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ArribaAbajo Capítulo II

Situación histórico-social de Quito en la segunda mitad del siglo XVI



ArribaAbajo Organización social

No es posible apreciar el valor histórico del Colegio de San Andrés sin relacionarlo con la totalidad del ambiente social, en que desarrolló su acción. De acuerdo con Ovando, el cronista mayor de Indias, Juan López de Velasco, formuló un cuestionario de cincuenta preguntas, que fue enviado a todas las Audiencias, con el objeto de obtener datos precisos y homogéneos, para elaborar una síntesis de la realidad del Nuevo Mundo. La Audiencia de Quito encomendó al Cabildo la contestación al cuestionario. Data del 23 de enero de 1577, la Respuesta de la descripción de la tierra que envió el Cabildo de Quito a Su Majestad12. De este documento de primera mano se puede colegir la situación histórico social de Quito, en el último cuarto del siglo XVI.

En las actas del Cabildo del 7 de junio de 1549, constan veinte y siete encomenderos que recibían tributo de los indios. En   —28→   la información de 1577 el número asciende a treinta y nueve. De estas encomiendas, once habían pasado a los hijos de los conquistadores; cinco, a través de las viudas, al nuevo marido de éstas; nueve gozaban sus encomenderos por dos vidas; las demás habían sido concedidas posteriormente. El territorio de estos repartimientos estaba comprendido entre Tulcán al norte y Tixán al sur. El número de indios tributarios, con edad de dieciocho a cincuenta años, era de cincuenta mil; el total, contando mujeres, niños y viejos, ascendía a doscientos mil. Los tributos, tanto en dinero como en especies, se pagaban semestralmente, el 24 de junio y el 25 de diciembre. Eran las fechas en que se proveían con abundancia el mercado y el comercio y se abarataba la vida.

La encomienda implicó de suyo la creación de una doctrina para servicio religioso de los indios. La Doctrina fue el núcleo de vida cívica, que se transformó en parroquia. Los doctrineros introdujeron el calendario de fiestas, aceptadas en la Diócesis. Las centrales eran las Pascuas y Corpus Christi. Pascua de Navidad y Corpus coincidían con las fechas de pago de tributo. Se explica que circunstancias económicas, sociales y religiosas, dieron origen a folklore de Navidad y Corpus. De este fondo popular anónimo nacieron los pasillos para regocijo de los Pases del Niño y los Sanjuanitos, que acompañaban a las fiestas de Corpus y San Juan.

Debemos destacar aquí el papel que desempeñaron los indios educados en el Colegio de San Andrés. Ellos llevaron a su Doctrina respectiva el sentido religioso de las fiestas y el ceremonial y música para celebrarlas; lo cual contribuyó para conservar una tónica unitaria en todos los pueblos de la Audiencia.

A estos encomenderos, favorecidos por el Rey, se les obligaba a conservar su puesto de distinción social y acudir a requerimientos de honor y de servicio. Fuera de estos vecinos feudatarios, había, doscientos terratenientes, ocupados en labores de agricultura; cien mercaderes que negociaban en ropas y mercaderías de España y de la tierra; doscientos que desempeñaban labores   —29→   de artesanía: en total cerca de mil españoles, quiteñizados ya por el nacimiento o la residencia. Tenía entonces la ciudad «quinientas casas de morada bien labradas y edificadas muchas de ellas de cal y ladrillo y teja y algunas de cantería».

Había en «la ciudad y distrito de la Real Audiencia dos mil mestizos y mestizas, hijos de españoles e indias de todas edades. Era gente belicosa, ligeros, fuertes e ingeniosos y por la mayor parte diestros en las armas y a caballo, a cuyo ejercicio eran muy inclinados y hacendosos; porque por la mayor parte tomaban lo bueno de los padres. Estaban casadas muchas con españoles y probaban bien en el matrimonio. Otras estaban perdidas por no tener abrigo de padres ni deudos por haberse muerto en las conquistas y batallas pasadas».

Había, asimismo, «muchos mulatos hijos de negros e indios, que llaman cambaichos, los cuales eran libres de toda sujeción o servidumbre forzosa; servían a soldada por concierto todo género de servidumbre; muchos de ellos eran oficiales de todos los oficios».

Integrando la población, había en la ciudad trescientas mujeres españolas, más de cuatrocientas mestizas, algunos negros y negras horras y doscientos entre mulatos y mulatas.

En sus términos tenía Quito tres ingenios de azúcar, donde se beneficiaba el azúcar, la miel y las conservas. Y había cuatro obrajes en que se hacían paños de todos los colores, frazadas, sayales y jergas y uno más en que se hacían lienzos y telillas de lino y dos fábricas de sombreros, que proporcionaban cuatro mil al año para uso de toda clase de gentes. En el Machángara se habían construido tenerías y curtiembres y junto a la ciudad había la cantera, de la cual se sacaba toda la piedra necesaria a los edificios. Había, por fin, casa de fundición, donde se fundía la plata y oro que, salvados los quintos reales, circulaban en la Provincia.



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ArribaAbajoInstrucción Pública

Tocante a la educación pública, dice el informe refiriéndose al Colegio de San Andrés: «Hay un Colegio donde se enseña a los niños pobres y huérfanos y a los naturales, de que todos reciben gran beneficio». Después añade: «Hay tres escuelas donde se avezan a leer y escribir los niños hijos de vecinos y en ellas habrá de quinientos muchachos para arriba. Hay otras sin estas en que avezan los indios a lo que está dicho y a cantar y otros ejercicios buenos y virtuosos, como es la latinidad y a apuntar y hacer libros de canto».

Fray Juan Cabezas de los Reyes, en la probanza de 1568, atestiguó que las familias españolas acomodadas pagaban doce pesos anuales a maestros que instruían privadamente a sus respectivos hijos.

El ilustrísimo señor de la Peña, en el Sínodo que celebró en Quito en marzo de 1570, dio providencia para que la instrucción se extendiera a todos los pueblos de la Diócesis. Ordenó que curas y frailes doctrineros, de acuerdo con los indios, eligiesen el sitio apropiado donde levantasen las iglesias para las funciones religiosas. Ahí debían reunir a los muchachos para enseñarles la Doctrina, mediante uno o dos indios ladinos, hijos de caciques. Luego concretando la forma de labor, ordenaba lo siguiente: «La doctrina y costumbres que en la niñez se aprende es la que más se afijan en la memoria y corazón de los niños que se crían en la Iglesia: ordenamos y mandamos que nuestros curas tengan en su iglesia parroquial escuela en que enseñen a los hijos de los caciques y principales y a los hijos de los demás indios que quisieren aprender, de gracia y sin ningún interés, a leer, escribir, cantar, ayudar a misa y hablar la lengua de Castilla, y tengan doctrina general, en la cual tengan en cada pueblo de su Doctrina cuatro muchachos y les enseñen que aprendan de coro el Paternoster, Credo, Avemaría, Salve Regina, los mandamientos de la ley de Dios y cuando los supieren los envíen a sus pueblos e allí enseñen   —31→   la doctrina a la demás gente, y tornarán los dichos nuestros curas a traer otros cuatro a la doctrina general y por este orden se irán mudando, para que todos sepan la doctrina y entiendan la policía que allí enseña»13.

En el informe del Cabildo de 1577, se refiere el resultado de la ordenanza sinodal del señor de la Peña. «En todos los repartimientos y pueblos declarados de suso, hay iglesias y monasterios en que se administran los santos sacramentos y se reza y enseña la doctrina cristiana a los naturales y en muchos de ellos hay escuelas fundadas en que se enseña a los naturales y huérfanos leer, escribir, cantar y tañer. Asimismo hay en las dichas iglesias pilas de bautismo; hay alcaldes y alguaciles de doctrina que ayudan al religioso o sacerdote doctrinero y castigan con autoridad de la real justicia las culpas que conforme a su ley antigua cometen los indios. Y en las partes donde residen de ordinario los tales religiosos tienen sus huertas y recreaciones de frutas y verduras en mucha abundancia por la destreza y curiosidad que tienen los indios en plantar y cultivar la tierra. Así en este pueblo y en toda su comarca y jurisdicción hay muchos indios oficiales de todos oficios, como son plateros, sastres, zapateros, curadores, herreros, carpinteros y albañiles, tejedores, perailes, labradores y cargadores, sombrereros, fundidores, harrieros y vaqueros, gañanes y ovejeros, los cuales, por la mucha flema que todos generalmente tienen usan con destreza cualquiera cosa a que se ponen, especialmente los que apuntan libros de canto y usan otros oficios sutiles, de manera que demás de ser muy provechosos en la República viven en policía y ellos son muy aprovechados de manera que ayudan y favorecen a sus deudos y amigos pobres, así para su sustentación como para pagar sus tributos»14.



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ArribaAbajo Vida de Cabildo

Desde el 18 de setiembre de 1564 comenzó a funcionar la Audiencia, base de la nacionalidad ecuatoriana. Constaba de un Presidente, tres Oidores, un fiscal, dos secretarios, un relator, seis procuradores, un alguacil mayor, otro menor, dos porteros, un alcalde y un capellán. Ejercía su jurisdicción sobre las gobernaciones de Yaguarzongo y Bracamoros, Quijos, Popayán y Esmeraldas. Desde la creación de la Audiencia, el Cabildo de Quito limitó su acción al territorio comprendido entre Tulcán al norte y Tixán al sur.

El 30 de julio de 1568, el Cabildo de Quito redactó las ordenanzas que dirigían su funcionamiento para someterlas a la aprobación del Rey. Eran la expresión de las costumbres observadas desde que se inició la vida pública con las modificaciones impuestas por el establecimiento de la Audiencia. En ellas se reflejaba la vida social de Quito. Fueron presentadas en la Corte por Ruy Díaz de Fuenmayor y aprobadas en agosto de 1581.

El día de Año Nuevo los Regidores, propietarios por merced del Rey, acudían a la catedral a oír la misa del Espíritu Santo. Luego se dirigían a la casa del Cabildo para proceder a la elección de dignatarios, con asistencia del Corregidor o Justicia Mayor. Mediante votos libres elegían dos alcaldes, que después de prestar el juramento recibían la vara de justicia para ejercer sus oficios. De inmediato se pasaba a elegir al Procurador o Mayordomo de la ciudad y a los tenedores de los bienes de difuntos.

Los Regidores eran nueve. De ellos se turnaban cada tres meses de dos en dos a ejercer el oficio de diputados y fieles ejecutores. Los demás desempeñaban los cargos de alguacil mayor, dos de alguaciles menores, un alcalde de cárcel pública, un tesorero y contador con voto en el Cabildo.

Desde que se fundó la ciudad, el Cabildo, Justicia y Regimiento tenían, en las asistencias oficiales de la iglesia, su puesto en el presbiterio, a lado del Evangelio. Una vez establecida la   —33→   Audiencia, se cedió ese puesto a los funcionarios de ella, y el personal del Cabildo pasó a ocupar el sitio al frente, de lado de la Epístola.

Asimismo defendió el Cabildo el derecho a la costumbre tradicional de llevar las varas del palio en las procesiones del Santísimo en el Corpus Christi y su octava, el Jueves y Viernes Santo y en otras procesiones y fiestas oficiales que se tenían tanto en la catedral como en los monasterios.

En el orden al bien público, el Cabildo reclamó el derecho de controlar a los recatores y pulperos para evitar la reventa de los mantenimientos a mayor precio, de vigilar las tiendas de comestibles y almacenes de telas, de examinar el justo peso en las carnicerías y moliendas, de impedir que negociantes comprasen artículos de necesidad pública para sacarlos a vender fuera de la ciudad.

Asimismo el Cabildo tuvo cuenta de vigilar los ejidos para defensa de sus mojones; de impedir la tala de los montes destinados a provisión de leña; de obligar a empedrar las calles y conservarlas con aseo; de controlar la edificación de las casas; de imponer los aranceles para las obras de artesanía; de exigir contrato previo para el trabajo de servicio doméstico y en los campos.

Para establecer este capítulo de ordenanzas hubo de preceder la práctica vivida por el Cabildo. Este costumbrismo, formulado como ley y aprobado en primera instancia por la Audiencia, recibió por fin la sanción de Felipe II15.




ArribaAbajo Organización Eclesiástica

La Iglesia, a su vez, había organizado su gobierno y formas de apostolado. Antes de la erección del Obispado de Quito, los primeros sacerdotes seculares recibieron su nombramiento de curas de parte del Cabildo y luego del ilustrísimo señor fray Vicente de Valverde, primer obispo del Cuzco, del que dependía el territorio   —34→   de Quito. Entre tanto, desde la fundación de la ciudad, se habían establecido las Órdenes Mendicantes de Mercedarios, Franciscanos y Dominicos, que emplazaron sus conventos en los solares asignados por el Cabildo. Fueron de hecho los centros urbanísticos, en torno a los cuales se fueron poblando los barrios. Erigida la Diócesis en 1545, no pudo organizarse sino a partir de 1550, con la presencia del primer Obispo, ilustrísimo señor García Díaz Arias. En el acta de erección se declaró que se aceptaba el ceremonial de la diócesis de Sevilla, lo cual dio motivo al costumbrismo popular en la serie de fiestas del año litúrgico. El primer Obispo fue celoso de la decencia del culto, con el reducido número de canónigos con que comenzó el Cabildo. En 1566 se hizo cargo del Obispado el ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña, varón de grandes ejecutorias, que fue prácticamente el organizador de la Diócesis. Comenzó su gobierno por la promulgación de los Decretos del Concilio de Trento, que señaló las directivas a la vida de la Iglesia, no sólo en su formación interna, sino en los medios de apostolado. En cumplimiento de una ordenanza real, se puso de acuerdo con el Presidente de la Audiencia e hizo la distribución de parroquias y doctrinas, entre los sacerdotes seculares y los religiosos, para el mejor servicio de los fieles (17 de octubre de 1568). Convocado por el Metropolitano de Lima, concurrió al Concilio Provincial que presidió el ilustrísimo señor fray Jerónimo de Loaisa. En el Concilio se pusieron en práctica las decisiones del Concilio de Trento y se formularon Constituciones para organizar el gobierno de las Diócesis de la América del Sur. Vuelto del Concilio, el ilustrísimo señor de la Peña convocó el Sínodo de Quito en 1570, en el que se redactó el primer cuerpo de legislación para la vida de la diócesis.

Una de las preocupaciones del Obispo de la Peña fue la de resolver el problema de la escasez de clero, mediante la creación de un Seminario. Por de pronto, aprovechó del personal con que contaba el Estudentado de Santo Domingo, establecido desde 1559 con la presencia del padre Rafael de Segura. El ilustre prelado   —35→   fue el cosechero efectivo de los frutos madurados en el Colegio de San Andrés. Adolescentes, criollos y mestizos, que habían terminado la primaria, veían en el sacerdocio la más noble carrera que se les ofrecía en sus anhelos legítimos de superación. El señor de la Peña les brindó facilidades para formarse, organizando un ciclo de estudios filosóficos y teológicos bajo la dirección de fray Alonso Gasco, a quien había conocido en Castilla de Catedrático y que fue Maestro de Estudiantes en la ciudad de Lima. El éxito demostró el acierto episcopal en abrir cursos públicos de teología y filosofía en un sitio de común acceso, como era un departamento de la Iglesia Catedral. A las clases acudía el Obispo en persona para dar ejemplo, luego los canónigos y sacerdotes, también los Superiores de las Órdenes con sus coristas y por fin dos seminaristas y algunos seglares. A petición general, se estudió el tratado De los Sacramentos, que alternaba con casos prácticos de conciencia, en cuya resolución intervenían todos, como en círculo de estudios. Por los datos de pagos consta que el padre Gasco ocupó por tres años esta Cátedra de Teología16.

De este ensayo de Seminario procedieron los primeros sacerdotes criollos que comenzaron a prestar sus servicios en las parroquias y doctrinas de la vasta Diócesis de Quito.

Con el fin de mantener esta obra, el ilustrísimo señor de la Peña, escribió, el 7 de agosto de 1570, a Felipe II, solicitándole ayuda y exponiéndole los motivos para dar aliento al Seminario. «Por cuanto esta Iglesia nueva no puede ir adelante sin ministros y los tales conviene de niños ser instruidos e impuestos en los rudimentos cristianos y católicos, y esperar que vengan de España los tales ministros es a grande costa de vuestra real hacienda y en esta parte se van criando mozos que vienen de España y otros que acá nacen, y esta Iglesia por ser pobre no tiene para hacer Seminario ni el Prelado puede ayudar y los Beneficiados y Doctrinas son asimismo pobres, vuestra alteza sea servido proveer de ayuda para sustentar un lector de gramática e otro de Teología   —36→   para administración de los sacramentos e casos de conciencia, los cuales al presente entretenemos con mucho trabajo e con ayuda de nuestros ministros para que este ejercicio santo vaya adelante y con él se puede habilitar personas para poderse ordenar»17.




ArribaAbajoLa vida religiosa

La necesidad de renovar y proveer de personal obligó asimismo a las Comunidades Religiosas a establecer sus noviciados y casas de estudio para la formación del elemento criollo. La Iglesia en América se formó merced a la labor principalmente de los religiosos mendicantes, a cuyo cargo estaba no sólo la atención de los fieles en las ciudades, sino también el servicio en las Doctrinas. La extensión del campo de trabajo exigía de suyo el aumento de operarios. La fundación de estudentados respondía a una necesidad religiosa y social.

Desde la segunda mitad del siglo XVI comienzan a figurar religiosos nativos de Quito, que integraban el personal con que contaban Franciscanos, Dominicos y Mercedarios. El número de criollos fue creciendo tanto, que al concluir el siglo se estableció la ley de la alternativa, como una respuesta de la Iglesia a los derechos que por igual tenían los religiosos venidos de España y los nacidos en suelo americano.

El Convento Dominicano de Quito, como los demás establecidos en el territorio de la Audiencia, dependía: de la Provincia de San Juan Bautista del Perú. En el Capítulo de 1559 fue destinado a Quito el padre Rafael Segura, con la misión de establecer los estudios al estilo de la Orden, o sea el trienio de Filosofía y cuatrienio de Teología. Para continuar la labor de este centro de formación fueron nombrados sucesivamente de Priores y catedráticos los padres Alonso Gasco, Juan de Aller y Antonio de Hervias. Este último había sido en Salamanca discípulo de los padres   —37→   Domingo Soto y Melchor Cano, y con los anteriores había antes enseñado en la Universidad de Lima. Cuando la Vicaría de Quito contó con personal suficiente fue elevada a categoría de Provincia el año de 1584, con el derecho a contar con un centro independiente de estudios eclesiásticos. Hasta la fundación del Seminario de San Luis, fue el estudentado dominicano de Quito el seminario de formación, no sólo de candidatos a religiosos, sino también de estudiantes del clero secular.

Materia integrante del programa de estudios eclesiásticos fue el idioma quichua, que hablaban, o por lo menos entendían, todos los indios. La convivencia del quichua con el castellano debió notarse sobre todo en el Colegio de San Andrés y en la organización social de las Doctrinas. Los dos idiomas se impusieron juntos y vieron agonizar las lenguas vernáculas de los grupos indígenas, que no dejaron más huella que los nombres toponímicos refugiados en la geografía. En el segundo Sínodo de Quito, realizado en agosto de 1594, se advirtió que aún había pueblos de indios que hablaban su idioma primitivo y, en el afán de instruirlos en la doctrina cristiana, se ordenó que se tradujese la cartilla a la lengua de los Llanos, del Cañar y Puruguay de los Pastos y Quillacingas18.

La Orden Dominicana, desde su establecimiento en el Perú, se había interesado en el aprendizaje del idioma quichua. Uno de sus religiosos, catedrático Universitario, fray Domingo de Santo Tomás compuso la primera gramática quichua que hizo imprimir en Valladolid en 1560. El estudio del idioma de los incas, en la mente del autor, tuvo una finalidad político-religiosa, como se desprende de la dedicatoria del libro a Felipe II. «Mi intención principal, Su Majestad, ofreceros este libro ha sido, para que por él veáis, muy clara y manifiestamente, cuán falso es lo que muchos os han querido persuadir ser los naturales de los reinos del Perú bárbaros e indignos de ser tratados con la suavidad y libertad que los   —38→   demás vasallos vuestros lo son. Lo cual claramente conocerá Vuestra Majestad ser falso, si viere por este Arte la gran policía que esta lengua tiene, la abundancia de vocablos, la conveniencia que tiene con las cosas que significan, las maneras diversas y curiosas de hablar, el suave y buen sonido al oído de la pronunciación de ella, la facilidad para escribir con nuestros caracteres y letras, cuán fácil y dulce sea a la pronunciación de nuestra lengua, el estar ordenada y adornada con propiedad de declinación y demás propiedades del nombre, modo, tiempos, y personas del verbo: y brevemente en muchas cosas y maneras de hablar, tan conforme a la latina y española y en el arte y artificio de ella, que no parece sino que fue un pronóstico que Españoles la habían de poseer». Junto con la Gramática y en volumen aparte publicó fray Domingo de Santo Tomás el Vocabulario quichua19.

El primer Concilio Provincial de Lima ordenó que todo cura doctrinero aprendiese el quichua para poder atender con eficacia a sus indios feligreses. Igual disposición formuló para la Diócesis de Quito el Sínodo de 1570, dirigido por el ilustrísimo señor de la Peña. Para convertir en realidad esta orden, la Audiencia creó la cátedra de quichua, a cargo de los padres dominicos. Esta creación fue confirmada por Felipe II, mediante cédula del 16 de setiembre de 1586. La enseñanza estuvo desempeñada sucesivamente por los padres Hilario Pacheco, Pedro Bedón y Domingo de Santa María, quienes extendieron comprobante de suficiencia a los curas destinados al servicio doctrinero. Por texto de aprendizaje se adoptó la Gramática de fray Domingo de Santo Tomás.

De este espíritu de apostolado se hizo eco la Orden Dominicana. En el Capítulo Provincial celebrado en Quito en 1598 se legisló lo siguiente: «Ordenamos que ningún religioso, que no sepa la lengua de los indios o no sea apto para administrarles los sacramentos, sea encargado de las Doctrinas de los indios y pedimos   —39→   encarecidamente a nuestro Padre Provincial que en ningún caso conceda la Dispensa». Alentador espiritual de este Capítulo fue el padre Pedro Bedón, quien para facilitar el cumplimiento de esta orden capitular, consiguió licencia para hacer imprimir un libro suyo intitulado: Modo de promulgar el Evangelio a los Indios de estos Reinos e Instrucción para la Administración de los Sacramentos a los naturales de este Nuevo Mundo.

Los religiosos doctrineros eran elegidos del personal español y criollo que componían la Provincia. Uno de ellos, el presentado fray Gregorio García, que vino a Quito en 1587, fue destinado a la Doctrina de los Paltas, en la Provincia de Loja. Ahí permaneció nueve años después de los cuales regresó a España, recorriendo antes el territorio de Méjico. Del tiempo libre aprovechó para documentarse sobre los libros que editó más tarde en la Madre Patria. El uno se intitula Origen de los Indios en el Nuevo Mundo e Indias Occidentales, y el otro Predicación del Evangelio en el Nuevo Mundo, viviendo los Apóstoles. En ambos hace alusiones concretas al tiempo que sirvió de Doctrinero y a las observaciones que hizo en su estadía en Quito y entre los indios paltas. También atestigua el uso práctico que se dio, para el aprendizaje del quichua, a la Gramática de fray Domingo de Santo Tomás20. Reflejo claro de este apostolado doctrinero fue también el libro Compendio historial del estado de los Indios del Perú, compuesto por el Maestre Escuela de Quito, Lope de Atienza. Debió ser escrito antes de 1575, pues está dedicado a Don Juan de Ovando que murió precisamente en ese año. La obra se refiere a las costumbres de los indios de la Diócesis de Quito y al método de evangelizarlos con provecho21.



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ArribaAbajo Las Alcabalas

Durante el episcopado del ilustrísimo Señor de la Peña (1565-1583) se había organizado el servicio religioso en la Diócesis de Quito, que comprendía el territorio desde Pasto hasta Jayanca y desde la costa del Pacífico hasta las vertientes del Amazonas. En la estadística que hizo el ilustrísimo señor López de Solís a fines del siglo XVI, decía textualmente: «El Obispado de Quito tiene de longitud 226 leguas y de latitud 70, la mayor parte de ello por poblar: hay en el Obispado 18 ciudades y una villa, en las cuales y doctrinas de indios que provee el Obispo hay noventa y siete, y asimismo tienen en el Obispado 30 doctrinas los frailes de San Francisco, 27 los de Santo Domingo, 5 de San Agustín, 15 los de Nuestra Señora de Las Mercedes: todos estos beneficios, así los clérigos como los frailes se proveen conforme al real patronato»22.

La mayor parte de estas parroquias y doctrinas estaban atendidas por clérigos y frailes, criollos y mestizos. La Iglesia abrió las puertas a los nativos de estas tierras, que hallaron en la Religión las posibilidades de realce personal. Entre los mestizos cabe mencionar, por vía de ejemplo, a Diego Lobato, el mejor quichuista, hijo del español Diego Lobato e Isabel Jaropalla, a fray Alonso de Salazar, hijo de Rodrigo de Salazar y de doña Ana Palla y fray Pedro Bedón, hijo del asturiano Pedro Bedón y la quiteña Juana Díaz de Pineda. El ilustrísimo señor de la Peña, en contestación a una cédula de Felipe II de 20 de enero de 1577 que prohibía ordenar mestizos, respondió que en doce años de obispado había ordenado tan sólo cuatro sacerdotes, a quienes «ningún español de buena vida les hacía ventaja»23.

Al contrario, fue crecido el número de sacerdotes y religiosos criollos. Entre ellos se contaban Alonso de Aguilar, hijo de Rodrigo   —41→   de Paz e Isabel de Aguilar, y fray Jerónimo Londoño, hijo de Juan de Londoño y Juana Calderón.

La rebelión quiteña, con motivo de las alcabalas, sacó a lucir los conocimientos teológico-jurídicos de los religiosos establecidos en Quito. Producido el movimiento, el Cabildo de Quito se solidarizó con la causa del pueblo. La Audiencia, en salvaguarda de la autoridad, procuró la venida del General Pedro de Arana para imponer las alcabalas y castigar al pueblo. El Cabildo recurrió al parecer de los teólogos y juristas para respaldar su actuación en principios de derecho. El padre jesuita Diego de Torres y el dominico Domingo de los Reyes expusieron su criterio en el sentido de justificar llanamente el ingreso de Arana sobre Quito, sin que le asistiese al pueblo más derecho que sufrir con paciencia la realidad que le sobreviniere.

El padre Bedón, al contrario, después de recordar las circunstancias de lo hasta entonces sucedido, planteó la cuestión, reduciéndola a dos puntos: «primero si es justa la guerra que el General Arana hace sobre Quito, so color de castigar delincuentes o de asentar alcabalas y otras imposiciones que se han divulgado; segundo, si hay duda de la justicia de esta guerra y que en parte la ciudad ha tenido alguna excusa en defenderse de quien atrozmente la venía a castigar, e instando el negocio de las alcabalas, qué medio será más conveniente al servicio de Dios y de nuestro muy católico Rey y Señor para que se pare y no dispare más en esta parte y al fin se asegure el pueblo y no se despeñe como quien mal pleito tiene y también se mitigue la indignación de los jueces y no haya sangre de por medio».

Las conclusiones a que llegó el padre Bedón fueron las siguientes: «1.ª, no fue acto virtuoso ni lícito enviar a pedir gente armada para castigar los que en orden de alcabalas habían dilinquido, ni menos para entablar las alcabalas; 2.ª, no era lícito poner por fuerza las alcabalas: no quería decir con esto que las alcabalas eran ilícitas siendo moderadas, sino que se debían imponer con suavidad y no con violencia; 3.ª, aunque según ley natural   —42→   pudiera el pueblo defenderse si no tuviese fácil recurso al Rey, de un Presidente o Juez injusto que apurase su gobierno con armas; sin embargo, si de la defensa se siguieren mayores inconvenientes, lo aconsejado sería soportar el castigo, dejando al Juez la responsabilidad de los sucesos».

A estas conclusiones añadió el padre Bedón la cuestión que sigue: «Pregúntese si la guerra ofensiva que el General de Arana hace contra la ciudad de Quito es lícita. Algunos teólogos, siendo informados de que sólo se había movido a hacerla por ciertos delitos dignos de castigo, dijeron que era lícita; pero aquí es menester atender a otras circunstancias para dar justa censura, porque aun decir que por delitos particulares se ha de enviar gente armada es negocio ilícito y peca mortalmente el juez que así atroz y desproporcionadamente quiere castigar a sus súbditos y está obligado a restituir todos los daños y menoscabos que de esto se siguieren»24.

El padre Bedón en las pruebas de sus conclusiones cita a Santo Tomás en la Suma, las Sentencias y loas Opúsculos; a Domingo Bañes, el Maestro Orellana y Cayetano en los Comentarios a Santo Tomás; a Francisco de Vitoria en su relación De Bello y a Domingo Soto en su tratado De Justicia et Jure.

Veinte años antes, el padre franciscano fray Juan Cabezas de los Reyes había predicado una serie de sermones en la Semana Santa de 1568. En esas pláticas al pueblo sostuvo algunas proposiciones que desconcertaron el buen sentido cristiano de los fieles. A pedido de ellos hubo de intervenir el prior de dominicos fray Domingo Valdés para exponer, en la vigilia de la Ascensión, la doctrina verdadera sobre el pecador, la gracia y la oración. El celo pastoral del ilustrísimo señor de la Peña tomó a serio el asunto y obligó a discutir la ortodoxia de los principios dogmáticos sostenidos por el predicador franciscano. En esta ocasión se puso de manifiesto la preparación teológica de franciscanos y dominicos,   —43→   que representaban a las Escuelas, respectivamente, de Escoto y Santo Tomás. El padre Cabezas de los Reyes se vio obligado a consignar por escrito los principios que había sostenido para someterlos al tribunal de la Inquisición. El asunto terminó con la fuga a México del predicador franciscano, con quien, desde luego, no se solidarizaron sus hermanos de hábito.





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ArribaAbajoCapítulo III

Las artes en el siglo XVI



ArribaAbajoArquitectura

Durante el siglo XVI el factor religioso se impuso en Quito a los demás factores que componen la totalidad de la vida histórica. A servicio de la Religión pusieron sus recursos el Estado y la Cultura. Mientras la Audiencia carecía de un palacio y el Cabildo funcionaba en una casa municipal modesta, se erigían la iglesia y el convento de San Francisco sobre atrio monumental, se levantaba la catedral con aire de magnificencia y Santo Domingo y San Agustín emplazaban sus templos y conventos con proyecciones de grandeza. Para la construcción de la catedral contribuyeron, en iguales proporciones, el Rey, los españoles y los indios. Las construcciones conventuales, en cambio, se llevaban a cabo con donativos y la limosna del pueblo.

La economía en el siglo XVI se fundamentó principalmente en los tributos de las encomiendas y la explotación minera de Santa Bárbara, Zamora, Zaruma y Popayán, que dependían de la Audiencia de Quito. Gran parte de la riqueza convergió a los templos, donde las personas acomodadas costearon los retablos y erigieron   —46→   sus criptas para entierros familiares. Los Pizarro costearon la capilla de San Juan de Letrán en la Merced; Rodrigo de Salazar tomó por su cuenta la construcción de la Capilla de Santa Marta en San Francisco; en la catedral, Ana de Castañeda se hizo cargo del culto de Santa Ana; Rodrigo Núñez de Bonilla erigió un retablo a la Inmaculada; Alonso Dorado levantó un altar en honor de San José y el Cabildo construyó los retablos de San Jerónimo y de San Pedro.

Quito asumió desde el principio un aspecto monumental. La configuración geográfica del suelo determinó el emplazamiento de los bloques de construcción sobre planos diferentes y la diversa proyección de las fachadas. Mientras San Francisco veía desde su atrio levantarse el sol, Santo Domingo gozaba del espectáculo del sol poniente, la Catedral orientaba su perspectiva al norte y San Agustín dirigía al sur el frontispicio de su templo. El desnivel del suelo obligó también a la construcción de atrios para dar planta horizontal a las dependencias conventuales. Para estas abras se tuvo a la mano la inagotable cantera del Pichincha, que proporcionó piedras de color gris que fueron asumiendo con el tiempo la pátina de austera nobleza.

El conjunto de construcciones hubo de caracterizarse por la envoltura de colinas que limitaban el horizonte. No hubo sector de la ciudad que no tuviese la visión panorámica de un monte familiar. La altura de 2800 metros permitía gozar de la limpidez de un cielo azul, por cuyo centro caminaba el sol ecuatorial, sin deslumbrar con la caricia de su luz. Ya el relator anónimo, de 1573 conjugaba los conceptos de campo, clima y paisaje, cuando describía: «La tierra no es estéril, antes abundosa y fértil. [...] La tierra es sana, los hombres comúnmente viven más que en España. [...] El temple de la ciudad es antes frío que caliente. [...] El cielo es claro y sereno y el sol sale y se pone con mucha alegría y nunca está cubierto de nublados, sino cuando llueve o quiere llover».

La arquitectura conjuga a la vez una idea espiritual y un fin   —47→   práctico y refleja, tanto el carácter colectivo como las inquietudes de una época histórica. El templo es la casa de Dios y del pueblo destinada al culto. La capacidad espacial depende del número de fieles para quienes de ordinario se destina. Los templos quiteños del siglo XVI fueron planificados sobre planta de cruz latina, con tres naves, presbiterio y coro. De ellos el de San Francisco es el que más ha conservado su estructura primitiva. Situado a la mitad del atrio, el frontispicio se destaca a través del abanico de gradería que desciende a la plaza.

En función del culto, la arquitectura reclamó el concurso de la escultura para cubrir con retablos el vuelo del presbiterio y los muros de las naves laterales, que respondía en el fondo a los arcos de la nave central. El espíritu del barroco presidió el modelado de columnas y molduras, en tanto que la sensibilidad islámica tejió en el artesonado su red de lacería, combinada con rosetones. Fue la convergencia de corrientes estilísticas que reflejaban el mestizaje etnográfico y cultural que comenzó a verificarse desde la fundación de la ciudad.

Un ideal teológico dio el compás a la estructura del retablo mayor. A base del zócalo se labraron a los lados en relieve las representaciones de los evangelistas, sobre cuyo fundamento se levantaron las columnas para sostener en alto las virtudes en imágenes simbólicas. El retablo culminaba al centro con la figuración de la Trinidad en el episodio del Bautismo de Cristo. De este modo la escultura entró en función del culto religioso. Los altares de las naves sirvieron a la imaginería de los santos y advocaciones familiares de la orden franciscana.

La primera descripción del templo se debió al padre Fernando de Cozar, que firmada en noviembre de 1647, sirvió al padre Córdova Salinas para su crónica franciscana del Perú. Ahí se dice textualmente: «Su fábrica se dilata hermosa en tres naves, tan desahogadas las capillas, que se les puede leer de lejos el adorno, sin fatigar la vista. La nave del medio es muy alta, cubierta de lazo mosaico de incorruptible cedro a manera de bóveda hecha   —48→   una ascua de oro. La iglesia corre de follaje labrado en cedro con ocho retablos dorados en sus pilastras, que la ciñen en redondo. Las capillas por banda añaden belleza con sus bóvedas, guarnecidas con molduras de ladrillo que rematan en las naves con claraboyas o linternas, por donde introducida la luz entre a ilustrar los retablos dorados, y con primoroso arte las adornan. El crucero, que se estima por de mejor garbo de cuantos el Perú contiene, es de cuatro arcos torales, fabricados sobre cuatro pilares, la cubierta del mismo lazo que la iglesia. Cíñenle alrededor muchos santos de media talla sobre curiosas molduras. Acompáñanle por los dos lados dos grandes capillas, la una en que se venera y admira un riquísimo relicario de innumerables reliquias. [...] El retablo del altar mayor poblado de estatuas, a imitación del Panteón de Roma, da vuelta a toda la capilla mayor en redondo, todo de cedro: obra superior por la valentía del arte y escultura con que labraron escogidos artífices»25.

¿Quiénes fueron estos escogidos artífices del templo franciscano? A la cabeza de la construcción estuvo fray Jodoco Ricke, con su espíritu y energía de formación renacentista. Bajo su dirección hizo de maestro de obra Jorge de la Cruz Mitima con su hijo Francisco Morocho. En cuanto a los talladores de los retablos y artesanados, ellos constituyeron ese grupo anónimo que trabajaban, satisfechos de servir a la fe colectiva e interpretar los anhelos religiosos del ambiente. Los cedros robustos e incorruptibles fueron modelándose en sus manos para convertirse en elementos estructurales de un altar, en que debían mostrarse al culto las imágenes simbólicas de las verdades de la Fe cristiana y de Cristo, la Virgen y los Santos. Para las generaciones del siglo XVI los retablos y efigies estimulaban las practicas piadosas: para nosotros constituyen un recuerdo del pasado y principalmente un documento de arte religioso.

En la descripción de Córdova Salinas se mencionan también   —49→   los diversos tramos del convento y la portería. «Los claustros del convento son cuatro, el principal está fundado sobre ciento y cuatro columnas de orden dórico, todas de cantería. El segundo carga sobre cuarenta y cuatro pilares de cal y canto. El tercero sobre pilares de piedra y los altos de cal y ladrillo. Y el cuarto (que está ahora en obra) con muchas buenas celdas. En medio del claustro principal está una hermosísima pila de piedra mármol blanco, con tres bellas copas, con tanta copia de agua, que arroja un penacho de siete cuartas en alto».

Factor eficiente de la construcción franciscana fue el impulso dado por fray Jodoco y sus compañeros flamencos y hermanos de hábito. Hubo en San Francisco un espíritu de familia, que dio aliento a la totalidad de la obra. No pasó lo mismo con la Catedral. La comenzó el obispo Díaz Arias; el arcediano Pedro Rodríguez de Aguayo llevó a cabo la parte arquitectónica; la decoración y los altares se realizaron en tiempo del señor de la Peña. El ilustrísimo señor Lizárraga refiere que el artesanado primitivo lo labró un hermano lego dominico. La relación de 1573 dice simplemente: «La iglesia mayor está de piedra, ladrillo y adobes cubierta de teja, curiosamente maderada, es templo espacioso y bueno, de tres naves».

Simultánea a la labor constructiva de la iglesia franciscana, se desarrolló la pedagogía práctica del Colegio de San Andrés. En el programa de enseñanza constaba la formación de los alumnos para toda clase de artesanía. El arte de construir se insinuaba con el ejemplo y el ejercicio. Las artes manuales se desarrollaron con las exigencias del culto religioso. Al principio el apostolado tenía que atender a la vez a los indios y españoles: labor de catequesis y organización de culto. El resultado fue la formación de las artes plásticas y la exteriorización de la fe religiosa en imágenes y ceremonias de ingenuo dramatismo, que interesaban a la par a los neófitos y a los conquistadores.

El padre Córdova Salinas escribe al respecto, refiriéndose a la Provincia franciscana de Quito: «hoy se halla la provincia con   —50→   diez y nueve guardianías, las doce en pueblos de españoles y las siete en pueblos de indios, y treinta y seis casas de doctrina; y es para alabar a Dios que así guardianías como doctrinas tienen sus iglesias, campanarios, claustros y todas las oficinas de cal y canto, también labradas, que pudieran servir de conventos principales. La riqueza de los ornamentos, vasos sagrados, altares, retablos dorados y plata labrada con que se sirven las iglesias de doctrina, las trompetas, cornetas, sacabuches y otros ministriles y música de canto de órgano, con que Dios es alabado y glorificado, efectos son del celo santo de los religiosos, con que los enseñan no sólo en la doctrina sagrada y misterios de la fe, sino también en toda policía y política cristiana»26.

La necesidad despertó la inventiva. El mismo cronista franciscano anota lo siguiente de la iglesia de Quito: «Salen del coro a la iglesia dos tribunas iguales de lazo doradas, que sustentan dos órganos, siendo el uno de madera, peregrino en la labor, mestura y voces: ocupan diez y seis castillos sus cañones, que siendo innumerables, el mayor de ellas tiene diez y ocho palmos de largo y cuatro de hueco. La suavidad de sus voces cuando se tañen, su variedad y dulzura arrebatan el espíritu a la gloria, para alabar a Dios, que escogió por instrumento de tan maravillosa obra a un fraile menor, que en su vida había hecho otro órgano».

El mismo sentido de apostolado volvió imprescindible del ceremonial del culto el uso de la música. En las cuentas de la catedral e iglesias conventuales constan los gastos invertidos en cantores y músicos, que intervenían en coros y orquestas. El autor favorito interpretado fue el maestro Francisco Guerrero, quien publicó su primer libro de motetes en 1555, luego en 1553 su Canticum Mariae quod Magnificat nuncupatur y después en 1566 y 1582 sus Liber primus Missarum y Missarum Liber secundus. En el inventario de objetos entregados a San Agustín como propios del Colegio de San Andrés se mencionaban los cuadernos de música   —51→   de Guerrero. La necesidad de proveer de partituras a músicos y cantores cultivó la habilidad de los alumnos de la escuela de San Andrés hasta volverlos excelentes apuntadores y miniaturistas.




ArribaAbajo Orfebrería

Una artesanía que sirvió al mismo tiempo a los intereses religiosos y profanos fue el de la platería y orfebrería. Los españoles hallaron entre los indios de la región de Quito una tradición muy ahondada en el laboreo de los metales. El oro labrado con primor lucía en los collares de chaquiras de las indias y en narigueras que se descubrían en las huatas. El 12 de junio de 1541, Alonso de Orejuela y Martín de la Calle se presentaron al Cabildo a reclamar patente de derecho sobre unas minas de plata que habían descubierto en la zona de Tungurahua. Para comprobar la calidad del metal, el Cabildo, ordenó que lo examinasen cuatro indios plateros y fundidores27.

El primer platero español avecindado en Quito fue Luis García, cuya presencia reclamó el Cabildo del 9 de julio de 1537, para que fundiese el oro y señalara los quintos reales correspondientes al erario. En 1557 se aprovechó de la pericia de Juan Mosquera Samaniego, para que determinara en Loja el oro correspondiente a los diezmos y al noveno de impuesto28. En octubre de 1559 se hizo mención del platero Leonis Delgado quien trabajó cuatro cálices y patenas para el convento de San Francisco por el precio de ciento veinte pesos oro de diez y nueve quilates y tres granos29. En las cuentas de descargo de la Catedral, correspondientes a 1566-1570, se asentaron las datas de pago a Diego Rodríguez y Diego Ramírez por la hechura de cálices   —52→   y custodias; lo mismo que a Francisco Moreno por candeleros, copones y relicarios y a Diego Sánchez por incensarios30. El Arcediano Pedro Rodríguez de Aguayo mandó labrar una custodia con linternas de estilo gótica con los orfebres Sebastián Moreno, Leonis Delgado y Francisco Pereira, detallando que era de plata marcada y dorada con oro de Zamora31. En el documento se expresó que el oro era en polvo y que para dorar se usó del azogue.

Durante el siglo XVI hubo un afán extraordinario por la explotación minera. Las primeras minas descubiertas fueron las de Santa Bárbara (actual río Gualaceo), para las cuales formuló el Cabildo de Quito el primer cuerpo de leyes de trabajo. En 1562 el licenciado Salazar de Villasante organizó una explotación en esas minas, que dio por resultado más de 100000 pesos por cuenta de los quintos reales. Luego se explotaron las ricas minas de Zamora. De la calidad de estas minas puede juzgarse por el dato de que Gil Ramírez Dávalos ordenó, el 29 de marzo de 1557, que se comprasen los trozos de oro encontrados por los mineros. El resultado fue que se halló una piedra de oro macizo que costaba 1545 pesos y otros pedazos que valían 225 pesos cuatro tomines, y otros pequeños por el valer total de 565 pesos32. El minero más afortunado del tercer cuarto del siglo XVI fue el capitán Rodrigo de Arcos. Él descubrió una mina de plata en el Valle de Malar, cerca de Cuenca, instaló un ingenio de explotación en los cerros de Girón y después comenzó a explotar las minas de Zaruma. Bajo su dirección trabajaron Diego López especialista en hacer ingenios y Pedro de Veraza, inventor del sistema de frezadillas33. El volumen XXVII de los Cabildos de Quito contiene las   —53→   datas de fundición del oro proveniente de las minas para efecto del cobro de loas quintos reales34.

Estos datos permiten colegiar el estado de holgura económica que vivió la sociedad quiteña del siglo XVI. El oro de las minas reducido a láminas por los batihojas, sirvió para el dorado brillante que aún hoy lucen los retablos quiteños. Además los orfebres demostraron su habilidad en las joyas de las familias ricas, como los plateros en el labrado de objetos sagrados y profanos que constan en inventarios de iglesias y testamentos de encomenderos y terratenientes del siglo XVI. Los plateros habían establecido sus talleres joyerías en una zona de la ciudad, hasta dar el nombre de Calle de la Platería a una de las vías centrales. Se habían organizado en gremio y en 1585 solicitaron del Cabildo Eclesiástico la facultad de fundar una cofradía bajo el patrocinio de San Eloy35. Cuando el Cabildo estudió esta petición, observó el deán Hernández de Soto «que muchos plateros de los que fundaban esta Cofradía eran nacidos en esta tierra», lo cual indica que la platería se había convertido en arte de criollos y mestizos.




ArribaAbajoImaginería

Las exigencias del culto religioso habían determinado la construcción de templos para albergue de los fieles y de retablos para desahogo de devociones populares. La estructura del altar exigió el complemento de una imagen. De este modo la escultura suscitó la artesanía del tallado y el arte de la imaginería.

La imaginería, arte de labrar imágenes para el culto religioso, se desarrolló en América con el sentido de un apostolado evangelizador. El Concilio de Trento, en la sesión XXV celebrada en diciembre de 1563, expuso la doctrina de la iglesia sobre el culto   —54→   a través de las imágenes, para oponerse a la iconoclastia protestante. En el decreto «declara que se deben tener y conservar, principalmente en los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen madre de Dios y de otros santos y que se les debe dar el correspondiente honor y veneración: no porque se crea que hay en ellas divinidad o virtud alguna por la que merezcan el culto, o que se les debe pedir alguna cosa, o que se haya de poner la confianza en las imágenes, como hacían en otros tiempos los gentiles, que colocaban su esperanza en los ídolos; sino porque el honor que se da a las imágenes, se refiere a los originales representados en ellas; de suerte, que adoramos a Cristo por medio de las imágenes que besamos y en cuya presencia nos descubrimos y arrodillamos; y veneramos a los santos, cuya semejanza tienen: todo lo cual es lo que se halla establecido en los decretos de los concilios y en especial en los del segundo Niceno contra los impugnadores de las imágenes».

Este decreto se apoyaba en el razonamiento de Santo Tomás, quien justificó el uso de las imágenes en la Iglesia Católica por el hecho de la Encarnación del Verbo. Desde que Dios se hizo hombre había derecho para representar lo espiritual con imágenes sensibles, que permitían recordar los episodios de la historia sagrada, plasmar las verdades del orden sobrenatural y estimular el sentimiento religioso de los fieles. El obispo de la Peña aludió a esta doctrina y al decreto del Concilio de Trento en las resoluciones del primer Sínodo celebrado en Quito en 1570.

En cuanto a la técnica, la imaginería reclamó el concurso del imaginero y el pintor. Precisamente cuando en Sevilla se suscitó el debate entre escultores y pintores sobre la apropiación del mérito de las imágenes policromadas, aquí en Quito concurrían el escultor y el pintor para la realización de las imágenes ofrecidas al culto. La técnica de la policromía usada en Quito era la misma que se practicaba en España. Conozcamos los detalles de este procedimiento, a través de un contrato suscrito entre el escultor Gregorio Fernández y el pintor Diego Valentín Díaz, para la hechura   —55→   de la Sagrada Familia de la Cofradía de la Pasión de Valladolid. Dice así: «Primeramente las encarnaciones de todas las tres figuras mate dando a cada una el color de la encarnación que convenga conforme a la parte, del niño como niño y la Virgen imitando a la encarnación de San José como hombre, diferenciando como más convenga: pintando los ojos en cristal y retocando los cabellos de la imagen del niño con oro molido y los del santo con color, de suerte que queden muy bien plateados; los colores del pelo muy graciosos y con toda propiedad conforme a las edades en todo, o haciendo por la orden que diere el señor Gregorio Fernández, y a gusto de los señores oficiales de esta santa Cofradía. En cuanto a los vestidos es condición que han de ir coloridos al óleo de colores, los mejores que se hallaren en Sevilla: el manto de la imagen ha de ser azul, echándole al canto unas puntas de oro y de pintura bordada con cenefa retocada de oro molido al ancho y disposición que diere el dicho Gregorio Fernández, debajo de que ha de ser angosta por fingir el manto delgado. La saya ha de ser de carmín que imite una púrpura muy finísima y también ha de llevar su cenefa la más rica y graciosa que se pueda y retocada de oro molido y si pareciere a los señores Gregorio Fernández y oficiales de dicha Cofradía echar en manto y saya unos caracolillos de oro se echen o al canto o los que sean los que hagan la cenefa. La toca de la imagen ha de llevar al canto un majaderillo de oro y por cenefa ha de imitarse una cosa como de cadeneta o limitando toda ella una labor que parezca gasa. En el ángulo de la imagen poner también un majaderillo de oro con su flotadura los remates, dando al ángulo el color más gracioso que se pueda y que salga del color de la púrpura de la saya. En cuanto al vestido del niño es condición que haya de ser morado el más subido que pueda ser de color y más gracioso hecho de colores que se hallaren en Sevilla y asimismo ha de llevar hecha la orilla en la forma y moda, aunque diferente labor que la de su madre y el ángulo del niño con su majaderillo de oro y frotadura y en las alpargatillas fingido de perlas   —56→   o algo que parezca que están bordadas; en cuanto al vestido de San José ha de ser la túnica verde el más subido que se pueda, hecho con todo cuidado, gastando en todo los mejores aceites y más a propósito para que los colores no mueran, el manto del Santo ha de ser amarillo o si de aquí a que se haga pareciere mejor otro color: en él y en la túnica ha de llevar sus orillas imitando a bordadura y todo retocado con oro molido y si para salir mejor lo bordado pareciere convenir lo que cogiese el ancho de la cenefa hacerlo de otro color sea el que más convenga y dijere el dicho Gregorio Fernández como persona que desea sus figuras luzcan bien y salgan como cosas de sus manos».

Esta larga cita nos revela a la vez la intervención de la Cofradía, el pintor y el escultor y la técnica empleada en la hechura de las imágenes. Hace ver, al mismo tiempo, la labor prolija de los detalles policromados y el costo del material. Se explica, de este modo, que el pintor en muchos casos exigiera mayor precio que el escultor imaginero. En Quito; el color mate se lo convirtió en encarnado brillante, con el frote de la vejiga del carnero. El oro y la plata, molidos, entraban como ingredientes para componer el fondo sobre el que se aplicaba el color, laminándole a veces, u otras en forma de encajes o dibujos de variada flora.




ArribaAbajoDiego de Robles

El primer imaginero de que hay noticia documentada es Diego Rodríguez, a quien se le pagaron sesenta pesos por la hechura de San Sebastián, destinado a la parroquia de su nombre. Este dato se refiere al año de 1571. Labró también una, «Imagen de nuestra Señora grande con el niño en los brazos con su tabernáculo y un crucifijo pequeño de bulto»36.

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El imaginero más conocido históricamente es Diego de Robles. Fue toledano, hijo de Antonio de Robles y María Núñez de Ayala. Casó en Quito con Juana Bautista, hija de Juan del Castillo, vecino de Málaga. Tuvo dos hijos, Bartolomé y Marcela, a quienes dejó de herederos de sus bienes. Mediante su trabajo consiguió mediana fortuna, consistente en casa propia y dinero en metálico. Perteneció a las Cofradías de la Vera Cruz de San Francisco, del Rosario de Santo Domingo y de la Inmaculada Concepción fundada en la catedral. En su testamento ordenó que se le celebraran cien misas repartidas por igual entre San Francisco, Santo Domingo, San Agustín, La Merced y La Catedral. La delicadeza de su conciencia le hizo consignar diez pesos para la Cofradía de los indios, establecida en la Compañía, en descargo de algunas «cosillas de poco momento» que pudiera haber hecho con agravio de los naturales.

En la primera cláusula de su testamento se declaró «escultor vecino de esta ciudad de Quito». En el archivo de Santo Domingo se conserva un contrato suscrito entre Juan de Ciga y Aldaz, mayordomo de la Cofradía de la Vera Cruz y Diego de Robles, por el cual el escultor se compromete a «hacer para la dicha Cofradía un Cristo de ocho palmos de a cuarta de alto y una Cruz en que esté clavado y su corona de espinas y un rótulo con cuatro letras; y una imagen de Nuestra Señora de Culto, de seis palmos, que ha de ser Nuestra Señora de la Concepción las manos puestas». El precio total de la obra era de doscientos pesos de plata, de los cuales cedía veinte con condición de que le recibieran de cofrade de la Cofradía de la Vera Cruz, para la cual se comprometió a hacer también «dos ciriales de cedro acabados de todo punto y perfección»37.

El contrato se firmó el 27 de junio de 1586. El artista realizó las obras; pero no fueron a gusto de los clientes. Por lo cual el 25 de junio de 1588, el nuevo mayordomo   —58→   de la Cofradía de la Vera Cruz demandó al escultor, exigiéndole la devolución del dinero. El conflicto debió terminarse favorablemente; puesto que Diego de Robles en su testamento, otorgado el 9 de marzo de 1594, no hizo alusión a la deuda y al contrario, aclaró que era cofrade de la Vera Cruz de San Francisco.

En 1584 labró la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe para la Cofradía organizada con este nombre, que se estableció en Guápulo. Esta efigie la policromó el pintor Luis de Rivera por el precio de cuatrocientos sesenta pesos38. En 1586, hizo para los indios de Lumbisí una imagen semejante, que fue a parar en Oyacachi y se trasladó después al Quinche, donde hasta hoy recibe culto. A él se atribuye también la imagen venerada en el pueblo del Cisne, de la provincia de Loja. Es un caso singular que imágenes de Nuestra Señora, conocidas al principio con la advocación de Guadalupe, se convirtieron en imágenes de Santuario, por los milagros que a través de ellas realizaba la Madre de Dios. Aún desde este punto de vista, el nombre de Robles como el de Montañés se vinculó al culto que provocaron sus imágenes.

Diego de Robles labró asimismo el grupo del Bautismo de Cristo, que corona el retablo mayor de San Francisco. El artista guardó relación con los padres Franciscanos. A ello se debió la siguiente cláusula de su testamento: «Mando que cuando la voluntad de nuestro Señor fuere servida de me llevar de esta presente vida, que mi cuerpo sea sepultado en la iglesia del Monasterio de San Francisco de esta ciudad en la parte y lugar que a mis albaceas les pareciere y que mi cuerpo vaya envuelto en el hábito del glorioso San Francisco, por el cual y por la sepultura se pagará la limosna acostumbrada». Debían acompañar a su cadáver los hermanos cofrades de las tres cofradías a que él pertenecía.



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ArribaAbajo Luis de Ribera

Al nombre de Diego Robles va unido históricamente el del pintor Luis de Ribera, al cual se le conoce desde 1584, por la policromía de Nuestra Señora de Guadalupe de Guápulo. El 7 de agosto de ese mismo año el licenciado Pedro Venegas de Cañaveral le reconoció el derecho sobre una propiedad llamada Quisnamira, que le habían adjudicado «los caciques e indios de Mira en pago de cierta pintura de un retablo para la iglesia de dicho pueblo»39. Tenía su casa y taller en el barrio de San Marcos. Vivía aún en 1619, puesto que el 21 de diciembre de ese año, firmaba un documento, añadiendo a su nombre el calificativo de maestro pintor.

Con ocasión de los funerales a la memoria de Felipe II, se promovió en Quito un concurso artístico. El Monarca había fallecido en el Escorial el 13 de septiembre de 1598. La noticia oficial de la muerte llegó a la Audiencia en marzo del año siguiente, con la recomendación de que se realicen honras solemnes por el alma del ilustre difunto. El Corregidor don Diego de Portugal recibió el encargo de organizar la ceremonia fúnebre. Mandó, en consecuencia, que los obrajes proveyesen de paño negro para cubrir las paredes de la iglesia y de bayeta para el piso. Hizo levantar el catafalco delante del presbiterio, en tres cuerpos sobrepuestos, con un crucifijo grande en el remate. Se adornaron «los pilares con cuadros hechos a propósito de todas las ciudades de este distrito, que acompañaban otros tantos cuadros de las armas reales, que todo se obró, o lo más en las casas de Cabildo, donde el Corregidor vivía ocupando en esto los pintores españoles e indios que había en la ciudad»40.



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ArribaAbajo Fray Pedro Bedón

¿Quiénes eran estos pintores españoles e indios, que trabajaron para las honras de Felipe II? De entre los españoles, fue probablemente uno, Luis de Rivera, a quien ya conocemos. Otro pudo ser fray Pedro Bedón, que se hallaba entonces de prior del Convento de Quito y bajo cuya dirección se hallaban algunos pintores indios. En 1598 el padre Bedón pasaba de los cuarenta. Había cursado sus estudios de Teología en Lima, donde aprendió el arte de la pintura. Siguiendo a Meléndez se ha tenido por cierto que el maestro del padre Bedón fue Mateo Pérez de Alesio. Se ha comprobado ya la inconsistencia de este dato, por cuanto la presencia del pintor italiano en Lima fue posterior a la estadía del padre Bedón en ella. Hoy se acepta, más bien, el influjo sobre nuestro pintor del hermano jesuita Bernardo Bitti, que estuvo en Lima entre los años 1576 y 1585, con cuyas pinturas guardan semejanza las del padre Bedón41. De esta etapa de aprendiz dice Meléndez que el joven sacerdote ocupaba el tiempo libre «en pintar cuadros de Nuestro Señor y de su Madre Santísima y otros santos, que hacía con gran primor».

En 1586 volvió a Quito. Aquí alternó el tiempo entre la enseñanza y el apostolado, sobre todo del Rosario. Como en Lima, organizó la cofradía y para la inscripción de sus miembros abrió un libro, en cuya primera página diseñó el busto de una imagen, al estilo de las de Bitti. Inscritos con su letra, entre los años 1588 y 1592, constan con el calificativo de pintor, los nombres de Alonso de Chacha, Andrés Sánchez Gallque, Antonio, Cristóbal Ñaupa, Felipe, Francisco Gocial, Francisco Guijal, Francisco Vilcacho, Jerónimo Vilcacho, Juan José Vázquez y Sebastián Gualoto; los cuales debieron trabajar a órdenes del corregidor Diego de Portugal, para el túmulo de las exequias de Felipe II.

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Entre éstos el más conocido es Andrés Sánchez Gallpe, con quien hizo pintar el oidor Barrio de Sepúlveda el retrato de los negros de Esmeraldas, para enviarlo a Felipe III el año de 1598. Sánchez Gallque era de los más fervorosos cofrades del Rosario y en unión de otros indios costeó no pocas veces los gastos de la fiesta de Nuestra Señora. Entre 1591 y 1592 estuvo de paso en Quito el pintor italiano Ángel Medoro, quien pintó para el Convento de Santo Domingo un blasón heráldico, sostenido por cuatro ángeles y para la Concepción una Imagen de Nuestra Señora, ambas pinturas en telas de idéntica factura. Fue a la segunda vez que el padre Bedón estuvo en relación con un pintor italiano, que dejó huella en su manera de ejercitar el arte.

En 1593 el padre Bedón salió para Nueva Granada por motivo de las alcabalas, en que había dado a conocer su pensamiento por escrito. Se estableció al principio en Bogotá, donde distribuyó su actividad entre la enseñanza y la práctica de la pintura. Refiriéndose al año de 1594, escribe el padre Alonso de Zamora: «Muy a principios del Provincialato del reverendísimo padre maestro fray Pedro Mártir, tuvo esta Provincia y convento del Rosario, la dicha, de que de la de Quito viniera el venerable padre maestro fray Pedro Bedón, cuyas firmas se veneran en sus libros como reliquias. En ellos se hallan, como Depositario en estos años, y en el Refectorio en el año de 1594, cuya pintura se debe a sus manos. Con ellas manifestó las imágenes de diferentes pensamientos, el gran espíritu y devoción que tenía a los santos. Siendo toda la pintura en las paredes de todo el Refectorio y habiendo cien años que lo pintó, están hoy tan vivos los colores, que no sólo admiran, sino que mueven a devoción, porque en todo imprimió la viveza de la que tenía en el corazón. Estuvo también en la ciudad de Tunja, en que pintó algo de su Refectorio, que hasta hoy permanece con grande ostentación y reverencia, rezando todos los días el rosario a coros en su capilla, que empezó a fabricar y en todo resplandece la devoción cordial, que tenía a la Virgen Santísima   —62→   su venerable Fundador»42. En Tonja debió apreciar las pinturas que hacía poco había realizado ahí su maestro y amigo, Ángel Medoro. En 1598 estuvo de vuelta en Quito, donde fue elegido de Prior y como tal intervino en el Capítulo Provincial, celebrado ese mismo año en el mes de septiembre. En la epístola preliminar a las actas se contiene la teoría del arte, tal como se entendía a fines del siglo XVI en Quito. «Tres cosas son sumamente necesarias, para que alguien pueda adquirir con perfección la ciencia de alguna cosa: el arte, el uso y la imitación. El arte, para enseñar las reglas y principios; el uso para la práctica del ejercicio y la imitación para poner ante la vista los modelos. Esta doctrina se pone en evidencia en un pintor perito, el cual, para adquirir a perfección su arte, necesita primeramente que le enseñen las reglas del arte, los modos de componer los colores, la proporción con que se los debe mezclar y la manera de pintar las imágenes; en segundo lugar, necesita el uso, porque nunca resultará pintor si no se ejercita en la pintura; en tercer lugar, ha menester de excelentes modelos, en los cuales vea cumplidos a cabalidad todas las reglas de teoría». Por estas expresiones se echa de ver que el padre Bedón no fue simplemente un pintor; sino que, en el afán de enseñar el arte a sus discípulos, llegó a formular las reglas prácticas que debían ellos observar en la Escuela de Pintura.

En 1600 levantó el Convento de la Recoleta, donde pintó en el descanso de la grada la imagen de Nuestra Señora de la Escalera y en los claustros las escenas de la vida del beato Enrique Susón. Con referencia a este cuadro, escribió en 1687, el doctor Francisco de Montalvo: «Además de Nuestra Señora de la Escalera, otras muchas imágenes de la Virgen hizo este Apeles Sagrado, aunque sus diseños no observan en todo las puntualidades del arte, según las maravillosas que Dios obra por ellas, no puede dudarse   —63→   que pintaba, como quería, parece que fueran sus pinturas de los cielos». El padre Bedón introdujo, a fines del siglo XVI, la forma de representar a la Virgen del Rosario, con Santo Domingo y San Francisco a los pies. En el museo de Santo Domingo se conserva un libro coral con viñetas del padre Bedón y la data de 1613.





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ArribaAbajo Capítulo IV

La instrucción pública durante el siglo XVII



ArribaAbajo Hacia los estudios universitarios

Las comunidades religiosas, particularmente la Dominicana y Franciscana, habían organizado centros de enseñanza superior para formación de sus respectivos candidatos a la vida monacal. El Capítulo General de Dominicos celebrado en Roma en 1589, había concedido a la Provincia de Quito la facultad de contar con tres magisterios y seis presentaturas, que debían concederse a los religiosos por méritos de enseñanza. El Capítulo Provincial de 1589 presentó para el grado de Maestro al padre Pedro Bedón, alegando que había sido seis años maestro de estudiantes, a los cuales había enseñado la Teología durante cinco, y dos más había sido catedrático en la Universidad de Bogotá. El 10 de marzo de 1598 el padre Bedón escribió a Felipe II pidiendo el establecimiento de Universidad en Quito. «Siento en mi conciencia, le decía, que acierta Vuestra Majestad muy mucho en conceder a esta Provincia de Quito estudios generales, poniendo Universidad en esta ciudad, que es del temple acomodado y muy proveída de bastimentos,   —66→   fértil y sana, y haber de aquí a Lima (donde al presente está la Universidad del Perú) trescientas leguas, a donde no se puede ir sin mucho dinero y trabajo, ni dejar de tener riesgo grande en la salud, porque van de esta tierra fría a esa otra que es caliente y húmeda, basteada de frutas pero no de pan y carne en abundancia ni barato, y así no todos tienen caudal para tanto gasto como es menester para sustentarse en Lima. El bien que se sigue de que estudien los que nacen en esta tierra se ve por experiencia en los que de ella han ido a estudiar a Lima y vuelto aquí muy aprovechados en letras y en otros que han cursado los estudios particulares que hemos tenido en este Convento, donde yo he leído Artes y Teología por tiempo de trece años y en el Nuevo Reino cuatro años, donde he tenido muchos discípulos que ahora hacen mucho fruto entre los naturales»43.

El padre Bedón no hizo sino insistir en una vieja aspiración de la ciudad de Quito. Ya el ilustrísimo señor de la Peña expuso al Rey, el 15 de febrero de 1570, la conveniencia de que hubiese Universidad en Quito. El Cabildo de la ciudad, en sesión del 31 de agosto de 1576, acordó dirigirse a Felipe II en este mismo sentido y nombró comisionado para el efecto al padre Hernando Téllez, que estaba de viaje para España44. Posteriormente en 1580, Alonso de Herrera presentó al Monarca este justo anhelo de la ciudad de Quito y consiguió que expidiese una Cédula Real a la Audiencia, pidiendo informes al respecto. Esta cédula firmada en Badajoz el 5 de agosto de 1580, fue presentada a la Audiencia por el Procurador General de la ciudad don Juan de Londoño, quien expresaba la necesidad del estudio de las ciencias por parte del «mucho número de hijos de españoles pues de otra manera no puede ser república con la pulicia y modo de vivir que conviene». La Audiencia dio su informe favorable el 2 de noviembre de 1581. El razonamiento en que apoyaba comprendía   —67→   todos los aspectos. Quito era una «ciudad que iba ennobleciéndose en edificios y multitud de gente». Tenía un clima de un temple medio, de que gozaba todo el año. Se hallaba a distancia de doscientas leguas de Bogotá y trescientas de Lima y contaba a la redonda con las ciudades de Cuenca, Guayaquil, Pasto, Baeza y Ávila, que podrían ser beneficiadas con la Universidad. Disponía de productos agrícolas y de obrajes, para provisión de alimentos y vestidos. Los Conventos contaban con estudiantes que anhelaban coronar su carrera con título académico. La economía podría obtenerse de la contribución impuesta a las Doctrinas y la aplicación de los dos novenos. Podríase, además, contar con un catedrático gratuito que daría cada Comunidad Religiosa. Para comenzar, podría el programa de enseñanza comprender, dos cátedras de Teología, dos de leyes, dos de cánones, dos de medicina, tres de súmulas, lógica y filosofía, dos de gramática y una de la lengua del Inga. En cuanto al edificio se lo señalaba por de pronto el sitio de Santa Bárbara. Advertía, finalmente, el informe que la organización de la Universidad se dejara totalmente a cargo de la Audiencia45.




ArribaAbajo Universidad de San Fulgencio

Fray Luis López de Solís, cuando Provincial de los Agustinos del Perú, envió a Quito a los padres Luis Álvarez de Toledo y Gabriel de Saona, con la misión de establecer la Orden Agustiniana en el territorio de la Audiencia. Los fundadores, ambos de prestigio, trajeron recomendación de Felipe segundo y del virrey Francisco de Toledo, lo cual les facilitó el cumplimiento de su cometido. Al principio se hospedaron transitoriamente en la parroquia de Santa Bárbara y luego tomaron posesión del sitio definitivo que les proporcionó la Audiencia. El padre Álvarez de   —68→   Toledo, deudo del Virrey, consiguió en el capítulo de 1575 la aceptación canónica del primer Convento Agustiniano de Quito y el envío de un grupo de selectos religiosos. En 1581 se comenzó la construcción de la iglesia y el convento, bajo la dirección del arquitecto extremeño Francisco Becerra.

El 21 de febrero de 1581 la Audiencia confió la dirección del Colegio que habían renunciado los Franciscanos, después de una benéfica labor docente de treinta años. El nuevo instituto tomó el nombre de Colegio de San Nicolás de Tolentino e inició la enseñanza con alumnos externos. No estaban ya las circunstancias para atender a los educandos en la forma gratuita y con alcance práctico como lo habían hecho los padres de San Francisco. Los religiosos Agustinos de Quito advirtieron en el ambiente social el anhelo de cultura superior y el padre Saona aprovechó de un viaje a Roma para conseguir del papa Sixto Quinto la facultad de entablar estudios universitarios en el Convento de San Agustín. Además alcanzó de Felipe II una cédula para el obispo de Quito pidiendo informes acerca de la renta con que pudiera contarse para el efecto. Los padres del convento escribieron al Rey el 5 de marzo de 1595, interesándole en este asunto y pidiéndole de merced «funde (universidad) en este convento pues será esto grande parte para que se remedie en pobreza y vaya en aumento esta provincia»46. La Bula Pontificia facultaba conceder los grados de Bachiller, Licenciado, Doctor y Maestro en Artes, Teología, Cánones, Leyes y Medicina. Entretanto los Agustinos de Quito no contaban con fondos ni local para pensión de catedráticos y funcionamiento de clases. El ilustrísimo señor Solís, no obstante ser Agustino, debió ver la realidad y, según ella redactar su informe. Así se explica que tardase hasta el 2 de septiembre de 1602 la licencia del General de la Orden para hacer uso de la Bula y limitando los grados a los frailes del Convento.

En cuanto al pase regio de la Bula, debió esperarse que mejoraran   —69→   las circunstancias del Convento para poderlo tramitar ante la Corte. Recién, el 5 de febrero de 1621 se presentó la solicitud al Consejo, el cual la remitió al dictamen del Fiscal. Al cabo de más de un año se conoció la respuesta en los términos siguientes: «El Fiscal dice que ha visto la Bula que se le remite y le parece que se puede pasar, advirtiendo que por ella la Religión de San Agustín no ha de adquirir derecho alguno irrevocable para la fundación de la Universidad; sino sólo en el ínterin que su Majestad mande que se haga en Quito estudios generales y con que los estudiantes no queden libres de la Jurisdicción Real, ni por esta fundación adquiera jurisdicción el Provincial o Rector de la Universidad en los estudiantes, y sin perjuicio del derecho de otra Universidad erigida por su Majestad y aprobada por su Santidad»47.

Entretanto que llegase el tiempo de conseguir el pase regio a la Bula, los Agustinos de Quito aprovecharon de la facultad concedida por el General de la Orden y en el capítulo Intermedio celebrado en diciembre de 1603 procedieron a erigir la Universidad de San Fulgencio, limitando la concesión de grados a los religiosos de la Orden. La cláusula relativa al caso dice textualmente: «Que en este convento de Nuestro Padre San Agustín de Quito pueda haber y haya Estudio General y Universidad en la cual los Religiosos de dicha Orden siendo beneméritos y doctos en Sagrada Teología puedan ser premiados y sus trabajos sean remunerados en la dicha Universidad con el grado e insignias de Maestro en Santa Teología».

Después del pase regio a la Bula, no faltaron sacerdotes que en el transcurso de los años obtuvieron sus grados académicos en la Universidad de San Fulgencio. En la Biblioteca Jijón y Caamaño se conserva el Registro de los graduados en la Universidad de San Fulgencio desde el año 1679 a 1769. Constan en él cincuenta y siete nombres, de los cuales catorce son graduados   —70→   de Quito, doce sin el detalle de procedencia, cinco de Panamá, cuatro de Popayán, cuatro de Riobamba, tres de Guayaquil, dos de Cali, dos de Cuenca y uno de Pasto, Piura, Latacunga, Bogotá, Tumaco, Loja, Ibarra, Ancerma, Ambato, Patia y Barbacoas. A algunas de estos se les extendió el título de doctor con el simple comprobante de competencia dado por persona extraña a la Universidad.

El 25 de agosto de 1786, el rey Carlos III privó a los Agustinos de la facultad de conferir grados universitarios.




ArribaAbajoLos Jesuitas en la enseñanza pública

Las Órdenes Mendicantes habían proporcionado los operarios evangélicos en la viña de la Iglesia ecuatoriana. Ellos fueron los primeros misioneros y civilizadores de la naciente sociedad. A ellos se debió la labor principal en la organización de las doctrinas, que fueron los núcleos de los pueblos que integraron luego la Audiencia de Quito. En torno a los conventos se formó el espíritu religioso del pueblo con expresiones de variado folklore. La instrucción y el patrocinio del arte recibieron su primer impulso de las Comunidades de Religiosos Mendicantes.

La presencia de los jesuitas abrió nuevas posibilidades a la cultura con la organización permanente de estudios para la clase acomodada y sobre todo con la dirección del Seminario. Sin la preocupación de Doctrinas ni de Capellanías, la Compañía dedicó su personal a la enseñanza y a los Ejercicios Espirituales, sin descuidar a las Cofradías con elemento criollo e indígena. Ya en la Congregación Provincial, celebrada en Lima en agosto de 1588, el padre Baltasar Piñas hizo presente que estaba fundado en Quito un Colegio al que acudían buen número de niños a recibir latinidad, para el cual solicitaba la aprobación del General, que efectivamente la dio en abril de 1591. La iniciación de los estudios   —71→   reclamó de suyo la adecuación de local apropiado para el funcionamiento del Colegio. Con este fin los padres compraron unas casas frente al actual templo de la Compañía y las habilitaron para las clases. Al curso de latín siguió el de Humanidades, Retórica y Poesía. En enero de 1590 se dio comienzo al curso de Filosofía, que se coronó con el de Teología, a cuya apertura estuvo presente el ilustrísimo señor López de Solís en octubre de 1594. Los alumnos eran externos y de los internos, unos eran becarios y otros pagaban la pensión alimenticia.

Apenas se hizo cargo de la Diócesis, fue preocupación del ilustrísimo señor López de Solís establecer el Seminario de modo formal y duradero, tal como lo habían mandado el Concilio de Trento y los Concilios Provinciales de Lima. El que existía desde el tiempo del ilustrísimo señor de la Peña era prácticamente provisional y reclamaba su organización definitiva. Fuera de las prescripciones de la autoridad eclesiástica, había intervenido también la recomendación de Felipe II, quien estaba interesado en dotar de vida propia a las Diócesis de la América.

En carta del 12 de octubre de 1594, el ilustrísimo señor López de Solís escribió al Rey, informándole sobre la fundación del Colegio Seminario. «Hallé, decía, cédula de Vuestra Majestad en que manda funde Colegio Seminario y que se cobre la renta para su sustento en la conformidad que el Concilio de Trento y el Provincial de Lima de 83 disponen. [...] Fundé el Colegio en una muy buena casa donde metí cuarenta Colegiales con hábito pardo y beca de grana, hijos de conquistadores y de la gente más principal de esta tierra y tan buenos estudiantes que pueden competir con los buenos Seminarios de España. [...] Este Colegio he encargado a los religiosos de la Compañía de Jesús, por ser como es su Instituto inclinado a estas cosas de virtud y del servicio de Dios Nuestro Señor, los cuales han puesto Rector en el dicho Colegio y religiosos y tienen maestros que les enseñan y van tan adelante en letras y virtud, que de hay más se proveerán del Seminario   —72→   los clérigos que fueren menester en el Obispado que los voy ordenando y preparando con este intento»48.

El ilustrísimo señor López de Solís tuvo que afrontar los problemas que se suscitaron desde la iniciación del Seminario. Ante todo, el económico; por la resistencia que opusieron las doctrinas servidas por religiosos. Luego, el del local destinado a residencia de los alumnos. También el de la organización total de los estudios.

Al principio los seminaristas ocupaban una casa contigua a la episcopal, que se ubicada frente a la puerta de entrada a la Catedral. Ahí permanecieron hasta concluir el primer trienio de estudios filosóficos. El aumento progresivo de alumnos puso en evidencia la estrechez incómoda de la residencia. En 1597 la Compañía hizo una permuta de esta casa con otra que ella poseía en la vereda de enfrente, detrás de la catedral, frente al sitio donde hoy se ubica la fachada de la Compañía. Así levantaron una capilla con el nombre de San Jerónimo, para uso de los alumnos y servicio del pueblo. En este nuevo sitio se tuvieron las clases de primeras letras, latín, filosofía y teología.

Entretanto los padres de la Compañía fueron edificando progresivamente la iglesia y la casa, donde se establecieron de modo definitivo. La residencia de los seminaristas frente a la Compañía duró por mucho tiempo. El padre Pedro de Mercado, en su historia escrita en la segunda mitad del siglo XVII, afirma al respecto: «La iglesia mayor tiene en su misma cuadra y al mismo lado donde está situada el colegio de seminaristas que en días señalados sirven a su altar. Está este colegio seminario en frente de nuestro colegio, con que está más a mano porque no hay más que la calle de por medio para pasar de un colegio a otro». A continuación añade el método de dirección que tenían los padres con los Seminaristas. Procuraban que «tengan un rato de oración por la mañana, de que oigan misa a hora señalada, de que recen el   —73→   rosario a la Virgen María y que la invoquen en comunidad con su letanía; que confiesen y comulguen a menudo y se aparten de malas compañías». Cada colegial seminarista tenía su celda aparte. Además de la formación espiritual, procuraban «que arguyan unos con otros, que tengan conferencias, que hagan públicas lecciones y se ejerciten en otros actos literarios, con que después salgan del colegio doctos y letrados. A este fin tenía la Compañía en su casa un claustro con cinco aulas de muy buena fábrica: en las dos primeras se enseñaban los rudimentos de la lengua latina, a los cuales se añadía la de retórica, que aprendían 106 estudiantes en el año antecedente al curso de artes. Estas se enseñaban por espacio de tres años en el aula cuarta y cada día en la última leían sus lecciones tres maestros de teología»49.

Toda esta práctica de dirección y enseñanza estaba prevista en los Estatutos y Constituciones del Seminario que redactó el ilustrísimo señor López de Solís, de acuerdo con los padres de la Compañía. En los estatutos se consultaban las condiciones de admisión de los alumnos, distribución del tiempo, maneras de dirección y enseñanza, obligaciones de los Seminaristas y administración de los bienes. El fundador puso cuidado en que el Seminario fuese autónomo en sus relaciones con la Audiencia. Con este fin, consiguió de Felipe II una cédula expedida el 30 de noviembre de 1595, en que se disponía que la Audiencia, ni el Cabildo en Sede Vacante, ni ningún Obispo sucesor pudiesen introducir mudanzas en la organización del Seminario50.

No fue del agrado pleno del Padre General la aceptación del Seminario. Habría preferido que la Compañía tuviese su Colegio independiente para seglares como había comenzado. A los padres que habían intervenido en la fundación del Colegio Seminario pidió explicaciones para justificar el hecho. Una vez aceptada esta   —74→   realidad, la Compañía de Quito tuvo que atender a la vez a los seminaristas y a los alumnos seglares. «Su enseñanza se extendía a toda clase de personas sin excepción de ninguna clase, a sus religiosos, hasta terminar el curso de teología en su propio colegio, llamado Máximo porque incluía la filosofía y teología; a los alumnos del Seminario desde la gramática latina hasta terminar la teología; a los seglares desde primeras letras hasta concluir esta misma facultad»51. Estos se dividían en externos, o sea los que vivían en la ciudad de Quito, y en Colegiales, que moraban en el Seminario, pagando su pensión. Para esta paga se procuraron becas para Seminaristas y para los estudiantes pobres.

El anhelo de coronar los estudios con grados académicos surgió en Quito en el último cuarto del siglo XVI. El padre Saona consiguió del papa Sixto V la facultad de conferir grados universitarios, que el General de la Orden limitó a los estudiantes agustinianos. La concesión pontificia fue una gracia que no consultaba la realidad. Por esta causa hubo de diferirse el pase regio hasta 1621.

En cambio, el Colegio Seminario de San Luis se constituyó desde el principio como un Instituto permanente de enseñanza, que fue afirmándose con el transcurso del tiempo. En seis lustros de funcionamiento formó dos generaciones de estudiantes, que sentían la falta de grados académicos, para coronar su afición a la cultura. Se explica, entonces, la trascendencia social que se dio a la facultad obtenida legalmente, para establecer estudios universitarios, por parte de la Compañía. A petición del General de la Orden, el papa Gregorio IV había extendido la Bula In Supereminente, del 8 de agosto de 1621, en que facultaba a los Jesuitas de América y Filipinas conferir a sus alumnos los grados académicos. El Breve pontificio alcanzó el Pase Regio el 2 de febrero de 1622. Y el 15 de septiembre del mismo año, el padre provincial Florián de Ayerve presentó a la Audiencia de Quito   —75→   los documentos pontificio y regio para su ejecución. Ese mismo día se organizó un acto social, en que la Bula, colocada en estandarte de terciopelo, fue paseada por las calles de Quito, a son de pregón y de música y con lucido cortejo de cabalgata enjaezada.

El mismo padre Mercado proporciona detalles acerca del funcionamiento de la Universidad de San Gregorio. Comenzó a dar grados en 1623. El Rector del Colegio era a la vez de la Universidad. Para selección de los graduados, precedía la elección por suerte de la materia que debían leer durante una hora en presencia de los examinadores. Luego seguía la hora de la tentativa, en que arguyendo los maestros y respondiendo el examinado se formaba juicio del mérito y se resolvía por votos el resultado de la prueba.

El Obispo, por lo general, presidía el grado. La ceremonia se verificaba en la sala que se inauguró el año de 1659. Era ésta una pieza muy capaz con dos órdenes de asientos labrados en sus respaldares y barandillas. En el escenario estaba colocada la cátedra y al fondo un retablo con su sagrario en la mitad. Concluido el grado, se procedía a un desfile por las calles principales de la ciudad, «yendo cada uno de los doctores y maestros en el lugar que le competía por la antigüedad de su grado, llevando en sus cabezas los bonetes con sus borlas y pendientes las mucetas de sus cuellos mostrando en los colores los grados de sus dueños, blanco y negro a los doctores, negro y azul a los maestros. Los que solamente eran doctores llevaban la borla sólo blanca, pero los que con el doctorado mezclaban el magisterio llevaban la borla con blanco y azul».

Cada tres años, al terminar el curso, se graduaban hasta treinta, de los cuales unos eran los estudiantes regulares de San Gregorio, otros que habían cursado estudios en otros centros y algunos religiosos de las Comunidades de Quito.

Todos los años se inauguraba oficialmente el curso el día de San Lucas Evangelista, con un discurso académico que se tenía   —76→   en la sala, en presencia de maestros y estudiantes. Ese día se exhibía en un cartel el nombre de los profesores y la materia que debían enseñar cada uno de ellos.




ArribaAbajo La Instrucción Pública en las demás ciudades de la Audiencia

La Audiencia de Quito, además de la capital, contaba en su territorio con la ciudad de Guayaquil, fundada en 1537 por Francisco de Orellana; Loja, fundada por Alonso de Mercadillo en 1548; Cuenca, fundada por Gil Ramírez Dávalos en 1557; Riobamba, elevada a condición de aldea en 1575; Ibarra, fundada por el capitán Cristóbal de Troya en 1606; Ambato y Latacunga, que de hecho se constituyeron en centros de población nutrida. Dependían también de la Audiencia de Quito las ciudades de Pasto y Popayán. Todas estas ciudades habían sido establecidas al estilo de la de Quito, con un plano que consultaba la ubicación central de la iglesia mayor y de los Conventos de San Francisco y Santo Domingo y algunas, también de la Merced y San Agustín.

El ilustrísimo señor de la Peña había ordenado en el Sínodo de 1570 que párrocos y doctrineros fundasen escuelas junto a las iglesias. Esta orden se refería más bien a la organización de centros catequísticos, para los que se echaba mano de los indios preparados en el Colegio de San Andrés.

En los Capítulos Provinciales de la Orden Dominicana, correspondientes al siglo XVI y primera mitad del siglo XVII consta la asignación de religiosos destinados a la enseñanza de Gramática y Artes en los Conventos de Loja, Cuenca, Pasto y Popayán. Debieron preocuparse también de la enseñanza las demás Órdenes Mendicantes, como se colige de la representación que hicieron en 1633, oponiéndose al establecimiento de los Jesuitas en Cuenca, Guayaquil, Riobamba, Latacunga, Ibarra, Pasto y Popayán,   —77→   alegando que estas poblaciones estaban «abundantísimas de enseñanza, doctrina y predicación, porque hay muchos religiosos de todas las dichas órdenes que leen gramática, predican, confiesan y administran sacramentos»52.

Pero con medio siglo de enseñanza continuada en Quito se habían dado cuenta las ciudades de que los Jesuitas eran los llamados a establecer Colegios destinados a la instrucción de los seglares. El afán de cultura hizo que de los pueblos llegaran peticiones a la Compañía, solicitando que fundasen planteles para la educación de la juventud. De este modo fueron escalonándose en las diversas ciudades de la Audiencia los Colegios de los Jesuitas. No hace al caso referir los detalles que rodearon a cada fundación.

La primera ciudad en beneficiarse con un Colegio fue la de Cuenca. El año de 1633 las padres Francisco de Figueroa y Cristóbal de Acuña tomaron posesión de las casas destinadas al plantel que se instaló en la esquina de la plaza central. Desde el principio, «pusieron clase de gramática», refiere el padre Mercado y el fruto «se colige así de los muchos que se han acogido a los religiosos ansiosos de su mayor perfección, como de los que perfeccionados en la lengua latina han pasado a Quito a estudiar facultades mayores de artes y teología y Sagradas Escrituras en que salen los de esta tierra aventajados porque son de grandes ingenios»53.

Latacunga fue la segunda ciudad que obtuvo la fundación de un Colegio de Jesuitas. El problema de la economía lo resolvió el acaudalado vecino don Juan de Sandoval y Silva. Conseguidas las licencias de Roma y Madrid, el padre Sebastián Hurtado se hizo cargo del Colegio destinado a noviciado el año de 1674, sin descuidar la enseñanza de niños seglares que había comenzado el año de 166854.

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Después de insistentes peticiones, consiguió la ciudad de Ibarra el establecimiento de un Colegio el 13 de abril de 1685. El padre Domingo de Aguinaga fue el comisionado que se hizo cargo del local, tomando posesión en presencia del cabildo eclesiástico y Regimiento de la ciudad55.

Riobamba y Guayaquil no obtuvieron la fundación de Colegio sino en el primer decenio del siglo XVIII, después de haber asegurado las rentas suficientes para el funcionamiento normal de la enseñanza.

El establecimiento de Colegios en las ciudades de la Audiencia levantó de hecho el nivel de la cultura general. Además contribuyó a proveer al Colegio Seminario y a la Universidad de San Gregorio de sujetos excelentes de todos los sectores del país, que abrazaron la carrera eclesiástica o ingresaron en las diversas Comunidades Religiosas. Quito se convirtió no sólo en centro de convergencia, sino de irradiación de la cultura a todas las zonas de la Real Audiencia.




ArribaAbajoMaterias y Textos de enseñanza

Un tesoro documental para valorar el grado de la cultura quiteña durante la colonia constituye la colección de los libros manuscritos, procedentes de la Antigua Biblioteca de la Compañía y que hoy componen el fondo del Archivo Nacional de Historia. El padre Miguel Sánchez Astudillo ha hecho un estudio interesante de esa colección y publicado un libro intitulado: Textos de Catedráticos Jesuitas en Quito Colonial. De este estudio vamos a extraer los datos, que nos permitan apreciar el ambiente cultural de Quito en los siglos XVII y XVIII de nuestra historia.

El número de manuscritos de la Biblioteca Nacional es de 370 volúmenes, a los cuales hay que añadir 33 pertenecientes a   —79→   la Biblioteca del Instituto Superior de Humanidades Clásicas y 5 conservados en bibliotecas particulares. El total de libros manuscritos, que proceden de la Universidad de San Gregorio, alcanza a la cifra de 408 ejemplares. Casi todos contienen el texto usado por el catedrático al dictar su materia. Unos pocos son la copia manuscrita por el alumno sobre el asunto escuchado en clase.

Efecto de la organización interna de la Compañía fue la asignación a las casas y colegios de la América de religiosos y catedráticos procedentes de las diversas naciones de Europa. Esta distribución de sujetos daba por resultado la difusión de las corrientes culturales y la unificación de los métodos de enseñanza. La conquista de vocaciones selectas en cada lugar dependía de la respuesta del ambiente social, en que se ubicaban Colegios y Universidades.

Así se explica que de los 408 volúmenes manuscritos, 11 procedieran de centros españoles de estudios superiores, 3 de italianos y 5 de americanos fuera de Quito. En cuanto a los autores consta que 35 no enseñaron en Quito y 23 de quienes hay duda todavía de que pudieran haberse hallado entre nosotros. En cambio se sabe con certeza que 71 profesores extranjeros enseñaron en Quito y consignaron su enseñanza en un volumen manuscrito y 21 ecuatorianos, de los cuales cinco son lojanos, cuatro quiteños, tres del Guayas, tres de Cuenca, tres de Riobamba, dos de Ibarra, y uno de Ambato: lo cual permite apreciar la proporción de vocaciones que salían de los Colegios Jesuitas establecidos en las diversas ciudades de la Audiencia.

Mayor interés despierta el examen de las materias tratadas en los manuscritos. De los 408 volúmenes, 193 corresponden a la Filosofía y 208 a tratados de Teología. La Filosofía comprendía entonces la Lógica, la Física y el tratado del alma. En la equivalencia actual, esos textos se distribuyen en 57 sobre Lógica y Crítica, 70 sobre Cosmología, 9 sobre Ontología, 6 sobre Psicología y 51 volúmenes mixtos, que contienen tratados varios. La Teodicea y la Ética se reservaban al ciclo de Teología.

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La Teología estaba dividida en las cátedras de Prima y de Vísperas o sea en Teología Dogmática y Teología Moral. A la primera corresponden a la colección 65 tratados de Dios Uno, 11 sobre la Trinidad, 11 sobre el Verbo Encarnado, 18 sobre la Gracia, 14 sobre las Virtudes Infusas, 4 sobre los Novísimos y 20 volúmenes de tratados dogmáticos varios. De la Teología Moral se han conservado 15 tratados sobre los Sacramentos, 9 sobre los Actos Humanos, 7 sobre los Preceptos, 6 sobre los Pecados, 4 sobre la Conciencia, 1 sobre las Leyes y 11 volúmenes mixtos de tratados de Moral y 16 que contienen tratados de Dogma y Moral.

Al grupo literario pertenecen tan sólo seis volúmenes y uno de cuestiones gramaticales.

La colección de manuscritos formaba parte de las copiosas bibliotecas del Colegio de San Luis y de la Universidad de San Gregorio, que, después de la expulsión de los Jesuitas, se convirtieron en la Biblioteca Pública, de que se hizo cargo Eugenio Espejo. Un testigo que conoció la Biblioteca al terminar la época colonial lo describe así: «La pieza donde se hallan colocados los libros, que componen más de diez mil volúmenes, es la más magnífica que hay en toda la América. Estantería de buena madera pintada a chinesca con perfiles de oro, estatuas colocadas sobre el famoso barandillaje dorado que circunda esta hermosa sala, las cuales denotan las facultades a que corresponden: toda una biblioteca digna de una ciudad ilustrada»56.





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