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Historia de la Imprenta en los antiguos dominios españoles de América y Oceanía

Tomo II

José Toribio Medina

Guillermo Feliu Cruz (pr.)

José Zamudio Z.






ArribaAbajoLa Imprenta en Manila

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I.- Falta de noticias ciertas acerca de la fecha de la introducción de la Imprenta en Filipinas

Testimonio del cronista fray Diego de Aduarte. El primer impresor, Juan de Vera, chino cristiano. Fundación del pueblo de Binondoc. Primer libro que se imprimió en las Islas, según fray Alonso Fernández. Datos que establecen el error en que este autor incurrió. La Doctrina cristiana tagalo-española de 1593. Carta del gobernador Pérez das Mariñas. Sistema tipográfico usado en los primeros impresos filipinos. Procedencia de los autores de las Doctrinas cristianas. Libros similares publicados en América. El obispo fray Domingo de Salazar y el primer sínodo de Manila. Motivos que hay para atribuir a fray Juan de Plasencia la Doctrina cristiana de 1593. Antecedentes que inducen a pensar que debe retrotraerse la fecha de la introducción de la Imprenta en Manila.


Triste cosa es tener que confesar, al principiar este libro, que hasta hoy no se sabe de cierto cuándo tuvo lugar la introducción de la Imprenta en las Islas Filipinas.

Al hablar de impresiones debemos, sin embargo, distinguir los dos sistemas que en un principio se usaron en el Archipiélago, el de las tablas grabadas o método xilográfico acostumbrado en China, y el de los caracteres movibles o tipos de imprenta empleado por los europeos.

El padre Aduarte nos informa, en efecto, al tratar de fray Francisco de San José, que habiendo compuesto «muchos libros de devoción manuales, y porque no había imprenta en estas Islas ni quien la entendiese ni fuese oficial de imprimir, dio traza como hacerlo por medio de un chino, buen cristiano, que viendo que los libros del padre fray Francisco habían de hacer gran provecho, puso tanto cuidado en este negocio, que vino a sacar (ayudado de lo que le decían algunos que sabían algo) todo lo necesario para imprimir y imprimió estos libros»1.

El cronista dominico expone en otra parte de su obra:

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«Ha habido en este pueblo (Minondoc, después Binondo) muchos chinos de muy ejemplar vida. Juan de Vera, no sólo era hombre muy devoto y de mucha oración, sino que hacía que todos los de su casa lo fuesen; oía siempre misa, y era frecuentísimo en la iglesia, y la adornaba curiosísimamente con colgaduras y pinturas, por entendérsele esta arte; y sólo atendiendo al mucho fruto que se sacaría con libros santos y devotos, se puso al gran trabajo que fue necesario para salir con imprenta en esta tierra, donde no había oficial ninguno que le pudiese encaminar ni dar razón del modo de imprimir de Europa, que es diferentísimo del que ellos tienen en su reino de China; y, con todo eso, ayudando el Señor tan pío intento, y poniendo él en este negocio, no sólo un continuo y excesivo trabajo, sino también todas las fuerzas de su ingenio, que era grande, vino a salir con lo que deseaba y fue el primer impresor que en estas Islas hubo, y esto no por cudicia, que ganaba él mucho más en su oficio de mercader, y perdió de buena gana esta ganancia por sólo hacer este servicio al Señor y bien a las almas de los naturales, que no se podían aprovechar de los libros santos impresos en otras tierras, por no entender la lengua extraña, ni en la propia las podían tener, por no haber en esta tierra imprenta ni quien tratase de ella, ni aún la entendiese»2.

«Tenía Juan de Vera un hermano, prosigue Aduarte, poco menor que él, y viéndose morir le llamó y le dijo: "hermano, una cosa quiero pedirte que hagas por mí, con que moriré consolado, y es que lleves adelante este oficio de impresor..." Prometióselo el hermano y cumpliole la palabra con muchas ventajas... y servía con más devoción su oficio, en el cual murió con muy buen nombre»3.



Conviene también recordar en este lugar algunas circunstancias que hace notar Aduarte, ajenas al parecer a nuestro tema y que en realidad no carecen de importancia, a saber, que el sitio en que se establecieron los pobladores de Minondoc fue comprado por don Luis Pérez das Mariñas para obsequiarlo a los chinos, «que vivió con ellos en el mismo pueblo», y, por fin, que en el dicho pueblo de los chinos se fundó un hospital con la advocación de San Gabriel...

El cronista que venimos citando no nos dice ni el título del libro que primero se imprimiera por Juan de Vera, ni tampoco el año en que tuviera lugar acontecimiento de tamaña notoriedad en la vida de aquella lejana colonia. Pero no faltó historiador contemporáneo que se encargara de transmitir a la posteridad tan importantes datos. En efecto, fray Alonso Fernández en su Historia Eclesiástica de nuestros tiempos, publicada en Toledo, en 1611, nos informa que fray Francisco Blancas o de San José, imprimió, «en lengua y letra tagala un libro de Nuestra Señora del Rosario, el año de 1602, que fue el primero que de ésta ni de otra materia allá se ha impreso»4.

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De estos testimonios resulta, pues, que el primer impresor que hubo en Filipinas fue un chino cristiano, llamado Juan de Vera, y que el primer libro que salió a luz fue el tratado del Rosario de fray Francisco de San José, en el año de 1602.

No existe hasta ahora documento alguno que contradiga la aseveración de Aduarte acerca de quién fuese el primer impresor filipino, mas no sucede otro tanto respecto de lo que dice fray Alonso Fernández acerca de la fecha de la aparición del primer impreso.

«Un sabio orientalista holandés, cuenta Pardo Tavera, el doctor J. Brandes, me escribió en 1885 desde Bali-Boeleleng (Java) diciéndome que, ya en 1593, se imprimió en Manila una Doctrina Cristiana en español-tagálog, con caracteres propios de esta última lengua. Otros orientalistas, cuando el último Congreso de Londres en 1891, me dieron la misma noticia. Ninguno me dijo, sin embargo, dónde leyeron semejante cosa, ni mucho menos que hubieran llegado a ver tal libro, cuando registrando hace poco un ejemplar raro que adquirí en París (Alter Uber die tagalische sprache, Wien, 1803) vi que el autor citaba tal doctrina cristiana y decía que sabía su existencia por el abate Hervás»5.



A estos dos testimonios, nosotros podemos agregar todavía uno más, que no sólo habla de la existencia de esa Doctrina, sino que añade, que, además de estar escrita en tagalo y español, llevaba un texto castellano y latino. Ese testimonio es el del sabio alemán Adelung, que en el tomo I de su grande obra Mithridates oder allgemeine Sprachen-Kunde, impresa en Berlín en 1806, así lo afirma expresamente.

Pero, aun prescindiendo de tales testimonios, de los cuales acaso pudiera deducirse que en los comienzos de este siglo, fecha en que escribieron los tres autores citados, aún se conservaba un ejemplar de libro tan peregrino, tenemos todavía otro que es mucho más valioso, y es la carta escrita al rey desde Manila, con fecha 20 de junio de 1593, por Pérez das Mariñas, que a la letra, transcrita por nosotros del ejemplar que existe en el Archivo de India, dice como sigue:

«Señor: en nombre de Vuestra Majestad he dado licencia para que por esta vez, por la gran necesidad que había, se imprimiesen las doctrinas cristianas que contestaban, la una en lengua tagala, que es la natural y mejor destas islas, y la otra en la china, de que espero resultará gran fructo en la conversión y doctrina de los de la una nación y de la otra, y por ser en todo las tierras de las Indias más gruesas y costosas en las cosas, las he tasado   —9→   en cuatro reales cada una, hasta que en todo Vuestra Majestad se sirva de ordenar lo que se ha de hacer»6.



Según este documento de indiscutible autenticidad, tenemos, pues, que en la primera mitad de ese año de 1593, no sólo se imprimió la Doctrina Española-tagalog, con texto latino y castellano, a que hacía referencia Adelung, sino también otra en lengua de China.

Recordando ahora las circunstancias que dejábamos indicadas más atrás, de que el autor de esa carta al rey vivía en el pueblo de Minondoc, exclusivamente poblado por chinos, y que allí Juan de Vera tenía el primer taller tipográfico establecido en las islas, no nos parecerá aventurado suponer que el pie de imprenta de esas Doctrinas debió ser el Hospital de San Gabriel de aquel pueblo, tal como se encuentra en otros impresos posteriores que citan algunos bibliógrafos y de que tendremos pronto ocasión de hablar.

¿Esas Doctrinas estaban impresas con tabletas chinas, o se compusieron con tipos movibles, o acaso se emplearon ambos sistemas en su impresión?

Ya hemos dicho que no puede dudarse de que en las primeras impresiones filipinas debió usarse exclusivamente el sistema de los chinos, tal como lo asegura el cronista Aduarte, y creemos que tampoco admite duda de que la segunda de las Doctrinas mencionadas, al menos en la parte china, debió imprimirse de la misma manera; y si pudiéramos disponer de un ejemplar de esas Doctrinas, o bien del Símbolo de la fe, de fray Tomás Mayor, impreso en 1607, con ambas clases de caracteres, chinos y europeos, o al menos de una mediana descripción bibliográfica, claro es que nuestra duda no tendría razón de ser; pero, a falta de ambos extremos, nos es lícito aventurar algunas conjeturas que nos permitan establecer, siquiera de manera aproximada, cuándo se llevaron a Filipinas los tipos de imprenta al estilo europeo. Y decimos que se llevaron, porque no podemos ni siquiera por un momento suponer que allí mismo se fundieran, desde que sabemos que no era fácil proporcionarse el metal adecuado para ello y que faltaba en absoluto el artífice capaz de abrir los moldes en que hablan de fundirse.

«No es admisible, dice Retana, que la llevasen (la imprenta) de España; pudo ir de México, donde ya había bastantes, pero parece más verosímil que se pidiera o a Goa, o al Japón, países que sostenían relaciones comerciales con Filipinas»7. Nuestro amigo recuerda, al efecto, que en aquella ciudad habían impreso los europeos, ya en 1563, el libro Coloquio dos simples, y que en el Japón, según lo aseverado por Satow8, los jesuitas   —10→   habían introducido desde 1590 el arte de fundir tipos europeos. En cuanto a que de China procediese la primera imprenta filipina, Retana cree que debe en absoluto descartarse hipótesis semejante, fundado en el hecho de que en aquel país no hubo jamás imprenta de estilo europeo.

Pero al sostener esta tesis, el eminente filipinólogo se ha olvidado de una circunstancia que consideramos de capital importancia en este caso, y es que los mismos jesuitas que en 1590, al decir del bibliógrafo inglés recordado, fundían tipos en el Japón, hacían llevar a la China otros de Europa, con los cuales ya un año antes de aquella fecha, publicaban en el puerto de Macao una reimpresión del libro del padre Bonifacio De honesta puerorum institutione, y en el siguiente de 1590 la famosa obra De Missione Legatorum Japonensium ad Romanam curiam.

El padre Alejandro Valinagno, en efecto, había llegado de regreso de Europa a Macao en el mes de agosto de 1588, llevando tipos y materiales de imprenta, que meses después le permitían dar a luz aquellas obras9.

Que la primera imprenta filipina procediese de la que los jesuitas establecieron en Macao, tenémoslo como incuestionable.

Las relaciones comerciales entre el archipiélago y la China eran entonces frecuentes; chinos había ya por esos días muchos en Manila; Macao, comparado con Goa o con el Japón, estaba relativamente muy cerca de Filipinas; chino era o debía ser el primer impresor; en una palabra, eran muchas las circunstancias favorables para suponer que la imprenta se llevase de Macao y no del Japón.

Pero existen todavía dos circunstancias de excepcional importancia, que vienen a constituir, en nuestro modo de ver, plena prueba de que la imprenta filipina procedió de Macao, si es que íntegra no pasó de poder de los jesuitas al de los dominicos de Filipinas, según es lo más probable. ¿Cómo es, en efecto, nos preguntamos, que no se conoce libro alguno salido del taller de la residencia de los jesuitas de Macao posterior a 1590? ¿No demuestra esto que aquella imprenta cesó de funcionar en ese año? Por el contrario, tenemos testimonios fechacientes de que el establecimiento tipográfico de la Compañía fundado en el Japón, siguió funcionando, por lo menos, hasta 1610, como que el bibliógrafo Satow describe libros que llevan aquel pie de imprenta y aquella fecha. Ambas circunstancias establecen así un antecedente inductivo de no escaso valor para justificar nuestra tesis.

Pero hay más aún: examinados con detenimiento los caracteres tipográficos usados en el libro De Missione legatorum y cotejados con el Arte tagalo, de fray Francisco de San José, de 1610, y aún con otros libros de fecha posterior, impresos en el Colegio de Santo Tomás de Manila, nos hemos llegado a persuadir de que son los mismos, sin que para emitir esta   —11→   opinión nos hayamos creído influenciados por idea alguna preconcebida10.

Tenemos, pues, en resumen, que la imprenta que sirvió para dar a luz las Doctrinas, a que se refiere la carta de Pérez das Mariñas, ha debido proceder de Macao y completarse la impresión del texto chino de la segunda con los caracteres de aquella lengua, abiertos en madera por el primer tipógrafo Juan de Vera.

Y ya que nos hallamos envueltos en esta disquisición, es de oportunidad tratar de otro punto no menos interesante relativo a aquellas primeras Doctrinas de 1593, y es, procurar indagar quién o quiénes fueron sus autores, detalle hasta ahora no ventilado por bibliógrafo alguno. Nosotros tenemos como incuestionable que los nombres de los autores no han debido figurar en ninguna de ellas, pero que, a pesar de eso, no es por extremo difícil sospecharlos.

Decíamos que esas Doctrinas han debido publicarse sin nombre de autor, porque exactamente lo mismo aconteció en América con todas las que se imprimieron, en lengua y para instrucción de los indios.

La primera que se imprimió en México, que fue también la producción príncipe tipográfica que se menciona de aquel Virreinato, llevaba por título Breve y más compendiosa Doctrina Christiana en lengua mexicana y castellana, que contiene las cosas más necesarias de nuestra sancta fe católica, México, 1539, sin nombre de autor, como se ve, y sin otra indicación que la que se nota en el colofón de haber sido impresa por mandato del obispo don fray Juan de Zumárraga11.

En Lima ocurrió exactamente lo mismo que en México, que el primer libro impreso fue también uno sin nombre de autor, intitulado: Doctrina Christiana y Catecismo para instrucción de los indios y de las demás personas que han de ser enseñadas en nuestra sancta fe. Impreso con licencia de la Real Audiencia en la ciudad de los Reyes, 1584.

Tanta es la similitud que se nota entre ésta y la de Filipinas en lengua tagala que una y otra se imprimieron con licencia de las autoridades que en sus respectivos casos podían darla, en Lima, la Real Audiencia, y en Filipinas el Gobernador, como éste lo hace notar en su carta al rey, pidiéndole disculpas por haberla otorgado sin su autorización. Esta circunstancia, que puede parecer extraña, se explica, sin embargo, fácilmente, pues por una real cédula de 14 de agosto de 1560 estaba mandado que no se imprimiesen libros que tratasen de las Indias; y de ahí por qué en Lima se tenía cuidado de hacer notar que la impresión se hacía por orden de la   —12→   Real Audiencia, y por qué Pérez das Mariñas se veía en el caso de explicar los móviles a que había obedecido su transgresión de los reales mandatos12.

Continuando nuestro paralelo entre ambas Doctrinas, la quichua y la tagala, debemos decir, además, que aquélla habría sido el resultado del sínodo celebrado en Lima el año de 1582.

«... Hemos tenido por necesario, decían sus miembros, (como por diversas personas se ha pedido en este Concilio provincial) hacerse por nuestra orden y comisión una traducción auténtica del Catecismo y Doctrina cristiana que todos sigan. Para lo cual se diputaron personas doctas y hábiles en la lengua que hiciesen la dicha traducción; la cual se hizo con no pequeño trabajo, por la mucha dificultad que hay en declarar cosas tan difíciles y desusadas a los indios. Y después de haber mucho conferido, viendo diversos papeles, y todo lo que podía ayudar a la buena traducción, y visto y aprobado por los mejores maestros de la lengua que se han podido juntar, pareció a este sancto Concilio provincial proveer y mandar con rigor que ninguno use otra traducción, ni enmiende ni añada en ésta cosa alguna».



Sábese, después de esto, que la persona diputada para la impresión y corrección de la Doctrina fue el jesuita padre José de Acosta.

En Manila ocurrió algo muy parecido. Nombrado obispo fray Domingo de Salazar, «hizo una junta a manera de sínodo de los prelados de las religiones y hombres doctos que en la tierra había, teólogos y juristas, que duró mucho tiempo»13. Más explícito es todavía fray Juan de la Concepción.

«Para el mejor expediente, dice, convocó su ilustrísimo celo a sínodo; presidía Su Ilustrísima a las juntas; concurrieron en él personas y sujetos de los más doctos; el padre dominico Salvatierra, los más sobresalientes en letras de las religiones augustiniana y franciscana; los padres jesuitas Tedeño y Sánchez y el licenciado don Diego Vásquez de Mercado, como deán de la catedral nueva; ventilose en este convento o sínodo diocesano si se administraría a los indios en su idioma patrio, o se les obligaría a aprender la lengua castellana, y se convino en instruirlos en su lengua nativa; aprobose el rezo, Doctrina cristiana, que había traducido en lengua tagala el padre fray Juan de Plasencia; túvose por de mucha utilidad su compuesto Arte y Vocabulario Tagalog, por la facilidad que prestaba a la inteligencia y penetración de tan extraño idioma»14.



El cronista fray Juan Francisco de San Antonio nos informa también respecto al padre Plasencia, que en el capítulo celebrado por la orden franciscana   —13→   en el convento de los Ángeles, por el mes de Julio de 1580, «quedó encargado de la formación del Vocabulario de la lengua tagala y de su arte, desempeñando la confianza del encargo tan cabalmente que éstas tan inaccesibles obras y la traducción de la doctrina cristiana a las tagalas voces...». Más adelante, tratando especialmente del sínodo de que nos ocupamos, asevera el mismo cronista, «haber sido el primero que dio en perfecta traducción al tagalog idioma el texto y explicación de la Doctrina Cristiana, que se llama "Tocsohan", de preguntas y respuestas concisas, que es nuestro catecismo de España...»15. Y luego añade: «Estas obras (la citada y la Explicación de la Doctrina Cristiana, de Oliver) se reputaron por maravillosas en el primer sínodo de Manila, al ver en tan poco tiempo de tierra comprehensión tanta, y quedando aprobadas por los insignes varones que componían aquella gravísima junta (en que no fue el de menor suposición nuestro padre Plasencia). Se mandaron extender por todo el partido de la lengua tagala, para la común uniforme utilidad de los indios y de los ministros de doctrina, que se aprovecharon de estos libros... y han sido para las posteriores obras la norma y la pauta; y la Doctrina Cristiana o Tocsohan es, en la substancia, lo que hoy se usa16.

En vista de estos antecedentes, es, pues, de creer que el autor de la Doctrina Cristiana española-tagala sea el padre Juan de Plasencia.

Y en cuanto a la traducción de la doctrina en chino, acaso pudiéramos sospechar que lo fuera el mismo impresor Juan de Vera, que en este orden sería así el predecesor de Diego Talaghay y de Gaspar Aquino de Belén...

Hasta ahora hemos estado discurriendo en la hipótesis de que el primer libro impreso en Filipinas date de 1593. Vamos a ver ahora que no falta autor que retrotraiga esta fecha por lo menos hasta 1581. Beristain de Sousa dice, en efecto, que el Arte y Vocabulario de la lengua Tagala, de fray Juan de Quiñones se imprimió en Manila en 158117. Es sabido de todos que el bibliógrafo mexicano no sólo está de ordinario bien informado, sino que sus citas revisten en general gran exactitud en cuanto a las fechas y demás pormenores de impresión, si exceptuamos la manera de colacionar los títulos de las obras y el de dividir éstas por los nombres de los autores cuando se trata de una general. Pues bien, Beristain, ¿vio semejante libro, o se refiere al testimonio de otros bibliógrafos? Al ocuparse de la biografía de Quiñones menciona a fray Juan de Grijalva, a fray Gaspar de San Agustín y a fray José Sicardo, fuentes que, al parecer, tuvo a la vista para redactar el artículo que le dedica en su Biblioteca Hispano-septentrional. Veamos qué dicen estos autores.

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El maestro Grijalva se limita a expresar que fray Juan de Quiñones «fue lengua tagala, hizo vocabulario y arte de ella»18. Fray Gaspar de San Agustín19 se refiere en sus noticias al autor precedente y al Alfabeto Agustiniano de Herrera20. Nada encontramos tocante al padre Quiñones en La Cristiandad del Japón del padre Sicardo; de modo que, de esta manera, la noticia del impresor filipino de que tratamos ha nacido en su origen del propio Beristain. ¿Cómo pudo equivocarse al decir que ese libro estaba impreso? ¿Interpretó mal acaso las frases de Grijalva que quedan transcritas?

Y no se diga que debemos desechar a priori la afirmación del bibliógrafo mexicano cuando nos habla de un impreso filipino de 1581, pues no falta otro antecedente que pueda inducirnos a sospechar que acaso hubo en Filipinas imprenta, en el sentido más lato de la palabra, antes del año de 1593, que hasta ahora aparece como fecha inicial comprobada de su introducción en aquellas islas. Léase, si no, el siguiente documento:

«Presidente e oidores de la mi Audiencia Real que reside en la ciudad de Manila de las islas Filipinas. Por parte de don fray Domingo de Salazar, obispo dellas, se me ha hecho relación que convernía que ningún religioso pueda hacer arte de la lengua ni vocabulario, y que si se hiciese, no se publique hasta ser examinado y aprobado por el dicho obispo, pues de lo contrario se seguirá mucha variedad y división en la doctrina; y habiéndose visto por los del mi Consejo de las Indias, fue acordado que debía mandar dar esta mi cédula, por la cual os mando que proveáis que cuando así se hiciere algún arte o vocabulario no se publique ni use dél, sin que primero esté examinado por el dicho obispo y visto por esa Audiencia.- Fecha en Hanover, a 8 de mayo de 1584 años.- Yo el Rey.- Refrendada de Antonio de Erazo y señalada del Consejo»21.



Es por extremo lamentable en este caso que no conozcamos22 la carta del padre Salazar que motivó esta real disposición, como que, según es de creerlo, habría hecho completa luz sobre la materia; pero, aun así, el texto mismo de aquélla algo deja sospechar tocante a la existencia de libros impresos anteriores a los conocidos.

No consta la fecha de la carta del religioso dominico, si bien es de presumir que debió haberse escrito poco después de 1581, puesto que en   —15→   ese año regresó de España a Filipinas, y antes de 1584 en que el Rey la contestaba. No puede dudarse tampoco de que por aquel entonces se habían hecho artes y vocabularios de la lengua de los indígenas, porque, si así no hubiese sido, mal podía el Obispo reclamar ante el Soberano de lo que él consideraba perjudicial a su grey. Ocurría a todas luces un mal actual y no se contemplaba una contingencia futura. Es también evidente que se trataba de algún arte o vocabulario que se había hecho y publicado sin autorización o licencia del prelado. La cuestión está en saber qué debe entenderse por esa palabra publicado. Hoy no podría nadie trepidar al ver empleado en tal emergencia el vocablo, en decir que se hacía referencia a un impreso; pero ¿era ese realmente el caso?

Nosotros no nos atreveríamos a pronunciarnos en un sentido o en otro, queriendo simplemente, al traer a colación la cita de Beristain y la de la real cédula de 1584, manifestar que, hoy por hoy, no es posible llegar a una afirmación categórica acerca de la fecha precisa en que tuvo lugar la introducción de la imprenta en Filipinas. ¿Quién, en verdad, hubiera creído hasta hace poco que había aquella de retrotraerse hasta el año de 1593?




II.- Peculiaridad que ofrece el estudio de la Imprenta en Filipinas. Imprenta del Colegio de Santo Tomás

El impresor Tomás Pimpín. Diego Talaghay. Luis Beltrán imprime ya en 1608. Jacinto Magarulau. Raimundo Magisa. Luis Beltrán y Andrés de Belén. El capitán Gaspar de los Reyes. Juan Correa y Jerónimo Correa de Castro. Tomás Adriano. El hermano de Juan Francisco de los Santos. Vicente Adriano y Carlos Francisco de la Cruz.


Pero, en fin, en el estado actual de nuestros conocimientos bibliográficos sobre esta materia, tócanos proceder a historiar la existencia de las varias imprentas que hubo en Filipinas desde aquel año de 1593 hasta el de 1810 en que termina la tarea que nos hemos impuesto.

Nótese que hablamos de imprentas y no de impresores, porque, en realidad, hay una faz peculiarísima del arte tipográfico en Manila durante ese periodo, en que, a la inversa de lo que sucede en las demás ciudades que disfrutaron de los beneficios del arte de imprimir (tanto en Europa como en América, casi sin excepción alguna)23 que lejos de estudiar al impresor mismo, hay que seguir la marcha del taller tipográfico, bajo un nombre cualquiera.

Es efectivamente un hecho curioso, aunque perfectamente explicable, el que en Filipinas no hubiera en aquel largo espacio de tiempo individuo alguno que poseyese una imprenta, pues todas las conocidas fueron propiedad de las órdenes religiosas, y después de la expulsión de los jesuitas, la que estos poseían pasó al dominio del Estado, para ser entregada, a título de depósito, al Seminario eclesiástico de Manila. Y esto se explica, como decíamos, porque los impresores fueron, o indígenas que no pasaban   —16→   de ser meros obreros a jornal, o miembros de las mismas comunidades eclesiásticas. Cúmplenos así hacer historia de imprentas y no de impresores.

Comencemos por manifestar que en realidad de verdad, el título del presente libro es inexacto, como que imprentas no hubo sólo en Manila; mas, como las que en esa ciudad no funcionaron llevaron una existencia precaria en algún pueblo inmediato, o estuvieron en sus extramuros, para valernos de la expresión usada en las portadas de los mismos libros que tenemos que describir, hemos preferido referirnos sólo a la capital, centro principal del arte que historiamos.

Previa aquella aclaración y esta salvedad, entremos en materia.


Imprenta de los Dominicos, conocida más tarde por del colegio de Santo Tomás

Decíamos que la primera imprenta debió haberse establecido en Binondo; que fue de propiedad de los dominicos y que el primer impresor llamado a regentarla llamábase Juan de Vera, chino cristiano. El taller debió permanecer allí hasta después de 1607, fecha en que se dio a luz el Símbolo de la fe, de fray Tomás Mayor, impreso en parte con tipos europeos y en parte con caracteres chinos. Binondo, apenas necesitamos decirlo, es un pueblo que se considera como arrabal de Manila, a la cual está ligado por un famoso puente de piedra de 149 varas de largo.

Por muerte de Juan de Vera continuó a cargo de la imprenta un hermano suyo, cuyo nombre no recuerdan los cronistas dominicos.

De allí la imprenta fue transladada, ignoramos por qué causa, al partido de Batán, donde existía el pueblo de su nombre, que a principios de 1578 había fundado allí el dominico fray Sebastián de Baeza24. Lo cierto es, que en 1610 se imprimió en aquel partido el Arte tagalo, de fray Francisco de José, por el indio tagalo Tomás Pimpín, natural del mismo Batán.

En el propio año de 1610, Tomás Pimpín se hace a la vez autor y publica allí el Libro en que aprendan los tagalos la lengua castellana, que salió impreso por Diego Talaghay.

A los nombres de estos dos impresores que entonces tuvieron a su cargo el taller de los dominicos, debemos añadir el de Luis Beltrán, de quien hasta ahora no se tenía noticia que hubiese ejercido el arte tipográfico con anterioridad a 1637. De los preliminares de las Ordenanzas de la Misericordia se desprende, en efecto, este hecho interesante para el estudio de la imprenta filipina, que Luis Beltrán no sólo era ya impresor   —17→   en 1610, sino también desde por lo menos hacía dos años, pues a fines de 1608 los miembros de aquella Hermandad presentaban al gobernador una solicitud, que en parte dice como sigue: «Otrosí; suplicamos a Vuestra Señoría que porque las Ordenanzas que la dicha cofradía tiene están escritas de mano, y para que haya cantidad de traslados, para que cada hermano tenga el suyo, mande dar licencia para que se puedan imprimir de molde, la cual impresión pueda hacer Luis Beltrán, impresor; que en todo recibiremos merced». Y el gobernador, con fecha 6 de diciembre del citado año de 1608, «dio licencia a Luis Beltrán, impresor, para que pueda imprimir e imprima las dichas Ordenanzas». Resulta así, por lo tanto, que Beltrán acaso debía preceder en el orden cronológico a Tomás Pimpín y a Diego Talaghay, siendo quizás de sospechar, en vista de que su nombre se registra todavía treinta años más tarde, de que fuese el padre del impresor que dirigía el taller dominico en 1637. Sea como fuere, quede constancia de que durante ese largo lapso de tiempo no conocemos impreso alguno firmado por Beltrán, lo que probaría, o que estuvo separado del taller, o que los libros que debieron llevar su nombre no son conocidos de la posteridad.

En 1623 encontramos de nuevo la imprenta funcionando «en el Hospital de San Gabriel de Binondoc», donde sin duda estuvo primeramente establecida, y siempre a cargo de Tomás Pimpín. Dos años más tarde, esto es, en 1625, éste data sus trabajos tipográficos en Manila simplemente, y por fin, al año siguiente (1626) en el Colegio y Universidad de Santo Tomás de aquella ciudad, con cuya designación continuó en adelante el taller25.

De 1628 no se conoce papel alguno con nombre de impresor, hasta el año siguiente en que se ve aparecer el de Jacinto Magarulau, y meses más tarde el de éste asociado al de Tomás Pimpín, que en esa ocasión se registra por vez postrera. Magarulau sigue solo en el taller hasta 1634, fecha en que se le ve trabajar en unión de Raimundo Magisa, y última vez también en que figura su nombre.

En 1637 estaban al frente del establecimiento dos nuevos impresores, Luis Beltrán, a quien nos hemos referido ya, y Andrés de Belén, que juntos imprimen el Vocabulario bisaya del padre Mentrida, único libro de los conocidos en que se encuentra el nombre de este último. En ese mismo año vuelven a aparecer aunque por última vez el de Tomás Pimpín, en un papel que no lleva más pie de imprenta que el Manila. Magisa y Tomás Pimpín vivían todavía, pero habían pasado a trabajar con los jesuitas, quedando así con los dominicos sólo Luis Beltrán, que en 1640 iba a realizar, como término de su carrera, con la publicación de la Historia de la Provincia del Rosario, uno de los esfuerzos tipográficos más considerables intentados hasta su tiempo.

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Bien sea porque después no se prestase al taller el cuidado y asistencia necesarios, bien por la falta en que nos hallamos de las portadas completas de los libros impresos en los treinta años inmediatos siguientes, o porque muchos de esa época, como parece lo más probable, carecen de pie de imprenta, por la competencia que en ese orden, como en otros, hacían los jesuitas a los dominicos, es lo cierto que por los datos que por el momento poseemos, debemos esperar hasta 1672 para ver figurar de nuevo la Imprenta del Colegio, que por aquel entonces corría a cargo del capitán Gaspar de los Reyes, y bajo cuya dirección continuó hasta 1692. En 1685, es verdad, no puso, en un caso, el pie de imprenta del Colegio, pero como en ese mismo año también lo usó, es de creer que en aquella emergencia no lo emplease, o por falta de espacio o por mero descuido.

Al capitán Reyes sucede en 1701 Juan Correa, que permanece de regente hasta 1726. En 1731 aparece reemplazado por Jerónimo Correa de Castro, que por la identidad de apellido es de creer fuese hijo del precedente. Vésele figurar aún en 1746, debiendo, sin duda, haber sido quien imprimió varios libros que salieron con el pie de imprenta del Colegio, aunque sin nombre del impresor, en 1742, 1745 y 1749, y claro es, que, a la inversa, los que se publicaron sólo con su nombre fueron del taller dominicano.

En 1755 figura como regente Tomás Adriano, indio, natural de Sampaloc, donde nació en 1704, y continúa con ese cargo hasta 1770, en que pasó a Sampaloc a servir con los franciscanos. Es de creer con fundamento que los libros salidos del Colegio con anterioridad a esa fecha, pero sin nombre del impresor, fuesen obra suya.

En 1783 se nos presenta Juan Francisco de los Santos imprimiendo la Cuarta parte de la Historia de la Provincia del Rosario, de fray Francisco Collantes, y tres años más tarde una pieza oratoria de corta extensión, que son las únicas obras suyas que conocemos. Cinco años después es reemplazado por Vicente Adriano26 al parecer su hijo, que prosiguió las impresiones hasta 1804, y por fin, éste, a su vez, por Carlos Francisco de la Cruz, en 1809, quien continuaba en el taller el año siguiente de 1810, término de nuestro trabajo.






III.- Imprenta de los franciscanos

Establécese primero en la villa de Pila. Tomás Pimpín y Domingo Loag. No se sabe el fin que tuvo ni existen huellas de esa imprenta anteriores a 1655. Aparece en Tayabás en 1702. Es trasladada a Manila en 1705. Es llevada a Dilao. El hermano Francisco de los Santos y el capitán Lucas Francisco Rodríguez, impresores. Fray Julián de San Diego y fray Pedro de la Concepción. Última traslación de la imprenta al pueblo de Sampaloc. Fray Juan del Sotillo. El hermano Lucas de San Francisco. Tomás Adriano. El lego Baltasar Mariano. Fray Pedro Argüelles de la Concepción. Fray Francisco de Paula Castilla y Juan Eugenio. Fray Jacinto de Jesús Lavajos.


En la villa de Pila, fundada en 1578 a orillas de la laguna de Bay27, y por los principios del año de 1606 montaron los franciscanos la segunda   —19→   imprenta que hubo en Filipinas. A 20 de mayo de aquel año, Tomás Pimpín y Domingo Loag, tagalos, dieron ya comienzo a la impresión del Vocabulario de la lengua tagala, de fray Pedro de San Buenaventura, que venían a terminar sólo siete años más tarde. Lo probable es que Pimpín comenzase la impresión y que una vez iniciada siguiese con ella Loag, al menos durante el año 1610 en que Pimpín se hallaba en Batán trabajando en la publicación del Arte tagalo de fray Francisco de San José.

Ni el nombre de Loag ni el pie de imprenta del pueblo de Pila se registra después en libro alguno que conozcamos. ¿Qué se hizo de aquella imprenta cuya primera producción tanto dejaba esperar, en vista de los elementos de que se había dispuesto para realizarla? ¿Permaneció arrinconada en alguno de los conventos franciscanos, o la cedieron a alguna de las otras órdenes religiosas que por entonces contaban ya con talleres tipográficos en las Islas?

Trabajo tipográfico de la Imprenta Franciscana no se ve aparecer ninguno antes de 1655, año en que B. Lampao (no sabemos su nombre) da a luz en Manila las Constituciones de la provincia de San Gregorio28 y luego se pierde de nuevo su huella, hasta que por los comienzos del siglo XVIII la establece en Tayabás fray Antonio de Santo Domingo. «En 1699, refiere de este religioso el padre Huerta, salió electo maestro provincial, cuyo cargo desempeñó con mucho celo..., mandando cinco religiosos a las misiones de estas islas, y dos a Cochinchina; estableció imprenta en Tayabás y dio a la prensa el Diccionario Tagalog, compuesto por fray Domingo de los Santos...»

No es fácil resolver si se trataba de la misma imprenta que la orden de San Francisco había poseído desde hacía un siglo o de una que recién se montase, aunque parece más probable esto último. Lo cierto es que aquel libro que se había comenzado a imprimir en el Colegio de Santo Tomás en Manila, vino a terminarse «en la muy noble villa de Tayabás» el año 1702, sin que haya constancia de quién fuese el que corrió con su impresión, si bien es de presumir que estuviese al cuidado del hermano Francisco de los Santos.

De Tayabás fue llevada la imprenta a los claustros de San Francisco de Manila, donde aquel lego la tuvo a su cargo, por lo menos desde los años de 1705 a 1708, y de allí al convento de Nuestra Señora de la Candelaria del pueblo de Dilao, así llamado, aunque en realidad no pasaba de ser un arrabal de Manila29. Allí estuvo sólo durante los años de 1713 y 1714, siempre a cargo del hermano Francisco de los Santos, a quien se asoció en esta última fecha el capitán don Lucas Francisco Rodríguez. En 1718 la hallamos nuevamente en el convento de Manila, regentada por el lego Julián de   —20→   San Diego, y diez años más tarde en el mismo «convento de Nuestra Señora de los Ángeles» (de Manila) bajo la inmediata dirección del hermano Pedro de la Concepción, quien logró acreditarse de maestro en el arte tipográfico con la impresión del Ceremonial romano reformado del padre Torrubia.

Pasan ocho años escasos y he aquí que de nuevo emigra la imprenta al convento de Nuestra Señora de Loreto de Sampaloc, situado, como el de Dilao, en uno de los arrabales de Manila.

«En este convento de Sampaloc, refiere el padre Huerta, hubo comunidad de religiosos y fue casa de noviciado desde 1614 hasta 1619. El año de 1692 estableció esta Provincia de San Gregorio en este mismo convento una imprenta, que por largo tiempo fue de grande utilidad a estas islas, hasta que por los años de 1808 pasó a ser propiedad de los hermanos de nuestra venerable Orden Tercera de Penitencia, quienes últimamente la enajenaron por hallarse bastante deteriorada y no poder competir con las modernas, establecidas en Manila de poco tiempo a esta parte»30.



Vemos así que el cronista franciscano hace remontar el establecimiento de la Imprenta en Sampaloc al año de 1692, con manifiesta equivocación, ya que en esa fecha ni siquiera funcionaba el taller fundado primeramente en Tayabás. Ya notamos que, aún en 1809, continuaba todavía con la misma designación primitiva, aunque bien pudiera ser que hubiera pasado a ser de propiedad de la Orden Tercera.

Decíamos, pues, que la translación de la imprenta al convento de Loreto de Sampaloc debió verificarse en 1736; año en que se dio allí a luz la reimpresión del Arte de la lengua pampanga de fray Diego Bergaño, aunque sin indicación de impresor, que es probable fuese fray Juan del Sotillo, cuyo nombre se ve por primera vez aparecer, y con honor suyo por cierto, en sus libros impresos allí en 1738, la Crónica de la Provincia de San Gregorio, de fray Juan de San Antonio, a cuyo tercer tomo dio remate en 1744, realizando de ese modo la obra tipográfica más voluminosa que exista de Filipinas. Sucediole el hermano Lucas de San Francisco31, fruto de cuyos trabajos debieron ser los libros impresos en aquel convento por lo menos desde 1749 y probablemente hasta los de 1768. Quizás por modestia del impresor no salieron firmadas sus muestras tipográficas de ese entonces.

Consta, en cambio, que en 1770 le había reemplazado Tomás Adriano, que hasta entonces, o muy poco antes, tuvo a su cargo el taller del Colegio de Santo Tomás. Hasta 1788 no hay un impreso de la Imprenta de Sampaloc con nombre de impresor. A contar desde aquel año se ve figurar el del hermano Baltasar Mariano, que en 179432 es reemplazado por otro   —21→   lego, fray Pedro Argüelles de la Concepción, quien a pesar de haberse ordenado de sacerdote, firma sin embargo sus trabajos, desde 1798 a 1803, sin otro intervalo que el de 1797, en que, quizás a causa de haberse ocupado de cerca en sus estudios para alcanzar el sacerdocio, fue reemplazado, separadamente, por Juan Eugenio y fray Francisco de Paula Castilla. En 1805 «parece que tuvo por gerente un llamado Vicente Atlas»33, y por fin, en 1809, corría a cargo del taller, siempre con la misma designación, fray Jacinto de Jesús Lavajos, lego que había llegado a Manila cuatro años antes.




IV.- Imprenta del Colegio de la Compañía de Jesús

Manuel Gómez, primer impresor del Colegio. Laguna que se nota en la historia de esta imprenta desde su establecimiento en 1610 hasta 1627. Tomás Pimpín. Raimundo Magisa. Simón Pimpín. Santiago Dimatangso, Raimundo de Peñafort y Lucas Manumbas. Gaspar Aquino de Belén, autor e impresor. Sebastián López Sabino. Nicolás de la Cruz Bagay. Con la expulsión de la Compañía de Jesús del Colegio pasa a ser propiedad del Estado.


Los jesuitas montaron imprenta en su Colegio de Manila cuando menos en 1610, fecha en que hay constancia de que el padre Cristóbal Ximénez dio a luz su traducción en lengua bisaya de la Doctrina Cristiana del Cardenal Belarmino. Y decimos que fue en imprenta propia, porque el nombre del impresor Manuel Gómez no figura antes ni después en la de los dominicos ni de los franciscanos. Por el apellido parece que López debió ser español y probablemente fue llevado por los jesuitas a Manila para que montase el taller que allí iban a establecer. Si hubiésemos podido ver algún ejemplar del libro a que hacemos referencia, o si conociéramos algún otro de los publicados por los miembros de la Compañía de Jesús durante los años que siguieron al de 1610 (y no puede dudarse de que los hubo) podríamos precisar de esa manera el tiempo que López permaneció en el Colegio como impresor; pero como faltan tales antecedentes, debemos aguardar hasta el año de 1641 para ver aparecer el nombre del Colegio al pie de la portada de un libro impreso. Por nuestra parte nos inclinamos a creer que quizás desde 1629 y hasta diez años más tarde ha debido regentar la imprenta Tomás Pimpín, pues ya en 1627 se ve desaparecer su nombre de los libros impresos en el Colegio de Santo Tomás para verlo figurar de nuevo en la Relación de la vida y martirio del jesuita padre Mastrilli, escrita también por un jesuita. Desgraciadamente este libro sólo lo conocemos por referencias, y en la descripción que poseemos no se registra el pie de imprenta completo.

Todo lo que por hoy estamos en situación de probar, es que Raimundo Magisa, que en 1634 imprimía en Santo Tomás en unión de Magarulau, se separa de su compañía y de ese Colegio para pasar a hacerse cargo del taller de los jesuitas. Poco debió durar, sin embargo, en su puesto porque ya en 1643 aparece desempeñándolo Simón Pimpín, hijo, sin duda, de Tomás, para continuar en él durante más de un cuarto de siglo (1669).

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Reiteramos en este lugar una observación que hemos tenido ya ocasión de expresar anteriormente a propósito de la imprenta de Santo Tomás y de sus impresores, y es, que los libros aparecidos en ese lapso de tiempo sólo con el nombre de Simón Pimpín fueron impresos en el Colegio de la Compañía, y, por la inversa, que los libros que llevan simplemente este pie de imprenta fueron obra de dicho impresor. Otro tanto decimos por lo que toca a Magisa.

A Pimpín sucede Santiago Dimatangso y permanece al frente del taller por lo menos durante los años de 1674-78. En los de 1682-83 lo gobierna Raimundo de Peñafort, y en 1697 Lucas Manumbas, de quien únicamente se conoce la Vida de Santa Rosa, del padre Miralles.

Gaspar Aquino de Belén, que a su pericia tipográfica unía el título de traductor al tagalo de un libro del padre Villacastín, impreso en 1703, pero cuya edición tagala no conocemos, es probable, que desde ese mismo año entrara a regentar la Imprenta del Colegio, aunque de seguro allí trabajaba en los años de 1711 a 1716.

En 1729, y sólo durante ese año, aparece como impresor del Colegio Sebastián López Sabino, sin que podamos precisar si fue obra suya La verdad defendida, de don José Correa Villarreal, que en 1735 se publicó por el taller de los jesuitas sin nombre de impresor, y por lo tanto si alcanzó a servir allí hasta esta última fecha. Lo cierto es que en 1745 empiezan los trabajos de la imprenta a salir firmados por Nicolás de la Cruz Bagay, que continuó con ellas hasta el día de la expulsión de la Orden. Obra de sus manos fue la Historia de la Provincia de Filipinas, del padre Murillo Velarde, muestra tipográfica que le acredita como el mejor impresor que hubo en Filipinas durante el período que abraza nuestro trabajo.




V.- Imprenta del Seminario eclesiástico de Manila

Carta del arzobispo Santa Justa y Rufina al Rey. El impresor Pedro Ignacio Advíncula. Cipriano Romualdo Bagay y Agustín de la Rosa y Balagtas. Vicente Adriano pasa de la Imprenta del Colegio de Santo Tomás a la del Seminario. Ésta desaparece en 1791.


Después de la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767, el Estado incautose de todos los bienes que le pertenecían, entre los cuales figuraba la imprenta y los numerosos ejemplares de los libros en ella impresos que permanecían guardados en el Colegio esperando que se presentase comprador o que las necesidades del servicio religioso exigiesen su reparto. A la cabeza del arzobispado hallábase entonces un hombre tan inteligente como ilustrado, don Basilio Sancho de Santa Justa y Rufina, que desde luego comprendió de cuanta utilidad podía serle el taller que con la partida de los jesuitas había quedado abandonado en el Colegio de Manila para imprimir las pastorales que pensaba dar a luz, y para que, a la vez, pudiera proporcionarle con él algunas entradas al Seminario eclesiástico, tal como habían hecho los expulsos. Afortunadamente, sus gestiones, primero   —23→   ante el gobernador y luego ante el Consejo de Indias no resultaron infructuosas, habiendo obtenido por real orden de principios de 1771 que se aplicase la imprenta al Seminario, «a ley de depósito» según se expresa en las portadas de los trabajos publicados en aquel año. En cuanto a las utilidades pecuniarias que hubieran podido esperarse en un principio, resultaron al fin tan exiguas que en el transcurso de más de diez años no alcanzaron a quinientos pesos.

De estos particulares da noticia el siguiente párrafo de carta del Prelado, escrita al ministro don José de Gálvez con fecha de 23 de diciembre de 1783, que copio a continuación:

«Excelentísimo señor:

Señor: Por la fragata «Asunción» de Cádiz recibí una carta acordada del Supremo Consejo en el extraordinario, sobre la iteradamente confirmada aplicación de la Imprenta que tenían los extinguidos en su Colegio Máximo de esta ciudad, a este Real Seminario Conciliar, bajo las condiciones legales que previene, y de que esté en lugar y sujetos ajenos de toda exención y privilegio, a fin de que sin perjuicio de los operarios, rinda algún producto a beneficio del mismo Seminario. A esta real resolución, que de nuevo se me comunica, contesto con mi obedecimiento dado a otra anterior de 23 de enero de 1771, desde cuyo tiempo se halla secularizada enteramente dicha Imprenta, y en cerca de diez años sólo ha rendido al Seminario cuatrocientos ochenta y cuatro pesos, cinco reales, cinco granos y medio».



No consta quién fuese el encargado de la Imprenta los dos primeros años en que de nuevo empezó a funcionar, si bien es probable que estuviera bajo la dirección de Pedro Ignacio Advíncula, indio, natural de Binondo, el mismo que continuó con ella hasta 1785. Al año siguiente le sucedió Cipriano Romualdo Bagay, al parecer hijo de Juan de la Cruz Bagay, pero, o murió muy luego, o fue exonerado del cargo, porque ya dos años más tarde encontramos que fue reemplazado por Agustín de la Rosa y Balagtás, que, a su vez, en 1804 lo fue por Vicente Adriano, si bien no conocemos obra suya posterior a 1791. El hecho es que Adriano, que hasta aquella fecha había permanecido al frente del establecimiento del Colegio de Santo Tomás, pasó entonces a regentar el del Seminario. Es por demás curioso encontrar libros impresos por él en el propio año en ambas imprentas, y que no se conozca ninguno suyo de fecha posterior. ¿Fue quizás porque falleció entonces? ¿O acaso porque la Imprenta del Seminario dejó de existir? No podríamos decirlo, pero esto último es lo más probable, ya que no hay noticia de obra alguna posterior que lleve aquel pie de imprenta.



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VI.- Imprenta de los Agustinos

Establécese primero en Manila y luego en el Convento de San Guillermo de Bacolor. Pasa al pueblo de Macabebe. Es trasladada a Manila. Antonio Damba y Miguel Seixo. Conjeturas acerca del origen de esta imprenta. Únicas obras que de ella se mencionan. Su desaparecimiento.


Por el año de 1618 encontramos el pie de imprenta del «Convento de San Guillermo de Bacolor», pueblo situado a poco más de diez leguas de Manila, sin nombre de impresor. ¿Pertenecía, acaso, al taller de los dominicos? ¿Pero cómo aceptar esta hipótesis cuando sabemos que el convento de nuestra referencia era de los agustinos? ¿No hemos visto ya, por otra parte, que en los mismos días funcionaba aquella imprenta en Manila?

Para abarcar en toda su extensión el problema, notemos todavía que tres años más tarde, es decir, en 1621, fray Francisco Coronel, agustino, da a luz en Macabebe un Catecismo y Doctrina Cristiana en lengua de la provincia de Pampanga, a que aquel pueblo pertenecía34. Este hecho, a ser exacto, como parece, sería quizás indicio fuerte de que, no habiendo sido impresas las dos obras que citamos en la prensa de los dominicos (y lo mismo decimos de las de los jesuitas y franciscanos) los agustinos tuvieron también imprenta durante aquel tiempo, noticia que puede chocar por lo nueva a los bibliógrafos filipinos, pero que nos parece muy verosímil. Es verdad que de las dos obras de nuestra referencia no se conocen hoy ejemplares, cuyo examen detenido o su cotejo con otros impresos de la época nos habría permitido aclarar esta duda bibliográfica, aunque han sido citadas con tales detalles que no podemos trepidar en opinar que existieron.

Pero hay otro libro que viene a proyectar abundante luz sobre el tema que discutimos, y es la Doctrina Cristiana, de Belarmino, del agustino fray Francisco López, impresa en el Convento de San Pablo de Manila, por Antonio Damba y Miguel Seixo en el propio año de 1621.

Nótese desde luego que en esa fecha los dominicos, y quizás los franciscanos y los jesuitas, contaban en Manila con talleres tipográficos; que ninguno de ellos estuvo regentado por Damba ni por Seixo; y, por fin, que se trata de obras de agustinos e impresas en conventos agustinos; ¿no es por todo esto muy verosímil que la imprenta de que tratamos fuese de propiedad de estos últimos y quizás la misma que los franciscanos habían tenido en Pila y cuyo rastro se pierde desde 1613? ¿O sería la que fray Gaspar de San Agustín refiere que existió en el Convento de Lubao, pueblo de la provincia de Pampanga, cuando dice tenía allí la Orden «una muy buena imprenta, traída del Japón, en la que se imprimían muchos libros, así en la lengua española como en la pampanga y tagala?»35.

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Sea como fuere, serían sólo tres las producciones en el día conocidas de ese taller hasta ahora ignorado: la Vida y muerte de fray Hernando de San José y Nicolás Melo, de fray Hernando Becerra; el Catecismo pampango, de fray Francisco Coronel, y la Doctrina Cristiana, del padre López, y su existencia no habría pasado tampoco de sólo tres años, de 1618 a 1621. Establecida primero en Manila36, transladada luego al convento de San Guillermo de Bacolor y en seguida a Macabebe, habría quedado al fin en el convento de San Pablo de aquella ciudad, o llevada, al último, a Lubao, como parece. No hay datos para justificar cómo llegó a desaparecer, si bien por las palabras de fray Gaspar de San Agustín que quedan transcritas, es probable que lo fuera en alguno de esos terribles incendios que han sido por desgracia tan comunes en Filipinas.




VII.- Los grabadores filipinos

Consideraciones generales. Tomás Pimpín, grabador en madera. Juan Correa es el primero que graba en dulce. El hermano Plácido. Nicolás de la Cruz Bagay. Jerónimo Correa de Castro. Laureano Atlas. Fray José Azcárate. Cipriano Bagay. Felipe Sevilla y otros. El bachiller Casimiro de los Santos. Lista de los grabados que existían en el Colegio de San Ignacio de Manila en 1768.


Como es de suponerlo, si las impresiones filipinas son pobrísimas, los grabados son peores, si cabe. En todo el largo período de tiempo cuya historia bibliográfica ensayamos, no hubo un solo artista que merezca el nombre de tal, ni por el concepto de la composición ni mucho menos por la manera de ejecutarla. ¿Ni qué podía esperarse del talento de los pobres indios filipinos, cuando sabemos que trabajaron siempre sin maestros, sin escuelas, sin estímulos y sin modelos? Puede sentarse como regla general, casi sin excepción, que los grabadores fueron los mismos impresores que en ocasiones se vieron obligados a alternar el uso del componedor con el del buril, deseosos más de complacer a los autores que de ejecutar obra alguna de arte, cuando en contadas ocasiones quisieron hacer preceder una dedicatoria del escudo de armas reales o del de algún generoso magnate; acompañar a un libro devoto el retrato del santo cuya vida se contaba, o alguna imagen conceptuada como milagrosa en el ánimo del pueblo; uno que otro mapa que pudiera ilustrar una descripción geográfica, o el tosco retrato del monarca reinante, como homenaje de algún estudiante en el día de sus pruebas literarias. El concepto artístico filipino no pasó más allá en materia de grabado.


Tomás Pimpín

Estamos persuadidos de que los primeros ensayos en ese arte se ejecutaron en madera, y eso a mediados del siglo XVII37, por artistas que no nos   —26→   dejaron sus nombres, pero que es de presumir, como queda indicado, que fueran los mismos impresores38. En este orden acaso correspondería la primacía a Tomás Pimpín39.




Juan Correa

Grabado en dulce no encontramos ninguno anterior al que se ve en la portada de las Ordenanzas de la Santa Misericordia, impresas en el Colegio de Santo Tomás por Juan Correa, en 1701. Ese ensayo, que mide 9 por 12 centímetros, representa, al parecer, a la Virgen y sus padres, y aunque no está firmado, puede atribuirse al mismo impresor40, con tanto más motivo cuando que consta que Juan Correa grabó en 1724 el gran escudo de armas que se ve entre los preliminares del Canto trino y piéride noticia, etc. Al mismo atribuyo el frontis grabado que precede a la Relación de la navegación de Filipinas, de Carrasco Pan y Agua, que había salido a luz en 1719.




El hermano Plácido

En 1731, al frente del Infierno abierto, se ve un monstruo con sus fauces extendidas, grabado en cobre por «H. Placidus, O. Minorum», franciscano, cuyo nombre no recuerdo haber visto citado en ninguna crónica y de quien no conocemos tampoco otra obra alguna.




Nicolás de la Cruz Bagay

Tres años después se publicaba en el convento de los Ángeles de Sampaloc la Navegación especulativa y práctica, de González Cabrera Bueno, adornada con trece estampas grabadas en dulce por Nicolás de la Cruz Bagay, de las cuales la más notable representa una nave con su descripción técnica. En ese año Bagay trabajaba a la vez el mapa de las Islas del padre Murillo Velarde, del cual hizo en 1744 una reducción para acompañar a la Historia del mismo autor. La lámina del martirio de San Pedro de Verona que se ve al frente de la Academia devota, de Núñez de Villavicencio, impresa en 1740, sin nombre de grabador, es probable que sea también obra suya.

En 1741, grabó una lámina de San Francisco Javier, que ¡cosa rara!, salió agregada al Catecismo de Murillo Velarde, impreso en Madrid en 1752. Hacia 1750 la del Santo Cristo del Tesoro, que se veneraba en la Real Casa de Misericordia, que, a juicio de Pardo Tavera, «no es tan vigoroso ni de tanto gusto como el medallón suprimido de la segunda edición   —27→   del mapa». Y por fin, en 1758 la anteportada que precede a las Conclusiones matemáticas, de Araya y que representa a Fernando VI a caballo sobre ambos hemisferios, que puede ser muy significativa, pero que nos parece de pésimo gusto y de pobrísima ejecución.

Bagay fue natural y principal del pueblo de Tambobo, donde nació en 1701.




Jerónimo Correa de Castro

Era también indio. «El único grabado que conozco de este tipógrafo, que dirigió la imprenta de Santo Tomás, da muy pobre idea de su mérito en esta materia. Está hecho en la "Imprenta del Colegio, etc..." en el año de 1735, y representa el "Verdadero retrato del Thavmaturgo de la Iglesia, San Nicolás de Tolentino"; en un cuadro central aparece el santo, y a su alrededor, en doce cuadros o medallones, se representan los principales milagros que obró y las escenas más notables de su vida. Es de 424 por 305 milímetros, sobre cobre»41 .

Nosotros hemos descubierto otros dos trabajos del mismo grabador: una imagen de la Virgen con las escenas de la Pasión y otros que se registran al frente de la dedicatoria del libro Melpomene heroyca, impreso por él en 1746, y el martirio del obispo fray Pedro Sanz, que acompaña a la Christiandad de Fogan, también impresa por él en 1748.




Laureano Atlas

Figura con cierto brillo relativo como artista por sus láminas del glorioso martirio de los franciscanos en el Japón, que se ve en el tomo III de la Crónica de San Gregorio, de fray Juan de San Antonio, impresa en 1744, y por la que acompaña a la Historia de Murillo. Velarde, publicada en 1749, que representa a la Virgen de la Rosa y la de Nuestra Señora de la Paz y Buen Viaje de Antípolo, si bien es verdad que de esta última acaso dio solamente el dibujo, puesto que al pie de ella se lee: Phil. Sevilla, Sculp.

Atlas grabó también los planos de los puertos de Sisirán y Cajayagán, que ilustran las Ordenanzas de marina, de don Manuel de Arandía, publicadas en 1757; y, por fin, en 1771 la estampa de San Francisco de Asís que acompaña al Epítome de la vida del santo.




Fray José Azcárate

«Tengo en mi colección cinco grabados en cobre, de 150 por 105 milímetros, que representan otros tantos mártires dominicanos de China. Fueron   —28→   delineados por fray José Azcárate, dominico, y son de buen gusto. No llevan fecha, pero no deben ser anteriores al 1752, porque sólo en este año llegó a Manila el fraile que los dibujó. Uno de sus más bonitos grabados representa San Francisco de las llagas, y va al principio de un Epítome de la prodigiosa vida, etc., de este santo»42.






Cipriano Bagay

«Grabó en Manila, año 1771, en cobre (280 por 170 milímetros), un "Verdadero retrato de la milagrosa imagen de Nuestra Señora de la Concepción hallada en 1763 en el río Vinvanga, de donde la sacó un pescador asida a la red... y se colocó en la iglesia de Obando, donde hoy se venera, etc., etc.". La imagen está rodeada de una orla de regular gusto. El grabado es sin energía, pero el conjunto revela una buena concepción del dibujo»43.



Es extraño que persona tan conocedora de la bibliografía filipina, se haya olvidado de citar entre los trabajos de Bagay la viñeta alegórica del tomo I de la Historia de Filipinas, de fray Juan de la Concepción, y los mapas de Bagay, padre e hijo, que acompañan a ese mismo tomo, al II, al III, VI y IX, algunos de los cuales, aunque sin nombre de autor, son obra suya a todas luces.

De Cipriano Bagay, es también el escudo de armas arzobispal que se registra en la Conclusión latina, de Torres, de 1795.




Jerónimo Atlas

«No sé en qué fecha trabajó: tengo de él un grabado en cobre que representa la Virgen del Carmen (0m,120 por 0m,087) sin gusto, desproporcionado y ridículo».






Vicente Antonio Atlas

«Conozco de él un grabado en cobre (0m,258 por 0m,170) del Santo Cristo del Amor que se venera en la portería del convento de Nuestra Señora de los Ángeles, etc., sin lugar ni fecha; debe ser del 1805 al 1815, porque esta época fue la del gobierno eclesiástico del arzobispo Juan Antonio Zulaybar, citado en la leyenda. El convento mencionado es el de Sampaloc. Representa un Cristo que ha desprendido de la cruz el brazo derecho, con el que rodea el cuello de un San Francisco, que de pie, al lado de la cruz, le abraza. Dice que fue delineado y grabado por el citado autor, pero dibujo y grabado no pueden ser más deplorables. Este Atlas dirigía la imprenta de Sampaloc en 1806».





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Atlas

«Delineó y grabó en cobre (0m,130 por 0m,87) un "Verdadero retrato de la Sacratísima y portentosa imagen de Nuestra Señora de los Desamparados que se venera en el pueblo de Santa Ana, etc.". La imagen, tristemente dibujada, está rodeada de un marco en el que a derecha e izquierda hay dos ángeles con un cirio en la mano; en la parte superior las armas de San Francisco, dos brazos cruzados por delante de una cruz. No me parece que sea el mismo Vicente Antonio anterior».






Pedro Ignacio Ad-Vincula

«Fue impresor en el Seminario eclesiástico, y conozco de él un grabado, bastante malo, que representa las ánimas del purgatorio (0m,132 por 0m,095)».






Felipe Sevilla

Ya hemos visto que éste fue en realidad el grabador de la lámina del libro del padre Murillo Velarde. Al mismo tiempo que Cipriano Bagay ilustró también la obra de fray Juan de la Concepción, pues suyos son los dos mapas que se encuentran en el tomo VII.

«Tengo de él un grabado hecho en Manila, año 1794. Es una especie de encabezamiento de capítulo apaisado (80 por 24 milímetros), un Ave María, anuncio de indulgencias, en el que está la Virgen, rodeada de ángeles, encima de una cornisa, en cuyos extremos hay una voluta. El dibujo es bueno, y el grado está hecho con soltura y no carece de gracia».






Esteban de Sevilla

«Grabado en cobre (72 por 57 milímetros) que representa un medallón oval con la Virgen del Rosario, pobre y raquítico. Otro ídem ídem (123 por 77 milímetros) con Nuestra Señora de la Salud, no da del artista mejor idea que el anterior. Ignoro la fecha de ambos».






Casimiro de los Santos

«Bachiller» y grabador de las cuatro «tablas» que figuran en las Rúbricas del Misal Romano, impreso en 1798.

«A principios de este siglo grabaron Francisco X de Herrera, Laureano Herrera, Isidro Paulino, etc., pero fueron absolutamente pésimos»44.



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Para terminar con lo que toca al grabado en Filipinas, insertamos a continuación la lista de los que se hallaron en el depósito de la Compañía de Jesús al tiempo de la expulsión, y que ha publicado ya Retana con los precios en que fueron tasados:




Mapas

«Cuatro mapas náuticos de marca mayor, ya servidos, a dos reales cada uno.

»Siete dichos de estas Filipinas, el uno en papel de marca mayor y los seis restantes en el regular, formado por el padre Pedro Murillo Velarde, a dos reales cada uno, y el uno a dos y medio.

»Los de "marca mayor" son muy raros; posee un ejemplar don José Sancho Rayón; los de la otra marca son los que acompañan a la Historia del padre Murillo.

»Cinco dichos de la Nueva planta de Roma, a medio real cada uno.

»Cuarenta y cuatro mapas formados por el padre Pascual Fernández, de la Compañía, representando la persona del Rey Católico, con las conclusiones matemáticas que defendió don Vicente Memije, en papel de China, a dos reales.

»Cuarenta y cinco dichos, en que se explican las de las tres Matemáticas, del padre Pascual Fernández, que defendió don Vicente Memije, a un real y medio.

»"Poseo, ambos números".

»Dos dichos del archipiélago de las Islas Filipinas en seis pliegos cada uno, de papel de China, a cinco reales cada uno.

»Ocho dichos del globo terrestre de a medio pliego de papel de Europa, a medio cada uno.

»Cuarenta y nueve dichos del mismo papel y tamaño que el antecedente, del África, a medio.

»Treinta dichos de la Europa, a medio.

»Cuarenta y cinco dichos del Asia, a medio.

»Veinte y ocho dichos de la América, también de a medio pliego y papel de Europa, también a medio.






Estampas

»Primeramente cincuenta y una estampas de San José de Calasanz, de a medio pliego, en papel de China, a cuartillo cada una.

»Trescientas sesenta y cuatro dichas de a pliego, y papel de China, de San Ignacio de Loyola, a cuartillo.

»Treinta y una dichas, también de San Ignacio de Loyola, de a medio pliego y papel de Europa, a cuartillo.

»Diez y nueve dichas, en octavo, de San Magino Mártir, en papel de China, a cuarto cada una.

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»Sesenta dichas en cuarto y papel de Europa, del padre Francisco María Gallusi, a dos cuartos.

»Cuatrocientas veinte y nueve dichas del papa Julio Roberio, en octavo y papel de China, a cuarto.

»Trescientas noventa y nueve dichas del papa Inocencio Cibo, del mismo papel y tamaño que la partida antecedente, a cuarto.

»Cuatrocientas cincuenta y siete dichas del papa Pío Piccolomino, también en octavo y papel de China, a cuarto.

»Cuatrocientas y tres del papa Paulo Carafa, asimismo en octavo y papel de China, a cuarto.

»Doscientas veinte y cuatro dichas y con el mismo tamaño y papel que las anteriores, del papa León Medicci, a cuarto.

»Doscientas ochenta y cuatro dichas del papa Adriano VI, como las antecedentes, a cuarto.

»Trescientas setenta y cinco dichas del papa Alejandro V, también en papel de China, a cuarto.

»La mayor parte de estas estampas debieron grabarse e imprimirse en Manila. No tengo idea de haber visto ninguna de ellas».








VIII.- Consideraciones generales sobre los impresores y libros filipinos

Su desconocimiento de la lengua castellana. Lo que de ellos opinaban algunos autores. Pobres elementos con que contaban. Ventaja que en esto llevaba la Compañía a las demás órdenes religiosas. Opinión de fray Juan de Acuña. Mala calidad del papel usado en las impresiones filipinas. Pequeñas entradas asignadas a los impresores. Causa de la rareza de los libros filipinos. Corto número de obras impresas en Manila. Causas de esta pobreza literaria. Las imprentas pasaban cerradas la mayor parte del tiempo. Un prelado de Manila propone al Rey la supresión de todas ellas. Acontecimientos históricos que impiden el cultivo de las letras. Impresos que no han llegado a la posteridad. Caracteres propios de los libros filipinos. La polilla llamada anay. Falta de relaciones con Europa. Alusión a las leyes españolas sobre imprenta y Tribunal del Santo Oficio.


Tan pobres en su ejecución como escasos en número resultan sin duda alguna los impresos y grabados filipinos. El más ligero examen de los títulos que citamos en el texto demostrará también que todos son bastante raros. Trataremos de explicar en pocas palabras las causas a que obedecen semejantes fenómenos.

Desde luego no es posible esperar trabajos de ejecución tipográfica acabada de los impresores filipinos. Indios casi en su totalidad, como lo hemos visto, carecían del suficiente ingenio, y, por otra parte sus pocos conocimientos de la lengua castellana les colocaba en una situación difícil para componer un trozo cualquiera sin que forzosamente incurriesen en muchas erratas de caja. Tan penetrados de ambas circunstancias se encontraron los autores que les dieron sus obras para que las imprimiesen, que dos de ellos y de los que más tuvieron que entenderse con cajistas, se mostraban satisfechos de la ejecución fray Juan Francisco de San Antonio, hablando de este punto decía: «... Hoy día (1738) son ellos, los impresores, sin inteligencia bastante»45; y más adelante: «Los indios, impresores de estas islas, tienen más disculpa por la falta de comprehensión de la lengua castellana»46.

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Los elementos con que esos impresores contaban, eran, además, limitadísimos, y de ordinario de pésima calidad. Desde luego, los tipos se presentan en la casi totalidad de las obras tan gastados ya, que no es aventurado suponer, a falta de datos, de que carecemos, que han tenido que servir sin interrupción a veces -y esto sin exageración alguna- por más de un siglo.

Las prensas debían ser primitivas, claro está, y acaso una misma ha solido estar en uso casi tanto como los tipos. Parece que sólo la Compañía de Jesús contaba, bajo ambos aspectos, con algunos elementos superiores a los de las demás órdenes religiosas, pues el padre Murillo Velarde nos informa que en aquella imprenta había «varias prensas y varias letras de varios tamaños», y tan satisfecho se hallaba el buen Padre con los trabajos de los indios del Colegio de Manila, que ya hemos visto que a un libro suyo publicado en Madrid le puso láminas grabadas en Filipinas, «y se hacen allí, dice, obras tan cabales, bien grabadas y limpias como en España, y a veces con yerros menos supinos y más tolerables»47.

Pero contra este testimonio del jesuita, que, como se comprende, no pasa de ser una exageración para cualquiera que haya tenido en sus manos un libro filipino de aquellos tiempos, debemos oponer aquí el de otro religioso que, a juicio nuestro, está en la verdad: nos referimos a fray Juan de Acuña, que en su carta dedicatoria de las Consultas morales, de fray Juan de Paz, se expresaba en los términos siguientes, después de hablarnos de la escasez de religiosos que se notaba en Filipinas:

«A esta falta de religiosos que puedan entender en sus impresiones, se le arrima otra plaga no pequeña contra los tristes papeles desta nuestra provincia, y es la impericia de nuestros impresores, que, comparados con los de Europa, tienen tanta diferencia entre sí, como las hebreas y egipcias... Los impresores de libros de Europa tienen pericia para partearlos... y así sacan a luz cada día tantos bien logrados partos de los ingenios, y los de acá, por su impericia, (indios, en fin, bozales) o nos encaminan mal los partos, o nos los hacen todos abortivos, con que, si ha de imprimir alguna obra, ha de asistirles un religioso, y no los hay de sobra en la provincia. Por dichas faltas, pues, de dineros, que allanen la impresión, de religioso que la emprenda o asista, y de estos pésimos impresores, se han malogrado o malogran cada día tantos escritos nuestros, que, o ya de puro usados... o ya de puro comidos de la polilla... así se han consumido y se van consumiendo en nuestras celdas y librerías».



Otro elemento que concurría a esta mala calidad de las impresiones filipinas, era el papel de que había que echar mano, el llamado de arroz, de seda o de China, por el lugar de su procedencia.

«Este papel, observa Pardo Tavera, es una de las causas de la grande destrucción de aquellos libros. Es detestable, quebradizo, sin resistencia ni consistencia, y se le llama de arroz porque se le supone fabricado con esta gramínea. Era el único que se empleaba entonces en Filipinas, no   —33→   sólo para la imprenta, sino para todo género de escritos, cartas, etc., etc., y aún recuerdo que en 1874, cuando el tabaco era monopolio del Estado, se hacían los cigarrillos con ese papel, y que los indios y chinos lo preferían (y quizás aún hoy lo prefieran) al papel de hilo, al de Alcoy, etc., a pesar del detestable gusto que comunica al tabaco.

»En China fabrican comúnmente el papel con el bambú, pero más principalmente con el algodón y una planta que los viajeros no citan más que por su nombre vulgar, que transcriben de diversos modos, llamándolo "kochu, kotsu o kotzu". Hoy día se sabe que esta planta es una ulmácea ("Broussonetia papyrifera", Vent.) con cuyo líber también fabrican una tela en el Japón. El papel de algodón es el superior, y, naturalmente, más caro; pero los papeles de calidad secundaria que se recibían en Manila, adonde no se importa regularmente más que artículos comunes y de bajo precio, eran de "kotsu". Como todos los de fabricación china, están cargados de alumbre, los más finos como los más gruesos, con objeto de blanquearlos y suavizar la superficie, manipulación deplorable, porque hace al papel muy higrométrico, condición fatal para un clima tan húmedo como el de aquellas islas. Además, como el alumbre que emplean es impuro y contiene grandes proporciones de sales de hierro, la humedad y el tiempo hacen que se forme un óxido que mancha al fin el papel, por cuya razón los libros filipinos presentan una coloración que recorre la gama de tonos desde el color de hueso al de canela obscuro»48.



Y a todas estas circunstancias hay que añadir el escasísimo jornal que el arte de imprimir producía allí en aquel entonces. Como sabemos, las imprentas eran de propiedad de las órdenes religiosas y los impresores meros empleados. Entre unos y otros regía un sistema bastante curioso y peculiarísimo de aquel país, y era que del producto de las impresiones se hacían dos partes, una para la Orden y la otra para los empleados. Ahora bien: puede calcularse cuál sería la ganancia que correspondía a éstos, cuando se sabe que un año con otro, aquellos talleres no dejaban de ordinario más de cien pesos de utilidad al año, pues si bien en ocasiones alcanzaba a trescientos, en otras no pasó de sesenta. Se recordará a este respecto que el arzobispo Santa Justa y Rufina declaraba al Rey, casi a fines del siglo pasado, que en la Imprenta del Seminario, en más de diez años que estaba abierta al público, no había alcanzado a reunir de entrada ni quinientos pesos.

Por todas estas causas es fácil comprender que los impresos filipinos no sean modelos de hermosura y corrección tipográfica. Veamos ahora por qué son tan escasos.

Cuando sabemos que en Manila funcionaron por lo menos tres imprentas durante el largo período de más de dos siglos que abraza esta bibliografía, hemos de sorprendernos de que sólo aparezcan en ella anotados, no diremos descritos, poco más de cuatrocientos títulos, lo que corresponde aproximadamente a dos por año, entre libros, folletos y hasta hojas sueltas. No puede, en verdad, llegarse a resultado más pobre, y para   —34→   esto ¡cuánta búsqueda, cuántas citas bibliográficas tomadas de antiguos y modernos y hasta de catálogos de libreros! El fenómeno, es, sin embargo, fácilmente explicable.

Concurren a él varias circunstancias: en primer lugar el corto número de obras que de hecho se imprimieron; la naturaleza de esas mismas obras; el papel en que se tiraron; el clima de las Islas; varios accidentes de su historia; las pocas relaciones que mediaban entre Filipinas y Europa, y ¿por qué no decirlo? la inercia de sus habitantes, que jamás se han preocupado de la conservación de lo que vulgarmente se llama libros viejos.

Que los autores fuesen contadísimos, es fácilmente explicable: aquél no era un centro literario, chico ni grande; la generalidad de los que hubieran podido dedicarse a las letras vivían enteramente consagrados a sus ministerios u ocupaciones respectivas; los miembros de las órdenes religiosas, dedicados por completo a la tarea de convertir a la civilización y al cristianismo a los indígenas; los oidores al desempeño de sus cargos; y la cuenta es tan escasa que aquí habríamos de detenernos si no fuese porque entre los gobernadores figuraron algunos que ocurrieron a la prensa para promulgar sus bandos de buen gobierno o algunos reglamentos; el corto número de obispos que repartieron a los fieles pastorales impresas; dos marinos que trataron cuestiones técnicas especialmente aplicables a aquellas regiones; unos cuantos particulares preocupados de asuntos personales del momento; unos pocos predicadores que querían conservar a la posteridad sus panegíricos pronunciados en solemnes ocasiones, y, por fin, otros que sin dar su nombre consignaban en letras de molde las relaciones de sucesos particulares que llamaban extraordinariamente la atención del público, o que quisieron perpetuar el recuerdo de las fiestas celebradas con ocasión de la jura de algún monarca o de la canonización de algún santo. Tal es el cuadro general que en su conjunto nos ofrece la prensa filipina. Periódico, ni mucho menos diario, no hubo ninguno durante el tiempo que historiamos.

En esa literatura corresponde a todas luces el primer lugar a los religiosos que por las necesidades de su ministerio se vieron obligados a reducir a preceptos o a vocabularios las lenguas de los indígenas que tenían que catequizar. Y eso porque se necesitaba en absoluto. Parecerá curioso saber lo que uno de ellos decía al respecto.

Fray Francisco de Acuña, en la carta dedicatoria a que hemos hecho referencia más atrás, se pregunta cómo es que habiendo pasado a Filipinas «tantos superiores ingenios de nuestro hábito... no se haya impreso en esta provincia hasta ahora ni un papel escolástico y moral, que haya llegado a mi noticia, si no es el referido opúsculo de Tunquín, que estampé el año de ochenta, y un librico de confesión bien pequeño, no siendo por falta de escritos, y doctísimos, que nos dejaron nuestras antiguos, y escriben los modernos, de que hay harta provisión en nuestras celdas y librerías, como lo atestiguan las muchas Resoluciones morales, del venerable padre   —35→   fray Domingo González, y las Morales y Escolásticas del asimismo venerable padre fray Sebastián de Oquendo, los Cursos de Artes y Teología, de los reverendos padres fray Francisco de Paula, fray Pedro de Ledo, y otros muchos que no refiero por excusar la molestia. Es, pues, el tierno motivo que a VV. PP. M. RR. pongo ante los ojos para la acogida e impresión deste libro, y la causa del ánimo y perdición de los demás desta provincia, la estrella tan infeliz con que nacen, pues nacen todos proscriptos, y condenados al rigor de la polilla y voracidad del tiempo, no sólo por falta de dineros (como se debe suponer, pues vivimos de limosnas) sino también de religioso que emprenda o asista a la impresión».

Acuña, para probar esto, manifiesta las ocupaciones y ministerios en que los frailes de su orden se empleaban en aquellas islas, afirmando, en conclusión, que «no hay religioso vacante para emprender impresiones y estar atado al banco de la imprenta, pues primero es lo obligatorio que lo libre y voluntario, y las obras necesarias que las de supererogación, en cuyo predicamento ponen los de esta tierra sus libros, diciendo ser excusados, pues nos podemos pasar con los que vienen de Europa, aunque miren las cosas desde lejos».

Es un hecho averiguado que las imprentas pasaban cerradas la mayor parte del año por falta de trabajo. Poseemos, en efecto, las declaraciones juradas de los regentes de las tres que había en Manila a mediados del siglo pasado -y nótese la fecha, porque por ese entonces fue cuando hubo más movimiento en ellas- en que expresamente afirman lo que decimos. Tomás Adriano, al declarar lo que ocurría en la de Santo Tomás, nos informa que en los más años, «hay poco o nada que imprimir, pues en este año (1755, y corría octubre) solamente han impreso el Calendario de la Orden, y algún papel suelto de gobierno». Plácido Fermín Navarro, oficial de la de Sampaloc, manifestaba «que el valor de dicha imprenta podía llegar a ochenta pesos en los años que haya que imprimir», porque «en muchos está holgando, como ha sucedido en este presente año en que solamente se ha ocupado la prensa para imprimir los Calendarios».

Tan escaso era el trabajo que los tres talleres tenían, que el arzobispo de Manila, don fray Pedro de la Santísima Trinidad, aparte de otras consideraciones que se mencionan en los documentos que publicamos, propuso al Rey por aquellos años que sería mejor expropiarlas por cuenta del Estado para formar con ellas una sola, que estimaba bastante para las necesidades de la ciudad; «considerándose, añadía otro alto funcionario, por la cortedad del país, suficiente una que pudiera dar abasto a lo que hay que imprimir en esta república»; idea que hubo al fin que desechar, aparte de otras consideraciones, porque, según observaba con razón la Real Audiencia al Soberano, «como lo más que se imprime suele ser de las mismas religiones que tienen las imprentas, imprimieran menos si hubieran de pagar imprenta fuera de la suya».

Este estado de cosas continuaba un cuarto de siglo más tarde, cuando era de esperarse que por la progresiva ilustración de las gentes hubiese   —36→   podido haber más lectores y más personas dedicadas al cultivo de las letras. Consta, por el contrario, que habiéndose tratado de notificar a los impresores de la ciudad cierta providencia gubernativa, el ministro encargado de la diligencia recibió las respuestas siguientes: «Hago constar, decía aquel funcionario, cómo hoy día de la fecha, (18 de octubre de 1771) habiendo pasado a la Imprenta del Real Colegio de Santo Tomás, y solicitado por el maestro impresor, me dijeron: "que ha días no asiste por no tener qué trabajar"».

La historia misma de las Filipinas, insinuábamos, nos está revelando también que en ocasiones ha podido pensarse en todo menos en trabajar para la imprenta, pues es sabido que ha habido épocas en que tal cosa no era posible por causa de acontecimientos extraordinarios ocurridos en las Islas. Baste recordar que los sangleyes, que ya se habían sublevado en número considerable en 1603, se alzaron segunda vez en 1639; las depredaciones de Limahón; que el temblor grande de la noche del 30 de noviembre de 1645 ocasionó la muerte de más de quinientas personas y echó al suelo la mayor parte de los edificios de la ciudad, dejando inhabitables los claustros de Santo Domingo donde se hallaba la imprenta; que otro temblor, también formidable, ocurrido el 20 de agosto de 1658, derribó muchos edificios y a otros dejó maltratadísimos; la sublevación de los indígenas de Ilocos y Cagayán en 1660, que duró un año entero; las guerras con los holandeses; la toma de Manila por los ingleses, etc.; accidentes todos que no pudieron menos de distraer en absoluto los ánimos de toda otra preocupación.

Sin embargo, por limitado que fuese el número de obras impresas en aquellos talleres, es también incuestionable que no menos quizás de doscientas han escapado hasta ahora a la diligencia bibliográfica más cuidadosa, que arañando aquí y allá ha logrado con harta dificultad enterar el doble de aquella cifra. ¿Cuántos títulos hasta hace poco completamente desconocidos no nos ha revelado el interesante Inventario de los libros que tenían guardados los jesuitas publicado por Retana? ¿Cuántos nuevos no podrían aparecer si se hallase otro catálogo que abrazase una época más remota?

Baste considerar que ha sido siempre práctica invariable de las comunidades religiosas imprimir anualmente sus añalejos, y si hacemos el cálculo del número de obras que por este sólo capítulo pudiéramos agregar a La Imprenta en Manila, resultaría que habiendo existido allí cuatro órdenes religiosas, tres de ellas con taller propio, y aún partiendo del supuesto de que esas publicaciones hubiesen comenzado un siglo después de su establecimiento en las Islas, que es mucho conceder, pues tenemos noticias de que por lo menos los jesuitas las iniciaron hacia los años de mil seiscientos veinte y tanto, y sin contar todavía los almanaques de uso indispensable para los pueblos y que de ordinario han sido los primeros libros impresos donde quiera que se ha establecido el arte tipográfico, tendremos   —37→   que nuestro cálculo queda corto. ¡Y mientras tanto no conocemos uno solo de esos impresos!

Decíamos que una de las causas de la rareza de los impresos filipinos debíamos buscarla en su misma naturaleza. La mayor parte fueron, o libros de devoción de un uso constante en el pueblo, o tratados lingüísticos destinados también a consumirse en breve tiempo -como lo prueban las frecuentes reimpresiones que de ellos se hicieron-, o de ocasión, cuya importancia desaparecía pasado el momento de su oportunidad. Y de aquí, por qué, a nuestro juicio, han sobrevivido a su tiempo las obras que asumían carácter general o de importancia más duradera, como fueron las crónicas de las órdenes religiosas, que bajo el título de tales encierran la verdadera historia, o, mejor dicho, las únicas fuentes de información que era posible procurarse de aquellas islas.

No digamos nada del papel en que estaban impresos, tan deleznable que a veces no es posible, si no se gasta gran cuidado, hojear simplemente aquellas obras sin quedarse con pedazos de sus páginas en las manos. Y además, ¡qué enemigo tan temible encontraban apenas nacidas, en aquel clima húmedo y ardoroso; en los millares de anayes aparecidos como por encanto entre los anaqueles y que en brevísimo espacio de tiempo reducían a fragmentos aún los cuerpos de libros más considerables!

¡Si siquiera el comercio frecuente de la Oceanía con la Europa hubiera podido hacer salir de allí algunos ejemplares de aquellas tiradas, que en ocasiones alcanzaron a millares!, pero ese comercio no existía, ¿y quién, por otra parte, podía pensar en traer a Europa aquellas pobrísimas impresiones de libros que muchas veces habían visto la luz pública en las ciudades españolas?

De intento hemos dejado para el fin de este estudio sobre la Imprenta en Manila un tema que valdría la pena de ventilar por extenso, si no hubiese sido ya tratado, aunque aplicándolo a los dominios españoles en común, por un ilustrado compatriota nuestro: nos referimos a las leyes generales relativas a la imprenta en la monarquía española y a las especiales que regían tanto en América como en Filipinas49. Por las condiciones peculiares del presente libro no queremos entrar en el análisis de esas disposiciones destinadas a proyectar copiosa luz sobre una de las causas que motivaron, a juicio nuestro, las tristes condiciones de la Vida intelectual de Filipinas, que había naturalmente de repercutir en las imprentas; como ni tampoco queremos hablar en este lugar de la influencia ejercida allí, como en toda la América, sobre los espíritus por el Tribunal del Santo Oficio: basten por todo esto los documentos que insertamos al fin de esta introducción, que han de servir de suficiente comprobación de la idea que dejamos enunciada.



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IX.- Las bibliotecas de libros filipinos

Como conclusión a este ya largo prólogo sólo nos resta que hablar de dos puntos que son su natural complemento: de las principales bibliotecas en que se encuentran los impresos de Manila que describimos, y de los bibliógrafos que con más especialidad se han ocupado de las Filipinas.

El puesto de honor se divide, a nuestro juicio, entre la del Museo Británico en Londres y la del Archivo de Indias en Sevilla: en aquélla, entre los muchos libros filipinos que posee, ocupa el primer lugar por su rareza e importancia, el Vocabulario tagalo, impreso en Pila en 1613. En el Archivo no podríamos citar con especialidad título alguno; ¡tantos son los papeles curiosos que en él figuran y que sería muy difícil encontrar en otra parte!

Al recordar ambos establecimientos nos es satisfactorio en extremo dar aquí testimonio de nuestra gratitud por las bondades y atenciones que en Londres debimos al sabio doctor Mr. R. Garnett, y en Sevilla a los dignos miembros del Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios don Pedro Torres Lanzas y don Antonio Juárez Talabán.

En la Biblioteca Provincial y Universitaria de Sevilla pudimos examinar el rarísimo Ritual, del padre Mentrida, impreso en 1669, que tenemos por el único ejemplar conocido. Allí fuimos atendidos siempre con la más cumplida amabilidad por don José María de Valdenebro y Cisneros, que a sus distinguidas prendas personales une vastos conocimientos bibliográficos, merecimientos que le hacen acreedor a más alto puesto que el que ocupa.

Para no salir de Sevilla, debemos mencionar las ricas bibliotecas que poseen nuestros distinguidos amigos el excelentísimo señor Duque de T'Serclaes de Tilly, y el excelentísimo señor Marqués de Xerez de los Caballeros, en las cuales se encuentran verdaderas preciosidades que sus nobles dueños franquean siempre con la más exquisita galantería a todos los que logran la suerte de conocerles. Reciban ambos aquí público testimonio de agradecimiento por la bondades que nos dispensaron.

En Madrid existe la Biblioteca del Ministerio de Ultramar, bastante rica en impresos americanos y filipinos. Ahí está el Arte tagalo, de fray Francisco de San José, de 1610, el libro más antiguo que hasta ahora es dado examinar al bibliógrafo filipino y de que parece no existen más de dos ejemplares.

La biblioteca de la Real Academia de la Historia es también abundante en impresos relativos a Filipinas, especialmente en la sección llamada Papeles de Jesuitas.

Nada podemos decir de la Biblioteca Nacional de la capital española, no por cierto porque no intentáramos examinarla, sino porque, desgraciadamente, nuestros anhelos se estrellaron ante las dificultades que se nos   —39→   opusieron para la consulta de su catálogo. Tema de amargas reflexiones fue para nosotros comparar la acogida que allí (donde no éramos desconocidos) se nos hizo con la que recibimos en Londres...

Algo parecido nos ocurrió en la Biblioteca Nacional de París. Sabemos positivamente que en ella existen algunos impresos filipinos del primer cuarto del siglo XVII, cuyo examen recomendamos a los que con más influencias que nosotros logren tenerlos a la vista.

Nos imaginamos que en la Biblioteca Provincial de Toledo, que no pudimos tampoco estudiar, deben haber algunos impresos filipinos, pues fue en gran parte formada sobre la base de la que reunió el arzobispo Lorenzana, que llevó muchos libros de México, donde suelen hallarse algunos filipinos.

La Biblioteca del Escorial cuenta con dos libros filipinos bastante raros que ha descrito Retana después de haberlos examinado allí; y la de los padres agustinos de Valladolid con otros no menos escasos, a que nos referimos en el curso de las páginas siguientes.

Por fin, entre las bibliotecas que poseen algunas de las obras que en esta bibliografía se describen, no podemos olvidar la nuestra, adquirida casi en su totalidad, en esa parte, en nuestros viajes por España.




X.- Los bibliógrafos de Filipinas

La primera bibliografía filipina es sin duda alguna el Epítome de la biblioteca oriental y occidental, impreso en Madrid en 1629, cuyo autor, don Antonio de León Pinelo, fue relator del Consejo de las Indias. En ese libro, además de los números relativos a Filipinas que se encuentran esparcidos en varias de sus páginas, el título VII de la segunda parte está consagrado por entero a la «Historia de las Filipinas y Molucas». Las noticias que el autor nos da de los libros que menciona, aunque muy cortas, como que su propósito había sido al publicar aquel compendio preparar simplemente la obra mucho más extensa que iba formando sobre la misma materia, son, en ciertos casos, de verdadera importancia. Baste recordar que León Pinelo fue el primero que nos dio a conocer la existencia del Catecismo y Doctrina en lengua pampanga del agustino, fray Francisco Coronel, impreso en Macabebe en 1621.

El libro de León Pinelo, considerablemente aumentado por don Antonio González de Barcía, salió a luz en Madrid en 1738, en tres volúmenes en folio, ajustados siempre al método de la edición primitiva y con las mismas noticias sumarias del original, circunstancia que es de lamentar, dada la profunda versación bibliográfica del continuador, que le habría permitido dejarnos una obra mucho más acabada; pero así, con todos sus defectos, el trabajo de González de Barcía es de indiscutible importancia para el estudio de la bibliografía filipina y debe siempre consultarse como base   —40→   de indagaciones más completas sobre libros y papeles que en ella aparecen apenas enunciados por un título diminuto.

Semejante a la de Barcía por la falta de detalles en la transcripción de las portadas, pero muchísimo más notable como obra de conjunto y por los datos biográficos que en ocasiones da de los autores, es la Biblioteca Hispana nova del bibliógrafo sevillano Nicolás Antonio, cuya segunda edición hecha en Madrid en 1788, puede consultarse con provecho respecto de determinados libros impresos en Manila durante el siglo XVII.

Superior sin comparación a las bibliografías precedentes, por lo que toca a Filipinas, es la que el canónigo don José Mariano Beristain y Sousa publicó en México en 1817, con el título de Biblioteca hispano-americana septentrional y en la que figuran muchos autores filipinos estudiados en ella por haber residido o florecido en Nueva España. El trabajo del canónigo mejicano es notable bajo todos conceptos, y aunque como la generalidad de los de su clase, adolece de ciertas inexactitudes y tiene el defecto de citar como diversas, obras que en realidad salieron en un solo volumen, su consulta es indispensable para el que quiera estudiar la bibliografía filipina. Nosotros le somos deudores de no menos de veinte citas de libros que él tuvo sin duda a la vista y que hoy no se encuentran en parte alguna50.

De las bibliografías impresas en Europa y fuera de España hemos podido utilizar, en primer término, el libro intitulado Mithridates del sabio alemán Juan Cristóbal Adelung, publicado en Berlín en 1806, que aunque relativo a las lenguas en general, contiene detalles bibliográficos de interés. Por lo respectivo a Filipinas nos ha servido especialmente para comprobar la existencia de la Doctrina cristiana tagalo-española de 1593 y dar algunos detalles de su texto y para probar que algún ejemplar debe haber existido a principios de este siglo, que algún día pueda permitirnos conocer tan preciosa joya bibliográfica.

La Bibliothéque Asiatique de Ternaux-Compans publicada en París en 1841, es de gran importancia para nosotros, porque contiene una multitud de citas de libros filipinos de la mayor rareza, impresos antes de 1700. Muchas de esas obras figuraban en la colección de su autor, pero, en cambio, otras no han existido jamás, defecto que hace nacer en el espíritu del investigador moderno cierta desconfianza hacia ese libro, que no le permite citar sin mucha cautela y después de severa comprobación los títulos que el bibliógrafo francés pone de ordinario de la manera más descarnada.

Obra también francesa y parecida en su método y defectos a la precedente es la Bibliographie Japonaise de M. León Pagés, dada a luz en París en 1859, pero que ofrece sobre aquella la ventaja de indicar dónde se encontraban algunos de los libros filipinos que menciona.

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Apenas si necesitamos recordar en este lugar que el Manual du Libraire de Brunet es útil a veces al bibliógrafo filipino por la descripción que da de algunos libros impresos en Manila y porque sus datos pueden aceptarse, con rarísimas excepciones, como enteramente exactos.

De las bibliografías generales publicadas en España no podemos menos de mencionar el Catálogo de Salvá y el Ensayo de libros raros y curiosos de Gallardo, continuado por el señor Zarco del Valle y por nuestro eruditísimo amigo don José Sancho Rayón, obras ambas en que con mano maestra aparecen descritas algunas peregrinas ediciones de Manila51.

Las cuatro órdenes religiosas establecidas en Filipinas han tenido bibliógrafos que cuidaron de dejarnos en sus obras apuntaciones interesantes sobre libros filipinos. Ya en 1611 cuando el dominico fray Alonso Fernández publicaba en Toledo su Historia eclesiástica de nuestros tiempos, comenzaron a aparecer noticias de impresos de Manila, y el padre Altamura imprime en 1677 su Biblioteca Dominicana, Roma, 1677, folio, en que se hallan cortas noticias de libros; pero para encontrar una verdadera obra bibliográfica de esa orden es necesario ocurrir a los Scriptores Ordinis Predicatorum de fray Jacobo Quétif y fray Jacobo Echard, que en dos enormes volúmenes consignaron cuantas noticias pudieron hallar de libros y escritores dominicanos anteriores a 1719, fecha en que el libro se publicó en París. Trabajo de verdadero mérito, aunque deficiente hoy ante las exigencias bibliográficas, supera, con todo, en mucho al que en nuestros días ha dado a luz el obispo de Oviedo fray Francisco Martínez Vigil, como parte de La Orden de Predicadores.

Los jesuitas iniciaron su bibliografía con la publicación del libro del padre Rivadeneira, en 1602, editado nuevamente en 1608 y 1613, pero que hasta 1643, en que salió con las adiciones del padre Felipe Alegambe, no puede utilizarse para las citas de libros filipinos. Aumentado todavía con las anotaciones del padre Nataniel Sotwel salió por última vez a luz en Roma, en 1775. Pero la consulta de estos trabajos pierde casi toda su importancia cuando se dispone de la Bibliographie historique de la Compagnie de Jésus, del padre Augusto Carayón (París, 1864, 4.º mayor) y, sobre todo, de la Bibliothéque des écrivains de la Compagnie de Jésus de los hermanos PP. Backer, impresa en Lieja, en siete volúmenes, en los años de 1853 a 1861, que componen el más vasto arsenal de noticias biográfico-bibliográficas   —42→   de los hijos de San Ignacio de Loyola, entre las cuales se encuentran no pocas relativas a libros y autores filipinos.

Los franciscanos poseen también obras apreciables para la consulta de los títulos que nos interesan. La Crónica de fray Baltasar de Medina, impresa en México en 1682, tiene un capítulo entero dedicado a los escritores de la Orden, entre los cuales hay algunos, comenzando por el propio autor, que figuraron en Filipinas.

Diez y nueve años más tarde fray Pedro Piñuela publicó allí mismo un Catálogo de los religiosos de San Francisco que predicaron el evangelio en la China desde 1579 a 1700, que desgraciadamente no hemos podido ver hasta ahora. Al decir de otros que lograron esa suerte, contiene detalles bibliográficos de importancia para Filipinas, como que menciona libros impresos en Manila durante el siglo XVII, ahora desconocidos.

Pero pocas bibliografías que ofrezcan más interés para nuestro tema que la Bibliotheca Universa Franciscana de fray Juan de San Antonio, impresa en Madrid, en los años de 1731-1733, en que se dan noticias de libros y autores filipinos, utilizando ya la Crónica manuscrita del padre Antonio de la Llave, ya sus propias anotaciones, de gran valor cuando expresa que vio los libros que menciona.

Obra análoga a la del franciscano salmanticense es la de fray Lucas Wadingus, Scriptores Ordinis Minorum, Roma, 1806, que consta de varios volúmenes en folio, aunque no tiene para nosotros ni con mucho la importancia de la precedente. Otro tanto decimos del Saggio di bibliografia sanfrancescana, publicado en 1879, de fray Marcelino de Civezza, el moderno bibliógrafo de la Orden, pues sus noticias son de segunda mano en lo que respecta Filipinas.

Por lo que toca a los agustinos, tenemos, en primer término, la Crónica de San Agustín de Nueva España, impresa en 1624, de gran utilidad para el conocimiento de los sucesos de la Orden en Filipinas, si bien de cortísimo interés bibliográfico; el Alphabetum Augustinianum de fray Tomás de Herrera, del cual desgraciadamente sólo alcanzó a imprimirse el primer tomo (en Madrid, 1644, folio) tampoco de importancia para la historia de La Imprenta en Manila.

Y con esto entramos ya en las bibliografías especiales de Filipinas, que pertenecen todas a nuestros días. Dejemos en este punto la palabra a un crítico competente, que en breves frases y expresivos conceptos nos va a dar el análisis de esas obras:

«Fray Félix de Huerta, franciscano: Estado geográfico de la provincia de San Gregorio Magno en las Islas Filipinas desde su fundación en 1577 hasta el de 1853, Manila, 1855, 4.º. "... Buena parte de la obra la ocupa una Biblioteca de autores franciscanos, que aunque no se ajusta a las exigencias de la bibliografía moderna, merece ser consultada"».



Fray Julián Velinchón, dominico: Relación nominal de los religiosos que han venido a esta provincia del Santísimo Rosario desde su fundación en 1587 hasta 1857, Manila, 1857, 4.º.

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«Libro más bien biográfico que bibliográfico y cuya importancia ha sido superada ventajosamente por la Reseña biográfica de los religiosos de la provincia del Santísimo Rosario, etc., 1891, 4.º, por fray Hilario Ocio. "Este catálogo supera a sus análogos..., es grande lástima, sin embargo, que la obra del padre Ocio no sea más copiosa en noticias bibliográficas, precisamente porque su autor es competentísimo en la materia"».



Fray Gaspar Cano, agustino: Catálogo de los religiosos de San Agustín de la provincia del Santísimo Nombre de Jesús de Filipinas desde su establecimiento en estas Islas hasta nuestros días, Manila, 1864, 4.º.

«Obra útil, pues contiene datos biográficos, por desgracia demasiado lacónicos, acerca de todos los padres agustinos misioneros de Filipinas desde los primeros años de la conquista hasta el de 1864... El padre Cano tuvo por guía al padre Agustín María, cuyas obras permanecen todas inéditas, entre las que descuella el Osario venerable, o sea un catálogo de los agustinos fallecidos».



Fray Eusebio Gómez Platero, franciscano: Catálogo biográfico de los religiosos franciscanos de la provincia de San Gregorio Magno de Filipinas desde 1577 en que llegaron los primeros a Manila hasta los de nuestros días, Manila, 1880, 4º.

«Viene a ser esta obra lo que el Catálogo del padre Cano, y con ser ambas necesarias, dejan bastante que desear. El mejor de cuantos Catálogos biográficos han hecholos frailes filipinos es del padre Ocio, Reseña biográfica, etc., aunque tanto éste como los dos anteriormente citados adolezcan del defecto de dar de una manera demasiado lacónica y poco precisa las noticias bibliográficas».



Retana, a quien pertenecen los juicios precedentes, ha andado muy parco en el que dedica al Catálogo de escritores agustinos españoles, portugueses y americanos de F. Bonifacio Moral, que en verdad merecía un análisis más extenso y una crítica un tanto detallada. El trabajo del padre Moral, apenas necesitamos decirlo, empezó a publicarse en el número 19 de la Revista Agustiniana correspondiente al 5 de enero de 1881, ha continuado insertándose en La Ciudad de Dios y hasta principios del año último en que salimos de España, no terminaba aún. Resulta así que el autor ha dedicado a esta bibliografía quince largos años, en cuyo tiempo ha podido realizar una obra mucho más acabada de la que nos presenta, si bien bastante apreciable por los datos biográficos y bibliográficos que encierra, pero que dista mucho de ser completa, como que su autor no ha examinado sino muy contadas bibliotecas y unas cuantas bibliografías. Nosotros estamos ciertos de que el número de escritores agustinos que apunta, sino de libros, por lo menos de folletos, relaciones y memoriales, deberá quizás doblarse. Pero, así tal como se halla, es el mejor estudio que exista sobre los escritores de la Orden y nosotros hemos podido utilizarlo en varias ocasiones, según lo haremos notar en el curso de estas páginas.

Basta ya de religiosos escritores, y entremos ahora a ocuparnos, como término de este prólogo, de las obras de los dos autores que considerarnos los más versados en bibliografía filipina: don T. H. Pardo de Tavera y don W. E. Retana.

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El primero publicó en Madrid, en 1893, un folleto de 48 páginas en 4.º con el título de Notas sobre la Imprenta y el Grabado en Filipinas en que con bastante método y después de una introducción preliminar, ha vaciado lo que sabía acerca de los tópicos que motivan su trabajo. En realidad, el ensayo de Pardo Tavera no es una bibliografía sino una reseña de los impresos y grabadores filipinos desde los primeros hasta los últimos de que tenía noticia, y bajo este punto de vista es bastante apreciable, aunque en realidad dista de ser completo y del todo exacto.

El Catálogo de la Biblioteca Filipina de Retana es otra cosa. A esta rareza bibliográfica ha seguido el largo «Apéndice» que en el tomo II del Estadismo, del padre Zúñiga -tan acertadamente editado- dedica a la bibliografía filipina; después el Epítome de la Bibliografía de Mindanao; luego los dos tomos del Archivo del bibliófilo filipino, y pues el autor es tan joven como estudioso y tiene verdadero cariño al tema a que ha consagrado sus desvelos, estamos ciertos que irá lejos en la senda tan brillantemente comenzada por él. Filipinas debe estar satisfecha de haber encontrado un bibliógrafo del fuste de Retana.

Por nuestra parte confesamos sin falsa modestia que cuando leímos las páginas del Estadismo estuvimos muchas veces tentados de dejar de mano nuestros estudios bibliográficos de aquellas Islas. ¿Pero cómo resolverse a quemar lo ya hecho cuando en ello habíamos gastado tantas horas? El examen de esas páginas nos manifestó, a la vez que la ciencia y cuidado bibliográfico de su autor, que había agrupado en ellas escritores y libros que dentro de nuestro plan debían figurar en secciones diversas, como ser, de estos últimos, los impresos en Filipinas y los que se habían publicado en la Península; al método de fechas adoptado por nosotros se prefería el de los apellidos; y, por fin, que en ellas no figuraban los autores de obras lingüísticas. Repasamos también con cuidado nuestras papeletas y encontramos que no eran pocas las que el anotador del Estadismo no citaba, y animados al fin por todo esto y sin más expectativa que la de prestar algún servicio, a medida de nuestras fuerzas y de nuestro empeño, a la bibliografía española, nos resolvimos al fin a dar a luz La Imprenta en Manila. Sírvanos esta franca exposición de disculpa por las numerosas omisiones y quizás yerros en que involuntariamente de seguro habremos incurrido.



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