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ArribaAbajoCapítulo V

La oratoria sagrada en el siglo XVII


La oratoria sagrada fue el medio normal para conseguir que la cultura trascendiese a la comunidad social. El señor de la Peña, en el Sínodo quitense de 1570, dio normas, tanto para la enseñanza catequética como para la predicación al núcleo de españoles y criollos. Señaló, en el calendario litúrgico, las fiestas oficiales en que debían predicar los párrocos al pueblo. En la organización del culto en la Catedral formuló el orden de Sermones, distribuyendo su prédica entre las comunidades religiosas.

El 14 de febrero de 1587 el Padre Comendador de la Merced presentó un reclamo en el Cabildo, porque el deán Hernández de Soto había preferido a los Jesuitas en el turno de los sermones. El Cabildo resolvió que se conservase el orden que había establecido el ilustrísimo señor de la Peña. En consecuencia, que el primer domingo de Cuaresma predicara un Dominico, el segundo un Franciscano, el tercero un Agustino y el cuarto un Mercedario; los miércoles de Cuaresma, un padre de la Compañía y los viernes un padre de Santo Domingo. Fuera de estos sermones de tiempo, había los solemnes de Pascua, Pentecostés y Corpus que se predicaban ante el concurso del Cabildo y de la Audiencia.

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Fuera de estos sermones de tabla, había los panegíricos de los santos Patronos y Fundadores de las Órdenes Religiosas y las fiestas del Señor y de la Virgen y de los titulares de las Cofradías.

Con los Jesuitas se introdujo la práctica de las misiones a los pueblos, según el sistema de San Ignacio. Según esto, la Oratoria Sagrada en el siglo XVI recorrió toda la escala de predicaciones, desde la sencilla explicación catequética hasta el sermón cuaresmal y el panegírico de compromiso. De los predicadores no se han conservado sino algunos nombres, como Diego Lobato de Sosa, el padre Pedro Bedón y el obispo de la Peña, cuyo «Sermón de la Fe», predicado en Lima, se imprimió en España, al decir de Sánchez Solmirón.

Con la inauguración del Colegio Seminario de San Luis se introdujo en el programa de enseñanza la oratoria sagrada como materia obligatoria. Desde 1619 pudo adoptarse como texto el opúsculo escrito por el padre José de Arriaga y publicado ese año con el título de Rhetoris Christiani Partes septem. El libro fue dedicado a los estudiantes del Colegio de San Martín de Lima y recibió la aprobación del padre Diego Álvarez de Paz, que estuvo en Quito a la iniciación del Colegio Seminario. El texto contiene las partes indispensables para formar un buen orador sagrado. Comienza por definir la retórica, luego trata de la Invención, Disposición, Elocución, Aprendizaje de Memoria y Declamación y concluye con la enumeración de lo que debe observar y al mismo tiempo evitar un Orador Sagrado.

Esta orientación estaba fundada en la Retórica de Aristóteles, aplicada a la oratoria Sagrada por fray Luis de Granada. Pero constan luego las obras de don Luis de Góngora, cuyas primeras ediciones de 1633, 1644 y 1648 se podían consultar en la Biblioteca de la Universidad de San Gregorio. Igualmente estaban a la vista de los estudiantes las obras completas de Gracián, en la edición de 1633. Estos datos permiten explicar las características que asumió la oratoria Sagrada del siglo XVII, a juzgar por los escasos documentos que se conservan.

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Del siglo XVII hay, conocidos hasta el presente, tan sólo cuatro referencias de sermones que fueron impresos. La primera es la oración fúnebre del padre Alonso de Rojas en las honras de Mariana de Jesús, que se imprimió en Lima el año de 1646. La segunda es el Panegírico de San José, predicado en la Iglesia de la Merced, por el padre dominico fray Juan de Isturizaga, que vio la luz en Lima el año de 1652. La tercera, la colección impresa en Lima en 1688 de tres sermones predicados por don Francisco Rodríguez Fernández, sobre la maternidad de María, en la iglesia de la Concepción el año de 1680, acerca de Santa Gertrudis en la iglesia de San Agustín en noviembre de 1680 y en Lima, entre 1687 y 1688, a los desagravios de Nuestra Señora del Aviso. La cuarta es la Exhortación panegírica y moral en las rogativas que hizo la Real Audiencia y la ciudad de Quito, por causa de los terremotos que ha padecido la ciudad de Lima, que predicó el día sexto del Novenario el muy reverendo padre maestro Pedro de Rojas y fue impresa en Lima el año de 1689.

Este corto número de discursos impresos apenas puede reflejar los caracteres de la oratoria sagrada del siglo XVII. El padre Sánchez Astudillo ha observado con agudeza que para valorar las obras de arte en general hay que acudir al criterio espacio-tiempo, que permite en la práctica el aprecio de la época y el ambiente en que fueron compuestas y también de la trascendencia como valor estético universal. Un discurso de Bossuet, por ejemplo, a la vez que refleja el gusto acrisolado del gran siglo francés, constituye un modelo permanente de oratoria sagrada.

Al auditorio quiteño de nuestro siglo XVII, podíase, en discursos de compromiso, entretenerlo con abundantes citas en latín, entresacadas de autores sagrados y profanos y con un estilo salpido de conceptos y de frases de un discreto culteranismo. En profesores de teología, como los padres Alonso de Rojas y Juan de Isturizaga, es explicable que brotaron los textos latinos, no menos que los razonamientos argumentativos de las clases. Más asequibles y patéticos se exhibieron el padre Pedro de Rojas y el cura   —84→   Francisco Rodríguez, cuyos sermones abundan en apóstrofes y en locuciones ligeras y variadas.

Son, en cambio, copiosos los datos y sermones manuscritos del siglo XVII, que reflejan el ambiente religioso que respiró el pueblo. El escribano Diego Rodríguez de Ocampo escribió la relación de las fiestas que se hicieron en Santo Domingo de Quito, para celebrar la canonización de San Raimundo de Peñafort, obtenida por la mediación de Felipe III. Las solemnidades fueron oficiales, con asistencia, por consiguiente, de las autoridades civiles y eclesiásticas. El domingo, 26 de julio de 1603, primer día de los festejos, predicó el padre dominico fray Gaspar Martínez, sobre el tema: Vos estis sal terra. Se desempeñó «doctamente y con la gallardía y doctrina que de ordinario predica a satisfacción de tan buenos oyentes como tuvo». El lunes, que corrió por cuenta del Cabildo Catedralicio, llevó la palabra el doctor Andrés de Zurita, quien predicó «con linda traza, lenguaje y curiosidad, ponderando como Dios es admirable en hacer santos como lo hizo en San Raimundo».

El martes tocó el turno a San Francisco y «por su religión tuvo el panegírico el padre Alonso Ramiro, religioso docto y antiguo predicador». El miércoles ofició en el altar la Comunidad de San Agustín «y predicó el padre provincial fray Agustín Rodríguez un admirable sermón lleno de doctrina y de conceptos curiosos». El jueves estuvo a cargo de la Compañía de Jesús y predicó el padre Antonio Pardo de la misma Compañía, «predicador eminente en letras, gracia, decir y acciones con cuyo sermón y las misericordias de Dios que en él explicó se celebró su fiesta con las ventajas que esta Santa Compañía suele hacerlas». El viernes celebró la misa la Comunidad de la Merced y predicó «el presentado fray Alonso Téllez mercedario sermón, de mucha doctrina». Se hizo un paréntesis el sábado, 2 de agosto, por el Jubileo de la Porciúncula. El domingo ofició en el Altar de la iglesia de la Merced la Comunidad de Santo Domingo y predicó en la misa él mismo padre Téllez. El Cabildo de la ciudad reservó su fiesta   —85→   propia para el 6 de agosto. Ese día «se juntaron en el Convento de Santo Domingo la Real Audiencia y los Cabildos eclesiástico y seglar y los Prelados y religiosos de las demás Órdenes y celebró la misa de primera el Obispo pontifical y predicó el padre fray Alonso de Luna de la Orden del Señor San Francisco un sermón digno de ser alabado, traza, doctrina, letras y conceptos»57.

Desde el siglo anterior se había convertido en costumbre tradicional la prédica de panegíricos en los días de los fundadores de las Órdenes Religiosas y de los Santos Patronos de las Cofradías. Era también ritual la prédica durante la Cuaresma y la Semana Santa, cuyo desempeño constituía un mérito para obtención del título de Predicador General en la Orden Dominicana. Cada ciudad tenía sus devociones particulares, que se demostraban con misas anuales y su sermón obligatorio.

Entre los sermones manuscritos, unos pocos llevan el nombre del autor; los más son anónimos. En todo caso, constituyen documentos para conocer por ellos el estilo con que se predicaba y las devociones que tenían los fieles del siglo XVII. Del franciscano fray Diego de Escalante se conserva el sermón predicado el tercer miércoles de Cuaresma del año 1658. Del padre Dionisio Guerrero existen manuscritos un panegírico de San Juan Bautista predicado en Cádiz en 1650 y un Sermón de Nuestra Señora del Buen Suceso predicado en Quito el 14 de julio de 1674. Del padre jesuita Isidro Gallegos se ha conservado un sermón de San Jerónimo, predicado en la Catedral de Quito el 30 de setiembre de 1686. A San Jerónimo se eligió como Patrono contra los temblores que sacudían periódicamente a Quito. El tema versa sobre el temor y la fortaleza y desarrolla, a base de las concordancias bíblicas, un discurso ágil y patético, no obstante las reiteradas citas de textos en latín. Aduce ya una razón física explicativa de los sismos. «El temblor de la tierra, dice, es efecto de la vanidad   —86→   e inquietud altanera de los aires que en sus entrañas encierra, los cuales no pudiendo sufrir la opresión de encerramiento tan abatido, bulliciosos hasta romperla la conmueven por salir al desahogo de su esfera». Del padre fray José Fernández Velásquez existe, predicando en 1680 un Sermón de Nuestro Seráfico Padre San Francisco, Hermandad de Nuestro Padre Santo Domingo y amistad con la Compañía de Nuestro Padre San Ignacio, en día que se estrenaron las andas y demás ricas preseas en este Convento de San Pablo de Quito58.

Se ha conservado, asimismo, un volumen de sermones manuscritos que fueron predicados en la ciudad de Ibarra, desde el año 1660 hasta el de 1681. Contiene en total cuarenta y un discursos sobre variados asuntos. No ha sido posible señalar con certeza el nombre del autor, que fue religioso de Santo Domingo. De los datos internos se deduce que fue Ibarreño, hijo de Catalina Calderón y hermano de un padre jesuita. Entre los religiosos de mediados del siglo XVII figura el padre Jacinto Calderón, calificado como buen predicador y nacido en Indias. Lo positivo es que la serie de sermones revela un orador distinguido, por el fondo teológico y la forma literaria. Fue un predicador cotizado para situaciones de compromiso. La colección contiene cuatro discursos de Primera Misa, dos oraciones fúnebres, nueve sobre las Almas del Purgatorio, cuatro en la fiesta del Santísimo, cuatro sobre el Mandato en Jueves Santo, tres en la fiesta de la Inmaculada Concepción, dos sermones del Rosario, tres panegíricos de San Sebastián y un discurso para Nuestra Señora de Yaguarcocha, para San Miguel, para San Blas, para Santa Rosa, Epifanía y los Santos Inocentes. Se puede con fundamento concluir que la piedad del pueblo había compaginado con devociones fundamentales de la vida cristiana, cuales eran las del Santísimo Sacramento, de la Madre de Dios en sus varios privilegios y advocaciones, la de las Almas del Purgatorio y de los Fundadores de las Órdenes   —87→   Religiosas. El rezo de las Estaciones y del Santo Rosario se había vuelto familiar en el ambiente. La Cuaresma disponía para la Semana Santa que culminaba en las procesiones de los pasos a cargo de las Cofradías establecidas en los Conventos de los Mendicantes. Con el realce de los estudios se elevó también la Oratoria Sagrada, que divulgó las verdades del dogma católico, a través de un lenguaje que hoy nos parece alambicado, pero que fue corriente para las generaciones del siglo XVII.



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ArribaAbajoCapítulo VI

Manifestaciones artísticas, literarias y sociales



ArribaAbajo Festejos por la canonización de San Raimundo

Aspecto especial de la cultura constituyen las manifestaciones espontáneas de la vida social, en que alienta el espíritu creador de los dirigentes del pueblo. En este capítulo vamos a presentar algunas escenas de la vida de Quito en el siglo XVII, en que se refleja la situación histórica que se brindó a las generaciones de esa época brillante. Felipe III había obtenido del Papa Clemente VIII la canonización de San Raimundo de Peñafort. Al hecho se dio un alcance extraordinario y dispuso el rey que se lo festejase tanto en España como en las Indias. El Cabildo de Quito comisionó la organización de los festejos al licenciado Francisco de Sotomayor, que hacía las veces del corregidor don Lope de Mendoza. El programa constaba de números religiosos y sociales. Entre los primeros estuvo el Novenario de Misas Cantadas, a cargo del Cabildo y las Comunidades Religiosas que culminó con un desfile procesional con cuatro carros alegóricos. El primero representaba el estado Angélico. Para figurar el cielo se había dispuesto   —90→   un fondo azul con estrellas y planetas. Dominándolo todo se hallaba la figura del Padre Eterno cortejado por los arcángeles San Miguel, San Rafael y San Gabriel, cada cual con su insignia simbólica. Seguían en orden descendente el coro de las potestades, representado por muchachos vestidos de azul con varas doradas en las manos; luego, el de las virtudes, con niños de vestido azul que portaban bordones plateados; los niños del tercer coro llevaban ginetas doradas; los del cuarto, vestidos de blanco, empuñaban estoques dorados; el quinto representaba al coro de la milicia celestial con trompetas plateadas; el sexto de los tronos, estaba simbolizado por niños vestidos de blanco con columnas en los brazos; el séptimo, de las Dominaciones, lo figuraban niños vestidos de carmesí con cetros en las manos; los del octavo llevaban incensarios en representación de los querubines y los del noveno, que representaban a los serafines, estaban con los rostros y manos inflamados y cubiertos con alas en señal de adoración. El segundo carro representaba la ley natural simbolizada por una figura que tenía por divisa dos espejos, uno sobre la cabeza y otro en la mano, con la inscripción latina: signatum est super nos lumen vultus tui. Al fondo estaba pintado el paraíso con el árbol de la vida en el cual se hallaba arrimado Adán y al pie se encontraba Eva en actitud de hablar con la serpiente que se revolvía entre las ramas. En perspectiva de acercamiento iban escalonándose hacia afuera los observantes de la ley natural, desde Abel el justo, luego Enoc y Noé, Abraham y Lot, Isaac y Melquisedec, Jacob y sus doce hijos, cada cual con las divisas de la bendición paterna. Cerraban el cuadro las figuras de Sara y de Raquel. El tercer carro figuraba la ley escrita. El fondo era verde, color de la esperanza. A los lados pendían paños en que estaban pintadas las escenas de la batalla de Josué y la caída de Jericó. Dominaba en la popa la figura simbólica que tenía en sus manos las tablas de la ley y a sus pies a Moisés y a su hermano Aarón. En la proa se alzaba la serpiente suspendida de una cruz. Al centro se enfilaban los personajes bíblicos que se recomendaron por la observancia   —91→   de la ley escrita: Josué con la divisa del sol en el yelmo, Gedeón con un cántaro plateado en la mano, Jefté con la hija del sacrificio, Sansón con una quijada en la diestra, David con su arpa, Salomón con su cetro real, Samuel con un cuerno de óleo, Isaías con la sierra de su martirio, Jeremías bañado en llanto y Daniel con un león simbólico. Detrás aparecían las mujeres bíblicas: Débora con una palma en la mano, Isael con la insignia del arma con que dio la muerte a Sicar, Ruth con un haz de espigas, Abigail con una poma de plata, Judit con la cabeza de Holofernes y Ester vestida con arreos de reina. El cuarto carro fue la representación de la ley de gracia. En las cuatro esquinas de la proa se destacaban niños vestidos de evangelistas en ademán de escribir esta sentencia: Gratia et veritas per Jesum Christum, facta est. Al centro y en lugar eminente estaba la figura de Cristo sobre una nube y con la Cruz en el brazo izquierdo, cortejada por las figuras de la Caridad y la Esperanza. En el centro al pie de Cristo se hallaba la Fe con una Cruz dorada en la mano. Y al frente, en la proa, se erguía la figura de la Ley de Gracia con el evangelio en la mano y en el tocado el símbolo del Espíritu Santo. Delante del carro desfilaban San Juan Bautista con la bandera de Precursor, María Magdalena con un poemario en la mano, San Pedro y San Pablo con las insignias de su apostolado, los Doctores de la Iglesia Ambrosio, Gregorio, Agustín y detrás de ellos Santo Tomás. Aparecían luego San Sebastián con sus saetas, algunas vírgenes con sus palmas y cerraban el cortejo San Francisco, Santo Domingo y San Ignacio, en representación de los confesores.

Todos los cuatro carros estaban costosamente aderezados y las personas que representaron las dichas figuras muy a propósito y acomodadas para el dicho efecto vivos y con el orden que van puestos anduvieron por la dicha plaza en procesión, la cual se hizo con el acompañamiento y autoridad referida59.



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Fuera de los actos estrictamente religiosos, hubo otros de carácter social, el día que le tocó al Cabildo. El 6 de agosto de 1603, «después de comer se dijeron las Vísperas con mucha solemnidad en el Convento del Señor Santo Domingo, donde asistió la Audiencia, Cabildo de la ciudad y los Prelados y los Religiosos de las Órdenes y el resto de la ciudad y acabadas las Vísperas se hizo solemne procesión por el claustro del dicho convento con la imagen del bienaventurado Santo y estuvo adornado de altares y colgaduras y en medio del jardín del claustro estuvo hecho un tablado donde se recitó un coloquio y se acabó con un sarao bien ordenado de moras y moros, damas y galanes, villanos y matachines que danzaron y bailaron a satisfacción de los que lo vieron, que fue toda la junta referida y aquella noche hubo luminarias en toda la ciudad y repique de campanas, atabales, fuegos de pólvora, mosquetes, trompetas, chirimías y otros instrumentos en la plaza y calles, hubo máscaras, carros de invenciones y música que duró hasta media noche».

El 8 «hubo juego de toros y cañas en la plaza mayor de esta ciudad, donde asistieron la Real Audiencia, Cabildos y Prelados y mucho concurso de gente y estuvo colgada y adornada de doseles, damascos y muchos tablados y antes de lidiar los toros se juntaron casi doscientos soldados que el General Don Lope de Mendoza condujo en esta ciudad y su comarca por orden del Virrey de estos reinos para socorro del de Chile y entraron en la dicha plaza haciendo salva con encomiendas de San Juan en los pechos y se fueron a un castillo que estaba en medio de ella, el cual combatieron dos navíos que venían armados sobre dos carros grandes con sus velas y lo demás necesario para que pareciesen navíos en los cuales había cantidad de gente con arcabuces y se dispararon en acometimiento al castillo y los soldados de él hicieron lo mismo concierto y pareció bien este entretenimiento figurado en el maestre y soldados de Malta contra las galeras turquescas».

«Y luego corrieron algunos toros y después de ellos salieron   —93→   veinte y cuatro montañeses nacidos en esta ciudad, jinetes con sus libreas de tafetán, marlotas y capellares y villanaje y divididos los puestos el uno con la divisa de Santo Domingo y otro con el de la Merced en las libreas y adargas hicieron las entradas y jugaron cañas con el contento y primor que suelen hacerlo otras veces y se dio colación a la Audiencia y damas a costa de la ciudad y salió el dicho teniente de Corregidor a la plaza a la jineta con dos caballos que sacó enjaezados, con jaeces bordados y bocales de plata dorados con sus lacayos y pajes y corrió carreras mostrando lo que en esto sabía como lo ha hecho y hace de sus letras, nobleza y bondad».

Valía la pena conocer los detalles de esta fiesta extraordinaria, porque de ellos se colige el espíritu que informó a la sociedad de Quito, durante el siglo XVII. Constan en el programa un novenario predicado, una procesión con carros alegóricos, una representación dramática, un simulacro de guerra, corrida de toros, juego de cañas y escaramuzas. No precisa la naturaleza del coloquio; pero el arreglo de los carros demuestra que eran familiares las escenas bíblicas, fuentes de inspiración de los autos sacramentales.




ArribaAbajo Festejos por el nacimiento de Felipe IV

A los tres años de las fiestas de San Raimundo tuvo Quito ocasión de presenciar nuevos festejos. Esta vez fue para celebrar el nacimiento del Príncipe sucesor de Felipe III. El 20 de febrero de 1606 se recibió en el Cabildo la noticia oficial del suceso. Por de pronto el Ayuntamiento comisionó la organización de las fiestas a los regidores Luis de Cabrera y Cristóbal de Troya. El 20 de abril, aniversario del nacimiento del Príncipe, se ordenó decir misas de acción de gracias en los Conventos y Monasterios y se corrió bando, al son de atabales, trompetas y clarines, anunciando los festejos públicos. En sesiones sucesivas se fue conformando el   —94→   programa. El 20 de febrero se acordó que hubiese corrida de toros y juego de cañas con libreas: el 19 de mayo se dio a conocer que estaba llegando de Castilla un pedido de telas apropiadas para las fiestas y se nombraron los diputados que se encargarían de la confección de los vestidos; el 15 de julio se concluyó el programa. Además de la corrida de toros y juego de cañas, se resolvió que se diesen a los toros lanzadas a caballo, costeando las lanzas, el hierro y los caballos y que se corriese la sortija a la brida y la jineta. Se deputaron premios a costa del Cabildo, «al aventurero o mantenedor que mejores lanzas corriere a la brida, el segundo al que mejores lanzas corriere a la jineta, y el otro al que mejor invención sacare, y el otro premio al que mejor letra aclare y otro premio al que saliese más galán y menos costoso y otro premio al que sacase más costosa y más galana».

El jurador discernidor de premios lo componían el maese de campo don Juan Londoño, el licenciado Alonso de Carvajal, don Sancho de Marañón y el capitán don Cristóbal de Miño60.




ArribaAbajo La fiesta de Corpus

El 12 de mayo de 1606 el Cabildo de Quito resolvió lo siguiente: «Por cuanto se ha ordenado y mandado que se celebre y haga la fiesta del Santísimo Sacramento del día de Corpus Christi con la mayor autoridad y grandeza que fuere posible y de presente han venido a esta ciudad una cuadrilla de comediantes y será a propósito que para que se celebre la dicha fiesta con mayor solemnidad trataron y confirieron sobre ello y acordaron que se concierte con los dichos comediantes representen dos comedias, una el día de Corpus Christi y otra el día de la Octava y que los diputados nombrados por este Cabildo para la dicha fiesta traten con los dichos representantes sobre la dicha representación   —95→   y concierten el precio que se les ha de dar, lo cual se les pague de los propios de esta ciudad»61.

No se consignan los nombres de los comediantes, como tampoco de las piezas teatrales. Es de advertir que el Cabildo de Quito, tan celoso en organizar la celebración anual de la fiesta de Corpus, menciona esta vez tan sólo la representación de una comedia. En cambio, en la ciudad de Lima, no hubo año en que se prescindiese, en la celebración de esta fiesta, de una función teatral. Fuera de las compañías organizadas en Lima, había otras que venían de la Península o de la Nueva España para mantener la continuidad del arte dramático, que era tan del gusto de algunos virreyes. Fray Gaspar de Villarroel refiere de sí mismo el caso de haber concurrido furtivamente a una representación que era de fama y plantea luego el caso moral de la asistencia de los sacerdotes a las comedias públicas62. Para nuestro caso de 1606, no hay más indicio posible que la compañía formada por Marco Antonio Ferrer y su esposa Mariana de Valdés, que «salieron de Acapulco en 1606 y que se dirigieron a Lima, donde en mayo de 1607 representaron en la fiesta de Corpus la comedia intitulada La Cruz aborrecida»63.

En marzo de 1607 se hizo cargo del Obispado de Quito el ilustrísimo señor fray Salvador de Ribera, quien, no obstante su rigorismo y severidad, era muy aficionado al género dramático. Cuando era prior del Convento del Rosario de Lima en 1594, llegó la noticia de la canonización de San Jacinto de Polonia. Con ese motivo se organizó un programa de festejos y entre los números principales constó la presentación en el convento de un Coloquio que resultó famoso, acerca de la vida de San Jacinto muy venerado por el pueblo español. Cuando Obispo de Quito festejó   —96→   el matrimonio de su sobrina doña Micaela Dávalos con el corregidor don Sancho Díaz Zurbano, con la presentación de una comedia en su propio palacio, en que actuaron los propios clérigos. Debió ser de carácter cómico cuando se conservó la memoria de la reacción del público para con el actor que hizo el papel de Bobo64.




ArribaAbajoLos funerales de la reina Margarita de Austria

El acto social de mayor trascendencia para conocer el ambiente del primer cuarto del siglo XVII fue la celebración de las exequias de la reina Margarita de Austria. El 22 de octubre de 1613 se conoció en Quito la noticia oficial de la muerte de la Reina. La Audiencia encargó al Cabildo la realización de las honras fúnebres. En consecuencia, el Cabildo previó el dinero necesario para el efecto y comisionó a los Regidores, capitanes Cristóbal de Troya y Pedro Ponce Castillejo que organizasen los funerales, de acuerdo con el corregidor y capitán general don Sancho Díaz de Zurbano. La intervención de este funcionario, acostumbrado al lujo cortesano de Lima, dio a las exequias un realce extraordinario. Comenzó por abrir un concurso entre los maestros artífices para el diseño del túmulo, ofreciendo un premio al que saliese triunfador. Cada uno de los concursantes presentó tres proyectos. El jurado calificó de mejor al diseño dibujado por Diego Serrano Montenegro, «hombre generalísimo de grandes trazas», a quien el Cabildo le nombró de Fiel Almotacín de la ciudad en 8 de enero de 1597, por ser «persona que entiende bien el dicho oficio».

El proyecto aprobado implicaba la intervención de pintores, escultores y arquitectos. Sin pérdida de tiempo Díaz Zurbano hizo juntar a los más hábiles artistas de cada ramo y les encomendó   —97→   la labor de su especialización. A los pintores les puso en el trabajo de hacer veinte y siete retratos de tamaño natural de los antecesores de la casa de Austria, desde Pipino Primero, duque de Bravancia, hasta Felipe II, trasladándolos de los grabados que compuso Juan Bautista Urientino de Artuerpia. Resultaron, según el cronista, «semejantes a sus originales con los vestidos y ropajes que cada uno en su tiempo usaron, tan al vivo y tan perfectos y acabados que son los mejores cuadros que hay en todo este Reino».

A los escultores se les impuso la tarea de labrar diez y siete figuras de las virtudes cardinales y teologales, de la muerte y otras representaciones simbólicas, cada una con su insignia tradicional. No hubo necesidad de modelos, puesto que estaba en el ambiente el conocimiento de las verdades teológicas y morales, a través del simbolismo de las figuras, como se demostró en los carros alegóricos de las fiestas de San Raimundo.

Para integrar el programa de las famosas exequias se abrió un concurso poético, señalando diez temas a desarrollarse, con premios al triunfador. El primer tema debía interpretar en dísticos la sentencia: Praecipitabit deus mortem in sempiternum.

Para este tema se asignaron, en orden de méritos, una salvilla de plata, una sortija de oro con una esmeralda y unas medias de seda.

El segundo tema debía desarrollar en versos sáficos y adónicos el apóstrofe litúrgico Oh mors ero mors tua, con opción a los premios de un breviario nuevo y cuatro varas de raso.

Una taza de plata y seis varas de tafetán constituían los premios destinados a los autores de una oda o elegía latina que comentara el verso de Morsus tuus ero inferne.

El cuarto tema debía ser un jeroglífico o emblema que interpretara las siguientes expresiones de San Pablo: Absorta est mors in victoria. Ubi est victoria tua, ubi est stimulus tuus? Los dos premios asignados a las dos mejores composiciones eran un corte de tela rica y unos guantes de ámbar.

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El quinto tema insinuaba el comentario del nombre de Margarita en cualquier género de verso o la interpretación de los rótulos que debían ponerse al pie de las figuras de las virtudes. Por premio se señalaron asimismo un corte de buena tela y un par de guantes de ámbar.

El sexto tema debía desarrollar la siguiente redondilla:


Falta sin poder faltar
hoy Margarita en el suelo,
porque quien reina en el cielo
no ha dejado de reinar.



El premio consistía en un corte de tela y una sortija con una amatista.

El séptimo tema debía ser una glosa de la quintilla que sigue:


Vivo yo, amas ya no yo
porque del mortal encuentro
el cuerpo en tierra cayó,
pero el alma fue a su centro
y así muerta vivo yo.



A las dos mejores composiciones se señalaron los premios de cuatro vara de raso y unas medias de seda.

El octavo tema debía celebrar en un soneto la piedad de la Reina difunta, dando opción a los premios de una cortina de tela y cuatro varas de tafetán.

El noveno tema debía ser una canción que enalteciera la liberalidad de la Reina con los pobres. Los triunfadores podían optar por los premios de cuatro varas de damasco y unas medias de seda.

Por fin, el último tema debía desarrollar en octavas la compenetración en la reina Margarita de la dignidad con la benignidad. Las mejores composiciones serían premiadas con un corte de jubón de raso y unos borceguíes de lazo.

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Las condiciones a que debían sujetarse los concursantes fueron las siguientes: primero, las poesías debían ser ingeniosas y escritas con propiedad; segundo, concretarse al tema propuesto; tercero, no ser comunes a otros intentos y cuarto, debían estar escritas en dos ejemplares, el uno para los miembros del jurado y el otro para examen del público. Para integrar el jurado fueron designados el oidor doctor Matías de Peralta, el fiscal licenciado Sancho de Mújica y el doctor Juan de Villa, tesorero del Cabildo Catedralicio.

Se impuso el plazo de un mes para todos estos preparativos. A partir del veinte de noviembre comenzase a armar el túmulo. Conozcámosle en su conjunto por el relato del cronista oficial. «En la Iglesia Catedral, fuera de la capilla mayor en la primera nave, se plantó un túmulo de maravillosa y singular arquitectura de ordenanza dórica y forma cuadrada que tuvo por todo su cuadro cuarenta y ocho varas y de altitud veinte y cuatro, a que se subía por ocho gradas espaciosas y bien trazadas: en cada una de las esquinas de los cuadros salía con maravilloso compás un cubo redondo que se guarnecía con basa y contrabasa con que se acababa la planta. Sobre esta planta se formó el primer cuerpo del túmulo guardando la forma cuadrada de ella sobre que se asentaron doce columnas, las cuatro de la parte de afuera sobre sus pedestales, los cuerpos en forma redonda, el primer tercio de estrías llenas y los dos tercios hasta sus capiteles de estrías acanaladas que parecían graciosamente a la vasta. Las otras cuatro columnas que se pusieron por la parte de dentro hicieron otro cuerpo en forma cuadrada que con propiedad se dicen pilastras, éstas tuvieron su planta más alta que las cuatro columnas una vara a que se subían por cuatro gradas y en ellas estaban puestas cuatro muertes de bulto cada una en su pilastra, la una con un arco y flecha. [...] La otra con una hoz en la mano derecha y en la izquierda un manojo de figuras cortadas de hombres y mujeres. [...] La otra con una ampolleta en la mano. [...] La otra con un huso y rueca en las manos. [...] Las cuales estaban tan al natural que parecían sacadas   —100→   de algún osario y causaban un grandísimo horror y espanto. Las otras cuatro columnas hicieron otro cuerpo en forma cuadrada y sobre ese último corrían sus comizamentos por lo alto de los capites con grande gentileza mostrando el arquitrabe, friso y cornisa, miembros que forman el cornisamiento en cuyo remate se pintó la gloria y se hicieron de artificio unas nubes que al desplegarse se descubrían serafines y querubines que parecían que subían y bajaban como al recibir el alma de la Reina Nuestra Señora que en este último remate estaba sobre una tumba cubierta de brocado con un cojín de lo mismo que recibía su figura las rodillas sobre el de talla entera y del medio de la gloria que estaba pintada pendía una gran corona, de la cual asidos puestos en el aire cuatro ángeles de bulto como que querían coronarla y un letrero que decía: Veni amica mea, veni de Libano coronaberis».

En el segundo cuerpo del túmulo estaban colocadas las figuras de las virtudes, con bandas en que estaban escritas sentencias de la Escritura. Las gradas que conectaban los tres cuerpos del túmulo tenían barandillas, que daban vistosidad al conjunto. Al medio del frontispicio central se levantó el altar en forma que pudiese destacar las ceremonias de los oficiantes. A los lados aparecían dos cuadros grandes con pinturas de las armas reales y luego, hasta las rejas del coro, estaban colocados los retratos de los antepasados de la Reina. Al fondo, sobre las rejas del coro, estaba en el centro el blasón de la ciudad de Quito y a los lados los de las demás ciudades y villas que componían la Audiencia. Tanto las paredes como el piso estaban cubiertas de tela negra, que permitían destacar la estructura del túmulo, relievando los detalles con la combinación de luces dispuestas sobre candelabros.

El ceremonial de las exequias respondió a la magnitud del túmulo. Ocho días antes se dio el pregón por la ciudad, al son de clarines y tambores, previniendo a todos que dispusiesen vestidos de luto. Luego, el veinte y siete de noviembre, Díaz Zurbano hizo reunir el Cabildo para organizar la forma de la asistencia. El veinte y ocho por la tarde se tuvo la Vigilia. El jueves veinte y   —101→   nueve, comenzaron a decirse las misas desde las seis hasta las diez de la mañana, hora en que se celebró la Misa Solemne, con la oración fúnebre que pronunció el padre agustino fray Agustín Rodríguez.

En cuanto al resultado del certamen poético, el relator no consignó los detalles de todos los triunfadores. Consignó únicamente las composiciones de fray Miguel de San Juan, franciscano, que consiguió el primer premio del primer tema y de don Francisco de Montenegro, que alcanzó el segundo; de don Francisco de Villaseca y de don Lope de Atienza, que llevaron el primero y segundo premio del tema sexto, y de don Manuel Hurtado y de Melchor Quintero Príncipe, los dos triunfadores en el séptimo tema65.

Nada revela más el espíritu quiteño de comienzos del siglo XVII, que estas exequias de la reina Margarita de Austria. A juzgar por la descripción del túmulo, la sociedad estaba familiarizada con los órdenes de la arquitectura clásica, con el simbolismo religioso, con las genealogías de los reyes y la heráldica de las ciudades, con los certámenes y géneros poéticos y con las exigencias y desahogos de una economía equilibrada. A la explotación del oro, que estuvo en auge en la segunda mitad del siglo XVI, se había añadido la organización de los obrajes, que habían alentado el comercio de telas con Lima, Popayán y Panamá. Había holgura económica en el pueblo, a que respondió un realce de cultura que propició la formación de la Escuela quiteña de arte.




ArribaAbajo La colección de obras de arte del presidente Morga

El corregidor don Sancho Díaz de Zurbano, al amparo de su tío el obispo fray Salvador de Ribera, había mantenido en   —102→   Quito el fausto burgués de la nobleza de Lima. Con la muerte se extinguió su estrella. Pero para Quito no hubo interrupción en los alicientes de la vida culta. Desde 1616 se hizo cargo de la Audiencia el doctor Antonio Morga, hombre de mucha ejecutoria en los campos de la administración y de las letras. Había sido lugarteniente de Gobernador de las Islas Filipinas y luego Alcalde de Corte de la Real Audiencia de México. Ahí publicó en 1609 una relación de los sucesos de las Islas Filipinas hasta la conquista de las de Maluco. Cuando vino a posesionarse de la Audiencia de Quito se encontró, en la Punta de Santa Elena, con la flota del corsario holandés, de que pudo escaparse como por milagro. Se detuvo en Guayaquil para examinar los efectivos de defensa. Una vez en Quito, escribió al Rey el 20 de abril de 1616, adjuntando copia de un informe que envió al Príncipe de Esquilache, sobre la situación de las armadas del Reino en Filipinas y las posibilidades defensivas de las costas del Pacífico66. Cuando vino a Quito trajo consigo una librería como de trescientos volúmenes, en que constaban obras de Jurisprudencia, Teología y Literatura. Entre los libros se hallaban los escritos de Domingo Soto, Palacios Rubio, Julio César, Virgilio y Plutarco, incluso un manuscrito sobre volatería. Fuera de esta riqueza bibliográfica lucían en las salas de la mansión presidencial alfombras de Castilla y Persia, reposteros de terciopelo azul de China, gobelinos con temas historiales, taburetes japoneses y escritorios y vargueños de ébano y marfil. Repartidos por los departamentos se hallaban cuadros y esculturas, de arte primoroso. En el comedor, los armarios estaban repletos de servicio de plata. El trato familiar y social del presidente Morga estaba a la altura de un funcionario aburguesado.

En diciembre de 1629 se ofreció al Presidente ocasión de incrementar su colección de obras de Arte. El padre agustino Leonardo de Araujo hizo, con licencia de sus superiores, un viaje   —103→   a España con el objeto de defender a sus hermanos de las injusticias del visitador don Juan de Mañozca. Ventilados sus asuntos en la Corte de Madrid, pasó a Roma, donde adquirió una buena colección de obras artísticas para su Convento de Quito. Al rendir cuentas de los gastos, sus hermanos de hábito se negaron a justificar las cuentas gastadas al margen de su cometido. En estas circunstancias el padre Araujo se vio en el caso de vender los cuadros para reponer el dinero en efectivo. No se libró de este negocio sino la imagen yacente de un Cristo que el padre adquirió en España y que los religiosos de Quito le pasaron en cuenta, para dedicarlo al culto público67.

El presidente doctor Morga, al conocer el asunto, se valió del comerciante Antonio Vázquez Albán, para adquirir la colección de obras traídas por el padre Araujo. En las listas se hacían constar once láminas de bronce, guarnecidas de molduras, con pinturas de motivos religiosos; quince láminas de piedra, con molduras de bronce y ébano, que representaban motivos varios; una lámina en madera de box con un Nacimiento y otra de vitela con un San Sebastián; cinco lienzos de pintura al óleo con los Doctores de la Iglesia y un Nacimiento; nueve relicarios de diferente tamaño, con sus adornos de vidriera y sus molduras de ébano; seis tabernáculos guarnecidos de cristales y follajes de plata y una cruz de ébano con su peaña, guarnecida de piedras naturales.

Los temas representados eran Nacimientos, La Concepción de la Virgen, San Juan Bautista, San Pedro y San Pablo, Santa Catalina de Alejandría; algunas composiciones del renacimiento italiano, como la Virgen con el niño y a los pies San José y San Lorenzo, San Sebastián con sus saetas, San Lorenzo con su parrilla de martirio y, sobre todo, «una lámina de Urbino del niño dormido, la Virgen, San Lorenzo y San Juan Evangelista».

El doctor Morga, que apreciaba el valor artístico de las obras, pagó por la colección cuatro mil setecientos treinta patacones de   —104→   a ocho reales. Puede colegirse la ventaja de la compra, de la precaución del Presidente en hacer consignar en la escritura la siguiente confesión de garantía: «Antonio Vázquez Albán renunció el error de la cuenta dándose por bien pagado y satisfecho y confesó que el dicho precio es justo valor de las dichas láminas e pinturas contenidas en esta venta e si más valen o pueden valer de la demasía hace gracia e donación a su Señoría».

La presidencia del doctor Morga duró cosa de veinte años, desde 1616 hasta julio de 1636. Durante su cargo fue residenciado dos veces. Como resultado hubo de pagar una crecida multa, que no pudo satisfacer en vida. Murió sin hacer testamento. La justicia cayó sobre sus bienes, ordenando hacer el inventario y luego el remate de sus haberes. Además de las obras de arte, compradas por intermedio de Vázquez Albán, se enumeraron diez retratos de familiares y dos de los Reyes de España, dos lienzos de la Concepción, veinticinco cuadros del Señor y de muchos Santos, trece lienzos que representaban a las Sibilas, cuatro que figuraban las Estaciones y un Cupido rodeado de Niños. Entre las esculturas se contaban una imagen de la Concepción, un niño de marfil y una estatuilla de la diosa Venus. El remate descubrió los nombres de los quiteños aficionados a las obras de arte y el precio en que se las cotizaba. La totalidad era de procedencia europea y asiática. No sólo iglesias y conventos eran relicarios de arte: también en casas de particulares existían colecciones de lienzos y esculturas.




ArribaAbajo Escritos literarios

En el archivo dominicano de Quito se conserva un manuscrito que lleva por título: Fasciculus Rhetorices et Poeseos ac rate investigatum per Jo. de Orosco Soc. Jes auditorem anno 1615. Intercalados a modo de ejemplos se hallan varias composiciones de Jesuitas españoles. No es aventurado concluir que el manuscrito hubiese podido servir de texto en la enseñanza de Retórica   —105→   y Poética. En todo caso refleja el método que se seguía en el Colegio Seminario de San Luis y en la Universidad de San Gregorio. Aristóteles animaba todavía el gusto literario del primer tercio del siglo XVII.

Observamos ya que en la Biblioteca de la Universidad de San Gregorio se encontraban las obras completas de don Luis de Góngora, en sus ediciones de 1633, 1644 y 1648. Hay indicios ciertos que permiten afirmar el influjo de Góngora en la formación literaria de nuestros primeros poetas nacionales.

El año de 1666 apareció publicado, en abril, un poema heroico sobre San Ignacio de Loyola, obra póstuma del doctor Hernando Domínguez Camargo. En 1675, editado en la misma capital de España, vio la luz pública el Ramillete de varias flores escogidas y cultivadas en los primeros abriles de sus años por el maestro Jacinto de Evia, natural de Guayaquil. Investigaciones recientes del padre Aurelio Espinosa Pólit han dado a conocer que estas publicaciones se hicieron por diligencias del padre jesuita Antonio Bastidas, natural de Guayaquil y no de Sevilla, como se ha venido asegurando a partir de la afirmación de Menéndez y Pelayo. Del análisis del Ramillete se colige que de las cuatrocientas seis páginas de que consta el libro, ciento diez y nueve corresponden a Evia, ciento nueve a Camargo, ciento setenta y tres a Bastidas y nueve a autores desconocidos68. Este dato demuestra la coexistencia en Quito de los tres poetas Bastidas, Camargo y Evia, como se confirma, además, por la dedicatoria de algunas poesías a personajes conocidos en el ambiente social quiteño de entonces y por los temas referentes algunos a motivos de naturaleza local.

Bastidas nació en Guayaquil hacia 1615 e ingresó en la Compañía en mayo de 1632; desde 1642, sacerdote ya, hasta 1668, enseñó Gramática en el Colegio de Cuenca y en otros del territorio   —106→   de la Real Audiencia de Quito; el decenio siguiente fue profesor en Popayán y murió en Bogotá el 1.º de diciembre de 1681. Jacinto de Evia, hijo también de Guayaquil, hizo sus estudios en el Colegio Seminario de Quito y se doctoró en Artes en la Universidad de San Gregorio el 20 de mayo de 1657. En 1662 se le instituyó patrón de una capellanía de dos mil pesos, fundada en Guayaquil por su abuelo Blas de Vera.

Domínguez Camargo, natural de Bogotá, nacido en 1606, entró en la Compañía en 1621 e hizo sus primeros votos en 1623. Se ha supuesto como probable su presencia en Quito, como lo comprueba el romance del Ramillete «A un salto por donde se despeña el arroyo de Chillo», que sirvió de inspiración al padre Bastidas para una poesía sobre el mismo asunto.

El hecho de patrocinar el padre Bastidas la publicación de los escritos de Camargo y de Evia, con composiciones suyas, ponen de manifiesto la vinculación espiritual y de gusto literario, entre Camargo, el propio padre Bastidas y Evia. Hay un cuarto personaje que interviene en esta trama de amistad. Es el maestro don Antonio Navarro Navarrete, de quien no hace mención el padre Espinosa Pólit. Navarro Navarrete se declara poseedor de los originales del Poema heroico de Domínguez Camargo y editor de esta obra póstuma del ex jesuita bogotano. La publicación la dedica al padre Basilio de Ribera de quien hace un apasionado elogio biográfico. En la advertencia al «curioso lector», proporciona detalles reveladores del origen del escrito y del aprecio del estilo gongorista, como modelo de formación literaria. Vale la pena transcribir algunos textos que revelan el influjo del poeta cordobés en la formación literaria de nuestros escritores coloniales.

Fui siempre estimador de su ingenio, apreciador de sus versos, y aunque deseé comunicarle en vida, nunca pude, por la distancia de muchas leguas que nos apartaban, hasta que supe de su muerte, con harto dolor mío, viendo que carecía del aplauso de los cultos el Poema Heroico del grande Ignacio de Loyola, de   —107→   que ya tenía noticia; cuando por medio bien extraordinario llegó a mis manos: pero reconociendo, que no estaba acabado, ni con el aseo y perfección debida, se me dobló el sentimiento. Y porque no careciesen los aficionados a las musas de tan sublime espíritu, me dediqué al estudioso desvelo que ponderó en parte por mío el otro ingenio (hablando de un grande escritor, a quien la muerte suspendió intempestivamente el erudito vuelo de su pluma, y cuyos escritos en la sazón agenciaba su cuidado). [...] Extrañará el poema algunas octavas y versos míos, que ha sido forzoso inxerir, porque no saliesen algunos cantos defectuosos. [...] De algunos versos enteros se valió de Góngora (como primogénito de su espíritu) y de algún otro poeta para ilustrar su Poema, pero con ingenuidad los confiesa a la margen, como yo se lo he reparado en el borrador que he visto. [...] Prototipo es de los hijos desear publicadas las proezas de sus padres. Habiéndose empleado nuestro poeta en ponernos a los ojos, con tan galante estilo, con tan lucido ingenio y tan ajustadas hipérboles la conversión, estudios, peregrinaciones, excelentes virtudes y hechos famosos de tan glorioso Patriarca, yo no cumpliera con la obligación de hijo de la Compañía, por criado a sus pechos, si no solicitara que saliese a la luz y se diese a la estampa, para honra de las Musas, para enseñanza de sus alumnos, para crédito de tan ilustre familia, para gloria de tan gran Santo y blasón ilustre de nuestro poeta, eximiéndole de las sombras del olvido, en que era fuerza quedarse sepultado, como hijo sin padre y tesoro sin dueño, pasando de los retiros del silencio a la publicidad de la fama.



Según esto, Navarro Navarrete fue también ex jesuita y tuvo en sus manos los originales del poema de Domínguez Camargo, cuya dependencia estilística de Góngora puso de manifiesto. La intervención de Bastidas en la publicación comprueba el aprecio que brindó al nuevo estilo introducido por el poeta cordobés en la literatura castellana. En cuanto a Evia, confiesa paladinamente que fue discípulo del padre Bastidas, su compatriota.

Por lo que mira al valor literario, el padre Espinosa Pólit ha   —108→   señalado el mérito de cada uno de estos poetas. «No es Bastidas un poeta superior de inspiración y aliento propios, que revele una vida poética interna y que aporte algún latido nuevo a la lírica universal. Es, en su época y en su escuela, un buen artífice, versificador de ordinario impecable, fácil, suelto, ingenioso, adiestrado en las peculiaridades del habla y de las sintaxis gongorinas, capaz de adaptarse a los más arbitrarios requerimientos de Rengifo».

Evia, «es menos rebuscado; el verso le sale más limpio, más colorido, más claro; no se hallan en él estrofas ininteligibles como las hay, por desgracia, no pocas en su maestro».

Domínguez Camargo, en su Poema Heroico, «desde sus primeras octavas está a cien codos por encima de cuanto se puede hallar en Bastidas. [...] Bastidas es un buen versificador; el autor de un poema es un poeta; poeta desde luego bravamente gongorino, pero que, con defectos y todo, se remonta a otra esfera, se mueve en otra atmósfera, se lanza en vuelo de aletazos, violentos tal vez, pero noblez y seguros».

Nuestros poetas coloniales han merecido últimamente la rehabilitación y reconocimiento de sus méritos. La Biblioteca Ecuatoriana Mínima consagró un volumen al padre Antonio Bastidas y al maestro Jacinto de Evia, con una introducción histórico-crítica del padre Aurelio Espinosa Pólit. Asimismo, la Biblioteca de la Presidencia de Colombia dedicó el tomo 25 a los escritos de Hernando Domínguez Camargo, con un estudio crítico muy bien trazado de Fernando Arbeláez.

El Ramillete de las flores poéticas, fuera de su contenido literario, es un reflejo de la vida social del siglo XVII. La escena de las exequias de la reina Margarita en 1613, se repitió en Quito con motivo de la muerte de la reina Isabel de Borbón y fue el padre Bastidas el poeta que compuso glosas y romances para el concurso entonces promovido. La muerte del príncipe Baltasar Carlos, inmortalizado por el pincel de Velásquez, inspiró al poeta una canción de lamento por las esperanzas defraudadas. A través   —109→   de los versos de Bastidas conocemos una versión de Nuestra Señora del Amparo, que apareció rodeada de rayos luminosos a una monja de Santa Clara. Bastidas nos revela también el modo como en el Colegio Seminario se recibía la visita de los Obispos, patronos natos del Plantel. Las loas declamadas por los alumnos enaltecen las figuras de los Obispos quiteños Pedro de Oviedo, Agustín Ugarte Saravia y Alonso de la Peña y Montenegro. Motivos de inspiración para Bastidas son un alarde de juego a la jineta del general Alonso López de Galarza, una fiesta solemne en honor de Nuestra Señora de Guápulo, una cura extraordinaria del médico Juan Martín de la Peña, un obsequio piadoso del presidente Martín de Arriola de una imagen de San Francisco Javier, una solemnidad del Rosario con el Santísimo expuesto, la exaltación al Magisterio de su amigo fray Basilio de Ribera, un arroyo que se despeña en Chillo.

El padre Bastidas tenía una parienta en el Monasterio de Santa Catalina. Llamábase sor Lorenza de San Basilio. Sobrina de ambos fue sor Leonor de Carranza y Bastidas, protagonista de los disturbios ocasionados en el Monasterio, con motivo de pretender eximirse de la jurisdicción de la Orden, para sujetarse al Obispo.

También el maestro Jacinto de Evia tenía parientes en el Monasterio, vinculados con él por el apellido Bohórquez, que era el de su madre. Este dato explicaría algunas de las composiciones, como la dedicada a San Lorenzo, al sermón que predicó don Cristóbal de Arvildo en el Monasterio de Santa Catalina y la Loa que hicieron las niñas en la visita del presidente don Martín de Arriola y del oidor don Juan de Arámburo. Evia recuerda a la gitanilla de Cervantes, diciendo la buena ventura en juego de ideas y palabras, con motivo de la profesión de la monja Clarisa, sor Sebastiana de San Buenaventura. Además de los motivos religiosos, el poeta guayaquileño se complace en cantar a un manantial de Lloa que brota a las faldas del Pichincha y algunos episodios de amor profano.



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ArribaAbajoItinerario para párrocos de Indias

El ilustrísimo señor Alonso de la Peña y Montenegro, a quien el padre Bastidas dedicó una de sus poesías, ocupó la silla del Obispado de Quito, desde 1653 hasta 1687. Había cursado sus estudios en la Universidad de Santiago de Compostela hasta graduarse de doctor y en toda su vida sacerdotal conservó una apasionada dedicación a los libros. Cuando vino a Quito trajo una copiosa biblioteca, que muy pronto iba a servirle de fuente de consulta.

En la visita canónica a los pueblos de su vasta Diócesis ordenó a párrocos y doctrineros que tuviesen casos de conciencia, adecuados a las necesidades del apostolado pastoral. El resultado inmediato fue la petición unánime de que el Prelado escribiese un Vademécum, que sirviera de texto de consulta para los sacerdotes del Obispado. Para satisfacer este anhelo de su clero el ilustrísimo señor de la Peña y Montenegro compuso su Itinerario para Párrocos de Indias. El manuscrito, concluido a mediados de 1666, fue sometido en Quito a la lectura y aprobación del padre Alonso Pantoja, Rector entonces del Colegio de San Ignacio. El juicio que mereció el libro se sintetizó en el siguiente párrafo: «Confieso ingenuamente que ha días que se ha afanado mi deseo por ver escritas resoluciones y casos morales propios de este mundo India no, que respecto del de Europa, son otro mundo; porque aunque en verdad que muchos han escrito y con acierto desta materia, sin embargo no tocan lo individual desde Orbe Indiano, con que para resolverlo, es necesario valerse de conjeturas, de alucinaciones y símiles: con que en este Itinerario he hallado el colmo de mis deseos, participadas y allanadas las dudas en que a cada paso tropezaban los doctos en este inculto gentilismo, medio bárbaro no cristiano del todo: en las ocupaciones y tareas, en las supersticiones y ritos, en los tratos y contratos, en la administración de los sacramentos y en otras materias, que de todas trata este Itinerario, propias de estas regiones, con que su autor -viva siglos por años- se merece las glorias de nuevo Colón, pues con sus   —111→   escritos ha desmontado trocha, camino sin tropiezos, senda sin embarazo, no solamente para los curas, sino también para los demás, siendo en esta parte todos beneficiados».

El Itinerario consta de cinco libros, cuarenta y cinco tratados y cuatrocientos treinta y nueve sesiones. Los libros están dedicados a estudiar, sucesivamente, la institución canónica y obligaciones de los párrocos y doctrineros, naturaleza y costumbres de los indios, los sacramentos y formas de administración, los mandamientos de la Iglesia y la ley natural que deben guardar los indios y, finalmente, los privilegios de los Obispos y Regulares de la América, lo mismo que los Visitadores de parroquias y doctrinas. Prácticamente no hay cuestión moral que no estuviese resuelta en el Itinerario.

El ilustrísimo señor de la Peña y Montenegro dedicó su libro a don Gaspar Bracamonte y Guzmán, Presidente del Consejo de Indias, que había sido compañero suyo en Viejo Colegio de San Bartolomé de Salamanca. Quizás a esta vinculación de amistad se debió la presta publicación del Itinerario, cuya primera edición se hizo en Madrid en 1668. El original manuscrito se halla en la Biblioteca Nacional de Quito. El éxito del libro puede juzgarse por las numerosas ediciones que se hicieron durante la colonia. Fue el texto obligado de consulta para párrocos y doctrineros, no sólo de la Diócesis de Quito, sino de todos los Obispados de las Indias69.




ArribaAbajo El excelentísimo señor fray Gaspar de Villarroel

El ilustrísimo señor de la Peña y Montenegro, en el Libro segundo, Tratado VII, sesión I de su Itinerario, cita al ilustrísimo señor fray Gaspar de Villarroel, en los términos que siguen: «Oigamos las   —112→   doctas palabras de un Criollo de Quito, el Maestro Don Fray Gaspar de Villarroel, Obispo de Chile y Arzobispo meritísimo de las Charcas, que en los eruditos Comentarios sobre el Libro de los Jueces, cap. 13, pág. 469, dice hablando de la chicha de maíz tostado». Sigue luego el texto de Villarroel, que concluye con la afirmación de su americanismo: «Qua et nos qui indiani sumus, non Indi, oblectamur aliquoties».

Hay, a mediados del siglo XVII, un afán de destacar su americanismo, entre los escritores, frente a la cultura europea. El caso de Villarroel no es aislado. También manifestó esta misma idea el editor del Poema Heroico de Domínguez Camargo. Igual inquietud demostró el padre Ignacio de Quesada en la recomendación que hizo a la Philosophía Thomistica de don Juan de Espinosa Medrano, profesor del Seminario del Cuzco, cuyo libro se editó en Roma en 1688. Escribió el padre Quesada: «El doctísimo escolista peruano Jerónimo Valeras experimentó en sí el prejuicio que se tenía al oír: ¿Puede de Nazaret o del Perú salir algo bueno? Esta pregunta reiterada le obligó a replicar: poderoso es Dios para de las piedras peruanas hacer que se susciten los hijos de Abraham. Puesto que se nos juzga bárbaros, a quienes vulgarmente se nos llama indianos no sin razón recelo que en el autor del libro encuentren algunos barbarismos y solecismos latinos». Es de notar aquí que Juan de Espinosa Medrano, llamado el lunarejo, publicó en Lima, el año de 1694, su Apologética en favor de Don Luis de Góngora.

Durante el siglo XVII, tres escritores nativos de Quito realzaron con el prestigio de su pluma las letras americanas. El primero fue fray Gaspar de Villarroel, el segundo el doctor Juan Machado de Chávez y el tercero el padre fray José de Maldonado.

Villarroel nació en Quito hacia 1587. Cursó sus primeros estudios en el Colegio Seminario de San Luis. Aquí conoció al ilustrísimo señor López de Solís, de quien hizo un cumplido elogio en el primer tomo de su Gobierno Pacífico y cuya santa muerte presenció en Lima en 1606. Había vestido el hábito de Agustino en   —113→   la ciudad de los Virreyes en 1607 y profesado el año siguiente. La carrera de los estudios llegó a coronarse con el Magisterio de Artes y Teología en su Convento y la Cátedra de Prima en la Universidad. En la Orden sus hermanos le brindaron la confianza y el reconocimiento al mérito, nombrándole, sucesivamente, de Definidor al Capítulo Provincial, Prior del Cuzco y Vicario del de Lima y Secretario del Visitador General. Con la cátedra y los cargos alternaron la predicación y el ejercicio de la pluma, como cumplimiento del deber a la vez que como desahogo de una inclinación natural.

Cuando frisaba un poco más de los cuarenta viajó a España por la vía de Buenos Aires. Una vez en Lisboa, publicó ahí el primer tomo de sus Comentarios, Dificultades y Discursos Literales y místicos sobre los evangelios de la Cuaresma. Con esta recomendación literaria pasó a Madrid, donde dirigió personalmente la edición del segundo tomo y preparó el tercero que sacó a la luz en Sevilla en 1634. Con estos sus libros interesó al medio eclesiástico y de relieve cultural. Pero en la Corte llamó la atención por su oratoria convincente y agradable. Resultado de esta presencia y actuación en España fue la promoción por Felipe IV al Obispado de la Concepción de Chile.

En el ejercicio de su gobierno pastoral supo conservar su dignidad episcopal frente a los personeros del patronato regio. Su ciencia a la vez que su celo apostólico y el tino delicado de la vida provocaron recomendaciones de parte de los funcionarios públicos. Reflejo de esta etapa de su vida, brotó de su pluma, como un libro de memorias el Gobierno Eclesiástico y Pacífico y Unión de los dos Cuchillos, pontificio y regio, que se publicó en Madrid en dos volúmenes, en los años de 1656 y 1657. Cuando aún Obispo de Concepción, hizo esta confidencia: «a mí me hicieron Obispo por predicador y sé del Arte lo que basta para apacentar mis ovejas. Hanme derribado unos importunos corrimientos los dientes altos y en cayéndose los que me han quedado, me hallo inútil para este oficio». La falta de dientes que lamentaba   —114→   para su correcta predicación no le privó, al contrario estimuló el uso de la pluma. Compuso entonces la Primera Parte de los Comentarios, dificultades y discursos literarios, morales y místicos sobre los evangelios de Adviento y de todo el año, que salió a luz en Madrid en 1661.

En la dedicatoria de este libro al Rey consignó el siguiente dato: «Catorce años a que me mandó Vuestra Majestad servir la Iglesia de Santiago de Chile, en que he fabricado este y otros cinco libros, que con los cuatro que imprimí en España serán diez tomos los impresos a costa de grandes trabajos». Los libros nuevos a que se refería eran las Historias Sagradas y Eclesiásticas Morales, con quince misterios de nuestra fe, de que se labran quince coronas a la Virgen Santísima Señora Nuestra, obra en tres tomos que se imprimió en Madrid en 1660.

En 1651 fue trasladado a la sede de Arequipa, de donde fue promovido después al Arzobispado de Charcas. Murió el 12 de Octubre de 1665.

Llama, desde luego la atención que el ilustrísimo señor Villarroel se hubiese dado tiempo para escribir tan profusamente, conociendo, por otra parte, la fecundidad de su celo pastoral. Él mismo nos da la clave de la facilidad de su pluma y del espíritu que le animaba al manejarla. «Otros dicen, nos cuenta, que han escrito importunados. Yo de aquesa rama no me podré valer; porque el escribir ha sido en mí una tentación continua desde mi tierna edad». Y en el Gobierno Eclesiástico y Pacífico añade: «Escribí cuatro tomos y estoy persuadirlo que fueron de provecho. [...] Digan lo que gustaren otros que en eso de (buscar como hacer el bien) yo no hago escrúpulo, porque no deseo ser más rico, sino aprovechar más pueblos con mis estudios».

Ya en vida se hizo el aprecio de sus méritos. Cuando el padre Bernardo Torres le pidió datos biográficos para consignarlos en la Crónica Moralizada que dejó inconclusa el padre Calancha, contestó el ilustrísimo señor Villarroel con una carta en que evadiendo el compromiso, dejó el retrato fiel de su persona y de su estilo.   —115→   Pocos escritores se han reflejado más en sus escritos. Su elocuencia vibra aún en sus Sermonarios: su método de Gobierno episcopal se pone de manifiesto en su Gobierno Eclesiástico y Pacífico: su conversación chispeante y anecdótica parece escucharse todavía en sus Historias Sagradas y Eclesiásticas.

Entre nosotros fue el padre Nicolás Conceti, quien dedicó una amplia biografía al ilustrísimo señor Villarroel en La República del Sagrado Corazón de Jesús en 1888. Después, en 1895, consignó don Pablo Herrera algunos datos en su Antología de los Prosadores Ecuatorianos (1895). Más tarde Honorato Vázquez con el título de Un quiteño Ilustre publicó un estudio en La Unión Literaria de Cuenca. Pero ha sido don Gonzalo Zaldumbide el que, con el prestigio de su pluma, ha dado más a conocer el valor personal y literario de fray Gaspar de Villarroel, primero, en 1917, en la Revista de la Sociedad Jurídico-Literaria y más tarde en el volumen I de los Clásicos Ecuatorianos y últimamente en la Biblioteca Mínima.




ArribaAbajoLa obra de Machado de Chaves

Quito fue también la cuna del doctor Juan Machado de Chaves, autor del Perfecto Confesor y Cura de almas, publicado en dos volúmenes el año de 1641, en Barcelona. Nació en 1594 y cursó sus primeros estudios en el Colegio Seminario de San Luis. Adolescente se trasladó a Lima y de ahí a España a proseguir sus estudios universitarios. Recibiese de abogado en la Cancillería de Granada y regentó la cátedra de Derecho en la Universidad de Salamanca. En la carrera sacerdotal alcanzó los cargos de Tesorero y Arcediano de la Catedral de Charcas, luego de Tesorero de la Iglesia de Lima y Arcediano de la Catedral de Trujillo. Fue promovido al Obispado de Popayán el 17 de febrero de 1651 y murió sin consagrarse en 1653.

La afición al estudio del Derecho se le despertó en su propio   —116→   hogar, con el ejemplo de su padre, don Hernando Machado, que fue Relator de la Audiencia de Quito y Oidor de la de Chile. Un hermano suyo, el doctor Francisco Machado de Chávez fue Provisor y Vicario General del ilustrísimo señor Villarroel, y otro, don Pedro Machado de Chaves, Oidor Jubilado de la Audiencia de Chile, hizo el elogio del mismo señor Villarroel, en carta escrita al Rey el 10 de marzo de 1646.

La obra de Machado de Chaves, en contraste con la de Villarroel, se caracterizó por su estructura clara y su exposición escueta y objetiva. No tuvo la facilidad de pluma del autor del Gobierno Eclesiástico y Pacífico. Así lo confiesa él mismo en su advertencia al lector. «Le certifico que ha sido tan poderosa la mano que en este exercicio y cruz exterior e interior me ha puesto casi veinte años ha, que no se la he podido resistir ni desistir de este intento, siendo la cosa que más he deseado y pedido a Nuestro Señor en mis sacrificios con lágrimas continuas. Dios ha sido servido de que in spe contra spem y trabajando tantos años ha sin alivio alguno, antes con gemido ordinario y dolor de una salud y vida tan exhausta, deseando siempre ver abortado este concepto gigante, tan desigual a la capacidad y comprensión de mi corto entendimiento, sale a luz ahora a costa de la vida del mismo que se la dio».

El doctor Machado introdujo, en el método de exposición de los asuntos, el estudio personal de cada materia, prescindiendo de las citas de autoridades como generalmente se estilaba. Oigámosle a él mismo en la exposición del trabajo que se impuso en la composición de su libro. «Los más de los doctores, así antiguos como modernos, que escriben las materias de ambos Derechos, y principalmente los Maestros de la Teología Moral, ajenos por la mayor parte de este modo científico de enseñar por principios y reglas de Derecho, han introducido en sus escritos otro nuevo Derecho que con propiedad podemos llamar Derecho Narrativo (si bien mucho más fácil) fundados en los pareceres y doctrinas de los Doctores. De manera que para probar la prohibición o justificación   —117→   de cualquiera acción, no recurren a la fuente y principio de los Derechos en que se había de fundar y de donde se había de deducir: rem per causas cognoscendo, como dice Aristóteles en el lugar citado, et ab universalibus ad singularia deveniendo, sino que comúnmente se contentan con fundar la prohibición o justificación de la acción en el parecer de algún autor o autores que dixeron así. Deseando, pues, yo escribir todas las materias concernientes al Teólogo Moral, que para la instrucción de un perfecto confesor y cura de almas he prometido y tomado a mi cargo en estos dos Tomos he juzgado por necesario ajustarme a este modo científico de enseñarlas. Que el pensamiento no se haya intentado por otro, pienso que cualquiera lo confesará por cosa indubitable. Aunque el trabajo ha sido increíble y mucho mayor de lo que se puede imaginar, por la necesidad de revolver tantos libros para sacar en limpio el ser que tiene cada doctrina de las que se tratan, en que después de haber gastado veinte años de estudio perpetuo, confieso también con toda humildad la gravedad y dificultad grande deste asunto y que para fabricarle con perfección necesitaba de muy desiguales fuerzas de letras y salud de las que yo tengo».

La obra del doctor Machado se publicó en dos tomos de 618 páginas el primero, que es como la metafísica de la Teología Moral, y el segundo, de 863 páginas, en que se hace la aplicación de los principios generales a los estados y personas en particular. Por su método y claridad, mereció que se redujera a un vademécum práctico, que lo publicó en 1661 el padre Francisco Apolinar con el título de Suma Moral y Resumen Brevísimo de las obras del Doctor Machado.




ArribaAbajo Los padres José de Maldonado y Álvarez de Paz

Otro hijo de Quito que dio lustre a su ciudad de origen fue el padre franciscano fray José de Villamor Maldonado. Había   —118→   nacido en el último cuarto del siglo XVI. En 1618 marchó a la Madre Patria en representación de su Provincia y tomó parte en el Capítulo celebrado en junio de ese mismo año en Salamanca. El General de la Orden le nombró confesor de las religiosas del Monasterio de Valdemoro, cargo que desempeñó por el largo tiempo de diecisiete años. De esta función espiritual fue elevado al honroso puesto de Comisario General de Tierra Santa, que lo desempeñó por el período de siete años. Fue nombrado entonces confesor y director espiritual de la Condesa Duquesa de Olivares. Igualmente el rey Felipe IV le designó Comisario General de Indias, cargo en que le confirmó el Ministro General de la Orden el 16 de enero de 1641. En 1648, por muerte del reverendísimo padre Juan de Nápoles, recayó en sus manos el Comisario General de la Orden. Murió el padre Maldonado en Madrid el año de 1652.

Mediante una patente del padre Pedro Manero, firmada en Madrid el 11 de abril de 1650, el padre Maldonado certificó que enviaba al Convento de Quito una copia exacta, hecha por un escultor español, de la imagen de la Virgen del Pilar de Zaragoza, para que se exhibiese al culto en la Iglesia del Convento de San Pablo. El culto se inició en la capilla de Santa Marta con la organización de una Cofradía, cuyos estatutos aprobó el ilustrísimo señor Alonso de la Peña y Montenegro el 7 de mayo de 167770.

Aprovechó de su estadía en Zaragoza para dirigir la impresión en 1649 de su libro intitulado: El más escondido retiro del alma, en que se descubre la preciosa vida de los muertos y su glorioso sepulcro, dedicado a las monjas de Valdemoro.

Ese mismo año salió impreso en Madrid otro libro suyo sobre La Autoridad del Comisario General de Indias.

Colaboró asimismo con los padres Pedro de Alba y Pedro de Balbas en la obra que vio la luz en Madrid en 1648 con el título de Armentario Seráfico en defensa del privilegio de la Inmaculada Concepción.

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Villarroel, Machado de Chávez y Villamor Maldonado fueron quiteños, cuya formación e influjo trascendieron del medio limitado que los vio nacer. Demostraron, más bien, de lo que es capaz un quiteño que sale del ambiente para respirar un aire de cultura más dilatado y tonificante. De ellos han podido ocuparse, como de escritores propios, el Perú, Chile o España. Sin embargo, los tres afirmaron su origen quiteño y salieron por los fueros de su ciudad al afirmar en sus escritos que habían nacido en Quito. Al contrario, de la Peña y Montenegro fue un Teólogo y moralista de formación europea, que compuso su libro en Quito para utilidad de toda la América. Igual cosa puede decirse del padre Diego Álvarez de Paz, que fue el primer Rector del Colegio Seminario de San Luis. Había nacido en Toledo en 1560 y cursado sus estudios en Alcalá de Henares. En 1585 vino a Lima donde se ordenó de sacerdote y se graduó de doctor en Filosofía y Teología en la Universidad de San Marcos. A fines de 1589 fue asignado a Quito y permaneció aquí hasta 1601, año en que hubo de concurrir a la Congregación reunida en Lima y pasar luego al Cuzco con el cargo de Rector del Colegio71. Alternó el desempeño de su Rectorado del Seminario de Quito con el apostolado de la predicación y dirección de las almas. Fruto de esta experiencia fue la obra monumental De vita spirituali ejusque perfectione, libri quinque, que se publicó en tres tomos impresos en Lyon en 1608, 1612 y 1617, respectivamente.

Según el padre Astrain: «distínguese el padre Álvarez de Paz por la copia abundantísima de textos de los Santos Padres y de la Sagrada Escritura, que reúne para explicar la doctrina espiritual. Quien tome en las manos esos libros, puede dispensarse de recurrir a otras enciclopedias y colecciones espirituales: en ellos hallará cuanto necesite para probar las diferentes verdades de la perfección cristiana»72.

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Mayor influjo ejerció en Quito el padre Juan Camacho, nativo de Cádiz. Había ingresado a la Compañía a la edad de 16 años y hecho su noviciado en Sevilla. Apenas ordenado sacerdote vino a Quito hacia 1623 y se hizo cargo de la Cátedra de Prima en la Universidad de San Gregorio. Doña María de Paredes y Acevedo, su dirigida espiritual, le puso en contacto con Mariana de Jesús cuando tenía tan solo ocho años y desde 1626 hasta 1634 fue el confesor y director de la Santa quiteña, quien se complacía en atribuir al padre Camacho la orientación de su espiritualidad.

El padre Camacho fue un asiduo lector de las obras del padre Álvarez de Paz y escribió un compendio de ellas, intitulado De vita spirituali perfecte instituenda, que se publicó en Valencia el año de 1655. Esta síntesis abarca toda la enseñanza ascética y mística del maestro. El compendio lo dividió en cinco libros que estudian sucesivamente: 1) la naturaleza, perfección y estímulos de la vida espiritual; 2) el primer grado de perfección, o sea la fuga del mal por el combate a los pecados, vicios y tentaciones; 3) el segundo grado de perfección, es decir, la consecución del bien mediante el ejercicio de las virtudes; 4) el tercer grado, que consiste en la unión con Dios por medio de la práctica de la oración; 5) el Libro quinto trata en concreto de la oración mental y el 6) estudia la perfección de la vida espiritual demostrada en el ejercicio de las obras ordinarias de la Religión. El compendio concluye con un apéndice de oraciones vocales.

El padre Juan Camacho murió en Quito el 30 de junio de 1664. En sus últimos años tuvo la suerte de iniciar en la vida espiritual a otra quiteña, que desde su niñez «dispuso en su propia casa un oratorio a su modo repartió el tiempo y las horas y empezó a rezar sus devociones y a gustar del retiro». La niña que de este modo comenzó la vida espiritual era hija del caballero sevillano don Diego Dávalos y Mendoza y de la quiteña doña Beatriz Sánchez Valverde. A los diez y siete años ingresó en el Monasterio de Santa Clara, donde vistió el hábito con el nombre   —121→   de sor Gertrudis de San Ildefonso. Había nacido en 1652 y murió en 1709. Escribió su autobiografía que recibió después añadiduras de su confesor, el padre carmelita fray Martín de la Cruz. Así resultó una obra voluminosa en tres tomos manuscritos, con el título de La perla mística escondida en la concha de la humildad. El original lleva algunas viñetas que interpretan los principales episodios de la vida de la monja Clarisa. «La autobiografía de la Madre Gertrudis está llena de pequeños y grandes episodios referentes a lo externo y lo íntimo. En todo se detiene la autora con prolija nerviosidad, en un estilo agitado e inquieto, que a la vez que prueba su total sinceridad la libra de los remilgos culteranos a que la habría llevado necesariamente el gusto de la época, como llevó de hecho al confesor en los párrafos que él ha redactado». Algunos capítulos de esta autobiografía publicó el padre Miguel Sánchez Astudillo en el tomo de la Biblioteca Ecuatoriana Mínima, dedicado a los prosistas de la Colonia.





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ArribaAbajo Capítulo VII

Las artes en el siglo XVII


I.- Arquitectura



ArribaAbajoMonasterios y recoletas

Desde el punto de vista urbanístico, las Órdenes Mendicantes habían emplazado sus Iglesias y Conventos en sitios apropiados para determinar la estructura social de los barrios. Dentro del plano de la ciudad se fueron ubicando los Monasterios de acuerdo con el tiempo de su respectiva fundación. El primero en establecerse fue el de la Limpia Concepción, que ocupó una manzana, cuya esquina daba a la plaza mayor. Su origen se debió a una necesidad social. El presidente don Hernando de Santillán informó en enero de 1564 a Felipe II que «trataba de hacer una casa de recogimiento, donde se recogiesen muchas doncellas pobres, mestizas y españolas, hijas de conquistadores». Esta idea trató de realizarla el ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña y en este sentido pidió el consentimiento del Cabildo, en agosto de 1575. La respuesta fue la compra de la casa de Alonso de Paz en el precio de nueve mil quinientos pesos. Luego, notificada la Audiencia, se   —124→   dio posesión del sitio al Padre Provincial de franciscanos fray Antonio Jurado, el 12 de octubre de 1575, bajo cuya dirección se colocó el Monasterio, con todos los privilegios que el papa Paulo II había concedido a la Congregación fundada por doña Beatriz de Silva. Cerca de un año y medio duró la adaptación del local. Por fin el 13 de enero de 1577 el padre Jurado vistió con el hábito de conceptas a trece religiosas, de cuyo hecho informó la Audiencia al Rey en los términos siguientes: «Dos días ha entraron trece, once doncellas y dos viudas, mujeres principales y todas hijas de buenos con mucho contento de esta tierra por ver comenzado un remedio de doncellas pobres y puerta abierta para que en esta casa se alabe y sirva a Dios».

El establecimiento del Monasterio de Conceptas respondía a una exigencia del ambiente, como lo probó el crecido número de vocaciones selectas, que abrazó la vida religiosa. Igual cosa sucedió en Loja y Cuenca. Cuando el ilustrísimo señor López de Solís hizo la visita pastoral, el gobernador de Yaguarzongo don Juan de Alderete pidió y costeó la fundación del Monasterio de Conceptas en Loja, que ese llevó a cabo en marzo de 1597, con religiosas trasladadas de Quito. En Cuenca se fundó el Monasterio de la Inmaculada Concepción en 1599, en la casa de doña Leonor Ordóñez, que la ofreció como dote de sus hijas Leonor, Ángela y Jerónima, que fueron las primeras cuencanas que vistieron el hábito religioso.

El 4 de abril de 1594 la Audiencia informó a Felipe II que «de dos años a esta parte se había fundado en esta ciudad un Monasterio de Monjas de Santa Catalina de Sena, de la Orden de Santo Domingo, en que había más de treinta monjas y las once de ellas profesas y que llevaba muestra de que iría muy adelante». La fundadora fue doña María de Siliceo, viuda del acaudalado español don Alonso de Troya y sobrina nieta del maestro Siliceo, Arzobispo de Toledo. El prestigio social de la fundadora fue parte a que ingresaran en el Monasterio solteras y viudas nobles, entre éstas una bisnieta de Cristóbal Colón. El Primer Monasterio   —125→   estaba ubicado en la calle que va de la esquina de Cantuña a Santa Clara. El 7 de julio de 1613 se trasladaron las religiosas al sitio definitivo, que fue el solar donde se hallaba la casa de don Lorenzo de Cepeda, hermano de Santa Teresa de Jesús.

El 18 de mayo de 1596 se llevó a cabo la fundación del Monasterio de Santa Clara, a una cuadra de distancia del Convenio de San Francisco, en dirección al Panecillo. La fundadora fue doña Francisca de la Cueva, viuda del capitán Juan López de Galarza, que intervino como alguacil en la prisión del ilustrísimo señor de la Coruña. El Monasterio se fundó bajo la iniciativa y dirección de los padres de San Francisco. El provincial fray Juan de Cáceres «bendijo seis hábitos de sayas pardas y los seis escapularios y cuerdas y hecho esto se los vistieron y se llegaron al altar donde las comulgó fray Luis Martínez que dijo la misa y habiendo hecho esta dieron gracias a Dios y el dicho Padre Provincial mandó segunda vez tañer las campanas [...] y se tocaron chirimías y trompetas y los religiosos cantaron el himno Veni Creador Spíritus».

En lo arquitectónico la disposición de los monasterios seguía el modelo de los conventos: en torno a un jardín central se levantaba el cuadro de claustros sobrepuestos para celdas unitarias de las religiosas, con sala común de labor; la iglesia ocupaba un lado con puerta de acceso al pueblo y un coro alto a la entrada para dominio del altar. Las construcciones al principio fueron provisionales. Tan sólo a mediados del siglo XVII los Monasterios adquirieron su estructura definitiva.

El Monasterio de la Concepción satisfizo una necesidad social de remediar la suerte de doncellas célibes, hijas de conquistadores. Los de Santa Catalina y Santa Clara fueron, además, la demostración del espíritu y del influjo de las Órdenes de Santo Domingo y San Francisco en el medio ambiente. Los Patriarcas fundadores integraron la organización de sus institutos con religiosos de uno y otro sexo.

La fundación de Recoletas obedeció al impulso dado a las   —126→   Comunidades Religiosas, a raíz del Concilio de Trento. En la Madre Patria Santa Teresa, San Pedro de Alcántara y el Beato Álvaro de Córdova, introdujeron la reforma en sus Órdenes respectivas, mediante la creación de conventos de estricta observancia. Ese mismo espíritu determinó en Quito y en otras ciudades de la América la fundación de Recoletas, para religiosos que voluntariamente quisiesen abrazar una vida de mayor perfección.

El primero en establecerse fue la Recoleta de San Diego merced al padre franciscano fray Bartolomé Rubio, quien asentó los fundamentos de esa casa en 1598. A ejemplo de los franciscanos, el padre dominico fray Pedro Bedón fundó la Recoleta del Machángara. Los padres de la Merced, a su vez, establecieron más tarde su Recolección de El Tejar.

Con la fundación de las Recoletas se completó a principios del siglo XVII el plano urbanístico de Quito. Esos emplazamientos conventuales señalaban los límites de la zona urbana por el sur y el oeste de la ciudad. Al centro, sobre lomas y barrancos, se habían ubicado conventos y monasterios con la esperanza de superar con el tiempo las desigualdades geográficas que causaban las quebradas en surcos caprichosos de poniente a levante.




ArribaAbajoLa obra de fray Antonio Rodríguez

No es posible, por falta de documentos, seguir el proceso constructivo de toda la obra franciscana. Se sabe que la Iglesia y parte del Convento se debieron al dinamismo y dirección de fray Jodoco Ricke. Una inscripción lapídea en el muro de la portería consigna la siguiente data: «Se acabó a 4 de octubre de 1605», sin que se pueda precisar si se refiere a la portería misma o al tramo conventual. El 26 de junio de 1627 el presidente Morga convocó a los arquitectos de Quito para que diesen su informe del estado en que había quedado el Palacio de la Audiencia después de un sismo acaecido en esos días. En principal perito fue   —127→   fray Francisco Benítez, franciscano de sesenta y cinco años de edad, a quien se califica de «maestro de arquitectura en todo género de obras, persona que entiende y sabe de arquitectura generalmente». Es lógico concluir que el Padre Benítez fue el continuador de las obras iniciadas por fray Jodoco. Referimos ya cómo en la descripción que el padre Fernando de Cozar hizo en 1647 constan la iglesia con sus retablos, el coro con su órgano y escaños con el respaldo adornado de relieves y la sacristía abovedada. Además, el claustro principal con sus columnas de orden dórica, el segundo con sus pilastras de cal y canto, el tercero con pilares de piedra y el cuarto que se estaba construyendo entonces.

Para ese entonces estaba ya de fama el arquitecto fray Antonio Rodríguez, que había profesado el 23 de octubre de 1633 y fue el continuador de la obra del padre Benítez y el técnico que dirigió la mayor parte de las construcciones quiteñas del siglo XVII.

Un episodio dramático acaecido en 1657 puso de relieve la personalidad de fray Antonio Rodríguez. Algunos de sus hermanos de hábito se quejaron ante el Comisario General, padre Francisco de Borja, acusando a fray Antonio de que en el tramo conventual por él construido había dispuesto para algunas celdas servicios higiénicos con caño de agua aparte del depósito y desagüe comunes, lo cual era contra el voto y espíritu de pobreza. Además, el hermano Antonio contravenía las leyes de retiro y clausura con sus salidas continuas para intervenir en obras de fuera del Convento. El padre Comisario General dio por ciertas las acusaciones contra el hermano arquitecto. En consecuencia, ordenó al Provincial de Quito que por de pronto castigase al hermano «poniéndole un capazón y una disciplina de corrección en la Comunidad y recluyéndole en el Convento». Prohibió, asimismo, que se usaran las aguas de destino común en beneficio particular. Dispuso, finalmente, el traslado del arquitecto a Lima, con el pretexto de aprovechar de sus conocimientos en obras del convento de esa ciudad.

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Los castigos aplicados en el seno de la intimidad conventual se impusieron al pie de la letra. No así la orden de extrañamiento. Al conocerla, el Cabildo de Quito, en sesión del 16 de julio de 1657, acordó recurrir a la Audiencia, por medio de su procurador capitán Baltasar de Montesdoca, para pedir que impidiese la salida del hermano Antonio, «obrero y arquitecto mayor de las fábricas del Convento de esta ciudad de dicha Religión. [...] Persona esencialísima [...] de gran habilidad y necesarísimo para los edificios de la ciudad, que totalmente cesarían, faltando su industria». A esta representación del Cabildo añadió la suya la Abadesa de Santa Clara, exponiendo que la ausencia del arquitecto sería perjudicial a las obras constructivas del Monasterio, porque el hermano Antonio había trazado el plano de la iglesia, cuya construcción estaba dirigiendo y que faltaban todavía la conclusión de la media naranja, del refectorio y dormitorio y «que todo lo que restaba era el primor de dichas obras, las cuales no había quien las acabara, así por no saber los fines que llevaba el plano», como por no haber el dinero necesario, que se ahorraba por cuanto el hermano lo hacía todo de limosna. Interpuso también su representación el Procurador del Convento de Santo Domingo, alegando a favor de las obras que se hacían en su Religión, «por ser dicho fray Antonio Rodríguez persona esencial para dichos edificios y para todas las necesidades de esta ciudad».

La urgencia del asunto hizo que al día siguiente, 17 de julio, el presidente don Pedro Vázquez de Velasco intimase al guardián de San Francisco la orden de suspender el viaje de fray Antonio, comprometiéndose a tramitar el caso con el Comisario General. La respuesta del Guardián fue que el hermano fray Antonio había salido ya de la ciudad el 14 de julio con destino a Lima. No retrocedió el Presidente con esta respuesta. Al contrario ratificase en su decisión, ordenando que se diesen las providencias necesarias para hacer volver al hermano a Quito de dondequiera que se hallare, porque «la persona del dicho fray Antonio era de las más esenciales y necesarias en esta República y de   —129→   quien tenían mucha necesidad todas las religiones de ella». Efectivamente la Audiencia puso en conocimiento del Comisario General todo lo sucedido en Quito en torno al asunto del viaje del hermano Antonio. El Comisario, sospechando que los superiores de Quito hubiesen intervenido con las autoridades para evadir el cumplimiento de sus órdenes, intimó al Provincial que, bajo pena de excomunión, enviase al hermano arquitecto a Lima y junto con él a los padres Andrés Izquierdo y Diego Carrillo, a quienes, decía, necesitarlos en la ciudad de los Reyes. Esta orden terminante, firmada el 20 de septiembre de 1657, fue notificada a los interesados el 5 de noviembre; ante toda la Comunidad reunida en la iglesia y con las solemnidades del ceremonial. Ante este nuevo episodio se inquietó toda la ciudad y tornó el Cabildo a recurrir a la Audiencia en demanda de auxilio para impedir la salida del hermano fray Antonio y de los padres sus compañeros. El presidente Vázquez de Velasco no halló otra salida que recurrir al Consejo de Indias para la resolución de este asunto, que había alterado la paz de la Comunidad Franciscana de Quito y sembrado inquietudes en toda la ciudad73.

Desde 1633, año en que se hizo su profesión fray Antonio, hasta 1657 en que se pretendió trasladarlo a Lima, habían mediado cerca de cinco lustros de servicio a la ciudad. Su competencia técnica se había impuesto por sus obras. Pero más que admirado, era querido por su desinterés y afán de darse a los demás. De ahí su popularidad. El reclamo que la ciudad hizo de su presencia le obligó a recompensarle con la consagración de su habilidad a obras de beneficio público.

Desde luego, la construcción de Santa Clara fue la de su preferencia. A causa de los temblores sucedidos en 1645 habían sufrido notable menoscabo la iglesia y los claustros del Monasterio. La abadesa sor Jerónima de San Agustín se propuso reconstruir la obra total del Monasterio y comprometió los servicios del hermano arquitecto. Derrocada la primitiva Iglesia se pasó al Santísimo   —130→   a un aposento interior cuya pared de adobe daba a la Calle Larga. La noche del 19 de enero de 1649 acaeció el robo de los vasos sagrados, que conmovió a la ciudad hasta mediados de abril, en que se descubrió a los autores. La Capilla del Robo fue el pequeño monumento de desagravio que se levantó con tanta presteza que pudo inaugurarse el 20 de enero de 1650, haciendo de prioste el presidente don Martín de Arriola y su mujer doña Josefa de Aramburo.

Este suceso hubo de influir en el aporte de limosnas para agilitar la construcción del Monasterio. En la presentación que hizo la abadesa en 1657, a favor de fray Antonio, dijo que en la dirección de la obra faltaba la media naranja de la Iglesia, el refectorio y el dormitorio. Aclaró, además, que el arquitecto no había confiado los planos al papel, sino que los problemas de estructura los iba resolviendo en el proceso del trabajo.

La obra del Monasterio reflejó toda la pericia del arquitecto. El templo es de tres naves inscritas en un rectángulo, las laterales con bóveda de crucería y la central con bóveda de cupular elíptica. No tiene una torre de frontispicio a la entrada, sino un campanario que se levanta en un ángulo del coro. El acceso al interior se franquea por dos puertas que daban antes a la plaza y exhiben hasta el presente en sus tímpanos dos grupos de bajo relieve en que se representan la Coronación de la Virgen y Santa Clara cortejada por San Francisco y Santo Domingo.

Stevenson describió esta obra en los siguientes términos: «La iglesia perteneciente al Monasterio de Santa Clara es noble por su domo elíptico, cuyo eje transversal tiene 41 pies y el otro 26; el nacimiento de la bóveda 29 pies 2 pulgadas: está construida de piedra y la superficie interior es enteramente unida. Vista desde el suelo de la iglesia el domo que tiene 36 pies de altura aparece casi plano. Esta bella muestra de arquitectura fue enteramente ejecutada por indios en el año 1657».

La construcción interior de los claustros se proyecta al fondo de la iglesia a base de un cuadrado.

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La galería baja levanta sus arcos sobre columnas de fuste ochavado de base cuadrada. La ubicación del Monasterio ha permitido que desde sus corredores altos se pudiese gozar de la visión del Panecillo y de las faldas australes del Pichincha. Adelantándose al criterio de su tiempo el hermano fray Antonio supo dar a la vida religiosa el aliciente de un panorama, que varía de espectáculo con los cambiantes de luz del sol y de las estaciones que matizan los campos con el verde tierno de la mies naciente o el oro viejo de las eras en cosecha.




ArribaAbajo Construcciones Dominicanas

En la defensa de fray Antonio Rodríguez intervino también el procurador de Santo Domingo, aduciendo la razón de que el arquitecto franciscano dirigía las obras del Convento. ¿Cuáles fueron las obras que se construyeron abajo la dirección de fray Antonio? Conviene antes precisar el proceso constructivo de la iglesia y convento de Santo Domingo. El plano general de todo el conjunto lo trazó Francisco Becerra en 1581. De él afirmó el padre Agustín Rodríguez que lo había vista trazar los planos y sacar de cimientos las iglesias de San Agustín y Santo Domingo. Becerra se ausentó de Quito en 1583, dejando comenzadas las obras. En abril de 1598 se hizo cargo de la Provincia el padre Rodrigo de Lara y estuvo a la cabeza del Convento el padre Pedro Bedón. Por iniciativa de estos dos religiosos criollos se consignó en las actas del capítulo la siguiente ordenación: «Puesto que nuestro Convento de San Pedro Mártir de Quito es la cabeza y seminario de esta nuestra Provincia de Santa Catalina Mártir de Quito, disponemos, mediante esta ordenación, que para construir su iglesia contribuyan el Convento de San Pablo de Guayaquil con el estipendio de una doctrina, el Convento de Santo Domingo de Laja con el estipendio de dos doctrinas, el Convento de Santa María del Rosario de los Pastos con el estipendio de una doctrina,   —132→   el Convento de Santa María del Rosario de Baeza con el estipendio de dos doctrinas, el Convento de Santiago de Machachi con los estipendios de todo el priorato; igualmente aplicamos a la fábrica de dicha iglesia el estipendio de la cátedra de la lengua general, llamada vulgarmente del Inga». Esta ordenación capitular proveyó del fondo necesario para proseguir lentamente la obra comenzada. En 1604 Melchor de Villegas, arquitecto que dirigía el trabajo, exponía en una información lo siguiente. «Este testigo ha visto y mirado toda la casa y sitio del dicho convento en la obra de la iglesia que van haciendo y sabe que solamente tienen las partes de dicha iglesia altas y hechas algunas capillas menores, porque la principal y colateral están por hacer y también tienen por altar la frontera de la puerta principal y claraboya de ella y todo está por cubrir». En cuanto al Convento «tiene, decía, un cuarto alto acabado que es el que cae a la plaza [...] y para acabarlo de labrar y poner todo en perfección conforme pide el cuarto que tiene acabado, le parece a este testigo que si ha de hacer desde los cimientos, no la harán con menos de diez y seis mil pesos»74.

Los trabajos de la iglesia y del convento prosiguieron durante todo el siglo XVII. El padre Bedón se interesó en la construcción de la Capilla del Rosario que se concluyó en el Provincialato del padre Juan de Amaya (1621-1624), gracias al aporte económico del acaudalado español don Benito Cid, muy devoto de la Virgen del Rosario. En 1640 el padre visitador fray Miguel Martínez consignaba en su informe al Padre General: «Es el Convento de Quito, convento que tiene iglesia de cal y canto muy bien acabada, dos dormitorios muy buenos, con todas las oficinas necesarias»75. Diez años después, en 1650, Rodríguez de Ocampo atestiguaba que los religiosos tenían la cantidad de 4905 pesos de ingreso para el sustento diario, «el cual tienen limitado por el   —133→   gran costo de la iglesia y su sacristía de cal y canto y claustros que se han hecho y van haciendo. Y esta iglesia se fabricó, hace más de cuarenta años, de madera de cedro y artesones bien labrado; toda la cubierta dorada y pintada de imágenes al óleo de curiosas hechuras, comportada toda ella curiosa y rica, con crucero en la capilla mayor de gran arte y bien dispuesto. El retablo es superior, que ocupa todo el lienzo con muchos santos de la Orden, rico y sagrario y por colateral al lado del Evangelio, capilla aparte de Nuestra Señora del Rosario, imagen de bulto que se trajo de España al principio de la fundación. [...] El Coro de este convento es grande, con sillería dorada y por los paredes Santos de mediana talla, sobre tablas de madera, dorados»76.

De estos datos se colige que para 1650 estaban concluidos la iglesia con la capilla del Rosario y el tramo principal de claustros del Convento. Sin embargo, la decoración se fue completando en la segunda mitad del siglo XVII. El padre Pedro de la Barrera escribía al padre Ignacio de Quezada en 1681: «Nuestra iglesia la dejó nuestro Padre Maestro Jerónimo de Cevallos hecha una ascua de oro hasta los arcos torales. La Capilla del Rosario es de los mayores relicarios que hay: el señor presidente don Lope Antonio de Munive está acabando un gran retablo para un lado e Infante para el otro».

También se construyó el segundo tramo de claustros, uno de cuyos paños se destinó al refectorio. Sobre el dintel de la puerta se lee la inscripción siguiente: «Acabose esta abra siendo prior el muy reverendo padre maestro fray Juan Mantilla, en el año de 1688, a 15 de enero». La intervención de fray Antonio Rodríguez debe referirse a la galería de claustros del segundo tramo, incluyendo el refectorio. Además concretamente ayudó a Santo Domingo en la construcción del edificio destinado a Colegio de San Fernando y Universidad de Santo Tomás, que se llevó a cabo en el Provincialato del padre Bartolomé García (1684-1688). El hermano arquitecto   —134→   fue designado por la Real Audiencia como perito para examinar las dependencias del edificio, que describió en informe oficial en julio de 1688. El padre Quezada en su Memorial aprovechó de los datos enviados desde Quito para presentar al Rey el estado de la construcción destinada al funcionamiento del Colegio. «Tiene, dijo, el Convento de San Pedro Mártir de Quito, una plazuela, la más hermosa que se reconoce en aquella ciudad, está en cuadro perfecto, y todo el ángulo que hace hacia la parte siniestra del Convento, le ocupa el Colegio Real, que también está en cuadro perfecto. [...] La fachada principal que sale y hace frontispicio a la plazuela, se compone de unos hermosísimos portales de alto y bajo, que corren desde la esquina de la una calle hasta la esquina de la otra con cuarenta y nueve arcos bien espaciosos, sobre bases y columnas de piedra maciza labrada por los bajos y los altos, con otros tantos ventanales de fábrica muy pulida de cal y ladrillo, que hermosean y dan majestad a la dicha plazuela. En el portal bajo está la portería principal del Real Colegio, que guía su entrada para el claustro y patio principal de Estudios Mayores, que este claustro está también de cuarenta arcos por lo bajo y otros tantos por lo alto, que vienen a ser diez arcos por cada ángulo de los cuatro bajos y otros diez de los cuatro altos; y toda esta fábrica es de cal, ladrillo y piedra sobre cimientos muy profundos, como en parte donde se padecen continuos terremotos. [...] En el ángulo de este mismo patio, que hace frente a la portería, está la capilla real del Colegio, que corre ocupando todo el paño del claustro, de obra muy primorosa y de bóveda, que el año pasado de 91 quedaba en estado de perfeccionarse en muy breve tiempo la fábrica de dicha capilla»77.

La labor constructiva de los dominicos ocupó, por lo visto, todo el siglo XVII. Comenzó por la iglesia con la capilla del Rosario, continuó con los dos tramos del Convento y concluyó con el Colegio de San Fernando. La fachada del Convento conserva   —135→   la unidad en las dos plantas. No así la estructura interior de los claustros. El principal levanta sus arcos sobre columnas de fuste ochavado, mientras el segundo rodea la planta baja de columnas cilíndricas. La iglesia fue de una sola nave con capillas abovedadas a los lados, artesonado mudéjar y retablo mayor de grandes proporciones. Para el segundo claustro ha debido superarse con alta cimentación la desigualdad del suelo. El primer claustro es de una unidad perfecta y de gran lucidez por la ubicación a distancia de los montes que cercan la ciudad.




ArribaAbajo Guápulo

Al nombre de fray Antonio Rodríguez se vinculó también la construcción del Santuario de Guápulo. Según Rodríguez de Ocampo, el ilustrísimo señor López de Solís «hizo edificar la Iglesia de Guápulo, pueblo pequeño de indios, media legua de Quito, a donde está la imagen de la Madre de Dios, con advocación de Guadalupe, antigua, de bulto, de linda hechura milagrosa para en todas las necesidades espirituales y temporales de españoles e indios»78. Esta iglesia primitiva duró hasta la mitad del siglo XVII. Hacia 1649 el párroco doctor Lorenzo de Mesa Ramírez y Arellano comenzó la construcción del nuevo templo que la prosiguió y llevó a cabo el doctor don José de Herrera y Cevallos. Parte de los gastos corrió por cuenta de la Cofradía organizada en el Santuario desde 1581. Pero el factor principal de toda la obra fue el devoto y dinámico doctor Herrera y Cevallos, quien consiguió reunir en torno suyo a fray Antonio Rodríguez y Marcos Tomás Correa para la obra de arquitectura, a Juan Bautista Menacho y Cristóbal Gualoto para el tallado de los retablos y a Miguel de Santiago y Nicolás Javier de Goríbar para el trabajo de la pintura. En los libros de cuentas aparecen las datas de pagos a   —136→   estos artistas por su respectiva labor. De este modo surgió el templo de Guápulo expresión nítida de unidad arquitectónica, que se explicó por sí misma, sin los acomodos obligados por construcciones circundantes. Una gran cruz latina de sesenta metros de largo por veinte y siete de ancho en el cruce de los brazos, abovedada y con cúpula en el crucero. Un descargo del capitán Juan de Tena Barrio consignó escuetamente en 1690: «Mas treinta y dos pesos que gasté en tablas y oficial para hacer las plantillas de dicho retablo de orden fray Antonio Rodríguez». Otro dato referente al hermano arquitecto afirmó que a insinuación suya la Cofradía de Nuestra Señora de Guápulo prestó mil pesos para compra de materiales para el Monasterio de Santa Clara79.

La construcción del Sagrario es otra de las obras en que ayudó fray Antonio Rodríguez. En 1649 el hermano Marcos Guerra se ocupaba en levantar la arquería de canalización de la quebrada que dividía el Colegio de la Compañía del antiguo palacio episcopal. Para la parte que desahogaba detrás de la Catedral se aprovechó de la pericia técnica del arquitecto franciscano. Precisamente a este trabajo aludió el Cabildo, cuando reclamó la presencia del hermano Antonio en Quito en 1657. Larga fue la labor de cimentación que exigió la obra constructiva del Sagrario, que estuvo a merced de la Cofradía del Santísimo. La planificación del edificio hubo de acomodarse a las condiciones del suelo y a las limitaciones del espacio. La planta es de tres naves de cubierta abovedada y divididas con robustas pilastras de mampostería. La central se corona en la mitad con una ancha cúpula y las laterales con cuplines y linternas. El templo impresiona por su altura en relación con la estrechez de espacio de la planta. La mampara lleva la inscripción siguiente: «Comenzose esta portada al cuidado de don Gabriel de Escorza Escalante el 23 de abril de 1699 y se acabó el 2 de junio de 1706».



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ArribaAbajo El hermano Marcos Guerra

La historia de la Arquitectura quiteña del siglo XVII, reivindica el nombre de un arquitecto jesuita, a quien se deben los edificios de la Compañía y la iglesia del Carmen Alto. Llámase el hermano Marcos Guerra. Había nacido en Nápoles hacia 1600. Dedicado desde joven a la arquitectura, dirigió en su patria la construcción de algunas obras. A la edad de veinte y cinco años ingresó a la Compañía en su ciudad natal. Luego, a petición del padre Francisco de Fuentes, el padre general Musio Viteleschi le asignó a la casa de Quito, donde llegó el año de 1636. Su presencia fue decisiva para las obras de la Compañía.

En enero de 1605 los jesuitas habían adquirido el sitio para levantar definitivamente tanto su Colegio como su iglesia. De inmediato el padre Nicolás Durán Mastrillo consiguió del Padre General la aprobación de los planos de la iglesia cuya construcción recomendó el padre visitador Gonzalo de Lyra en 1606. A partir de este año se prosiguió la obra bajo la dirección sucesiva de los hermanos Ayerdi y Gil de Madrigal, hasta 1634.

En 1636 se hizo cargo de la construcción el hermano Marcos Guerra. Según el padre Pedro de Mercado, que ingresó en la Compañía el mismo año de la llegada del hermano Guerra, la casa y el templo «eran obras de imperfecta arquitectura, hasta que viniendo a este colegio el hermano Marcos Guerra, arquitecto insigne y escultor eminente, fue corrigiendo más y levantando de nuevo otras y dejándolas todas en el punto de perfección que hoy tienen». «Desde los cimientos levantó la hermosa capilla mayor de nuestro colegio, perfeccionó las de las dos naves poniéndoles bóvedas y linternas, fabricó la bóveda para los entierros de los maestros, hizo los claustros, aposentos y demás oficinas de nuestra casa con excelente arte» 80.

El padre Mercado, testigo ocular de todo el trabajo del hermano   —138→   Marcos Guerra, describió la iglesia y la casa, tal cual las dejó el arquitecto. «El templo, dice, es alegre por lo claro, rico por lo adornado, excelente por lo artificioso. El cuerpo está ricamente artesonado con varios lazos y sobrepuestos dorados; todas las capillas son excelentes adornadas de bellísimos retablos, todas de media naranja con sus linternas que las agracian y dan mucha claridad con que sobresalen más, y varias labores de yeso que las pulen, tarareados de oro. De los tres coros que tiene la iglesia, los dos colaterales que corresponden a estas capillas están lustrosos con otras dos medias naranjas con el mismo adorno que las pasadas que esclarecen y adornan más la iglesia por su mayor capacidad. El crucero y capilla mayor es obra muy primorosa, así por el retablo mayor que la hermosea, como también por las tribunas que la acompañan; dos sobresalen a los lados del altar mayor y otras cuatro a las capillas que corresponden al crucero estofadas de varios matices y colores; y habiendo tanto que ver y admirar, lo que más se lleva los ojos es el púlpito por ser raro en el artificio de obra corintia; está cubierta de ordinario, y cuando en los días festivos quitado el paño se descubre, parece nuevo aún a los ojos que muchas veces lo han visto, y así siempre agrada a la vista como cosa nueva. La sacristía se parece tanto a la iglesia, que se echa de ver que tiene parentesco espiritual. Levantola el hermano Marcos desde sus cimientos; hízola de bóveda muy vistosa por su belleza. En el frontispicio puso un retablo de madera y en su nicho se colocó una devotísima imagen hecha por el diestro pincel del hermano Hernando de la Cruz». Esta descripción del padre Mercado coincide sustancialmente con la de Rodríguez de Ocampo. Hemos preferido, sin embargo, la de aquél por el valor que representa. El padre Mercado ingresó en la Compañía el año de 1636 y convivió con el hermano Marcos Guerra hasta su muerte, acaecida el 25 de octubre de 1668. Trató en el Colegio durante casi diez años al hermano Hernando de la Cruz, para cuya imagen de San Ignacio, colocada en la sacristía, hizo un retablo el hermano Marcos. A la puerta de esta sacristía se verificaban   —139→   los coloquios espirituales del hermano Hernando con Mariana de Jesús, quien tenía su puesto de oración precisamente al pie del púlpito descrito por el padre Mercado. Estos nuevos datos han venido a confirmar el hecho de la identidad del templo de la Compañía, que con lógica irrebatible probó el padre Aurelio Espinosa Pólit en su libro acerca de Santa Mariana de Jesús81.

En cuanto a las dependencias del Colegio, escribió el padre Mercado: «La casa sobre ser muy fuerte es muy hermosa. Compónese de tres claustros y en ellos hay aposentos, librería, capilla y las demás oficinas convenientes al servicio de la comunidad religiosa. En medio de los dos claustros principales se levantan dos perennes pilas de agua y también la tienen corriente las oficinas que necesitan de ella, excusando a los oficiales a que salgan fuera a traerlas».

Hay, por fin, un dato que acredita la intervención del arquitecto jesuita en la canalización de la quebrada que dividía el Colegio de la Compañía de la casa episcopal. Cuando en septiembre de 1649 hicieron los jesuitas el trueque de la casa episcopal con la que ellos poseían en la otra esquina de la plaza, se deliberó sobre las conveniencias del cambio y, entre otras razones, se adujo la siguiente: «Por ir la quebrada en medio del lindero de las dos casas, hay poca seguridad en la clausura, compradas las casas y dueños de la quebrada, se podrán hacer arcos y cubrirla toda. El hermano Marcos Guerra, que al presente construye la casa, es muy entendido y pondrá fácilmente y con seguridad los cimientos de estos arcos, porque el dicho Huaico, respecto de traer en invierno grandes avenidas de agua suele robar las paredes y poner en gran peligro las casas, obligando a gastar muchos ducados, como se ha visto en las casas del señor Villacís que cae también encima del dicho huaico, en calle más abajo. Si nos falta el   —140→   hermano Marcos, no habrá después quien fundamente esas casas. Con ellos tenemos lo que nos falta de cuadra»82.




ArribaAbajo El Carmen antiguo

En la biografía que el padre Mercado escribió del hermano Marcos Guerra, afirma que este arquitecto Jesuita, con beneplácito de sus superiores, «acudió por cinco años continuos, mañana y tarde a la fábrica de la iglesia» y claustros del Monasterio del Carmen antiguo. El hermano Marcos fue testigo durante nueve años, de los actos de piedad que realizaba Mariana de Jesús en el templo de la Compañía. La vinculación estrecha de la Virgen Quiteña con la Compañía debió haber sido parte, para que los superiores permitiesen que el arquitecto jesuita cooperase a la realización de la profecía de Mariana, de que su casa familiar había de convertirse en Monasterio de Monjas Carmelitas. En el templo se dispuso el coro en el lugar preciso en que oraba la Santa, frente a la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles. En el cuadro principal de claustros se conservó la parcela de jardín en que floreció la azucena del milagro. De este modo todo el Monasterio se convirtió en un recuerdo viviente de Mariana de Jesús, con la cruz de madera que cargaba sobre sus hombros, los corredores que rodeaba en procesión y el huerto que integraba el amplio solar de la familia.




ArribaAbajoLa construcción de San Agustín

El padre Mercado proporciona un dato más, que interesa al estudio de la arquitectura quiteña. «Con ocasión, dice, de hacer las obras de nuestro colegio enseñó a otros y de su enseñanza salieron   —141→   grandes oficiales, con que se le deben al hermano Marcos, no sólo los edificios que él fabricó a gloria de Dios sino también los que han edificado sus discípulos». No se han consignado los nombres de estos discípulos ni se han señalado las obras que trabajaron. Indudablemente ellos intervinieron en las construcciones que se llevaron a cabo durante todo el siglo XVII. La iglesia y convento de San Agustín datan de esa época, en que las Comunidades religiosas estuvieron en su máximo florecimiento. Rodríguez de Ocampo en su descripción trazó el elogio del padre Francisco de la Fuente y Chaves, quien organizó la economía del convento agustiniano de Quito, que se estaba edificando en 1650, «con claustro bajo de cal y canto, arquería y pilares curiosamente labrados, sacristía, enfermería, refectorio y demás oficinas». Para estas obras los agustinos contaron con arquitecto propio, que fue el padre Diego de Escarza, quien en 1627 tenía veinte y cinco años de edad y era «persona que entendía de edificios».

La construcción iniciada por el padre de la Fuente y Chaves, la llevó a cabo el padre Basilio de Ribera, quien entre los años de 1653 a 1665, ocupó dos veces el cargo de Provincial. Desde 1632 en que comenzó a actuar como secretario del mismo padre de la Fuente y Chávez fue ascendiendo en la carrera de estudios hasta coronarla con el grado de Doctor y Maestro en Teología el año de 1647. El padre Antonio Bastidas compuso una poesía de treinta cuartetos, dedicada a celebrar el magisterio obtenido por el padre Ribera. Los nombres de los padres de la Fuente y Ribera le brindaron la oportunidad de destacar la vinculación espiritual entre estos dos religiosos, que fueron los protagonistas de la actividad agustiniana durante todo el siglo XVII.

La mención del padre Bastidas evoca nuevamente la publicación del Poema Heroico en honor de San Ignacio escrito por Domínguez Camargo. La edición de esta «obra póstuma», dada a la estampa en 1666, estaba dedicada al padre Basilio de Ribera, cuya vida y actuación se ponían de relieve por una voz amiga. Antonio Navarro Navarrete, a fuer de extraño pudo decir imparcialmente   —142→   todo lo que el Provincial de los agustinos había realizado en bien de su Convento. De en medio de la fronda exuberante e intrincada del escrito de Navarro, surge la personalidad del padre Ribera, recomendándose por sus propias obras. A él se debió la pila de piedra que se halla al centro del Convento. Labor suya en la iglesia fueron la cúpula del crucero, el artesonado de lacería, la sillería del coro y una lámpara espaciosa que pendía en el presbiterio. En cuanto al frontispicio del templo, la inscripción del dintel de la portada señala el nombre del autor: «Esta portada mandó hacer el padre maestro fray Basilio de Ribera siendo Provincial. Comenzose año 1659 y se acabó el de 1669». Navarro Navarrete celebra, además, la diligencia con que el padre Ribera consiguió para su Comunidad las casas que rodean al Convento. Y añade: «Acabado el de profundis, en breve veremos consumado el refectorio. Obras tan grandes, que ellas solas sirven de segundo claustro tan fuertes y soberbias, que en su eminencia se hallan divididas muchas celdas con la capacidad del claustro primero, que admiramos ya perfeccionada: no sólo con todo el primor de la arquitectura pero con los esmeros y aliños que publica la fama de tantos retablos, que acuerdan la vida de su gran padre agustino, ya con los ingeniosos atributos desta mayor lumbrera de la iglesia, a donde los pinceles más delicados pudieran estudiar perfecciones; ya con la pila coronada del sol». Es la primera vez que se hace mención con encomio de las pinturas de Miguel de Santiago, que adornaban las galerías de los claustros. Pero ellas reclaman un capítulo aparte.

Las construcciones monumentales del siglo XVII constituyen la expresión mejor del poder de la Iglesia y del influjo social de las Comunidades religiosas. La presencia del hermano Marcos Guerra fue decisiva para introducir en Quito la cubierta abovedada de la nave central y la cúpula en el crucero. La descripción del túmulo, levantado en la Catedral para las exequias de la reina Margarita en 1613, demuestra que eran familiares en el ambiente   —143→   las características de los órdenes griegos, en la estructura de las columnas, con el significado que les asignó Vitruibio.

La morfología de la cultura puede advertir que en el siglo XVII se produjeron las abras más notables de que puede gloriarse la historia ecuatoriana. A la construcción de templos y conventos, correspondieron, simultáneamente, la organización de los estudios universitarios, la publicación de obras notables de jurisprudencia, el florecimiento de las Bellas Artes y la gran acción misionera en las selvas orientales.





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