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Sólo unas personas enteramente nuevas en esta clase de conocimientos pudieran objetar aquí que nunca es gravoso el dinero, y que se hallan siempre medios fáciles para deshacerse de él. Nada hay en efecto más fácil, cuando se consiente en perder su valor, o a lo menos en cambiarle con pérdida. Un confitero, por ejemplo, puede comerse los dulces que hace, o darlos cuando no los vende; pero en tal caso pierde su valor. Es de notar que la abundancia de numerario es compatible con la miseria pública; porque el dinero necesario para comprar pan se compra con productos; y cuando ocurren circunstancias contrarias a la producción, falta dinero, no porque realmente escasee (pues muchas veces no hay escasez de él) sino porque se crean con desventaja los productos que sirven para adquirirle. (N. del A.)



 

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Un particular que hace su inventario dos años seguidos, puede resultar más rico en el año segundo que en el primero, aunque tenga menos dinero efectivo al tiempo de formar el segundo inventario. Supongamos que el primero contiene las partidas siguientes:

En terrenos y edificios 40.000 francos.
En máquinas y ajuar 20.000
En mercancías al curso 15.000
En buenos créditos, deducidas deudas 5.000
Y finalmente en dinero 20.000
El importe de su propiedad será de 100.000 francos.

Supongamos también que en el segundo inventario las mismas partidas dan las sumas siguientes:

En terrenos y edificios 40.000 francos.
En máquinas y ajuar 25.000
En mercancías al curso 30.000
En buenos créditos, deducidas deudas 10.000
Y finalmente en dinero 5.000
Ascendiendo su propiedad a 110.000 francos.

Resultará aumentada en diez mil francos, aunque no posea en numerario más que la cuarta parte de lo que tenía antes.

Extiéndase con el pensamiento, y en proporciones diferentes, esta suposición a todos los particulares de un país, y se verá claramente que es este más rico, aunque posea mucho menos numerario. (N. del A.)



 

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Sucede exactamente lo mismo cuando se extraen capitales tomando letras de cambio sobre el extranjero, pues no se hace más que substituirse en lugar del que envía las mercancías, el cual confiere el derecho de percibir su valor, y este queda en el extranjero. (N. del A.)



 

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Se puede ver en el Libro III, donde se trata de los consumos, que en los improductivos los más lentos producen por punto general más ventajas que los más rápidos: lo que no se verifica en los consumos reproductivos. Aquí son los mejores los más rápidos, porque cuanto más pronto se reproduce el capital se pierden menos interés, tanto más frecuentemente se renueva la producción con el mismo capital. Por otra parte la rapidez de los consumos no tiene una relación particular con las mercancías de importación; porque bajo este aspecto es igual el inconveniente de los consumos rápidos, ya sea que los productos vengan de dentro u de fuera. (N. del A.)



 

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Los estados de la balanza del comercio inglés, desde principio de siglo XIII hasta el papel-moneda actual, presentan todos los años sobrantes más o menos considerables, recibidos en numerario por la Inglaterra, cuyo total asciende ala suma enorme de trescientos cuarenta y siete millones de esterlinas, más de ocho mil millones de francos. Añadiendo a esta suma el numerario que existía ya en el país al empezar el siglo, resultará que la Inglaterra de be poseer por esta cuenta, un numerario que se acerque mucho a cuatro cientos millones de esterlinas. ¿Pues cómo es que las valuaciones ministeriales más exageradas no han podido hallar en Inglaterra más de cuarenta y siete millones de esterlinas, aun en la época en que más abundaba el numerario? (Véase el cap. III de este libro). (N. del A.)



 

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Todos se han dirigido por la persuasión en que estaban, en primer lugar, de que los metales preciosos son la única riqueza que se debe desearse, siendo así que no hacen más que un papel secundario en la producción de las riquezas; y en segundo lugar, de que estaba en su mano hacerlos entrar de un modo regular y constante por medios violentos. Hemos visto por el ejemplo de Inglaterra (en la nota anterior, cuan poco felices han sido sus designios). El grandioso espectáculo de la opulencia de esta nación no es efecto de la balanza ventajosa de su comercio. ¿Pues a qué deberá atribuirse? Se me dirá. A la inmensidad de sus producciones. ¿Y cuál es el origen de estas.? Repito que no hay que buscarle sino en el ahorro que ha aumentado los capitales de los particulares; en la índole de la nación eminentemente inclinada a la industria y a las aplicaciones útiles; en la seguridad de las personas y de las propiedades; en la facilidad de la circulación interior; y en una libertad industrial, que a pesar de sus trabas, es superior, si bien se mira, a la de los demás estados de Europa. (N. del A.)



 

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El señor David Ricardo observa justamente, con motivo de este paraje, en un libro que publicó en 1817, intitulado, Principios de la Economía política y del impuesto, que el gobierno no puede, por medio de una prohibición, subir un producto sobre su tase natural; porque entregándose entonces los productores del interior a esta clase de producción, la concurrencia reduciría muy en breve sus ganancias al nivel de todas las demás. Así pues, para explicar mi idea, debo decir que miro la tasa natural de una mercancía como el precio más bajo a que se puede adquirir, ya sea mediante el comercio, y con cualquiera otra industria. Si la industria comercial puede proporcionarla más barata que la fabril, y obliga el gobierno a producirla perjudicando a los que la consumen, sin que resulte al fabricante indígena una ganancia equivalente a lo que paga de más el consumidor; porque la concurrencia interior obliga al fabricante a reducir sus ganancias a la tasa general de las demás, como que no goza de ningún monopolio. Bajo este aspecto es fundada la crítica del señor Ricardo; mas no por eso deja de ser pésima la medida que yo impugno, puesto que aumenta la dificultad natural que se opone a la satisfacción de nuestras necesidades, sin que de esto resulte a nadie el menor beneficio. (N. del A.)



 

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Lib. III cap. VII. (N. del A.)



 

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Es muy digno de notarse en este asunto, por la singularidad del hecho, que las personas que establecen las prohibiciones son del número de aquellas en quienes recae principalmente su peso. Muchas veces se indemnizan de este daño con otra injusticia, y cuando tienen la autoridad en la mano aumentan sus sueldos; o bien, si advierten que el monopolio les acarrea un perjuicio considerable, disponen su abolición. En 1599 pidieron a Henrique IV los fabricantes de Turs que prohibiese la entrada de las telas de seda, de oro y plata, que hasta aquella época se habían sacado del extranjero, y lisonjeaban al gobierno con que ellos suministrarían cuantas se necesitasen para el consumo de Francia. Henrique, demasiado condescendiente en este punto, como en otros muchos, les concedió todo lo que quisieron; pero los consumidores, que eran principalmente la clase distinguida y los palaciegos, levantaron el grito, porque se les hacía pagar más caras las telas que compraban antes a precios más cómodos; y se revocó el edicto al cabo de seis meses. (Véanse las memorias de Sully Lib. II). (N. del A.)



 

149

Boletín de la Sociedad de Fomento de la industria nacional, núm. 4. (N. del A.)



 
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