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El discurso natural y moral en Hispanoamérica: de la colonia a la independencia

Fernando Operé





Hay urgencias en la historia de las sociedades de consecuencias imprevisibles. Al abrir las páginas de la literatura latinoamericana de la independencia abruma la urgencia retórica, apasionada, militante de sus proclamas. Es un caudal de ensayos apiñados y rotos, un repique de tambor para la marcha de la cultura que debía emprenderse. Había que escribir, cartas, himnos, discursos, programas, planes, pero sobretodo había que dar rienda suelta al genio americano reprimido y postergado en la larga noche de la colonia. Este mensaje urgente aparece obsesivamente en las páginas literarias de «todos los que fueron», que en América Latina fueron los que escribieron. Escuchemos la oración clamante de inspiración de uno de los hombres más lúcidos del período, Esteban Echeverría: «Vosotras divinidades sacras de la América, salid de la obscuridad en que estáis sepultadas y venid a inspirar a un hijo de vuestro suelo; venid para que el mundo vea que también tenéis un Parnaso y genios predilectos. Y vos! oh sol! padre de América, fuego creador del universo, animad mi canto con vuestros rayos vivificantes» («Peregrinaje de Gualpo», p. 447).

José Lastarria, empecinado reformador de la nueva República de Chile, opinaba que, «No hay sobre la tierra pueblos que tengan como los americanos una necesidad más imperiosa de ser originales en literatura, porque todas sus modificaciones les son peculiares y nada tienen en común con las que constituyen la originalidad del Viejo Mundo» (Lastarria 7). Bartolomé Mitre escribía en el prólogo de su novela Soledad: «La América del Sur es la parte del mundo más pobre de novelistas originales. Si tratásemos de investigar las causas de ésta pobreza, diríamos que la novela es la más alta expresión de la civilización de un pueblo, a semejanza de aquellos frutos que sólo brotan cuando el árbol está en toda la plenitud de su desarrollo» (15). Entendía Mitre que mientras la lírica es un género de juventud, la novela es un producto de sociedades maduras con un alto nivel de civilización. El símil explicaría la carencia de novela entre las nuevas sociedades y la necesidad de que, a medida que sus instituciones se solidificasen, lo haría la novela. Su instrumentación, por otra parte, serviría de vehículo para difundir «el modo de ser político y social», para mostrar «las costumbres originales y desconocidas de los diversos pueblos» y para popularizar la historia (17).

Se trataba, pues, de reconocer la necesidad de forjar una literatura que fuese la expresión de las ideas, la idiosincrasia y el espíritu creativo de las nuevas repúblicas, todavía ensangrentadas por las guerras de independencia y las subsiguientes luchas internas. El argumento es bien conocido y se fraguó entre fuerzas discordantes, pero que apuntaban a la necesidad de crear una literatura nacional original. Es ilustrativa, al respecto, la respuesta del joven Echeverría a un artículo publicado en el Comercio del Plata, obra del renombrado crítico español Antonio Alcalá Galiano, en que el éste analizaba el estado de la literatura americana, indicando que se hallaba aún en mantillas. La respuesta de Echeverría es muy interesante y abría una polémica aún hoy en día inacabada. Alcalá Galiano señalaba como causas fundamentales de la pobreza de la literatura americana del XIX el hecho de que sus hacedores habían rechazado con vehemencia juvenil la herencia cultural de la colonia española. Los comentarios produjeron la respuesta del escritor argentino en un artículo titulado «La situación y el porvenir de la literatura hispano-americana». Sin duda, Echeverría consideró el tema de importancia fundamental puesto que incluyó su artículo como apéndice a «Ojeada retrospectiva» con que iniciaba su magna obra El dogma socialista. Reconocía Echeverría la precariedad de la creación literaria en Hispano América, la cual achacaba a una serie de razones entre las que señalaba, el estado de transición de la vida de las repúblicas y su estructura «semibárbara», que habían impedido el normal desarrollo de la sociabilidad. «¿Cómo quiere que en América segregada por un océano de Europa, en esta América semibárbara, porque así la dejó España, y continuamente despedazada por convulsiones intestinas, haya todavía literatura?» (512). Echeverría reconocía las grandes contribuciones de España a la cultura del continente, principalmente la lengua, y la escuela que crearon los grandes maestros del Siglo de Oro. A partir de esa época, se preguntaba Echeverría «¿Puede el señor Galiano citar muchos escritores y pensadores eminentes... qué escritor español contemporáneo ha sido traducido al extranjero y ha conquistado el lauro de la celebridad europea?» (513). La medida usada por el joven Echeverría para deducir sus cuotas de notoriedad y prestigio literario es todavía vigente en ciertos círculos académicos y se conoce por «universalidad». Este es un ambiguo término que en la cultura occidental se ha identificado con europeidad. Señalaba Echeverría que la literatura española del siglo XIX era un barato remedo de las corrientes francesas. «¿Cómo quiere, pues, el señor Galiano que exista una escuela literaria americana, si la España no la tiene aún?» (513). Terminaba su refutación auspiciando un futuro prometedor para España y las repúblicas americanas cuando en éstas el progreso traiga libertad y comercio, y con ellos el espíritu creador que sólo en esos cultivos propicios crece.

El argumento de ambos escritores, español y argentino, es básicamente el mismo y fue compartido por la inmensa mayoría de los pensadores criollos del período ansiosos por liberarse de la nefasta influencia de la cultura española, de la que tan solo salvaban el instrumento de la lengua. Se trataba de reconocer el atraso comparativo de las letras en el mundo hispano partiendo de las tesis dependentistas por las cuales el secular anquilosamiento del imperio español frenó el normal desarrollo de su inteligencia. Es decir, la falta de progreso y cambio, la carencia de instituciones democráticas y comerciales, habrían impedido la producción de las formas correspondientes de creatividad.

Sabemos que una de las aportaciones fundamentales del imperio español, en su asentamiento en el continente americano, fue la imposición de una cultura escrita dominante cuyo discurso vino a simbolizar en sí mismo formas de dependencia y dominación. El discurso del poder durante la colonia estuvo representado en notaciones o transcripciones gráficas y la conquista o invención de América se debió tanto a las armas como a las letras. El mundo americano, su geografía y sociedades, sus complejos bestiarios e inusitadas floras, fueron descritos, inventados o reinventados en ese marasmo de literatura producida en años de colonia y que agrupamos bajo la genérica denominación de literatura colonial. La lectura de estas obras se hace hoy día con diferente luz. Conocemos mejor los textos olvidados de los siglos XVII y XVIII inspirados en un progresivo desarrollo de la sensibilidad criolla. Entre ellos, es necesario destacar las recopilaciones geográficas y las historias naturales del siglo XVI; los ensayos de estudiosos de la Orden de Jesús en respuesta a las interpretaciones naturalistas europeas; la elaboración de un humanismo jesuítico destacable entre aquellos miembros expulsados en el siglo XVIII; los trabajos de historia natural de científicos viajeros del mismo siglo; y otras obras de compleja lectura que recurrieron a la sátira como forma de crítica y subversión contra la estructura del imperio español. El estudio de estas obras nos permite establecer las corrientes de vinculación entre las primeras crónicas e historias del descubrimiento, la cultura del barroco y las ideas de la sociedad racionalista criolla del siglo XVIII.

Entiendo que no es tarea fácil establecer líneas de influencia literaria, especialmente cuando los conceptos de literatura han cambiado tanto con el tiempo. En el siglo XVIII y con anterioridad «la literatura no estaba confinada, como a veces lo está hoy, a escritura creativa o imaginativa. Significaba un compendio de valiosos escritos en sociedad: filosofía, historia, ensayos y cartas, así como poemas» (Eagleton 17). Sin embargo, no me cabe ninguna duda, de que la literatura abigarrada, extensa, de difícil clasificación de la colonia, dejó su profunda huella en la cultura del continente y sus influencias pueden hallarse en muchas de las primeras obras literarias de la independencia, a pesar de la opinión contraria de los criollos del período en el sentido de que no hubo con anterioridad una literatura digna de imitarse, y si la hubo, fue de tan baja estofa, que más vale no mencionarla.

El problema podría reducirse a un simple problema de clasificación. Parece que cuando se habla de cultura se menciona sólo la literaria, como si las otras formas fueran desechables. Por lo tanto la cuestión sería preguntarse, ¿qué entendieron los escritores de la independencia por tradición literaria?, o ¿cuál es la relación entre las distintas manifestaciones escritas, tan prolíficas durante la colonia, y el surgimiento de la novela? La cuestión la han formulado y tratado de responder numerosos críticos y autores de la independencia, y está en el meollo de la polémica entre el español Alcalá Galiano y el argentino Esteban Echeverría. El romanticismo privilegió la noción de que la literatura debe contener fundamentales elementos de imaginación. La noción, que se había ido extendiendo desde finales del siglo anterior, construyó barreras y delimitó períodos. Roberto González Echevarría señala la distancia entre las crónicas y la moderna literatura cuando afirma que «como toda literatura, la hispanoamericana está hecha de rupturas, revoluciones, nuevos indicios y revisiones». Sin embargo, reconoce la paternidad de esta primera narrativa, aún sin ser propiamente novela, pero que pertenece por derecho propio a la tradición literaria del continente. «Los cronistas marcan el confín primero de lo literario hispanoamericano» (Isla 9).

María Zambrano se esfuerza por distinguir el contorno del ensayo y la novela al afirmar, que para florecer estos géneros, necesitan apropiados y distintos campos de cultivo. Sostiene que mientras que el pensamiento y la filosofía intentan reformar, la novela se mantiene al margen de los movimientos reformistas y muestra el fracaso y con él, la riqueza y miseria de la naturaleza humana. Si en el ocaso del imperio español, dice, surgió un Cervantes, es porque todavía el imperio no había caído decididamente en el obscurantismo de su decadencia inevitable. El Quijote representa en España la voluntad por inadaptación o íntima riqueza humana y Sancho, la convivencia pura de una sociedad con voluntad de reconocer en su fracaso la necesidad de cambio. Para Zambrano, «la novela supone una riqueza humana mucho mayor que la filosofía porque supone que algo está ahí, que algo persiste en el fracaso» (96). La novela, continúa, se nutre de fracasos y nos da el pulso de la sociedad. Esta visión explicaría que se viera la literatura de imaginación como la válvula de escape a través de la cual el romanticismo expresó las luchas y contradicciones de un siglo conflictivo, consecuencia del nuevo alienamiento de clases sociales y sus valores.

Las primeras crónicas del descubrimiento relatan historias, historias de héroes y de conquistas. Cuando éstas se aproximan a lo que Beatriz Pastor denomina «crónicas del fracaso», adquieren un cierto tinte de humanidad y a la par, de literalidad. El fracaso se individualiza y adquiere cierta independencia del discurso retórico patrimonial, que está por encima del drama individual. ¿Qué tipo de literatura fue ésta y a qué tendencias se aproxima?

Se sabe que en las Indias hubo una voluntad de construir una sociedad homologada y universalista. La amenaza de la reforma protestante y sus implicaciones para el poderío político español creó nuevos mecanismos de vigilancia sobre cualquier desviación del discurso oficial, ya fuesen las primerizas manifestaciones de la sensibilidad criolla, o las obras de los frailes menores. Trabajos fundamentales de autores importantes como Bernardino de Sahagún, Toribio de Motolinía y Andrés Olmos, entre otros, estuvieron a punto de perderse por la labor censora que sobre ellos se ejerció (Baudot 471-2). Sin embargo, se escribió y mucho. La sociedad escrituraria de la que habla Ángel Rama, dominó la cultura virreinal de la colonia. Se escribieron diccionarios y catecismos en múltiples lenguas, memoriales, sermones, alegorías, diarios, comentarios, cartas de relación, epistolarios, crónicas, cronografías, relaciones geográficas, narraciones, noticias, guías, informes, copilaciones y recopilaciones, provisiones e instrucciones, leyes, manifiestos, proclamas, bandos, órdenes, ordenanzas, instrucciones, oficios, circulares, más documentos legales, consideraciones, resoluciones, exposiciones y reconvenciones, probanzas, testamentos, noticias, descripciones, guías, amonestaciones y actas, historias, muchas historias, religiosas y provinciales, físicas y monográficas, historias de las órdenes religiosas y de sus preclaros varones, novelas, novelas picarescas, simulacros de novelas, cuentos, poesía, mucha poesía. La escritura, notación o transcripción gráfica, fue la más importante arma del poder en la expansión europea en las Indias. La utopía de la nueva monarquía transformaría todos estos discursos en textos y narraciones morales que a la vez que describen, imprimen carácter y sellan.

El primer documento producido en el continente es un documento fundador que iba a funcionar como una premonición. Es la «capitulación» que los reyes españoles extienden para legitimizar la ocupación y los derechos inagotables del título real. La toma de posesión de Colón en la primera isla descubierta en el Caribe es un acto anotado y notariado por Rodrigo d'Escobedo, escribano de la armada, y hace mención a la toma de posesión territorial. A éste le sigue el «requerimiento» como modelo de escritura oficial, deliberadamente legalista. Más tarde, van a ser redactadas por orden imperial, las «relaciones» y más específicamente las «Relaciones geográficas».

Las «Relaciones geográficas» surgen con vocación notarial con el fin de inventariar las posesiones del imperio. Son el resultado de una labor estadística y de información histórica, geográfica y administrativa llevada a cabo en la segunda mitad del siglo XVI, cuando la idea de la Monarquía Universal Cristiana estaba tomando fuerza. Las «Relaciones geográficas» que se ordenan en 1533 tenían un antecedente en las instrucciones que los primeros navegantes y descubridores del continente recibían de las autoridades políticas antes de su partida. Debían anotar e informar en detalle sobre las tierras que descubrían y conquistaban. Los primeros viajeros se comprometían a informar con minuciosidad al Consejo de las Indias de todos los accidentes geográficos de las tierras descubiertas, sus peculiaridades y riquezas, así como sobre las características de los pueblos y gentes que encontraban. Estas disposiciones se mantuvieron estrictamente entre 1502 y 1523. Más tarde, y con el fin de preservar las nuevas tierras de la injerencia y posible competencia de otras naciones, se omitieron las descripciones geográficas en los informes, así como la divulgación de mapas y rutas. Esta nefasta medida representó una pérdida fundamental para el escalonado progreso en los descubrimientos geográficos, especialmente en el norte, debilitándose los derechos de España sobre estos territorios (Weber 55). Es sorprendente comprobar la escasez de datos geográficos que resultaron de expediciones tan ambiciosas como las de Hernando de Soto y Vázquez de Coronado entre otras.

Las «Relaciones geográficas», si bien en un principio sirvieron como medio auxiliar de investigación, pronto se transformaron en un posible instrumento de control tanto de las poblaciones nativas, como de la conducta de los oficiales reales. Su redacción se extendió durante largos años de la colonia, aunque en su origen respondían a un modelo diseñado por el Consejo de las Indias. En la práctica, las respuestas que llegaron al Consejo variaron en contenido y estilo. Estaban redactadas por personajes de distinta formación, sensibilidad, curiosidad y talento. En muchos casos informaron con una minuciosidad y originalidad que sorprende al lector actual. Su estilo varía, desde la dureza y meticulosidad del letrado, al gracejo y liviandad del reportero de sociedad. Las relaciones acumularon un amplio inventario de la naturaleza y sus hombres, con todas las contradicciones, vivencias-desafíos, resultado del desajuste-ajuste en el cambio cultural que se estaba operando en tierras americanas. Las respuestas a los formularios componen extensos inventarios de historia natural. Contienen datos de pueblos, aldeas y villorrios, estadísticas de campos y su producción, cifras de pobladores y su origen, así como también relatos y anecdotarios de la vida común, junto con críticas y juicios sobre la actuación de los oficiales reales. De alguna forma, las relaciones son una continuidad de las crónicas sin muchos de los elementos de sorpresa y magia propios de éstas. No describen la sorpresa de lo recién descubierto, sino la evidencia de lo ya colonizado. Se observa una mayor voluntad de sistematización, puesto que las «Relaciones geográficas» se confeccionaron con las respuestas a las 355 preguntas de los nuevos formularios, y por lo tanto, nacieron con una clara vocación notarial.

Roberto González Echevarría ha argumentado en diversos artículos, pero de forma más amplia en su libro Myth and Archive. A Theory of Latin American narrative, como tanto las razones que explican la existencia de las crónicas, como su estilo, tienen que ver con el «desarrollo de la retórica notarial que resultó de la evolución y expansión del estado español» (45). Explica como la amplia maquinaria jurídica del imperio español saturó la literatura española desde la Celestina al Siglo de Oro, de tal suerte que, el pícaro debe entenderse como el subproducto de un sistema donde la ley dominaba todos los resquicios de la sociedad hasta asfixiarla. «La historia de América, como la emergencia de la novela, será la carta que un individuo escribe a su padre ausente, cuya presencia es sentida sólo a través de códigos, como escritura que denota su ausencia» (55). El interesante ensayo se centra en la obra del Inca Garcilaso de la Vega, posiblemente el mejor escritor americano del período colonial. González Echevarría propone que la extensa obra del Inca puede leerse como un pliego de descargos contra las veladas acusaciones que pesaban sobre los incas, su pueblo materno, la controvertida actuación de su padre en las guerras civiles peruanas, y su difícil situación social, por criollo, mestizo y bastardo, entre otras cosas. Circunstancias similares han sido estudiadas por Rolena Adorno concernientes a la obra de Felipe Guamán Poma de Ayala. El conocimiento previo del léxico legalista practicado en un continuo ejercicio de pleitos para defender sus derechos hereditarios y territoriales, sirvieron, cuando menos, como ejercicio retórico para la posterior redacción de su obra Nueva crónica y buen gobierno.

Las «Relaciones geográficas» son el resultado de la expansión del imperio español y responden a sus directrices. Son textos compuestos por la multitud de articuladas respuestas a ordenanzas reales, cuyo cumplimiento estaba regulado en sus más ínfimos detalles, incluso en el estilo que, en gran medida, no deja de ser notarial. El propósito original fue investigativo. Con el tiempo, la indagación dio paso al inventario. Se trataba de conocer los márgenes de las nuevas posesiones conquistadas para, sobre esa base, legislar. El vasto conglomerado indiano quedó incorporado de esta forma al sistema deseado, que respondía al modelo de Monarquía Universal Cristiana (Hernández). En las ordenanzas del Consejo de las Indias se decretaba: «La formación de un libro descriptivo de todas las provincias indianas, el cual había de llevarse por el cosmógrafo y cronista mayor de las Indias» (Relaciones Geográficas del Perú, I). La distancia y el hecho de que sus autores fuesen múltiples, resultaron en unos textos voluminosos y desiguales en los que la rigurosidad de los informes va pareja con el gracejo de ciertas anécdotas, o la seriedad de algunas acusaciones contra las injusticias de los oficiales reales. En su redacción, como lógico mecanismo de la expresión, el lenguaje adquiere cierta independencia y en su formulación escrita realiza la tarea de circunscribir, nominar, narrar y, cómo no, inventar. El documento legal y la narrativa histórica se dan la mano una vez más invadiendo sus mutuas riberas hasta formular un cierto modelo predominante de discurso.

En ambos casos, la necesidad de conocer la naturaleza y sus gentes, la extensión de las tierras del nuevo mundo y sus riquezas, será el motor inspiracional. Este propósito múltiple y unificador incorpora un elemento inconsciente pero fundamental, que es el de la identidad cultural. La incorporación política de los territorios indianos a la corona española pasaba por un proceso de identificación naturaleza-individuo que, al tiempo que incorporaba, reconocía una identidad peculiar propia de las nuevas regiones descubiertas. No nos engañemos, el mecanismo estaba lejos de ser una planificación idealista. Las «Relaciones geográficas», así como muchas de las crónicas e historias oficiales, identifican la otredad con el fin de someterla o incorporarla. Destacan su notoriedad como una muestra en un museo de extravagancias o maravillas físicas. En muchos casos, como en la obra del Inca Garcilaso, la distinción de los incas está señalada enfatizando aquellos elementos que unen la república de los incas con la monarquía cristiana (Chang-Rodríguez 27). En él, este fue un mecanismo de defensa. La obra del Inca Garcilaso de la Vega representa un modelo de estudio para una cierta literatura colonial en constante tensión entre las fuerzas del individuo y el estado. Es precisamente como producto de esta tensión que atestiguamos la aparición de géneros como la picaresca, y de mecanismos de subversión individual expresados a través de la sátira, el sarcasmo, la parodia, la ironía, ocurrentes entre los siglos XVI al XVIII, extendiéndose incluso a obras posteriores a la independencia (Johnson).

Si como afirma Zambrano, el ensayo intenta reformar, mientras que la novela muestra el fracaso, la literatura oficial de la colonia reafirmó una constante voluntad reformadora. Es en los mecanismos de subversión de géneros alternativos donde hallamos distintos grados de corrupción y miseria. El neoscolasticismo fue contrarreformador y por ende, reformador. Los fracasos del hombre y del imperio se vistieron con los andrajos de la sátira y la parodia, mecanismos de subversión del supuestamente homogéneo aparato del estado español.

¿Debe sorprendernos, entonces, el decidido rechazo que los escritores criollos de la independencia expresaron hacia la cultura escrita de la colonia? ¿Tuvieron los Esteban Echeverría, Bartolomé Mitre, Domingo Sarmiento, José Victorino Lastarria, Esteban Bilbao, Andrés Bello, y otros intelectuales del período modelos reconocidos deseables? Si los tuvieron, quizás no supieron verlos con la perspectiva histórica y desapasionada conque hoy lo hacemos. En el dilema recurrieron a autores extranjeros y a ciertos románticos españoles, como Larra, precisamente no reformistas. Larra es, en ese sentido, la expresión más pura del fracaso español.

La mayor dificultad cuando se trata de tradiciones culturales o legados literarios es que no surgen por generación espontánea. Si los escritores criollos buscaban modelos no habrían de hallarlos en literaturas ajenas, tampoco se lo había de permitir la convulsionada realidad física y social de sus repúblicas. No en vano Echeverría reclamaba la inspiración del «sol americano». Por su parte, Lastarría expresaba bien el problema cuando escribía: «La literatura es la expresión de la sociedad, porque en efecto es el resorte que revela de alguna manera la más explícita las necesidades morales e intelectuales de los pueblos, es el cuadro en que están consignadas las ideas y pasiones, los gustos y opiniones, la religión y preocupación de toda una generación» (Lastarria 6-7).

No se equivocaba, la literatura de la independencia iba a ser la expresión de las preocupaciones de una generación de «nation builders» empeñados en crear naciones sobre identidades culturales en proceso de articulación y territorios nacionales todavía por ser descubiertos y sin fronteras definidas. Muchas de las obras escritas en el período constructor expresan la necesidad vital de autodescubrimiento. La relación naturaleza-individuo seguirá siendo el centro de las preocupaciones criollas, con la peculiaridad de que los elementos cognitivos de la naturaleza, sus riquezas y pueblos, sufrirán un proceso de reordenación a medida que el criollismo demandaba nuevos elementos de identificación. Este es el caso del Facundo de Domingo F. Sarmiento, El manifiesto del diablo de José Victorino Lastarria, Cumandá de Juan León Mera y «Silva a la agricultura» de Andrés Bello, entre otras muchas obras del mismo período.

Los años de la independencia coincidieron con un período dinámico de expansión del comercio y el capitalismo internacional. Al abrirse las fronteras políticas del imperio americano, maniatadas por el estricto control de la corona española, un continente prácticamente inexplorado y de riquezas incontables se presentó a los ojos ávidos del mundo. La estructura de la sociedad colonial hispanoamericana había sido urbana. La época de los grandes descubrimientos tocó base en continentes y se internó en el interior a la búsqueda de riquezas legendarias y ciudades imaginadas. Pero una vez estos viajes obsesivos fracasaron en informar sobre nuevos reinos o sus míticas maravillas, la sociedad colonial se retiró a las ciudades, la gran mayoría costeras, y desde sus urbes se administraron las riquezas medidas en posesiones de rebaños y súbditos. Fuera de las ciudades estaban indios, santos y navegantes. El capitalismo del dieciocho reavivó el deseo de viajar y descubrir. Es el fenómeno que Marie Louise Pratt ha denominado la «reinvención de América». En algunas regiones, como Nueva Vizcaya, el dinamismo fue constante (Jones). El oro ya no era el único objeto de ambición. La expansión capitalista demandaba de todo tipo de materias primas para abastecer los crecientes mercados internacionales. Junto a este impulso comercial se produjo otro de carácter científico al que responderá una nueva América redescubierta por el deseo catalogador del científico. Será la América reinventada en el siglo XIX por La Condamine, Cook, Humboldt, entre otros, desde la perspectiva devoradora europea.

Los escritores criollos se aprestaron a responder al nuevo reto. Si el nuevo discurso era el discurso de la emergencia de las ciencias y la razón, habría que adaptarse a él. Para ello tendría que explorarse el interior, se habrían de hacer mapas y construir rutas, se tendrían que desentrañar las riquezas que se guardaban en la geografía inexplorada y, en muchos casos, inhóspita. A los viajes reales iniciados por los científicos responderían los viajes teóricos de los escritores y «nation builders». Los primeros iban a catalogar, con nuevas categorías científicas, los accidentes de la geografía, sus plantas y animales, así como sus hombres y pueblos. Los segundos, influenciados por la misma razón, iban a intentar hallar un nuevo equilibrio ordenador y práctico entre las demandas del medio y las necesidades de las nuevas sociedades. En este caso, se trataba de reordenar un sistema metódico y jerárquico que respondiera a la ideología liberal burguesa. No era algo nuevo. El equilibrio entre naturaleza y hombre está, como hemos visto, en las bases de gran parte de la historiografía colonial. El jesuita Joseph Acosta, muy prematuramente, lo había expresado muy bien en su Historial natural y moral de las Indias, publicada en Sevilla en 1590. La preocupación por describir y clasificar la naturaleza es primordial con un estilo claro que hizo del libro un clásico hasta bien entrado el siglo XVIII. El toque renacentista del padre Acosta señala como armas del conocimiento la observación y la razón, rechazando mito y autoridad, e incluso las opiniones asentadas por los clásicos Aristóteles y San Agustín (Brading 185). Sus explicaciones sobre la aparición del hombre en el continente son el resultado de deducciones lógicas de una gran sutileza intelectual. Acosta entendió que el orden de la naturaleza debía responder a un orden preconcebido, pero con un ineludible carácter moral, originado en los designios divinos sobre las tierras conquistadas. Mario Hernández Sánchez-Barba explica que, «la estructura de la obra del P. Acosta gira en torno a un esquema de aparente simplicidad, pero de considerable enjundia: por una parte, el eje de Historia Natural; por otra el relativo a la Historia moral; dos mundos relativos a la unidad geo-histórica, que son las Indias». Y continúa, «Lo más valioso es el planteamiento de intencionalidad filosófica y ordenadora; el poderoso empeño crítico por presentar lo americano coordinada y consistentemente dentro de una concepción unitaria del mundo» (152).

Por su parte, el deseo clasificatorio y taxonómico de Humboldt expresa una visión unitaria y armónica del cosmos. La unidad universal cristiana de Acosta ha dado paso a la racional cósmica. La narrativa clasificadora de la primera parte del Facundo incide también en ese deseo ordenador. «El gaucho es para Sarmiento como una especie de vegetal o vida animal cuyas varias familias encuentra, describe, y clasifica para el observador europeo» (Myth113). Las supuestas repugnancias de los agresivos contrastes de la naturaleza americana, no merman el deseo romántico de Sarmiento por expresar una cierta armonía entre la naturaleza y el hombre. Sarmiento se plantea transformar la pampa inconmensurable, en conmensurable. Podemos observar como los parámetros de estudio se han ido reduciendo animados por la acción nacionalista de las nuevas repúblicas. Se trata de crear una cultura nacional y los marcos de acción de la ficción y el ensayo son ahora los de la patria. Las planicies americanas son las argentinas para Sarmiento, los valles, los chilenos para Lastarria, y las selvas, las orientales para Mera. La nueva conquista de la naturaleza o «reinvención de América», según frase de Pratt, presenta unas características propias dignas de señalar.

A la pasión por viajar, descubrir y conocer de los científicos, le siguió la de explotar las riquezas materiales con el fin de responder al reto de los nuevos mercados internacionales, y de conquistar la sociedad para una nueva ideología progresista. La importancia que científicos como Humboldt dieron a la naturaleza, tuvo respuesta en la decidida postura de hombres como Bello, Sarmiento y Lastarria. Los tres conciben la evolución histórica como naturaleza. Su efecto es constante y continuo, impidiendo el aislamiento de las sociedades humanas de ese poder ejecutor. Las Silvas americanas de Andrés Bello son un minucioso catálogo en verso de la naturaleza americana y sus frutos. Comienza con un canto a «la buena madre tierra» a la que nos recomienda examinar para que comprendamos su capacidad de producir productos acordes con su clima. Las silvas parecen en ocasiones un catálogo agrícola o un folleto de horticultura.


Es tierra pingüe, la que inculta lleve
árboles de robusta corpulencia;
que ni toda es arcilla
ni arena toda, mas un medio justo.
No fácilmente en el verano adusto
se pulveriza o parte;
no se pega a los dedos manoseada,
ni espira ingrato olor recién mojada.
Mas de la mala tierra, en mucha parte
puede los vicios corregir el arte.
Mézclese arena a la gredosa, y greda
a la que en demasía es arenosa;
la que tras el esquilmo eshausta queda
haz que restaure su vigor ociosa;
la que es húmeda, al sol arase debe,
la pobre de sustancia, cuando llueve.


(115)                


La obra de Bello puede muy bien incorporarse a la importante corriente de libros clasificatorios de viajes o los innumerables volúmenes de historia natural, que tan populares se hicieron en las últimas décadas del siglo XVIII y más tarde «enraizados en los escritos de Humboldt» a decir de Pratt (595). También puede incluirse en la corriente más tradicional de discursos expositivos de carácter natural y moral.

Sarmiento, por su parte, intenta en el Facundo una cierta taxonomía argentina. Nos describe los tipos y caracteres que habitan los desiertos argentinos como resultado de un corpus que es sociabilidad en convivencia hombre-naturaleza. Si el discurso de la historia natural del XVI era descriptivo y la voluntad ecuménica, en el del XIX, por lo general, la finalidad es clasificatoria y la voluntad nacionalista. Escribir y describir tienen por lo tanto una función apropiadora como lo tenían las «Relaciones geográficas». Lo que se describe en el nuevo contexto, existe dentro del marco de unidad nacional. Sin duda ésta es una de las intenciones de los escritores del período. La reinvención de América pasa por un nuevo catálogo de personajes, bien delineados, y funcionalmente integrados en una sociedad obsoleta que es preciso cambiar. Los nuevos tiempos requieren una nueva adaptación a la naturaleza y es precisamente aquí donde aparece el aspecto moral de los discursos liberales. Sarmiento no puede separar la descripción de las pampas con sus accidentes, vegetación, clima, animales, y hombres, de los aspectos morales que el hábitat agreste ha ido creando con el tiempo. «El mal que aqueja a la República Argentina es su extensión; el destierro la rodea por todas partes, se le insinúa en las entrañas; la soledad el despoblado sin una habitación humana, son por lo general los límites incuestionables entre unas y otras provincias. Allí, la inmensidad por todas partes; inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos, el horizonte siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra entre celajes y vapores tenues que no dejan en la lejana perspectiva señalar el punto en que el mundo acaba y principia el cielo. Al sur y al norte, acéchanla los salvajes que aguardan la noche de luna para caer, cual enjambre de hienas, sobre los ganados que pacen en los campos y en las indefensas poblaciones» (11). En el discurso natural y moral de Acosta, la voluntad es descriptiva y ecuménica, en el sentido de que se da una voluntad de describir incorporando hombres y naturaleza a un orden universal en donde ambos están interrelacionados. En Sarmiento el discurso es clasificatorio en un orden jerárquico y exclusivista. El americanismo que prevalece es de tipo paisajista e histórico. Mientras describe la gran riqueza y la extensión y variedad de la geografía, apunta también las trabas que esta inmensidad y variedad humana representan en la tarea integradora de la nueva república. El discurso moral, por su parte, debe ahora servir a los valores de la sociedad del progreso. Sarmiento no duda en catalogar a los indios e incluso gauchos de alimañas propias de un pasado remoto, especies destinadas a la extinción cuya existencia es amenazante para el nuevo orden.

Incluso el análisis de las sociedades urbanas sigue el mismo modelo. Las ciudades no son todas iguales. La Córdoba de cielos azules, una de las ciudades más bella de América, a decir de Sarmiento, ha sido dominada por el poder monacal y escolástico. «La ciudad es un claustro encerrado entre barracas, el paseo es un claustro con verjas de hierro; cada manzana tiene un claustro de monjas o frailes; la Universidad es un claustro en que todos llevan sotana, manteo; la legislación que se enseña, la teología, toda la ciencia escolástica de la Edad Media, es un claustro en que se encierra y parapeta la inteligencia contra todo lo que salga del texto y del comentario» (64). En el análisis de Sarmiento, Córdoba, paradigma del atraso en la lucha por la supervivencia propia de la ideología del progreso, está destinada a la extinción. Sin embargo, Buenos Aires se salvará porque su sociabilidad implica dinamismo civilizador, palabra mágica en el vocabulario liberal. «Buenos Aires se cree una continuación de la Europa, y si no confiesa francamente que es francesa y norteamericana, niega su origen español» (66). Dentro del paradigma darwinista y clasificador de Sarmiento, ambas ciudades representan la lucha entre dos culturas. «Córdoba, española por educación literaria y religiosa, estacionaria y hostil a las innovaciones revolucionarias; y Buenos Aires, todo novedad, todo revolución y movimiento» (69).

La obra de Sarmiento se encuentra en la encrucijada propia de su tiempo y por lo tanto está a merced de grandes corrientes de influencia. Facundo es una historia natural con voluntad descriptiva y clasificadora. Tendencia que hemos visto en las «relaciones geográficas», crónicas y compendios históricos, en la obra de Acosta y de tantos otros escritores y ensayistas, especialmente los humanistas jesuitas del siglo XVIII (Hernández 305). Es también una historia moral puesto que está impregnada, en cada uno de sus capítulos de la ideología criolla que preludia con fe cuasi religiosa el advenimiento de una sociedad más fluyente, educada, cultivada, sana.

En día, pues, que un gobierno nuevo dirija a objeto de utilidad nacional los millones que hoy se gastan en hacer guerras desastrosas... el nuevo gobierno se encargará de distribuirla por las provincias; los ingenieros de la República irán a trazar en todos los puntos convenientes los planos de las ciudades y villas que deberán construir para su residencia y terrenos feraces les serán adjudicados; y en diez años quedarán todas las márgenes de los ríos cubiertas de ciudades y la República doblará su población con vecinos activos, morales e industriosos.


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En el Facundo la voz del narrador es la de un viajero o cronista preocupado por informar a una audiencia o lector lejano. Lo hace con la meticulosidad del redactor de un diario, sorprendido por las costumbres y extrañezas de los lugares que transita, pero con la voluntad del filósofo que desea que teoría y realidad cuadren. Para facilitar la comprensión del lector, el narrador hace comparaciones culturales, e intercala episodios de carácter narrativo. El resultado es ambiguo. Al igual que en gran parte de la literatura anterior, se da en estos libros independentistas una combinación de diferentes géneros: crónica, autobiografía narrativa, historia natural, testimonio o deposición legal y tiene resonancias de testamento, proclama, guía, y cómo no, de libro de viajes. La necesidad de narrar de Sarmiento con la meta de contribuir a la creación de una literatura nacional, no deja de forcejear con su voluntad reformadora. «La novela no pretende restaurar nada ni reformar nada; se sumerge en el fracaso y encuentra en él, sin razón y hasta sin fe, un mundo» (Zambrano 95). En el Facundo ficción y ensayo aparecen mezclados sin que la balanza pueda inclinarse hacia ninguno de los lados. El mismo Sarmiento parece darse cuenta de este hecho cuando escribe: «Si un destello de literatura nacional puede brillar momentáneamente en las nuevas sociedades americanas, es el que resultará de la descripción de las grandiosas escenas naturales, y sobre todo de la lucha entre la civilización y la barbarie indígena, entre la inteligencia y la materia; la lucha imponente en América, y que da lugar a escenas tan peculiares, tan características y tan fuera del círculo de ideas en que se ha educado el espíritu europeo, porque los resortes dramáticos se vuelven desconocidos fuera del país donde se toman, los usos sorprendentes y originales los caracteres» (21).

José Victorino Lastarria es otro de los importantes reformadores criollos interesados en la creación de una literatura nacional original y propia. Su llamada es perentoria y angustiosa cuando escribe: «¿Pero cuál ha sido, cuál es en el día nuestra literatura? ¿A dónde hallaremos la expresión de nuestra sociedad, el espejo en que se refleja nuestra nacionalidad?... Durante la colonia no rayó jamás la luz de la civilización en nuestro suelo. ¡Pero cómo había de rayar! La misma nación que nos encadenaba a su pesado carro triunfal permanecía dominada por la ignorancia y sufriendo el poderoso yugo de los absolutos en política y religión» (Lastarria 7). Lastarria entiende que la literatura es la expresión más genuina de una sociedad y cuanto más libre sea ésta, más florecerá el medio que la expresa. Escribió numerosísimos ensayos y artículos, y una serie de trabajos que entiendo propios de la literatura del período: Don Guillermo, novela que se debate entre la sátira y la experimentación literaria, Peregrinación de un vinchuca, cuadro alegórico sobre el conflicto iglesia estado en Chile, y El manuscrito del diablo. Son libros en los que predomina la concepción de la literatura como alegato social. «Se trata de una literatura tendenciosa (en el buen sentido); tendencia que, una vez más, se inserta en la matriz del liberalismo criollo: la idea básica, a la que están subordinados argumentos y motivos, es aquella de que la degradación social obedece a restricciones en la libertad política y de conciencia» (Subercaseaux 131). Lastarria inicia las tres narraciones con viajes. Son viajes realizados por distintos personajes: una vinchuca (una pulga alada que va a realizar un viaje metafórico al infierno de Chile), un diablo (que ha dejado un manuscrito en donde ha anotado sus impresiones después de un viaje por el país) y un inglés quien, tras diversas peripecias alucinantes en busca de la verdad, se verá condenado a realizar un viaje sin fin. «Mr. Livingston viaja todavía. Su constancia es un ejemplo. Hoy se le ve extenuado de fatiga, flaco y andrajoso. Su color se ha atezado, sus ojos se han apagado. La melancolía más profunda se pinta en su semblante. ¿Acaso desespera de hallar lo que busca? ¿Morirá antes de ese día de gloria que le anunció Lucero?» (Don Guillermo 191).

Las crónicas de estos viajes no tratan del pasado sino que apuntan a una realidad presente. Están escritas por viajeros lúcidos que van desvelando una visión crítica de la sociedad chilena con tono satírico, obvio en el uso constante de lo ridículo. Mientras que Don Guillermo tiene muchas más pretensiones de novela experimental, en las otras dos narraciones, ficción y ensayo, con toques de alegato social, conviven. El diablo es un personaje central. En el Manuscrito del diablo un viajero innominado encuentra en una pensión unos documentos que supuestamente pertenecen al diablo y en los que éste hace un análisis crítico de la realidad física y social de Chile. El manuscrito cataloga las especies humanas del país en grupos: el Modesto, la Beata, el Enamorado, el Hombre público, el Estadista, el Caballero, el Chismoso y otros. El viajero narrador avala los documentos, y los asume por ser, según nos dice, «verdades amargas». «La sociedad de Chile tiene fondo y superficie como el mar: en el primero están aconchadas todas las heces de la colonia española; en la superficie aparece un barniz a la moderna, que le da un color tornasol incierto, pero que participa mucho del color francés» (33). En Peregrinación el tema es el viaje al infierno, a un abismo que viene a representar alegóricamente el mundo americano bajo la influencia del clero. El mismo tono determinista de Sarmiento es observable en Lastarria quien encuentra parangón en lo que describe como «monotonía del paisaje chileno», en la monótona inactividad del chileno. «Este chileno no ve, pues, la naturaleza de que está rodeado; pero participa de su esencia, porque es monótono como ella, perezoso y terco como un mediodía, insensible como sus riscos» (28).

La narrativa de Lastarria es esencialmente reformista y moral, e implica una postura firme ante la realidad que está ahí fuera y que hay que describir. Esto parece ser lo que Lastarria entiende como específicamente narrativo. El diablo es un nuevo cronista o el viajero ilustre sorprendido por los anacronismos, salvajismos, indecisiones y corruptelas de una sociedad abundante y posible. El lenguaje literario recuerda «la pluma del escribiente, con un modo de narrar representativo, en que la realidad aparece ante los ojos recreada en imágenes, y gracias a este mecanismo: en trance de ocurrir» (Subercaseaux 149).

Entre las muchas tendencias de la literatura del diecinueve podemos señalar como fundamentales, la búsqueda de identidad cultural y el centrifuguismo de la ciudad al campo que lleva a lo regional. En Cumandá, de Juan León Mera, observamos el intento de doble integración de la identidad cultural ecuatoriana a través de la incorporación del paisaje andino y oriental en su complejidad geográfica y humana, y del centrifuguismo inexcusable de la trama. El Ecuador es un país que atravesó un complicado y largo proceso de creación nacional. Integrado en la Gran Colombia durante años troncales, sufrió más tarde diversos intentos de absorción por sus grandes vecinos, Colombia y Perú, con la tácita aprobación de importantes políticos ecuatorianos. Los años de la dictadura de García Moreno (1861-75) fueron cruciales. La política integracionista del militar, sirvió para unir áreas aisladas del país mediante la creación de una red vial y, más importante aún, los intereses opuestos de la cordillera y la costa. La política del dictador dio ciertos resultados parciales. Bien es sabido que el Ecuador es un país que ha mantenido desde su independencia un largo contencioso de demarcación de fronteras con el Perú afectando a una gran extensión de territorio amazónico. Juan León Mera fue un ambateño seguidor de la política ultraconservadora de García Moreno. Entendía que la religión y la lengua eran instrumentos fundamentales de definición de la esencialidad ecuatoriana, y harían posible la definitiva unidad nacional. Había nacido en la bella ciudad de Ambato, cerca del coloso Chimborazo, el volcán mítico que inspiró tanto a Humboldt como a Bolívar. Entre sus muchos trabajos se encargó de la recopilación de una valiosa antología de Cantares del pueblo ecuatoriano y un didáctico Catecismo de Geografía de la República del Ecuador. Estas obras, que no han tenido demasiada difusión, expresan muy bien la praxis que define la obra de Mera, un hombre que comprendió la importancia de la incorporación de las clases populares y sus manifestaciones folclóricas al necesitado acervo de la nación.

Cumandá o un drama entre salvajes es un texto influenciado por el romanticismo pero que mantiene vivas las preocupaciones fundamentales de Mera. Puede leerse como breve catecismo de geografía social de la República del Ecuador, o como novela romántica que sigue los cánones del género. Se inicia el relato con una pictórica descripción de una región que Mera conocía muy bien, el área oriental de los Andes en su descenso vertiginoso hacia las zonas selváticas de los ríos Napo y Pastaza, importantes afluentes del Amazonas. Las descripciones vibrantes y pletóricas de pasión paisajística abundan en detalles propios del geógrafo.

El Pastaza se dilata a veces por abiertas y risueñas playas, y otras está limitado en trayectos más o menos largos por peñascosas orillas, que van desapareciendo a medida que avanza en la llanura, o por simples elevaciones de terreno. En muchos puntos se divide en dos brazos que vuelven a unirse ciñendo hermosas islas, las que son más frecuentes y extensas cuando más el río se acerca a su término. En las orillas abundan hermosísimas palmas, de cuyo fruto gustan los saínos y otros animales bravíos, y el laurel que produce la excelente cera, y el fragante canelo que da nombre al territorio regado por el Bobonaza, rico censatario también del Pastaza, y por el Curaray que da más abundante caudal al gigantesco Napo».


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Maravillado ante la majestuosidad de la naturaleza andina en su precipitación hacia «ese grande Sahara de verdura», Mera no deja de señalar como en el descenso se pasa de la visión del mundo desde arriba, espiritual y cósmica, al mundo incontrolado de abajo, más propicio al dominio de los bajos instintos. «Ha descendido de las regiones de la luz al imperio de las misteriosas sombras» (44), escribe con palabras que parecen sacadas de Vues des Cordilleres et menumens des peuples indigenes de l'Amerique, del influyente Alexander von Humboldt, obra publicada en 1810. Como bien ha señalado Mary Louise Pratt, «no es coincidencia que las descripciones de paisajes de Humboldt fueran apropiadas una y otra vez por los escritores criollos hispanoamericanos en las décadas siguientes a la independencia» (589). Sin embargo, y en la misma línea discursiva, es importante señalar serias diferencias. El afán catalogador de Humboldt busca reinventar América con el fin de crear un nuevo tipo de conciencia planetaria (Padgen 106). Los afanes de Mera son muy otros, y persiguen la formación de un bloque de donde emerja una conciencia nacional. Ambos comparten la idea de que América es un continente maravilloso que está aún por descubrirse y civilizarse, pero Mera tiene urgencias políticas que le hacen nombrar las cosas y apellidarlas con la etiqueta del Ecuador. «Sin entrar en cuenta el Putumayo, desde cuyas orillas meridionales comienza el territorio ecuatoriano en las regiones del Oriente, bañan éstas y desembocan en el Amazonas los caudalosos ríos Napo, Nanay, Tigre, Chambira, Pastaza, Morona, Santiago, Chinchipe, y otros que, si son pequeños junto a aquéllos, serían de notable consideración en Europa, Asia o África» (46).

El segundo capítulo continúa con un catálogo de las tribus de «indios salvajes» a las que Mera clasifica según su «salvajismo» que a su vez mide en función del grado de lejanía o contacto con el cristianismo. «Cada cruz plantada por el sacerdote católico en aquellas soledades era un centro donde obraba un misterioso poder que atraía las tribus errantes para fijarlas en torno, agregarlas a la familia humana y hacerlas gozar de las delicias de la comunión racional y cristiana» (49). Mera lamenta la expulsión de los jesuitas en 1767 que, según él, habían devuelto al imperio salvaje de la naturaleza lo que el cristianismo había adelantado en su misión civilizadora. Mera fue un escritor conservador cristiano cuya obra en esencia vuelve a las bases del pensamiento neoescolástico. Sus posiciones están más próximas al pensamiento del peruano Espinosa Medrano el Lunarejo, que a su compatriota Juan Montalvo, con quien mantuvo vivas polémicas. Mera fue uno de los principales sostenedores del gobierno teocrático de García Moreno quien había conseguido incluir en la constitución de 1861 un artículo por el que se exigía el bautismo católico como una premisa para la obtención de la ciudadanía. Esta medida está en la línea de los postulados integristas de la Monarquía Cristina de los siglos XVI y XVII. En la Recopilación de leyes de los reynos de las Indias que bajo la inspiración de la monarquía redactaron los juristas españoles Juan de Solórzano Pereira y Antonio de León Pinedo en 1681, quedaba explícita la noción de que el derecho de propiedad sobre las posesiones americanas era un don divino transferido al monarca español, por el que éste se obligaba, como contrapartida, a extender la misión evangelizadora. Así lo entiende Mera, consciente de que la integración a la nacionalidad ecuatoriana de las tribus salvajes del oriente ecuatoriano debe pasar por el tamiz de la religión y la lengua. No fue, en verdad hasta el siglo XIX que el español como lengua se extendió entre las poblaciones indígenas. Los misioneros españoles del XVI y XVII habían enseñado el quichua a los nativos pensando que la lengua de los incas, que nunca se impuso antes de la caída del imperio, estaba más próxima a las lenguas vernáculas del territorio. Fue el impulso del nacionalismo integrista del XIX el que en la práctica llevó a cabo la misión divulgadora del español (López 77). De la misma forma, para el pensamiento conservador, el catolicismo representa el elemento esencialidad de la hispanoamericanidad. Los grupos de indios de las selvas orientales que aparecen en la novela: jíbaros, záparos, zamoras, logroños, moronas y tonganas, están clasificados con distinto grado de civilización. Unos son violentos y sanguinarios, otros mansos y hospitalarios, pero ninguno deja de ser bárbaro. El término bárbaro tiene para Mera el sentido de infiel, como lo tuvo durante la colonia. «Ha más de un siglo, la infatigable constancia de los misioneros había comenzado a hacer brillar algunas ráfagas de civilización entre esta bárbara gente» (49). A lo largo de los capítulos de la novela, se va desvelando el enfrentamiento interno entre varias de las tribus, especialmente entre los indios paloras y los záporas. En el territorio de estos últimos está localizada la misión cristina del dominico Padre Domingo, uno de los caracteres principales de la narración. Refiriéndose a ellos, Mera escribe: «La regeneración cristiana había dulcificado las costumbres de los indios sin afeitar su carácter, había inclinado al bien su corazón, y gradualmente iba despertando su inteligencia y preparándoles para una vida más activa, para un teatro más extenso, para el contacto, la liga y fusión con el gran mundo, donde a par que hierven pasiones, y se alzan errores y difunden vicios que el salvaje no conoce, rebosa también y se derrama por todas partes la benéfica civilización, llamando así a todos los hombres y a todas las naciones para hacerlos dueños de la ventura que es posible disfrutar en la tierra» (69). El párrafo es muy interesante como modelo del pensamiento conservador decimonónico y puede leerse de esta forma: el salvaje es considerado por un lado como «buen salvaje», todavía inmune a las pasiones y vicios de la civilización, pero al que hay que evangelizar con el fin de acercarle a la verdadera civilización que es la cristiana.

No le faltan a la novela los elementos de crítica social dirigidos a censurar la administración colonial. «Con frecuencia hacían los indios estos levantamientos contra los de la raza conquistadora, y frecuentemente asimismo, la culpa estaba de parte de los segundos por lo inhumano de su proceder con los primeros. En 1790 la cobranza del diezmo de las hortalizas, antes no acostumbrada y por primera vez entonces dispuesta por el Gobierno, fue el pretexto que los indios de Guamote y Columbe tomaron para derramar el odio y venganza que no cabían en sus pechos y acabar con cuantos españoles pudiesen haber a las manos» (74).

En su conjunto Cumandá se lee como un texto romántico con todos los ingredientes propios del género: amores imposibles revelados en el anagnórisis final, sentimentalismo, nacionalismo como consigna, exotismo, fuertes contrastes, y exaltación de la naturaleza. Sin embargo, el libro carece de unidad. Es observable como las descripciones de la naturaleza y la novela misma evolucionan de una línea neoclásica en la que el realismo de los detalles expresan la racionalidad del observador, hacia una narrativa irreal y edulcorada reflejo de las emociones de los personajes tan propia del romanticismo. Es un proceso de metamorfosis narrativo que se produce a medida que la trama de la novela, con su laberinto de amores y tragedias, centra la narración. La primera parte, expositiva, con características de ensayo, da paso en la segunda al chorro de las emociones. La naturaleza y sus habitantes se disfrazan. Ya dentro del capítulo VIII podemos leer la siguiente descripción de tono lírico que tanto contrasta con los primeros capítulos. «Sorprendidas por ellos, las mariposas se despertaban en las hojas de las flores, y alegres y en fantástica danza batían las alas cubiertas de oro, diamantes y rubíes. Las pintadas avecillas gozaban, asimismo, de las delicias de la mañana, y se sacudían, arreglaban las plumas o tendían el cuello para alcanzar la gota de rocío que temblaba en la hoja vecina, o cantaban sus amores en aquella hora en que la naturaleza es toda puro amor, y en aquel lenguaje que lo entiende sólo la Divinidad que lo ha enseñado» (84).

Cumandá es un texto típico del siglo XIX y presenta las características e influencias que enmarcaron la literatura del siglo. Estas forcejean entre tradición e innovación. En Mera detectamos la reacción conservadora a los avances que el liberalismo realizó durante las primeras décadas posteriores a la independencia. Comparte con el liberalismo, la premisa de que la narrativa descriptiva es el arma fundamental a través de la cual los estados definen y representan su territorio y la voluntad didáctica. Este mecanismo no es nuevo, como se ha discutido en este ensayo, sino que fue usado desde los primeros años de la colonia, cuando las ordenanzas reales, otorgaban capitulaciones, que exigían la descripción detallada de las tierras conquistadas de ultramar.

La literatura del siglo XIX se mueve en un continuo forcejeo entre tradición e innovación. La cuestión sobre su paternidad o filiaciones genéricas es un tema antiguo y de difícil aproximación. Sin embargo, en los últimos años, nuevos y originales trabajos de crítica histórica colonial nos han proporcionado nuevas lecturas para estos textos. Roberto González Echevarría ve en la tan desprestigiada retórica legalista de la burocracia barroca del imperio español las bases de toda una amplia literatura que atraviesa desde la picaresca del Siglo de Oro, la monumental obra del Inca Garcilaso, hasta llegar a las vibrantes narraciones de Sarmiento y Euclides da Cunha. González Echevarría no tiene reparos al establecer conexiones entre algunos de los más vívidos pasajes en la Historia General del Perú y novelas contemporáneas como La vorágine y Los pasos perdidos; o entre El Carnero, obra modélica, en su primera parte, de la narrativa colonial del siglo XVI y el Guzmán de Alfarache, picaresca por antonomasia. Por su parte, Marie Louise Pratt ha establecido la importancia del viaje en el siglo XVIII y su contribución para una revisión cultural del mundo americano. Iniciados por viajeros europeos con perspectivas científicas o comerciales (ambos fenómenos se dan parejos), sirvieron para articular lo que Pratt llama la «reinvención de América». Pratt ha establecido las necesarias conexiones entre estos viajeros y los criollos de la independencia, sin olvidar los ecos de Colón, que la autora percibe tanto en Alexander von Humboldt como en Andrés Bello. En similar línea de conexiones y rupturas, Julie Greer Johnson mantiene que la aplastante gravitación de la monolítica cultura del imperio forzaron la aparición de obras de carácter satírico, o que usaron la sátira, la parodia, la ironía y paradoja como instrumentos de subversión. Entre los cultivadores del género estudia a Mateo Rosas de Oquendo, Juan del Valle y Caviedes, Sor Juana Inés de la cruz, Juan Rodríguez Freile, Esteban Terralla y Landa, Alonso Carrió de la Vandera, y Eugenio de Santa Cruz y Espejo, autores pertenecientes a diferentes períodos.

El presente trabajo participa de estas ideas, y las continúa, estableciendo otros lazos, ramificaciones de los primeros, que tienden a facilitarnos la comprensión de la abigarrada, compleja, contradictoria, literatura del siglo XIX. Encuentro en crónicas, relaciones, historias de indias y documentos oficiales producidos durante los años de formación colonial, no sólo una influencia retórica de amplísimo radio de acción, como ha señalado González Echevarría, sino también intencional puesto que estaban alentadas por vastos planes políticos, que como tal, rezumaban moral social. Las «Relaciones geográficas» fueron el resultado de la necesidad de la corona de inventariar sus posesiones. Nacieron con vocación administrativa, pero el material con el que trabajaron fue elusivo. La administración metropolitana se preocupó ante todo de adquirir información geográfica primeramente y, de forma secundaria, etnográfica. Se trataba de describir la naturaleza y los seres que la habitaban, para incorporarlos. En México, tras la conquista, se ordenó por vez primera la creación de una serie de documentos descriptivos relativos a los territorios conquistados con el fin de proceder al reparto de encomiendas. La precariedad de estos informes, hizo que la corona ordenase la confección de las exhaustivas «relaciones geográficas». Ordenanzas similares se decretaron en el siglo XVIII con mayor carácter científico, propio del período. En éstos documentos complejos el inventario de casas, pueblos y territorios, conviven con relatos y anecdotarios. El resultado produjo una yuxtaposición de sistemas literarios propios de la literatura colonial y que observamos también, por coincidencia de propósitos o por influencia literaria, en gran parte de los textos de la independencia. Destaca fundamentalmente el protagonismo de la naturaleza en autores criollos del XVIII que la entienden como historia, como lo habían entendido Acosta, Las Casas y muchos de los cronistas primeros de la civilización mexicana. El viajero de la ilustración aportó nuevos instrumentos de catalogación, más científicos y racionales, pero el fin se mantuvo es sus principales coordenadas: narrar como modo de nombrar y poseer, aunque implicando una nueva moral política del discurso de la naturaleza. El discurso ecuménico de algunos cronistas del XVI, al especificarse y reorientarse, toma un nuevo apellido más localista y nacional. Los intelectuales de la independencia se encontraron con una sociedad multiclasista, multiétnica de difícil homologación. Sus discursos, a la par que desean responder a unas ciertas influencias estéticas, tienen la misma voluntad intencional de renombrar para dominar. Esa es la misión del poder articulado entonces por las élites liberales criollas.

A los escritores del siglo XIX tan preocupados por la creación de una literatura independiente y original, les hubiese sido menos problemático, haber situado sus intentos de innovación literaria, en el marco de esa dilatada producción de la colonia, que prácticamente desconocían. Algunas razones las entendemos y son de claro corte político. Otras pueden deberse al desconocimiento del período anterior o la necesidad de encontrar una nueva voz que expresase los nuevos tiempos. ¿Quién puede negar hoy día el gran valor de los ambiguos textos del período? Una gran mayoría de obras fundamentales no fueron publicadas o reeditadas hasta bien entrado el siglo. ¿Puede esto explicar el negativo balance que los criollos hicieron de la cultura escrita del período que les precedió? ¿Se trataba tan sólo de un conflicto generacional? ¿Había que matar al padre? En la realidad, como este ensayo ha tratado de mostrar, nunca pudieron zafarse de una influencia tan compleja y dilatada. El paso del tiempo, el acceso a nuevas fuentes, su estudio, y el creciente interés por el período, arrojará nueva luz sobre la valoración final.






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