas, literatos y cuanto se puede ser; hállase igualmente en nuestros profesores que con igual suficiencia hablan de los astros como de las sales y de los géneros literarios. Como si se jugara ajedrez, a un hombre le ponemos en una cátedra, después en la dirección de un camino y luego en un puesto diplomático.

Se equivocaba groseramente, en uno de sus Mensajes al Congreso, el presidente Leónidas Plaza, cuando sostenía que el gran remedio para las dolencias nacionales está en el número de las escuelas que hay en el país, siendo así que no importa tanto su número como su calidad. Si la escuela no suministra al alma nacional lo que debe suministrar, es inútil hasta cierto punto. Ya Guillermo de Alemania ha dicho: «Es necesario educar a la juventud alemana de modo que responda a las necesidades presentes de la posición que la patria tiene en el continente y también para colocarla a la altura de   —608→   su deber en la lucha por la vida». Nosotros también debemos ser un pueblo conquistador, pero conquistador de lo que es nuestro Oriente. Debemos también de manera sistemática preparar a nuestras generaciones no sólo a la lucha por la vida nacional, sino también a la lucha por la vida individual dentro de la nación, porque viendo estamos cómo todos nuestros elementos de riqueza y producción nos arrebata el elemento extranjero, emprendedor, activo y económico. Los ecuatorianos debemos pensar y meditar no una sino mil veces en que bien pudiera suceder que la conquista económica que los elementos extranjeros ejercen dentro del Ecuador nos redujera a las mismas condiciones que al indio le redujo la conquista por las armas.

No hay hombre de mayor buena fe que el inglés en sus relaciones privadas y no hay nación más ajena a esa virtud en sus asuntos internacionales que la nación inglesa. No es, pues, extraño encontrar contradicción entre el carácter individual y el colectivo. El guayaquileño, generoso y expansivo como individuo, es reconcentrado y hasta egoísta como colectividad. Una junta de notables que formula una lista de candidatos para la Presidencia de la República, no incluye en ella sino nombres guayaquileños. La oposición a todo ferrocarril que no parta de Durán es casi un dogma de fe para todo guayaquileño, y esa oposición ha sido en todo tiempo tenaz y sistemática. Sus parques, a excepción de la estatua del Libertador, no nos muestran sino a hombres de Guayaquil, a algunos de los cuales había que erigir monumentos, pero después de haber saldado la deuda que tenemos con Colón, con Isabel la Católica y con otros. Mientras en el interior de la República se declama contra la desgraciada suerte del maestro de escuela, olvidado por el Gobierno, en Guayaquil se piden sueldos sólo para los profesores del Guayas. Sabido es, por lo demás, que el guayaquileño mira al serrano con cierto aire de superioridad, afable algunas veces aunque por lo general displicente.

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En política, la Sierra es romántica, la Costa positivista. La primera habla de tiranías, la segunda de peculados. García Moreno es servidor fervoroso del dios éxito y Olmedo inspira sus mejores cantos en Junín y Miñarica, altares del mismo dios; al paso que Carrión, Borrero, Espinosa, débiles por temperamento y por respeto a la ley, prefieren caer antes que violar la Constitución.

En cuanto a religión, cunde en la Costa la indiferencia, no nacida del raciocinio, sino de la falta de toda creencia, indiferencia de los hombres de negocios que si no cuidan de dar educación religiosa a sus hijos, alargan una peseta al cura para el culto de la parroquia. En cuanto a la Sierra podemos decir lo que de los españoles dijo Fouillé: no proviene su fanatismo como el del alemán o el del anglosajón de un impulso interior místico, de un pensamiento absorto en Dios, sino más bien de la devoción inflexible a los actos externos de la religión, al culto y prácticas religiosas; prácticas del culto externo tan desarrolladas en el interior del país, que una observación estadística me reveló que en Quito había 53 sacristanes y 14 tenedores de libros. El hombre del campo, futura base de la nacionalidad, o más bien sistema óseo de ella, aunque es más sincero y más moral, es menos religioso, menos fanático; tiene creencias nada aparatosas ni fiesteras. Por lo que hace al indio, su religión es puramente exterior.

Hay dos tipos del pueblo ecuatoriano, no hay que olvidar: el costeño que habita en clima ardiente y por cuyas venas corre mucha sangre negra, y el serrano del clima benigno que tiene cuatro quintos de sangre india, si acaso no es indio puro. El primero es alegre, vengativo, ocioso; el segundo melancólico, tranquilo, indolente. Terribles son las pasiones del que llamamos montuvio y del indio, pero aquél las desborda tumultuosamente y hiere, al paso que el último las guarda para ocasión propicia y pone a su servicio la astucia. El chagra, que ha resultado de la fusión de las otras clases y es el tipo ya adaptado al medio físico, tiene características muy   —610→   simpáticas: afable, hospitalario, lleno de pundonor, con hábitos de trabajo y disciplina, religioso, conservador, apegado al terruño, sobrio, tiene pasiones sencillas y monótonas; enemigo de las armas es el nervio vigoroso de la nacionalidad ecuatoriana, que poco tiene que esperar de la estupidez del indio y de la holgazanería del blanco, entregado a los libros y a la charla.

Hay una característica general en la vida del pueblo ecuatoriano, que es como el hilo que sostiene la sarta; esta característica general es la violencia acompañada de la mala fe en diferentes matices. El indio trata a palos al borrico, a su mujer y a sus hijos y roba al patrón siempre que puede; el patrón trata a palos al indio y también le roba no dándole el salario que merece. El comerciante roba a sus clientes de buena fe y acaba por quebrar con perjuicio de sus acreedores, quiebra que la justicia, alegándola, en parte, verdadera excusa de las trampas de los clientes a quienes se ha vendido a crédito, acepta de buen grado.

El influjo social del ejemplo de don Vicente León, que después de haber pasado una vida de privaciones intencionadamente, legó sus bienes cuantiosos al un tiempo célebre Colegio de Latacunga, merece que se lo tome muy en cuenta, pues es una muestra evidente de lo que pueden en un medio social dado la imitación y el buen ejemplo. En efecto, al mismo Colegio se han hecho por otras personas donativos de alguna consideración, tal el de un mil sucres dejado por el doctor Rafael Quevedo. Las señoras doña Ana y doña Mercedes Páez legaron su cuantiosa fortuna para la fundación del Hospital de Latacunga. Una casa de beneficencia que se abrirá con el tiempo ha de tener por capital la herencia dejada por la señora M. Tapia y los legados de más de ochenta mil sucres del señor don Pantaleón Estupiñán. Una señorita Jácome que poseía una pequeña propiedad la legó al Hospital y una parte de sus bienes los legó el doctor Cajiao para la Instrucción primaria. En Latacunga no he encontrado un sólo ejemplo de bienes dejados para   —611→   una basílica o un monasterio, o para una serie infinita de misas y responsos como ocurre en Quito; con razón los sacerdotes se quejan de la poca fe que hay en Latacunga, fe que según ellos se debe traducir en donativos estériles para el prójimo, pero muy fecundos para la divinidad.

Hemos tomado en nuestra reglamentación política por modelo a Francia, en sus virtudes y defectos, y ahora así como Francia sufre el malestar causado por la Universidad, también lo sufrimos nosotros, adaptados desde luego a nuestro medio social; la Universidad produce allá socialistas y aspirantes a la división de los capitales, aquí produce políticos y aspirantes al presupuesto. La Escuela Politécnica de París ha dado anarquistas para el patíbulo; la Sorbona, Jefes para el socialismo, y en sus aulas acepta cursos de colectivismo. Nuestras Universidades si no han sido revolucionarias, han sido serviles; universitarios fraguaron la muerte de García Moreno. Descalificados, no comprendidos, abogados sin pleitos, escritores sin lectores, farmacéuticos y médicos sin clientes, profesores mal retribuidos, titulados sin función, empleados incapaces, no sueñan sino en crear, por medios violentos, una sociedad en que serían los dueños. Así se expresa Gustavo Le Bon de Francia, lo cual es lo mismo que decir: abogados sin pleitos, médicos sin clientes, estudiantes fracasados, comerciantes quebrados, militares separados, periodistas sin subvención, políticos sin función, no sueñan sino en derrocar al gobierno para formar otro, cuyo presupuesto invadirían, cuyas tropelías aplaudirían, cuyos crímenes justificarían, después de haber transformado el gobierno a nombre de la honradez y de la libertad. Las Universidades ecuatorianas han suministrado alto porcentaje de esos elementos nocivos para la sociedad, dañosos para la patria, porque si acaso han sabido educar, no han sabido formar caracteres, formar hombres, única tarea de veras útil y provechosa.

Los ecuatorianos sentimos una innata necesidad de tutela gubernativa, generada por nuestra incapacidad para   —612→   gobernarnos. A este respecto estamos todavía en los tiempos heroicos de Grecia y Roma; estamos en los tiempos primitivos en los que, como dice Montesquieu, son los individuos los que forman al Estado y no el Estado el que forma a los individuos. Sentimos la necesidad de un caudillo, de un salvador, de un héroe como los que nos pinta Carlyle. Queremos siempre encontrar un hombre para darle junto con la suma de todos los poderes la suma de todas las libertades a las que renunciamos gustosos. El estado descrito nos recuerda las teorías filosóficas acerca de la Historia, forjadas por el gigantesco genio de Hegel. Cree este insigne autor que el progreso de la humanidad presenta tres aspectos: aquel en que sólo uno es libre, aquel en que muchos son libres y aquel en que todos son libres. El primer aspecto o tipo pertenece a las civilizaciones de Oriente, el segundo a Grecia y Roma, y el último es característico de la civilización contemporánea. En el Ecuador estamos todavía en la época en que un nombre resume toda la labor social; la historia ecuatoriana es la historia de Flores, de García Moreno y de Alfaro. Estos nombres significan épocas históricas, tanto como Hércules, Teseo o Rómulo; épocas históricas, en las cuales la masa social es o pesa como si fuera nada.

En la vida política del Ecuador podemos hacer una distinción bien marcada entre guerras civiles propiamente dichas, que han afectado hondamente al país en sí mismas y no sólo en sus consecuencias, tales como el cambio entre buenos y malos gobernantes o viceversa, y revoluciones o cuartelazos, que más bien han determinado sólo un cambio personal y una beligerancia más corta y más superficial. Verdaderas guerras civiles han sido la del año 35, la del 45, la del 83 y la del 95. En los primeros treinta años de vida de la República separada de la Gran Colombia, a más de algunos cuartelazos y revoluciones sofocadas, hemos tenido tres guerras civiles de importancia y en los cincuenta años posteriores sólo dos de ellas. Ahora bien este fenómeno es explicable si se tiene en cuenta que como efecto de la guerra de   —613→   la independencia debía producirse, y se produjo en realidad, una muy grande desmoralización; efecto de ésta son las guerras civiles, las que a su vez producen mayor desmoralización, de suerte que las guerras civiles respecto de la desmoralización de un país actúan como efecto y como causa a la vez. Los primeros treinta años de historia ecuatoriana son tristemente corrompidos: opresiones, peculados, robos, la llenan toda entera; apenas si deben exceptuarse las administraciones de Rocafuerte y Noboa, mas el primero no pudo sacudirse de la negra tutela de Flores y el segundo fue tan débil y tan inadaptado que a los pocos meses de haber aceptado el poder hubo de volver a la vida privada. Nunca como respecto de la primera época de nuestra historia tienen tanta aplicación las palabras de Taine: «La moralidad de un pueblo está tan íntimamente unida a la fijeza de sus costumbres como la del individuo lo está a la regularidad de las suyas; que no hay que extrañarse de ver en las épocas de perturbación y de crisis, a las naciones revueltas por la larga lucha de dos civilizaciones, de dos partidos o de dos ejércitos, señalarse por su excepcional criminalidad».

La vida más amplia y más intensa, que determina nuestra historia y exige nuestro porvenir dentro de la convivencia armónica del internacionalismo americano, nos habla muy alto de la siempre diferida conquista de nuestro Oriente, del Oriente ecuatoriano. ¿Podemos convivir en el consorcio americano renunciando a nuestro Oriente? Éste es el gran problema que la sociología resuelve negativamente. Quizá no existe un derecho abstracto, quizá no existen derechos de origen semi-sobrenatural y quizá, lo que es más, no hacen falta para explicar las leyes de la vida, leyes biológicas y sociales, en una síntesis elevada que llamamos leyes morales; bastarán en tiempos no muy lejanos para satisfacer las exigencias de la conducta. Pues bien, las leyes de la vida nos dicen a grito herido: conquistad el Oriente; organizad vuestra vida sobre la base territorial de modo adecuado, a fin de que podáis tomar parte activa y fecunda en el consorcio americano, en la convivencia universal.   —614→   ¿Pueden acaso convivir fraternalmente el capitalista y el pordiosero, que muere en el silencio confundido entre sus andrajos? Y pordioseros seremos los ecuatorianos si no conquistamos el Oriente; pordioseros sentados en medio del desierto a la sombra del triste molle, porque desierto estéril es nuestro callejón interandino como lo ha demostrado abundantemente Wolf. Queda pues sentado muy en claro, que renunciar al Oriente equivale para el Ecuador a renunciar a su vida como nación independiente.

El carácter que debemos desarrollar por medio de la educación, puede definirse desde el punto de vista psicológico: la tendencia a desarrollar en sí, con la mayor intensidad posible, y a hacer dominar en el exterior, con la mayor extensión que se puede, su propia individualidad. Lo que constituye sobre todo al individuo es su fuerza de voluntad, y una actividad exuberante, que se coloca ante todo obstáculo con gran dominación, con un espíritu de lucha que siempre se niega a ceder y que quiere ser vencedor a todo trance. Esta poderosa personalidad implica necesariamente una intensa conciencia del yo y un sentimiento paralelo de complacencia en él. Implica asimismo un sentimiento profundo de la responsabilidad personal; la costumbre de contar consigo mismo y no responder más que a sí mismo en sus actos. En ciertos respectos podemos nosotros los ecuatorianos aparecer dotados de poderosa individualidad al presentarnos indisciplinados y rebeldes; pero una voluntad verdaderamente enérgica no excluye la obediencia a la regia, que, al contrario, exige el dominio de sí mismo; por otra parte, indisciplina, movilidad, facilidad en el olvido de las reglas, dificultad para ofrecer una obediencia sostenida y paciente, hábito de contar con el apoyo ajeno, de confiar siempre en otro, de descargar sobre otro la propia responsabilidad, todo esto no constituye un valor positivo, fundado en la fuerza y en el valor personales; ésta es más bien una personalidad negativa por falta de voluntad e imperio sobre sí mismo, como también por falta de unión con los demás. Demuestra carácter   —615→   quien sabe cumplir estrictamente con su deber, e impide así que el encargo de hacerla cumplir restrinja su individualidad imponiéndose por la fuerza.

La devoción de la Costa ha tomado más bien que las vías del ascetismo las de la filantropía y la caridad. Funda escuelas, casas de artes y oficios, asilos de huérfanos; el clero se ocupa en labores de cristianismo práctico, mientras que en la Sierra se reconcentra en los monasterios, en una estéril devoción, hace templos, erige capillas, celebra fiestas pomposas y pasa el tiempo en bordar y hacer flores para los altares. En la Costa, en cambio, Mercedes Molina, hija de Baba, educada en Guayaquil, en su amor a Dios recibe la inspiración de fundar un instituto dedicado a la enseñanza de los huérfanos. La devoción de Quito produce una Marianita de Jesús, fragante azucena cuya aroma, sin traducirse en frutos positivos, se extingue al pie de un púlpito. Muchos pueblos hay en la costa que recuerdan el nombre de legatarios y donatarios que fundaron Institutos de educación y beneficencia, en tanto que en la Sierra, se puede citar el nombre de uno que otro convento, o el de otro que dejó treinta y tres series de misas gregorianas, si ya no es el de aquel que benefició toda su vida a una iglesia. Devotos románticos, poetas, políticos, cándidos, científicos de gabinete, abogados casuistas, médicos que creen en milagros, ha producido en gran número la Sierra, en contraposición con los filántropos, banqueros, comerciantes, políticos de acción, prácticos y entendidos, con los abogados, sociólogos, y médicos realistas que ha fecundado la Costa.



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ArribaAbajoDe «Política y Sociología»


1.- Los cuatro partidos políticos. La Humanidad es liberal

Los cimientos del edificio social son construidos por fuerzas económicas. La religión, el arte, la ciencia, la política se organizan como la carne alrededor del hueso, al contorno de la constitución económica de cada pueblo. El esqueleto de las naciones está en la manera de producir, distribuir y consumir la riqueza. A este esqueleto se adhieren, sobre él viven las constituciones políticas y administrativas, las organizaciones de instrucción y cultura, los organismos éticos y religiosos que llamamos iglesias.

Escaso papel desempeñan en la vida de los pueblos la razón, la reflexión, la voluntariedad consciente. El   —618→   resorte de su conducta está en las reconditeces del instinto de conservación y adquisición, en las entrañas inconscientes del sentimiento vital.

Las resoluciones mediatas coronan el edificio de la vida, pero no lo hacen; pone el rótulo en el ánfora de las convicciones, mas no fabrican el contenido de ella. La lógica, el raciocinio fijan detalles, elaboran catecismos, formulan programas, pero son incapaces para forjar el ideal de una doctrina, la cálida fuerza de un partido, el cauce espiritual de una dirección política.

Las pequeñas ocupaciones de la vida encaminada a sostener la existencia, el modo y forma como a la producción concurren los elementos sociales, la parte que cada uno de éstos toma en la riqueza una vez producida, van lentamente destilando en el alma de las multitudes tales o cuales sentimientos, elaborando tales o cuales hábitos, deseos y tendencias.

Los partidos políticos también reflejan lejanamente direcciones económicas.

Puede o no estar organizado el partido de los retrógrados, pero hay en todas partes elementos para él, porque hay hombres a quienes los progresos económicos han herido con herida de muerte.

En el presente están desorbitados, el porvenir no les ofrece reivindicación ninguna, aman el pasado y esperan su retorno, porque es preciso amar y esperar algo. No se adaptan al presente y tampoco tienen fuerzas para clavar una esperanza en el porvenir. Sienten cariño a las cosas idas, a las ideas muertas, a las instituciones desvanecidas en el tiempo. Viven entre tumbas, su cansada frente apoyan sobre escombros, en sus sandalias y sobre su cabeza llevan el polvo de los muertos.

A esta manera de ser política corresponde generalmente un temperamento fisiológicamente bilioso.

Aquellos que se hallan satisfechos de la suerte, o porque son dueños de las grandes ventajas, privilegios y consideraciones que la sociedad puede ofrecer, o porque   —619→   han limitado sus anhelos y deseos a sus condiciones miserables de existencia, forman el partido conservador.

El banquero guayaquileño a quien el orden actual de cosas ofrece todas las ventajas y explotaciones económicas y políticas que nuestro misérrimo país puede ofrecer, y el desdichado labriego de nuestras serranías en cuya alma ha muerto el último deseo de variación y mejoría, constituyen psicológicamente un solo partido, el partido que siente la necesidad de que los minutos se parezcan entre sí, de que las horas nazcan gemelas, de que los lustros sean monótonos y de que la losa uniforme de los siglos mate el germen de toda novedad, de todo iniciativa y cambio.

Los extremos se tocan: el que lo tiene todo o el que ha perdido toda esperanza forman el gran bloque de las resistencias a toda iniciativa, el velo negro y pesado que retarda el amanecer de nuevos días. Por sus ocupaciones, por su actividad, en la fisiología de estas gentes llega a formarse notable cantidad de linfa.

Hay otras gentes en que predomina el sistema nervioso y que no llevan en el alma ni el revulsivo despecho ni la estúpida conformidad. Sienten el ansia de las iniciaciones, les ahogan los moldes y los marcos viejos mantenidos por el convencionalismo, su curiosidad les lleva a mirar por los resquicios del porvenir y surge en su alma un sobrante de energía capaz de remover una iniquidad, destruir un privilegio, luchar contra una tiranía sea de la naturaleza que fuese. Las almas de este temple forman el gran partido liberal.

El liberal mira el presente con amorosa compasión, y trabaja sobre él con esperanza para redimir el porvenir de sus asperezas y maldades.

Ayuda a las cosas y los hombres en su crecer y mejorar; enciende luz en las oscuridades; echa aceite en las heridas; cruza de puentes los abismos; dice una palabra de amistad entre los enojos; a los ciegos cura y en los incurados mantiene la esperanza de que un día verán. Tiene fe en la futura cosecha de su huerto; tiene   —620→   constancia en trabajar sobre él, y tiene también paciencia para no atropellar la tarea del tiempo ni el horario que la naturaleza y la vida han puesto a sus revelaciones.

Por lo común los hombres fuertes, pletóricos de energías, a quienes la organización social, sin poder aplastarlos, presenta obstáculos y más obstáculos, van a parar al radicalismo. El radical odia el presente, detesta el pasado, niega las prerrogativas del tiempo y las curvas que dan la naturaleza y la vida, y quiere de un salto, atropellando hombres y cosas, derechos e instituciones, encarnar en los hechos sus violentos ideales, fabricados con retazos incompletos del porvenir. Los radicales son el acre e indispensable fermento de las horas solemnemente revolucionarias de la vida. Las grandes revelaciones de la historia a ellos debe la humanidad. Cuando la masa conservadora se vuelve dura y agresiva con tendencias al retroceso, el liberalismo en virtud del espontáneo equilibrio de las fuerzas sociales, avanza en grados hacia el radicalismo.

Los retrógrados, despechados del progreso, son pocos; los conservadores, satisfechos de la existencia, son muchos; los liberales que reforman incesantemente las condiciones de la existencia, son la innúmera legión humana; los radicales, actores de los grandes y raros momentos de la vida, también son pocos.

La humanidad es liberal y se liberaliza cada momento más que antes. La liberalización, como diría un matemático, sigue una progresión creciente en el tiempo y el espacio.

En los últimos cuatrocientos años ha hecho la humanidad muchísimo más que en los seis mil años transcurridos desde que han asomado los primeros imperios organizados; y en este período mucho más también que en los doscientos siglos pasados desde que el hombre empezó a encender fuego y recogerse a las cavernas, abandonando la vida que en las selvas había llevado durante los doscientos mil años anteriores que cuenta su existencia.

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La humanidad es liberal y se liberaliza cada vez más. El distintivo de la especie humana sobre los demás animales no es ni la linfa, ni la bilis; es el sistema nervioso de volumen incomparablemente mayor. Por la masa encefálica es el hombre rey de la creación, allí está su corona de monarca, y esa corona, esa masa ha ido creciendo al través de los siglos. Los cráneos primitivos son pequeños, los actuales mucho mayores, los de los genios excepcionalmente enormes.

La humanidad es liberal y se liberaliza cada vez más. Por eso hemos abandonado los instrumentos de piedra que usaron nuestros antepasados, hemos dejado de comernos a nuestros semejantes, hemos hecho esto que llamamos civilización y progreso.

La humanidad es liberal y se liberaliza cada vez más. Por eso ya no arrojamos a los creyentes ante las fieras ni a los increyentes a las llamas, por eso los reyes ya no son déspotas y los pueblos son soberanos, por eso se derrumban día a día los explotadores y se aumenta el radio de la justicia.

Todos los placeres, las comodidades, los derechos, el saber, las dulzuras espirituales de la vida han creado el liberalismo. A él debe el mundo lo que es. Por él llegará a ser nuestra patria una democracia de verdad.




2.- Los gobernantes en las democracias latinoamericanas

Sería absurdo, ridículo pretender que los gobiernos dejando de gobernar, se pongan a dar a las multitudes lecciones técnicamente pedagógicas para formar el espíritu nacional. No, los gobiernos y los gobernantes, al gobernar, educan a las multitudes con la sugestiva pedagogía del ejemplo.

Y toda notabilidad personal, todo hombre de prestigio, sin pensarlo, sin quererlo, con sólo cumplir la tarea social de su profesión u oficio, hace también obra educativa en la misma forma.

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Nosotros, nacionalidad en génesis, no tenemos ni arte, ni ciencia, ni culto, ni cultura, ni dirección económica, ni vida política característicamente nacionales, hijas del alma colectiva. Estamos, como es natural, en una época de tanteos y vacilaciones en que las cosas, las ideas y los sentimientos públicos se hallan en vías de formación.

De aquí que toda notabilidad individual de la clase que sea, lleva en sus manos el cincel con que contribuye a formar o deformar el espíritu general. Todo individuo de posición conspicua, al cumplir su tarea, su negocio propio, hace obra de trascendencia social a la vez.

Pero en pueblos latinos, en nuestros pueblos americanos especialmente, ninguna persona, institución o actividad atrae tanto la atención de las multitudes como la persona de los gobernantes y su labor colectiva llamada gobierno.

Es incuestionable el influjo educativo de los grandes hombres sobre las multitudes. Pues bien, en nuestras pigmeas democracias, idólatras del poder, los gobernantes, sean quienes sean personalmente, son grandes hombres para las multitudes.

Si es ésta una buena cualidad, no lo afirmó; y si es un defecto en comparación a la manera de ser de los pueblos sajones, debemos pensar, resueltamente, en sacar del mal la mayor suma posible de bienes.

Tal vez por residuos de tradición incásica y española o por exigencias transitorias de la época, es la verdad que nuestros pueblos tienen la vista fija en los gobiernos y de los gobiernos se quejan a cada momento y de ellos esperan todas las facilidades de la vida y hasta la salvación eterna.

Éste es el hecho que no se puede desvirtuar con sólo calificarlo de defectuoso y echar unas parrafadas oratorias contra él; es la premisa que debe servir de antecedente a toda conducta política que aspire a hincar raíces   —623→   en la realidad psicológica del pueblo gobernado; es la necesidad que debe ser destruida o satisfecha por cualquiera que se atreva a tomar sobre sí la carga del gobierno.

En nuestra democracia latinoamericana es preciso que el gobierno lo haga todo, como imperiosamente lo piden los pueblos, o que, circunscribiendo su acción a lo que buena o debidamente puede hacer, despierte -con su ejemplo de laboriosidad, método y eficacia- en las multitudes el deseo de trabajar ellas por su cuenta y no esperarlo todo de él.

Ésta es la disyuntiva infranqueable que se presenta por delante.

Nuestros gobiernos, al abrazarlo todo, arraigan en las multitudes el prejuicio de esperar todo del gobierno; y por otra parte, haciéndolo mal todo, infunden en el ánimo ciudadano el descontento de todo, el pesimismo, la quejumbrosidad, el anhelo revolucionario, es decir, el de cambiar una jerarquía de gobernantes que todo lo hace mal por otra que supone que todo lo hará mejor.

En el alma de las multitudes va dejando huellas desastrosas de torcidas esperanzas y matadoras decepciones, contemplar cómo la administración se reduce a meras fórmulas y expedientes, un ir y venir de papeles y oficinistas; cómo las altas finanzas son lucro para los amigos políticos y las pequeñas para los corchetes del poder; cómo los gobiernos sirven de biombo a los caciques de la milicia o la banca, que dirigen la cosa pública a su antojo y sin responsabilidad; cómo el afán de los funcionarios es dejar correr las horas con el menor número de dificultades, ladeando los negocios públicos; cómo la administración fiscal y municipal es el desbarajuste más acabado y ridículo; cómo las habilidades del hombre de Estado se hacen consistir en engañar a unos, amilanar a otros y reírse de las aspiraciones de una opinión pública naciente; cómo la venalidad, el favoritismo y el ocio van por cauce propio en las oficinas públicas,   —624→   en juntas y jurados de toda clase, en informes y certificaciones de cualquier género.

A estrecho e ignaro egoísmo en las clases directores, meditado escepticismo en los espíritus jóvenes, indiferencia en las clases inferiores, se reduce toda nuestra vida al rededor de la cosa pública.

¡Cuán tonificante sería para el espíritu público que los gobiernos hicieran algo mucho más hondo que cobrar impuestos y pagar sueldos, nombrar funcionarios y dictar reglamentos!

No queremos gobierno de círculo, sino de prestigio nacional que gobierne sobre la voluntad que coopera, no sobre la indiferencia que deja hacer.

Queremos que el gobierno nos hable con sus hechos el lenguaje amado de la patria; que sus propósitos nos señalen un ideal, que en sus procedimientos veamos entusiasmo, justicia, amor, que vengan a sacudir y elevar la inercia de nuestra vida; que con su labor tesonera, activa, disciplinada, paciente, siembre en las almas la semilla del esfuerzo y la constancia.

Queremos que se despierte en las multitudes la ilusión del porvenir, que se nos haga amar el presente, que se provoque en nosotros el arrepentimiento de las horas hasta aquí perdidas entre la inacción matadora y el odio revolucionario.

Queremos que se tenga intensa fe en los destinos de la patria; que nuestro porvenir nacional no sea una duda ni un problema; que si hay una incógnita, más allá, ella se convierta, a fuerza de voluntad, en fuente de luz, de trabajo, de vida, de energía.

La fe en los destinos del porvenir es la primera fuerza para elaborarlos. El escepticismo es la agonía de los pueblos.

¿Y quién puede infiltrar fe, sugestionar a nuestros pueblos de ánimo desfallecido, mejor que los gobernantes, si más que gobernantes son hombres de ardiente convicción,   —625→   de vivo entusiasmo cívico, que buscan el servir a la patria, antes que mostrarse esquivos y displicentes, rehuyendo la labor política, como importunados por el afán cívico de la multitud que quiere ahora cual nunca, ejercer su derecho soberano de sufragio.

Los candidatos, en las modernas democracias, ofrecen sus servicios a la multitud electoral; no es el pueblo soberano quien va a la puerta de los políticos a mendigar patronato y olímpica dirección.







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ArribaAbajoJulio Enrique Moreno

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ArribaHumanidad y Espiritualidad


Bosquejo de una antropología sociológica

Sin sociología no hay política posible. Sin psicología nadie logrará reducir la confusión en el trato consigo mismo y con los demás. Sin antropología se perdería la conciencia de los oscuros fundamentos de aquello en que hemos sido dados.

Karl Jaspers                




A muchos de los amables estudiosos aquí presentes les habrá ocurrido, llegados a cierta etapa de la existencia, sentir lo que podría llamarse la necesidad mental máxima, esto es la de poner orden en nuestras ideas relativas a los perennes temas fundamentales: el mundo y la vida, el homo sapiens y su significación en el cosmos.

  —630→  

Necesidad mental he dicho, y conviene que empecemos por rectificar que se trata propiamente de un impulso vital de rango superior. Pronto vamos a ver que lo específicamente humano aparece y defínese en el punto -un punto comprensivo de milenios en que el homínido que nos describen los antropólogos objetiva su ser mismo y, consciente de sus primarias energías vitales, se acomoda progresivamente al medio circundante.

En ocasión de esta conferencia se me permitirá la nota previa indicando que su contenido ofrece algo como la expresión de aquel arranque existencial coordinador a que comenzaba refiriéndome. Es el caso de otra estudioso que, en su hora otoñal, a vuelta de copiosas lecturas y lentas rumias mentales, llega al trance de necesitar vitalmente un centro de integración de los dos grandes dominios: la vida de la razón y la razón de la vida.

En lo que va a escucharse hay, por lo mismo, la vivida, la espontánea cooperación al propiciamiento de una atmósfera intelectual y moral que debiéramos desear que fuese respirable en lo posible para todos. ¿Cómo así?, preguntarán algunos. Yo respondo: porque los problemas de la existencia se resuelven, a la postre, en problemas de comprensión. Por lo cual todo esfuerzo discursivo sintético, que procure superar las concepciones criticistas e idealistas, al conducirnos a un plano de perspectivismo relativista de las cosas, permitirá entrever el sentido del mundo humano en lo esencial. Estos profundos atisbos tienen en la esfera de los valores del hombre más virtud estimulativa y de dirección que todos los moralismos doctrinales, que todos los sistemas cerrados de la filosofía de cátedra y de las ciencias positivas.

En culturas retrasadas, como la nuestra, que soportan en mayor escala el peso muerto de influencias atávicas y dogmatismos irreductibles, dificultándose un punto de vista amplio para la ética y la filosofía de la sociedad, se impone aún más la conveniencia de manipular con juicios esenciales sobre la base de realidad multiforme a que han llegado el saber y el vivir humanos.   —631→   No sólo que el movimiento de ideas filosófico-científicas entre nosotros es insignificante, sino que hasta en los sectores intelectuales mismos se vive a menudo de desechos de ideas, de restos de doctrinas hace tiempo abandonadas o ya superadas.

¿No nos ha acontecido, por ejemplo, notar que personas al parecer de entera cultura mental recibían con cierto estupor la alusión a lo síquico en los vegetales y aun en los animales? Para esas personas, probablemente, continuaban en vigencia el psicologismo escolástico o el dualismo cartesiano, que responden al tradicional concepto metafísico o substancialista del alma. Según esto, tenía que causarles congruente desazón el aserto de que la psicología pertenece al campo de las ciencias naturales y no al de las disciplinas filosóficas.

Asimismo, no es raro el tipo de cultivados mentales nuestros para quienes hay sólo la preponderancia de la sicología animal «superior» que siglos ha sintetizó Plauto en la frase: «El hombre, lobo para el hombre». La concepción humanista de éste, que el progreso del saber y de la vida social ha afirmado, en fuerza misma de los nexos morales y los contrastes históricos, viene práctica y preconscientemente a desconocerse. El que sienta la convivencia civilizada primordialmente como una sorda lucha de lobos carniceros habrá de hacer fisga de las ideas de un orden y una finalidad en dicha convivencia. La concepción de la vida queda en este caso condicionada y falseada por aquella parcial concepción del hombre, que a su vez es influida por una visión demasiado pesimista del mecanismo de la comunidad humana.

El alcance sociológico de esas o parecidas concepciones en un pueblo salta a la vista, por consiguiente. Podrá ese pueblo hallarse en un estado de cultura nada propio al interés por los problemas filosóficos. Pero, si ha de orientarse en sentido de humanización, necesita no falsificar o mutilar el concepto de la especie humana haciéndolo gravitar hacia el plano de un estado de naturaleza   —632→   o hacia el de una vacua y no auténtica espiritualidad.

Insensiblemente, abocamos aquí al tema cardinal de la presente conferencia; tema que -lo diré de pasada, contra una errónea anfibología ambiente- no por revestir significación universal deja de tener el valor de lo inmediato nuestro y de lo que es propio. Si nos interesa el conocimiento de la estructura geofísica del país y de nuestro proceso histórico, mayor debe ser el interés que tengamos por explorar nuestras zonas síquicas y el mundo espiritual nuestro.



  —633→  
Concepto de «lo humano»

Anticipé ya la observación de que lo específicamente humano adivino y hubo de coincidir con el momento -midiéndolo por períodos geológicos- en que el hombre primitivo hacía objeto de consideración su ser mismo, lo cual le llevaba a un sentido de relación progresiva con su contorno. La formación de la conciencia del yo y la proyección de esa conciencia del yo y la proyección de esa conciencia al mundo exterior, cuyos diversos fenómenos se interpretan como ocultas fuerzas personales, a imagen y semejanza del hombre, constituyen conceptualmente las positivas propiedades por las que aquél inicia su hominificación y la vida histórico-cultural.

Conforme a éste, tenemos que cada grupo humano encuentra en su propio medio los antecedentes que condicionan lo peculiar de sus rasgos antropomorfos y de sus concepciones y formas de vida. En este sentido, precisa la aclaración de que, al decir hombre primitivo y cultura primitiva, no se alude a ninguna unidad de evolución   —634→   del hombre; aún más, debe entenderse que aquellas formas culturales de los pueblos salvajes representan evoluciones múltiples y heterogéneas entre sí. Lo que sí ocurrió constantemente es que movimientos migratorios y fusionistas permitieron la gestación de culturas mixtas, produciendo naturalmente algo nuevo y muchas veces superior.

Pero, como la naturaleza es una en sus infinitas manifestaciones sensibles, que sirven para crear cierto estado religioso de ánimo en el ser consciente, y como esta conciencia le llevaba al hombre primitivo a procurar capacitarse en la lucha por la existencia, sucede que, no obstante diferencias de varia índole, los pueblos más antiguos ofrecen ya grandes analogías de conjunto en lo teorético -creencias mágicas y concepciones cósmicas- así como en el ejercicio de lo que se llamaría ulteriormente la razón práctica.

Ello justifica lo que dice el eminente geólogo y paleontólogo Hugo Obermaier, catedrático de la Universidad de Madrid: «Puede reconocerse ya hoy, en el Mundo Antiguo, una zona cultural primigenia, enraizada en la era glaciar: empieza en la India, extiéndese por Mesopotamia y Siria, y sigue por el África del Norte y llega a Europa occidental (España, Italia, Francia e Inglaterra). Trátase de una civilización caracterizada por el hacha de mano -la época de la piedra- cuyos grupos se hallan en estrecha interdependencia, y que, a pesar de su extraordinaria extensión, en todos aquellos puntos verdaderamente esenciales consta de los mismos elementos y se desarrolla según una dirección y orden idénticos. Representa el círculo cultural cuaternario más antiguo y más satisfactoriamente conocido, a través del cual se abre paso la ciencia actualmente».

Con referencia a ese círculo cultural cuaternario es, pues, que se habla de los orígenes de la humanidad. Expresión, como se ve, un tanto impropia, si queremos limitarla inicialmente al concepto de «lo humano», o sea, al proceso por el que nuestro antepasado comenzaba a   —635→   merecer la calidad de sujeto e iba a diferenciarse esencialmente de la especie animal. Hoy parece ya incuestionable que, si se necesitaron miles de siglos para esa primigenia diferenciación, un género de coexistencia de cultura ínfima como la observada aún hoy en los pueblos salvajes, no pudo alcanzarse sino en la prolongación de otro -no tan inmenso- período evolutivo.

Cualesquiera que sean los modos descriptivos o interpretativos sobre el hombre prehistórico -y hay una ingente literatura al respecto- cabe blandir, pues, el filo de este concepto tajante, decisivo en biología sicológica: lo humano es la conciencia de sí propio, que en el ser vivo llamado hombre le lleva a trabajar con noción del logro de los fines de su activismo; por tanto, que le conduce al desarrollo de sus instintos sociales y a la consiguiente conquista de una posición singular en el mundo. En el principio fue la acción, podemos ahora repetir con plenitud de significado. Activismo es ya aquí germen de voluntad y libertad, pero a la vez de organización. No ya el estacionario vivir animal en grupos, sino el quehacer -cerebración, mano inteligente- y el entenderse -lenguaje, capacidad nominativa- en vía hacia la verdadera comunidad humana es lo que rubrica aquella posición alcanzada por el hombre en la naturaleza. «Lo humano» se ampliaría luego en la vasta interconexión de tensiones, luchas e ideales de la «Humanidad».

Nos hallamos lógicamente, en presencia de otra realidad biosicológica. El centro determinante del animal consistía en su medio ambiente; el del ser humano va a consistir en su propia individuación crecientemente afirmativa, creadora y renovadora de formas de vida. Producto de la naturaleza, tendrá por ello mismo una conciencia cósmica (que no es sólo el sentimiento cósmico ni la imagen del universo). Esta conciencia cósmica, de que en algún modo ni aun un bosquimano carece, al implicar la tensión constante del anhelo comprensivo, hará que se opere la maravilla de constituirse el mundo cultural hasta aquí realizado. Y este mundo, por cierto, no es tampoco una realización definitiva, pues le están   —636→   reservados quizá otros milenios para más elevadas formas de existencia (como proceso social e histórico). En sentido biológico estricto, encuéntrase que el hombre ha alcanzado su fijación orgánica y que en cuanto especie tendrá su término mucho antes de la extinción de las otras formas vitales terrestres que ha de preceder al trastorno de la constitución de nuestro planeta en el sistema solar.

Resulta entonces escasamente inteligible la tesis planteada en antropología filosófica por los modernos metafísicos; que lo que hace hombre al hombre corresponde a un nuevo principio de todo extraño a lo síquico y a cuanto podemos llamar vida. Más todavía consideran ese principio como opuesto a toda vida en general. Lo denominan espíritu, una palabra que comprende el concepto de razón y también una determinada especie de intuiciones y de actos emocionales y volitivos. El representante de esta clase de antropólogos-filósofos es acaso Max Scheler, cuya muerte, acaecida hace un decenio, dejó a Europa sin la mente mejor que poseía, según exhaustivo elogio de crítico tan precavido como Ortega y Gasset. Su conferencia (1928) acerca de El puesto del hombre en el cosmos, pronunciado en la Escuela de Sabiduría, que fundó el conde Keyserling, revela hasta qué extremo los credos metafísicos pueden falsear el juicio de las mentes más esclarecidas.

Para el notable pensador germano, la planta ofrece el grado ínfimo de lo síquico. Consiste en un estado íntimo, que califica de «impulso afectivo extático», en el que no se advierten todavía ni conciencia, ni sensación, ni representación. En cuanto centro de tal impulso, la planta no puede ya confundirse con los campos de fuerzas cuyos conjuntos llamamos cuerpos inorgánicos. Como organismo, es un ser animado que, nutriéndose de su medio, obedece o responde a un movimiento integral de desarrollo. En el impulso afectivo se contiene también la capacidad de reproducción, una capacidad de carácter pasivo (agentes para la fecundación son el viento, las aves y los insectos). Finalmente, la planta presenta   —637→   cierta fisiognómica de sus procesos internos: se pone marchita o lozana, vigorosa o raquítica.

Con respecto al animal, el impulso afectivo ya no es estático. Se convierte en «instinto» o, mejor dicho, en conducta instintiva, la cual requiere o posee las siguientes notas: una relación de sentido, un cierto ritmo, estar siempre al servicio de la especie (o de otra con la que la especie propia se encuentre en relación vital) y ser en sus rasgos fundamentales innata y hereditaria. Lo de innata no implica un automatismo de las formas instintivas de conducta. Todo se resume diciendo que el repertorio de las cualidades sensibles que posee un organismo animal nunca es mayor que el repertorio de sus movimientos espontáneos. Las resistencias, atrayentes o repelentes, que el medio circundante opone a estos movimientos le llevan al animal a una reflexión de sensación, y entonces surge un estado de intimidad «consciente», por primitivo que sea. Ninguna sensación es mera secuela de estímulo, sino siempre función de una atención impulsiva. Por esto la base de toda memoria radica en el reflejo que Paulov denomina «reflejo condicionado». Junto al principio de la memoria actúan los fenómenos de la repetición y la imitación, que son modos de notificación entre los compañeros de especie y se transmiten a las generaciones venideras. Pero pueden presentarse al animal situaciones nuevas no sólo para la especie, sino sobre todo para el individuo, y en circunstancias tales sorprendemos además la forma de un razonamiento embrionario en el fin impulsivo. Las experiencias llevadas a cabo por Wolfgang Köhler con chimpancés han demostrado claramente este hecho: que las acciones de los animales superiores no pueden explicarse todas por instintos y procesos asociativos, ya que en algunos casos hay auténticas acciones inteligentes. Es un error -dice Scheler- negar al animal la acción electiva y creer que siempre le mueve el impulso más fuerte en cada caso, como si fuera un mecanismo de impulsos. Lo que el animal no tiene es la facultad de preferir entre los valores mismos; por ejemplo, lo útil y lo agradable.

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Y he ahí que, con todo ello, cuando trata de la diferencia esencial entre el animal y el hombre, no acierta el filósofo a encontrarla en otro ámbito que en el de ese quid nuevo que ha llamado espíritu. Y el espíritu implica una relación de estructura ontológica; un mundo espiritual cuyo centro activo, que no hay que entender por centro anímico, denominamos la persona en el hombre. Ese mundo es el de las ideas normativas y los valores morales existentes en nexo inviolable con el acto voluntario, con el conducirse autónomo. Queda establecida con esto la existencia de una primaria identificación genérica -la persona colectiva compleja de la humanidad- entre las conciencias personales, en distinto grado y varia medida, según los individuos, los pueblos, las razas... La progenie humana se deslinda y logra su exaltación en esta estructura de actos que es la correalización de lo personal y del mundo espiritual. Scheler llega, en su radicalismo espiritualista, y alejándose de las densas páginas que había escrito sobre el trabajo y el conocimiento, a la engañosa simplificación de este enunciado: «Entre un chimpancé listo y Edison, considerando a éste sólo como técnico, no existe más que una diferencia de grado, aunque ésta sea muy grande».

Como vemos, la deslindación esencial que se buscaba viene a obtenerse mediante un doble concepto abstracto: el del espíritu y el de la formación de la persona por «actos valiosos» puros, aunque estimulados por impulsos vitales. El tema antropológico deviene casi exclusivo tema metafísico. No sabemos desde cuándo hay espíritu; en otras palabras, no vislumbramos cómo ha podido formarse el ser espiritual llamado hombre emergiendo del fondo de la naturaleza. El orbe de los valores no morales y que era igualmente privativo del hombre se ha desplazado y se torna inexplicable. La antítesis no ha conducido a la síntesis. Mientras situamos el problema sobre la base cierta de los procesos biosíquicos, venidos desde la raíz ignota de la vida, cabe atisbar la serie unitaria de complicaciones de la acción   —639→   creadora en el tiempo. Con la tesis que enuncia lo antitético de la vida y el espíritu, aunque reconociendo su relación mutua, tanto que la «vida es lo único que puede realizar el espíritu», la consecuencia es que se vuelven inconcebibles las peculiaridades de lo humano.

Entrevisto el sistema de conexiones totalitario del advenimiento de la estirpe humana, está bien, por lo tanto, que se considere la objetivación de sí mismo como el centro de actos espirituales; centro desde el cual puede el hombre referir sus impulsos a un «mundo» ordenado sustancial o valorativamente. Pero ninguna sutileza logrará convencernos de que la forma y la medida en que el pensamiento se desarrolla en el hombre no están ligadas a los factores originarios, a la manera de ir sintiendo ese mundo moral los grupos humanos. Y esto no es simple relación mutua entre la vida y el espíritu. Es afán vital por superar aquellos sentimientos valorativos. Sin su procedencia de la misma pura naturaleza, la especie humana no se ofrecería como una unidad total viva.

Lo antedicho equivale al reparo de que la filosofía del conocer no ha de traducirse en desconocimiento de la ciencia del ser. Explicar por parciales atributos del yo la posición del hombre, menospreciando su experiencia milenaria en pos de la autoformación por la reflexividad, equivale a mutilar o desconocer su realidad auténtica, a rebajar más bien el ponderado concepto de la dignidad de la persona humana. El dinamismo de la razón, no frente a la vida, sino manifestándose en más vida, ¿habíamos de convertirlo en idealismo desrazonable?

Esta actitud cautelosa ante el tumulto de las teorías que pretenden la interpretación de lo humano no se tome, pues, como otra teoría, como sicologismo naturalista o vitalismo pragmático. Es la actitud invenciblemente realista que repugna explicar el rango del hombre desconectándolo de la serie de formas infinitamente evolucionadas de la vida. Porque el hombre ha creído poder definir su propia naturaleza, sobre la base de la doctrina   —640→   de que el ser de las cosas debe tener un fundamento absoluto, no hemos de desalojar la realidad en ventaja de esa dialéctica interpretativa. Por el espíritu de sistema se ha ido al alarde de un irrefrenado discurrir sobre el sistema del espíritu. No es extraño, así, que el vocablo filósofo personifique para muchos al que divaga en el aislamiento dogmático, ajeno al hervor de lo viviente en nosotros.

Convengamos, pues, en que sólo una filosofía extravital o antirrealista puede hablar con suficiencia de los puros actos del espíritu y sus leyes. El inveterado y formidable equívoco depende de que se clasifican como no vitales los actos y las relaciones entre éstos en que predominan el intelecto y la voluntad guiados por la norma moral. Se habla de valores superiores a la vida, y no se considera que la jerarquía de todos los valores obedece justamente al empeño metodológico de comprender la intimidad humana. Trátase en él y con él de una suerte de anatomía esquematizada de tal intimidad. El complejo de problemas sicológicos que ella entraña ha tenido que llevar por esto a la disciplina filosófica llamada Teoría del conocimiento, en que a la vez sus cultores no se entienden porque les estorba un máximum de metafísica. Algo análogo acaece con el dominio teórico de la lógica, que estructura los pensamientos -no el pensar, función síquica- como creaciones intemporales y cuyas leyes coloca fuera del acontecer vital. Y otro tanto ocurre con la fenomenología, que modernamente pretende ser la ciencia filosófica fundamental, mas en relación íntima con las dos anteriores. En todos los casos, se alude a elementos que traspasan la esfera de lo síquico y que son calificados de objetos ideales. Por este método se ha creado junto al mundo de las vivencias el de las esencias, junto al mundo de la realidad el de la idealidad.

Lo erróneo ha estado en hacer de la contraposición de esos dos mundos un dogma de conceptuación e interpretación de la naturaleza humana. La percepción de lo constitutivo del hombre y la percepción de lo normativo   —641→   para éste en la vida de relación se creyó que son cosas plenamente separables, aunque conexionadas. Asignamos, de esta suerte, al sujeto pensante y actuante no sólo una conciencia universal, sino un mundo suprasensible y un espíritu eterno. De aquí brota un hervidero de contradicciones, cuya elucidación ocupa maniáticamente a los filósofos y convierte la historia de la filosofía en la prueba más grandiosa de lo inasequible de un sistema filosófico de certeza absoluta. En ocasiones, un mismo sistema delata la contradicción flagrante, y con razón ha podido mostrar el profesor Teodoro Celms que el idealismo fenomenológico de Husserl representa unidos el criticismo de Kant, hostil a la metafísica, y la metafísica espiritualista de Leibnitz, inteligencia a su vez abarcadora de lo más disconforme.

Avanzando en el propósito central de esta charla, opongamos al enunciado scheleriano el siguiente: sólo desde el hombre primitivo hasta el hombre contemporáneo cabe hablar de que no hay más que diferencias de grado, aunque éstas sean muy grandes. Entre el uno y el otro extremo, de lo que se trata, en definitiva, es de la multiplicidad de formas del convivir humano. Con el surgimiento del yo, los rasgos sicológicos del yo, los rasgos sicológicos fundamentales de una cultura -concepción del mundo y nexo orgánico de convivencia, que se traducen en trabajo y en creaciones llamadas espirituales- tienen ya un centro fijo. De este centro no participan en manera alguna las especies animales, incapaces, por ende, de toda cultura. Vida humana y etapas culturales se implicarán recíproca y necesariamente. Al hombre llamado del paleolítico inferior le sucederá el del paleolítico superior y a éste el del neolítico y de las edades prehistóricas de los metales (divisiones, todas caracterizadas, como sabemos, por los materiales que se utilizan para la fabricación de armas y de utensilios). Al nomadismo de los pueblos cazadores y colectores seguirá el sedentarismo de grupos ligados con la labranza de tierras, y estos rudimentos de economía determinarán el sistema del matriarcado, el cual a su vez ha de repercutir en las maneras de pensar y sentir colectivas.   —642→   Junto o en oposición a los pueblos matriarcales se desarrollarán las culturas en cuyas formas sociales y concepciones del mundo predomina el carácter patriarcal, y en todas, al propio tiempo que se acentúa en muchos aspectos la individualidad, irá afirmándose la coacción de la comunidad sobre el individuo.

Toda la incalculable literatura acerca de los múltiples estadios de evolución del hombre -entendiéndola como existencia social humana- se concentra en ese doble e indivisible aspecto de lo existente: conciencia de individualidad dentro del sentido de comunidad, traduciéndose el todo en voluntad de cultura. La etnología ha llegado en esto a comprobaciones inconclusas y fecundas. Fecundas, porque la valoración sicológica de tantas diferencias hubo de servir en grado extraordinario para una entrevisión total de los complejos vivos de las culturas superiores. Entonces se ha comprendido que también concepciones cósmicas e intuiciones éticas de dichas culturas arrancaban de fuentes oriundas de remotos subsuelos culturales. Y se ha comprobado, además, el hecho de que aún hoy un caudal de estados anímicos y de funciones conceptuales participa o precede de aquellas fuentes, que los modernos sicólogos denominan patrimonio síquico hereditario.



  —643→  
Lo espiritual

Como no podía menos de ser, ante la evidencia de la persistente de las potencias impulsivas en el nexo de la asociación humana, Scheler reconoce, sí, que el espíritu no tiene por naturaleza ni originariamente energía propia. El espíritu -dice- y la voluntad del hombre no pueden significar nunca más que una dirección y una conducción. Combatir y negar de frente un impulso que se conozca en sí como malo, en vez de dominarlo de modo indirecto, por la realización de actos reputados buenos, es un imposible y resulta siempre contraproducente. En consecuencia, las formas superiores de la existencia no se realizan sino mediante las fuerzas de los estratos inferiores, dirigiéndolas y sublimándolas. La espiritualización del hombre va de abajo arriba y no de arriba abajo. La estructura de las ideas y de los valores revelará una originaria endeblez sin los centros de fuerza de la estructura viviente.

  —644→  

Traducido lo anterior al concepto realista de la existencia humana, significa, pues, que el gran fundamento común de ésta es un complejo sicológico. La vida cotidiana, la lucha económica y el proceso ideológico implican un juego complicado de estados individuales y colectivos siempre cambiantes. Para que este juego no tenga como única base el impulso o el egoísmo entre los individuos y entre los grupos, propio de nuestros silvestres antepasados, la convivencia social ha ido estableciendo de suyo principios reguladores, formas coactivas diferentes para el orden de vida en comunidad. El sentido de las normas y de las leyes que prescriben cierto ritmo temporal a la conducta -ética personal y régimen jurídico- viene, en suma, a constituir el núcleo de lo espiritual en los pueblos. Su observancia vivida se llama cultura moral superior. Este ideal de un posible y creciente vigorizamiento de la razón vital es lo que sirve para exaltar el concepto de persona, incluso de la que comprende ontológicamente el todo: la humanidad.

No un movimiento antitético, hablando en rigor, ni menos los dos extremos de una cadena, sino el modo unitario ascendente o decadente de la vida social humana, representan, pues, lo natural y lo espiritual. Con el contraste de las culturas nacionales, susceptibles simultánea o sucesivamente de crecimientos y decadencias, en grados infinitamente diversos, se compadece, por lo tanto, la fundamental noción de unidad que hace posible la cultura humana. Sobre las articulaciones y determinaciones concretas de los grupos de pueblos se cierne así un espíritu universalista, que recibe toda su dignidad del ideal inmarcesible condensado en la expresión: convivencia justa. La evolución específica del hombre se dirige en sentido no ya biológico sino sociológico. Desde las culturas inferiores aparecen los nexos individualistas, y, por tanto, las concepciones morales, y con el sentido ético de la tradición y la costumbre se va ampliando el círculo de problemas en las culturas superiores. Complicación de nexos es complicación de sicologías; consiguientemente, también de los principios éticos   —645→   y los modos de comportamiento. De suerte que la convivencia misma es generadora de espíritu y el concepto de humanidad incluye vital y temporalmente el de espiritualidad.

A la luz de tales consideraciones, nos ponemos en aptitud de esta comprensión: a medida que se ha complicado y continúa complicándose la vida, se ha vuelto más problemático el poder del espíritu. Las represiones anímicas impuestas por el avance de la cultura han ido en aumento. La sicopatología está en auge. Nunca tal vez las sicosis por tirantez de relaciones afectaron en tan amplio radio a los grupos humanos. Los «débiles de espíritu», es decir, los que obedecen antes a sus impulsos indómitos que a los íntimos dictados éticos forman legión. Individual y colectivamente, dijéramos que todo el mundo entiende hallarse fuera de algún ordenamiento moral. Confabulación de apetitos y antagonismos de intereses bajo la alegación de motivos aparentemente sociales y morales, constituyen el fondo de la realidad histórico contemporánea. Individuos y corporaciones, pueblos y estados encarnan la contradicción viviente entre los actos y las ideas normativas. Lo que no obsta para que dondequiera se proclame el santo deber de comportarse conforme a los imperativos del honor o la fe o el derecho. Se vive así de una espiritualidad teórica, en pleno ambiente común farisaico.

¿Momento de gran transición? Aunque el término es equívoco, dado que en muchos aspectos el vivir mismo entraña cambio continuo, incesante, no cabe duda de que asistimos a una etapa de radical revisión de los conceptos directivos que han informado por largo tiempo aquel vivir. Se habla y se discute febrilmente sobre la vieja y la nueva moral sexual, sobre el arcaico y el renovado orden de la sociedad, sobre la idea antigua y la idea moderna del Estado. Por tanto, lo que entendemos por nuestra estructura espiritual padece actualmente un deformador dislocamiento. El yo individual y el cuerpo social no encuentran firmeza en sus actitudes, ni menos homogeneidad disciplinaria. Lo homo-géneo   —646→   -palabra henchida de sentido- está en la dislocada y anarquizada sique colectiva, cuyas leyes son ineluctables. El dominio de sí -señorío de la voluntad- no existe, y entonces todo se reduce a inestabilidad de nuestra vida interior y al más violentado patetismo en la lucha.

En circunstancias tales vacila la existencia, siendo ilusorio hablar de la soberanía y la responsabilidad del espíritu. Si el mundo de las normas mismo está en conmoción, hay que enfrentarse a los hechos según emergen y no contentarnos con teorizar sobre la filosofía de la persona humana. Ya sabemos que el mundo espiritual no es algo sustantivo sino en tanto el ser humano realiza en actos moralmente valiosos la represión y sublimación de sus impulsos. Mientras esas normas se restauren y afiancen, parece lo sensato que la ciencia del hombre se ocupe en ahondar el estudio de su topografía sicofísica. Alsberg, primero, y Carrel, después, quizá exagerando un poco, pues ellos mismos son finos analistas, encuentran que todavía el hombre es un desconocido. La propia complicación anímica del hombre moderno y sus manifestaciones patológicas, junto con el integral progreso científico, han hecho sin embargo, que lo que va corrido del siglo XX se caracterizara por una vigorosa renovación de los métodos de esa ciencia del hombre. Ha sido la época de los problemas de la doctrina de las secreciones internas, que ha revolucionado la biología, y del sicoanálisis en relación con el inconsciente de la vida cotidiana, que -aparte complicadas interpretaciones no satisfactorias- ha revolucionado la sicodinámica.

La alusión a aquellos dos campos de disciplina científica nos permite seguir avanzando en el tema de esta conferencia. Cabe sentar como básico lo siguiente: algo decisivo en la caracterología del hombre es su constitución glandular, y, en cuanto a las fuerzas mayores determinantes de sus actos, ellas irrumpen en las oscuras regiones del subconsciente, no de las esferas iluminadas de la conciencia. La química orgánica y la biología   —647→   sicológica se compenetran y se corresponden. Procesos físico-químicos de lo que llamamos el cuerpo y estados de conciencia o subconsciencia cuyo complejo llamamos el alma, unos y otros en relación indiscernible: he ahí la comprensión del yo. Las manifestaciones humanas de éste se resuelven, pues, siempre en lo sicológico. Es decir, se puede hablar de la determinación de un medio interior común a todo ser viviente. Con ello establecemos la unidad subjetiva o sentimiento de la continuidad del individuo en el curso de una vida.

En este punto preséntase el sencillo y a la par enorme problema de la muerte. Si todo lo síquico transcurre temporalmente en los seres vivos, y la corriente de la conciencia es siempre propiedad privada de un yo, resulta que el concepto de las relaciones temporales forma el fondo continuo de nuestras vivencias. Sin la referencia al tiempo -ayer, hoy, mañana; antes, ahora, después- no podríamos mentar nada del proceso real de nuestra vida. Análogamente, hablamos de la vida de las generaciones: por el proceso genealógico y por el nexo vital sucesivo de las existencias humanas, se explican la sique colectiva y la conciencia histórica. Científica y humanamente, lo existencial es lo temporal.

Pues bien, la traducción subjetiva de aquel movimiento estructural vivo es que la muerte entra como un todo de sentido dentro del ritmo vital de la persona humana. Aunque parezca paradójico, vale decir que es propio de nuestra especie tener en mayor o menor grado la vivencia de la muerte. Me explicaré. En toda conciencia de la propia vida, ésta se nos presenta como un suceso y un proceso dimensionales. Lo que hemos vivido, lo que vivimos y lo que esperamos vivir. Las dimensiones extremas (pues el presente es un dato casi inaprensible) cambian en proporción al tiempo que transcurre de nuestra vida. Contar con mucho futuro equivale a sentirnos niños. Dejar tras de sí algún pasado y apreciar comparativamente que hay más extensión en lo porvenir significa sentirse joven. Una posición en cierta manera equidimensional entre lo vivido   —648→   y lo que juzgamos que nos resta de vida traduce la edad de la madurez, etapa que con genial intuición resume la frase: «ser ya hombre». Cuando el trozo de futuro queda empequeñecido en grado tal que entrevemos el término de nuestra existencia, es que se ha tocado en la senectud. En la extensión total de la vida sentimos, pues, una experiencia continua, aguijoneante, de que vamos desviviendo para tocar en el límite natural que ha de sobrevenirnos. Esta experiencia constituye sicológicamente la vivencia de la muerte y su gradación ha servido para distinguir entre la edad biológica y la edad cronológica. Como se comprenderá, quedan aparte las cuestiones secundarias de que sabemos que la existencia es perecedera y de que se teme o se desea la muerte por tales o cuales motivos.

Veamos ahora los aspectos sociológicos de aquella emoción viviente de la muerte, tan propia del hombre (no la posee el animal, para quien no existe el tiempo y por lo que sólo nosotros nos calificamos de «los mortales»).

La primera gran singularidad en este plano es que las diferencias dimensionales o deslindaciones de edad se traducen en distintas sicologías, factor poderoso y decisivo en la vida de la cultura. Lo que anteriormente designamos como la complexión del yo varía según las edades. Aquellos dos factores íntimamente conexionados e inseparables, lo corporal y lo síquico, son la condición necesaria para captar las relaciones entre causas y efectos del modo de ser de cada individuo. Características corporales y complicaciones anímicas convergen, en última instancia, a un mismo centro, y como a su vez la vida individual es compenetración con otras vidas, tenemos que el tercer factor determinante de aquel modo de ser individual consiste en el contorno social anímico.

De aquí la instintiva diferenciación de éste en grupos por edades. Concepto de suyo relativo, dada la incoercible continuidad de los procesos biológicos, se justifica, sin embargo, por ciertos fundamentales rasgos comunes   —649→   que la corporeidad y la sique presentan dentro de los llamados ciclos humanos. Y en el estado sico-físico emotivo de lo temporal reside justamente un resorte virtual poderoso para el comportamiento en comunidad. El niño, para «cuando sea grande», y el adolescente para «cuando sea ya hombre», planean una como forma propia actuante que emerge de su intimidad en relación con el medio social en que han venido a la vida. Y el que se siente ya persona cabal hace de la percepción de esta etapa de madurez el signo de conducirse de éste o el otro modo en el resto de su existencia. Un pensador ha dicho por este aspecto que la vida del hombre se caracteriza como la existencia huyéndose de sí misma. En rigor, el sentimiento de lo finito de ésta en cada individuo constituye más bien un elemento de su autoafirmación personal. Los impulsos vitales contrarrestan, de esta suerte, el pesimismo derrotista que parecería propio de la certeza intuitiva del morir.

La primera condición para el ordenamiento de la estructura social de un pueblo es, por consiguiente, conocer en lo posible la sicología de las edades, porque en cada una de éstas reside la constante fuerza de atracción (afinidad vital más que social) que hace buscarse y universe a los coetáneos para la obra común de socialización. Ese conocimiento incumbe, ante todo, a los que tienen la gestión conductora en cada ambiente de las determinaciones individuales: los padres con sus hijos, los maestros con sus alumnos, los médicos con sus enfermos, los gobernantes con las clases gobernadas. Y porque el niño y el adolescente y, en algún menos grado, el joven necesitan mayormente de conducción -capacidad receptiva- explícase que dondequiera haya preferente celo por los estudios de sicología infantil y luego de sicología de la edad juvenil. La pedagogía moderna no descansa en otra base. Consiguientemente, tiene especial preocupación por el índice biológico orgánico. Indigencia fisiológica o anomalías funcionales se traducen fatalmente en anormalidades del carácter.

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Viene en seguida otra manera de profunda diferenciación sicológica: la de los sexos. Si el eje de la concepción de la vida se halla en la vivencia de lo temporal, la vida misma toda está penetrada de sentido sexual. Respondiendo a caracteres biológicos diferenciales, la conducta del varón y la conducta de la mujer se contraponen en varios aspectos; al mismo tiempo lo masculino y lo femenino representan la mayor fuerza unitiva y el más alto tiempo de expresión dentro del vivir humano. Trae consigo la esencia de este dualismo de nuestra vida un motivo, entre otros, para que se hable de «la tragedia de la cultura», en su aspecto decisivo: el modo ascensional de la pareja humana. Porque sucede que lo normativo en las relaciones de ésta empieza por la violentación de un impulso biológico en el hombre: el impulso poligámico. La ordenación de la familia, base de la sociedad civilizada, encuentra pues su natural perturbador o entorpecedor en el hombre. Entretanto, hacemos de la castidad de la mujer, si es soltera o de su fidelidad si es casada, el fundamento de su valoración moral-social. Lo frecuente es que la táctica del asedio masculino realice conquistas, procediendo de aquí dolorosos conflictos íntimos y el origen de problemas sociales que afectan en lo hondo a la causa de la cultura.

Con esto subrayamos de nuevo el concepto que guía las reflexiones de orden sicológico-moral aducidas en esta conferencia: es imposible y es contraproducente luchar de modo directo contra las potencias impulsivas. Lo único que podemos y debemos hacer es dominarlas de modo indirecto, por la realización de actos que signifiquen evasión y no represión del impulso. ¿Qué acaece en materia de educación y moralización sexuales, sobre todo en pueblos de religiosismo puramente formalista? Que el empeño de convertir en materia vitanda lo sexual conduce a un resultado opuesto al propósito moralizante. Lo misterioso, lo prohibido repercute en forma de incentivo en un gran número de casos. El instinto hecho conciencia, pero en sentido de pecaminoso, de algo deprimente para la estimación de sí mismo, revierte   —651→   sobre la intimidad de la persona y envenena su ser.

A la comprobación de este complejo fisio-síquico se reduce buena parte de las disquisiciones contemporáneas sobre patología sexual. Y este efecto desequilibrador, esta tendencia casi deshumanizante, inherentes al moralismo falsamente espiritual, han llevado a no pocos pensadores al tipo de doctrina que ve en el espíritu algo hostil y letal para la vida. Teodoro Lessing declara entre sus convicciones la de que «el mundo del espíritu y sus normas no es sino el indispensable sustitutivo de una vida enferma de humanidad». Y para Luis Klages el espíritu aparece como el principio que cada vez más profundamente destruye la vida y el alma en el curso de la historia humana.

La forma paradójica de filosofías de esta índole no es, como se comprende, sino la reacción áspera contra el espiritualismo erróneo, más que insincero, cuya actividad se limita a ponderar lo perverso o lo bajo de la naturaleza humana y enfrentarla a un ideal inasequible como punto de partida de los actos. Pueden los metafísicos seguir empeñados en creer superable la oposición entre el espíritu y la naturaleza; pero la ciencia de la vida que es la filosofía de la experiencia está ahí, imperturbable e irrefutable, para mostrarnos que, mientras se mantengan aquel concepto de oposición, lo normativo se reducirá a desgarrar de sus conexiones naturales la complexión espiritual del hombre.

No entiendo por complexión espiritual del hombre, consecuentemente, sino su capacidad o posibilidad de vivir formas superiores de conciencia en el complejo de relaciones y de valores que es la vida de la cultura. Retrocediendo al tema de la diferenciación y la relación sexuales, podemos ver un ejemplo claro de la idea enunciada. Si el varón es polígamo por naturaleza, tenderá a conquistar hembras en el mayor número. Mientras le domine el instinto originario, apenas si tendrá sentido para otros estímulos que los corporales ni para otras emociones que las de la sensualidad. Es posible que esta   —652→   concupiscencia de variación le lleve a la saciedad; luego, al embotamiento sicológico y la depresión vital, cuando no a complicarse en situaciones desesperadas e inconfesables. He aquí un modo de comportarse infrahumano. Pero hay lo que se llama la superioridad del instinto. Junto al impulso sexual genérico, un hombre experimentará el vario goce de las emociones sicológicas del trato amoroso. En este trato con el bello sexo verá no sólo la hembra, sino principalmente la mujer, esto es un ser dotado de intimidad y de personalidad; verá que nada eleva tanto el tono de la existencia como el saber gobernar nuestra economía orgánica y con ello lo mejor de nuestras facultades.

El individuo que viva esta experiencia de dirección de los impulsos y de estimulación de los sentimientos habrá, pues, de hecho superado los estados de conciencia inferiores, aquellos que se reducen a la avidez y la embriaguez de la sensualidad sin espiritualidad. No se trata de aquel género de relaciones que solemos llamar amor platónico, ni tampoco de que lo sexual degenere en pasión romántica. Se trata de que el sentido erótico inmanente a la vida propicie un enriquecimiento interior de la propia vida, el ennoblecimiento de la convivencia social. Porque resulta tristemente depresivo para la dignidad de la especie de disociar lo sexual de la noción de relación humana, o sea, de que el acto en que culmina la intimidad de dos seres tiene una conexión estructural con la vivencia básica de la persona. Darse corporalmente no es entregarse personalmente. Hay que insistir siempre en que la persona es el centro activo que impulsa al individuo -hombre o mujer- a superar sus impulsos biológicos por actos valiosos compensadores.



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Bienes y valores

Esto de actos valiosos nos sitúa ya en el punto en que podremos ver convergiendo hacia una significación unitaria lo que hay de múltiple en la naturaleza y la cultura humanas. La manera mejor de comprenderlas es darnos cuenta de que toda la estructura interna de la vida se reduce al complejo de bienes y valores. La profusa literatura existente sobre esta materia concluye con ciertas grandes clasificaciones estimativas: valores vitales, valores espirituales lo intelectual, lo moral, lo estético, valores materiales o económicos y valores religiosos.

Tocante a los valores vitales, podemos decir que todos se resumen en la condición o situación llamada salud. Estar sano, tener vitalidad constituye el bien primario del hombre. Lo que perturba de algún modo esa situación se denomina con exactitud malestar. Todo el que siente que en cualquier región de su organismo hay ruptura del ritmo vital, la cual de ordinario se traduce   —654→   en dolor, reconoce hallarse enfermo. Nada más inexacto, según esto, que la aserción de algunos de que toda mudanza de cada estado presente es patológica. Sobre el concepto de ritmo vital descansa la fluencia de vida de las edades, y nadie pretenderá negar que lo mismo que el niño y el joven pueden el hombre maduro y el anciano gozar de buena salud, no obstante las profundas diferencias orgánicas y funcionales operadas en el tiempo. Y correlativamente con estas diferencias actúan también las síquicas, pudiendo en cada edad ser normales sus manifestaciones. Lo patológico existe cuando un joven, por ejemplo, representa el tipo de sicología de un viejo, o viceversa. Partiendo de esa consideración, hay una moral de las edades. Inútil será agregar que, por todo lo expuesto, el cuidado de la raza -defensa biológica- se ha erigido también en norma de razón y en factor de cultura.

Los valores espirituales, supuesta la condición biológica de no sentirse enfermo, cosa muy distinta del ideal de un organismo sano, dan materia para que las funciones síquicas alcancen caracteres cada vez más elevados o complicados en la convivencia humana. En el estado actual de acumulación y difusión del saber, y cuando la democracia reafirma entre sus postulados el de la educación del mayor número, el problema de la docencia en su aspecto básico -la escuela- y el del fomento de la especialización de las capacidades -connatural y progresiva división del trabajo- representa un vasto sector en los dominios culturales. El conjunto de las instituciones que busca disciplinar al hombre, regular y enriquecer su existencia colectiva, viene a constituir el motor cuya potencialidad se llama organización de la cultura.

Asunto vital para un país será, pues, el de ir ampliando y reformando las condiciones ambientes preestablecidas, en términos que la vida individual y el régimen social alcance grados cada vez superiores. Sin este sentido de las circunstancias sociológico-históricas, tendremos apenas un intrascendente progreso institucional medio, en lo enseñante, y un disputar feroz y estéril de los   —655→   ismos, en la actitud ideológica. La incapacidad de comportarse bien y de entenderse es el síntoma auténtico no de que los seres humanos tengan diversa índole y piensen de manera distinta, sino de que la educación no ha logrado en ellos su esencial objetivo: el hacerlos razonables. Y ser razonables o, dicho en otros términos, ser comprensivos, en cualquier plano de intereses, equivale a poseer el instrumento moral imprescindible para impulsar la cultura y favorecer una democracia ascendente.

Importa, en consecuencia, anotar que el cultivo mental y la capacitación especializada no son bienes absolutos. El simple «saber cosas» o el dominar una técnica pueden valorarse como cualidades y como medios para los propios o comunes fines utilitarios. Pero no conseguiremos representarnos la calidad espiritual de un individuo o de un grupo sino colocándolos en la escala valorativa del conjunto social, determinada por las peculiaridades y los propósitos inherentes a cada estadio de convivencia. En el engranaje de los intereses y las conductas que llamamos estructura social hay, pues, siempre un eje para garantizar el equilibrio inestable de la existencia colectiva: es el sentido moral. Sobre las fuerzas impulsivas, individuales o profesionales o naciones, que desarrollan la civilización, se cierne siempre un principio dinámico superior, mediante el cual concebimos la posibilidad de una vida común ascendente. La lucha de todos contra todos, de que nos hablara Hobbes, menoscabando el contenido de voluntad de cultura de la misma, no excluye, y antes supone la orientación hacia un orden jurídico y moral de la totalidad. Justamente, la misma táctica con que los egoísmos y ambiciones de toda laya hacen un arma de lo moral o lo legal para defender o contrarrestar posiciones implica el mantenimiento de aquel concepto de un orden integralmente garantizador.

Y es que el valor de los valores humanos radica en el hombre mismo, cuya vida está condicionada por su propia disciplina. La fenomenología de esta disciplina se traduce, por tanto, en el proceso de la conciencia cultural;   —656→   proceso que variará según la raza, el pueblo, la época de que se trate. Ideas, costumbres, instituciones, régimen jurídico corresponderán al grado de la capacidad valorativa dominante. Entonces se explica la infinidad de formas en los dominios cognoscitivos, morales, artísticos, religiosos, etc., que caracteriza la vida llamada espiritual. Y la visión de este hecho nos suministra el dato de lo fácil que es confundir espiritualidad -dominio sobre las zonas inferiores de la existencia- con ejercicio del intelecto o expresión de estados anímicos que en veces acusan precisamente el sacrificio de valores superiores en la conducta humana. Así se explica también que en todo tiempo, y más en período de madura civilización, se haya hablado de anarquía intelectual, de doctrinas disolventes, de moralidades perversas, de arte morboso, de religiones sanguinarias y feroces. Frente al tropel de tensiones y de acciones que es toda comunidad humana, la espiritualidad significará algo idealmente orgánico normando la vida, o no será nada.

Y que el progreso de la espiritualidad ha estado bien lejos de corresponder al gigantesco avance de la técnica científica y sus complicadas proyecciones económicas lo demuestra la dramática realidad histórica del presente. El materialismo estuvo antes en los poderes determinantes del régimen existencial moderno que en las mentes que invocaran los hechos para plantear la doctrina del determinismo económico. Y puesto que la crítica de este régimen llegaba a lo íntimo de la conciencia vital de la mayoría de los humanos, debía venir el desencadenamiento de fuerzas expresivas de un estado de cultura inferior, pero por ello mismo delatoras de la responsabilidad de los poderosos y anunciadores de posibilidades de una más humana vinculación en el futuro. La preponderancia de la parte subjetiva -moral del resentimiento- en la actitud y la expresión es lo inevitable en quienes poco o nada han aprendido sobre la complicada estructura de la sociedad. Pero la significación de tan fulminantes reacciones sicológicas, compartidas patéticamente en común, reside en que les va dando a las masas creciente participación en aspectos que antes no habían   —657→   entrado en su esfera, o sea, en que van adquiriendo sentido para los caracteres y los nexos íntimos de aquella estructura y ensanchando así el círculo de la vida síquica propia. La conmoción tiene, pues, en el fondo, un alcance y una dinámica espirituales. Se concibe que, si muchos hablan de la rebelión de las masas, porque se fijan sólo en sus gestos de exclusividad combativa, en que la negación de los valores llamados burgueses entra por mucho, haya otros para quienes el sentido humanista de la contienda social merece la consideración preferente.

En efecto, lo que se atisba a través de la maraña de criterios y actitudes en boga es que el sentimiento del derecho a una nueva forma de existencia se presenta en las clases proletarias bajo un impulso significativamente unitario. Y cuando un fenómeno tal acontece, es que también una nueva conciencia moral se dispone a vivir la comunidad humana. No en vano se ha repetido tanto que la cuestión social es una cuestión moral. Si fuera el lugar oportuno, quedaría aquí en claro, conforme a lo dicho, cuán incomprensivo es considerar la economía como algo externo e instrumental en la sociedad. Como la simple y espontánea o intervenida asociación utilitaria de los individuos. No; la economía no es una simple estructura orgánica de medios -prefines, los denominan algunos- para los altos fines sociales. En vez de decir que está al servicio de la vida, parece lo exacto afirmar que corresponde al fondo de la vida misma. Si sus resultados se resuelven en producción y circulación, y alrededor de esta doble función social gira el maremágnum de aspectos de la vida -capital y trabajo, suelo y máquinas, ciencias y técnica, progreso y miseria, profesiones e instituciones, intereses de clases e intereses de estados- resulta forzoso convenir en que únicamente una valoración normativa de tan dispersos y entrecruzados elementos puede acercarnos a la comprensión y dirección del conjunto cultural.

Dentro de este orden de ideas, de marcado carácter sicológico e histórico, si queremos intentar un modo de   —658→   síntesis de los esquemas fundamentales constitutivos de aquel conjunto, cabe enunciar que economía y sociedad y estado representan indivisamente ahora el primer plano para la conciencia cultural en marcha. Se ha complicado la conexión de sentido de los intereses y las conductas humanas. Son fenómenos de crisis en la cultura, en que se hace imposible arribar a una relativa fijación de sus contenidos. De ahí lo escabroso e inseguro del terreno en que han de actuar el economista, el sociólogo, el hombre de Estado. La política económica, la política social o pedagógica y la política estatal e internacional han llegado a ser algo de que ninguna persona consciente puede creerse excluida; algo que la encadena a su propio destino y la obliga por lo menos a un redoblamiento de la emoción vital. En la realidad misma, por esto, se busca un cauce de entendimiento colectivo, antes que en el despliegue de las doctrinas y los planes de acción.

Si las doctrinas político-sociales aturden al hombre y lo sumen en la mera pluralidad de su existencia, con las doctrinas religiosas ocurre algo más grave. Observa Romain Rolland que, en el mundo cristiano, el escollo para la comprensión mutua entre los hombres suele ser la palabra Dios; es decir, aquello que precisamente tenía la misión de unirlos. Todo porque no se ha comprendido su significación, porque se la ha despojado de su espíritu. En vez de entenderla -concluye- como la realización interior creciente de lo que concibe de más alto la naturaleza humana, hemos confinado la religión en un cuerpo de sacerdotes, en las sectas, en los templos, en los libros, en los dogmas, en las ceremonias, en las supersticiones... La disciplina espiritual se ha confundido con devoción sentimental, la voluntad de perfección con uniformidad de sumisión. Cualquiera disonancia externa conduce entonces a la intolerancia interna, la cual comporta la ausencia de espiritualidad.

Lo que pasa es que una disposición interior de tal calidad no arraiga fácilmente en el limo convulso de la sique humana. Siempre fueron raros los temperamentos   —659→   específicamente religiosos, aquellos que como seres sociales viven su fe en la profunda realidad normativa. Porque el núcleo de esta realidad para todo creyente está en que abarca o comprende el Bien Sumo; esto es, la suprema y eterna realización de la persona. La idea de Dios se da en forma de sentimiento metafísico de un centro último de valoraciones, suscitado como ideal a la existencia humana. En este caso, no se trata de un antropomorfismo, sino de la vivencia de un concepto de plenitud que es la personalidad. La verdadera conciencia religiosa es, pues, fundamentalmente, de significación moral viviente. El hombre de temple religioso pondrá un acento de dignificadora elevación personal en los contenidos de la vida entera.

Pero las más de las gentes hacen, ciertamente, de la religión un cultivo místico-romántico en el que todo referirse a los seres divinos se agota por lo común en la imploración de amparo para las necesidades y conflictos del vivir cotidiano. Los valores religiosos se confinan a un orden de emociones individuales, no de intuiciones de significación ética. Entonces la religión degenera en antropomorfismo, en proliferación de actitudes sectarias y devotistas. De aquí la distinción de religión y religiones. La una es intuición de un valor supremo, comprensivo de todos los valores espirituales; las otras son concreción de esa certeza intuitiva en doctrinas, cultos y organizaciones jerárquicas. La religión es un complejo de vivencias individual, en que la aproximación a lo divino y la interna necesidad de perfección moral dentro de los estados mudables de la vida implican algo correlativo; las religiones son pensamientos sobre la divinidad, símbolos intelectualistas. Por eso de muchos creyentes cabe decir que son irreligiosos, porque toda su religiosidad se limita a creer doctrinas religiosas, a seguir rutinariamente las formas del culto. Por eso igualmente se infiere que no tiene sentido la cuestión de la verdad de la religión. Ésta puede ser de mayor o menor autenticidad, de mayor o menor profundidad.

En el plano de las normaciones sociológicas, volvemos, pues, a ver que los valores humanos, en su infinita   —660→   multiplicidad, no son independientes entre sí, aunque responden esencialmente a medidas de intensidad y grados de jerarquía. Si la producción de la cultura tiene una raíz antropológica, el ideal de esa cultura consiste en el poder de ir informando de sentido moral la vida toda. Quien puede, debe: es el gran postulado comprensivo de la verdadera estructura humanista de la existencia. Naturaleza y espíritu, diferencia en las capacidades humanas y ordenación de justicia de su ejercicio vienen a compenetrarse en formaciones culturales progresivas. Valores individuales, valores nacionales y valores universales resumen así el problema cultural en conjunto.



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Hacia el mañana milenario

Y aquí está la esencia de la actualidad de este problema en el mundo. La oposición de intereses dentro de cada esfera de aquellos valores y el conflicto y al propio tiempo la conexión entre todas ellas, pues hay un sentido de cultura universalista, condición del moderno concepto de humanidad, han llevado la vida a una tensión de fuerzas tal que aun los capaces de mirar lejos encuentran que representa el momento más difícil para la familia humana.

A mi entender, contribuye a esta impresión de desconcierto y a esta especie de pánico universal el que olvidamos que, para llegar al presente estado de convivencia, ha necesitado el hombre una enormidad de millares de años. Subconscientemente discurrimos como si estuviese próximo el remate o coronamiento de la evolución humana. Aplicamos al proceso de vida de los pueblos y de la humanidad el criterio de medida temporal de nuestras caducas existencias individuales. No advertimos   —662→   que el vivir de nuestra época ocupa un punto microscópico en cierta manera intermedio entre milenios transcurridos y otros por transcurrir.

¿Qué sentido tiene esto? Un sentido plenamente educador. No se pretende la adopción de un temperamento dilatorio en la lucha por la cultura. Se quiere que nos demos cuenta de que la vida histórica está condicionada por las limitaciones de su propia complicación de desenvolvimiento y de que resulta contraproducente pretender forzarla con un sentido de temporalidad particularista. El concepto de la política se agita dentro de esta atropellada exigencia de actualismo, creyendo en órdenes de vida absolutos, y por eso, frente a la estática de la tradición, cunden los arrebatos demoledores y los regímenes de violencia. Pero ello acusa lo parcial y precario, y la honda realidad es la odisea de las generaciones en experiencias siempre renovadas.

Si comprendemos que el orden de vida natural de la especie humana se opera milenariamente, el concepto de evolución y duración de ésta en el mundo hará entonces que nuestra batalladora impaciencia se modere y nuestro pesimismo se muestre un tanto atenuado y esperanzado. En la valoración de la cultura ya no nos sentiremos cercanos a la catástrofe ni tampoco nos ilusionaremos con la aproximación a un estado ideal. Ni teología de la historia, ni endiosamiento del Estado abatiendo la personalidad y arrebañando a los hombres en una sistemática dirección. ¡De esta suerte, la voluntad de dominio, que ha sido el acicate de la lucha eterna entre los individuos y entre los pueblos, se sublimará en dominio de la voluntad, para que cultura y vida culminen algún día en humana espiritualidad casi plena!