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ArribaAbajoDoctor Leopoldo Pino


ArribaAbajoAlegato en el juicio seguido por la señora Dolores Jiménez viuda de Sucre y Benigno S. Calderón contra el Banco de Crédito, por dinero
1900


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Señor Presidente:

La sentencia pronunciada por la Corte de Guayaquil en la causa que, contra el Banco de Crédito Hipotecario, siguen L. Benigno S. Calderón y doña Dolores Jiménez v. de Sucre, es por todo extremo injusta.

Atentos los términos de la demanda y de su contestación, el asunto debe considerarse bajo los siguientes puntos: 1.º Si el ejercicio del contrato de mandato es compatible con la personalidad jurídica, esto es, si una persona jurídica puede ser mandatario; 2.º Si dada dicha compatibilidad, los términos de las estipulaciones constantes en las respectivas cláusulas de las escrituras de fs. 45-59 encierran mandato; 3.º Si, dada la misma compatibilidad, el Banco ha podido ser mandatario; 4.º Si, a existir mandato, el Banco es responsable de la culpa que se le imputa; 5.º Si, en el mismo supuesto, es procedente la acción deducida; 6.º Si, son admisibles las excepciones; y 7.º Si los fundamentos de la referida sentencia tienen algún mérito legal.

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I

¿El ejercicio del contrato de mandato es compatible con la personalidad jurídica, esto es, una persona jurídica puede ser mandatario?

Ante todo, oigamos al inteligente defensor de los demandantes, quien ha reasumido, acertadamente, lo que es en sí el contrato de mandato. «El mandato es por su naturaleza un acto de absoluta confianza», dice a fs. 87. «Encarga el mandante la gestión de uno o más negocios, por su cuenta y riesgo, a otra persona que se denomina mandatario; y al conferírsela, espera de la buena fe de este último que la desempeñará cumplidamente, como si fuese asunto propio suyo. El apoderado es, moralmente, la persona del poderdante; por él habla; a nombre de él contrae las obligaciones que han sido objeto del mandato. Nadie impone al mandatario el deber de admitir el encargo que se le confiere; libre es de rehusarlo, pero si lo acepta, queda estrictamente obligado a desempeñarlo en todas sus dependencias, con los cuidados y previsiones que debe emplear un buen padre de familia. Ésta es la regla absoluta del contrato, impuesta por la confianza que el apoderado ha recibido del mandante y que no es lícito burlar en ningún caso». Nadie osaría contradecir al doctor Peña, sin exponerse a ser calificado como ignorante en punto a lo que es en puridad, el contrato de mandato; pero eso mismo que ha dicho el defensor contrario da a conocer, de modo evidente, que el ejercicio del mandato es incompatible con la personalidad jurídica, o sea que una persona jurídica no puede ser mandatario.

Los expositores del Derecho Romano, como Ortolán, Gómez de la Serna y otros, siguiendo al jurisconsulto Paulo, originan el mandato en la religión, en la amistad y en la benevolencia entre los contrayentes de ese contrato; porque, como es, en efecto, una manifestación de la más absoluta confianza, sin fe en el cumplimiento del encargo, sin seguridad en la capacidad del encargado, sin   —265→   contar con su voluntad, es imposible confiar a otra persona la gestión de negocios propios. Sí, la confianza absoluta por parte del mandante; la capacidad de la persona que se llama mandatario, su propia voluntad, son constitutivos esenciales del contrato de mandato, como que sin dicha confianza, capacidad y voluntad, tal contrato no puede tener existencia jurídica, pero ni razón de ser.

La capacidad, la voluntad de la persona del mandatario tienen de ser, por la naturaleza, misma del mandato, propias suyas. El mandatario por sí, no por medio de otra persona, ha de gestionar; pues, a faltar este requisito, faltan la confianza del mandante, la capacidad, la voluntad del mandatario, toda vez que pugna con los principios y hasta con el buen sentido depositar confianza para la gestión de negocios propios en quien no es capaz de obrar, ni cuenta con voluntad para ello.

Un Banco, el de Crédito Hipotecario, por ejemplo es, no hay duda, una persona jurídica. Como tal, no tiene capacidad para obrar por sí, ni cuenta con voluntad para ello; y veamos por lo tanto si puede ser mandatario.

El art. 534 del Código Civil define lo que es persona jurídica. «Se llama persona jurídica», dice el inciso 1.º, «una persona ficticia, capaz de ejercer derechos y contraer obligaciones civiles, y de ser representada judicial y extrajudicialmente». La persona jurídica es, pues, sólo una ficción del derecho, que existe únicamente para un fin jurídico; el cual no pasa de ser relativo al derecho de bienes y a la capacidad de poseerlos, según las prescripciones de la ley.

La persona jurídica, por el mismo hecho de no ser sino ficción del derecho, es incapaz de obrar por sí; es, como si dijéramos, ajena a toda voluntad, a toda libertad. Tal persona está sujeta siempre y por siempre a representación ajena; porque, por su misma naturaleza, no es para pensar, ni para sentir, ni para querer; y, por consiguiente, en ningún caso puede equipararse a un ser inteligente y libre, esto es, a la persona natural, al individuo.   —266→   De aquí que las relaciones jurídicas de esa supuesta personalidad, tienen de ser limitadas, bien a sólo los objetos para los cuales ha sido reconocida por el derecho, bien a los que se compadezcan con la personalidad puramente ideal, con la ficción hecha por la ley.

El ejercicio del mandato supone necesariamente la capacidad del mandatario para obrar por sí, sin intervención de otra persona llamada o no para representarlo; y de aquí que la ley se refiere siempre, en sus disposiciones, a persona natural, como que es la única que puede gestionar en representación ajena. Y, si no, fíjese la atención en cada uno de los artículos del título vigésimo nono del libro cuarto del Código Civil, y se verá que, aplicados a las personas jurídicas, se oponen no sólo a los principios de jurisprudencia, sino hasta al buen sentido.

Tratándose de personas incapaces, el art. 2.115 comporta la única excepción. «Si se constituye mandatario a un menor o a una mujer casada», dice, «los actos ejecutados por el mandatario serán válidos respecto de terceros, en cuanto obliguen a éstos y al mandante; pero las obligaciones del mandatario para con el mandante y terceros no podrán surtir efecto sino según las reglas relativas a los menores y a las mujeres casadas». El menor y la mujer casada son, pues, las únicas personas que, siendo incapaces para representarse por sí, pueden gestionar como mandatarios; pero esto, siempre con las limitaciones expresadas en el propio artículo, esto es, siendo válidos los actos ejecutados sólo en cuanto obliguen a terceros y al mandante; debiendo, por otra parte, sujetarse las obligaciones del menor y de la mujer casada mandatarios a las reglas generales relativas a los menores y a las mujeres casadas.

Las disposiciones del Código de Enjuiciamientos son todavía más claras, si cabe, respecto de que el mandatario no puede ser otra persona que la natural. El mandato confiere de hecho la facultad de representar al mandante, ora en la ejecución de actos, ora en la celebración de contratos, ora en los asuntos que exigen trámites   —267→   o procedimientos judiciales; ¿y será dable que quien, como una persona jurídica, no puede gestionar y parecer en juicio por sí, pueda, con todo, hacerlo en nombre de otro? La respuesta no es difícil ni se hace esperar, toda vez que, atenta la naturaleza de las personas jurídicas, es de toda imposibilidad imposible el que puedan obrar por sí mismas ni aun en sus negocios propios. Ellas tienen de estar representadas, necesariamente, en todo acto, en todo contrato que les sea permitido; y, por lo mismo, no es posible ni suponerse la capacidad de tales personas para el contrato de mandato.

El Banco está sujeto a la representación de su gerente. Éste obra por él, como el padre de familia por el hijo que le está sujeto a la patria potestad, como el tutor o curador por sus pupilos; y así como sería absurdo imaginarse un mandato legalmente constituido entre un hijo de familia o un pupilo y los demandantes, para que tal mandato se ejerza, respectivamente, por el padre o guardador de los primeros; así es absurdo suponerse siquiera que entre el señor Calderón, la señora Jiménez v. de Sucre y el Banco se estipuló un mandato legal para que lo ejerza el Gerente del último.

No, no hay, no puede haber mandato en la estipulación entre los actores y el Banco; y en no habiéndolo, la demanda, fundada en ese contrato, es a todas luces temeraria.




II

¿Dada la compatibilidad del mandato con la personalidad jurídica, los términos de las estipulaciones constantes en las respectivas cláusulas de las escrituras de fs. 45 y 59, encierra mandato?

«Declaran los deudores», leo en la cláusula quinta de la escritura de fs. 45, «que los fundos no están sujetos   —268→   a ninguna condición resolutoria ni rescisoria... Convienen el señor Calderón y su esposa en que el Banco puede demandar el total de la deuda con los accesorios que se expresan en el art. 2.º, si los deudores enajenan los predios o constituyen sobre ellos algún otro gravamen mientras subsista esta hipoteca; y le autorizan para hacer asegurar contra incendios las casas hipotecadas por la suma de seis mil quinientos sucres, y para cobrar directamente y a beneficio del mismo Banco la indemnización en caso de siniestro. Los deudores se obligan a renovar el seguro por igual o mayor suma un mes antes de que termine el contrato, o a pagar el premio al Banco, que podrá hacer periódicamente su renovación, hasta que se haya cubierto la deuda. Los gastos que cause el seguro y los intereses del uno por ciento mensual desde el día en que aquéllos se hagan, serán de cuenta de los deudores, y si éstos no les reembolsan en el acto que el Banco les presente la cuenta, que no será rechazada sino por errores aritméticos, o no satisfacen con un mes de anticipación el premio del seguro, quedará facultado el Banco para demandar inmediatamente el capital íntegro con los accesorios que expresa el artículo segundo». Y el art. 7.º de la propia escritura, dice: «Los deudores declaran que conocen y se someten a los estatutos vigentes del Banco de Crédito Hipotecario, y que especialmente que están instruidos y cumplirán en la parte que les toque lo que dispone el título cuarto que trata de los préstamos y su recaudación, así como el decreto legislativo de 6 de agosto de 1869 sobre fundación de Bancos Hipotecarios y las demás leyes que se relacionan con la hipoteca y deuda, y que renuncian todo derecho contrario a las que al Banco favorecen». Lo transcrito dicen, también, las cláusulas 5.ª y 6.ª de la escritura de fs. 59, sin más diferencia que la relativa a la suma valor del seguro.

Vese, pues, que los demandantes, conocedores de los estatutos del Banco, lejos de estipular un mandato, se sometieron a las disposiciones de los arts. 16 y 17 de dichos estatutos; los cuales encierran una condición impuesta,   —269→   por parte del Banco, a todos sus prestamistas, condición que por ningún respecto envuelve un mandato.

Es de esencia del mandato que el mandatario ha de arreglarse, en su procedimiento, a las instrucciones del mandante, quien, como dueño del negocio encomendado, es árbitro para disponer libremente en todo lo relativo a la ejecución del encargo. En el caso, los supuestos mandantes ninguna libertad tenían; y en vez de ella, estuvieron obligados a respetar los estatutos, así como a sujetarse a todo lo dispuesto en ellos. Ninguna instrucción, ningún precepto les era potestativo a los prestamistas; todo lo relativo al seguro, así por lo que hace al precio del aseguramiento, como por lo que concierne a la elección de la Compañía aseguradora, se impuso por el Banco a sus deudores D. Benigno S. Calderón y doña Dolores Jiménez v. de Sucre; imposición que no tuvo una forma cualquiera, sino la de una ley a que los factores debían sujetarse necesariamente desde al celebrar los respectivos contratos. Y quien puede afirmar que en lo pactado entre los demandantes y el Banco hay el contrato enteramente consensual mediante el que una persona confía la gestión de sus negocios a otra que debe ajustarse a las instrucciones que se le impartan?

«Los préstamos de dinero o de cédulas no excederán de la mitad del valor libre del inmueble que se ofreciere en hipoteca, apreciados según las reglas del art. 18. Si el fundo fuere urbano, deberá estar asegurado contra incendios por Compañías de responsabilidad», dice el art. 16 de los estatutos del Banco; y el art. 17 de los mismos, reza: «Corresponde al Consejo de Administración designar la cantidad del aseguramiento y elegir la Compañía o Compañías que deban verificar el seguro. La póliza será endosada al Banco con conocimiento de la Compañía o de su agente. El Banco tiene la facultad de hacer en su nombre el aseguramiento del fundo urbano o renovarlo a su vencimiento, siempre por cuenta y riesgo del deudor moroso, cobrándole a éste la primera respectiva, el cambio, los intereses y gastos que se ocasionen. Esta condición se expresará en las escrituras que se   —270→   otorguen a favor del Banco. En caso de incendio exigirá el Banco directamente la indemnización de aseguramiento y la aplicará a la cancelación de su crédito». En virtud de estas terminantes disposiciones, el Banco procedió, por derecho propio, al aseguramiento de las casas de los actores; mas no, mil veces no, porque entre los contratantes hubiesen convenido en un mandato. Con voluntad o sin ella por parte de los demandantes, el seguro tenía que hacerse por el ministerio de una ley, antes que por las estipulaciones constantes en las escrituras de préstamos; y cualquiera persona ve en ello el cumplimiento de una cláusula condicional relativa a los contratos de préstamo, antes que la ejecución de un mandato.

«Se distinguen en cada contrato», dice el art. 1.434 del Código Civil, «las cosas que son de su esencia, las que son de su naturaleza, y las puramente accidentales». Son de la esencia de un contrato aquellas cosas sin las cuales, o no surte efecto alguno, o degenera en otro contrato diferente; son de la naturaleza de un contrato las que, no siendo esenciales en él, se entienden pertenecerle, sin necesidad de una cláusula especial; y son accidentales a un contrato aquellas que ni esencial ni naturalmente le pertenecen, y que se le agregan por medio de cláusulas especiales. En la estipulación pactada o convenida entre el Banco y los demandantes, la obligación de éstos concernientes a sujetarse a lo prescrito en los arts. 16 y 17 de los estatutos, altera por completo la esencia del mandato; luego, hablando con rigurosa lógica, este contrato, o no existe, o, cuando menos, degeneró en otro contrato diferente.

Como consecuencia de lo expuesto, la demanda fundada en un mandato deducido de lo estipulado en el art. 5.º de las escrituras de préstamos, artículo que no es sino la repetición de lo dispuesto en los estatutos perfectamente conocidos por los actores, es demanda de todo en todo inadmisible; y, por esto, el juez de primera instancia procedió con estricta sujeción a los principios que   —271→   informan el contrato de mandato, cuando lo desconoció en su sentencia.

Y contra ello, no vale la ilustrada disertación que, respecto de lo que es el mandato, contiene el capítulo primero del manifiesto de fs. 132; pues, para que tal contrato exista, no basta el que haya encargo de una gestión, sea que ésta interese sólo al que hace el encargo, o a éste y al que lo acepta, o a cualquiera de estos dos y a un tercero o a ambos y a un tercero, o por fin, a un tercero exclusivamente. El encargo e interés han de estar forzosamente unidos a los demás elementos que forman el mandato, esto es, a la capacidad de los contratantes, ora para estipularlo, ora para ejercerlo; a la libre voluntad, tal que, a encargarse uno de los negocios de otro, los dos procedan sólo por su querer; pero no en virtud de ajena voluntad, menos por imposición de una ley; al modo de obrar, según el cual el encargo ha de sujetarse a las reglas prescritas por quien hace el encargo, no al contrario, como pasa en la estipulación habida entre el Banco y los demandantes.

No he de contradecir al inteligente doctor Peña en lo que asevera relativamente al origen de las obligaciones, no en cuanto afirma que el Banco hizo el aseguramiento a nombre de los demandantes, ni menos sobre aquello de que en el mandato puede haber interés recíproco entre los contratantes; pero, apoyado en los más inconcusos principios, sí sostengo que faltando, como falta, la capacidad del Banco para ser mandatario; que dependiendo del encargo del aseguramiento, antes que de la voluntad de los actores, de lo prescrito por los estatutos del Banco; que siendo éste quien impuso las reglas de procedimiento en el negocio, faltan, sin que haya lugar a duda, los principales elementos constitutivos del mandato.

Las cláusulas quintas de las escrituras de fs. 45 y 59, escritas cuando los actores tenían perfecto conocimiento de los estatutos del Banco, revierten los elementos del mandato; y, revertidos, se alteró la esencia de este contrato, convirtiendo el encargo del aseguramiento en una   —272→   mera condición de los contratos de mutuo que aparecen en las propias escrituras. De aquí se sigue, sin esfuerzo alguno que, aun supuesta la capacidad del Banco para ser mandatario, no es posible encontrar el mandato fundamento único de la demanda; y, por lo mismo, salta a la vista la temeridad con que los demandantes han sostenido esta causa.

Nótese que lo dicho va en el no consentido supuesto de que pudiera desprenderse de cada cláusula de un contrato, otro y otros contratos, cual si cada parte del primero, cada una de sus estipulaciones tuvieran de considerarse como contratos independientes, antes que como condiciones de él en lo relativo a su ejecución y cumplimiento. Y digo en el no consentido supuesto, porque, al respecto, es incontestable el razonamiento con que mi inteligente e ilustrado co-defensor impugna semejante injurídica doctrina. «En primer lugar», dice a fs. 149, «llama la atención la singularísima doctrina de que las cláusulas que expresan las condiciones de un contrato han de crear por sí solas forzosa y separadamente otros contratos. El Banco de Crédito Hipotecario hizo préstamos a los demandantes y estipuló las condiciones a que tales préstamos debían someterse; una de ellas fue que las casas de las deudoras, habían de conservarse aseguradas, quedando el Banco facultado para hacer el aseguramiento. Ésta es una de las tantas estipulaciones consignadas en la escritura de préstamo; ¿y será posible suponer que cada una de ellas, por sí sola, contenga un contrato diferente del principal? Eso no es ni puede ser así; las condiciones de un contrato son simplemente dependencias de él, participan de su naturaleza, y existen mientras permanece vigente el contrato principal; no tienen, diré, así, vida independiente, y es inútil buscar en cada una de ellas los constitutivos de los contratos, a que el Código Civil ha puesto nombres específicos».

Tan cierto es que no existe el mandato en que se apoya la demanda, que aun la misma Corte que pronunció la protectora sentencia de fs. 157 no se avanzó a contradecir al juez de primera instancia; el cual supo distinguir   —273→   la esencia de la estipulación de las fórmulas convenidas para llevarla a debido efecto, cuando desconoció, en su sentencia, ese especial mandato. La Corte de Guayaquil apeló, no hay duda, a suposiciones del todo aventuradas, para hacer pesar sobre el Banco la obligación que no aparece de la ley ni de los méritos del proceso; y de aquí que, lo repito, aun dada la compatibilidad del ejercicio del contrato de mandato con la personalidad jurídica, es inaceptable la demanda.




III

Dada la compatibilidad material del capítulo anterior, ¿el Banco ha podido ser mandatario?

«En todo contrato se entenderán incorporadas las leyes vigentes al tiempo de su celebración», expresa la regla 20.ª del art. 7.º del Código Civil; y, por lo mismo, en el celebrado entre el Banco y los demandantes, tienen de considerarse como agregadas las respectivas leyes bancarias, sin que el juez pueda prescindir de ellas, por ningún motivo, por razón alguna.

Así como el art. 15 de la Ley de Bancos determina las únicas operaciones a ellos permitidos, del mismo modo la ley especial sobre fundación de Bancos Hipotecarios enumera las únicas operaciones que les son potestativas, y el art. 2.º de esta ley reza: «Las operaciones de estos Bancos consistirán: 1.º En emitir, por un valor igual al de los préstamos, obligaciones o cédulas hipotecarias que produzcan intereses, y transferirlas sobre hipotecas constituidas a su favor. 2.º En recaudar las cantidades que deben pagar los deudores hipotecarios; 3.º En pagar con exactitud los intereses correspondientes a los tenedores de las cédulas hipotecarias; y 4.º En amortizar estas cédulas, a la par, por la cantidad que corresponda, según el fondo destinado a la amortización».

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Taxativamente determinadas por las leyes bancarias, las únicas operaciones permitidas a los Bancos, y no contándose entre dichas operaciones la de gestionar en virtud de mandato, pero ni de comisión, es estrictamente lógico y legal que el Banco no ha podido ser mandatario, ni aun supuesta la compatibilidad del mandato con la personalidad jurídica; y, por ende, es asimismo estrictamente legal y lógico que, aun considerada bajo este aspecto la demanda, ella es de todo en todo injurídica e inadmisible.

Y como lo expuesto es claro, al par que evidente, es inútil entrar en demostraciones que, al respecto, sólo conducirían a molestar la atención del Tribunal Supremo.




IV

Caso de existir un mandato legalmente pactado, ¿el Banco es responsable de la culpa que se le imputa?

Examinemos los hechos de los cuales, al decir del doctor Peña, se sigue, por consecuencia, la culpa por la que el Banco debe la indemnización de perjuicios demandada. Ellos, según las conclusiones deducidas por el defensor contrario, se reducen a los siguientes: 1.º El Banco Hipotecario atentas las relaciones que le unían a la Compañía Nacional de Seguros, no pudo contratar el seguro con esta Compañía; porque, al hacerlo, se constituía en asegurador, por la interpuesta persona de la Compañía Nacional, contra lo dispuesto en los arts. 2.131 y 2.132 del Código Civil. 2.º El Gerente de las dos Compañías estaba imposibilitado para ejercer la doble operación de mandatario de los asegurados y de asegurar, porque la prohibía el art. 300 inciso 2.º del Código de Comercio; 3.º Por ser mercantil el contrato de seguro, el mandatario tiene el carácter de comisionista; y, con tal antecedente, el Banco estaba afectado con otra prohibición, cual es la contenida en el art. 366 del Código   —275→   de Comercio; 4.º La renovación de las pólizas en la Compañía Nacional, después del desastre de febrero de 1896, cuando el Banco supo la pérdida del fondo de reserva; 5.º El Banco, después del incendio de febrero de 1896, debió proceder con mucha reserva para la renovación de las pólizas, exigiendo aun que los deudores hipotecarios señalasen expresamente la Compañía aseguradora; 6.º La responsabilidad del Banco, por tratarse de un mandato remunerado, debe ser más estricta; responsabilidad agravada, en esta vez, por no la notoria circunstancia del interés en favorecer y servir a la Compañía Nacional; 7.º El interés del Banco en favorecer y servir a la Compañía Nacional, hecho manifestado en el juicio de quiebra de la propia Compañía; 8.º El Gerente del Banco, lo fue también, de la Compañía aseguradora; y 9.º Las compañías extranjeras son más ricas de lo que fue la nacional.

Como la causa es de la mayor importancia para el Banco, puesto que, al ser desfavorable el fallo del Tribunal Supremo, se le haría responsable quizá de todo aquello que no alcanzó a cubrir la Compañía Nacional, paso a ocuparme en hacer breves observaciones sobre cada uno de los hechos puntualizados con arreglo a las conclusiones escritas por el doctor Peña.

§ 1.º

El Banco Hipotecario, atentas las relaciones que le unían a la Compañía Nacional de Seguros, no pudo contratar el seguro con esta Compañía, porque, al hacerlo, se constituía en asegurador, por la interpuesta persona de la Compañía Nacional, contra lo dispuesto en los arts. 2.131 y 2.132 del Código Civil.

Por estrechas, por íntimas que hubiesen sido las relaciones que existieron entre el Banco y la Compañía, ninguna ley, general o especial, prohibía al primero el   —276→   contratar con la segunda; y los arts. 2.131 y 2.132 del Código Civil son aplicables al caso que se discute, como pueden serlo las leyes del Japón. El art. 2.131 establece prohibiciones que no pasan de impedir, ora que el mandatario compre, para sí, las cosas que el mandante le ha ordenado vender, ora que el mandatario venda de lo suyo al mandante lo que éste le ha ordenado comprar. El art. 2.132 se limita, ya a facultar al mandatario para prestar su dinero al mandante, ya a prohibir al mandatario el tomar, para sí, el dinero que el mandante le hubiera facultado para colocarlo a mutuo. Y estas disposiciones especialísimas sólo para las prohibiciones expresadas, no son ni pueden ser aplicables a los aseguramientos estipulados entre el Banco y la Compañía Nacional, por más que hubiesen sido idénticos y hasta los mismos los intereses de los dos establecimientos. Nadie ignora que las disposiciones especiales no pueden ser aplicadas sino, exclusivamente, a sus respectivos casos; así como nadie desconoce que sacar reglas generales de dichas disposiciones es el mayor de los absurdos.

Establecer, pues, como hecho constitutivo de culpa el haberse contratado el seguro con la Compañía Nacional, no obstante las relaciones mantenidas entre ella y el Banco, es lo más irrazonable, de lo más injurídico.

§ 2.º

El Gerente de las dos Compañías estaba imposibilitado para ejercer la doble operación de mandatario de los aseguradores y de asegurador; porque lo prohibía el art. 300, inciso 2.º, del Código de Comercio.

El inciso 2.º del art. 300 del Código de Comercio, hablando respecto de las compañías en comandita por acciones y anónima, dice: «Los administradores no pueden tomar ni conservar interés directo ni indirecto en ninguna empresa, ni en ningún negocio hecho con la   —277→   compañía o por su cuenta»; pero esta disposición que se refiere únicamente al interés personal del administrador en las empresas y negocios de la compañía, no es para originar un motivo de culpa, muy menos para traer responsabilidad al Banco. En los casos de inobservancia de la disposición transcrita, el administrador es el único responsable; mas no la compañía, toda vez que la ley no hace ni puede hacer pesar sobre la compañía los efectos de la violación de lo prescrito en ese inciso.

Según el art. 272 del Código de Comercio, por ejemplo, prohíbese, a los socios de una compañía en nombre colectivo, tomar interés en otra compañía que tenga el mismo objeto que aquella de la cual son socios; pero si de hecho se infringe esta prohibición por alguno o algunos de los socios, la compañía no incurre en ninguna responsabilidad; y, en vez de ello, tiene a su favor los derechos concedidos por el art. 274 del propio Código, esto es, bien el de retener las operaciones de los socios como hechas por cuenta de ella, bien el de reclamarlas al resarcimiento de los perjuicios sufridos.

En el asunto que se discute, si el administrador del Banco faltó, acaso, al inciso 2.º del art. 300 del mismo Código, el Banco, lejos de ser responsable de indemnización de perjuicios a favor de los demandantes, sí tendría derecho a que su gerente le indemnice los que le hubiere ocasionado. Y cualquiera que fuese, al respecto, la verdadera inteligencia del inciso aludido, es lo cierto que aun hecho el aseguramiento mediante la doble representación alegada por el doctor Peña, ello no es para originar culpa alguna por parte del Banco.

§ 3.º

Por ser mercantil el contrato de seguro, el mandatario tiene el carácter de comisionista; y, con tal antecedente, el Banco estaba afectado con otra prohibición,   —278→   cual es la contenida en el art. 366 del Código de Comercio.

«Se prohíbe a los comisionistas», dice el artículo citado, «representar en un mismo negocio intereses opuestos, sin consentimiento expreso de los interesados»; pero cualquiera echará de ver que esta disposición no es aplicable al punto de tela de juicio; 1.º Porque el Banco, ni aun supuesta la capacidad de las personas jurídicas para ejercer mandato civil o mercantil, no ha podido ni puede ser comisionista, ya que, según lo demostrado en el capítulo anterior, no le era, como le es, potestativo ningún acto, ningún contrato que no fuese de los taxativamente enumerados por las leyes bancarias. 2.º Porque, siendo el seguro en el recíproco interés del Banco y de los demandantes, como lo reconoce el mismo defensor contrario, no existe ni ha existido ninguna oposición de intereses; y 3.º Porque, aun dado que se encontraran intereses opuestos, el Banco, para proceder al aseguramiento, contó en el expreso consentimiento de los actores, como lo patentizan las escrituras de fs. 45 y 59.

Son, por lo tanto, de lo más aventuradas las deducciones que, con apoyo del referido art. 366, se ha permitido sacar el doctor Peña, a fin de demostrarnos la culpa del Banco por haber intervenido, como comisionista, en negocios de intereses opuestos.

§ 4.º

La renovación de las pólizas en la Compañía Nacional, después del desastre de febrero de 1896, cuando el Banco supo la pérdida del fondo de reserva.

Los demandantes tuvieron perfecto conocimiento de que el seguro se había contratado con la Compañía Nacional; y a no proceder ellos sí, con culpa grave, no han podido consentir en que el Banco hiciese la renovación de las pólizas, si acaso la pérdida del fondo de reserva   —279→   les inspiraba desconfianza, si no quisieron que la Compañía Nacional continuase como aseguradora, nada les era más fácil que acudir al Banco para que, en vez de renovar las pólizas, estipule un nuevo seguro con otra compañía; pero hecho ya el aseguramiento en una compañía que, no obstante el terrible desastre acaecido en febrero de 1896, contaba con todo su capital, ninguna razón de prudencia ni de esmerado cuidado le imponía al Banco el deber de levantar el seguro, para contratarlo con otra compañía nacional o extranjera.

Y contra esto no se alegue que, tocando al Banco la elección de la Compañía que debía asegurar las casas de los actores, éstos nada podían hacer por alcanzar que una Compañía extranjera, en vez de la Nacional, fuera la aseguradora; porque, si es verdad que el art. 17 de los estatutos atribuye al Banco dicha elección, ello no obstaba para quien o quienes hubiesen deseado que el aseguramiento se verifique en una compañía extranjera, así lo hubieran solicitado. Consta por confesión del señor gerente, que el Banco estipuló, en efecto, seguros no sólo con la Compañía Nacional, más también con las extranjeras.

No se alegue que la Compañía extendió sus operaciones hasta por seiscientos sesenta y dos mil ochocientos diez sucres con sólo un capital de doscientos cincuenta mil. Contra ésta tan inconsulta alegación de los demandantes, me limitaré a repetir lo que, con tanta justicia como verdad, se dijo a fs. 154. «No habría sociedad de seguros en el mundo», expresó el doctor Quevedo, «si hubiera de limitarse a realizar contratos por sumas que no pasaran del valor de su capital. En el campo mercantil, cada orden de negocios tiene sus reglas peculiares y su naturaleza característica que le distingue de los otros. Las compañías de seguros hacen pequeñísima ganancia en cada operación, y el negocio consiste en multiplicar el número de éstas. Las grandes compañías de seguros han extendido pólizas por sumas fabulosas que importan ochenta y cien veces su capital. Si el último incendio en Londres en la 'City', del cual recuerda   —280→   el demandante, hubiera abarcado una extensión como la que recorrió el fuego de Guayaquil, habrían tenido que sucumbir algunas de las poderosas compañías inglesas de seguros».

Y es de advertir que, por la misma naturaleza de los contratos de seguros, la ley no ha fijado ni podido fijar la relación entre el capital de las compañías y el monto de sus operaciones. Tal relación depende, en cada clase de seguro, de tantas y tan diversas circunstancias, que es de todo punto imposible determinarla; y si se ha de examinar imparcialmente la conducta observada por la Compañía Nacional, nadie podrá encontrarla incorrecta, por el mero hecho de haber ascendido a algo más del doble de su capital el valor de sus operaciones. Un capital efectivo de doscientos cincuenta mil sucres era más que suficiente para responder por ese valor, en casos de siniestros de los de ordinaria ocurrencia; y si se atiende a que la Compañía salvó del gravísimo incendio de febrero de 1896, sin más pérdida que la de su fondo de reserva, nadie podrá, asimismo, encontrar exagerado el importe de las operaciones verificadas.

La renovación de las pólizas en las circunstancias alegadas por los demandantes, nada, absolutamente nada arguye contra el Banco; y estoy cierto de que al Tribunal le será imposible deducir culpa grave ni leve, pero ni levísima, de la tal renovación.

§ 5.º

El Banco, después del incendio de febrero de 1896, debió proceder con mucha reserva para la renovación de las pólizas, exigiendo aun que los deudores hipotecarios señalasen expresamente la compañía aseguradora.

El Banco que sabía que para satisfacer todos los seguros comprometidos a causa de ese incendio, sin duda,   —281→   el más horrendo de cuantos hasta entonces habían acaecido, apenas si se invirtió el fondo de reserva de la Compañía Nacional, no pudo desconfiar de la solvencia de ella, para efectuar el pago de todos los seguros estipulados. Ni era posible prever que, a raíz de ese extraordinario acontecimiento, hubiera de sobrevenir otro que, como el de costumbre, había de reducir a cenizas la mayor y más rica parte de la ciudad de Guayaquil.

Si los diligentísimos demandantes algo previeron, si algo temieron de la Compañía Nacional, ¿por qué esperaron llamamiento expreso para acudir al Banco a señalar la nueva Compañía aseguradora? ¿Por qué no lo hicieron, siquiera sea obrando como proceden los que no incurren en culpa lata? ¿Por qué, si se creyeron mandantes del Banco, esperaron llamamiento expreso, para no más de darle instrucciones? ¿Qué hechos de los que se hace consistir la culpa del Banco? ¿Dónde la falta de la apetecida reserva, donde el deber de realizar el célebre llamamiento?

Ningún esfuerzo se necesita para convencerse de que cada una de las conclusiones puntualizadas como causas de culpa por parte del Banco, es, sobre aventurada, de lo más temeraria.

§ 6.º

La responsabilidad del Banco, por tratarse de un mandato remunerado, debe ser más estricta; responsabilidad agravada, en esta vez, por la notoria circunstancia del interés en favorecer y servir a la Compañía Nacional.

Tanto la demanda como toda la defensa de los demandantes, se parecen a lo del mandato remunerado, con agravación o sin ella. ¿En qué consiste la remuneración? El doctor Peña la hace consistir en que los estatutos del Banco exigen que el predio urbano se asegure   —282→   contra incendio, dejando al Banco la elección de la compañía aseguradora. Qué espléndida remuneración. Hasta aquí, yo había creído que la remuneración era algo así como dinero que el mandante da al mandatario por el servicio que le presta; pero que la tal consista en que el mandante tenga derecho para exigir que se asegure la casa hipotecada, eligiendo, a la vez la compañía aseguradora, es lo primero que ha llegado a mis noticias. ¿Qué dinero, ni qué cosa equivalente se pagó al Banco por haber contratado el seguro?

Sin embargo, como era preciso acumular conclusiones que demostraran la imaginaria culpa del Banco, un jurisconsulto de la elevada talla del doctor Peña ha apelado a razonamientos que, si buenos para sorprender a los Señores Conjueces de la Corte de Guayaquil, no pueden pasar, ni como efugios de una desesperada defensa ante el primero de los Tribunales de la República.

¿También se dejará sorprender?...

§ 7.º

El interés del Banco en favorecer y servir a la Compañía Nacional, hecho manifestado en el juicio de quiebra de la propia Compañía.

He aquí otra conclusión que, como las anteriores, pone tangible la absoluta falta de justicia por parte de los actores. Dado que el Banco hubiese tenido interés en favorecer y servir a la Compañía Nacional, de este hecho no puede seguirse que el Banco incurrió en culpa grave, ni leve ni levísima. Consta que la Compañía fue tan solvente, que hasta satisfizo, sin más pérdida que la de su fondo de reserva, todo el valor de los aseguramientos comprometidos por motivo del gran incendio de febrero de 1896; y como este hecho, según lo he demostrado, lejos de infundir desconfianza, era causa suficiente para lo contrario, el interés en referencia, nada significa   —283→   contra la muy arreglada conducta del Banco. ¿Ni cómo puede deducirse la culpa alegada, teniendo por fundamento el interés que, quizá, tuvo la una Compañía por el buen éxito de las operaciones de la otra? ¿Es prohibido, acaso, dicho interés?

Y eso de que el interés se ha manifestado en el juicio de quiebra de la Compañía Nacional, por cuanto los deudores hipotecarios fueron representados por el Gerente del Banco, es punto no sólo ineficaz para producir alguna sospecha de culpabilidad, sino que es hasta indigno para alegato, como hecho punible, por un abogado tan notable como el doctor Peña. En esto, como en todo, el Banco procedió con estricta sujeción a sus facultades, en uso de sus legítimos derechos; pues, atentas las estipulaciones relativas al seguro, él tenía el derecho de recibir, en su caso, el importe de éste, como que los aseguramientos cedían en su favor. En virtud de este indiscutible derecho, el Banco concurrió a la mentada quiebra, en lugar de los deudores hipotecarios; y, por el mismo derecho, antes que por favorecer y servir a la Compañía, estuvo entre los acreedores que figuraron en la quiebra.

Basta tener sentido común para conocer, a ciencia cierta, la sin razón con que los demandantes atribuyen imprudencia e imprevisión al Banco, cuando, a falta absoluta de fundamento racional, se acogen a pretextos que patentizan cuán aventurada es la demanda. ¿El Tribunal podrá aceptarla?

§ 8.º

El Gerente del Banco lo fue también de la Compañía aseguradora.

Ésta es la conclusión más fuerte de todos cuantos se le ocurrieron al defensor de los demandantes, para obtener que la Corte de Guayaquil admitiera la demanda.   —284→   Siendo Gerente de las dos Compañías el mismo señor Molestina Roca, éste debió saber, se dice que el seguro contratado era imprevisibo, e imprudente; pero no se echa de ver que la Compañía Nacional, antes que suministrar motivo de sospecha, había dado pruebas repetidas e irreprochables acerca de que era muy capaz de extender sus operaciones, sin exponerse a que se la tenga por imprudente. Está reconocido que el incendio de las nueve manzanas ocurrido en febrero de 1896, fue la desgracia más grande que, en ese género, había sobrevenido a Guayaquil; si para cubrir, por causa de este incendio, todas las pérdidas bastole a la Compañía su fondo de reserva, lo muy natural, lo estrictamente lógico era juzgar que el capital íntegro hacía del todo eficaz el seguro contratado respecto de las casas hipotecadas por los actores.

El incendio de octubre de 1896, direlo otra vez, fue tal, que hasta bien pudo hallarse fuera de la humana previsión; la cual, atentos los frecuentes ejemplos de incendios antes acaecidos, debía resistirse a consentir en que llegaría luego la hora en que la ciudad de Guayaquil había de ser casi extinguida por las llamas. Fue tal y tan enorme esa calamidad, que el mismo síndico de la quiebra de la Compañía Nacional, que sus acreedores no se avanzaron a calificar la quiebra de culpable, sino que, al contrario, la declararon y reconocieron como fortuita, según consta por el informe aprobado que se lee a fs. 80. E.

Por lo demás, si el señor Molestina Roca pudo o no desempeñar las gerencias de las dos compañías, no es asunto perjudicial al Banco, sea cualquiera el lado por el que se lo considere, pues, como ya lo he dicho, el art. 300 del Código de Comercio, ni ninguna otra disposición legal, han declarado que la contravención de los administradores en orden al impedimento prescrito en ese artículo, haga responsables a las compañías. Por lo mismo, caso de haberse violado el artículo en referencia, el administrador será el único que tenga de responder por su conducta ilegal; pero, por esto, el Banco no es ni puede   —285→   ser responsable, por ese hecho, ni ante sus accionistas, ni ante sus deudores, ni ante sus acreedores.

Las íntimas relaciones que, al decir de los demandantes, existieron entre las dos compañías, es hecho que sirve para justificar la conducta del señor Molestina Roca, sin argüir absolutamente nada en pro de los actores. En efecto, si los intereses del Banco y los de la Compañía se encontraban en las condiciones por ellos alegadas, no pueden suponerse que se hubiese verificado operaciones que, siendo favorables para el Banco, hubiesen sido faltas de previsión, de prudencia respecto de la Compañía Nacional; y antes al contrario, lo natural, lo lógico es presumir que el Banco no hubiese hecho operación alguna tendente a la ruina de la Compañía, desde que, a haber existido las estrechísimas relaciones de que habla el doctor Peña, habrían estado como confundidos en uno los intereses de las dos instituciones. Si el progreso de la una era, como si dijéramos, la prosperidad de la otra, ¿cómo puede ni suponerse que los aseguramientos hubiesen sido parte de negligencia, o de imprudencia o de falta de previsión por parte del Gerente de esas dos Instituciones? ¿Cabe, acaso, que por una ciega protección en favor de la Compañía Nacional, se hubiesen puesto en peligro los intereses del Banco, exponiéndole a su ruina? Ninguna culpa se deduce pues, del hecho que el señor Molestina Roca hubiese sido gerente así del Banco como de la Compañía aseguradora.

§ 9.º

Las compañías extranjeras son más ricas de lo que fue la Nacional.

Se ha reconocido que las compañías extranjeras cuentan con capital mayor del con que contó la Nacional; pero, entre esta diferencia de haberes y que fueren   —286→   culpables los seguros materia de esta causa, hay una distancia inmensa. Para saber si una compañía es, en general, más rica que otra, no basta conocer que el capital de la primera es superior al de la segunda; sino que, principalmente, ha de averiguarse el valor de las obligaciones así de la una como de la otra. Los demandantes saben que las compañías extranjeras tienen mayor capital que el que tuvo la nacional; pero en punto a obligaciones, conocen las contraídas por ésta, mas no las que pesan sobre aquéllas. ¿Y pueden presumir siquiera a cuánto monten los seguros estipulados por las compañías extranjeras? ¿Pueden saber si las operaciones de estas compañías son diez, cien o mil veces más valiosas que su capital? Nada; y, sin embargo, ahora que se trata de las consecuencias de un incendio que, como el de octubre de 1896, es un caso tan espantosamente desgraciado, que a ocurrir otro proporcional en Londres, por ejemplo, no quedaría en pie ninguna compañía de seguros contra incendio; se califica de imprudente una negociación hecha sobre bases conocidas, y que, a juzgarla por los resultados de los anteriores incendios de Guayaquil, hacía en un todo eficaz el aseguramiento.

Para los demandantes, si el Banco hubiera de serles responsable por perjuicios, la demanda, a faltar el pago del seguro, era en todo caso inevitable. Como ha sido imprudente contratar con la Compañía Nacional, hubiera sido hasta bárbaro el contratar con una extranjera, cuando era y es, para nosotros, imposible, de todo punto imposible conocer su verdadera situación. Las compañías extranjeras han pagado los seguros, no porque el valor de sus operaciones no exceda del capital con que cuentan, sino sólo porque, para ellas, el incendio de Guayaquil no tuvo las proporciones que para la Compañía Nacional; pero, repito, si en Londres hubiese ocurrido un incendio comparable en su magnitud con el de Guayaquil, las compañías inglesas hubieran quebrado, sin que los asegurados de allende y aquende los mares, se hubiesen podido cubrir quizá ni de un diez por ciento de sus créditos. La Compañía Nacional, según consta a   —287→   fs. 55 y 57, ha pagado un sesenta y dos y medio por ciento, suma que, atenta la enormidad del siniestro acaecido en octubre, antes que manifestar descuido, imprudencia, falta de previsión en los administradores, prueba todo lo contrario; lo cual se confirma más, si cabe, con la conducta observada por el síndico y los acreedores de la quiebra, quienes reconocieron, vuelvo a decirlo, que ella, la quiebra, era en un todo fortuita.

No, los hechos que suministran las conclusiones en que se apoyan los demandantes, no son para que se los considere como los generadores de la culpa, tan temerariamente imputada al Banco de Crédito Hipotecario; pues ni considerados uno por uno, ni tomados en conjunto demuestran que este establecimiento procedió al seguro sin la diligencia o cuidado de un buen padre de familia. Y esto es tan cierto, que el mismo doctor Peña, sin saber qué hacerse con su célebre cúmulo de conclusiones, sin saber qué disposiciones aplicarlas, no obstante, tantos artículos citados, al fin terminó con la originalidad de que el art. 2.116 del Código Civil, inciso 2.º es el llamado a dirimir la controversia, cual si en verdad existiese, no sólo un simple mandato, sino uno muy remunerado.

¿El Tribunal podrá declarar la culpa del Banco, haciendo aplicación del inciso 2.º del art. 2.116, el más formidable baluarte de los demandantes?




V

A existir mandato, ¿es procedente la acción deducida?

Según el inciso 1.º del precitado artículo 2.116, el mandatario responde hasta de la culpa leve en el cumplimiento de su encargo; esto es, responde por la falta de aquella diligencia y cuidado que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios. Cuando el Banco   —288→   hizo el aseguramiento en la Compañía Nacional, no incurrió en falta alguna, toda vez que no puede revocarse a duda el que esta Compañía no sólo no era para inducir sospechas de insolvencia, sino que, muy al contrario, fue digna de depositarle toda confianza, ya que hasta en un desastre como el de febrero de 1896, apenas si se comprometió el fondo de reserva. Y de aquí que el juez de primera instancia asentó una verdad incontrovertible cuando dijo, en el quinto fundamento de su sentencia, que la Compañía bien, muy bien pudo continuar su giro natural aun después de febrero de 1896, como si recién hubiesen comenzado sus operaciones; porque habiéndose salvado todo el capital, y siendo, por otra parte, limitar al plazo de un año las operaciones de las compañías de seguros, es evidentísima la observación con la cual mi codefensor demuestra a fs. 155, la indiscutible solvencia de la Compañía Nacional. Las compañías de seguros no tienen, en verdad, negocios arrastrados de años anteriores, sino únicamente los pactados en un mismo año. Toda operación de las compañías, todo aseguramiento, a no haber renovación, expira en el propio año; y es, por lo tanto, en un todo inexacto el razonamiento con que, a fs. 143-146, se pretende impugnar el fallo del juez a quo, asegurándose falsamente que arrebatado el fondo de reserva, la Compañía Nacional quedó con un pasivo como de 700.000 sucres al continuar sus operaciones después de febrero de 1896.

Suponerse que una compañía de seguros ha de limitarse en sus operaciones al monto de su capital, sin excederse en un centavo, es desconocer la naturaleza misma de estas instituciones de crédito para, cambiándolas de objeto, convertirlas en casas de beneficencia, como bien lo observa hasta el síndico de la quiebra. «De acuerdo con la disposición contenida en el art. 1.007 del Código de Comercio», leo a fs. 80, «presento el siguiente informe que os demostrará el estado actual de la quiebra de la compañía nacional de seguros. La causa de la quiebra aparece tan clara y evidente, que es inútil detenerse largo tiempo sobre ella. Una catástrofe espantosa como jamás se había visto en Guayaquil destruyó   —289→   la parte más valiosa de la ciudad e hizo desaparecer el capital de la compañía. A la administración de la sociedad no puede dirigirse cargo alguno. Las compañías de seguros por su naturaleza, si han de obtener lucro, por pequeño que sea, están en la necesidad de contratar seguros por cantidad mucho mayor que la que representa su capital. De otra manera esas compañías tendrían el carácter de casas de beneficencia, mas no de sociedades mercantiles. La Compañía Nacional de Seguros demostró prudencia absteniéndose de asegurar más de veintinueve mil sucres en cada una de las manzanas de la ciudad y no podía exigirse más de ella. Las razones anteriores manifiestan que, a mi juicio, la quiebra ha provenido de caso fortuito, y que no puede considerársele culpable a la administración. Las gestiones relativas a la quiebra han seguido hasta ahora con regularidad. El monto de los valores disponibles y de los que se hallan todavía por recaudar consta en el balance que acompaño a este informe. Muchos de los socios de la compañía fueron deudores a ella, han pagado ya el cincuenta y cinco por ciento que faltaba para completar el capital. En cumplimiento de mi deber y de acuerdo con la orden dictada por los señores acreedores, he iniciado pasos judiciales para cobrar lo que adeudan la señorita Amalia Franco y el señor Damián S. Medina. Como el activo de la quiebra del cual podemos disponer inmediatamente asciende a doscientos cincuenta y un mil noventa y seis sucres y nueve centavos, y el pasivo, reconocidos por la junta de calificación de créditos, cuatrocientos nueve mil doscientos catorce sucres cuarenta y cuatro centavos, quedando por ahora el sobrante de tres mil quinientos veinte y dos sucres veinte y cinco centavos para atender los gastos de la quiebra. Opino en este sentido porque no comprendo qué otra clase de convenio podría celebrarse. Verificado el cobro de lo que todavía deben unos pocos accionistas de la Compañía, podía hacerse un reparto adicional, lo que queda pendiente por tal concepto monta a 7.925 sucres». El señor Arrarte emitió este informe que, aprobado como fue por la Junta de Acreedores de la Compañía Nacional, vale toda una defensa   —290→   para el Banco demandado. El síndico y los acreedores reconocen aun así el derecho con que la Compañía extendió sus operaciones hasta un valor superior al de su capital, como que la quiebra era debida a causas completamente extrañas a las alegadas por los demandantes.

Ya observé que el monto a que las compañías de seguros pueden extender sus operaciones, no está ni puede estar determinado por la ley, ya que la relación entre ese monto y el capital de una compañía depende de circunstancias tan diversas, que es imposible determinarlas con la debida exactitud. Y hacer procedente la acción deducida porque la Compañía Nacional ha extendido sus operaciones hasta un valor superior al de su capital, es andarse fuera de lo justo y razonable. ¿Qué compañía de seguros podría organizarse si para asegurar Guayaquil, por ejemplo, fuera menester un capital equivalente, por lo menos, al valor de todas las obras públicas y particulares, inclusive el de cuanto en ellas se contenga? ¿Alguna de las compañías extranjeras cuenta acaso con ese capital?

Consta a fs. 81 la larga lista de las personas que, muy celosas en el manejo de sus negocios propios, contrataron con la Compañía Nacional. Ahí están los señores Seminario Hermanos, Adolfo Klinger, Felipe Baluarte, Eduardo Valenzuela Flor, doctor Julio Vásconez, Euclides V. Cabezas, doña Jesús Franco, que, entre otras más, han contratado con dicha Compañía, no obstante ser de indisputable competencia para el esmerado manejo de sus negocios propios. El Banco no tenía, pues, razón alguna para abstenerse de estipular los seguros causa de la demanda; y si obró no sólo fundado en la suficiente responsabilidad hasta entonces manifestada por la Compañía, sino aún más apoyado en el conocimiento y expreso consentimiento de los demandantes, es un absurdo suponer siquiera que el Tribunal Supremo de la República, juzgará admisible la acción instaurada a fojas primera. Y adviértese que contra lo expuesto es insuficiente y de ningún valor el capítulo 2.º del manifiesto de fs. 132, en que, con esfuerzos superiores, se pretende   —291→   desconocer que los actores aprobaron el seguro pactado con la Compañía Nacional.

Estoy en uno con el doctor Peña acerca de que, en general, no es necesaria la protesta del mandante contra los actos del mandatario, para que proceda la obligación de indemnizar perjuicios por negligencia en el desempeño del mandato; pero no puedo estarlo en cuanto a que los documentos de fs. 7-9 no manifiesten que los demandantes aprobaron la renovación del seguro en la Compañía Nacional. Sobre que el Banco estuvo facultado para hacer y renovar el aseguramiento, en la misma Compañía, bien por sus estatutos, bien por los contratos celebrados, es incuestionable que el pago a que se refiere los documentos de fs. 7-9 significa nada más ni nada menos, que una aprobación del nuevo aseguramiento; pues eso de que se diga, como se dice a fs. 139, que en los casos en que por ley se exige aprobación del mandante; ella ha de ser expresa, es absolutamente falso, por más que para tal afirmación se acuda a los arts. 2.131 y 2.133 del Código Civil.

Tengo expresado que de las disposiciones especiales no pueden sacarse reglas generales; pero, en la defensa del doctor Peña, lo contrario es un vicio que se nota a cada paso. Los arts. 2.131 y 2.133, bases del largo razonamiento contenido en el capítulo 2.º del manifiesto de fs. 132 y tendente a demostrar que los demandantes no aprobaron el seguro hecho en la Compañía Nacional, son aplicables sólo a sus casos especiales; mas no, de un modo general, a todo acto, a toda gestión del mandatario. Refiérense esos artículos únicamente a los casos de compraventa y de mutuo que ellos mencionan; pero no a ningún otro caso, ya que de lo contrario, tendríamos que para todo era menester la aprobación expresa del mandante, cosa que no ha estado ni podido estar en la mente del legislador.

Si se estipularon los contratos de fs. 46 y 59 sabiendo a ciencia cierta los señores demandantes que el Banco contrataba los seguros con la Compañía Nacional, como   —292→   así lo evidencia hasta la defensa misma del doctor Peña; si el Banco hizo los seguros y su renovación a costa de los actores, quienes satisficieron las respectivas primas; si la elección de la compañía aseguradora tocábale sólo al Banco, si por los estatutos, si por las escrituras; y si, no obstante todo lo expuesto, todavía los señores mutuatarios nada dijeron contra el aseguramiento ni contra la renovación de las pólizas, ¿cómo sostener que no ha existido aprobación de parte de los demandantes? La sentencia de fs. 114 asentó, no hay duda, una verdad incontrovertible, cuando expresó, en su tercer fundamento, que aun en la hipótesis de existir mandato en las estipulaciones entre el Banco y los actores, el procedimiento del primero nada tenía de incorrecto, ora porque el supuesto mandato le autorizaba para asegurar las casas hipotecadas en la Compañía Nacional, ora porque los deudores se conformaron con el seguro, como, en verdad, lo acredita el hecho de hacer valer como prueba los recibos de fs. 7, 8 y 9.

Aquello de que no es necesaria la protesta del mandante contra los actos del mandatario para que proceda la acción de perjuicios, punto acerca del cual, repito, estoy en uno con el defensor contrario, nada tiene que ver en el presente caso. No se ha alegado, por el Banco, la falta de tal protesta; lo que sí se ha alegado es: 1.º El conocimiento perfecto de los actores sobre que el seguro se estipuló con la Compañía Nacional; 2.º El pago hecho por ellos en virtud de tal estipulación; 3.º El perfecto derecho del Banco para hacer los seguros y su renovación; 4.º Las suficientes garantías ofrecidas por la Compañía Nacional, aun supuesta la repetición de incendios tan horribles como el de febrero de 1896; y 5.º El haber sido difícil sino imposible de preverse el espantoso incendio de octubre del propio año, el cual causó la ruina de la Compañía. Estas alegaciones perfectamente demostradas hasta con la defensa misma de los actores, son las que ponen muy en claro que, aun supuesta la existencia de un mandato, el procedimiento del Banco, sobre exento de toda culpa, nada tiene de incorrecto. ¿Ni   —293→   qué incorrección podía haber en el hecho de haber renovado los seguros, si la Compañía Nacional, con haber salvado, como salvó, del incendio de febrero del 96, patentizaba su suficiencia para responder por los resultados de casos de rara, rarísima ocurrencia?

Por donde quiera que se mire esta causa, se presenta clara como la luz del sol la absoluta irresponsabilidad del Banco, al par que la temeridad con que los demandantes pretenden una indemnización de perjuicios; y, por lo mismo, no cabe ponerse en duda que la sentencia definitiva declarará improcedencia de la acción deducida.




VI

Si son admisibles las excepciones.

Atenta la contestación a la demanda que, en primer término, envuelve negación absoluta en orden a lo afirmado por los actores, tocábales a éstos el rendir prueba respecto de todos los hechos propuestos afirmativamente en el juicio, cual lo preceptúa el inciso 1.º del art. 139 del Código de Enjuiciamientos; y como, en vez de aparecer justificados esos hechos, los comprobados según se puntualizan en el manifiesto de fs. 112, hacen palpable la corrección con que procedió el Banco en todo cuanto concierne a los seguros de las casas hipotecadas por los demandantes, no sabe esperarse sino que el Tribunal Supremo rechazará la demanda, condenando a los actores al pago de las costas ocasionadas al Banco en todas tres instancias.

Y en orden a la excepción de caso fortuito, sí diré que el incendio de octubre de 1896 sí reúne todos los caracteres de tal. «Se llama fuerza mayor o caso fortuito», dice el art. 40 del Código Civil, «el imprevisto a que no es posible resistir, como un naufragio, un terremoto...»;   —294→   y si es cierto que en tratándose de seguros contra incendio respecto de tal o cual casa determinada, no puede alegarse su incendio como caso fortuito, para no satisfacer el valor del seguro; también lo es que, en el caso actual, en que no se trata de cumplimiento de esa obligación, sino de hacer recaer sobre el Banco una responsabilidad, dizque, por conducta imprudente o descuidada, muy bien cabe el que se tome en cuenta la notabilísima circunstancia de que el atroz incendio de octubre de 1896 fue de tal magnitud, que, sobre difícil sino imposible, de preveerlo, ahí arguye poderosamente en favor del Banco.

Con sobrada razón mi codefensor dice en su manifiesto de fs. 102: «La excepción de caso fortuito no es pertinente, dice el actor, porque la pérdida que viene de caso fortuito supone una obligación de especie, y no tiene cabida tratándose de obligación de género, el cual no perece jamás. Cita en su apoyo la doctrina de Mourlon, que explica admirablemente la diferencia de las dos obligaciones de género y de especie. Todo eso estarían bien si yo tratara de confundir esas obligaciones. El inconveniente que veo en la cita de Mourlon es que no viene a cuento en el presente caso. Lo que ha debido probar el demandante, y Mourlon no lo dice, es que las consecuencias de un caso fortuito no pueden dejarse sentir en obligaciones de género. Si yo tuviera asegurado que la obligación del Banco se extinguió por causa de pérdida de especies, habría dicho un disparate; lo que sostengo es que no ha nacido obligación contra el Banco y no se ha extinguido la de los deudores hipotecarios, tanto por las otras muchas razones consignadas en este informe, como porque la dificultad de cobrar la totalidad del valor de los siniestros provino del caso fortuito que causó la quiebra de una compañía. He allí un caso de fuerza mayor, influyendo en la suerte de una obligación de género. Dícese también que el incendio no puede ser considerado como caso fortuito tratándose de compañías de seguros. Todo depende del modo de enunciar las cosas. Si el gerente de una sociedad de seguros, se opusiera   —295→   al pago de un siniestro fundándose en que el incendio constituye caso fortuito, habría motivo suficiente para declararle en estado de demencia; pero si a consecuencia de un espantoso desastre como el que ocurrió en octubre próximo del año anterior, desaparece el capital de una compañía administrada con tino y honradez y se ve en la imposibilidad de pagar el total de sus deudas, ese desastre no esperado tiene todos los peculiares caracteres de caso fortuito».

Sí, es preciso no confundir las cosas. No se trata de exigir a la Compañía Nacional el pago de los seguros, por causa del incendio de octubre de 1896; trátase de imponer al Banco una obligación, cual si él fuera el responsable del hecho de que los demandantes no se hubiesen pagado del valor íntegro de los seguros estipulados. Así, si en el primer caso pudiera considerarse inadmisible la excepción de fuerza mayor, no hay razón alguna para repelerla cuando, como en el presente caso, ella sólo tiende a manifestar que el Banco no es ni puede ser responsable de la culpa que se le imputa.

La reconocida sabiduría del Tribunal Supremo apreciará, no hay duda, la gran diferencia que existe entre los dos casos apuntados; y no es dable, por lo tanto, ni suponerse el que no será atendida favorablemente la defensa del Banco.




VII

Fundamentos de la sentencia de segunda instancia.

Los tales consisten: 1.º En que el Banco, al hacer el seguro, ha debido proceder consultando sus intereses y los de los actores; 2.º En que el incendio del 12 de febrero de 1896 destruyó las casas de nueve manzanas; 3.º En que, entonces, el Cuerpo de Bomberos, por desmoralizado, no infundía confianza; 4.º En que, con motivo de dicho incendio, quedó agotado el fondo de reserva de   —296→   la Compañía Nacional; la cual, por tener limitadas sus operaciones a sólo la ciudad de Guayaquil, no podía contar con fondos de otra localidad; 5.º En que el Gerente, por el hecho de haber sido de las dos compañías, debió tener pleno conocimiento del estado de los negocios de la Nacional; y 6.º En que es inadmisible la excepción de caso fortuito. Como estos fundamentos no merecen los honores de una refutación seria, me limitaré a hacer breves observaciones.

§ 1.º

El Banco, al hacer el seguro, ha debido proceder consultando sus intereses y los de los actores.

La Corte de Guayaquil que, a decir verdad, no supo si el Banco fue o no mandatario de los demandantes, creyó encontrar la resolución de la causa en el art. 1.536 del Código Civil; y de aquí que, apoyada en este artículo, así como en la supuesta célebre agregación relativa, a que el Banco al hacer uso de la facultad de renovar el seguro, deberá proceder consultando sus intereses y los del deudor, se imaginó que en realidad, el Banco era responsable de la indemnización demandada. Pero si la Corte se manifiesta sumamente candorosa al suponerse que el Banco, en la renovación del seguro, no ha consultado intereses propios ni ajenos, se demuestra enteramente falta de ciencia, cuando sin saber si, en verdad, existe al mandato único fundamento de la demanda, con todo, la admite. ¿Cómo creer que el Banco no consultó tales intereses? ¿Cómo imaginar que se procedió al seguro sin consultar el fin que se propusieron los demandantes y el Banco? ¿De dónde pueden sacarse racionalmente las deducciones de dicha Corte? Si el único fundamento de la demanda es el mandato que, respecto del aseguramiento, dizque encierran las escrituras de mutuo, ¿cómo admitirla aun en el supuesto de que el Banco hubiese procedido   —297→   no como mandatario, sino en virtud de su propio derecho? ¿Pudo, acaso, la Corte separarse de la demanda y de su contestación para deducir así la responsabilidad del Banco? ¿Para los Conjueces de Guayaquil es un mito el art. 319 del Código de Enjuiciamiento en lo civil?

§2.º

El incendio del 12 de febrero de 1896 destruyó las casas de nueve manzanas.

Este hecho, según antes lo he demostrado, no era para que el Banco se abstuviese de renovar los seguros, sino, al contrario, para proceder a ello sin visos de falta de previsión y de prudencia. Ese incendio fue, hasta entonces, el mayor de cuantos habían acaecido en Guayaquil, fue en un todo extraordinario; y si, no obstante ello, la Compañía Nacional salió airosa de sus compromisos, ¿cuál la causa para que el Banco no hubiera podido proceder correctamente a renovar los seguros?

§ 3.º

El Cuerpo de Bomberos, por desmoralizado, no infundía confianza.

He aquí otro hecho deducido en manifiesta pugna con la verdad. Regístrese cuanto se ha escrito relativamente a los incendios ocurridos en Guayaquil, y se verá que la prensa ha recomendado siempre el valor, la subordinación, en una palabra, el heroísmo de ese cuerpo de abnegados hasta el sacrificio. Fue precisa la demanda de fojas primera para que un cuerpo de héroes que en mil veces había extinguido el fuego, ya no fuera digno de confianza ante el criterio de la Corte de Guayaquil.   —298→   Y que así hubiera sido, ¿qué arguye esto solo contra la Compañía Nacional?

§ 4.º

Con motivo del incendio del 12 de febrero de 1896, quedó agotado el fondo de reserva de la Compañía Nacional; la cual, por tener limitadas sus operaciones a sólo la ciudad de Guayaquil, no podía contar con fondos de otra localidad.

Ya he demostrado hasta la saciedad que el que la Compañía Nacional hubiese perdido, por causa de tal incendio, apenas su fondo de reserva, en vez de argüir contra el Banco, aboga poderosa y decisivamente en su favor. Para no incurrir en repeticiones innecesarias, me permitiré recomendar lo expuesto en el parágrafo 4.º del capítulo 4.º de este manifiesto; observando sólo que aquello de que «la Compañía Nacional, por tener limitadas sus operaciones a sólo la ciudad de Guayaquil, no podía contar con fondos de otra localidad», es el colmo de la extravagancia con que se desempeñaron los señores conjueces Díaz, Castillo y Pólit. Para estos señores, la limitación que patentiza que la Compañía aseguradora obraba con suma cordura, con la mayor prudencia, sirvió de fundamento para declarar que el Banco incurrió hasta en culpa lata. Qué conjueces, Dios Santo.

§ 5.º

El Gerente, por el hecho de haber sido de las dos compañías, debió tener pleno conocimiento del estado de los negocios de la Nacional.

  —299→  

Precisamente este conocimiento indujo al aseguramiento, así como a su renovación. El señor Molestina Roca sabía, perfectamente, que la Compañía Nacional, a pesar de un incendio tan enorme como el de febrero de 1896, contaba con todo su capital; que la administración de la Compañía era honrada; que, limitadas prudentemente sus operaciones, nada había para originar sospechas de insolvencia; que, en fin, todo daba sobrado fundamento para confiar en la eficacia de los seguros. Si, contra esto, sobrevino luego un incendio muy difícil sino imposible de preveerse, tal como el de octubre del propio año, sus consecuencias en orden a los seguros, no son para que la justicia declare que el Banco procedió con culpa lata, ni leve ni levísima. Es palmario que no le faltó al Banco ninguna clase de diligencia, pero ni la esmerada de que habla el penúltimo inciso del art. 39 del Código Civil; y, por lo mismo, tengo por imposible el que el Tribunal Supremo acepte la demanda, ya se crea en la existencia del mandato, ya se lo desconozca, como es estrictamente jurídico.

§ 6.º

Es inadmisible la excepción de caso fortuito.

Sobre esto, insisto en lo expresado en el capítulo anterior; y ruego al Tribunal que se digne fijar su atención en que no se trata de hacer efectivo el cobro del seguro por medio de una acción intentada o deducida contra la Compañía Nacional, sino sólo de imponer al Banco una obligación procedente de un supuesto mandato, de una imaginaria culpa.

¿Podrá el primero de los Tribunales de Justicia acoger los fundamentos del fallo de segunda instancia?

Ésta es la causa que el doctor Peña libró a los Tribunales de la República, confiado dizque en que se conservaba   —300→   aún la inquebrantable probidad de los jueces; y es esta misma la causa en la cual se mantienen fijas las miradas de muchos que, como el señor Calderón y la señora Jiménez viuda de Sucre, tratan de arruinar al Banco de Crédito Hipotecario, haciendo pesar sobre él una responsabilidad en un todo ajena de su correctísimo procedimiento. Pero yo, fiado en que, ciertamente, en la República se sostiene aún, con toda su majestad, la proverbial integridad de la Corte Suprema, estoy seguro de que será repelida la muy aventurada demanda de la foja primera, como también lo estoy de que el Banco será indemnizado de las costas que se le han ocasionado en todas tres instancias. Con la mayor claridad se manifiesta la mala fe de los actores, no obstante los extraordinarios esfuerzos empleados en su defensa; porque en causas de la naturaleza de la presente, es imposible ocultarla, pero ni paliarla, por mucho que hablen, por mucho que signifiquen el talento y la iluminación de los defensores. Sobre las relevantes cualidades de los jurisconsultos Peña y Borja que, con tanto interés, han patrocinado a los actores, están, en muy alto, la sabiduría y la probidad del Tribunal Supremo, así como está, también, la justicia de la causa que defiendo.

Tranquilo espero, Señor, la sentencia definitiva, ya que dudar acerca de que ella le será del todo favorable al Banco, valdría tanto como dudar de la probidad del Tribunal; lo cual, confesándolo con sinceridad y franqueza, ha sido y es, para mí, un verdadero imposible.

Señor Presidente.







  —301→  

ArribaAbajoDoctor Manuel R. Balarezo


ArribaAbajo Alegato en el juicio seguido por el señor Luis Fabara Estrada contra el señor Manuel Jijón Larrea, por dinero
1909


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Señor Ministro:

El auto de nulidad expedido por la Corte Superior de Quito, en el juicio ejecutivo que don Luis Fabara Estrada sigue contra los herederos del señor Manuel Jijón Larrea, se halla estrictamente arreglado a la ley y a los méritos del proceso; y por lo mismo, pido que el Tribunal Supremo se sirva confirmarlo con costas.

Propuesta la demanda ejecutiva, el juez inferior negó el auto de pago fundándose en que los documentos con que se había aparejado la ejecución no eran de plazo vencido. Apeló el ejecutante, la Corte Superior de Quito confirmó aquella negativa; interpuso el actor el recurso de tercera instancia, y la Corte Suprema declaró que a falta de plazo estipulado, la obligación era inmediatamente exigible, y que, en consecuencia, el inferior debía considerar cumplido el requisito del plazo y dictar el auto... ¿Qué auto, el de pago?... No, señor, sino el que correspondiera a la causa.

Nadie ignora, Señor Ministro, cuántos y cuán variados son los antecedentes que el juez ha de examinar muy   —304→   cuidadosamente para expedir el primer auto en un juicio ejecutivo, para descubrir cuál es el auto que corresponde a la causa; y asimismo todo el mundo sabe que a los jueces de segunda y tercera instancia no les toca resolver sino sobre los puntos que les ha ido en grado, mas no sobre aquellos que, o no pertenecen a la litis, o deben ser resueltos posteriormente por el mismo juez inferior.

Por otra parte, es una verdad inconcusa que el contenido propio de una resolución judicial, el fallo que no puede volver a discutirse, resulta de todo el cuerpo de la resolución, y que para distinguirlo con toda precisión y claridad conviene atender inseparablemente a los antecedentes en que el juez fija la materia de su fallo y a la parte resolutiva en que pronuncia su juicio con relación a los dichos antecedentes.

Importa recordar, finalmente, que todos los jueces, inclusive la Corte Suprema, deben anular los procesos, cuando ellos, los jueces, notan que ellos mismos o sus inferiores han faltado a una solemnidad sustancial, y el interesado así lo alega oportunamente.

Apoyado en tan sólidos fundamentos y en que la obligación ejecutada no es clara, por decir lo menos (que es lo que, para no prejuzgar la misma cuestión respecto del juicio ordinario, deben decir los jueces en el juicio ejecutivo), espero, como he dicho, la confirmación del auto recurrido.

No es clara la obligación ejecutada, Señor Ministro, o para hablar más claramente, como yo sí puedo y debo hablar en defensa de los derechos de mi parte, no existe la obligación que se pretende hallar en el vale de 30 de abril, y es oscura como un jeroglífico la que parece contener el vale del 12 de marzo.

Dice el primero: «Vale a favor del señor Alejandro Fabara por la cantidad de novecientos diez sucres.- Quito 30 de abril de 1902.- Manuel Jijón Larrea».

«Vale a favor del señor Tesorero...», dicen los recibos que los acreedores del Erario Público otorgan a favor   —305→   de los empleados de inversión, que les pagan sus créditos.

Por la palabra «Vale» principia el escrito, porque ese papel vale, tiene valor, es de importancia o utilidad para que mediante él conste un valor favorable a don Alejandro Fabara, reconocido por el señor Manuel Jijón Larrea; pero no es un «Vale», porque este nombre sustantivo significa en la lengua castellana «el papel o seguro que se hace a favor de uno, obligándose a pagarle una cantidad de dinero», úsese o no se use en el dicho papel la palabra «Vale».

El título de un crédito se llama «documento» o «vale», voces sinónimas en este caso; mas para que sea título de crédito, documento o vale, debe constar que quien firma el papel se obliga a pagar una cantidad de dinero. Suponer esta obligación sólo por haberse usado la palabra «Vale», el tiempo presente del verbo valer, o aun por haber usado el sustantivo vale, sería nada más que una suposición.

El papel de que se trata representa por sí un valor para el señor Fabara, ciertamente; pero ese valor puede ser de obligación o de liberación, o un simple valor que queda reconocido respecto de un negocio o arreglo futuro, nada de lo cual tuvieron por conveniente expresarlo las partes.

El segundo de los papeles expresados dice: «Vale a favor del señor Alejandro Fabara por la cantidad de novecientos sucres, para devolverle oportunamente.- Quito a 12 de marzo de 1902.- Manuel Jijón Larrea». Aquí hay obligación de devolver; pero obligación oscura, porque no consta su origen o fuente.

Esta falta vuelve también oscura la demanda, en la cual debió expresarse la causa, razón o derecho con que se reclamaba el dinero, y, lejos de ello, no se hizo sino mencionarse ciegamente el contenido de los papeles mismos como si en el Ecuador se hallaran reconocidas las antiguas obligaciones literales, que se reputaban existentes   —306→   por el mero hecho de estar escritas aunque se ignorase su origen.

La fuente de la obligación ha debido ser una de las cuatro determinadas en el art. 1.427 del Código Civil, cada una de las cuales admite diferentes clases de excepciones, ora sobre su inexistencia real a pesar de las apariencias, ora sobre su extinción peculiar, prescripción, &., según la clase de hechos particulares de que se la haga provenir y de las circunstancias de que se la suponga rodeada.

Si, pues, ni aun en juicio ordinario se habría podido sustanciar legalmente demanda tan oscura, que le dejaba al reo sin punto fijo para oponer sus excepciones, mucho menos debía aceptarse como título suficiente para la vía ejecutiva papel tan oscuro en su contenido jurídico.

Los vales comerciales a la orden constituyen el papel simplificado por excelencia, puesto que están llamados a reemplazar a la moneda y facilitar la circulación de la riqueza; y con todo, aun ellos deben contener dos requisitos esencialísimos de que carece el papel que estamos estudiando; son, a saber: 1.º La expresión de que son vales «a la orden»; y 2.º La expresión de si son por valor recibido y en qué especie, o por valor en cuenta.

Es imposible establecer, ni aun como simple hipótesis, que la Corte Suprema hubiese resuelto en la otra ocasión en que subió ante ella este proceso, que los sobredichos papeles contuviesen ambos obligación de pagar, y obligación clara, exigible en juicio ejecutivo.

La materia del primer fallo fue simplemente el plazo; lo demás debía seguirse examinando y resolviendo por el juez inferior, a medida que la parte lo solicitase.

Supongamos, Señor Ministro, que negada una vía ejecutiva por el plazo, el actor subsanara la falta ante el mismo juez inferior y volviese a pedir auto de pago.   —307→   ¿Estaría por ventura forzosamente obligado el juez a dictar ese auto? ¿No podría volver a negarlo por otra razón diversa, como la falta de claridad, la condición pendiente, o en fin, por cualquier defecto que notase, ya en el título, ya en la obligación?

Al negar la vía ejecutiva por la falta de un requisito, el juez está muy lejos de resolver que en lo tocante a los demás requisitos dicha vía queda aceptada; todo lo contrario, se reserva examinarlos posteriormente.

Y si así limitada es la primera resolución del juez inferior, la ejecutoria superior no puede tener mayor extensión, porque ante el superior no suben en grado las resoluciones pendientes todavía, sino sólo la resolución expedida, para ser revisada. Únicamente cuando el juez inferior omite una resolución que ya debió expedirla según el trámite estrictamente legal, el superior tiene jurisdicción para suplir esa falta multando al inferior por la omisión; pero ninguna ley impone al juez el deber de declarar en el primer auto del juicio ejecutivo cuáles son los requisitos que se han cumplido debidamente, y cuáles faltan, uno a uno, entre todos los que son necesarios para el efecto.

No habiendo todavía puntos controvertidos, por no haberse trabado la litis ni oído al reo, el superior encuentra restringida su potestad al punto resuelto por el inferior y nada más. Por esto, la Corte Suprema, con la precisión que le es propia, dijo en el presente caso, que el juez inferior expida el auto que corresponda. Si su pensamiento hubiera sido el de mandar que el demandado pague dentro del tercero día el dinero reclamado, así lo hubiera expresado, conforme al art. 319 del Código de Enjuiciamientos Civiles.

Y si consintiéramos en el absurdo de que la Corte Suprema es la responsable del auto de pago, ella misma debería anularlo a su propia costa, puesto que el auto es nulo, y con el auto el proceso todo, y el juicio no ha terminado aún con sentencia ejecutoriada.

  —308→  

Reproduzco lo que en apoyo de la nulidad reclamada he aducido anteriormente, y confiando en la sabiduría del Tribunal, espero fallo favorable a los intereses que defiendo.





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ArribaAbajoDoctor Nicolás Clemente Ponce


ArribaAbajoAlegato del juicio seguido por deslinde que la señora Edelinda Bahamonde viuda de Ricaurte tramita contra la señora Virginia Fiallo viuda de Vásquez
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Señores Ministros:

Para el caso de que tuvieren por legalmente interpuesto el recurso de tercera instancia, en el juicio de deslinde que la señora Edelinda Bahamonde v. de Ricaurte sigue contra la señora Virginia Fiallo v. de Vásquez, presento a la ilustrada consideración del Tribunal las siguientes razones que justifican el fallo de la Corte Superior de Riobamba.

Increíble es que un abogado tan inteligente como el que asesoró al Juez de la primera instancia, hubiese incurrido en tan grande error como el de afirmar que para la prescripción extraordinaria, contra un título inscrito, es necesario otro título inscrito, en virtud de lo dispuesto en el art. 2.487 del Código Civil; error contrario a disposiciones expresas y clarísimas de la ley, no menos que a su espíritu e historia.

* * *

  —312→  

«El dominio de cosas comerciales que no ha sido adquirido por la prescripción ordinaria, puede serlo por la extraordinaria, bajo las reglas que van a expresarse:

»1.- Para la prescripción extraordinaria no es necesario título alguno.

»2.- Se presume en ella de derecho la buena fe, sin embargo de la falta de un título adquisitivo de dominio.

»Pero la existencia de un título de mera tenencia hará presumir mala fe, y no dará lugar a la prescripción, a menos de concurrir estas dos circunstancias:

»1.- Que quien se pretende dueño no pueda probar que en los últimos treinta años se haya reconocido expresa o tácitamente su dominio por quien alega la prescripción.

»2.- Que quien alega la prescripción prueba haber poseído sin violencia, clandestinidad ni interrupción por el mismo espacio de tiempo».



Nada más claro y terminante que las reglas especialísimas que en este artículo se establecen para la prescripción extraordinaria. Enormes son, en virtud de ellas, las diferencias entre la prescripción extraordinaria y la ordinaria, y tan trascendentales como fáciles de comprenderse.

Para la prescripción ordinaria se requiere posesión regular (art. 2.488); y, por lo mismo, justo título y buena fe, porque posesión regular es la que procede de justo título y ha sido adquirida de buena fe, aunque la buena fe no subsista después de adquirida la posesión (art. 690 del C. C.).

Para la prescripción extraordinaria, muy al contrario, por declaración expresa de ley, no es necesario título alguno; la buena fe se presume de derecho aun cuando no haya ningún título adquisitivo de dominio; lo   —313→   cual, en la práctica, es como si no se exigiese buena fe, por cuanto contra las presunciones de derecho no se admite prueba alguna; por último, aun en el caso en que de parte de quien alega la prescripción extraordinaria sólo existe un título de mera tenencia, aun en este caso extremo cabe la prescripción, si concurren los dos requisitos determinados en los dos últimos apartes del art. 2.492, que ya transcribí.

De donde resulta que para la prescripción extraordinaria basta el lapso de treinta años; y esto, aun cuando el que la alega tenga un título de mera tenencia, si el que se pretende dueño no prueba que en dichos treinta años se ha reconocido expresa o tácitamente su dominio por quien alega la prescripción, y si éste prueba haber poseído por el mismo espacio de tiempo. Y es de notarse que, en concordancia con la última regla del art. 2.492 respectiva al caso en que quien alega la prescripción tiene título de mero tenedor, está lo prescrito en el art. 704: «El simple lapso de tiempo no muda la mera tenencia en posesión, salvo el caso del art. 2.492, regla tercera». Términos de la ley son estos que manifiestan, sin duda alguna que, tratándose de la prescripción extraordinaria, la ley va al extremo de que el mero lapso de treinta años en que el que se pretende dueño no se le haya reconocido expresa y tácitamente su dominio, es modo legal de que adquiera el dominio, aun el que tuvo la cosa como mero tenedor; el simple lapso de tiempo ha mudado la mera tenencia en posesión, como se dice en el art. 704.

Si es tan eficaz el simple lapso de treinta años, si tanto puede como cambiar la mera tenencia en posesión, ¿cómo suponer, cómo imaginar siquiera, que para la prescripción extraordinaria es menester título de dominio, y título inscrito?...

Cuando el que se pretende dueño no prueba que en los últimos treinta años se haya reconocido expresa o tácitamente su dominio por quien alega la prescripción, y el que la alega prueba haber poseído sin violencia,   —314→   clandestinidad ni interrupción por el mismo espacio de tiempo, tiene lugar la prescripción adquisitiva de dominio, aunque quien la alega sólo tenga título de mero tenedor. ¿Cómo exigirle, pues, título de dominio y título inscrito? Y si tal sucede, por disposición expresa de la ley, cuando contra el que alega la prescripción existe un título de mera tenencia, ¿qué será cuando contra él no existe ese título que, según la ley, es presunción de mala fe?...

Pero -dice el señor asesor- ¿lo dispuesto en el art. 2.487? Pero, se le contesta de la manera más obvia y ajustada a las reglas de la interpretación de la ley: la disposición del art. 2.487, es una disposición general, que, por sí, de no hallarse modificada por las leyes especiales, debería aplicarse a toda especie de prescripción adquisitiva de bienes raíces o de derechos constituidos en éstos; las disposiciones del art. 2.492 son especiales, para la prescripción extraordinaria; por consiguiente, como las leyes especiales prevalecen sobre las generales, es indudable que en lo que se opongan los dos artículos citados, ha de prevalecer, tratándose de la prescripción extraordinaria, lo que respecto de ella establece especialmente la ley en el art. 2.492.

Y la inexplicable preocupación que en este punto desvía el criterio del señor asesor, le lleva al extremo de sustentar que lo dispuesto en el art. 2.487 del Código Civil «se ha consignado ex-profeso, para excluir la prescripción extraordinaria y no la prescripción ordinaria; pues esta última siempre tiene lugar contra título inscrito, según lo que estaba ya previsto en el art. 690 del Código Civil, y de conformidad con lo preceptuado en el 716 del mismo; esta última disposición vuelve legalmente imposible la prescripción extraordinaria contra un título inscrito, y armoniza perfectamente con la del art. 2487».

¿Cómo pretender que la disposición del art. 2.487 se ha consignado ex-profeso para la prescripción extraordinaria, si a tal disposición general son absolutamente contrarias   —315→   las disposiciones especiales relativas a la prescripción extraordinaria?

Aquello de la disposición del art. 2.487 no puede referirse a la prescripción ordinaria, porque ésta requiere posesión regular, y la posesión regular procede de título inscrito, lo más que pudiera probar sería que hay en el Código, en el asunto de que se trata, dos disposiciones conformes, como las hay respecto de otros muchos asuntos; pero de ninguna manera puede llevarnos a aceptar, para la prescripción extraordinaria, una regla general a que abiertamente se oponen las reglas especiales que la ley establece para aquella prescripción. Todo se reduce simplemente a esto: primero, una regla general, la del art. 2.487; y luego, reglas especiales para la prescripción ordinaria y para la extraordinaria; con las reglas especiales para la prescripción ordinaria, está conforme la regla general, pero se oponen a ella las reglas especiales de la prescripción extraordinaria. Presupongo: ¿qué es lo racional, lo único racional? ¿Pensar que la regla general se escribió para la prescripción ordinaria, con cuyas reglas especiales concuerda perfectamente; o pensar que la regla general se escribió para la prescripción extraordinaria, cuyas reglas especiales están con ella en abierta y radical contradicción?

Que lo preceptuado en el art. 716 vuelve legalmente imposible la prescripción extraordinaria contra un título inscrito, es el mismo error ya refutado, procedente del olvido de las reglas especiales que la ley establece para la prescripción extraordinaria, según las cuales, lejos de requerirse, como para la ordinaria, posesión regular, y, por tanto, justo título y buena fe, nunca es necesario título alguno, ni se requiere prueba de la buena fe, porque ésta se presume de derecho, y aun en el único caso en que se presume mala fe, que es cuando existe un título de mera tenencia para el que alega la prescripción, ésta se realiza, si concurren las circunstancias determinadas en los últimos apartes del art. 2.492, como concurren en el caso de que en este juicio se trata; y, finalmente, como ya lo hice notar por disposición expresa   —316→   de la ley (art. 704), para la prescripción extraordinaria el simple lapso de tiempo muda la mera tenencia en posesión, si concurren las mencionadas circunstancias.

Si tratándose de la prescripción extraordinaria, el simple lapso de tiempo muda la mera tenencia en posesión, ¿cómo suponer que sea necesario un título de dominio, y título inscrito?

La prescripción ordinaria tiene por objeto sanear en favor del adquirente de buena fe, por el lapso de tiempo, cualquier vicio que hubiera podido haber en la adquisición de una cosa; y por eso se exige para ella justo título y buena fe, posesión regular; corresponde a la primitiva usucapión de los romanos, cuyo efecto era dar el dominio de una cosa que de buena fe se había recibido de alguien que no había sido propietario de ella; a diferencia de la prescripción primitiva de los romanos, que no era un medio de adquirir el dominio, sino, simplemente, medio de oponerse a la acción del propietario que no la había ejercido en cierto lapso de tiempo.

La prescripción extraordinaria, en el sistema de nuestro Código, que es el de casi todos los Códigos modernos, derivado de la legislación de Justiniano, que dejó de distinguir entre usucapión y prescripción, y dio a ésta, en general, por sus efectos, el carácter de usucapión; la prescripción extraordinaria, digo, no sólo tiene por objeto que por el lapso de tiempo se sanee un vicio de adquisición en favor del adquirente de buena fe, sino evitar las investigaciones judiciales o litigios procedentes de un derecho que no se ha ejercitado en larguísimo tiempo.

Y por esto no se exige para ella ni título, ni prueba de buena fe, y aun la mera tenencia, por el mero lapso de tiempo, se muda en posesión. Luego volveré sobre este asunto, al apuntar algunos datos históricos.

* * *

  —317→  

Las verdades que en el parágrafo precedente se justifican por el tenor literal de nuestras leyes y el sistema de ellas, aparecen más claras todavía si se tiene en cuenta la naturaleza misma de la prescripción extraordinaria, el fin de ella y su historia desde que se la estableció en el Derecho Romano con el nombre de longissimi temporis praescriptio. Veámoslo, siquiera sea muy brevemente.

En el Derecho Romano, antes de Justiniano, se distinguían la usucapión y la prescripción, según que ya lo recordé. La usucapión (usucapio), que en las doce tablas se llamaba usus auctoritas, era uno de los medios civiles de adquirir el dominio romano, y tenía dos efectos principales, como lo enseña Ortolán, en su Explicación histórica de las instituciones del emperador Justiniano: «El de dar el dominio de una cosa que de buena fe se había recibido de alguno que no era propietario de ella, y el de dar el dominio de una cosa que, siendo res mancipi y habiendo sido dada por la sola tradición, únicamente había entrado in bonis».

La prescripción era entonces muy diversa; no era un medio de adquirir un dominio romano, sino, simplemente, una excepción que se oponía a la acción del propietario que no la había ejercitado en cierto largo lapso de tiempo. He aquí lo que Ortolán dice respecto de ella: «Al suelo provincial (a excepción de los territorios que por favor especial había obtenido el jus italicum), no participando del derecho privado, ni siendo capaz de propiedad privada, pues se hallaba reputado como perteneciente al pueblo o al César, no podía aplicársele la usucapión. No era posible hacerse propietario por la posesión de un terreno que en todo rigor no era susceptible de propiedad. En estas circunstancias, los pretores por medio de sus edictos provinciales introdujeron para aquellos inmuebles, y los emperadores confirmaron en sus constituciones, no un medio de adquirir por la posesión, sino lo que se llamó una prescripción de largo tiempo (praescriptio longi temporis), concedida al cabo   —318→   de diez años de posesión entre presentes y veinte entre ausentes».

Tocante a la diferencia entre la usucapión y la prescripción así entendida, dice el mismo autor: «Notables diferencias distinguían la usucapión de la prescripción: primero, la usucapión era un medio de adquirir el dominio (capio usu, adquisición por uso, es decir, por la posesión); por consiguiente, al cabo del tiempo fijado, que era un año para los muebles, y dos para los inmuebles, se hacía un propietario, y tenía el derecho de vindicar la cosa de cualquier poseedor. La prescripción por el contrario, no era un medio de adquirir, sino sólo un medio de oponerse a la acción del propietario. Si este último vindicaba su cosa en el plazo determinado, era preciso restituírsela; pero si transcurría aquel plazo, se rechazaba su acción por la prescripción. Así es que esta prescripción casi producía el mismo efecto que una excepción; posteriormente se convirtió aquella en excepción, y vemos que los jurisconsultos Paulo, Ulpiano y otros usan indistintamente estas dos palabras en la misma materia».

Así, hasta Justiniano, quien, por haber desaparecido ya la diferencia entre el suelo itálico y el suelo provincial, participando del mismo derecho todo el territorio del Imperio, borró la distinción entre las dos instituciones, la usucapión y la prescripción, y las confundió en una sola, modificando en sus efectos, la una por la otra. Quedaron entonces establecidas las siguientes reglas sobre la materia:

Primera.- Las cosas muebles se adquirían por la posesión de tres años y las inmuebles por la posesión de diez años entre presentes y veinte entre ausentes, siendo necesarios, en uno y otro caso, justo título y buena fe. No era esto sino la misma antigua usucapión, con plazos más largos; y así se dice claramente en la respectiva ley, cuyo tenor es el siguiente: «Según el derecho civil, si por efecto de una venta, de una donación o de cualquier otra justa causa, había recibido alguno de   —319→   buena fe alguna cosa de manos de una persona que se creía propietaria de ella, pero que no lo era, debía adquirir dicha cosa por el uso de un año en todos los países, si era inmueble, y esto porque el dominio no quedase en la incertidumbre. Así lo había dispuesto la antigüedad, creyendo que estos plazos bastaban a los dueños para averiguar sus propiedades. Por lo relativo a nosotros, adoptando como un parecer más sabio que no se debe despojar con demasiada prontitud a los propietarios, ni encerrar este beneficio en una sola localidad, hemos promulgado sobre este particular una constitución que manda que las cosas muebles sean adquiridas por el uso de tres años; y las inmuebles por la posesión de largo tiempo; es decir, de diez años entre presentes y veinte entre ausentes; y que estos medios de adquirir el dominio por la posesión, fundada en una causa justa, tengan aplicación no sólo en Italia, sino en todos los países del Imperio».

Segunda.- Además de esta prescripción, había la de larguísimo tiempo (longissimi temporis praescriptio) una de las cuales era la de treinta años. Estas prescripciones de larguísimo tiempo, no requerían justo título ni buena fe, y correspondían a la que en el derecho antiguo había sido prescripción propiamente tal, o sea medio de oponerse a las acciones del propietario que no las había ejercido en largo lapso de tiempo. Pero en el Derecho de Justiniano aun estas prescripciones eran ya modo de adquirir el dominio, por la confusión o refundición que, de las dos instituciones, hizo tal Emperador. Léase lo que sobre el particular dice Ortolán: «Existen también otras prescripciones, como la que se llama longissimi temporis praescriptio, que se verifica a veces por treinta años, como, por ejemplo, cuando el poseedor posee sin justa causa, o cuando la cosa es un objeto robado o de que uno se ha apoderado por violencia, etc.; a veces por cuarenta años, como, por ejemplo, cuando se trata de bienes eclesiásticos. Estas prescripciones, que por su naturaleza y según su origen eran únicamente medios de oponerse a ciertas acciones, llegaron a ser en tiempo de   —320→   Justiniano y en los que tenían lugar, verdaderos medios de adquirir».

Explicando los señores Aubry y Rau la usucapión y la prescripción propiamente tal de los romanos, dicen: «La usucapión es menos que un medio de adquirir en el sentido propio de la palabra, un medio de consolidar, con el auxilio de una posesión revestida de ciertos caracteres y mantenida en un lapso de tiempo determinado, una adquisición sujeta a la evicción, o meramente presunta. La prescripción propiamente dicha es una excepción por medio de la cual se puede, en general, rechazar una acción por el solo hecho de que quien la intenta, dejó, durante cierto lapso de tiempo, de ejercer el derecho a que dicha acción se refiere».

Y después de anotar las diferencias que en el antiguo derecho romano había entre las dos instituciones, agregan: «A pesar de estas diferencias tan profundas entre la usucapión y la prescripción propiamente dicha, los redactores del Código civil, siguiendo el ejemplo Justiniano, cuya legislación les sirvió de guía en esta materia, confundieron, en un mismo título, las reglas relativas a las dos especies de prescripción».

He ahí el origen de la prescripción ordinaria y de la extraordinaria establecidas en las legislaciones modernas. Una y otra son ya modos de adquirir el dominio; mas no por esto dejan de notarse en ellas las peculiaridades de la primitiva institución, que distinguía la usucapión de la prescripción, propiamente tal. La prescripción ordinaria, cuyo fin es que el adquirente de buena fe, que no es verdadero dueño, por algún vicio de adquisición, o porque no lo fue la persona de quien recibió la cosa, adquiera, por el lapso de tiempo, el dominio de ella, necesariamente supone justo título y buena fe, y, por lo mismo, requiere lo que nuestras leyes llaman posesión regular. Al contrario, la prescripción extraordinaria, aun cuando es también un modo de adquirir el dominio y no sólo una excepción, no tiene por objeto el saneamiento en favor del adquirente de buena fe, sino, como la   —321→   antigua prescripción propiamente dicha del derecho romano, rechazar derechos y acciones que no se han ejercitado en muy largo tiempo, asegurando, como consecuencia, la propiedad en quien ha sido poseedor durante ese muy largo tiempo, aun cuando no haya tenido título ni procedido de buena fe, es decir, aun cuando no haya sido poseedor regular.

Tal es la diferencia sustancial entre las dos prescripciones, perfectamente establecida desde su más remoto origen en el derecho romano. Exigir título para la prescripción extraordinaria, es borrar no sólo disposiciones claras y precisas de nuestras propias leyes, sino toda la historia de una de las instituciones más importantes del derecho civil universal, e introducir una novedad que no hubiera podido explicar ningún jurisconsulto antiguo, como no podría explicarla ninguno de los modernos: prescripción de larguísimo tiempo o prescripción extraordinaria, y necesidad de justo título traslaticio de dominio, son dos cosas absolutamente incompatibles.

El derecho consuetudinario de Francia, anterior al Código de Napoleón, este Código y todos los modernos, se hallan concordes en este punto.

En el art. 113 de la costumbre de París consagrábase la prescripción de diez y de veinte años, como sigue: «Si alguien ha gozado o poseído un fundo o una renta, a justo título, sea por sí mismo, sea por sus antecesores, pública y tranquilamente, por diez años entre presentes o veinte entre ausentes, mayores de edad, y no privilegiados, adquiere prescripción de dicha heredad o renta». Pothier, tratando de esta prescripción, la llama un derecho de usucapión, porque, en verdad, como ya lo hice notar, corresponde a la primitiva usucapión de los romanos, sin más diferencia notable que el mayor tiempo. Como ella, requería la costumbre de París, justo título y buena fe.

Tocante a la prescripción de treinta años, en el art. 115 de la costumbre de París se la establecía en estos términos: «Si alguien ha gozado, usado o poseído un   —322→   fundo o una renta, u otra cosa prescriptible, por el espacio de treinta años, continúa, pública y tranquilamente, por sí o por sus predecesores, aunque no presente título, adquiere prescripción...».

Refiriéndose Pothier a esta prescripción, dice: «Las costumbres que adoptaron la prescripción de diez a veinte años, establecieron también la de treinta años, en favor de poseedores que carecían de titulo de su posesión, en cuyo beneficio el lapso de tan largo tiempo lo hacía presumir».

A la prescripción establecida en el art. 113 de la costumbre de París corresponde al art. 2.265 del Código de Napoleón: «El que adquiere por justo título y de buena fe un inmueble, prescribe su propiedad en diez años, si el verdadero propietario reside en el territorio de la Corte Real en que el inmueble está situado; y por veinte años, si el verdadero dueño está domiciliado fuera de dicho territorio». Siempre la necesidad del justo título y de la buena fe en esta clase de prescripción, que siempre tiene por objeto sanear, por el lapso de tiempo, algún vicio de la adquisición hecha por un adquirente de buena fe; ni más ni menos que en la primitiva usucapión de los romanos y en la prescripción de tres años para los muebles y de diez o veinte para los inmuebles, establecida por Justiniano.

El art. 115 de la costumbre de París corresponde al 2.262 del Código de Napoleón: «Todas las acciones, así reales como personales prescriben en treinta años, sin que quien alega esta prescripción esté obligado a presentar un título, ni se le pueda oponer la excepción deducida de la mala fe».

En el comentario de estos dos artículos del Código de Napoleón, Aubry y Rau se expresan así: «La usucapión (o prescripción adquisitiva) por treinta años no se exige en quien la alega más condición que la posesión (art. 2.262). En cuanto a la usucapión de diez o veinte años, se requiere además de la posesión, la doble condición de   —323→   una condición fundada en justo título, y de la buena fe del adquirente (art. 2.265)».

Todos los Códigos modernos están acordes, así en el sistema de las dos especies de prescripción adquisitiva, la ordinaria y la extraordinaria, como en que para la primera se requieren justo título y buena fe, mas no para la segunda, establecida precisamente, para cuando no hay posesión regular, y por ello, no es posible la primera.

El muy reputado anotador del Código Civil argentino termina con las palabras siguientes las notas respectivas a los artículos en que en ese Código se trata de estas dos prescripciones: «Resulta de lo que precede: Primero.- Que el que tiene durante treinta años una posesión pacífica, pública y continua, y la conserva sólo en su interés propio, no tiene ya cosa alguna que probar para usar del beneficio de la prescripción. Segundo.- Que el que quiere prescribir por treinta años no tiene que alegar título alguno, y con más razón no tiene que temer las excepciones que se alegaren contra los vicios de su título, con excepción del vicio de precario. Tercero.- Que la buena fe exigida para la prescripción de diez años, no lo es para la prescripción de treinta años».

Terminaré con la autoridad de François Laurent, quien, al hablar de la prescripción de treinta años, dice: «La prescripción de treinta años es extintiva o adquisitiva. Es extintiva, cuando, para que se realice sólo es menester una condición, la inacción del acreedor. El derecho de propiedad no se extingue por el solo no uso durante treinta años, sino que es necesario, además, que el fundo sea poseído por un tercero. Esto resulta implícitamente del art. 2.262. La ley dice que el que alega la prescripción de treinta años no está obligado a presentar un título; lo cual no puede entenderse sino de la prescripción adquisitiva, pues que la extintiva jamás requiere título; al contrario, el deudor prescribe a pesar de su título y, en este sentido, contra su título. El que invoca la prescripción de treinta años, no necesita ser poseedor   —324→   de buena fe... En definitiva, el art. 2.262 dice que se puede prescribir por treinta años sin título ni buena fe; mientras que la prescripción de diez a veinte años exige título y buena fe» (Principes de Droit Civil Française, Tome treinte deuxieme, 1893).

Es, por lo visto, no sólo admisible, sino también absolutamente inexplicable, el exigir título inscrito para la prescripción extraordinaria; y estuvo en lo justo y en lo legal la Corte Superior de Riobamba, cuando aseveró en su fallo que, «al tratarse de la prescripción extraordinaria, atento el espíritu y la letra de nuestra legislación civil, conforme con la de otras naciones, no se requiere para que aquélla tenga lugar más que el hecho de la posesión y el lapso de tiempo señalado por la ley».

* * *

Por lo demás, estando como está plenamente probado, por la prueba testimonial rendida en primera y segunda instancia, la posesión que la señora Virginia Fiallo ha tenido por más de treinta años de los terrenos respecto de los cuales alegó la prescripción extraordinaria; prueba cuya eficacia y plenitud se reconoció justamente en el fallo de la segunda instancia; estoy seguro de que el Tribunal Supremo confirmará aquel fallo, en el que se declara y resuelve que la prescripción extraordinaria alegada por la señora Virginia Fiallo pudo muy bien alegarse en este juicio, aun en el supuesto de que la mencionada señora no hubiese tenido inscritos los títulos de propiedad de los fundos «Conventillo» y «Cochapamba».

Reclamo las costas de las tres instancias, porque hay temeridad en litigar contra disposiciones expresas de la ley, como son las muy especiales relativas a la prescripción extraordinaria.



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ArribaAbajoManifiesto ante la Corte Suprema
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Posesión. Sus requisitos para fundar las acciones posesorias. Comisión de actos de mera facultad y actos meramente tolerados


Señor Ministro:

En el juicio que, por despojo de aguas, siguen los herederos de la señora Mariana Valdivieso v. de Rebolledo contra el Sr. Álvaro T. Terneus, cuyo poder ejerzo, reproduzco las detenidas alegaciones presentadas por parte de mi comitente en la primera y la segunda instancia, y suplico a los Señores Ministros del Tribunal Supremo se dignen leerlas con la atención que la gravedad del caso exige, y que, además, tomen en cuenta, para el fallo definitivo, las siguientes brevísimas observaciones que someto a su ilustrada consideración, convencido de que, aplicándose en él ilustrada y severamente las disposiciones de la Ley a la cuestión que se discute, se corregirá el monstruoso absurdo de la sentencia   —328→   recurrida en la que, sin más fundamento que aseveraciones de todo punto falsas revocó la bien razonada del juez inferior, a quien había aconsejado un jurisconsulto bien distinguido por su inteligencia e ilustración6.

Dos son los fundamentos del fallo de la Corte Superior; ambos absolutamente falsos, con falsedad notoria.

Primera falsedad: De las declaraciones de la mayor parte de los testigos presentados por la querellante y el querellado aparece que las aguas de la acequia principal señalada en el plano de fojas 68 con h c d y de la segada a b c que acrecía a aquélla, después de atravesar la alcantarilla o acueducto d e, estaban destinadas constantemente, desde tiempo inmemorial, a bañar los suelos del fundo «Olalla», y que, en consecuencia, la dueña de éste ha estado en posesión de todas las expresadas aguas hasta seis o siete meses antes de que propusiera su querella, a virtud del uso que se ha hecho de ellas en el regadío de los pastos y alfalfares, y en los demás menesteres del referido fundo, sin impedimento alguno de parte de los dueños de «Sigsipamba».

Segunda falsedad: El demandado, no sólo no ha justificado la falsedad del despojo, única excepción que tiene que tomarse en cuenta entre las muchas que propuso, según el art. 737 del Código de enjuiciamientos en materia civil, sino que ha confesado expresamente, y por repetidas ocasiones, que hizo cegar la acequia a b c que conducía las aguas a la principal.

Analizaré separadamente estas dos afirmaciones, únicos fundamentos de la sentencia apelada; y, al analizarlas, expondré, según fuere del caso, los principios de derecho correspondientes a los diversos puntos que deben considerarse para la acertada resolución de la controversia. Pero antes, séame permitido, para mayor claridad   —329→   de mi exposición, que recuerde la manera como se trabó la litis.


I

Según la demanda, el despojo consistió en haber cegado arbitrariamente el Sr. Terneus uno de los acueductos afluentes de una acequia que, al decir de la actora, conduce las aguas del fundo «Olalla»; con lo cual, a la vez que la ha despojado de parte de sus aguas se la ha excluido también de la posesión del acueducto cegado y del goce de la servidumbre adquirida (palabras, las sublineadas, literalmente transcritas de la demanda).

Hago notar de paso que en la demanda ni siquiera se determinó ni de modo aproximado, la cantidad de agua cuyo despojo se imputó al Sr. Terneus; no se hizo ninguna indicación sobre el particular, ni expresándose la medida, ni expresándose qué aguas eran para que, si vale decirlo, se las considerara como cuerpo cierto, aun cuando se ignorase su cantidad. De suerte que llegado el caso de restituirlas, o de apreciar el perjuicio ocasionado por la privación de ellas, no habría base ni para lo uno ni para lo otro; lo cual, por sí solo, es prueba concluyente de que la demanda es inadmisible, por incompleta, por no determinarse en ella la cosa demandada. No es posible demandar, por el despojo de una cosa, la restitución de ésta, sin determinarla de manera precisa, sea individualizándola por indicaciones que la señalen como un cuerpo cierto, sea fijándola por la expresión de la medida, si se trata de una cantidad; sin tal determinación, pero precisa y completa, no hay base ni para la discusión judicial, ni para la restitución en el supuesto de que se la ordenara; ni para la indemnización de los perjuicios. Y esto que afirmo, no sólo es exigido por la razón y consagrado como principio axiomático en la legislación universal, sino lo que vale más para los jueces,   —330→   prescripción expresa y terminante de nuestra ley; en efecto, en el artículo 741 del Código de Enjuiciamientos en materia civil se dispone que el despojado expresará el tiempo en que tuvo lugar el despojo, sus circunstancias y los linderos o señales de la cosa. Si se trata de terrenos, es necesario que se los determine fijándose su linderación, para que así queden especificados precisamente, como cuerpo cierto; tratándose de otras cosas es necesario indicar sus señales, esto es señalarlas, se entiende de modo que el objeto quede perfectamente determinado. Y ¿cómo puede hacerse esta determinación cuando la demanda es por agua? De una de dos maneras: o fijándose la cantidad o indicándose circunstancias tales que, aunque no fijen la cantidad basten para determinar, como ya lo dijimos, el cuerpo cierto; así, por ejemplo, puede muy bien decirse, el agua que sale de tal fuente, sea cual fuese la cantidad. Pero limitarse a decir: tengo una acequia, por esa acequia corría agua, de esa agua me despojó fulano de tal, etc., es no determinar de modo alguno la materia del despojo, de la demanda y de la restitución que se pide; porque decir simplemente agua, una agua, sin expresar qué agua ni en qué cantidad, es dejar del todo indeterminada la cosa que se demanda; es, en verdad, no expresar la cosa que se exige; es quebrantar la prescripciones del número 3.º del art. 99 y del art. 741 del Código de enjuiciamientos en materia civil; es, en fin, hacer imposible el juicio e imposibles las indemnizaciones y restituciones que debieran ordenarse al admitirse la demanda, la que, por esta sola falta radical, se vuelve irracional y legalmente inaceptable.

Pero, anotada esta falta, que vicia la demanda en sí misma, prosigo la determinación de cómo se trabó la litis.

Tocante a las excepciones, bástenos considerar lo expresado por el reo bajo el N.º 1 de su primera contestación a la demanda: «Es falso el despojo, por varias razones legales; y el actor es quien intenta despojar a mi mandante, pretendiendo una sentencia que le restituya lo que no ha poseído».

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Muy claramente, aparece que los hechos afirmados por las palabras que acabo de transcribir son: a) No haber habido despojo, esto es, no haber el demandado privado a la querellante de la posesión de las cosas a que la demanda se refiere: b) el demandado ha estado y está en posesión de dichas cosas; c) la actora no las ha poseído. Estas dos últimas afirmaciones se expresan sin que pueda revocarse en duda por los términos: «y el actor es quien intenta despojar a mi mandante, pretendiendo una sentencia que le restituya lo que no ha poseído». Afirmar que el actor es quien intenta despojar al demandado, es afirmar que éste ha estado y está en posesión de la cosa demandada; por lo cual en la concienzuda sentencia de primera instancia, el distinguido jurisconsulto que la dictó escribió, como primera consideración: «que entre las excepciones perentorias se encuentra implícita la de que más bien el reo ha sido poseedor del agua y acueducto, puesto que dice que es la actora quien pretende despojarle de esas cosas».

La contestación a la demanda, en esta parte, que es la principal, equivale, pues, a no es cierto que la actora haya tenido la posesión de las cosas que demanda; el poseedor de ellas es y ha sido el señor Terneus; por consiguiente, es falso el despojo. Para que haya despojo es necesario (perdóneseme la perogrullada, en vista de la sentencia de la Corte Superior) la posesión del demandante, y que el reo le haya privado de ella; si el demandante no ha estado en posesión de la cosa o si el reo no le ha privado de ella, es claro que no hay despojo y con mayor razón no lo hay, ni puede haberlo, si, en vez de haber tenido la posesión el demandante, la tuvo y la tiene el demandado.

Por esta manera de trabarse la litis, es indudable que debió la actora probar: que estuvo en posesión tranquila y no interrumpida de las cosas demandadas, un año completo; y que el señor Terneus le privó de ellas (arts. 909 del Código Civil, 741 y 137 del de Enjuiciamientos en materia civil). En los capítulos que siguen, donde analizaré los fundamentos del fallo contra el cual recurrió   —332→   a usted mi comitente, aparecerá si de parte de la señora Valdivieso v. de Rebolledo se probaron o no esos hechos.




II

Para saber si la Corte Superior fue verdadera cuando aseveró en la sentencia que la actora había estado en posesión del agua demandada hasta 6 o 7 meses antes de que se propusiera la querella, es del caso recordar, ante todo, en qué consiste la posesión tranquila y no interrumpida que la Ley requiere como fundamento de las acciones posesorias, y luego ver si de las declaraciones de los testigos aparecen los requisitos que la constituyen.

Posesión es la tenencia de una cosa determinada, con ánimo de señor o dueño, sea que el dueño o el que se da por tal, tenga la cosa por sí mismo o bien por otra persona en su lugar y a su nombre. El poseedor es reputado dueño mientras otra persona no justifica serlo (art. 688 del Código Civil).

Consiste principalmente la importancia jurídica de la posesión: en que ésta hace presumir el dominio del poseedor, mientras no se pruebe lo contrario; en que da origen a las acciones posesorias con que la Ley la protege; y, por fin, en que, corrido el tiempo que determina la ley, produce la prescripción ordinaria o extraordinaria, según los casos. Los requisitos que la ley exige en la posesión, para que sea fundamento de las acciones posesorias o de la prescripción ordinaria o extraordinaria, son diversos. En este alegato, sólo me toca tratar de los primeros, esto es, de los respectivos a las acciones posesorias, los cuales, como ya lo expresé, están determinados en el art. 909 del Código Civil: «No podrá proponer acción posesoria sino el que ha estado en posesión tranquila y no interrumpida un año completo»; artículo con   —333→   que concuerda el 741 del Código de enjuiciamiento en materia civil.

Los requisitos que naturalmente se deriven de la esencia misma de la posesión, por el concepto que de ella nos da la ley, y los que de modo expreso se exigen para las acciones posesorias en la prescripción ya citada, son, pues, los indispensables en las demandas de posesión. Con la brevedad posible, trataré de cada uno de ellos, para luego ver si están probados en este juicio.

Si «posesión es la tenencia de una cosa determinada con ánimo de señor o dueño», es claro que ha de manifestarse mediante los hechos por los cuales se ejerce el derecho de dominio; el goce y disposición de la cosa con exclusión de los otros, en cuanto no fuere contra la ley o contra derecho ajeno. Esto es tan evidente, que el célebre profesor Gabriel Baudry Lacantinerie, en su precioso, tratado de Derecho Civil, llega a decir que la posesión puede definirse: «El conjunto de los actos por los cuales se manifiesta exteriormente el ejercicio de un derecho que se tiene realmente o se pretende tener»7.

De tal principio, clarísimo e incontrovertible, se deduce necesariamente, entre otras, las consecuencias que pongo en seguida:

I. No es posible que cada una de dos o más personas tenga la posesión de una misma cosa, a menos que todas ellas posean en común. Los jurisconsultos romanos expresaban así este axioma: «Plures eamdem rem in solidum possidere non possunt: contra naturam quippe est, ut quum ego aliquid teneam, ut quoque id possi dere videaris». Y Paulo agregaba: «Quot est verius; non enim magis eadem possesio apud duos esse potest, quam, ut tu stare videaris in eo loco, in quo ego sto, vel in quo sedeo, tu sedere videaris».

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II. Se adquiere la posesión de una cosa, aprehendiéndola bajo el poder de uno, con la intención de tenerla como propia, excluyendo, por consiguiente, a los otros de uso y goce de ella, pues no hemos de olvidarlo, el dominio es esencialmente exclusivo, y lo es también la posesión, que, como ya lo vimos, no es sino el conjunto de los actos por los cuales se manifiesta exteriormente el ejercicio del dominio que se tiene o pretende tener en una cosa.

III. La posesión se manifiesta por medio de aquellos mismos actos, quiero decir, de los actos por los cuales se ejercita el derecho de dominio; actos, lo repito, que excluyen a los otros del goce de la cosa poseída.

IV. Actos posesorios, actos de posesión, no son, pues, sino aquellos por los cuales se suele ejercitar el derecho de dominio. Estos actos, por su naturaleza, son esencialmente exclusivos, en el sentido de que excluyen a otras personas del uso y goce de la cosa de cuya posesión se trata. Tal concepto, el de la exclusión, es fundamentalísimo en la materia de que trato: la posesión, exclusiva como el dominio, cuya manifestación es, se adquiere y se revela por actos que implican necesariamente exclusión.

V. La omisión de actos de mera facultad, y la mera tolerancia de actos de que no resulta gravamen, no confieren posesión; principio que, con estas propias palabras, se halla consagrado en el aparte 1.º del art. 3.481 de nuestro Código Civil, artículo que se complementa con los tres párrafos siguientes: «Así, el que durante muchos años dejó de edificar en un terreno suyo, no por eso confiere a su vecino el derecho de impedirle que edifique». «Del mismo modo, el que tolera que el ganado de su vecino transite por sus tierras eriales o paste en ellas, no por eso se impone la servidumbre de este tránsito o pasto». «Se llaman actos de mera facultad, los que cada cual puede ejecutar en lo suyo, sin necesidad del consentimiento de otro».

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E. Raviart, en su importantísimo Traité des Actions Possessoires (París, 1897), precisa mejor que otros autores los conceptos de actos de mera facultad y de actos meramente tolerados. «Actos de mera facultad -dice- son aquellos que dependen de la voluntad del que los ejecuta, y con motivo de los cuales nadie puede deducir la acción judicial, sea para impedírselos, sea para que destruya lo hecho»8.

«Actos de simple tolerancia son los que un buen vecino tolera, aunque impliquen algún menoscabo de su derecho de propiedad, porque este menoscabo no le parece tan grave que constituya una usurpación propiamente dicha, que debiera ser reprimida. Tal sucede, por ejemplo, cuando mi vecino pasa por mi propiedad o viene a tomar agua de mi fuente. Se trata de actos que pueden ser ventajosos a quien los ejecuta, sin causar daño a quien los tolera. Este último manifestaría mala voluntad si se opusiera a ellos. Pero la ley entiende que no los tolera sino a título de concesión puramente precaria y reservándose, por lo tanto, el derecho de reprimirlos cuando lo juzgue conveniente. He aquí por qué semejantes actos no pueden fundar, en provecho de quienes los ejecuten, una posesión útil para el ejercicio de las acciones posesorias»9.

  —336→  

Puesto que lo respectivo a los actos de mera facultad y a los meramente tolerados, es de suma importancia en sus relaciones con la posesión y la manera de adquirirla y perderla, séame permitido detenerme algún tanto acerca de ellos.

Actos de mera facultad, como se deduce del sentido propio de estas palabras, son, en el orden legal, aquellos que una persona puede hacer o dejar de hacer, sin que de omitirlos se les siga, en virtud de la ley, menoscabo o pérdida de su derecho. Se contraponen, pues a las actos que, según la ley, son obligatorios para con otra persona o necesarios para la conservación de nuestros derechos. Entendidos así (que es manera muy natural de entenderlos), se evita aquella latitud de significado que ha sido y es causa de graves dificultades y suma confusión para los tratadistas del derecho. «Si se tomara el texto del art. 2.222 del Código francés (correspondiente al 2.481 del nuestro) en toda su extensión, dice Mr. Félix Berriat Saint Prix, en el tomo 34 de sus Notes Elémentaires sur le Code Civil, se hallaría en él la negación completa de toda prescripción y, por tanto, una proposición inconciliable con las otras disposiciones legales sobre esta materia; la prescripción produce el efecto de extinguir las obligaciones, y la pérdida de la propiedad por la prescripción se funda en la abstención de actos que se pueden dejar de hacer; un acreedor no puede exigir el pago; un usufructuario no percibir los frutos. La prescripción adquisitiva se funda igualmente en la inacción del propietario y en la posesión de otro; ahora bien, la posesión no es sino una serie de actos que el propietario pudo impedir, y ni siquiera se distingue si éste los conoció o no, para que haya prescripción10.   —337→   M. Frédéric Mourlon escribió: «Esta regla es muy obscura. Se la traduce así: El que aprovecha indirectamente de la inacción de quien se abstiene de ejecutar actos de mera facultad no puede prescribir contra él, a fin de adquirir el derecho de impedírselos en lo futuro». «Si esta regla tuviese el sentido absoluto que parece tener, se la tomase a la letra, ninguna prescripción sería posible; porque todos los derechos, sin excepción consisten en la facultad de hacer ciertos actos»11; y Mr. Gabriel Baudry Lacantinerie, refiriéndose al artículo 2.232 del Código francés, empezó así su comentario: «Sólo en un punto están de acuerdo los autores respecto de este difícil artículo: en que es muy obscura la disposición que en él se contiene»12.

Entendiendo así los actos de mera facultad, como acabo de definirlos en el principio del aparte que precede, desaparecen, por lo menos en gran parte, y acaso en todo, las causas de obscuridad y confusión. Desde luego el primer motivo de limitar el concepto de aquellos actos en el orden legal se origina de la colocación misma que dio el legislador, en el Código Civil, a la disposición   —338→   concerniente a ellos: el art. 2.481 se halla en el 2.º del Título XLII del lib. IV, cuyo epígrafe es: «De la prescripción por que se adquieren las cosas». De donde resulta que, conforme a la ley, el no ejercicio de un derecho, o sea la omisión de actos que una persona puede ejecutar o no, puede muy bien ser causa de la prescripción extintiva de la acción correspondiente a ese derecho; lo cual elimina ya buena parte de las dificultades de la materia, y está muy conforme con las disposiciones legales sobre la prescripción extintiva. Pedro debe a Juan diez mil sucres; Juan, como dueño de este crédito, puede exigir o no exigir el pago a su deudor; nadie le obliga al cobro; pero si no exige el pago en veinte años contados desde que pudo exigirlo, se prescribe la acción para exigirlo, y por consiguiente, se extingue su derecho. Además de la situación que en el Código se dio a la regla en que me ocupo, la naturaleza de las disposiciones que en el § 2.º del título y libro mencionados preceden y siguen al art. 2.481, y los términos mismos de este artículo persuaden de que el principio que en él se expresa se ha de aplicar sólo a la prescripción adquisitiva y a la posesión que es su base fundamental. En el art. 2.480 se establece, en general, que «se gana por prescripción el dominio de los bienes corporales raíces o muebles, que están en el comercio humano, y se han poseído con las condiciones legales»; o que «se ganan de la misma manera (por la posesión con las condiciones legales) los otros derechos reales que no están especialmente exceptuados». En los arts. siguientes al 2.481, se determinan las condiciones o calidades que ha de tener la posesión para servir de base a la prescripción, o, más bien dicho, para producirla. Al relacionar el legislador, en el aparte 14 del art. 2.481, la prescripción con la posesión, diciendo: «La omisión de actos de mera facultad... no confiere posesión, ni da fundamento o prescripción alguna», lo que hizo fue: primero: establecer que la omisión de actos de mera facultad no da a otra persona posesión alguna; y segundo: que, como consecuencia necesaria de este principio, la omisión de aquellos actos no puede ser fundamento de la posesión ni de la   —339→   prescripción que se deriva de la posesión, esto es de la prescripción adquisitiva. Consistiendo la posesión, como consiste, en hechos positivos en la exteriorización del dominio por medio de los actos con que se lo ejerce, no se la pueda adquirir, según que ya lo expresé y demostré, sino por medio de tales actos; y, por consiguiente, la mera omisión del ejercicio del derecho de dominio, la mera omisión de actos posesorios, de parte de una persona, no es causa de que otra adquiera la posesión. Para adquirirla, es necesario que quien la adquiera ejecute actos posesorios, de los que ya expliqué, que excluyen al poseedor anterior del goce de la cosa, y le ponen, si quiere conservarla, en el caso de ejercitar una acción judicial contra el que ha violado su derecho. Por estas razones, dije ya que en absoluto, actos de mera facultad son, en el orden legal, aquellos que una persona puede hacer o dejar de hacer, sin que de omitirlos se siga, en virtud de la ley, menoscabo o pérdida de su derecho; son aquellos actos para cuya ejecución es enteramente libre una persona en el orden legal, porque ninguna ley le impone la obligación de ejecutarlos, ni para satisfacer el derecho ajeno, ni para conservar los propios. En este sentido, que es el natural y obvio, el filosófico y el legal, no son actos de mera facultad aquellos cuya ejecución es necesaria, según la ley, para la conservación de un derecho nuestro, como acontece con los necesarios para evitar la prescripción de las acciones. Así, en el orden natural, si vale decirlo, es en el acreedor acto de mera facultad el cobrar al deudor, porque puede cobrarle y puede no cobrarle; pero en el orden legal, ya la cosa varía; pues, si bien el acreedor puede cobrar o no a su deudor, si bien la ley no le obliga al cobro, si el acreedor no exige el pago dentro de cierto tiempo, pierde su derecho a exigirlo legalmente; lo cual limita la libertad natural. No es del caso que me detenga ahora en la exposición y confutación de las doctrinas que, respecto de los actos de mera facultad, enseñaron D'Argentré, en el siglo XVI, y Troplong, en el siglo XIX; más que importantes para la dilucidación acertada de las cuestiones relativas a este punto, lo son únicamente, en la historia   —340→   de la jurisprudencia, como manifestaciones del curso que ésta ha seguido al estudiarla y explicarlo. Y esto, sin embargo de que profesores como François Laurent sostienen todavía la doctrina del célebre jurisconsulto del siglo XVI.

Análoga es la explicación de los actos meramente tolerados, o de simple tolerancia. Aunque Baudry-Lacantinerie dice que es más fácil definir los actos de simple tolerancia que los de mera facultad, lo cierto es que no llegan los tratadistas a definirlos satisfactoriamente. Lo que enseñan, aunque tienen en el fondo mucho de verdadero, no precisa bien la idea que debe tenerse de los actos de simple tolerancia, y, por lo mismo, deja abierto el campo a las cavilaciones que se originan de lo ambiguo e indeterminado. Dunod llama actos de tolerancia los que una persona ejecuta merced a la buena voluntad, a la benevolencia de otra, quien puede hacerlos cesar cuando lo tuviere a bien. A primera vista, parece esto clarísimo y completo; y sin embargo, no es así. Pedro ocupa con una construcción suya el terreno de Juan, excluyéndole de su tenencia y goce; Juan, que puede impedírselo, no se lo impide desde luego, aunque conserva la facultad de hacerlo; y es claro que nadie tendrá la obra de Pedro como acto de simple tolerancia. El concepto más común es el que ya transcribí de Raviart, repetido literalmente por Baudry-Lacantinerie y otros: «Actos de simple tolerancia son aquellos que un buen vecino tolera, aunque impliquen cierto menoscabo de su derecho de propiedad, porque este menoscabo no le parece tan grave que constituya una usurpación propiamente dicha, que merezca ser reprimida: como si un vecino pasa por mi fundo o toma agua de mi fuente». Lo que hay verdadero en este concepto, es que en los actos de mera tolerancia, una persona tolera lo que otra hace, aunque lo hecho por ésta menoscabe algún tanto el derecho de aquélla, porque no cree justo oponerse al bien de otro, que no implique gran daño propio; es el cumplimiento de los deberes de caridad y de benevolencia, que en el derecho natural se conocen con el nombre de deberes imperfectos, cuya manera de cumplirse queda   —341→   al juicio de la persona obligada. Pero lo que falta en la noción que analizo, es la determinación de cuándo el menoscabo del derecho ajeno, del derecho de la persona que tolera, es una verdadera usurpación, y cuándo no lo es; determinación absolutamente necesaria, porque de ella depende el que un acto sea o no de mera tolerancia, y de ella depende todas las consecuencias que se derivan de que lo sea o no, entre las cuales se cuenta como principalísima la de si la tolerancia confiere o no posesión y es o no fundamento de prescripción. Si ese menoscabo constituye usurpación del derecho ajeno, la tolerancia del hecho que lo ocasiona confiere posesión y es fundamento de prescripción al contrario, si ese menoscabo no constituye usurpación del derecho ajeno, la tolerancia del acto que lo produce ni confiere, ni es fundamento de prescripción, ni es motivo de que quien lo tolera no pueda impedirlo en lo futuro. No pueden ser más hondas e importantes las diferencias que se derivan del hecho de que haya o no usurpación, violación del derecho ajeno. Y sin embargo, los autores no llegan a determinar de modo preciso, como es necesario, cuándo hay usurpación, violación, cuándo no la hay. Para hacer esta determinación, es indispensable acudir al concepto de dominio, de posesión, y, además, tener presente que la determinación de que se trata debe buscarse en el orden legal, esto es, ante la ley civil. Si el dominio es la facultad de disponer, usar y gozar con exclusión de los demás; si la posesión es la tenencia, uso y goce, con exclusión de los demás; si el dominio se ejerce por medio de actos posesorios, y éstos consisten en tener una cosa y aprovecharse de ella, con exclusión de los otros; es indudable que no hay usurpación del dominio, usurpación de la posesión, mientras no se excluya al dueño o poseedor del uso o goce de la cosa. Todo se reduce, pues, a saber cuándo hay exclusión y cuándo no la hay; qué actos la constituyen, y cuáles no; todo esto en el orden legal, ante la ley civil. Se entiende que esta exclusión ha de ser relativa al derecho de que en cada caso se trate; puesto que, como es bien sabido y lo establecen expresamente nuestras leyes, sobre las cosas incorporales   —342→   hay también una especie de dominio, como el del usufructuario en su derecho de usufructo, y también respecto de las cosas incorporales cabe posesión, la que es susceptible de las mismas calidades y vicios que la posesión de una cosa corporal, arts. 572 y 703 del Código Civil. De lo expuesto se deduce, que en las disposiciones de la ley es donde debemos buscar la determinación de cuándo hay usurpación, estudiando qué actos, según la ley, implican exclusión del dueño o del poseedor. Hay usurpación cuando hay exclusión del dueño o poseedor; y sólo en la ley podemos hallar la determinación fija y precisa de qué actos constituyen, ante ella, exclusión del dueño o del poseedor.

Mas, como en las disposiciones de la ley, no hay enumeración taxativa especial de semejantes actos, los hemos de buscar en el sistema mismo de nuestras leyes acerca de los efectos que en ella se atribuyen a los actos que una persona ejecuta en la propiedad de otra. Tales o cuales actos producen, según la ley, la exclusión del dueño o del poseedor, haciéndoles perder la posesión o el dominio. Pues a esos actos no se refiere el principio de los actos de mera tolerancia. Tales o cuales actos, por repetidos que sean, ¿no producen nunca, según la ley, la exclusión del dueño o del poseedor, la pérdida del dominio o de la posesión? Pues a ellos sí se les aplica aquel principio. Los actos por los cuales se ejercen las servidumbres discontinuas y las continuas no aparentes, son ejemplo de los de la segunda especie; porque las servidumbres discontinuas y las continuas no aparentes no se adquieren por prescripción; por largo que sea el tiempo en que se los repita, nunca excluyen al dueño ni al poseedor, limitando su dominio o posesión. Los términos con que en el art. 2.481 de nuestro Código Civil se designan los actos de mera tolerancia, corresponden perfectamente a la explicación que de éstos acabo de hacer. «La mera tolerancia de actos de que no resulta gravamen, ni confiere posesión ni da fundamento a prescripción alguna»; sea de entender, de que no resulta gravamen según la ley; gravamen que consiste en la exclusión del dueño o del poseedor, tal como lo he explicado.   —343→   De igual modo se ajustan a lo expuesto los ejemplos que se ponen en el aparte tercero de dicho artículo: «El que tolera que el ganado de su vecino transite por sus tierras eriales o paste en ellas, no por eso se impone la servidumbre de este tránsito o pasto».

Consecuencia final de la exposición que precede es que la regla de que la omisión de actos de mera facultad y la mera tolerancia de los que no causan gravamen, no confiere posesión, se funda, así en la primera como en la segunda parte, en un solo principio muy sencillo: dejar de hacer, omitir aquello que la ley no exige como necesario para la conservación de nuestro derecho, no confiere posesión ni es fundamento de prescripción; sea que se omitan los actos por los cuales se ejercita directamente el derecho sobre su objeto propio; sea que se omitan aquellos con que el derecho se ejercita rechazando los abusos ajenos.

Acaso se opondrá que, aceptada esta teoría tocante a los actos de mera facultad y a los de simple tolerancia, quedarían las cosas de modo que fuera inútil que en el Código Civil se consagrase expresamente el principio de nuestro artículo 2.481. A tal reparo se debería contestar sin vacilaciones que, en verdad, es inútil sentar expresamente aquella máxima en el Código; y no sólo inútil, sino, además, perjudicial, por ocasionada a dudas y confusiones en la explicación de su verdadero sentido, y a graves dificultades en su aplicación a los casos concretos de la jurisprudencia práctica. En el Código argentino se la suprimió, sin que de haberla suprimido se siguiese ninguna irregularidad en lo respectivo a la manera de adquirir, conservar y perder la posesión, que es la manifestación de dominio y el fundamento de la prescripción. Lo que importa es que se establezcan reglas racionales, claras y precisas acerca de estos puntos; que, por lo demás, ninguna falta hace, entre las disposiciones de la ley positiva, la antigua máxima concerniente a los actos de mera facultad y a los de simple tolerancia. En el Código argentino, lo repito, no se ha producido alteración ninguna en el fondo de las cosas, con haberla   —344→   suprimido, y así se ha dado un importante paso hacia el perfeccionamiento de la legislación positiva, por la simplificación de las leyes13.

Terminado el examen de los actos de mera facultad y de los meramente tolerados, en que me he detenido algún tanto en atención a la especialísima importancia del asunto y a la relación que tiene con el caso que se discute, seguiré ya tratando de los otros requisitos que ha de tener la posesión para que en ella se funden las acciones posesorias.

Y antes de tratar de que la posesión no debe ser equívoca, me ocuparé de las calidades de tranquila y no interrumpida, que se exigen en el art. 909 del Código Civil; pues, el que la posesión no sea equívoca, más que una calidad especial, es una circunstancia relativa a todos y cada uno de los requisitos que debe tener.

Posesión tranquila es la posesión exenta de violencia; y como la violencia puede emplearse sea al adquirir la posesión, sea al ejercerla, puede muy bien decirse, como lo enseñan los tratadistas del derecho, que posesión tranquila es la que se adquiere y se ejerce sin violencia. Cuando en nuestro art. 909 de nuestro Código Civil se prescribe que «no podrá proponer acción posesoria sino el que ha estado en posesión tranquila y no interrumpida un año completo», es claro que lo que se exige es que la posesión de ese año haya sido exenta de violencia o fuerza, en su ejercicio, prescindiéndose del modo como se la hubiese adquirido; para las acciones posesorias se atiende sólo al hecho de la posesión en el año, cualquiera que haya sido o podido ser el origen de ella. Diversa es la regla concerniente a la posesión que ha de servir para la prescripción, como se ve en el artículo   —345→   2.489 del Código Civil: «Para ganar la prescripción ordinaria se necesita posesión regular no interrumpida, durante el tiempo que las leyes requieren»; y lo regular o irregular de la posesión se refiere, según el art. 690, al origen de la posesión, al modo con que fue adquirida. Para que pueda deducirse la acción posesoria no obsta que la posesión se haya adquirido con violencia, siempre que en el último año no haya habido ningún acto de fuerza para conservarla; la ley exige sólo un año de posesión tranquila. «Se debe entender por posesión tranquila -escribió Mr. E. Raviart, en la obra citada, la que se estableció y se ejerce sin violencia». «La posesión no es tranquila cuando se la adquirió y conserva por las vías de hecho, con violencias materiales y morales... Sin embargo este vicio no es perpetuo, y la posesión, aunque violenta en su origen, puede volverse tranquila y dar lugar, después de un año, a las acciones posesorias, sin que sea necesario que la cosa haya vuelto al poder de quien fue despojado de ella, ni que se produzca un cambio en la causa de la posesión. Cuando el vicio de violencia se purga por la continuación tranquila de la posesión en un año completo, los efectos de ésta se retrotraen al día en que cesó la violencia». Del todo conforme con esta doctrina se halla lo dispuesto en el aparte 3.º del art. 911 del Código Civil: «Si la nueva posesión ha sido violenta o clandestina, se contará este año (el necesario para que prescriba la acción posesoria del despojado) desde el último acto de violencia, o desde que haya cesado la clandestinidad».

De los términos de esta disposición legal se deduce que, además de las condiciones exigidas en el art. 909 para que la posesión sea fundamento de acción posesoria (tranquilidad y no interrupción), es también necesario que sea pública; requisito acerca del cual se ha de tener presente que, como lo enseñan los expositores del derecho, es esencialmente relativo, o, en otros términos, que la clandestinidad no puede invocarse por aquellos a quienes no se ocultó la posesión.

Tocante a lo no interrumpido de la posesión, sabido es que «posesión no interrumpida es la que no ha sufrido   —346→   ninguna interrupción natural o civil», y no hay para qué detenerse en la explicación de cada una de estas dos interrupciones y de sus efectos legales.

La posesión, finalmente, no debe ser equívoca. Se llama equívoca la posesión en que no aparecen, con la certidumbre suficiente, todas las calidades requeridas para constituir una posesión útil, según la ley. Debe, pues, ser clara e incontestable en cada una de dichas calidades o requisitos: clara e incontestable en lo de que el poseedor tenga la cosa como dueño, ejercitando en ella actos de verdadera posesión, esto es, exclusivos; clara e incontestable en lo de ser tranquila, no interrumpida y pública. La posesión equívoca, dice E. Raviart, se denomina promiscua cuando no consta con certeza que la posesión no sea precaria; y posesión precaria, lo enseña el mismo autor, es la que se ejerce: primero, respecto de cosas corporales, por cuenta de otro; y segundo, respecto de servidumbres, por simple tolerancia; en una palabra, posesión promiscua es aquella en que no aparece con absoluta claridad y certidumbre el animus domini, esto es, que se posee como dueño, y no a nombre de otro, no por mera tolerancia de otro.

Veamos ya, Sr. Ministro, si la posesión alegada por la Sra. Valdivieso v. de Rebolledo es verdadera posesión, y si tiene los requisitos que la ley exige para que pueda servir de fundamento a una acción posesoria, como la de despojo.

Del proceso constan plenamente probados, los siguientes hechos:

1.º El agua que corría por la acequia a que parece que se refiere la demanda, se regaba, por medio de las acequias regadoras (pischuchaquis) que se abrían en ella, en el potrero de «Santa Ana», perteneciente a la hacienda «Sigsipamba», hasta que el Sr. Terneus aró dicho potrero para sembrar en él. Así lo aseguran los testigos mismos de la Sra. querellante, ya al contestar a la pregunta 6) de su interrogatorio, ya respondiendo a la   —347→   repregunta trece del primer interrogatorio de repreguntas presentado por el Sr. Terneus. La pregunta sexta del interrogatorio de la actora es así: «Si no se ha regado en mucho tiempo el potrero 'Santa Ana'». Pedro Vargas contesta: «hará un año que se barbechó el potrero de 'Santa Ana', durante ese tiempo no se ha regado dicho potrero». José María Chávez: «Es verdad». Si bien este testigo, al contestar a la pregunta transcrita, no afirma desde cuándo no se ha regado el «Santa Ana», aclara su declaración, completándola, al responder a la mencionada repregunta trece: «He visto regado el potrero de 'Santa Ana' con esas aguas (las de la acequia a que parece referirse la demanda) antes de que aren este potrero». Mariano Cevallos: «No se lo habría regado el tiempo de un año y medio más o menos» (declaración de trece de mayo de mil ochocientos noventa y tres). Manuel Hidalgo: «Que desde que sembraron no han regado el agua, y que deben ser dos años poco más o menos». Antonio González: «Que no ha sido regado desde que lo barbecharon». La repregunta trece, ya indicada, es: «Si ha visto regar con estas aguas de la acequia cegada el potrero de 'Santa Ana'». Pedro Vargas responde: «Sí lo regaban, yo lo he visto». José María Chávez: «He visto regado el potrero de 'Santa Ana' con esas aguas, antes de que araran este potrero». Mariano Cevallos: «Sí, en la parte baja del potrero». Manuel Hidalgo: «Que con la misma agua se regaba». Antonio González: «Que es cierto se regaba al pasar el agua, cuando venía llena la acequia, y que no venía de continuo». Este hecho, cuya importancia es decisiva, se halla, además, perfectísimamente comprobado por el unánime testimonio de los cinco testigos del demandado, aunque, según es notorio, tal prueba en este punto era ya inútil, por constar el hecho de las declaraciones de los testigos de la actora. En la pregunta sexta del interrogatorio principal del demandado, se lee: «Si es cierto que esta acequia borrada servía para regar el 'Santa Ana', cuando fue potrero». Todos los testigos, J. Salvador Silva, Rafael Carrera, Francisco Hidalgo, José María   —348→   Unda y Vicente Espín, responden categóricamente: «Es cierto»14.

Por fin, no es impertinencia hacer notar que aun de los términos de las preguntas sexta y séptima del interrogatorio principal de la actora, consta que el potrero «Santa Ana» se regaba con el agua de la acequia que parece referirse la demanda. La pregunta sexta es: «Si no se ha regado en mucho tiempo el potrero 'Santa Ana'»; y la séptima: «Si cuando se lo regaba, los remanentes acrecían a las acequias indicadas».

Consta pues, plenísimamente probado, que los dueños de «Sigsipamba» regaban en el potrero «Santa Ana», perteneciente a esta hacienda, el agua que corría por la acequia de que al parecer trata la demanda, hasta que el Sr. Terneus hizo arar dicho potrero para sembrar en él.

2.º Dejó de correr el agua por la acequia a que parece referirse la demanda más de un año antes de que ésta se dedujera. Lo afirman terminantemente los cinco testigos presentados por parte de mi demandante, en la respuesta a la pregunta tercera del interrogatorio principal con que se les examinó. Se les pregunta: «Si por esta misma acequia no ha corrido el agua cosa de dos años atrás, pero ni una sola gota». «Digan por qué no ha corrido el agua». J. Salvador Silva contesta: «Es cierto que no ha corrido por esa acequia ni una gota de agua desde hace más de un año; y la razón es porque, con motivo de haberse arado el potrero de 'Santa Ana', dejaron los dueños de 'Sigsipamba' que se tape esa acequia con las chambas que resultaron del arado, y además, porque no necesitaban de esa agua». Rafael Carrera: «Es verdad, y no ha corrido el agua porque, con motivo de haberse arado 'Santa Ana', al pasar la reja   —349→   ha dañado completamente la acequia de que se habla». Francisco Hidalgo: «Es igualmente cierto; y no ha corrido el agua durante este tiempo, por haber arado el potrero y por esto, haberse dañado la acequia con la tierra y chambas que entrando en ella la taparon, pues los dueños de 'Sigsipamba' ya no necesitan de esa acequia desde que dejó de ser potrero el 'Santa Ana'». José María Unda y Vicente Espín: «Es cierto». Además, todos estos testigos aseveran, respondiendo a la pregunta cuarta, que aquella acequia estuvo sin uso desde que araron el «Santa Ana»; y, respondiendo a la pregunta quinta: que en el sitio «Santa Ana», desde que lo araron para barbecharlo, se habían hecho dos cosechas, y que, al tiempo en que daban su declaración estaba sembrado de maíz. De donde se deduce, con absoluta certeza, que el «Santa Ana» fue barbechado mucho más de un año antes que se dedujese la demanda.

Tocante a este punto, las declaraciones de los testigos de la actora no son conformes entre sí, ni se compadecen con lo aseverado al respecto por la actora; y si algo prueban, es el hecho que asevero, a saber, que transcurrió mucho más de un año después que dejó de correr el agua por la acequia de que se trata. Paso a manifestarle. En contestación a la pregunta novena del interrogatorio principal de la actora, dicen que el agua había corrido por la sobredicha acequia hasta seis o siete meses (Antonio González dice que hasta siete u ocho) antes del tiempo en que declaraban. En contestación a la pregunta once del mismo interrogatorio, aseveran que el Sr. Terneus había desviado las aguas de la acequia de que se trata, dirigiéndolas a la de los «Chiches», antes de arar la parte superior del potrero «Santa Ana». Y en la respuesta a la pregunta dieciséis del primer interrogatorio de repreguntas de mi comitente, afirman que desde que se barbechó el potrero «Santa Ana» se habían hecho en él dos cosechas, lo que supone el transcurso, por lo menos, de dos años. No puede ser más notoria y escandalosa la contradicción en que se hallan estas declaraciones: el agua dejó de correr por la acequia sobre   —350→   que versa el juicio seis o siete meses antes de que declararan los testigos; y el Sr. Terneus la desvió por la acequia de los «Chiches» por lo menos dos años antes, pues lo hizo antes de barbechar la parte superior del potrero «Santa Ana», en el cual sitio, después de barbechado, se habían hecho ya dos cosechas antes de que los testigos declarasen; éstos aseguran, a la vez, lo uno y lo otro, esto es, se contradicen de modo injustificable. De la confusión y enredo de tales declaraciones y de las preguntas respectivas, sólo queda en limpio lo necesario para probar que lo que aseveran el Sr. Terneus y sus testigos es la pura verdad: la acequia aquella estuvo sin uso desde que se barbechó el «Santa Ana»; en este sitio se habían hecho dos cosechas, desde que se barbechó hasta las declaraciones de los testigos; por dicha acequia no había corrido el agua por lo menos dos años, pero ni una sola gota.

3.º Antes de que se desviase el agua para la acequia de los «Chiches», se la regaba en el potrero «Santa Ana», según ya lo vimos por las declaraciones de los testigos mismos de la actora; y entonces, a lo sumo, sólo los remanentes de ese riego hubieran pasado (si lo hubiese sido posible) a «Olalla» y otros terrenos. Este hecho, de importancia capital, se halla probado por los testigos de la actora y por la confesión de ella en su interrogatorio principal. En las preguntas sexta y séptima, se lee: «Si no se ha regado en mucho tiempo el potrero 'Santa Ana'». «Si cuando se lo regaba, los remanentes acrecían a las acequias principales». Los testigos, que, como ya se vio, aseguraron en cuanto a la sexta, que el «Santa Ana» no se había regado desde que se lo barbechó para sembrarlo, respondieron a la séptima: «es verdad»; todos, excepto Manuel Hidalgo, quien dijo: «Que lo que es cuando regaban en la cabecera de 'Santa Ana'», recibía los remanentes la acequia madre, y lo del pie que iba por la acequia de 'Chiche'». De suerte que, según la afirmación de este testigo, ni los remanentes del riego del agua que corría por la acequia a la que parece referirse la demanda, iban a «Olalla». Y así es la verdad;   —351→   verdad reconocida por los otros testigos cuando, al responder a las preguntas treinta y cinco y treinta y seis del segundo interrogatorio de preguntas con que se les examinó, dijeron: que «cuando se regaba el 'Santa Ana' con la acequia borrada en cuestión», se regaba sólo la parte baja; y que no es posible «regar con esta acequia la parte alta del potrero 'Santa Ana'». Para calificar el testimonio de los que declararon por parte de la actora, se ha de tener también en cuenta esta nueva contradicción; después de haber asegurado que los remanentes del riego del agua que corría por la acequia en cuestión, iban a «Olalla», reconocen que no podían ir, porque con el agua de esa acequia sólo se regaba la parte baja de «Santa Ana», de donde no puede caer el agua a la acequia por donde se la hubiera podido llevar a «Olalla».

4.º De parte de «Olalla» solían ir, por la noche a tapar, en el potrero «Santa Ana», las pequeñas acequias regadoras (pischuchaquis), abiertas en la acequia de que se supone que habla la demanda, para llevar el agua a «Olalla», y de parte de «Sigsipamba» se les impedía siempre semejante fraude. (Véanse las contestaciones de los testigos del Sr. Terneus a la pregunta décima del interrogatorio principal que éste presentó).

5.º Con la misma agua que a veces bajaba por la acequia de que se trata, solían regarse (y se han regado después) los potreros altos de «Sigsipamba» denominados «Santa Rosa», «Molina-pata» y «Carapungo»; y cuando se los regaba, que por lo menos era cada dos meses, no bajaba el agua por aquella acequia, y, por tanto, era imposible que pasase a «Olalla». (Véanse las declaraciones de los testigos del Sr. Terneus, en las respuestas a las preguntas once y doce del interrogatorio principal que éste presentó).

Llamo de muy especial manera la atención del Tribunal Supremo hacia este hecho, por sí solo de importancia decisiva en el litigio; hecho contra cuya realidad ni siquiera se propuso rendir alguna prueba la parte   —352→   contraria. Téngase, pues, muy presente, que cada dos meses se regaba cada uno de los mencionados potreros altos de «Sigsipamba», y que cuando éstos se regaban, ni era posible que pasase a «Olalla» el agua de que la actora pretendió haber estado en constante y tranquila posesión.

6.º El agua que pasa por la alcantarilla construida bajo el potrero «Santa Ana», no va directamente a Olalla; se emplea antes en el riego de algunos terrenos pertenecientes a personas del pueblo de Pifo. (Véanse las declaraciones de los testigos mismos de la demandante y el acta de la inspección ocular con los respectivos informes); y

7.º La alcantarilla mencionada en el N.º anterior ni siquiera se halla construida en terrenos de Sigsipamba. (Véanse el acta de la inspección ocular y los informes).

Aplicada a estos hechos la teoría de la posesión y de los requisitos que debe tener para servir de fundamento a las acciones posesorias, resultan, indiscutibles, las conclusiones siguientes:

1) La actora no estuvo nunca en posesión del agua ni del acueducto a que parece referirse su demanda. Suponiendo que a veces hubiera pasado el agua de aquella acequia a los sitios de «Olalla», constando como consta, de modo indudable, que se la regaban en los de «Sigsipamba» (en los potreros altos y en «Santa Ana»), el goce de los de Olalla no habría sido exclusivo, y se habría originado de la omisión de actos de mera facultad de los dueños de «Sigsipamba», y de la mera tolerancia, de parte de los mismos, de actos de que no les resultaba gravamen, conforme a la ley; porque, según la ley, el dueño de una heredad inferior que recibe, a intervalos más o menos largos, las aguas del predio superior, cuando no se riegan en éste, o cuando sobra algo de su regadío, o los remanentes, no ejecuta ningún acto que le confiera posesión, que pudiera servirle de fundamento para acciones posesorias, o para la prescripción adquisitiva; y   —353→   esto precisamente, porque el recibir así las aguas del predio superior, cuando no se riegan en él, o lo que sobra del regadío, o sus remanentes no es tener las aguas como dueño, con exclusión del dueño del predio superior, sin lo cual no cabe la posesión.

Y no se me oponga que el caso se modifica por haberse construido una alcantarilla en el potrero «Santa Ana» para llevar el agua a «Olalla». Ante todo, el hecho: no es cierto que la alcantarilla se halla en el potrero «Santa Ana», dentro de sitios de «Sigsipamba», ni que sirva para llevar el agua directamente a «Olalla», pues el agua que pasa por la alcantarilla va primero a terrenas de varias personas de Pifo, en los cuales se riega. Por lo demás, aquello de que el dueño de una heredad inferior pueda adquirir derecho a las aguas que descienden de la heredad superior, por prescripción de diez años contados como para la adquisición del dominio, desde que se hayan construido obras aparentes destinadas a facilitar o dirigir el descenso de las aguas en la heredad inferior, absolutamente no es aplicable al caso, sea que se entienda, que esas obras aparentes han de construirse en la heredad superior, sea que se tenga por suficiente que se las construya en la inferior. El punto es sencillísimo: el art. 822 del Código Civil se refiere única y exclusivamente a las aguas que corren naturalmente por una heredad, esto es, a las que corren por cauces naturales. Lo único que se hace en dicho art. es determinar las limitaciones al derecho que, como regla general, se consagra en el art. 821, que es como sigue: «El dueño de una heredad puede hacer de las aguas que corren naturalmente por ella, aunque no sean de su dominio privado, el uso conveniente para los menesteres domésticos, para el riego de la misma heredad, para dar movimiento a sus molinos u otras máquinas y abrevar sus animales. Pero aunque el dueño pueda servirse de dichas aguas, deberá hacer volver el sobrante al acostumbrado cauce, a su salida del fundo». En el caso actual, no se trata de aguas que corren por cauces naturales;   —354→   se trata de agua que corre por cauce artificial; que llevada por esa suerte, se riega en sitios de «Sigsipamba», y de la que, a veces, cuando ha habido sobrante de riego, o cuando se ha dejado de regar en «Sigsipamba», ha pasado algo a los predios inferiores.

Tampoco se diga que sí es posible adquirir, por el lapso de tiempo, la posesión del derecho de recibir los remanentes del riego del predio superior. Si tal se dijese, me bastaría replicar, sin detenerme en el examen teórico de la cuestión, que la demanda que inició el juicio no es por posesión del derecho de recibir remanentes, sino por posesión directa de las aguas mismas y de la acequia por donde se conducían. Esta observación basta para que se tengan por impertinentes cuantas alegaciones se hicieren fundadas en que los predios inferiores, entre ellos «Olalla» (después de varios otros) hubiesen recibido sobrantes del riego de Sigsipamba.

2) Como no está probado que la alcantarilla hubiese sido hecha por los dueños de Olalla, y como este fundo no se halla contiguo a «Sigsipamba», sino que hay, entre los dos, terrenos de varios dueños, a donde directamente va el agua que pasa por la alcantarilla; los dueños de «Olalla» no podrían fundar en aquella obra derecho alguno, aun en el supuesto de que se hallase en terreno de «Sigsipamba», y de que obras como esa pudieran dar algún derecho al dueño del predio inferior, respecto de aguas que, corriendo por caudales artificiales, se riegan en el predio superior.

3) La supuesta posición de los dueños de «Olalla», que, por lo dicho en los números precedentes, habría carecido del elemento esencial de la posesión, la tenencia y el goce exclusivos, tampoco habría sido tranquila ni no interrumpida.

4) En el supuesto más favorable a los dueños de «Olalla», su posesión, por lo menos, habría sido equívoca.

  —355→  

5) Los dueños de «Sigsipamba» estuvieron en perfecta posesión del agua de que se trata y de la acequia por donde ésta corría. Aprovechaban el agua, regándola en los potreros altos, «Santa Rosa», «Molino-pata», «Carapungo», etc., etc., como lo hacen hasta ahora, y también en «Santa Ana», hasta que tuvieron por conveniente sembrarlo. Y, no me cansaré de repetirlo, el que, a veces, hayan pasado a los predios inferiores aguas que accidentalmente dejaban de regarse en «Sigsipamba», o sobrantes del riego, no fue ni pudo nunca ser, para los dueños de «Olalla», un hecho constitutivo de posesión de las aguas, esto es, de tenencia y goce exclusivos, con ánimo de dueño; como no fue ni pudo ser nunca, para los dueños de «Sigsipamba», causa de que perdiesen la posesión de las aguas y de la acequia por donde se conducían.

6) El dueño de «Sigsipamba» conservaba aún al tiempo de la demanda, como conserva hasta ahora, la posesión del agua sobre que versa el juicio; pues aunque dejó de regarla en «Santa Ana», para sembrar este sitio siguió regándola en los potreros altos, según lo exigía la necesidad de atenderlos de modo conveniente.

7) Tocante al acueducto, nada hay en el proceso que pudiera manifestar que el dueño de Olalla lo hubiese poseído; lo que consta es que el agua que por él corría se regaba en «Santa Ana»; el mero hecho de que algunas veces pasase parte de esta agua (cuando se dejaba de regar «Santa Ana»), o el sobrante del riego, a los predios inferiores, no pudo ser causa de que los dueños de «Sigsipamba» perdiesen la posesión del acueducto, y la adquiriesen los de «Olalla».

8) Resulta, finalmente, lo que el mandatario del Sr. Terneus dijo en contestación a la demanda: «Es falso el despojo, por varias razones legales; y el actor es quien intenta despojar a mi demandante, pretendiendo una sentencia que le sustituya lo que no ha poseído»; y

  —356→  

9) Aun en el supuesto de que hubiese habido despojo, debería rechazarse la demanda por habérsela deducido después del tiempo fijado por la ley, un año, contado desde la realización del hecho constitutivo del despojo. Respecto de este punto, a lo expuesto ya por las pruebas que justifican mi afirmación, sólo añadiré que la parte contraria, que acepta la confesión del señor Terneus, en lo de haberse borrado la acequia, está obligado a aceptarla también en cuanto a la circunstancia del tiempo en que fue borrada, en virtud del principio legal de la indivisibilidad de la confesión (art. 273 del Código de Enjuiciamientos en materia Civil). Tanto más, cuanto que lo del tiempo que se borró la acequia, lejos de ser un hecho diverso del hecho de haberla borrado, es sólo, como ya lo dije, una mera circunstancia, un mero accidente inseparable de este hecho; y sabido es que aun los tratadistas que más limitan el principio de la indivisibilidad de la confesión, no pueden menos de declarar que no es posible nunca aceptar la confesión respecto de un hecho y rechazarla respecto de las circunstancias con que el confesante asegura que se verificó.

Creo, Señor Ministro, haber manifestado plenísimamente lo que me propuse: la absoluta falsedad de las dos afirmaciones que sirven de motivos de la sentencia de la Corte Superior. Ni está probado que la actora hubiese poseído, hasta siete meses antes de la demanda, el agua y el acueducto a que parece referirse en la querella; ni es cierto que el Sr. Terneus no haya probado la falsedad del despojo. La sentencia de primera instancia, al contrario, queda satisfactoriamente justificada en cada una de sus partes.

Estoy, por lo tanto, seguro de que el Tribunal Supremo, revocando el fallo recurrido, rechazará la demanda, si no por no haberse llenado en ella los requisitos legales indispensables, como lo manifesté en el capítulo primero de este alegato, por las razones expuestas en los siguientes. Pido, además, que, de conformidad con lo prescrito en los arts. 749 y 396 del Código de Enjuiciamientos   —357→   en materia civil, se condene a la parte actora al pago de las costas de las tres instancias; puesto que, aun tomando los hechos tales como los presentan sus testigos, su demanda fue temeraria y maliciosa.

Nicolás Clemente Ponce.





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Derecho práctico

¿Puede un procurador municipal confesar por la Municipalidad?


En el art. 1.703 del Código Civil se lee:

«La confesión que alguno hiciere en juicio, por sí o por medio de apoderado especial, o de su representante legal, y relativa a un hecho personal de la misma parte, producirá plena fe contra ella, aunque no haya un principio de prueba por escrito; salvo los casos comprendidos en el art. 1.691, inciso I, y los demás que las leyes exceptúen.

»No podrá el confesante revocarla, a no probarse que ha sido el resultado de un error de hecho».

Conforme con esta disposición del Código sustantivo, se hallan las de los arts. 271, 272 y 56 (N.º 4) del de enjuiciamiento en materia civil:

  —362→  

«La confesión debidamente prestada en los juicios civiles hace plena prueba contra el que la prestó, pero no contra terceros».

«También hará plena prueba la confesión que alguno hiciere en juicio por medio de apoderado legítimamente constituido, o de su representante legal».

«Para absolver posiciones y deferir el juramento decisorio, el procurador necesita cláusula especial», es decir, poder especial, o, lo que es lo mismo, ser apoderado especial, como lo prescribe el art. 1.703 del Código Civil.

Por lo demás, es bien sabido que el mandato general «no confiere naturalmente al mandatario más que el poder de efectuar los actos de administración; como son pagar las deudas y cobrar los créditos del mandante, perteneciendo unos y otros al giro administrativo ordinario; perseguir en juicio a los deudores; intentar las acciones posesorias e interrumpir las prescripciones en lo tocante a dicho giro; contratar las reparaciones de las cosas que administra; y comprar los materiales necesarios para el cultivo o beneficio de las tierras, minas, fábricas, u otros objetos de industria que se le hayan encomendado. Para todos los actos que salgan de estos límites, necesitará de poder especial» (art. 2.119 del C. C.).

Por lo visto, es evidente que, conforme a nuestras leyes, no puede absolver por otra persona sino su representante legal, o su mandatario especial, o sea su procurador con poder especial.

El procurador municipal no es representante legal de la Municipalidad, ni tiene poder especial para confesar por ella.

«Son representantes legales de una persona el padre o marido bajo cuya potestad vive, su tutor o curador; y lo son de las personas jurídicas los designados en el art. 540» (art. 38 del C. C.).

El art. 540 dice: «Las corporaciones son representadas por las personas a quienes la ley o las ordenanzas   —363→   respectivas, o a falta de una y otras, un acuerdo de la corporación, han conferido ese carácter».

Pero este artículo no es aplicable a las municipalidades, según lo expresamente prescrito en el inciso 2.º del art. 536: «Tampoco se extienden las disposiciones de este título a las fundaciones o corporaciones de derecho público, como la nación, el fisco, las municipalidades... Estas corporaciones y fundaciones se rigen por leyes y reglamentos especiales».

La ley especial porque se rigen las municipalidades, es la Ley de Régimen Municipal; y en ésta se determinan el verdadero carácter legal del procurador municipal y sus funciones y poderes.

En el art. 56 se lee: «En toda Corporación Municipal habrá un procurador nombrado por ella el primero de enero, y durará un año en su destino...».

Es procurador o mandatario, no representante legal. Y en efecto, así se declara expresamente en el N.º 1 del art. 57: «Son funciones del procurador:

»1) Ejercer la personería del Municipio representándolo con el carácter de mandatario de la Corporación Municipal ante cualquiera autoridad, para reclamar o defender sus derechos».

No cabe duda: el procurador municipal es simplemente mandatario de la Municipalidad. Y puesto que ni la Ley de Régimen Municipal ni ninguna otra, le concede la facultad especial de absolver posiciones, es también indubitable que no puede confesar por la Municipalidad.

Esta regla se aceptó, hace poco, en un auto asesorado por el señor doctor don José María Bustamante, que confirmó la Corte Superior de Quito.







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ArribaAbajoDoctor Agustín Cueva


ArribaAbajoAlegato presentado en el juicio que sigue la señora Rosa Solano de la Sala viuda de Germán, para que se le declare compradora preferida del derecho hereditario del señor Fernando Solano de la Sala
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Concepto y naturaleza de la compra o cesión del derecho de herencia. Materia del contrato. Tradición y sus elementos jurídicos. La tradición del derecho de herencia ante nuestra legislación. La tradición del mismo derecho en nuestra jurisprudencia. La tradición de derechos hereditarios en las legislaciones extranjeras. La tradición de esos derechos se cumple por el otorgamiento de la escritura pública, sin necesidad de la inscripción


Señores Ministros:

La señora Rosa Solano de la Sala v. de Germán y la señorita Dolores Solano de la Sala han deducido acción para que se las declare compradoras preferidas del derecho hereditario del señor Fernando Solano de la Sala en la testamentaría del señor Eliseo Solano de la Sala.

Los hechos que invocan para apoyar su derecho son los siguientes:

1.º Por escritura pública otorgada en esta ciudad el 20 de agosto de 1907, ante el escribano señor José   —368→   María Correa, el señor Fernando Solano de la Sala nos vendió a mí y a la señorita Victoria Jaramillo los derechos y acciones que, como a heredera de su hermano señor Elíseo Solano de la Sala, le correspondían en la sucesión de éste.

2.º- Por escritura pública otorgada en esta ciudad el 24 de agosto de 1907, ante el escribano señor Nicolás Melo, el señor Fernando Solano de la Sala vendió a la señora Rosa Solano de la Sala v. de Germán y a la señorita Dolores Solano de la Sala los derechos y acciones hereditarios que le correspondían en la sucesión del señor Eliseo Solano de la Sala.

3.º- La compra hecha por las actoras se ha inscrito el 24 de agosto de 1907.

4.º- La compra hecha por los demandados se ha inscrito el 26 del mismo mes de agosto.

En presencia de tales hechos alegados, sostienen las demandantes que es elemento esencial y forma necesaria de tradición, en la venta de una sucesión hereditaria, la inscripción de una escritura pública de compra. Y concluyen que, aun cuando los demandados hayamos celebrado primero la escritura de compraventa de los derechos hereditarios del señor Fernando Solano de la Sala y las actoras hayan verificado la misma compra con posterioridad, ellas son compradoras preferidas y verdaderas dueñas, por haberse anticipado a inscribir su escritura.

Por consiguiente, la cuestión que se ventila y que debe decidirse queda planteada en estos términos: ¿La inscripción es requisito especial, forma legal de tradición en la venta de una sucesión hereditaria?

Esta cuestión puede ser estudiada desde estos puntos de vista:

I.- Concepto y naturaleza de la compra o cesión de derechos hereditarios.

  —369→  

II.- Tradición de los derechos y acciones de un heredero ante la ley, la doctrina y la jurisprudencia.


I

El art. 1.791 del Código Civil habla de venta de una sucesión hereditaria y el art. 1.900 trata de la cesión de un derecho de herencia.

Quizás ocurriera creer que sean dos contratos diferentes la venta y la cesión; pero, estudiadas detenidamente las disposiciones legales, resulta que la transmisión de los derechos de un heredero es un contrato de compraventa, que el legislador ha querido sujetar a las reglas peculiares; considerándola desde el punto de vista de la transmisión o cesión de derechos incorporales, de naturaleza muy especial. Por esto, el Código trata en título separado de la cesión de herencia.

En la cesión de derechos hereditarios entran los elementos de la compraventa, cosa y precio; pero la cosa no es la calidad de heredero -que es intransmisible- sino los derechos inherentes a esa calidad. La cosa incorporal, objeto de la venta, es la universalidad del patrimonio del difunto, sin especificación de los efectos de que se compone.

Esos conceptos de universalidad y de indeterminación específica de las cosas vendidas constituyen la fisonomía peculiar de la cesión del derecho de herencia, o sea, de ese algo incorporal, a tal punto que, si se especifican las cosas, caemos en el caso de la venta ordinaria, y no dentro de las reglas de la cesión.

En la cesión de herencia puede haber o no, ya cosas muebles, ya inmuebles, ya créditos, ya derechos; mas nada de eso garantiza el vendedor o cedente, sino tan sólo su calidad de heredero. El tanto de los bienes, en clase y naturaleza no son materia de garantía, al contrario   —370→   de lo que resulta en la venta de cosas específicas y determinadas.

Estas ideas se aclaran más, al considerar que las donaciones a título universal requieren inventario solemne, esto es, especificación de bienes, y que, por lo mismo, no se transmite indeterminadamente la universalidad del patrimonio (art. 1.397).

De allí que en la cesión de una herencia no quepa la acción rescisoria por lesión enorme. El precio puede ser vil y la herencia cuantiosa; ésta irrisoria y el precio fabuloso, sin que por ello produzca lesión de derecho entre las partes contratantes.

Como nada específico vende el heredero, si ha aprovechado frutos, o percibido créditos, o vendido efectos hereditarios, no está obligado a restituir esas cosas al cesionario, sino tan sólo su valor (art. 1.901).

Siendo una venta especialísima la cesión de herencia, debe estar sujeta a reglas también peculiares de tradición.

Estudiemos este punto.




II

Evidentemente, el dominio de la herencia cedida no se adquiere por ocupación, accesión, sucesión por causa de muerte ni prescripción, sino por la tradición.

«Tradición -dice el art. 659 del citado código- es un modo de adquirir el dominio de las cosas y consiste en la entrega que el dueño hace de ellas a otro, habiendo por una parte la facultad e intención de transferir el dominio, y por otra la capacidad e intención de adquirirlo».


Analizando esta definición, hallamos en ella estos elementos: 1.º derechos transmisibles; 2.º causa justa o   —371→   título de la transmisión; 3.º voluntad para transmitir y adquirir; 4.º capacidad para lo mismo; 5.º acto que patentice la transmisión, ya material, ya simbólica, ya legal.

Como se ve, en la tradición hay elementos internos o intrínsecos (como la voluntad) y un elemento simplemente formal o externo, como la entrega material de la cosa misma; o de modo simbólico, como las llaves de una casa, o la escritura pública, o la inscripción.

Al celebrarse escritura pública de cesión de una herencia, están ya cumplidos todos los elementos de la tradición.

Mas, pretenden los demandantes que, en ese caso, el elemento formal o externo de la tradición es la inscripción, porque ésta es el acto previsto por la ley para patentizar la transmisión del derecho. Este aserto no tiene fundamento alguno. Veámoslo.

El art. 566 enumera, entre los derechos reales, el de dominio, el de herencia, los de usufructo, uso o habitación, los de servidumbres activas, el de prenda y el de hipoteca.

El art. 675, que trata de la tradición de los derechos reales, no preceptúa la inscripción como forma o elemento externo de la tradición del derecho de herencia, del de servidumbre, ni del de prenda, mientras exige la inscripción para la tradición del dominio de bienes raíces, de los derechos de usufructo o de uso constituidos en bienes raíces, de los derechos de habitación o de censo, y del derecho de hipoteca. El art. 676 corrobora lo dispuesto en el art. 575.

El art. 686 del mismo Código requiere, como signo o forma de tradición de un derecho de servidumbre, tan sólo la escritura pública, y no la inscripción. Y es que la ley ha ido descartando, poco a poco, los signos materiales o simbólicos de la tradición, que imperaron en la organización jurídica primitiva de los contratos reales,   —372→   como arrancar yerbas, tirar piedras, revolcarse en el terreno comprado, etc.

El desenvolvimiento progresivo del derecho ha ido sustituyendo la entrega material, la tradición ficta, la brevi manu con la escritura pública, la inscripción y con la tradición por el ministerio de la ley.

Puede decirse que la evolución jurídica ha espiritualizado cada día más el elemento formal o externo de la tradición, teniendo en cuenta que la tradición jurídica no es, en su esencia, sino el ánimo y la voluntad de transmitir el derecho y de recibirlo.

Sintetizando, el parágrafo 3.º del título VI, libro II del Código Civil, no exige la inscripción como forma externa de la tradición del derecho de herencia.

Al tratar el Código de la compraventa, vuelve a hablar de la transmisión de la sucesión hereditaria en el art. 1.791, así redactado:

«La venta se reputa perfecta desde que las partes han convenido en la cosa y en el precio, salvo las excepciones siguientes:

»La venta de bienes raíces, servidumbres y censos, y la de una sucesión hereditaria, no se reputan perfectas ante la ley, mientras no se ha otorgado escritura pública, o conste del acta de remate debidamente inscrita».


Según este artículo, la compraventa es contrato meramente consensual, ordinariamente, y pasa a ser contrato solemne en los casos previstos en el segundo aparte. La escritura pública es la solemnidad.

Ese aparte segundo no tiene por objeto establecer formas de tradición de los derechos que allí enumera. Eso habría sido un pleonasmo jurídico, porque ya dijo el legislador, en el título «De la tradición» que ésta se cumple mediante inscripción, en la venta de bienes raíces y constitución de censos; y, mediante escritura pública, en la constitución de servidumbre, según el art. 686.

  —373→  

Suponer lo contrario sería atribuir al legislador el olvido del art. 686, cuando formuló el aparte segundo del art. 1.791, y pensar muy ligeramente que se contradijo, al exigir primero la escritura pública como forma de tradición de la servidumbre, y después, como forma esencial, la inscripción.

No, el legislador no ha incurrido en tan vituperables olvidos y contradicciones. Se limitó únicamente a preceptuar la solemnidad del contrato.

Quizás las últimas palabras de ese aparte segundo del art. 1.791: «o conste del acta de remate debidamente inscrita» pudieran dar asidero al sofisma de que la inscripción es necesaria, no sólo respecto de las actas de remate, sino también de las escrituras de venta de una sucesión hereditaria.

Mas, el sofisma se desvanece con la sola consideración de la historia de esa disposición legal.

La edición de nuestro Código Civil, del 3 de diciembre de 1860, copiando literalmente el Código Civil Chileno, dice:

«Art. 1.786.- La venta de bienes raíces, servidumbres y censos, y la de una sucesión hereditaria, no se reputan perfectas ante la ley, mientras no se ha otorgado escritura pública».


En dicha edición no hay la frase: «o conste del acta de remate debidamente inscrita». En el Código Chileno, hasta hoy, no se halla este aditamento.

Es necesario que registremos la edición de nuestro Código Civil de 1871, para que hallemos adicionado el aparte segundo del art. 1.791, en estos términos:

«La venta de los bienes raíces, servidumbres y censos, y la de una sucesión hereditaria, no se reputan perfectas ante la ley, mientras no se ha otorgado escritura pública, o conste del acta de remate debidamente registrada».


  —374→  

En la edición de 1889 hallamos otra variante, pues el aparte está concebido en estos términos:

«La venta de bienes raíces, servidumbres y censos, y la de una sucesión hereditaria, no se reputan perfectas ante la ley, mientras no se ha otorgado escritura pública, o conste del acta de remate debidamente inscrita».


Ahora bien, que desde la Legislatura de 1857 expidió nuestro Código Civil, ninguna Convención, ningún Congreso ha reformado el art. 1.791, y el Cuerpo Legislativo lo ha dejado tan intacto como se redactó en 1857 y se codificó en 1860.

Por consiguiente, hay que indagar por qué en las ediciones de 1871 y 1889 hallamos adicionado el aparte segundo del art. 1.791, sin que el legislador haya pensado en adicionarlo.

La cuestión es muy sencilla. La Convención nacional de 1869 y el Congreso de 1887 encargaron a la Corte Suprema de Justicia las respectivas codificaciones de 1871 y 1889.

Ese Tribunal codificador entendió que podía trasladar al Código Civil disposiciones sustantivas incorporadas al Código de enjuiciamientos en materia civil, y así lo hizo.

En efecto, el referido Código del enjuiciamiento, sancionado por la Convención Nacional de 1869, contiene la siguiente disposición:

«Art. 430.- Tres días después del remate, si el rematador hubiere consignado la cantidad que ofreció de contado, se mandará hacer la inscripción de la acta de subasta, con lo que se le tendrá por poseedor legítimo».


Pues bien, como el art. 1.791, decía que la venta de bienes raíces no se reputa perfecta ante la ley, mientras no se ha otorgado escritura pública; y el acta de remate   —375→   no es estrictamente «escritura pública», la Corte Suprema codificadora, considerando que el remate es venta hecha por la autoridad de la justicia, adicionó el art. 1.791, expresando que la venta en remate se perfecciona por el acta debidamente inscrita, trasplantando así el precepto del Código procesal al Código Civil.

He allí la única interpretación racional de las últimas palabras del aparte segundo del art. 1.791, pues cualquiera otra nos llevaría a concluir que la Corte Suprema usurpó atribuciones del Congreso, al pretender fijar otra forma de tradición en los casos de dicho aparte segundo, cuando el legislador nunca adicionó este artículo.

Esta interpretación histórica está conforme con la naturaleza de la venta del derecho de herencia.

Esa venta comprende la universalidad de un patrimonio, en el que puede haber variedad de bienes, que requieran variadas formas de tradición. Así los bienes muebles tienen sus formas peculiares de tradición; el dominio de bienes raíces, otra forma; las servidumbres, otra; los derechos personales, otra (arts. 673, 675, 686, 687).

¿Cuál de estas formas debía elegir el legislador para la tradición del derecho de herencia?

Absurdo habría sido que elija la inscripción, si, por ejemplo, se da el caso de que sólo existan bienes muebles (quizá cuatro tratados) en la sucesión.

Inscribir bienes muebles sería el colmo del absurdo. El objeto del contrato de cesión de herencia no está constituido específicamente ni por bienes muebles, ni por bienes raíces, ni por servidumbres, ni por créditos personales. Luego, no puede aplicarse la variedad de formas de tradición requeridas para cada uno de esos contratos a la venta universal de una sucesión hereditaria.

En la donación a título universal, como tienen que especificarse los bienes en inventario solemne, exige el   —376→   art. 1.397 del Código Civil la inscripción, cuando, entre lo donado, hay bienes raíces.

Pero, en la cesión de herencia no hay especificación, y es absurdo exigir la inscripción de cosas raíces que no aparecen ni se conocen. Para disponer la inscripción, habría tenido que presumir el legislador que siempre han de existir bienes raíces en la testamentaría, y esa presunción sería locura.

Siguiendo ese criterio, debería sostenerse también que, como puede existir créditos personales en la herencia, debe cumplirse también la forma legal de tradición de esos créditos en la venta de una sucesión hereditaria.

Ante el cúmulo de errores y contradicciones a que induce la tesis de la necesidad de la inscripción para la venta de una herencia, la Corte Suprema ha interpretado recta y sabiamente el Código y sustentado la doctrina que la ley no exige la inscripción como forma de tradición en el caso contemplado.

Al fallar el Tribunal Supremo el juicio de inventarios de los bienes dejados por Juan Agustín Jaramillo y Florentina Pineda, declara no ser necesaria la inscripción, conforme al art. 1.791 del Código Civil.

He aquí esa sentencia:

«Quito, julio 26 de 1915; a la una de la tarde. Vistos: Elena Tapia de Jaramillo, por sí y en representación de sus hijas Florina y Elena y Rosa Agustina Jaramillo, negó la aprobación del inventario de fs. 11-12, por decir que los bienes dejados por Juan Agustín Jaramillo y Florentina Pineda eran suyos y de sus representadas, ya por haber sido su esposo Manuel Agustín Jaramillo uno de los herederos de sus padres, ya por compra que éste hiciera a sus coherederos de todos los derechos y acciones que les correspondían en las dos sucesiones. Examinada la prueba, que consiste en las escrituras de fs. 2.227, legales y cuya inscripción no es necesaria para sólo justificar la compra de derechos y acciones hereditarios   —377→   (art. 1.791, inciso 2.º del Código Civil), resulta que, en verdad, a Elena Tapia de Jaramillo y sus hijas les pertenece tanto las porciones hereditarias de Manuel Agustín Jaramillo y Juan Antonio Jaramillo, como las de Miguel Carrión; pero no así las que pudiera corresponder a Rosa Carrión de Criollo, por no constar que ésta las hubiese vendido. Por tanto, considerando además el hecho de que esta heredera ha intervenido, como parte, en todas las instancias del juicio, administrando justicia en nombre de la República y por autoridad de la Ley, se admite la objeción de Elena Tapia de Jaramillo en todo lo que concierne a las porciones de Manuel Agustín y Juan Antonio Jaramillo y Miguel Carrión, y se la deniega en lo que mira a los derechos y acciones de Rosa Carrión de Criollo. Reformada así sin costas, la sentencia recurrida, devuélvase el proceso, después de legalizado este papel.- Leopoldo Pino.- A. Cárdenas.- Manuel B. Cueva.- Francisco Andrade Marín.- Manuel E. Escudero».


(Gaceta Judicial, tercera serie, N.º 98.)                


Como hemos visto, la naturaleza misma del contrato de venta de una sucesión hereditaria repugna la inscripción, ya que resultaría aplicable esa forma de tradición hasta el traspaso de bienes muebles y de créditos personales, en los casos en que no haya bienes raíces en la masa hereditaria.

Si el objeto de la inscripción es dar publicidad a ciertos actos cuya existencia interesa conocer a terceras personas para que no se sorprenda su buena fe en la contratación de bienes raíces, es innecesaria la inscripción del derecho de herencia.

En efecto, el heredero no puede disponer en manera alguna de un inmueble (si lo hay en la sucesión) mientras no se inscriba el derecho que da la posesión efectiva (art. 677) y el acto de partición que adjudica un inmueble, o parte de él. Lo mismo se aplica al comprador de una sucesión hereditaria. Por consiguiente, los de terceros no pueden ser engañados en la adquisición de los   —378→   bienes raíces de una herencia, porque la inscripción de las adjudicaciones les estará enseñando al vendedor a dueño.

Indudablemente, por las razones expuestas, las legislaciones extranjeras no requieren la inscripción como medio de tradición del derecho de herencia, limitándose a exigir la escritura pública.

El Código Civil español no prescribe la inscripción. Y, para la cesión del derecho de herencia, rige la segunda parte del art. 1.462, que dice: «Cuando se haga la venta mediante escritura pública, el otorgamiento de ésta equivaldrá a la entrega de la cosa objeto del contrato, si de la misma escritura no resultare o se dedujere claramente lo contrario».

En el derecho francés tampoco se exige la inscripción en la venta de derechos sucesorios.

Baudry-Lacantinerie, exponiendo con toda la precisión de su admirable espíritu analítico la doctrina sobre esta materia, nos enseña:

«Entre dos cesionarios sucesivos de la misma herencia se debe dar la preferencia a aquel cuyo título es anterior en fecha, pues ninguna disposición particular de nuestras leyes prescribe el cumplimiento de una formalidad particular para que la cesión del derecho de herencia se pueda oponer a terceros».


Y añade:

«Distinta cosa es saber cómo el cesionario adquiere los diversos derechos especificados en la herencia respecto de terceros, por ejemplo, respecto de aquel a quien el cedente hubiere vendido una cosa determinada de la herencia. Entonces es preciso aplicar el derecho común. El cesionario llegará, pues, a ser propietario, respecto de terceros, de los inmuebles hereditarios, mediante la transcripción de su título, es decir, de su acta de cesión. Para los muebles corporales, vendrá a ser propietario, respecto   —379→   de terceros, solo consensu, salvo la aplicación del art. 1.141. En fin, en lo que concierne a los derechos personales comprendidos en la herencia, el cesionario deberá, para que pueda oponer su derecho a terceros, llenar una de las formalidades prescritas en el art. 1.690».


(Precis de Droit Civil, T. 2, p. 555 y 556, Dixiéme edition.)                


En síntesis, la venta de una sucesión hereditaria no requiere la inscripción como forma de tradición, realizándose ésta por el otorgamiento de la escritura pública.

Para concluir, voy a considerar brevemente una objeción deleznable hecha por los actores, en uno de sus alegatos, acerca de mi título de cesión de la herencia.

Dicen los demandantes, que, en la escritura de cesión de la herencia, hay venta de bienes raíces, especificados, porque, al final de la escritura, se habla de una casa que los cesionarios deben dar al doctor Fernando Solano de la Sala. Ése es un simple sofisma, porque, para que hubiera habido venta de cosa raíz de una casa, eran necesarios dos elementos: cosa determinada y precio. Una casa se determina por sus linderos, y el doctor Fernando Solano de la Sala no expresa que vende ninguna casa ni determina sus linderos ni fija precio alguno. Lo único que expresa vender terminantemente es el derecho de herencia que le corresponde en la sucesión del señor Eliseo Solano de la Sala.

En alegatos de las anteriores instancias he demostrado que los demandantes no han comprobado la compra de la herencia, porque la copia del título que han presentado no hace fe y porque hasta la inútil inscripción es nula.

Por lo expuesto y por el mérito de los autos, confío plenamente en que ha de ser confirmada, con costas, la sentencia recurrida.







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ArribaAbajoDoctor José Luis Tamayo


ArribaAbajoEscrito presentado en el expediente seguido sobre petición para que se le declare habilitado al señor José Antonio Torres en el uso y goce de sus derechos
1897


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Excelentísimo Señor:

El señor juez a quo, al expedir el auto de que he recurrido, ha partido del supuesto falso de que la resolución provisional que rehabilita al demente causa ejecutoria.

Para demostrar lo contrario, citaré terminantes disposiciones legales.

El art. 823 del Código de Enjuiciamiento en materia civil dice: «Para la rehabilitación del demente se observarán los mismos trámites que para declarar su interdicción». Ahora bien, según el art. 819 del mismo Código, la resolución respectiva se publicará e inscribirá; pero no se considerará definitiva, sino en el caso de que no hubiese quién reclame de ella; pero habiendo reclamación, se observarán los trámites prescritos para el juicio de interdicción por causa de prodigalidad; es decir, que se abrirá a prueba la oposición con el término de diez y seis días, conforme a lo prescrito en el art. 813 de dicho Código.

  —384→  

No cabe duda, pues, de que la resolución de rehabilitación no se ejecutorió, desde que por mi reclamación no llegó a hacerse definitiva.

El señor juez a quo, sujetándose a la ley, debió sustanciar la oposición y no pasar por alto, como lo ha hecho, todas las solemnidades sustanciales para la validez de los procesos.

Mas, cualquiera que hubiera sido el carácter de la providencia de rehabilitación, no ha podido el juez de primera instancia desechar, sin examen, la solicitud, para que se renovase la interdicción, atendiendo a la terminante prescripción del art. 457 del Código Civil; y debió para saber, si era justo el motivo alegado, conceder el respectivo término probatorio.

Por otra parte, todo el proceso de rehabilitación es nulo, porque, estando José Antonio Torres sujeto a los efectos de una sentencia de interdicción, no pudo comparecer en juicio, ni aun para solicitar su rehabilitación, conforme a la absoluta disposición contenida en el art. 454 del Código Civil. Aquélla debió de ser pedida por cualquiera de las personas enumeradas en el art. 432 correlativo de los arts. 448, 457, 443 y 444 del Código últimamente citado.

Solicito en definitiva la declaración de nulidad de todo el proceso que ha subido en grado, por las razones que dejo expuestas.

Es justicia, &.



  —385→  
ArribaAbajoAlegato con motivo de la reclamación del señor Alfonso Roggiero en contra de la ordenanza expedida por la Municipalidad de Guayaquil, que grava con un impuesto la ocupación de portales
1915


  —[386]→     —387→  

Excelentísimo Señor:

Tratando la Municipalidad de este cantón de gravar con una pensión mensual el uso que hago de una parte de la casa de mi propiedad, situada en la calle de Pichincha de esta población, me dirigí a dicha Corporación, reclamando contra la imposición en referencia, por ser completamente ilegal.

La solicitud que presenté es del siguiente tenor, literalmente copiada:

«Señor Presidente del I. Concejo Cantonal: En la planta baja de la casa que poseo en la intersección de las calles de Pichincha y Francisco de P. Icaza funciona mi establecimiento comercial.

»Por las necesidades del negocio de dicho establecimiento, me es indispensable hacer uso de una parte del portal de la referida casa.

»Por ese uso se trata de cobrarme un impuesto municipal, cual si se tratara de ocupación de la vía pública.

  —388→  

»Mas, como no estoy obligado por la ley a pagarlo, ocurro a la I. Corporación, por el digno órgano de usted, rogándole se digne expedir la orden correspondiente para que no se me cobre un impuesto que la Ley no ha establecido.

»Fundo mi petición en las razones siguientes:

»Según el inciso 1.º del art. 61 de la Ley de Régimen Municipal, los Concejos no pueden establecer otros gravámenes que los enumerados en el mismo artículo.

»En dicha enumeración no existe imposición alguna sobre los portales.

»El número 15 del precitado artículo faculta a las Municipalidades para imponer una pensión mensual o anual por el permiso a que se refiere el art. 588 del Código Civil, que literalmente dice: 'Nadie podrá construir, sin permiso especial de autoridad competente, obra alguna sobre calles, plazas, puentes, playas, terrenos fiscales y demás lugares de propiedad nacional'.

»Tal disposición no es aplicable, ni aun por analogía, a los portales, ya porque éstos no forman parte de las calles y plazas ni son lugares de propiedad nacional, ya porque el artículo transcrito no se refiere al uso de dichos lugares sino a las construcciones que se haga en ellos.

»Luego el Concejo no puede gravar los portales, fundándose en el N.º 15 del art. 61 de la Ley de Régimen Municipal.

»Según el art. 11 de la misma Ley, es potestativo de los concejos expedir las ordenanzas locales a que se refiere el Código Civil; y en tal virtud, puede reglamentar, según el art. 587 de dicho Código el uso y goce que corresponden a los particulares en las calles, plazas, puentes y caminos públicos, en el mar y sus playas, en ríos y lagos, y, generalmente, en todos los bienes nacionales de uso público.

  —389→  

»Mas, la precitada facultad no autoriza a la Municipalidad para gravar ese uso que consiste en el tránsito, riesgo y otros objetos lícitos, porque no puede crear otros impuestos que los enumerados en el art. 61 de la Ley en referencia y en dicho artículo no se establece imposición alguna por el uso y goce referidos.

»Por otra parte, tales uso y goce se refieren a calles, plazas y otros bienes de propiedad nacional.

»Los portales son de propiedad privada, porque pertenecen a quienes los han construido, como parte integrante de sus propios edificios.

»La circunstancia de ser lugares por donde transita el público, no les da la calidad de bienes públicos, porque ese tránsito proviene únicamente de la voluntad libre y espontánea del dueño de los portales, que permite que se transite por su propiedad, consintiendo en una servidumbre que pueden suspender cuando quieran, porque la servidumbre de tránsito, discontinua, como es, no se adquiere por su ejercicio, durante tiempo inmemorial, sino por escritura pública.

»Para que los portales llegaran a ser bienes de uso público, sería indispensable que, en conformidad con lo dispuesto en el N.º 4.º del art. 26 de la Constitución de la República, se expropiaran, pagando a sus dueños, el respectivo precio.

»No existiendo ninguna disposición legal que faculte a las Municipalidades para cobrar impuesto alguno a los dueños de los portales por el uso que hagan de ellos, confío en que el I. Concejo accederá a mi solicitud, resolviendo que estoy obligado a pagar impuesto por la ocupación del portal de mi casa, para el servicio de mi establecimiento comercial; protestando, desde luego, tomar todas las medidas para no causar incomodidad al público, ya que libre y espontáneamente consiento que se transite por un lugar de mi exclusiva propiedad.- Guayaquil, 5 de marzo de 1915».

  —390→  

El Ilustre Concejo, con fecha 23 de abril, resolvió negativamente mi petición, aprobando el informe que emitió su Procurador Síndico y que es del siguiente tenor literal:

«N.º 1.362. Guayaquil, a 21 de abril de 1915. Señor don Alfonso Roggiero. Ciudad.

»El Ilustre Concejo, en sesión del 12 de los corrientes, aprobó el siguiente informe del Señor Síndico Municipal:

»Señor Presidente: Cumpliendo con lo ordenado por Ud. me es grato informar en la solicitud presentada por el señor Alfonso Roggiero, en los siguientes términos:

»Es verdad que el inciso 1.º del art. 61 de la Ley de Régimen Municipal vigente, determina claramente que las Municipalidades no podrán imponer otros gravámenes que los enumerados en el mismo artículo; pero también es cierto que existe una Ley especial dada por el Congreso del año 1892, en que se autorizó a esta Municipalidad para gravar la ocupación de las vías públicas con artículos de comercio, con un impuesto de uno a treinta centavos por cada día que dure la ocupación; en vista de lo cual el Ilustre Concejo expidió la Ordenanza sobre la ocupación de la vía pública; autorización que está en vigencia, puesto que la Ley General antes citada, no ha podido derogar en manera alguna la especialísima dada con anterioridad; desde luego que no se expresa tal como lo requiere el art. 49 del Código Civil que dice: La Ley especial anterior no se deroga por la general posterior, sino se expresa.

»Los portales por el hecho de ser lugares por donde transita el público, se puede considerar como bienes públicos, puesto que su tránsito no proviene únicamente de la voluntad libre y espontánea del dueño de la casa, como lo supone erróneamente el señor Roggiero, sino del Decreto Legislativo dado el año 1902, que en el número   —391→   2.º del art. 5.º determina que los portales son obligatorios; de donde se deduce claramente que aun cuando dichos portales pertenezcan a quienes los han construido, sin embargo están sujetos los ocupantes de ellos al pago de los impuestos determinados en la citada Ordenanza, en virtud del derecho concedido por el Decreto de 25 de julio de 1892.

»Por tanto, el suscrito opina, que si está obligado el peticionario don Alfonso Roggiero a pagar el impuesto que se le cobra por la ocupación del portal de su casa ubicada en la calle de Pichincha y Francisco de Icaza de esta ciudad, en la forma que lo determina el art. 2.º de la referida Ordenanza, que debe ser cumplida por todos sin distinción alguna, al tenor de lo preceptuado en el art. 19 de la expresada Ley.

»Éste es mi parecer respetando siempre el más acertado de esa Corporación en que Ud. preside.- Guayaquil, abril 12 de 1915.- Sergio E. Alcívar.- Síndico Municipal.

»Lo que comunico a Ud., en resolución a su solicitud fecha 5 de marzo próximo pasado.- Dios y Libertad.- (Firmado) J. Burbano Aguirre».

La resolución se funda, como se ve, en el Decreto Legislativo de 25 de julio de 1892, cuyo art. 1.º en su N.º 3.º autoriza a las Municipalidades para gravar la ocupación de la vía pública, con el impuesto de uno a treinta centavos por cada día que dure la ocupación.

Mas, como V. E. lo observará, tal disposición no es ni puede ser aplicable a los portales que no son ni pueden considerarse como vía pública, desde que su dominio pertenece a los particulares dueños del terreno y edificios de que dichos portales forman parte.

El uso de esos portales es público por consentimiento de sus dueños; pero el portal mismo no lo es, porque ese calificativo unido a un bien cualquiera, denota que la propiedad de él, es de todos los habitantes de la nación, o en otros términos, que es un bien nacional.

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Los bienes o edificios particulares no son, pues, bienes públicos, según el art. 581 del Código Civil, aun cuando sus dueños consientan a todos el uso de ellos.

El Decreto de 1892 no puede referirse a otras vías públicas que a aquellas respecto de las cuales las Municipalidades tienen la facultad de expedir ordenanzas; y ésas no son otras que las vías de propiedad nacional, o sean las determinadas en el art. 587 del precitado Código. Si el Legislador hubiera querido referirse a las vías de propiedad particular, lo habría expresado claramente, porque, cuando se expidió tal decreto, existía la Ley de Régimen Municipal y el Código Civil, según los cuales está limitada la función Municipal a las vías nacionales; y para hacer extensiva a las vías de dominio privado las disposiciones del decreto posterior a esa Ley y a ese Código, habría sido necesario, según las reglas sobre derogación de leyes, que se hubiera hecho desaparecer aquella limitación, declarando, de un modo expreso, hasta donde debía extenderse la ampliación de la facultad.

El Decreto en referencia no ha modificado tácitamente las disposiciones de las predichas leyes generales, en cuanto a la expresada limitación, porque esas disposiciones no son inconciliables con la del Decreto sobredicho, sino que, por el contrario, se armonizan perfectamente. Sofisma es decir que los portales deben considerarse como vía pública, porque una ley de 1902 obliga su construcción; y es sofisma, porque se confunde las medidas de precaución contra los incendios con el dominio, en cuanto no se transfiere sino mediante la tradición basada en un título translativo de dicho dominio.

Por los razonamientos expuestos en la solicitud que dirigí a la Municipalidad y en los nuevos que ahora expongo, solicito de la Excelentísima Corte Suprema, se digne declarar ilegal la resolución Municipal transcrita en este memorial, ya que me hallo dentro del plazo para hacer tal solicitud, en conformidad con lo dispuesto en el art. 28 de la Ley de Régimen Municipal.

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Las notificaciones que me correspondan, se harán en el almacén del señor Benito Boggiano situado en la calle de la Compañía de la Capital.