
Excelencia del mundo americano y su literatura
Giuseppe Bellini
—[21]→
Hacia el final de
1492 dos mundos que se habían recíprocamente ignorado
durante siglos entraron improvisamente en contacto. «A las dos horas después de media
noche»
, escribe Colón en su Diario,
«pareció la
tierra»1
.
Una frase sencilla pero que pronto asume gran significado: el mundo
ibérico o, en sentido más amplio, Europa, «descubría»
un mundo nuevo.
Cuando
Colón escribe la frase citada no se trataba todavía
del continente, sino de una isla pequeña, Guanahaní,
pero no hace falta mucho tiempo y la geografía americana
revela a los europeos su dimensión extraordinaria. Frente al
mundo nuevo el Genovés no pondrá límites a su
entusiasmo y a su fantasía, verá huertas
maravillosas, árboles que presentan hojas y frutos de
distinta manera en un solo tronco2,
quedará asombrado frente a la extensión de aguas
pobladas de islas infinitas, el mismo paisaje fascinante que siglos
después evocará nuevamente, exaltando su belleza,
Gabriel García Márquez en El otoño del
Patriarca, mundo sin igual, contemplado desde el
palacio-hospicio-prisión de los dictadores depuestos y que
en sí resume la belleza extraordinaria del Caribe: «un reguero de islas lunáticas como
caimanes dormidos en el estanque del mar»
.
Colón
afirma la novedad y la belleza singular del mundo americano, una
belleza y una fertilidad que, años después, cuando
los españoles alcanzan el continente, la que llamarán
Nueva España, se encargará Fray Toribio de Benavente
de ensalzar en su Historia de los indios de la Nueva
España, y al otro extremo, el Perú, Cieza de
León, verá en él una verdadera «Tierra de Jauja»
. Pero, de momento es
la conquista la que lo ocupa todo. La ilusión del mundo
feliz afirmada en sus comienzos por Cristóbal Colón
pronto se disuelve. Ya no son tan amables los indígenas,
—22→
y tampoco lo son los recién llegados desde Europa.
Empieza así la tragedia americana, una tragedia que, por
más que consideremos los tiempos y la inevitabilidad de la
violencia en las guerras de conquista, todavía nos deja, si
no estupefactos, ciertamente impresionados.
Con la derrota militar se derrumban también las civilizaciones de aztecas, mayas e incas, las formas civiles de las demás poblaciones americanas, no sin haber antes dejado asombrados a los conquistadores. Los frailes, especialmente los franciscanos, sabemos, se preocupan de salvar todo lo posible de estas culturas. Fray Bernardino de Sahagún es el benemérito, entre varios, en esta empresa de salvación. Su Historia General de las cosas de la Nueva España es una referencia preciosa para alcanzar un conocimiento adecuado del mundo náhuatl, así como lo es la Historia del Perú, de Pedro Cieza de León, para el mundo incaico y para el mundo maya la Relación de las cosas de Yucatán, de fray Diego de Landa, el discutible sacrificador de muchos de los códigos indígenas.
No olvidemos, sin
embargo, por lo que se refiere al Perú, al Inca Garcilaso.
Sus Comentarios Reales, donde sostiene orgullosamente que
el Cuzco fue en su tierra «otra
Roma»
, constituyeron para Europa una fuente fascinante de
noticias en torno al imperio de los Incas. A distancia de tiempo,
en el siglo XVIII, la descripción que él hace de la
civilización incaica y sus esplendores, llegará a
entusiasmar hasta a dos italianos ilustres: el marqués
Francisco Algarotti, consejero de Federico II de Prusia, quien en
su Saggio sopra
l'Impero del Perú llegará a declarar que
habría que dejar al príncipe toda la responsabilidad
del estado para el bien común, debido al éxito con
que lo veía realizado en el imperio descrito por Garcilaso;
y el conde Gian Rinaldo Carli, funcionario de alta categoría
de María Teresa de Austria en Milán, quien en sus
Lettere
Americane lamentará no haber tenido la suerte de
vivir en aquellas épocas felices y en esas tierras, regidas
con tanta sabiduría y justicia. Mitización
ciertamente excesiva de un imperio que el gran mestizo americano
presentaba, en palabras de Marcelino Menéndez Pelayo, regido
«con riendas de seda»3
,
muy cercana, por otra parte, todavía, al sueño
maravilloso de Cristóbal Colón, quien en su tercer
viaje llegaba a identificar la Tierra de Gracia con el
Paraíso y el Orinoco con un río que, estaba seguro,
procedía de él4.
Maravilla y tragedia se presentan estrechamente unidos en la historia de América. Ya Bartolomé de las Casas en su Brevísima historia de la destrucción de las Indias había denunciado duramente la barbarie de la conquista y sucesivamente escenas apocalípticas nos presentan Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo por lo —23→ que se refiere a la caída de Tenochtitlán, mientras el Inca hace lo mismo con relación al encuentro de Cajamarca, cuando la captura de Atahualpa. A distancia de decenios Bernal Díaz tenía todavía bien firme la escena aterradora que se le había presentado al ingresar en la capital azteca: montones de cadáveres por todas partes, en el suelo, en las azoteas, en las ventanas. El mismo Cortés, tan dueño de sí, no dejaba de confesar su turbación en sus Cartas de relación.
Por su parte el
Inca Garcilaso describe eficazmente, en la segunda parte de sus
Comentarios, el estrago consumado sobre los
indígenas en fuga, una vez capturado el emperador: movidos
por el terror derrumbaron un muro que limitaba la plaza, para
encontrar salvación en el campo, y muchos murieron bajo los
escombros, los más pisados por sus mismos compañeros
que huían, otros fueron matados por los hombres de Pizarro
que los persiguieron. Estas matanzas constituyeron sólo el
comienzo de una difusión general de la violencia y el
atropello. Ya fray Toribio de Benavente lamentaba, por lo que se
refiere a la Nueva España, la explotación
durísima del indígena y que los conquistadores
confiaran la cura de sus bienes a individuos de muy baja
condición, los cuales no tenían escrúpulo
alguno en humillar a los antiguos señores, siendo ellos
«zánganos que comen la miel que
labran las pobres abejas, que son los indios»5
.
Y Cieza de León, descrita la abundancia de las tierras
peruanas, ponía de relieve, con la exagerada codicia, el
peligro que los conquistadores y la misma España
corrían, los unos desperdiciando tantos bienes, la otra
aumentando continuamente la inflación.
Sin embargo, a pesar de todo, a lo menos en la mente de los europeos, América continuó siendo el mundo feliz. La polémica del siglo XVIII en torno al «Buen salvaje» afirmó aún más esta visión. La que habían tenido, no solamente Colón y más tarde Cortés, sino Bernal Díaz del Castillo ante el espectáculo de Tenochtitlán, consignado para eterna memoria en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España:
«Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblazones, y aquella calzada tan derecha y por nivel como iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro del Amadís, por las grande torres y cúes y edificios que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto, y aún algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños, y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello que no sé cómo lo cuente: ver cosas nunca oídas, ni aun soñadas, como veíamos [...]»6. |
—24→
La realidad humana debía ser muy distinta ya desde entonces, hasta nuestros días. Poco a poco la nueva sociedad se fue configurando. Las órdenes religiosas, a pesar de sus frecuentes rivalidades, mucho hicieron para el desarrollo pacífico del continente. La cultura entró lentamente y fue, como era natural, la de los vencedores. Una vez más las órdenes religiosas realizaron una obra de gran significado: con los conventos se fundaron escuelas profesionales, o superiores de Gramática y Universidades, se crearon bibliotecas de notable consistencia para la época. Sabemos que el primer obispo de México, el franciscano Juan de Zumárraga, poseía una biblioteca personal de 400 volúmenes, que puso a disposición de los estudiosos y más tarde legó al Colegio Imperial de Santa Cruz de Tlatelolco, que había fundado con el virrey don Antonio de Mendoza, destinándolo a la nobleza indígena. En 1646 el obispo, luego a su vez virrey, Juan de Palafox y Mendoza, franciscano de nobilísima familia, siempre en dura lucha contra los jesuitas, dotaba el Seminario de Puebla de los Ángeles de una biblioteca de 12.000 volúmenes en varios idiomas.
Zumárraga tiene el mérito también de haber introducido en América, en 1535, la imprenta, a través de la obra de cierto Giovanni Paoli, quien siempre en los frontispicios de las obras por él editadas ostenta sus orígenes, pues pertenecía a la ciudad italiana de Brescia. En 1582 otro italiano, el turinés Antonio Ricciardi, inauguraba la imprenta en Lima, igualmente afirmando con orgullo en el pie de imprenta su pertenencia a la ciudad natal.
A través de individuos iluminados la cultura indígena pudo también conservase, determinando una suerte de mestizaje cultural. Los acontecimientos históricos ligaron la cultura americana a la de los vencedores y a su expresión lingüística, dándole así voz universal, mientras se acercaban lentamente tiempos nuevos, que fueron los de la época napoleónica y luego los que llevaron a la independencia. La lucha, iniciada en Venezuela por Francisco de Miranda, más tarde emprendida y llevada a conclusión por Simón Bolívar, abrió a las nuevas naciones americanas otras perspectivas culturales. Ante todo Francia, pero también Italia, ya presente desde el comienzo de la Colonia a través de Gutierre de Cetina en México, de Ercilla y Enrique Garcés en el sur del continente, especialmente en la «Academia Antártica».
Con la independencia las fronteras se irían ensanchando aun más: el Modernismo no solamente miraría hacia Francia, sino que haría tesoro también de las lecturas de Poe, de Carducci y de Pascoli, de poetas ingleses y alemanes y de compositores como Wagner. La reconciliación sucesiva con la cultura española, ya en el siglo XIX, pero más íntima y sincera a partir de la guerra civil del '36 y la presencia en América de autores como Alberti, Salinas, Juan Ramón Jiménez, filósofos como Gaos, intelectuales como Amado Alonso, no volvió a reducir la mirada americana al solo mundo de la cultura hispánica. Lo confirma no solamente la difusión del naturalismo en la novela, sino sobre todo el auge de ésta en la segunda —25→ mitad del siglo XX: los narradores hispanoamericanos hacen tesoro de las experiencias europeas y americanas, leen a Joyce como a Dos Passos, a Hemingway como a Pavese o Vittorini, a Flaubert como a Proust o a las expresiones de l'école du regard, en el teatro Pirandello es determinante, en los primeros decenios del siglo, para el teatro rioplatense y el del mexicano Xavier Villaurrutia, como lo es para el teatro de Rodolfo Usigli la obra dramática de Bernard Shaw e igualmente lo será sucesivamente para toda la producción dramática hispanoamericana el teatro existencialista francés, Cocteau y Sartre, por citar sólo algunos nombres. En el ámbito filosófico no solamente dejará una huella importante Unamuno, sino filósofos como Gaos y Mondolfo. Es un conjunto armónico de presencias que dan vigor a la expresión americana, manifestando su vitalidad y su universalidad.
Desde la época colonial, no sólo en las épocas sucesivas, la literatura hispanoamericana afirma, por encima de sus modelos, una indudable originalidad. Aunque ostentosamente admiradora de Góngora, la misma Sor Juana Inés de la Cruz muestra en su obra una personalidad propia. Su Primero Sueño no es, en realidad, imitación gongorina más que en el aspecto exterior, pues la monja aporta en su poema la novedad absoluta de un barroco personal, que se expresa en la selección del vocabulario, en la estructura, sobre un tema inédito hasta el momento, el del drama del conocimiento, en un poema científico-filosófico único en la literatura de lengua castellana. Su carácter americano lo denunciarán los muchos villancicos, donde es actor un pueblo ya multirracial y mestizo.
Por otra parte, aunque admirador del Quevedo satírico, también Juan del Valle y Caviedes afirma en su Diente del Parnaso una convincente autonomía de acentos, un sello personal que se funda en la novedad del lenguaje, no solamente, sino en la interpretación crítica de una sociedad en grave crisis moral, la de la Lima de su tiempo. ¿Y qué decir de ese gran dramaturgo que fue Juan Ruiz de Alarcón, el cual llevó a España con su ingenio su preocupación por dotar a sus personajes de vida interior, provocando no sólo sorpresa, sino revolucionando sustancialmente el arte dramático?
Nos encontramos ya en un momento de gran madurez de las letras de América, pero la originalidad americana había empezado a manifestarse desde los primeros tiempos de la presencia hispana. Con la conquista entraba en América un tipo de cultura de profundo sello medieval. La crónica y la poesía del romancero la representan en el ámbito literario. Y todo se transforma, asume matices nuevos en contacto con el mundo americano. Frente a la nueva realidad ya no se trata solamente de relatar los hechos, sino de describir la novedad de un mundo en el que parte determinante tienen no solamente las formas de la cultura local, sino la sorprendente naturaleza. La crónica se transforma de recuento de hechos en narración —26→ sugestiva, dando origen en no pocos casos a ese «realismo mágico» que triunfará en la narrativa de la segunda mitad del siglo XX con Miguel Ángel Asturias, sobre todo, quien precisamente en la Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo y en los Comentarios Reales del Inca indicará los orígenes de la novela hispanoamericana.
En cuanto a la poesía, es bien sabido, los conquistadores se llevaron consigo a América un caudal poético romanceril ingente. Autores como Bernal Díaz consignan en sus crónicas la presencia de tales composiciones poéticas entre soldados y capitanes. En ocasiones, como es el caso de Cortés y de Gonzalo Pizarro, los versos de un romance susurrados o canturreados en el momento oportuno podían ponerlos en guardia, avisarles de peligros incumbentes y evitarles emboscadas.
En América tampoco el romance quedó aporte pasivo, a pesar de que durante bastante tiempo se afirmó su inexistencia. En realidad no solamente existió, sino que en el nuevo mundo se verificó un florecimiento extraordinario, y con argumentos ya concretamente americanos, revelando a menudo una posición polémica frente al mundo hispánico peninsular. Valga el ciclo dedicado a Cortés y a la ingratitud del soberano hacia quien le había conquistado tantas tierras, o, en forma más encubierta, los romances que tratan del rebelde Francisco Girón, donde con ternura se presenta, como en la despedida del Cid de doña Jimena, la del fracasado rebelde de su esposa en lágrimas, antes de su entrega a las tropas leales. La piedad con que el anónimo autor considera al vencido es de por sí afirmación de una interesante novedad de sentir frente a la justicia real:
¿No
dejaría pensativos a sus oyentes esta conclusión, por
más lealistas que fueran? Y pensativos y dudosos
debía de dejar el fin de Gonzalo Pizarro, según
cuenta el Inca Garcilaso en sus Comentarios Reales, un
personaje a quien le hubiera estado muy bien la corona de rey,
«según sus amigos
decían»
, como añade —27→
prudentemente el autor. ¿Y qué decir de la
carta que el «tirano» Lope de Aguirre escribe, de
tú a tú, al rey de España? ¿No
tendrá razón Miguel Otero Silva en considerarlo
precursor de la emancipación americana?
La literatura y la
historia en Hispanoamérica van afirmando de esta manera,
desde el comienzo, su independencia y su originalidad. Una
originalidad que se revela no solamente en la larga fortuna del
romancero o de las crónicas, sino en todos los aspectos de
la expresión literaria. Si el guerrero estaba dominado, aun
con el miedo muy humano a la muerte que denuncia Bernal Díaz
-«y como somos hombres y temíamos
la muerte, no dejábamos de pensar en
ella»7-
por el mito medieval del Honor y la Fama, propio de una Castilla
guerrera que, después de siglos de lucha, había
logrado coronar su proyecto de Reconquista, la sociedad nueva que
estaba formándose en América se iba orientando hacia
otros valores, probablemente menos heroicos y caballerescos
formalmente, pero más humanos.
Es así como
hacia fines del siglo XVIII el mundo colonial americano, siempre
inquieto, sacudido por movimientos de rebelión no
indiferentes, dominados como de costumbre con la fuerza y la
represión, insidiado por naciones rivales de España
-Inglaterra, Francia, Holanda-, sometido a desmembramientos a
consecuencia de guerras desastradas en Europa, va acentuando su
inconformidad y aspira a la libertad. La experiencia
napoleónica fue decisiva. La difusión de obras como
la Declaración de los derechos del hombre y el
Contrato social contribuyeron grandemente a ello. Voltaire
y Rousseau fueron los ídolos del momento, prohibidos y por
consiguiente leídos y comentados clandestinamente. La
libertad fue la gran pasión. En 1792 el abad peruano Juan
Pablo Viscardo escribía desde el exilio su Lettre aux espagnols
américains, sosteniendo en ella abiertamente, con
razones jurídicas, el derecho de los americanos a la
independencia, afirmando que «Il n'est plus de prétextes pour
excuser notre resignation; et si nous souffrons plus long-temps les
vexations qui nous accablente, on dira avec raison que notre
lacheté les a meritées»
.
Bolívar se
encargaría de realizar el sueño. Celebrará, el
cantor de las «pampas
planetarias»
, Neruda, a Bolívar y a
Sucre8,
y Asturias compondrá un «Credo» en honor del
Libertador, a quien pone al lado de Dios:
|
Representación exaltante que, por contraste, llama a la memoria la desamparada soledad del héroe en sus momentos últimos, cuando tendido en una cama escuálida, según García Márquez,
«empezó a oír la voz radiante de los esclavos cantando la salve de las seis en los trapiches y vio por la ventana el diamante de Venus en el cielo que se iba para siempre, las nieves eternas, la enredadera nueva cuyas campánulas amarillas no vería florecer el sábado siguiente en la casa cerrada por el duelo, los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse»10. |
La figura de Bolívar queda imperecedera y su significado es grande también en el ámbito de la cultura hispanoamericana y de su independencia. Los acontecimientos históricos se reflejan en la orientación del gusto y la expresión artística. Contra el predominio de la literatura espanda la francesa fue referencia y modelo. La Nouvelle Héloïse favoreció una sensibilidad nueva, que las obras de Bernardin de Saint-Pierre y de Chateaubriand acentuaron. El Romanticismo en Hispanoamérica se orientó prevalentemente hacia Francia, pero otros autores y obras influyeron en él: los cantos de Ossian, los poemas de Young, de Thomas Gray. También Byron y Victor Hugo gozaron de gran favor. No olvidemos que Bello traduce «La prière por tous», y en pleno siglo XX Neruda manifiesta repetidas veces su entusiasmo por el poeta francés.
No menos relevante fue la presencia de Foscolo, el de los Sepolcri y de las Ultime lettere di Jacopo Ortis, de Walter Scott por la novela histórica. Todas estas lecturas y presencias hacen que la literatura hispanoamericana acentúe su originalidad. Con María, de Jorge Isaac, en las huellas de Atalá et René, se afirma ya la sensibilidad americana y el paisaje no puede confundirse con el exótico de los románticos franceses. Poe será modelo para el fantástico rioplatense, que con Lugones y Quiroga dará sus frutos más originales, hasta llegar a la narrativa de Borges. La poesía de Whitman orientará no solamente a Santos Chocano, sino al mismo Neruda.
Calmadas las pasiones, España volverá a afirmar su presencia cultural en las antiguas colonias, ahora estados independientes y soberanos, a través de la poesía de Bécquer -Neruda mismo le debe mucho en sus comienzos-, la narrativa —29→ costumbrista y el realismo. Naturalmente los frutos americanos serán muy distintos: la narrativa de Blest Gana, por ejemplo, tan cerca de Pérez Galdós, acentúa su adhesión a la realidad chilena y en las Tradiciones peruanas Ricardo Palma introduce una levedad y una gracia inéditas. Autores como Eugenio Cambaceres y Federico Gamboa, siguiendo al naturalismo francés, harán obra de denuncia, discutible a veces, representando el difícil ingreso de sus países a la modernidad.
La creación
literaria hispanoamericana sabe encontrar también otros
momentos de originalidad plena, como en la poesía gauchesca,
en el Martín Fierro, y una fuerza de
renovación que llegará también a España
a través del Modernismo, «retorno
de los galeones»
, como lo definió Max
Henríquez Ureña. En la poesía de los
modernistas americanos las innovaciones métricas no rechazan
las formas características de la poesía castellana,
sino que se aventuran a experimentar también metros propios
de la poesía oriental, japonesa, china, indiana, siguiendo
el ejemplo de los Goncourt, pero sin someterse a ellos.
Con el Modernismo un período de gran auge se inaugura en España con relación a la literatura hispanoamericana. No sólo se ocupa de ella don Marcelino Menéndez Pelayo, sino que críticos del nivel de Juan Valera y de Unamuno manifiestan su favor por poetas cuales José Asunción Silva y Rubén Darío. La poesía de este último, a su vez, será linfa fecunda para Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Jorge Guillén y otros poetas españoles del período. Igual función tendrán en América Jiménez, Salinas, Alberti, Aleixandre. Entre el final del siglo XIX y al comienzo del siglo XX la literatura hispanoamericana goza de gran favor en la antigua madrepatria. Numerosos son los escritores americanos que publican sus obras en España, entre ellos Rómulo Gallegos. La cultura española se da cuenta, por fin, de que América no es un mundo inferior. El exilio de muchos intelectuales españoles después de la Victoria del franquismo consolidará este concepto. Y aún más lo hará la afirmación de grandes poetas como Vallejo, Neruda y Paz, de grandes escritores como Gallegos, Asturias y Carpentier, de las mayores expresiones del mal llamado «boom», de Fuentes a García Márquez, la residencia de algunos de ellos en España: es el caso de José Donoso, de Onetti, de Mario Vargas Llosa...
Por su parte los
hispanoamericanos no dejan de prestar atención a la
literatura de España, si un Neruda declara que le
había tocado recorrer gran parte del mundo antes de dar con
Quevedo, intérprete de sus mismos problemas, con
Calderón y sus «sílabas que
cantan»
, con los «cristalinos»
Argensolas, con
Góngora «río de
rubíes»
, con ese Garcilaso de bosques y aguas o
ese Manrique que nos presenta dispuesto a cantar la vida en lugar
de la muerte. Neruda como Asturias, Borges como Octavio Paz,
poetas, narradores, dramaturgos, ensayistas, desde comienzos del
Novecientos hasta nuestros días. Pero ahora el escritor
hispanoamericano no tiene sólo a España como punto de
referencia, sino que lo ha ido ampliando progresivamente a las
literaturas de Europa, de Norteamérica, de Asia y de
África. Debido a ello la literatura de Hispanoamérica
ha alcanzado la —30→
madurez y la originalidad actuales, siguiendo siempre un
camino que, por varias que sean las tendencias, responde a un
imperativo constante: documentar la condición del hombre,
alentándole en su lucha para alcanzar un futuro mejor.
Con toda
razón, en un lejano discurso, donde trataba del valor de la
literatura hispanoamericana, Alfonso Reyes afirmaba que la
literatura «no es una actividad de
adorno, sino la expresión más completa del
hombre»
, porque
«Sólo la literatura expresa al hombre en cuanto es hombre, sin distingo ni calificación alguna. No hay mejor espejo del hombre. No hay vía más directa para que los pueblos se entiendan y se reconozcan entre sí, que esta concepción del mundo manifestada en las letras»11. |
La ciencia, en
efecto, por más provechosos que sean sus inventos, puede
conducir también a inmanes catástrofes, como lo
fueron, para recordar sólo algunas de las más
terribles, las de Hiroshima y Nagasaki. La literatura no. Su
compromiso es la interpretación y la defensa del hombre, es
oponerse a las injusticias, instaurar la paz, defender al
individuo. A través del «confuso
esplendor»
Neruda fue buscando la presencia, el mensaje
del hombre americano, bajo los escombros de Machu Picchu,
rechazando las sugestiones de la arqueología, convencido de
que
|
Es éste el fundamento, la razón de ser de la literatura hispanoamericana, una literatura en cada uno de sus momentos revolucionaria y por consiguiente temida y perseguida por el poder. Afirmaba Asturias de sí mismo y de los escritores de América:
«Somos escritores revolucionarios, comprometidos totalmente con nuestros pueblos, con su causa, con su lucha, con su hambre, con la injusticia a que están sometidos, la explotación de que son objeto, su miserabilidad en medio de tierras opulentas, sin estar embanderados en ningún partido, sin una actividad política precisa definida. Y esto es lo que desespera a los que quisieran que los escritores latinoamericanos de la protesta, el testimonio y la denuncia fueran vulnerables por la rigidez de sus concepciones, fanáticos o seguidores de escuelas literarias determinadas. Es la libertad con que el escritor nuestro se mueve en el amplio campo de la vida, lo que garantiza sus posibilidades de atalaya, de inflexible enemigo de los enemigos de nuestros países, de no contaminados con los halagos de los poderosos, de los nuevos rubios conquistadores, —31→ y seguro de que escribe para algo más que hacer literatura o poesía, para formar no sólo a sus pueblos, sino una conciencia de solidaridad humana en torno a ellos [...]»12. |
De ahí viene el gran atractivo de la literatura hispana, o latinoamericana, atractivo que pronto domina a los que se acercan a ella, porque en ella sienten el pulso de la vida, el canto de la condición del hombre, nunca desesperado, sino vuelto siempre hacia un futuro feliz que algún día alcanzará.