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ArribaAbajoLibro tercero.

Teoría de la distribución.



ArribaAbajo-I-

Nociones preliminares.


Toda producción es, como hemos visto, el resultado del concurso de tres elementos: agentes naturales, trabajo y capital. Estos elementos se combinan entre sí en proporciones diversas según la clase de producto que se trata de obtener; pero todos ellos son indispensables para que le verifiquen en condiciones regulares las operaciones productivas. Parece, pues, natural que cada cual reciba una parte del producto mismo, segun la medida de los servicios que ha prestado; o lo que es igual, que la riqueza se distribuya proporcionalmente entre los elementos productivos.

Nadie tiene derecho, dice B. Carballo212, a percibir una parte de la riqueza producida, sino los mismos que han concurrido a producirla: la distribución les una cuestión de derecho y de justicia. Entre ella y la producción está naturalmente colocada la propiedad; porque, en efecto, al exigir cada uno la porción que le corresponde en la masa de los productos creados, lo hace en virtud de un trabajo, de una cooperación, de un esfuerzo que le pertenece a él solo.

La parte del trabajo pertenece al trabajador.

La del capital al capitalista.

La de los agentes naturales a la Naturaleza.

Pero la Naturaleza no reclama su parte: antes al contrario, deja que el productor se la apropie, al apropiarse los objetos que aquélla le suministra, puesto que en esta apropiación consiste la producción; y por eso dicen los autores que el servicio de los agentes naturales no apropiados, como ellos llaman a lo que nosotros hemos denominado simplemente agentes naturales, es de todo punto gratuito.

Por consiguiente, la riqueza se distribuye entre el trabajador y el capitalista.

A la cuota que cada uno de ellos percibe le daremos el nombre genérico de retribución.213

Ademas, la escuela que admite lo que ha dado en llamarse agentes naturales apropiados las tierras, las aguas, etc. como un elemento productivo diferente del capital, establece como es natural para aquéllos una retribución distinta de la de éste, llamándola especialmente renta territorial214 y sosteniendo que la riqueza se distribuye entre el trabajo, el capital y la tierra. Pero nosotros, que consideramos los agentes naturales apropiados como, un capital igual a otro cualquiera215, no podemos menos de asimilar la retribución de la tierra a la de todos los demás capitales; y en efecto, más adelante demostraremos, que ambas están regidas por las mismas leyes, y por consiguiente que no hay razón para hacer distinción alguna entre ellas.

Sea de esto lo que quiera, el mecanismo de la distribución de la riqueza, dice Coquelin216, es tan sencillo como el principio mismo en que se funda. Esta distribución se verifica casi siempre por el intermedio de los empresarios de industria; porque ellos centralizan en sus manos, cada cual en su esfera, los medios de la producción, y en sus manos también es donde se realizan sus resultados. Así el cultivador, que explota una tierra perteneciente a otra persona, paga al propietario de ella la renta o arriendo de la misma, distribuye a los jornaleros de que se sirve su retribución correspondiente, y a veces, cuando emplea otros capitales prestados, satisface también al dueño el rédito convenido: si algo le resta del producto de su explotación, lo guarda para sí como retribución del esfuerzo, de los conocimientos y del capital propio que ha puesto en la explotación217. De este modo, en el círculo que abraza, cuota del trabajo, retribución de la tierra, rédito de los capitales, todo es distribuido por él. Lo mismo sucede respecto de los demás empresarios, cada uno de los cuales es el repartidor de los productos que ha realizado. Lo que debe dar a los demás está de antemano fijado; lo que guarda para sí es, por el contrario, variable, a causa de los riesgos que corre; pero esto no altera en nada el orden de la distribución. Sólo resulta que el empresario de industria, en vez de encontrarse a fin de año con el sobrante que constituye su parte, puede hallarse con un déficit, en cuyo caso queda en la distribución de la riqueza un hueco correspondiente al vacío que ha dejado la producción y por lo tanto inevitable.

Mas no se crea, como ha supuesto Storch, que el empresario represente en el reparto de la riqueza una clase distinta de las del trabajador y capitalista. Semejante funcionario de la industria por necesidad ha de contribuir a la producción con su trabajo o con su capital; de consiguiente, no puede menos de percibir su retribución en uno u otro concepto.

Algunos autores, observa también Coquelin218 han considerado al Estado como otro de los participantes en la distribución de la riqueza, y al impuesto que percibe como una especie particular de retribución que debe añadirse a las demás. Pero esta doctrina no nos parece racional, por cuanto turbaría el orden y el mecanismo tan sencillo de la distribución misma. Juzgamos con Mr. Coquelin más conforme a los verdaderos principios mirar al Estado, económicamente hablando, como una gran explotación, y al Gobierno como un empresario que presta a la nación ciertos servicios, por los cuales exige, de la misma manera que todos los empresarios, una remuneración que distribuye después entre sus delegados en forma de sueldos u honorarios.

La causa de que no se forme muchas veces una idea clara y exacta de la distribución de la riqueza, dice Flórez Estrada219, es la intervención del dinero en ella. Si esta distribución se hiciese en especie, se comprendería fácilmente, porque entonces el producto total de la industria se repartiría en la misma forma en que se había obtenido, mientras que haciéndose en dinero, como ahora sucede, las operaciones o del reparto son más complicadas y el resultado aparece más oscuro. Para hacer, por ejemplo, la distribución del producto de una empresa agrícola, el colono, vende la cantidad de trigo suficiente a pagar la renta de la tierra; vende también la que se necesita para satisfacer las retribuciones de los jornaleros; vende además la que es necesaria para comprar o reparar las máquinas, semillas, etc., de que se sirve; por último, vende la indispensable para comprar sus provisiones y las de su familia.

Así parece que la distribución del trigo se hace también entre los que le adquieren a cambio de dinero, cuando en realidad sólo se verifica entre los que contribuyeron directamente a la producción con trabajo o con capital; pues comprar un producto con otro producto no es tomar parte en la distribución primitiva que se ha hecho de ellos.

Ahora conviene advertir que a veces una misma persona participa de los dos caractéres de trabajador y capitalista, es decir, que emplea en la producción su trabajo y su capital, y entonces recaen en ella las dos retribuciones. Así sucede, por ejemplo, al labrador que cultiva por sí mismo su campo como propietario de la tierra y de los demás instrumentos de explotación, percibe la retribución del capital, y en atención a los servicios personales que presta en el cultivo, percibe también la del trabajo; sólo que ambas retribuciones se las reparte él mismo, atribuyéndose todo el producto agrícola. En igual caso se encuentra un gran número de personas que, aunque no posean ningún capital exterior o material, llevan en sí mismas, en su habilidad, en su experiencia, en su sabiduría, en una palabra, en sus aptitudes, un capital inmaterial, y que por consiguiente deben ser retribuidas, no sólo como trabajadores, sino también como capitalistas: tales son los funcionarios públicos o privados, militares, abogados, médicos, marinos, artistas, etc., cuyas retribuciones comprenden, en efecto, una parte correspondiente al trabajo y otra al capital que representan, por más que ambas estén confundidas en una misma cuota.

No faltan, sin embargo, productores que perciben una sola retribución, bien sea del capital o del trabajo. A este número pertenecen: 1.º los propietarios de tierras que las tienen arrendadas y las personas que colocan sus fondos en las empresas industriales, como son los accionistas de los bancos y demás sociedades anónimas, los tenedores de rentas del Estado y de obligaciones de las compañías anónimas de crédito, pues ninguno de ellos concurre a la producción mas que con sus capitales; 2.º los jornaleros, mozos de cuerda, mozos de labor y en general todos los que se conocen con el nombre genérico de braceros, los cuales, no habiendo recibido ninguna educación profesional, no emplean tampoco en la producción más elemento propio que su trabajo.

Bajo el punto de vista de la distribución de la riqueza, dice J. Stuart Mill220, la sociedad industrial puede considerarse dividida en tres clases: propietarios territoriales221, capitalistas y trabajadores. Pero estas clases no siempre están representadas por distintos individuos: al contrario, apenas hay una o dos sociedades en que existan separadamente. La Inglaterra, la Escocia y ciertas regiones de la Bélgica y de la Holanda son quizás los únicos países del Mundo en que la tierra, el capital y el trabajo pertenecen por lo común a diferentes propietarios: en los demás, casi siempre es una sola persona la que posee dos de estos elementos y a veces los tres.

El caso en que el productor posee la tierra, el capital y el trabajo abraza los dos extremos de la sociedad actual, relativamente a la dignidad e independencia de la clase jornalera. Estos extremos son los siguientes: l.º cuando el trabajador es esclavo del propietario de la tierra, como sucede en el Brasil, en Cuba y en Puerto Rico, donde hay muchos establecimientos, a la vez agrícolas y manufactureros, muchos ingenios de azúcar y fabricación de ron, en que la tierra, las máquinas y los operarios mismos pertenecen al capitalista; 2.º cuando el trabajador es propietario de la tierra, como sucede comúnmente en los Estados septentrionales de la Unión americana, con mucha frecuencia en España, Francia, Suiza, los tres reinos escandinavos-Noruega, Suecia y Dinamarca- en ciertas partes de Alemania, especialmente el Wurtemberg, y en algunos puntos de la Italia y la Bélgica. En todos estos países hay sin duda alguna vastas propiedades territoriales, y un número mucho mayor de terrazgos, que sin ser muy extensos, exigen el concurso pasajero o continuo de otros trabajadores; pero en general, la tierra está dividida en fracciones bastante pequeñas para que pueda labrarlas el mismo propietario, por sí solo o ayudado de su familia.

Cuando los tres elementos productivos no son poseídos por una sola persona, suele suceder que un mismo individuo posee dos de ellos, por ejemplo, el capital y la tierra, pero no el trabajo, y entonces ajusta al trabajador directamente y suministra en todo o en parte los fondos necesarios para el cultivo. Tal es el sistema generalmente adoptado en aquellos países de la Europa continental donde los labradores no son ni siervos ni propietarios que viven de sus rentas, por ejemplo, Italia, Francia y España. En otros casos, el trabajador no posee la tierra, pero sí el pequeño capital aplicado a su cultivo, no siendo costumbre que el propietario se lo facilite, al menos totalmente, como se observa en la Irlanda, en la India y en la mayor parte de los países orientales, ya conserve el Gobierno la propiedad del terreno, ya ceda algunas porciones que con el tiempo llegan a serlo del cultivador.

Hasta aquí las principales diferencias que existen en la clasificación de los individuos entre los cuales se distribuye el producto agrícola. Cuando se trata de la industria manufacturera, no hay más que dos clases: trabajadores y capitalistas. Los primeros artesanos en todos los países, han sido o los esclavos o las mujeres de la familia. En las manufacturas de la Antigüedad, los trabajadores eran comúnmente propiedad del capitalista, y sólo el trabajo agrícola se consideraba digno del hombre libre. El régimen inverso, en que el capital pertenece al trabajador, fue desconocido hasta la emancipación de la esclavitud y el nacimiento de los gremios, cuyos individuos todos reunían los dos caractéres de capitalistas y trabajadores. Hoy se observa este mismo régimen en los oficios para cuyo desempeño basta una sola persona provista de un capital pequeño; pero donde quiera que la extensión del mercado lo permite, se halla ya establecida la distinción entre trabajadores y capitalistas, no tomando éstos más parte en las operaciones productivas que la de la dirección y vigilancia de las mismas.

De todos modos, el principio de la distribución de la riqueza no se altera porque recaigan o no en una misma persona las retribuciones correspondientes al capital y al trabajo: por el contrario, en uno y otro caso subsisten las leyes naturales que la determinan, y estas leyes son las que nos proponemos investigar en el presente libro.




ArribaAbajo-II-

De las retribuciones en general.


Las retribuciones, tanto del capital como del trabajo, pueden considerarse en su cantidad, o sea en su cuota, y en su forma. Vamos a estudiarlas bajo estos dos aspectos.

§ 1.º CUOTA DE LAS RETRIBUCIONES. -Para que la distribución de la riqueza sea justa, es preciso que las retribuciones estén en proporción de la parte que cada uno de los elementos productivos haya tomado en la confección de los productos, o lo que es igual, de los gastos que haya hecho para obtenerlos.

El trabajo tiene sus gastos de producción.

Luego la retribución del trabajo debe ser proporcionada a los gastos de producción del mismo.

El capital tiene también los suyos.

Luego la retribución del capilal debe guardar proporción con los gastos de este elemento productivo.

Pero los gastos de producción se cubren con el valor del producto y todavía queda un beneficio. ¿A quién pertenece? A la Naturaleza no, porque ya hemos dicho que el beneficio no es más que la porción de ese mismo valor, excedente después de cubiertos los gastos de producción, y que este exceso le da gratuitamente la Naturaleza. No puede pertenecer más que al capital y al trabajo.

Por manera que las retribuciones del trabajo y del capital son iguales respectivamente a los gastos de producción de cada uno de ellos, más una parte de beneficio.

Si las retribuciones no cubrieran los gastos de producción, el trabajo y el capital consumidos en ella no podrían reponerse y el producto iría sucesivamente disminuyendo hasta extinguirse del todo.

Si las retribuciones no comprendiesen algún beneficio, el trabajo y el capital permanecerían siempre en el mismo estado y el producto no podría aumentarse nunca.

Pero ya hemos visto en otro lugar que se aumenta continuamente, obedeciendo a la ley general del progreso, que rige todos los actos de la sociedad humana.

Es, pues, preciso que tanto el trabajo como el capital perciban, además de lo indispensable para cubrir los gastos de producción, una parte de beneficio.

¿Cuánta?¿Se dividirá por mitad el valor sobrante entre los dos elementos productivos? entonces se vería más favorecido precisamente aquel que hubiese hecho menos gastos, o lo que es lo mismo, que hubiera contribuido menos a la producción, lo cual, como fácilmente se conoce, no sería justo.

La equidad exige, por el contrario, que el valor se reparta proporcionalmente a los gastos de producción; por manera que, en la distribución de un producto dado, el beneficio, tanto del capital como del trabajo, es siempre proporcional a los gastos de cada uno de ellos.

Pongamos un ejemplo.

Juan con un trabajo como 2 y Pedro con un capital como 1 han obtenido un producto que tiene de valor como 5.

¿Cuáles deben ser las retribuciones de Juan y de Pedro?

En primer lugar 2 para el primero y 1 para el segundo, que son los gastos de producción de cada uno de ellos.

Pero, después de cubiertos tales gastos, quedan todavía 2 de valor sobrante o sea de beneficio.

De esta cantidad corresponderán las dos terceras partes a Juan, porque sus gastos comprenden las dos terceras partes del total de gastos hechos; y una tercera a Pedro, porque sus gastos importan la tercera parte restante.

De modo que la retribución de Juan será 2 por gastos de producción del trabajo más 1 2/3 de beneficio, total 3 2/3, y la retribución de Pedro 1 por gastos de producción del capital más 1/3 de beneficio, total 1 1/3.

Es de advertir,sin embargo, que, así como la importancia del producto no se mide por su cantidad material, sino por el valor que contiene relativamente a los gastos de producción, así también la importancia de las retribuciones se calcula por el beneficio que comprenden con relación a los mismos gastos, y no por la cantidad de producto que perciben los productores.

Es decir, que cuanto más se aumente el beneficio más crecerán las retribuciones, y viceversa.

El beneficio, en un producto dado, no puede aumentarse sino disminuyendo los gastos.

Luego cuanto menores sean los gastos de un producto mayores serán las retribuciones que por él se perciban.

Hagamos esto más palpable con otro ejemplo.

Sea un producto que tenga de

Valor 10
Coste Gastos del trabajo 4 8
Id. del capital 4
Beneficio 2

Retribución del trabajo Por gastos 45
Por beneficio1
Retribución del capitalPor gastos 4 5
Por beneficio 1

La distribución de este producto se verificará del modo siguiente:

Y el beneficio, tanto del capital como del trabajo, será de un 25 por 100.

Si los gastos de ambos elementos productivos disminuyesen en una mitad, el producto estaría compuesto de esta manera:

Valor 10
CosteGastos del trabajo24
Id. del capital 2
Beneficio6

Y la distribución se haría como sigue:

Retribución del trabajo Por gastos 2 5
Retribución del capitalPor beneficio35
Por gastos2
Por beneficio3

Siendo entonces el beneficio, tanto del capital como del trabajo, 150 por 100.

De modo que, permaneciendo igual en cantidad la parte de producto adjudicada a los dos elementos productivos, se han aumentado, sin embargo, en seis veces las retribuciones de uno y otro, puesto que comprenden un beneficio seis veces mayor.

Pero aún puede disminuir dicha parte y aumentar al mismo tiempo las retribuciones, como sucedería infaliblemente con sólo reducir los gastos de uno de los dos elementos productivos, en términos que la constitución del producto fuese, por ejemplo:

Valor 10
Coste Gastos del trabajo 1 3
Id. del capital 2
Beneficio 7

Pues entonces la distribución sería:

Retribución del trabajo Por gastos 1 3 1/3
Por beneficio 2 1/3
Retribución del capital Por gastos 2 6 2/3
Por beneficio 4 2/3

Y el beneficio, tanto del capital como del trabajo, ascendería a 233 1/3 por 100.

Por donde, se ve que, habiendo disminuido en 1 2/3 la cantidad de producto adjudicado al trabajo, se ha aumentado, sin embargo, su retribución en un 83 1/3 por 100, puesto que tal es el aumento que ha tenido el beneficio del mismo.

Mas también se observa que ha crecido la retribución del capital en igual proporción que la del trabajo; pues, siendo antes de 150 por 100, asciende ahora a 233 l/3 por 100, es decir, que ha tenido 83 1/3 de incremento.

Ahora bien: lo mismo sucedería si la disminución de gastos afectase al capital y no al trabajo, de modo que el producto estuviera compuesto de los siguientes elementos:

Valor 10
Coste Gastos del trabajo 2 3
Id. del capital 1
Beneficio 7

En cuyo caso la distribución se haría como sigue:

Retribución del trabajo Por gastos 2 6 2/3
Por beneficio 4 2/3
Retribución del capital Por gastos 1 3 ½
Por beneficio 2 1/3

Y el beneficio, tanto del capital como del trabajo, sería 233 1/3, por 100, es decir, habría crecido para los dos 83 1/3 por 100.

No será, pues, aventurado afirmar que en la distribución de un producto, el aumento de retribución de uno de los elementos productivos trae consigo un aumento igual en la retribución del otro elemento; de tal modo, que no puede crecer la retribución del trabajo, sin que crezca al mismo tiempo la del capital, y viceversa.

Bastiat, sin embargo, sostiene que la retribución del trabajo aumenta diariamente a expensas de la del capital. Según él, la gran ley del capital y del trabajo, en lo que concierne al reparto del producto de la colaboración, es que ambos perciben una parte absoluta cada vez mayor, mientras que la parte proporcional del capital va disminuyendo comparativamente a la del trabajo.

«Representemos, dice a este propósito222, los productos totales de la sociedad, en épocas sucesivas, por los guarismos 1.000, 2.000, 3.000, 4.000, etc La cuota del capital descenderá sucesivamente de 50 por 100 a 40, 35, 30 por 100, y la del trabajo se elevará por consiguiente de 50 por 100 a 60, 65, 70 por 100; de tal modo, sin embargo, que la parte absoluta del capital sea siempre mayor en cada período, bien que su parte relativa será más pequeña.

»Así el reparto se hará de la manera siguiente:

Producto total. Parte del capital. Parte del trabajo.
Primer período 1.000 500 500
Segundo período 2.000 800 1.200
Tercer período 3.000 1.050 1.950
Cuarto período 4.000 1.200 2.800

Bastiat divide la demostración de este teorema en dos partes; prueba primero que la parte relativa del capital va disminuyendo sin cesar, fundándose en el hecho evidente e innegable de que el interés baja, de donde deduce que la parte relativa del trabajo aumenta, y añade después:

«Pero es, muy posible que el producto total aumente, al mismo tiempo que las retribuciones parciales disminuyan. Un hombre tiene más renta con 200.000 francos a 4 por 100 que con 100.000 a 5 por 100; lo mismo sucede a una nación, a la Humanidad toda. Ahora bien: las retribuciones parciales del capital, en su tendencia a la baja, no deben ni pueden seguir una progresión tan rápida que la suma total de los intereses sea menor cuando el capital abunda que cuando escasea. Admito que si el capital de la Humanidad está representado por 100 y el interés por 5, este interés no será mas que 4 cuando el capital haya subido a 200. Aquí se ve, en efecto, la simultaneidad de los dos fenómenos: disminución de la parte relativa del capital, alimento de la parte absoluta. Pero no admito, en la hipótesis, que el aumento del capital desde 100 a 200 pueda rebajar el interés de 5 por 100 a 2 por 100, por ejemplo; porque, si así fuese, el capitalista que tuvo 5.000 francos de renta con 100.000 de capital no tendría más que 4.000 francos de renta con 200.000 de capital; resultado contradictorio e imposible; anomalía extraña que encontraría el más sencillo y el más agradable de todos los remedios, porque entonces para aumentar uno sus rentas bastaría comerse la mitad de su capital.»

Tal es la doctrina de Bastiat. Por lo que a nosotros hace, nada tenemos que oponer a la segunda parte de su demostración, dirigida a probar que, disminuyendo las retribuciones parciales del capital, puede aumentar y aumenta en efecto su retribución total. Esto es lo mismo que hemos dicho anteriormente, al sostener que puede disminuir la cantidad de producto adjudicada a cualquiera de los elementos productivos, aumentando, sin embargo, su retribución al propio tiempo. En lo que no estamos conformes es en la primera parte de dicha demostración. Aquí el ilustre autor de las Armonías económicas ha sido, en nuestro concepto, víctima de una ilusión, procedente de haber considerado el beneficio, o sea lo que él llama la parte relativa del capital y del trabajo, en,sí mismo y no, como debía hacerlo, con relación a los gastos de cada uno de estos elementos productivos.

Parece, en efecto, a primera vista que el beneficio del capital, o bien la parte que el capital percibe por la confección de un producto dado, va disminuyendo, puesto, que baja el interés anual continuamente; pero ¿en realidad es así? De ninguna manera; porque, como demostraremos en otro lugar, disminuyen también y en mayor proporción sus gastos; porque un producto que antes necesitaba 20 de capital no necesita hoy más que 10, o lo que es igual, porque se ha encontrado, gracias al crédito, la manera de que un capital como 100, por ejemplo, que antes no intervenía anualmente mas que en la formación de un producto, intervenga ahora en la de dos, tres, cuatro, etc., etc., lo cual equivale a decir que entra una parte cada vez menor de ese capital en cada producto, o sea que para cada producto hace el capital cada vez menos gastos, y por consiguiente que va en aumento su beneficio.

Pero admitamos por un momento que el beneficio del capital disminuyese realmente. ¿Se seguiría de aquí, como supone Bastiat, que hubiera de aumentarse el beneficio del trabajo? Todo lo contrario. ¿A qué podría deberse la disminución de que se trata? A un aumento de gastos, o bien del capital o bien del trabajo mismo: no podría ser debido a otra causa. Si lo segundo, claro es que no se aumentaría el beneficio del trabajo, puesto que los beneficios están en relación inversa de los gastos; si lo primero, tampoco ese beneficio podría aumentarse, porque con el aumento de gastos del capital se disminuiría el beneficio total del producto y sería menor la parte de este mismo beneficio que en la distribución tocase así al capital como al trabajo.

¿En qué se funda, pues, Bastiat para suponer que, si en un producto como 1.000 corresponden al trabajo 500 y otros 500 al capital, en otro producto como 2.000 no corresponderán al segundo más que 800, quedando 1.200 al primero? Evidentemente en que, si en el primer caso ha hecho el capital la mitad de los gastos de la producción, en el segundo no hará más que las dos quintas partes. Pero entonces, ¿cómo no ve nuestro autor que nada tiene de particular que no se le adjudiquen más que las dos quintas partes del producto? ¿Ha perdido algo por eso el capital? Nada absolutamente: al contrario, ha ganado exactamente lo mismo que el trabajo. Supongamos, en efecto, que el producto 1.000 estuviera constituido de la manera siguiente:

Valor 1.000
Coste Gastos del trabajo 400 800
Id. del capital 400
Beneficio 200

La distribución sería entonces:

Retribución del capital Por gastos 400 500
Por beneficio 100

Comprendiendo un 25 por 100 de beneficio.

Retribución del trabajo Por gastos 400 500
Por beneficio 100

Comprendiendo otro 25 por 100 de beneficio.

¿Cómo estaría constituido el producto 2.000 para que la retribución del capital fuese 800 y la del trabajo 1.200? Debería estarlo como sigue, suponiendo que no hubiera variado el total de gastos, como parece suponer Bastiat, puesto que lo que hace movible es el producto.

Valor 2.000
Coste Gastos del trabajo 480 800
Id. del capital 320
Beneficio 1.200

En cuyo caso la distribución sería de este modo:

Retribución del capital Por gastos 320 800
Por beneficio 480

Comprendiendo de beneficio un 150 por 100, es decir, teniendo el beneficio un aumento de 125 por 100.

Retribución del trabajo Por gastos 480 1.200
Por beneficio 720

Comprendiendo otro beneficio de 150 por 100, que supone otro aumento de 125 por 100.

Tal es la solidaridad que hay entre el capital y el trabajo. Su suerte está tan íntimamente unida que no puede mejorar la del uno sin que mejore al mismo tiempo la del otro, y al contrario. Trabajadores y capitalistas son hermanos; un vínculo estrecho los une, más poderoso a veces que el de la sangre, el interés personal, y sólo perjudicándose cada cual a sí propio es como pueden convertirse en enemigos.

§ 2.º FORMA DE LAS RETRIBUCIONES. -Las retribuciones del capital y el trabajo son siempre iguales en su esencia y están sujetas a las mismas leyes. Una y otra, sin embargo, pueden percibirse bajo dos formas distintas, a saber:

Retribución fija o asegurada.

Retribución eventual o aleatoria.

La primera es la que el trabajador y el capitalista perciben cualquiera que sea el resultado de las operaciones productivas a que concurren. Esta forma de retribuciones propia de la producción por empresa, en la cual, como hemos dicho 223, el empresario asegura al trabajo y al capital la parte que les corresponde en la distribución de la riqueza, siendo además costumbre anticipársela, sobre todo al primero, para que el trabajador no sufra privaciones mientras se verifica la producción.

La segunda es la que al trabajador y al capitalista les toca al terminarse las operaciones productivas, según el éxito más o menos favorable de las mismas. Esta forma de retribución se refiere a la producción aislada o individual y a la producción por sociedad, en las cuales tanto el capital como el trabajo toman parte por cuenta y riesgo de cada uno de ellos.

La retribución eventual, tanto del trabajo como del capital, se llama dividendo.

La retribución fija del trabajo se denomina salario, sueldo, honorarios, etc., y puede calcularse a tanto por cierto número de horas diarias, en cuyo caso toma el nombre de jornal, o bien a tanto por unidad de producción o tarea, en cuyo caso se le da el de destajo. Esta última forma de retribución, dice Roscher224, favorece más a la cantidad que a la calidad de la producción, y sólo es aplicable cuando el trabajo se descompone en una serie de tareas aisladas, pero no cuando se trata de una ocupación continua, o que exige un cuidado especial. Así es que en muchas industrias ha sido preciso renunciar a ella, porque la excesiva prisa del trabajador perjudicaba, al par que a su salud, a la perfección del trabajo, sobre el cual no podía ejercerse la debida vigilancia. Por lo demás, el destajo reúne ventajas incontestables, por

cuanto excita en el más alto grado el interés personal y por consiguiente la actividad del trabajador.

La retribución fija del capital se llama en general alquiler o arriendo.

La palabra renta se aplica: l.º a una retribución cualquiera; 2.º a la retribución de los capitales permanentes, y sobre todo del capital-tierra; 3.º al beneficio aferente a la retribución de estos mismos capitales225.

Si el beneficio corresponde a la retribución fija de un capital transitorio, toma el nombre de rédito, y el de interés o intereses cuando este capital consiste en dinero.

Por lo demás, las retribuciones eventuales sólo se diferencian de las fijas en no estar, como estas, anticipadas y aseguradas, es decir, que el dividendo del trabajo y el del capital son iguales respectivamente al salario y el alquiler, menos la prima del seguro y el premio del anticipo, que el empresario se reserva como todos los aseguradores y anticipistas, y que pueden ser más o menos considerables, según los riesgos de la producción y la duración de la misma.

Ahora bien: ¿cuál de las dos formas es más perfecta, la fija o la eventual, el salario o el dividendo del trabajo, el .alquiler o el dividendo del capital?

Esta cuestión envuelve la de las ventajas relativas de la sociedad y la empresa; y aunque ya la tratamos extensamente en otro lugar226, bajo el punto de vista de la producción, no será inútil decir aquí algunas palabras sobre ella, con respecto a la distribución de la riqueza.

Desde luego conviene advertir que la retribución eventual, si posible para el capital en toda clase de industrias, no lo es para el trabajo, como ya demostramos oportunamente, sino en aquellas producciones imperfectas y rudimentarias, que exigen un corto espacio de tiempo para realizar sus productos. En las demás se necesitan cuando menos algunas provisiones para mantenerse mientras duran los procedimientos industriales, y el trabajador no las tiene; pues, si las tuviera, dejaría de ser simple trabajador para pasar a la categoría de capitalista.

Pero, aún suponiendo que el capital y el trabajo se hallasen siempre en estado de percibir su retribución bajo cualquiera de las dos formas, todavía la forma fija sería preferible a la eventual, como lo es un presente asegurado a un porvenir incierto.

En efecto, el hombre, dice Bastiat227, aspira con ardor a la seguridad, a la fijeza de su destino. La incertidumbre, la eventualidad, la duda, son para él un tormento irresistible. Se encuentran, a la verdad, algunas individualidades inquietas, aventureras, en quienes lo aleatorio es una especie de necesidad; espíritus privilegiados, almas audaces y atrevidas corazones de temple que no retroceden ante ningún peligro, mientras divisan en lontananza una ambición satisfecha. Para estos intrépidos exploradores, nuevos Colones del mundo industrial, no se ha hecho la uniformidad, ni el orden ni el reposo; ellos son una excepción de toda regla y una protesta contra toda disciplina. Mas no por eso es menos cierto que la generalidad de los hombres quiere estar tranquila sobre lo futuro, saber anticipadamente los recursos con que cuenta y disponer de antemano todas las acciones de su vida. Para comprender cuánto se aprecia la seguridad del porvenir, no hay más que ver la avidez con que se solicita en ciertos empleos inamovibles, prefiriéndolos a otros más brillantes y lucrativos, pero también más inseguros.

Y sin embargo, continúa el citado economista228, en el origen de las sociedades, la eventualidad reina por todas partes y nadie puede decir con certeza cuánto reportará de la producción al siguiente día. Así es que no se encuentra entonces nada que se parezca a salario, intereses, rentas, etc., combinaciones todas inventadas para alejar más y más de la humanidad ese sentimiento penoso que se llama terror a lo desconocido. El capital y el trabajo, entonces, se ven obligados a someterse a los riesgos de la producción, hasta tanto que pueden ser apreciados por la experiencia. Pero, llegado este caso, suele decir el primero al segundo:

-La observación nos demuestra que toda retribución eventual equivale a una retribución media de tanto. Yo te aseguro y te anticipo ese tanto, mediante la prima o recompensa que convengamos por uno y otro servicio; y si aceptas, dirigiré la operación, reservándome sus resultados adversos o favorables.

A lo cual responde el trabajo:

-Tu proposición me conviene. Yo gano unos años 3.000 y otros 9.000 rs.: estas fluctuaciones me llenan de ansiedad llevándome alternativamente del temor a la esperanza e impidiéndome arreglar de un modo uniforme mis gastos y los de mi familia. Prefiero recibir de antemano y con seguridad 6.000 rs., aun cuando de ellos tenga que darte ½ por 100 por asegurarme y 5 por 100 por anticiparme esta cantidad, de modo que no me queden mas que 5.670=6.000-30 (prima del seguro) -300 (premio del anticipo).

El convenio puede hacerse también en sentido inverso, diciendo el trabajador al capitalista:

-Hasta aquí hemos cooperado a la producción a resultados comunes; pero ya que éstos nos son conocidos, arreglémonos por un tanto. Tú has puesto 20.000 rs., por los cuales percibes de beneficio unos años 500 y otros l.500. Si quieres te dará 1.000 todos los años, que es tu dividendo medio, menos 5 que me reservo por librarte de todo riesgo, y dirigirá yo la empresa como lo crea más acertado.

Probablemente el capitalista responderá:

-Puesto que entre tantas alternativas no percibo mas que 1.000 rs. al año, prefiero tener seguros los 995 que me ofireces, con lo cual conseguiré además la ventaja de poder continuar con mi capital en la asociación, libre de todo cuidado, y dedicar mi atención a otros asuntos.

De esta manera nacieron el salario y el alquiler, como han nacido después las sociedades de seguros. Ni uno ni otro, añade el ilustre autor de las Armonías económicas, tienen nada de humillante para el productor: lejos de eso deben considerarse como uno de los más poderosos resortes del progreso, porque son a la vez el término de una civilización muy adelantada en el pasado y el punto de partida de una civilización indefinida en el porvenir. Si la Humanidad se hubiera limitado a esa forma primitiva de la asociación productiva, que hace solidarios de los riesgos de la producción a todos los interesados en ella, las noventa y nueve centésimas de las operaciones industriales no hubieran podido verificarse; el productor que hoy tiene parte en veinte empresas hubiera permanecido encadenado a una sola; la unidad de miras y de tendencias no hubiera existido en la industria, y finalmente, el hombre no hubiera disfrutado nunca ese bien precioso que puede ser el origen del genio: la estabilidad.

Esto, no obstante, ciertas escuelas han condenado toda retribución fija, sobre todo en interés de los trabajadores, dirigiendo especialmente sus anatemas contra el salario. Esta frase, más sonora que exacta, de Chateaubriand -el salario es la última trasformación de la servidumbre- ha sido repetida y comentada hasta la saciedad. Un ilustre economista, Mr. Blanqui, propuso en su Curso de Economía industrial, profesado en el Conservatorio de artes y oficios de París, la cuestión de si era o no más conveniente para el trabajador el salario que el dividendo, y desde entonces los socialistas se han apoderado de ella para sus fines disolventes, afirmando que el salario desciende siempre al nivel del mínimum de subsistencia necesario al trabajador, o lo que es lo mismo, de los gastos de producción del trabajo; que el asalariado es siempre explotado por el empresario de industria, etc., etc.,, y concluyendo de aquí que ninguna mejora importante podría hacerse en la condición de las clases laboriosas en tanto que la sociedad no se sustituyese a la empresa, en tanto que el operario no recibiese su remuneración bajo la forma de dividendo, en vez de recibirla bajo la forma de salario.

Pero, en primer lugar, ya hemos dicho que la forma de las retribuciones no influye en manera alguna en su esencia, y que el salario es igual al dividendo, menos la prima del seguro y el interés del anticipo, que el empresario se reserva por el servicio que presta al trabajador asegurándole y anticipándole la parte que le correspondería en la producción de la riqueza, después de terminadas las operaciones productivas.

Además, cuando la autoridad pública no se entromete a regimentar las transacciones, dice A. Clement229, el salario es libremente debatido entre e1 trabajador y el empresario, y no es cierto que la urgencia de las necesidades del primero le deje en este punto menos libertad de la que goza el segundo, porque la necesidad que éste tiene de los servicios del trabajador es por lo menos tan urgente como la que el trabajador experimenta de la continuidad del salario. Un empresario que carece de trabajadores pierde, en efecto, no sólo la retribución de sus servicios personales, no sólo el interés de todos los capitales empleados en la empresa, sino también su clientela y su mercado, condición que por sí sola bastaría para comunicar a la necesidad que tiene de la mano de obra un carácter de urgencia más imperioso quizá que el de las necesidades del trabajador mismo.

Pero hay más: para que el empresario estuviese dispuesto a abusar de la posición del trabajador, a fin de obligarle a aceptar un salario insuficiente, sería preciso que tuviese interés en este abuso, que pudiera atribuirse siempre el producto de la reducción del salario, lo cual no sucede. La baja permanente de los salarios depende de causas que se explicarán en otro lugar, y que nada tienen que ver con la forma de la retribución del trabajo. Habiendo libertad, el empresario, como veremos más adelante, no tiene más posibilidad de aprovecharse de una reducción en los salarios que de vender sus productos a un precio más alto que los venden sus competidores. Esto es tan cierto, que los empresarios hacen sus mejores negocios precisamente cuando los salarios están más altos, y así debe suceder, porque si el salario de una profesión se eleva, es, como ya hemos dicho, porque se disminuyen los gastos de la producción, o lo que es lo mismo, porque se aumenta valor del producto, y de este aumento participan todos los colaboradores, entre los cuales se haya en primer término el empresario.

Por lo demás, concluye A. Clement230, muchas personas se exageran la importancia de las ganancias que realizan industria; porque fijan principalmente los empresarios de su atención en empresas favorecidas por reglamentos restrictivos, por monopolios legales o que se hallan colocadas en condiciones excepcionales. La verdad es, sin embargo, que, en la generalidad de las industrias, el empresario no gana más que lo estrictamente necesario para recompensar sus servicios personales y los de los capitales y los brazos que tiene ocupados en su empresa. Si examinamos la posición de los cultivadores, fabricantes, artesanos, mercaderes, etc., reconoceremos fácilmente que, para un jefe, de industria que haga fortuna, hay diez que apenas sacan lo indispensable para continuar en sus negocios, y uno por lo menos que se arruina y hace bancarrota. Semejantes circunstancias, que son las que rodean hace mucho tiempo a la mayor parte de las empresas agrícolas, manufactureras y comerciales, no son propias para justificar la opinión de los que miran la participación de los trabajadores en los riesgos de las operaciones productivas, esto es, la producción por sociedad, o bien lo que ha dado en llamarse sociedades cooperativas, como un medio de elevar considerablemente la retribución del trabajo. Y en efecto, si esas sociedades son voluntarias, los socios que reúnan las cualidades de un buen empresario no permanecerán en ellas sino a condición de dárseles ventajas iguales a las que hubieran obtenido fuera de la sociedad, y de que se les aseguren estas ventajas, ya por la importancia de su parte en el valor producido, ya de cualquier otro modo. Todo lo que podrá esperarse de ellos es que, en razón de la participación de los trabajadores en los riesgos de la producción, consientan en no exigir por sus servicios más que una parte más o menos grande en las eventualidades de ganancia, y ésta será una concesión exactamente compensada por los riesgos que corran los demás socios. Estos últimos se verán, pues, obligados a atribuir, del producto de la obra común, a los agentes que hagan las veces de empresarios, una parte proporcional a lo que sus servicios valen, es decir, a lo que obtienen generalmente, y en tal caso no les quedará para repartirse entre ellos más que una suma equivalente a la de sus salarios. Si, por el contrario, quieren rebajar la remuneración del agente empresario, es decir, del director o gerente, a una cuota menor que la natural, no podrán obtener el concurso de ningun agente capaz; su sociedad se verá en la imposibilidad de sostener la competencia con las empresas bien dirigidas, y ellos mismos no tardarán en renunciar voluntariamente al dividendo para volver a la condición de asalariados.

Por todas estas razones creemos preferible, en general, sobre todo para el trabajador, la forma de retribución fija a la eventual.

Hay, sin embargo, un sistema mixto, que se practica ya hace muchos años en ciertas industrias, y que consiste en hacer a los trabajadores partícipes de los beneficios del empresario, distribuyéndoles una especie de dividendo que viene a añadirse a sus salarios habituales. He aquí cómo. El operario trabaja a destajo, según una tarifa determinada, o bien recibe cada quincena un salario proporcionado a su habilidad, y a fin de año, después que se han cubierto el interés del capital y la prima de amortización, se provee al fondo de reserva, se dedica cierta suma a formar una caja de socorros y de retiros, y el resto se divide entre el capital y el trabajo. Tales son las reglas generales, que pueden modificarse al infinito según las industrias. Este sistema no ofrece más que ventajas: aumenta el poder productivo del taller, economiza considerablemente las materias primeras y estimula el celo del trabajador, haciendo de él un asociado, no tan completo, sin duda alguna, como en la sociedad cooperativa, pero en cambio con menos riesgo y más facilidad. Así es que donde quiera que se ha empleado, ha producido excelentes efectos. En Inglaterra se puso en práctica ya hace algún tiempo en las minas de carbón, donde las relaciones del empresario y los trabajadores eran muy tirantes, y desde entonces ha cesado el antagonismo entre estas dos clases, y la explotación, que antes se interrumpía continuamente por las huelgas sigue ahora su curso regular y ordenado.




ArribaAbajo-III-

Del salario.


§ 1.º CONSIDERACIONES GENERALES. -De las dos formas en que puede percibirse la retribución del trabajo, la más frecuente, casi la única en que de hecho se percibe, es 1a forma fija, denominada en general salario.

Vamos, pues, a estudiarla con este nombre, bien entendido que todas las consideraciones que aquí hagamos son aplicables al dividendo del trabajo, el cual, segun hemos dicho, sólo se diferencia del mismo salario, en no estar como él, anticipado y asegurado.

Ahora bien: hay un salario natural y un salario corriente o convencional: el salario, como otra cualquier mercancía, tiene su precio natural y su precio corriente o del mercado.

El salario natural consiste en la porción de riqueza indispensable para cubrir los gastos de producción del trabajo, más la parte proporcional de beneficio que por ellos le corresponda.

El salario corriente está reducido a la porción de riqueza que en pago de sus servicios recibe el trabajador en una época determinada.

El salario natural es también necesario, es decir, que en definitiva se ha de obtener necesariamente; porque si así no fuera, si la retribución del trabajo no dejase beneficio alguno, el operario permanecería siempre en el mismo estado, no podría mejorar su condición, no se cumpliría respecto de él la ley del progreso, a la cual está sometido como todos los demás hombres; y si esa retribución no cubriese siquiera los gastos de producción del trabajo, la clase trabajadora iría deteriorándose sucesivamente, y aún llegaría a extinguirse del todo.

El salario corriente se divide en real y nominal. El nominal no es más que la cantidad de moneda que el trabajador percibe por su trabajo, y depende del precio de la moneda misma, o lo que es igual, de la cantidad de artículos de subsistencia que con ella pueden comprarse. El real consiste en esta última cantidad, o lo que es igual, en la suma de satisfacciones que al trabajador proporciona, y depende, como todos los precios corrientes, de la relación que hay entre la oferta y la demanda de brazos o de operarios.

Cuando los brazos abundan, o lo que es lo mismo, cuando escasean los capitales destinados a retribuirlos, los salarios bajan y la cuota que el trabajador percibe es pequeña con relación a sus gastos.

Por el contrario, cuando hay muchos capitales empleados en empresas productivas, los salarios suben y la retribución que el trabajador obtiene es proporcionalmente considerable.

Sin embargo, el salario corriente no puede ser de un modo permanente y definitivo mayor ni menor que el salario natural, con el cual, y en virtud de la ley de la competencia, tiende a confundirse; porque en efecto, cuando el salario corriente excede al salario natural, los trabajadores tienen una ganancia extraordinaria, que, atrayéndoles a la industria, hace que se aumente el número de ellos y se desprecien poco a poco sus retribuciones; y al contrario, cuando el salario natural excede al salario corriente los trabajadores experimentan una verdadera pérdida, que, ahuyentándolos de la producción, disminuye sucesivamente los brazos y encarece, por lo tanto, su precio.

Este flujo y reflujo, que en el mercado del trabajo, como en el de cualquier otro artículo, determina la ley de la competencia, se verifica lo mismo en una sola industria que en todas a la vez, observándose que los operarios acuden con preferencia a las que mejores salarios les ofrecen, y se retiran, de aquellas en que son menos retribuidos sus servicios.

Es claro, sin embargo, que semejantes alternativas no se realizan instantáneamente, porque ni la clase trabajadora, tomada en conjunto, puede vivir sin trabajar a cualquier precio, ni ninguno de sus individuos puede tampoco cambiar fácilmente la profesión que ejerce por otra que le reporte más beneficios; y por esta razón la oferta y la demanda de brazos rara vez se encuentran equilibradas, si bien a la larga el equilibrio se establece, como hemos dicho, y el salario corriente se iguala o se acerca cuando menos al salario natural.

Examinemos ahora estas dos clases de salario separadamente.

§ 2.º DEL SALARIO NATURAL. -Hemos llamado así a la porción de riqueza indispensable para cubrir los gastos de producción del trabajo, más la parte proporcional de beneficio que por ello le corresponda.

El beneficio ya sabemos que consiste en el valor sobrante después de cubiertos los gastos de producción.

Veamos, pues, en qué consisten los gastos.

Todo trabajo supone el ejercicio de ciertas facultades o fuerzas, que no son permanentes, sino que se deterioran más o menos según las circunstancias, en términos que, al cabo de cierto tiempo, concluyen por extinguirse completamente. Es preciso, para evitarlo, suplir ese deterioro, agregándoles algunas sustancias asimilables a ellas, o lo que es lo mismo, manteniéndolas; y como esto no se logra sin disminuir. a la vez, sin gastar en cantidad proporcionada esas mismas sustancias, es claro que el trabajo tiene sus gastos de manutención, con los cuales han de reponerse las pérdidas que en sus facultades físicas, morales e intelectuales experimenta el trabajador. Así, por ejemplo, en una empresa de trasportes, los empleados todos, ya sean mayorales, administradores, postillones, etc., tienen que gastar lo suficiente para mantenerse en vida y salud, so pena de quedar inútiles y aun de perecer, con lo cual se paralizaría desde luego la empresa.

Pero aún no bastan los gastos de manutención para que las facultades humanas permanezcan siempre en el mismo estado. Todo individuo es mortal por naturaleza; cuando da la hora marcada en el reloj de la Providencia, traslada al otro mundo su actividad, y por más que se haga para impedirlo, deja de existir para la producción. Llegado este caso, es necesario sustituirle, reemplazarle con otro individuo, en una palabra, renovarle; y como para ello hay que gastar otra porción de sustancias afines a su organismo, de aquí es que el trabajo tenga también sus gastos de renovación, con los cuales se ha de atender a la formación y desarrollo de las facultades físicas, morales e intelectuales destruidas por la muerte. Así, en el ejemplo anteriormente citado, el personal de la empresa, después de convenientemente, tiene todavía que gastar lo necesario para reproducirse, para sostener una familia: de lo contrario, a la muerte de los individuos que le componen, no habrá quien desempeñe sus diversos oficios, y la producción no podrá ir adelante.

Los gastos de producción del trabajo comprenden, pues, en primer lugar, los gastos de manutención, y en segundo los gastos de renovación de los trabajadores.

Si ahora agregamos a estos gastos la parte proporcional de beneficio que, como hemos dicho, corresponde al trabajador en la distribución de la riqueza producida, tendremos todos los elementos que constituyen el salario natural, y recordando que éste no es más que el dividendo del trabajo anticipado y asegurado, o sea el mismo dividendo, menos la prima del seguro y el premio del anticipo, podremos representar dicho salario por la siguiente fórmula:

S=GM+GR+B-P-P'

en la cual S significa el salario, GM gastos de manutención, GR gastos de renovación, B beneficio, P premio del anticipo, y P' prima del seguro.

Pero los gastos de producción del trabajo varían, en virtud de ciertas causas que vamos a exponer brevemente.

En primer lugar, un jornalero, por ejemplo, que apenas hace uso más que de su fuerza muscular, puede, sin perjudicar a su salud, reducir su manutención a una vivienda, un vestido y un alimento groseros, bastándole además para renovarse adelantar a un hijo suyo, o a cualquier otro individuo que haya de reemplazarle, lo indispensable para el desarrollo de su parte física y la adquisición de algunas nociones morales. Pero la inteligencia no puede someterse al mismo tratamiento que la fuerza muscular: el régimen higiénico que bastaría para conservar la segunda, obraría como una especie de enervante sobre la primera. La influencia de la nutrición en las facultades intelectuales, demostrada por todos los fisiólogos es tal, que si se obligase a un poeta, un artista, un matemático a hacer uso de las mismas sustancias que un artesano, dado caso que su estómago pudiera digerirlas, concluiría en general por embrutecerse o contraer una enfermedad orgánica, incompatible con toda inspiración y quizá con todo trabajo. Hay que tener presente además que, cuando se ejercita el espíritu, es preciso darle el alimento especial que requiere y proporcionarle distracciones en armonía con sus tareas; que, por lo tanto, la lectura, la música, el paseo, los juegos de entretenimiento, los espectáculos teatrales, son hasta cierto punto indispensables para el hombre de bufete, mientras que puede pasarse sin ellos el campesino. o el mozo de cuerda. Finalmente, la educación necesaria para renovar los trabajadores es mucho más costosa cuando hay que cultivar la inteligencia y el sentimiento que cuando no se cultivan estas facultades, ya porque en el primer caso supone un aprendizaje más largo y difícil, ya también porque exige una alimentación más delicada. Así lo comprendieron los antiguos en la manera de tratar a sus esclavos. Había, entre éstos, médicos, filósofos, poetas, como Fedro y Terencio, cuyos nombres han pasado a la posteridad rodeados de una aureola de gloria, mientras que otros no servían más que para las faenas domésticas. Pues bien, los primeros estaban mejor alimentados, mejor vestidos y alojados que los segundos. ¿Por qué esta diferencia, cuando ni la ley ni las costumbres establecían ninguna entre los infelices sometidos a la servidumbre? Porque, de otro modo, no hubiera sido posible conservar y desarrollar las aptitudes de cada uno.

En segundo lugar, no todas las industrias exigen un trabajo igualmente intenso. Hay algunas en que el trabajador necesita emplear todo el vigor, toda la energía de los músculos o de la inteligencia, mientras que en otras, por el contrario, el trabajo es sosegado, tranquilo y hasta agradable. Bajo este punto de vista, no puede igualarse, por ejemplo, la tarea de un segador con la de un mozo de mulas. El primero, encorvado hacia la tierra y recibiendo los rayos de un sol estival, hace un esfuerzo violento al cercenar con su cortante hoz las doradas mieses; el segundo tiene que violentanse mucho menos para limpiar o servir el pienso o el agua a las bestias de la labor en el fondo de una caballeriza. Lo mismo puede decirse de otras muchas profesiones. No trabajan tanto en igual espacio de tiempo, y aún hallándose todo él en estado de actividad, el peón de albañil como el cavador, el lacayo como el mozo de cuerda, el letrado que despacha una consulta como el que informa ante un tribunal en defensa de la vida, la honra o la fama de su cliente. Ahora bien: no cabe duda de que, cuanto más intenso sea el esfuerzo, más se deteriorarán las facultades del trabajador y más se gastará, por lo tanto, en mantenerlas y, renovarlas, o lo que es lo mismo, mayores serán los gastos que exijan la manutención y renovación del individuo.

Por otra parte, el tiempo que se tarda en confeccionar un producto dado, es mayor o menor, segun la índole de la producción y las circunstancias sociales en que se halla colocada. Hay productos cuya confección exige un año de vida, mientras otros, iguales a ellos en la esencia, no necesitan más que medio. Para moler un hombre en la época de Ulíses una arroba de harina, machacando el trigo entre dos piedras, que era el procedimiento usado, al decir de Homero, en la época de la guerra de Troya, empleaba quizá un día, al paso que hoy puede hacerse la misma operación en una hora. Entre las causas que más retardan la producción, haciendo perder al trabajador un tiempo precioso, deben citarse las crisis industriales que paralizan de pronto las manufacturas, así como las interrupciones regulares que sufre el ejercicio de ciertas profesiones, tales como la de actor, catedrático, etc., etc., que por lo común no funcionan más que en una parte del año. Ahora bien: el tiempo es dinero, como dicen los Ingleses; esto es, el tiempo vale, el tiempo tiene su valor, no el tiempo en absoluto, el cual, como infinito, nunca merma y permanece siempre lo mismo, sino el tiempo limitado de la vida del hombre, el período de su actividad productiva. Cuanto mayor sea la fracción de este período que trascurra la formación del producto, más se consumirán las fuerzas del trabajador y más gastos será preciso hacer para mantenerlas y renovarlas oportunamente.

Por último, en toda empresa humana hay contratiempos y peligros, de los cuales unos dependen de las épocas, los lugares y las circunstancias, y pesan por igual sobre todos los ramos de la producción, y otros gravan especialmente ciertas industrias. Citaremos, entre los primeros, las guerras y las revueltas civiles, los climas rigurosos o insalubres, las pestes y las epidemias que diezman las poblaciones: entre los segundos, la exposición a los hundimientos del terreno, a las caídas de grandes alturas, a la absorción de emanaciones metálicas o pútridas que sufren algunos trabajadores. Pues bien, si los riesgos son considerables, las fuerzas se deteriorarán mucho y será preciso hacer grandes gastos de manutención y renovación para que permanezcan siempre al servicio de la producción; por el contrario, si hay que correr en ésta pocos peligros, esas fuerzas resistirán mejor a los estragos del tiempo y ocasionará menos gastos su ejercicio. Mil casos podrían citarse en comprobación de una verdad tan obvia. No vive, por ejemplo, el habitante de las Marismas, expuesto a esa enfermedad cruel que se llama malaria, tanto como el morador de los fértiles y risueños valles de la Toscana; no alcanza, por lo común, el Indio o el Árabe una edad tan avanzada como el Alemán o el Eslavo; la Estadística demuestra que es menor la mortalidad en los países cultos que en los salvajes, en los pueblos agrícolas que en los manufactureros, en los climas del Norte que en los del Sur, en las zonas templadas que en la ecuatorial y las glaciales además, ¿quién ignora que hay profesiones en las cuales la vida del operario es sumamente corta, o al menos se inutiliza muy pronto para todo trabajo? Pocos cantantes conservan la voz más allá de los límites de su virilidad; pocos, militares, pocos mineros se libran de una muerte prematura o de una vejez anticipada por los achaques o las mutilaciones de los órganos más importantes del cuerpo; el cultivo del arroz es siempre funesto al cultivador; las fiebres intermitentes y pútridas afligen a los infelices que se ven obligados para ganar el sustento a permanecer durante ciertas horas a las orillas de los pantanos y las lagunas.

Se ve, pues, que los gastos del trabajo, en la confección de un producto dado, están en razón directa:

1.º De la elevación de las facultades que se ejercitan.

2.º De la intensidad del esfuerzo que se hace.

3.º Del periodo de la vida que trascurre.

4.º De los riesgos que se corren.

Por lo demás, el progreso, gracias al perfeccionamiento de los métodos, a la introducción de nuevas máquinas, a la consolidación de las instituciones civiles, a los adelantos de la Medicina y la Higiene pública etc., etc., disminuye cada vez más, en la formación de un producto dado, el concurso de la inteligencia, la intensidad del esfuerzo, la pérdida de tiempo, los riesgos que se corren, en una palabra, los gastos de producción del trabajo, y por consiguiente aumenta los salarios de los trabajadores al mismo tiempo que rebaja el coste de los productos.

Molinari afirma, sin embargo, que el progreso industrial contribuye en todos los ramos de la actividad humana a elevar el nivel de los gastos de producción del trabajo, y se funda para ello en que exige el concurso de facultades cada vez más elevadas, como se observa examinando los adelantos que ha hecho una industria cualquiera, la de la locomoción por ejemplo. La Historia nos dice, en efecto, que cuanto más adelantada se halla una producción, más interviene en ella la inteligencia y menos la fuerza muscular; de donde parece natural deducir que los gastos de producción del trabajo van en aumento con el progreso. Pero ¿cómo no ve Molinari que a cada grado de elevación de las facultades necesarias para la producción corresponde un grado de elevación mucho mayor en el valor del producto, y por consiguiente un beneficio mucho más considerable? El error del economista citado procede de no considerar el producto como una cantidad fija y determinada, siendo así que lo es cuando se trata de hacer la distribución, después de concluidas las operaciones productivas. Colóquese bajo este punto de vista, y se convencerá de que los gastos de producción, lejos de aumentar, como él cree, van, por el contrario, disminuyendo con el progreso. En efecto, supongamos que para obtener un producto como 10 se necesitase hace un siglo un trabajo, un gasto de fuerzas físicas, morales e intelectuales, una pérdida de vigor y de salud, un deterioro del trabajador, equivalente a 4. ¿Es creíble que hoy, habiendo adelantado la industria, ha de necesitarse un trabajo como 6? ¿Qué adelanto, qué progreso sería éste? El sentido común responde que sería un progreso al revés, es decir, un retroceso.

Lo más singular es que Molinari atribuye al aumento que, según él, trae el progreso en los gastos de producción del trabajo, la elevación progresiva que se observa en las retribuciones de los trabajadores. Así, dice, los salarios de los cocheros, carreteros y conductores de ómnibus son más altos que los de los porteadores de sillas de manos; pero todavía les exceden los de los empleados en ferro-carriles. ¿Por qué? Porque la inteligencia necesaria al ejercicio de una industria perfeccionada exige gastos de manutención y renovación mayores que la fuerza muscular exigida por una industria imperfecta; porque los gastos de producción del trabajo intelectual superan a los del trabajo físico.

Ahora bien: nuestro autor incurre aquí en una contradicción lastimosa. Si los gastos de producción necesarios para cada producto se aumentan con el progreso, porque son más elevadas las facultades cuyo concurso exige la producción misma, ¿cómo es posible que al mismo tiempo se aumenten las retribuciones? ¿No es indudable que éstas se hallan en razón inversa de los gastos? Pues a cada aumento de gastos corresponderá una retribución menor, y viceversa; porque, como ya hemos dicho, las retribuciones se miden, no por su cantidad absoluta, sino por el beneficio que dejan, y este beneficio es mayor cuanto menores sean los gastos.

Cierto que la industria exige el concurso de facultades cada vez más elevadas; cierto que por esta causa se aumentan en absoluto los gastos de producción; pero este aumento de gastos no es en manera alguna la causa de la elevación de los salarios, sino el aumento mucho mayor de los productos, o lo que es lo mismo, la disminución de los gastos con relación a cada producto.

§ 3.º DEL SALARIO CORRIENTE. -Hemos dicho que el salario corriente depende de la relación que haya entre la oferta y la demanda de brazos; pero como la oferta es a su vez proporcionada al número de individuos de la clase trabajadora, que constituye la mayor parte de la sociedad, y la demanda a la cantidad de capitales empleados en empresas productivas, o sea a los, fondos con que cuentan los empresarios para retribuir el trabajo, de aquí es que la cuota de esta retribución se determine por la relación entre la población laboriosa y los artículos de subsistencia.

Si la población es grande y los artículos de subsistencia escasos; si los segundos no alcanzan a cubrir las necesidades de la primera, el trabajo sufrirá una depreciación en el mercado y el salario corriente será tal vez menor que el salario natural.

Por el contrario, será igual o mayor, y los trabajadores se verán ampliamente retribuidos, si la población laboriosa escasea al paso que abundan los artículos de subsistencia.

Sin embargo, algunos economistas sostienen que el precio del salario se regula exclusivamente por el precio de estos artículos. Tienen razón, sin duda, se refieren al precio natural, que, como ya sabemos, depende de los gastos de producción, puesto que estos gastos son proporcionados al costo de la subsistencia del trabajador, y cuanto más le cueste mantenerse, mayor ha de ser necesariamente su retribución. Pero no sucede lo mismo respecto del precio corriente del salario, el cual no guarda siempre una proporción directa con el de los productos, y por eso en los años de escasez se ven muchas veces reducidos los trabajadores a la más espantosa miseria.

Los salarios, dice J. S, Mill231,dependen de la relación entre la oferta y la demanda o como suele decirse, de la proporción que hay entre la población y el capital. Por población entiendo aquí sólo la clase laboriosa, o más bien, el número de aquellos que dan su trabajo en alquiler; y por capital sólo el capital circulante, no todo, sino la porción del mismo destinada al pago de la mano de obra, a cuya porción hay que añadir los fondos que, sin formar parte integrante de este capital, se dan en cambio de un trabajo, como los sueldos de los militares, los salarios de los criados y las retribuciones de todos los demás trabajadores improductivos232.

Y en otro lugar añade el mismo autor: «No es la cantidad de la acumulación ni de la producción lo que importa a la clase laboriosa; sino los fondos destinados a distribuirse, entre los trabajadores, o más bien, la relación que haya entre estos fondos y el número de personas llamadas a participar de ellos.233»

«Supongamos, dice también Mac-Culloch234, que el capital destinado anualmente en una nación para pagar el trabajo ascienda a treinta millones de libras esterlinas. Si en esa nación hubiese dos millones de operarios, es evidente que el salario de cada uno, remunerándolos a todos al mismo precio, sería de quince libras, y no lo es menos que este precio no podría aumentarse sino en el caso de que el número de trabajadores se redujese en una proporción mayor que la suma del capital. Así pues, mientras el capital y la población sigan un mismo curso, mientras se aumenten o disminuyan en igual grado, la cuota de los salarios permanecerá la misma, y sólo cambiando la relación entre el capital y la población es como el precio del trabajo podrá subir o bajar proporcionalmente. El bienestar de las clases laboriosas depende directamente de la relación que guarda su crecimiento con el del capital empleado en ocuparlas y mantenerlas: si se multiplican más rápidamente que el fondo de los salarios, el precio del trabajo será escaso; por el contrario, este precio se elevará, si la multiplicación de los trabajadores es más lenta que la de la riqueza que sirve para su sostenimiento.»

Ahora bien: ¿puede multiplicarse la riqueza con tanta rapidez como la población?

He aquí uno de los problemas más graves de la ciencia económica.

Malthus ha sentado las dos siguientes proposiciones235:,

1.ª Cuando la población no está contenida por ningún obstáculo, va doblando cada 25 años y crece de período en período, siguiendo una progresión geométrica.

2.ª Los medios de subsistencia, en las circunstancias más favorables a la industria, no pueden nunca aumentar más rápidamente que en una progresión aritmética.

De modo que, segun el citado economista, la raza humana, abandonada a su instinto reproductivo, crecería como 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, mientras que la riqueza sólo podría progresar como 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, y en el espacio de dos siglos la primera sería a la segunda como 256 es a 9.

¿Estas dos proposiciones son ciertas?

Malthus ha sostenido la primera fundándose en las observaciones del doctor Price, de Euler y de William Petty, según los cuales la población puede duplicarse en 15, 13 y aún 10 años.

Otros economistas han invocado después, en apoyo de la misma doctrina, los censos de los Estados-Unidos, que, aún deduciendo los países nuevamente anexionados, revelan un aumento progresivo de

35 habitantes por 100 en 1800
36 1810
3 ½ 1820
33 ½ 1830
32 ½ 1840
34 1850

in que obste para admitir este aumento la inmigración que, durante el período antedicho, hubo en la república anglo-americana, pues el número de los inmigrantes no llegó a 2 millones, según los cálculos más aproximados, y la población, total subió, sin embargo, de 4 a más de 17.

Finalmente, J. B. Say y Rossi han tratado de demostrar a priori la ley del incremento de la población, establecida por Malthus.

J. B. Say hace el siguiente razonamiento236:

Si prescindimos de todas las causas que limitan la multiplicación de nuestra especie veremos que un hombre y una mujer, casados desde que son núbiles, pueden fácilmente procrear doce hijos a lo menos. Verdad es que la mitad de los seres humanos perecen antes de los 26 años; pero siempre resultará que de cada matrimonio pueden nacer seis individuos capaces de reproducirse en la misma proporción, y que, si no se opone ningún obstáculo, la población de un país cualquiera triplicará en 26 años.

Rossi dice también, por su parte237:

«Siempre que haya varios productos, cada uno de los cuales tenga una fuerza reproductiva igual a la del productor, se llegará necesariamente a una progresión geométrica más o menos rápida. Si uno produce dos, dos producirán cuatro, cuatro producirán ocho, y así sucesivamente. Malthus enunciaba, pues, en abstracto un principio incontestable, y tan cierto respecto del hombre como respecto de los animales y las plantas. Pero la cuestión está precisamente en que se realice la hipótesis de Rossi, esto es, en que cada producto posea la misma fuerza reproductiva que su productor, lo cual no podemos admitir en absoluto.

En primer lugar, todos los naturalistas convienen en que las especies son tanto más fecundas cuanto más numerosas las causas de destrucción a que están expuestas. Así las ballenas no pueden reproducirse con igual rapidez que las ostras; los elefantes no pueden pulular tanto como los conejos; un tallo de maíz da sólo dos mil granos, mientras que una adormidera produce treinta y dos mil, etc., etc. En especies diversas la fecundidad varía en razón de los peligros que amenazan su existencia. ¿Por qué no ha de suceder lo propio en una misma especie? Concretándonos a la humana, se observa que el número de los nacimientos se aumenta, con relación al término medio ordinario, después de una guerra, de una peste, de una calamidad cualquiera, que ha diezmado las filas de la población. También se observa que nacen más individuos entre los salvajes expuestos continuamente a la intemperie de las estaciones, a los miasmas palúdicos, a los ataques de las fieras y de los animales dañinos, que en un país civilizado cuyos habitantes se hallan más libres de estas influencias deletéreas.

Por otra parte, el cultivo del espíritu es poco favorable al desarrollo de la filogenitura, y las mujeres de las clases elevadas, menos sensuales por su educación, aunque más sensibles generalmente que las de las clases bajas, conciben también con menos frecuencia.

-La excesiva fecundidad de las clases miserables, dice Baudrillart238, es uno de los hechos mejor averiguados y que parece depender de una ley más general, en virtud de la cual el poder reproductivo está en razón directa de la inferioridad de los seres animados. Así las plantas tienen más fecundidad virtual que los peces, y los peces más que los animales vertebrados. Reuniendo los cuatro barrios de París que encierran más familias opulentas, H. Passy no ha encontrado más que 1,97 nacimientos por matrimonio. Los otros cuatro en que reside la parte más pobre de la población dan 2,86; y entre los dos que se hallan colocados en las extremidades de la escala social, a saber, el segundo y el duodécimo, la diferencia es de 1,87 a 3,24, más de 73 por 100.»

Por todas estas razones opinamos que la facultad reproductiva de 1 especie humana no es una cantidad constante y que pueda representarse por una progresión, ni geométrica ni aritmética. Pero si hubiéramos de traducirla en guarismos, más bien lo haríamos por una serie de términos cada vez mayores, sin ser precisamente múltiplos entre sí, que de la manera indicada por Malthus; es decir, que creeríamos acercarnos más a la verdad afirmando que la población puede multiplicarse, por ejemplo, como 1, 2, 3 y 999 milésimas, 5 y 998 milésimas, 9 y 997 milésimas, 17 y 996 milésimas, etc., en vez de 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256...; porque, en efecto, nosotros vemos en cada progreso moral e intelectual de la Humanidad una causa atenuante, no sólo de su reproducción efectiva, sino también de su virtud prolífica.

El ejemplo de los Estados-Unidos, como todos los demás que se aleguen de una multiplicación rápida, son argumentos a posteriori que nada prueban contra la doctrina anteriormente expuesta; porque, en primer lugar, nosotros no negamos que la población sea susceptible de duplicarse en un país cualquiera en el espacio de 25 y aun menor número de años, sino que este hecho pueda elevarse a la categoría de ley para todos los países y todas las épocas; y en segundo, no es el aumento real de la población lo que da idea de su poder reproductivo, pudiendo este aumento depender lo mismo de un exceso en los nacimientos que de una disminución en las defunciones. El número relativo de los primeros, en diversos puntos del Globo y en diferentes períodos de la Historia, podría únicamente revelar la fecundidad de la especie humana, y ese número, a juzgar por los escasos datos estadísticos que hasta ahora poseenios, arguye en favor de nuestra fórmula más bien que de la de Malthus.

En efecto, según Legoit239, nacieron por término medio de cada matrimonio:

En Francia 1811 a 1815 3,22 Disminución 0,62 por 100.
1846 a 1850 3,20
En Bélgica 1841 a 1845 4,32 Disminución 5 por 100.
1846 a 1850
En Prusia 1816 a 1821 4,25 Disminución 3,66 por 100.
1834 a 1849 4,10
En Inglaterra 1842 a 1815 3,82 Disminución 3,24 por 100.
1846 a 1849 3,70
En Holanda 1840 a 1845 4,65 Disminución 5,68 por 100.
1845 a 1849 4,40

Por dónde se ve queel.número relativo de los nacimientos tiende a disminuir, y que la fecundidad de los matrimonios va decreciendo en Europa240.

Pasemos ahora a examinar la segunda proposición de Malthus, según la cual los medios de subsistencia no pueden nunca aumentar más que en progresión aritmética. ¡Nunca! he aquí una aserción bien temeraria, por cierto. Nosotros creemos, por el contrario, que la naturaleza humana es perfectible, que nuestras facultades adquieren con la educación una energía cada vez mayor, y que la productividad del hombre no tiene términos conocidos. ¿Cuándo, si no, ha observado Malthus esa fuerza en todo su vigor, en toda la plenitud de su desarrollo? ¿Cuándo la ha visto elevarse a su más alto grado de potencia? ¿Cuándo, sobre todo, la ha encontrado libre, no ya de las trabas que proceden de la limitación de los elementos productivos, pero ni siquiera de las que le oponen instituciones absurdas, leyes vejatorias, gobiernos tiránicos y expoliadores? Ahora sí que podríamos responder nosotros, con más razón que el economista ingles: nunca. En ningún país, en efecto en ninguna época ha seguido libremente la producción su curso; siempre ha estado comprimida por obstáculos poderosos: de otro modo, hubiera tenido,un incremento mucho más rápido. ¿No ha dicho Rossi, refiriéndose a la población, que si uno produce dos, dos producirán cuatro, y así sucesivamente? ¿Por qué no ha de aplicarse este mismo principio a la riqueza? Se objetará quizá que cada producto agrícola o industrial no tiene la misma facultad productiva que su productor. Pero ¿en qué puede fundarse semejante aserto? Ya, al tratar del precio del alquiler, tendremos ocasión de refutar la doctrina, evidentemente relacionada con ésta, según la cual a cada aumento de capital y de trabajo, incorporados en la tierra, no corresponde un aumento proporcional de productos. Entonces demostraremos que el encarecimiento progresivo de los artículos de subsistencia, deducido de la teoría de Ricardo, no es más que el sueño de un pesimista; entonces haremos ver que el precio de estos artículos va disminuyendo, prueba indudable de que el capital y el trabajo, empleados en producirlos, dan cada vez, a igualdad de gastos, mayores rendimientos además, que el aumento mismo de la población favorece la creación de la riqueza, no porque la población sea por sí sola un elemento productivo, sino porque de su seno sale el trabajo, este principal agente de toda empresa industrial, y porque una población densa, como lo han demostrado los economistas anglo-americanos Everett241 y Carey242, facilita la división del trabajo, el cambio, la asociación y la economía de gastos de todo género.

Podemos, pues, afirmar, sin temor de ser desmentidos, que la capacidad industrial del hombre crece de día en día, al paso que se debilita su facultad reproductiva. Esta conclusión, enteramente contraria a la de Malthus, es también más consoladora, porque ella demuestra la posibilidad para el género humano de multiplicarse a la par en número y en riqueza; ella nos permite satisfacer cada vez mejor nuestros más irresistibles instintos, nuestras necesidades más imperiosas, como lo es indudablemente la del amor y las relaciones sexuales; ella, en fin, ofrece a la pobre humanidad, siquiera sea en lontananza, un bienestar sin tantos sacrificios, y le abre las puertas de un porvenir que le negaba el economista citado. Y no se diga que Malthus, al formular por medio de una progresión geométrica el incremento de la población y el de la riqueza por una progresión aritmética, no ha querido hacer otra cosa que expresar una tendencia: como tendencia bastaría, según confiesa el mismo Malthus, para engendrar necesariamente la miseria de las clases inferiores e impedir toda mejora duradera en su condición, puesto que, a ser cierto el principio de la población, se aumentaría el número de los individuos antes de que se verificase un aumento en la riqueza; la miseria de nuestra raza sería fatalmente progresiva, la civilización estaría, como dice Bastiat, en el origen de las sociedades, y la barbarie en el fin de los tiempos. Pero felizmente no existe semejante tendencia necesaria y absoluta; felizmente no puede proclamarse como ley que la población tiende a multiplicarse con más rapidez que los medios de subsistencia, como dicen algunos autores, o de existencia, como quiere J. B. Say que se diga; proposición a que reducen la teoría de Malthus sus partidarios y comentaristas. Por el contrario, todo prueba que la virtud productiva del hombre tiende a ponerse al nivel de su virtud procreadora» y que ésta es la verdadera ley del mundo económico.

Ahora, ¿en qué relación se hallan hoy las dos fuerzas? ¿Se ha establecido ya entre ellas el equilibrio? En otros términos: ¿puede nuestra raza, en el estado actual de la civilización, enriquecerse con tanta facilidad como crecer y multiplicarse? Sería preciso cerrar los ojos a la luz para responder afirmativamente. No, las sociedades humanas, aun las más civilizadas, no han llegado todavía a ese grado de perfeccionamiento; es un hecho, y un hecho innegable, comprobado por la razón y la experiencia, que siempre que la riqueza y la población se desarrollan libremente, esta última se desborda sobre la primera y salva todos los límites del interés individual y de la conveniencia pública.

Sin duda que semejante fecundidad, unida a las necesidades propias de nuestra naturaleza, es un poderoso estímulo para la especie, puesto que la obliga a apelar enérgica e incesantemente a sus facultades intelectuales, morales y físicas para proveer a la subsistencia de la prole. Sin duda que, siendo la Humanidad perfectible, y aspirando con todas sus fuerzas al bienestar, su misma multiplicación constituye un fermento de progreso. Pero ¡ay! que no siempre las primeras, aunque indefinidas en el tiempo y en el espacio, pueden desenvolverse al compas de la segunda; y cuando esto sucede, cuando la población crece más de lo que permiten los medios de existencia, el trabajo es desproporcionado al capital que ha de retribuirle, su oferta excede más o menos considerablemente a su demanda efectiva, parte de los trabajadores se queda sin empleo o hace a la restante una competencia desastrosa, los salarios bajan, su precio corriente se aleja de su precio natural, y las clases laboriosas se ven sometidas a las más duras privaciones.

Semejante estado de cosas no puede ser duradero; hay entre el trabajo y los demás elementos productivos una proporción necesaria; el precio natural del salario se ha de obtener también necesariamente; el aumento de la población ha de encontrar por necesidad obstáculos insuperables.

¿Cuáles son esos obstáculos? Malthus los reduce a dos clases: unos que llama preventivos, otros a que dio la denominación de positivos, y sus traductores han aplicado con más propiedad la de represivos. Bastiat los comprende todos bajo el nombre de ley de limitación de la especie, por oposición a la ley de incremento.243

Entre los primeros, que Malthus atribuye con razón al vicio, enumeran los economistas: el libertinaje, la promiscuidad de los sexos y la prostitución, que destruyen la fecundidad; la poligamia, que obra en el mismo sentido, como lo prueba la estadística de los pueblos orientales; la esclavitud, que tiene a la vez el carácter de obstáculo represivo, por el mal trato que sufre el esclavo, y de obstáculo preventivo, porque quebranta los lazos de la familia.

Entre los segundos, hijos según Malthus del vicio a la vez que de la miseria, se citan: la insalubridad de las habitaciones y de los pueblos, «la falta de vestidos y de cuidados higiénicos, una alimentación malsana o insuficiente, el desarreglo de las costumbres, el abuso del tabaco, de los licores,y de otros estimulantes; las hambres,y las crisis, cuyos efectos se sienten a la larga; las guerras, que traen consigo la disipación de capitales enormes; los disgustos y los sufrimientos morales, el aborto, el infanticidio mismo, medios horribles, más comunes de lo que se cree, y en fin, todas las causas deletéreas que producen o agravan las epidemias, perjudican al desarrollo de la infancia, anticipan la vejez y causan una mortandad considerable.

Por nuestra parte, creemos que tanto estos obstáculos como los anteriores deben calificarse indistintamente de represivos, puesto que todos ellos reprimen, no sólo la propagación, sino también la fecundidad de la especie, es decir, que, sin impedir la acción de la fuerza reproductiva, la contrarrestan o esterilizan, y cuando no, destruyen sus efectos, convirtiendo la unión de los sexos en una cópula infecunda.

Sea de esto lo que quiera, ya hemos visto de qué instrumentos tan atroces se vale la Naturaleza para amputar a la Humanidad, como un frío e impasible cirujano, valiéndonos de la frase enérgica de Molinari, sus excrecencias inútiles. Pero el hombre no es un ser inerte y pasivo como la materia, ciego e ininteligente como el bruto; tiene una voluntad enérgica y espontánea; está dotado de razón y de libre albedrío; puede arreglar su multiplicación conforme a las necesidades del consumo; puede evitar los males terribles que un excedente de población acumula sobre la sociedad, sustituyendo a la acción brutal y dolorosa, aunque saludable, de la Naturaleza, la de la continencia,244 que no le da lugar a ejercerla. La continencia he aquí, a nuestro modo de ver, el verdadero, el único obstáculo preventivo, la ley de limitación por excelencia.

¿En qué consiste?

El traductor francés de Malthus la define: «La virtud de no casarse, y vivir, sin embargo, castamente, cuando no se tiene con qué mantener una familia».

Pero, como observa muy bien Bastiat, los obstáculos que la sociedad opone a la fecundidad de la especie humana toman otras muchas formas.

«¿Qué es, si no, esa santa ignorancia de la edad, primera, única que no debe disiparse, que todos respetan y por la cual vela como por un tesoro la cuidadosa y solicita madre? ¿Qué es el pudor, que sucede a la ignorancia, arma misteriosa de la doncella, que encanta o intimida al amante, y prolonga, embelleciéndole, el período de los inocentes amores? ¿No hay algo de maravilloso en ese velo, interpuesto entre la ignorancia y la verdad, como en esos mágicos obstáculos colocados entre la verdad y la ventura? ¿Qué poder es ese de la opinión que impone leyes tan severas a las relaciones de los sexos, condena la más leve trasgresión de ellas y persigue las debilidades, no sólo en la mujer que sucumbe, sino también, de generación en generación, en los tristes frutos de su falta? ¿Qué es ese honor tan delicado, esa reserva tan rígida y generalmente tan admirada, aun por los mismos que no la observan, esas instituciones esas dificultades de conveniencia, esas precauciones de toda especie, sino la acción de la ley de limitación, manifestada en el orden inteligente, moral, preventivo, y por lo tanto, exclusivamente humano?»245

En todos tiempos, añade Molinari246, se ha practicado más o menos la continencia; en todas las fases del desarrollo social ha influido esta virtud en la solución del problema de la población.

Bajo el régimen de la esclavitud, los propietarios de esclavos dirigen su multiplicación, lo mismo que la del ganado, y no les permiten reproducirse libremente, prefiriendo muchas veces comprar los que necesitan a criarlos por sí mismos y mantenerlos hasta que sean aptos para el trabajo. Así en el Sur de la Unión americana, por ejemplo, la reproducción y la cría de los esclavos eran objeto de una industria especial, que tenía mucha semejanza con la pecuaria. ¿Y por qué? Porque, de otro modo, el número de aquéllos hubiera podido aumentarse en términos de romper la proporción debida entre los elementos productivos.

Durante la Edad Media, los siervos no eran tampoco dueños de reproducirse a su albedrío. Necesitaban para casarse el permiso del señor, y éste le concedía o le negaba, según juzgaba útil o perjudicial a sus intereses un aumento de población en sus dominios.

Si examinamos, por otra parte, la reproducción de las clases libres, veremos que no ha estado abandonada al ciego impulso del instinto, y que han intervenido para regularla diversos móviles, entre los cuales citaremos en primer lugar el religioso.

Las religiones de la Antigüedad exaltaban la carne y tenían un carácter sensual, en armonía con las necesidades económicas de la época. La especie humana se hallaba diseminada por la superficie del Globo, y el hombre era casi el único elemento productivo, empleándose la fuerza física no sólo para las empresas industriales, sino también, a falta de armas, para la defensa del territorio y de la tribu. Se concibe, pues, que el incremento de la población se honrara y estimulase entonces como una acción meritoria y provechosa.

Pero poco a poco el mundo se ha poblado y la industria ha ido perfeccionándose. La fuerza de los animales y de las máquinas ha sustituido en gran parte a la fuerza física del hombre; se ha necesitado más capital y menos brazos. ¿Y qué ha sucedido? Que ha dejado de ser útil la formación de trabajadores, conviniendo más al éxito de la producción y a la economía de la sociedad la acumulación de capitales. Con este nuevo orden de cosas coincide la aparición del Cristianismo, religión completamente espiritual, que ejerce una reacción saludable contra los apetitos carnales y recomienda el celibato como la mejor vía para llegar a la santidad. Sin duda que los preceptos de la religión cristiana no se dirigen precisamente a limitar el incremento de la población, pero tal es su resultado: responden a una nueva necesidad social, y he aquí, aparte de su excelencia y de su origen divino, una de las causas que han contribuido más a su propagación.

Por último, al móvil religioso han venido a agregarse, para moderar la reproducción de la especie, otros móviles puramente humanos. El hombre progresa y se perfecciona; sus necesidades se aumentan continuamente, y cuando una vez ha subido, el hábito, la dignidad, el miedo al sufrimiento, le obligan a hacer esfuerzos supremos para no descender. Así es que a cada grado superior de cultura, la acción del obstáculo preventivo neutraliza más y más, como dice Bastiat, la acción del obstáculo represivo, y por eso se encuentran proporcionalmente en las clases elevadas mayor número de solteras, mártires más o menos voluntarias del principio de población, segun las llama Molinari, que en las clases bajas.

En resumen, todo nos aconseja, la religión, la moral, el interés bien entendido, renunciar al uso desordenado de nuestra facultad reproductiva. Escuchando estos consejos, el hombre puede, como es fácil conocer, librarse de una gran parte de los males que le amenazan, porque la continencia, discretamente aplicada, tiene por resultados:

1.º Evitar los dolores y privaciones que son el triste patrimonio del excedente de población y de que participan más o menos todas las clases; pues ninguna de ellas se sustrae a los robos, las epidemias, la mortandad y las calamidades de todo género que forman el fúnebre cortejo de la miseria.

2.º Activar el desarrollo de la población misma; pues, siendo el número de individuos proporcionado a los medios de existencia, el precio de los salarios se confunde con su precio natural, el trabajo percibe un beneficio, después de cubiertos los gastos, y este beneficio puede emplearse en aumentar en la medida conveniente el capital, haciendo así posible el aumento de los trabajadores.

A las clases jornaleras, a los artesanos y braceros, es a quienes importa sobre todo practicar la continencia. Estas clases, emancipadas completamente desde el advenimiento de la libertad política, son dueñas hoy de sus destinos: ningún señor, ningún amo cuida ya de proporcionar su número a las necesidades de la producción; ellas deben, pues, tomar a su cargo este cuidado, y así verán bien retribuidos sus servicios y podrán alcanzar la posición a que legítimamente aspiran.