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Diálogos: Fedón, o de la inmortalidad del alma; El banquete, o del amor; Gorgias, o de la retórica

Platón



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Fedón, o de la inmortalidad del alma


Argumento

Fedón no es, como otros diálogos platónicos, un simple cambio de preguntas y respuestas sin más finalidad que poner en evidencia el error de una teoría o la verdad de un principio; es una complicada composición de otra clase, en la que a través de un drama principal se han propuesto, discutido y resuelto problemas complejos que interesan a la vez a la Psicología, la Moral y la Metafísica: obra sabia en la que se han fundido con un profundo propósito tres objetos muy diferentes: la narración, la discusión y el mito.

La narración es la pintura real y sensible del último día y de la muerte de Sócrates, hecha a Echecrates de Filonte por Fedón, testigo todavía emocionado de aquel fin tan sereno y tan noble, que refiere fielmente en un lenguaje impreso de la sencillez y grandeza antiguas. Es un cuadro de eterna belleza, sobre el cual es imposible posar la mirada sin sentirse poco a poco penetrado de la admiración entusiasta, y por momentos conmovida, que se respira en las palabras de su intérprete. En el momento en que Fedón nos abre la puerta de la prisión, se nos aparece Sócrates sentado familiarmente en el borde de su lecho en medio de sus discípulos, ansiosos desde muy temprano de recoger las últimas palabras del maestro venerado; su aspecto es sonriente y de tranquilidad, y ni una sombra de tristeza o de cansancio altera su rostro, tan sereno y tan animoso como el pensamiento que lo anima. Sin la emoción mal reprimida de sus amigos y las lágrimas que no pueden contener, y sin los lamentos de Xantipa, su consorte, nada hubiera delatado en Sócrates la proximidad de su muerte. Sin el menor esfuerzo conservaba su manera de ser y su lenguaje de siempre. Fedón se enternece y nos emociona refiriéndonos sus recuerdos personales; se complace al acordarse de que su maestro, a cuyos pies acostumbraba a sentarse en un taburete, jugó aquel día con sus cabellos durante la conversación, embromándole cariñosamente porque el luto le obligaría al día siguiente a cortarse tan bello adorno. Resuelto Sócrates a dar a sus amigos el ejemplo de la filosofía, mandó que se retiraran su mujer y sus hijos, impuso reserva al dolor de sus amigos y no tardó en provocar a una discusión a Simmias y a Cebes, discusión que se prolongaría hasta la puesta del sol, el instante señalado por la ley para beber la cicuta. Será, como él mismo dijo, el canto del cisne, no un canto de tristeza, sino de sublime esperanza en una vida inmortal y bienaventurada.

¿No debe desear la muerte el filósofo? ¿Tiene o no derecho a adelantarse a una muerte a su parecer demasiado lenta y a atentar contra su existencia? Éstas son las primeras preguntas que por sí misma hace nacer la situación. La convicción de Sócrates es que la esperanza de encontrar en una vida mejor que la nuestra dioses justicieros, buenos y amigos de los hombres, basta para incitar al sabio a sonreír ante la muerte. Pero ningún hombre debe adelantar el término natural de la vida, y el sabio menos que los demás, porque si existe una razón justa para no temer la muerte, hay dos para esperarla, empezando por el ánimo esforzado de que debe dar pruebas, soportando con paciencia los males de esta vida, en la que se cree guardando un puesto cuyo abandono representaría una cobardía; después por pensar que su persona y su destino pertenecen a los dioses, sus creadores y dueños, y que no perteneciéndose carece del derecho de disponer de sí mismo. Estas razones son las más poderosas que jamás se hayan invocado contra el suicidio, y no es poco honor para Platón el que en un problema tan importante y tan delicado su espiritualismo pagano nada tenga que envidiar a la moral cristiana y al espiritualismo moderno. ¡Y con qué fuerza pone de relieve la idea tan diferente que de la vida y la muerte se forman el filósofo y el hombre vulgar! Éste se aferra a la vida porque sólo le preocupan su cuerpo y los goces sensuales, no pensando siquiera en que tiene un alma. La muerte le aterra también porque al destruir su cuerpo le priva de cuanto le es caro. Pero ¿dónde están el valor de la vida y el horror a la muerte en quien no concede a su cuerpo la menor importancia? Tal es el filósofo que encuentra la felicidad en el pensamiento único que aspira a bienes invisibles como él mismo, inasequibles aquí abajo, y que gozoso ve llegar al muerte como el fin de período de prueba que le separa de estos bienes, a los que toda la vida dedicó sus meditaciones. Su vida, en realidad, no es más que una mediación de la muerte. Preguntad a Platón cuáles son esos bienes invisibles, y os dirá: «No hablo solamente de lo justo, de lo bueno y de lo bello, sino también de lo grande, de la salud, de la fuerza, en una palabra, de la esencia de todas las cosas, es decir, de lo que son ellas por sí mismas». Éste es el primer rasgo de la teoría de ideas cuyo objetivo va a acusarse muy pronto.

Pero ¿de dónde tiene el filósofo la certidumbre de no perecer por completo cuando muere? Y si no tiene la prueba de que el alma sobrevive al cuerpo, ¿quién le asegura que no es víctima del engaño de una bella ilusión? Platón se decide resueltamente a explicar por boca de Sócrates estos problemas tan pavorosos y toca sucesivamente los puntos siguientes, que basta mencionar para hacer ver su importancia: la supervivencia del alma al cuerpo, la reminiscencia, la preexistencia del alma, la existencia de las ideas por sí mismas, la sencillez, la inmaterialidad, indisolubilidad, la libertad del alma y, en fin, su inmortalidad.

Parte de las ideas pitagóricas de la estancia del alma en los infiernos y de su retorno a la vida para establecer su existencia después de la muerte. Éste es el sentido de la máxima: «los vivos nacen de los muertos», encerrada en esta otra más general, de que todo lo que tiene algo contrario nace de este contrario, lo mismo que lo más grande de lo más pequeño, lo más fuerte de lo más débil, lo más rápido de lo más lento, lo peor de lo mejor, la vigilia del sueño y la vida de la muerte. A este argumento en pro de la supervivencia del alma, tomado de la doctrina de la metempsícosis, se agrega un todo platónico en favor de la preexistencia. Es una consecuencia del principio de que la ciencia no es más que una reminiscencia, principio que presupone la teoría de las ideas, a la cual nos referimos aquí por segunda vez. Saber es recordar y el recuerdo supone un conocimiento anterior. Si el alma se acuerda de cosas que no ha podido conocer en esta vida, es una prueba de que ha existido anteriormente. ¿No es cierto que nuestra alma, a través de la imperfecta igualdad de los objetos sensibles entre sí, tiene la idea de una igualdad perfecta, inteligible e inasequible a los sentidos? ¿No tiene también la idea del bien, de lo justo, de lo santo y de la esencia de todas las cosas? Son conocimientos que no pudo adquirir después de que nacimos, puesto que no son perceptibles a los sentidos; preciso es, por lo tanto, que los haya adquirido antes: «la consecuencia de todo esto es que el alma existe antes de nuestra aparición en este mundo, lo mismo que las esencias». Estos dos argumentos, justo es decirlo, a pesar del prestigio de los nombres de Pitágoras y Platón, no tienen para nosotros más que un valor histórico. El primero no puede arrostrar una discusión, como tampoco la teoría muerta de la metempsícosis, de la que procede; el segundo tendría toda la fuerza de una demostración si las dos teorías de las ideas y de la reminiscencia, que tanta importancia tienen en la doctrina de Platón, pudieran ser aceptadas sin reservas hoy día.

Mas he aquí, en compensación, una serie de razonamientos capaces de satisfacer a las inteligencias más exigentes. Está fundada en el examen de la naturaleza del alma. ¿Es nuestra alma una de esas cosas que pueden disolverse o es indisoluble? ¿Es simple o compuesta, material o inmaterial? ¿Es, en fin, más afín a lo que cambia incesantemente o más bien a lo que es eternamente idéntico a sí mismo? Bastan estas dos últimas preguntas para servir de testimonio de que en el pensamiento de Platón el problema del destino del alma después de la muerte no puede tener solución más que después del de su esencia. La busca en seguida. Distingue dos órdenes de cosas: las unas simples, absolutas, inmutables, eternas, en una palabra, las esencias inteligibles; las otras son mutables, es decir, cuerpos perceptibles a los sentidos. ¿A cuál de estos dos órdenes se une nuestra alma? A las esencias, porque como ellas es invisible, simple y dispuesta además a buscarlas por sí misma como un don propio de su naturaleza. Si nuestra alma es semejante a las esencias, no cambia nunca, como no cambian ellas, y no tiene que temer que la muerte la disuelva como al cuerpo. Es inmortal. Pero Platón tiene especial cuidado en dejar sentado sin pérdida de tiempo que porque el alma por su naturaleza tenga asegurado un distinto futuro, no tiene éste por qué ser igual para todas las almas indistintamente. La del filósofo y la del justo purificadas por la constante meditación de las esencias divinas serán admitidas sin duda a disfrutar de la vida de bienaventuranzas de los dioses, pero las del vulgar y del perverso, contaminadas de impurezas o crímenes, estarán privadas de esta eterna felicidad y sometidas a pruebas cuya pintura extrae Platón de la mitología. Estas creencias de otros tiempos prueban al menos la antigüedad de la fe del género humano en una sanción suprema de la ley moral, y añaden el peso del consentimiento universal a uno de los principios más ciertos de la filosofía.

Pero esta argumentación origina dos objeciones. ¿No se dice de la armonía de una lira que es tan visible e inmaterial coma el alma? Y por lo mismo, ¿no podrá temerse para el alma lo que sucede a la armonía, que perezca antes que el cuerpo, como la armonía antes que la lira? La objeción sólo es viciosa. Para reducirla a la nada, basta pensar que el alma no puede compararse seriamente a la armonía por dos buenas razones: la primera es que existe antes que el cuerpo, como se ha demostrado, y que es absurdo decir que la armonía existe antes que la lira. La segunda es que el alma manda al cuerpo y gobierna sus órganos, mientras que es absurdo decir que la armonía manda a las partes de la lira. Se ve cómo la preexistencia y la libertad del alma vienen en parte en socorro de su inmortalidad puesta en duda.

La otra objeción se deduce de la idea de que no es imposible que el alma, después de haber sobrevivido a varios cuerpos, perezca a la par que el último a que ha animado. Esta objeción, que no parece formalmente desvirtuada como la anterior por la preexistencia y la libertad del alma, está refutada por Platón en nombre del principio al cual retrotrae incesantemente todas las cuestiones capitales, que es el principio de la existencia de las ideas, desenvuelto aquí con más abundancia y acerca del cual es ya preciso explicarse. Por encima de todas las cosas que impresionan a nuestros sentidos, existen en este mundo seres puramente inteligibles que son los tipos perfectos, absolutos, eternos e inmutables de todo lo imperfecto que existe en este mundo; son las ideas, no abstractas, sino realmente existente, las únicas realidades, de las que todo lo que no sean ellas no es más que una imagen imperfecta son la justicia absoluta, la belleza absoluta, la santidad absoluta, la igualdad absoluta, la unidad absoluta, la paridad absoluta, la grandeza absoluta y la pequeñez absoluta, entre las cuales Platón parece no establecer al principio, ninguna distinción en el sentido de que admite por igual su realidad. Si no repugna, pues, por nada el admitir que la justicia, la belleza y la verdad absolutas existen por sí mismas como otros tantos atributos de Dios, fuerza es convenir que no ocurre lo propio con estas otras ideas platónicas de la igualdad, la grandeza, la fuerza, la pequeñez y otras aún más alejadas de la naturaleza divina, es decir, las ideas tipos de todos los seres sensibles. Todo queda reducido a esta alternativa: o rechazar en absoluto la teoría de las ideas por ser excesiva o suponer que el buen sentido de Platón ha debido establecer distinciones y grados entre las ideas que hagan razonable su teoría. Es el partido que parece mejor, a pesar del silencio de Platón. De esto no se encuentra ni en Fedón ni en ninguna otra parte alguna razón explícita, pero casi parece un argumento su manifiesto afán de insistir de mejor gana, más frecuentemente y con mayor fuerza en ciertas ideas con preferencia a otras. Son aquéllas las de lo bello, lo justo, lo verdadero, lo santo, lo bueno por sí mismo, a las cuales parece asignar por lo mismo una capital importancia. Por esto, y sea lo que quiera lo que se decida acerca del carácter de las otras ideas, el principio de las esencias conserva toda su fuerza contra las dudas propuestas referentes a la inmortalidad del alma. Si ésta, como se ha demostrado, participa de la naturaleza divina de las esencias, no puede admitir, como tampoco pueden las mismas esencias, nada contrario a su naturaleza; no puede perecer nunca con el cuerpo cuando éste se disuelve, porque es inmutable e indisoluble, y porque por esencia se escapa a todas las condiciones de la muerte. Y si tal es su destino, añade Sócrates, ¡cuán grande será en esta vida su interés en hacerse digna de una feliz eternidad!

Aquí cede la discusión que deja el campo al mito. No tenemos por qué someter a un escueto análisis esta pintura poética, y sin embargo, profundamente moral de la diferente estancia de los malvados y de los justos, de las penas que se infligen a los unos y de la felicidad que se concede a los otros. Pero importa señalar de una vez para siempre el sentido filosófico de estos hechos tomados de la mitología, que se encuentran en la mayor parte de los diálogos importantes de Platón. ¿Para qué recurrir a las creencias religiosas o a las tradiciones populares? ¿Es quizá una prudente concesión al politeísmo ante el cual corrían riesgo de ser sospechosos los progresos de la filosofía, como lo prueban el proceso y la condena a muerte de Sócrates? No es irrazonable el pensarlo. Pero una explicación que parece más digna de ser tenida en cuenta es que Platón, en interés mismo de los progresos de las creencias morales, por cuya propagación tanto hizo, no desdeñaba nada de lo que pudiera hacer fueran aceptadas más pronto por el espíritu de sus contemporáneos. ¿Qué más de acuerdo, pues, con su objetivo que establecer la conformidad de los dogmas religiosos con las cuestiones fundamentales de la moral? ¿Qué más hábil que la presentación de las tradiciones populares como una imagen y una profecía de las nuevas doctrinas? Pero hay que fijarse en la altura de miras que le hacen no tomar de aquellos mitos primitivos más que lo que tienen apropiado para elevar el espíritu al impresionar a la imaginación. Todos los detalles de estas pinturas conspiran a este fin. Con la misma idea nos hace ver a Sócrates cumpliendo con todo rigor los actos que la religión imponía, como los homenajes tributados a la omnipotencia de la divinidad, la libación, la plegaria a los dioses antes de beber la cicuta y el sacrificio de un gallo a Esculapio.

Volviendo a la narración que en cierto modo forma el marco de la obra entera, diremos que Fedón termina con los conmovedores detalles de los últimos momentos de Sócrates, de quien sus amigos no se separan sino después de haberle cerrado piadosamente los ojos. Dos palabras resumen la impresión que deja en el espíritu esta grande y noble figura: Sócrates ha sido el más sabio y justo de todos los hombres.



INTERLOCUTORES
 

 
ECHECRATES1.
FEDÓN.
SÓCRATES.
APOLODOROS.
CEBES.
SIMMIAS.
CRITÓN.
FEDÓN.
XANTIPA,   esposa de Sócrates.
SIRVIENTE DE LOS ONCE.




ECHECRATES.-   Dime, Fedón, ¿estuviste tú mismo con Sócrates cuando en la prisión bebió la cicuta, o lo que sabes de sus últimas horas te lo refirió alguien?

FEDÓN.-   Estuve yo mismo.

ECHECRATES.-   ¿Qué dijo Sócrates antes de morir y cómo murió? Me agradaría saberlo, porque no hay hoy día un fliasio que esté en relación con Atenas y desde hace mucho tiempo no ha venido nadie de Atenas que nos haya podido dar más informes de este asunto sino que Sócrates murió después de beber la cicuta. Más, no hemos sabido.

FEDÓN.-   ¿Entonces ignoras cómo instruyeron su proceso?

ECHECRATES.-   Esto sí; alguien nos dijo, y nos extrañamos mucho, que Sócrates no murió hasta mucho tiempo después de pronunciada la sentencia. ¿A qué se debió esto, Fedón?

FEDÓN.-   A una casualidad: la víspera del juicio habían coronado la popa de la embarcación que los atenienses envían todos los años a Delos.

ECHECRATES.-   ¿Qué barco es ése?

FEDÓN.-   Si hay que dar crédito a los atenienses es el mismo en el que Teseo embarcó con los siete mancebos y las siete doncellas que llevó a Creta y que salvó al salvarse a sí mismo. Se cuenta que los atenienses hicieron un voto a Apolo si sus hijos se libraban del peligro de mandar todos los años una teoría2 a Delos y lo cumplen siempre desde aquella fecha. En cuanto empieza la teoría, ordena una ley que se purifique la ciudad y se prohíbe dar muerte a ningún condenado mientras el barco no haya llegado a Delos y regresado a Atenas, y algunas veces tarda mucho tiempo en el viaje cuando lo cogen vientos contrarios. La teoría empieza cuando el sacerdote de Apolo corona la popa de la embarcación y, como te digo, esto ocurrió precisamente la víspera del juicio de Sócrates. Por esto permaneció tanto tiempo en la prisión entre su condena y su muerte.

ECHECRATES.-   ¿Y qué hizo el día de su muerte? ¿Qué dijo? ¿Quién de sus amigos le acompañaron aquel día? ¿Prohibieron los jueces que fueran a visitarle y murió sin que le asistieran sus amigos?

FEDÓN.-   Nada de eso; le acompañaron sus amigos, y por cierto muchos.

ECHECRATES.-   Cuéntame todo detalladamente si no tienes algo importante que te lo impida.

FEDÓN.-   Precisamente estoy completamente libre y procuraré complacerte. No hay para mí placer mayor que recordar a Sócrates, bien sea hablando de él u oyendo hablar de él a otros3.

ECHECRATES.-   Puedes estar persuadido que la misma es la disposición de los que te escuchan. Empieza y procura no olvidarte de nada.

FEDÓN.-   Mis impresiones de aquel día me parecieron verdaderamente extrañas, porque lejos de sentirme lleno de compasión por la muerte de un amigo, le encontraba digno de envidia al ver su tranquilidad y escuchar sus discursos; la intrepidez que demostraba ante la muerte me persuadía de que no dejaba esta vida sin la ayuda de alguna divinidad que le llevaría a otra para ponerle en posesión de la mayor dicha que los hombres puedan disfrutar. Estos pensamientos sofocaban en mí la compasión que debería haber sentido ante un espectáculo tan triste y me impidieron también encontrar en nuestras conversaciones acerca de la filosofía, que fue el asunto de ellas aquel día, aquel placer que experimentaba de ordinario. La idea de que un hombre como Sócrates iba a morir me producía una mezcla extraña de pena y placer, lo mismo que a todos los allí presentes. Lo mismo nos habrías visto sonreír unas veces como prorrumpir en llanto, sobre todo, uno: Apolodoros, cuyo humor conoces.

ECHECRATES.-   ¿Cómo no habría de conocerle?

FEDÓN.-   En él mejor que en los demás se veía esta diversidad de sentimientos. Yo estaba tan descompuesto como los otros.

ECHECRATES.-   ¿Quiénes eran ésos?

FEDÓN.-   Atenienses: estaban Apolodoros, como ya te he dicho. Critóbulo y su padre Critón, Hermógenes, Epígeno, Esquino y Antístenes4; también estaban Ctesippo de Peanea, Menexenes y todavía algunos más del país; creo que Platón estaba enfermo.

ECHECRATES.-   ¿Había extranjeros?

FEDÓN.-   Sí: Simmias de Tebas, Cebos y Fedondes, y de Megara, Euclides5 y Terpsión.

ECHECRATES.-   ¿Estaban también Aristipo6 y Cleombroto?

FEDÓN.-  No: se dijo que estaba en Egina7.

ECHECRATES.-  ¿Quién más había?

FEDÓN.-   Creo haber nombrado a casi todos los que estaban.

ECHECRATES.-  Entonces cuéntame lo que hablasteis.

FEDÓN.-   Procuraré referírtelo sin omitir nada, porque desde el día de su sentencia no transcurrió uno sólo sin ir a ver a Sócrates. Con este objeto nos reuníamos todas las mañanas en la plaza pública donde fue juzgado, muy cerca de su prisión, y allí esperábamos a que la abrieran, lo que nunca fue muy temprano. Apenas la abrían acudíamos a su lado donde ordinariamente pasábamos toda la jornada. Aquel día nos reunimos más temprano que de costumbre porque al separarnos de él la víspera por la noche, supimos que el barco había vuelto de Delos y convinimos que nos encontraríamos al día siguiente en el mismo sitio, lo más de madrugada que pudiéramos. Apenas llegamos salió a nuestro encuentro el calabocero que tenía la costumbre de hacernos entrar en la prisión, para rogarnos que esperásemos un poco y que no entráramos antes de que fuera a buscarnos, porque, dijo, los Once8 estaban haciendo quitar los hierros a Sócrates en este momento y anunciándole que ha de morir hoy. Momentos después fue a buscarnos y nos abrió la puerta del calabozo. Al entrar vimos a Sócrates, al que ya habían despojado de los hierros, y a Xantipa, a quien conoces, sentada cerca de él teniendo en brazos a uno de sus hijos. Apenas nos vio, prorrumpió en lamentos y a gritar, como suelen las mujeres en ocasiones semejantes. Sócrates -exclamó-: ¿De manera que tus amigos vienen a hablar contigo por última vez? Pero él volviose a mirar a Critón, y dijo: Que la lleven a su casa.

Inmediatamente entraron los esclavos de Critón y a la fuerza se llevaron a Xantipa que lanzaba desgarradores gritos y se golpeaba furiosamente el rostro. Al mismo tiempo se sentó Sócrates sobre su lecho, y doblando la pierna de la que acababan de quitarle la cadena y frotándosela con la mano nos dijo: Qué cosa tan extraña es lo que los hombres denominan placer, y que maravillosamente se acuerda con el dolor, aunque se crea lo contrario, porque aunque no puedan encontrarse juntos cuando se experimenta uno de los dos casi siempre hay que esperar al otro, como si estuviesen ligados inseparablemente. Creo que si Esopo se hubiera detenido a pensar en esta idea, quizá hubiera hecho con ella una fábula. Habría dicho que Dios intentó poner de acuerdo a estos dos enemigos, y que, no lográndolo, se contentó con encadenarlos a una misma cadena, de manera que desde entonces, cuando uno de ellos se presenta, lo sigue el otro de muy cerca. Es lo que yo mismo estoy experimentando ahora, porque al dolor que los hierros me producían en esta pierna parece sucederle ahora una sensación de placer.

¡Por Júpiter!, le interrumpió Cebes; me has hecho recordar que algunos, y entre ellos en último término Eveno9, me han preguntado con motivo de las fábulas de Esopo, que has puesto en verso, y de tu himno a Apolo, ¿cómo se te ha ocurrido componer uno en tu vida? Si tienes ganas de que conteste a Eveno, cuando me haga la misma pregunta, que estoy seguro me hará, ¿qué quieres que le diga?

No tienes más que decirle la cosa tal como es, respondió Sócrates; que no ha sido por cierto para ser su rival de poesía, porque sabía lo difícil que es hacer versos, sino únicamente buscando la explicación de ciertos sueños para obedecerlos, si por casualidad era la poesía aquel arte bello en el que me ordenaban me ejercitara. Porque toda mi vida he tenido un mismo sueño, que unas veces en una forma y otras en otra me recomendaba siempre lo mismo: Sócrates, ejercítate en las bellas artes10. Hasta ahora había tenido esta orden por una simple advertencia, como la que por costumbre se hace a los que corren en la liza, en la creencia de que este sueño me ordenaba solamente que continuara viviendo como había vivido prosiguiendo el estudio de la filosofía, que constituía toda mi ocupación y que es la primera de las artes. Pero después de mi sentencia, como la fiesta de Apolo aplazó su ejecución, pensé que aquel sueño me ordenaba ejercitarme en las bellas artes como los otros hombres, y que antes de partir de este mundo estaría más seguro de haber cumplido con mi deber componiendo versos para obedecer al sueño. Empecé por este himno al dios cuya fiesta se celebraba, pero en seguida reflexioné que para ser verdaderamente poeta no basta hacer discursos en verso, sino que es preciso inventar ficciones, y no ocurriéndoseme ninguna recurrí a las fábulas de Esopo y versifiqué las primeras que me acudieron a la memoria. Ya sabes, pues, mi querido Cebes, lo que tienes que contestar a Eveno; dile también de mi parte que se conduzca bien y que si es sabio me siga, porque todo hace prever que hoy partiré, puesto que los atenienses lo ordenan.

¿Qué consejo, Sócrates, es el que das a Eveno?, exclamó Simmias. Le veo muy a menudo y por lo que sé de él estoy seguro de que no te seguirá por su gusto.

¿Cómo?, replicó Sócrates, ¿acaso no es filósofo Eveno?

Creo que lo es, respondió Simmias.

Entonces querrá seguirme, dijo Sócrates, lo mismo que todo hombre que dignamente haga profesión de serlo. Sé muy bien que no se matará, porque se dice que eso no está permitido. Y al decirlo, levantó las piernas de la cama, puso los pies en el suelo y sentado de esta manera continuó hablando el resto del día.

Cebes le preguntó: ¿Cómo puedes poner de acuerdo, Sócrates, que no es lícito suicidarse y que el filósofo, sin embargo, deba querer seguir a cualquiera que se muera?

¿Será posible, Cebes, replicó Sócrates, que ni tú ni Simmias no hayáis oído hablar nunca de esto a vuestro amigo Filolao11?

Nunca se ha explicado con mucha claridad, Sócrates, respondió Cebes.

De mí puedo aseguraros, añadió Sócrates, que no sé más que lo que he oído decir y no os ocultaré nada de lo que he podido saber. No creo que exista ocupación que convenga más a un hombre que muy pronto va a partir de este mundo, que la de examinar bien y procurar conocer a fondo qué es precisamente este viaje y descubrir la opinión que de él tenemos. ¿Qué cosa mejor podríamos hacer mientras esperamos la puesta del sol?

¿En qué puede fundarse uno, Sócrates, dijo Cebes, para asegurarnos que el suicidio no es lícito? A Filolao, cuando estaba con nosotros, y a otros varios, les oí decir que estaba mal hecho. Pero ni él ni nadie nos han dicho nunca nada claro acerca de esta cuestión.

Ármate de valor, dijo Sócrates, porque quizá vas a saber más hoy, pero te sorprenderás al ver que el vivir es para todos los hombres una necesidad invariable, una necesidad absoluta, aun para aquellos para los que la muerte sería mejor que la vida; verás también como algo asombroso, que no está permitido, se procuren el bien por sí mismos aquellos para los que la muerte es preferible a la vida y que estén obligados a esperar a otro libertador.

Y Cebes, sonriendo, contestó a la manera de su país: Dios lo sabe.

Esta opinión puede parecer irrazonable, continuó diciendo Sócrates, pero quizá no deja de tener razón. El discurso que se nos dirige en los misterios de que los hombres estamos en este mundo como los centinelas en un puesto que nunca podemos abandonar sin permiso, es quizá demasiado difícil y rebasa nuestra comprensión. Pero nada me parece mejor que esto: Los dioses tienen necesidad de los hombres y éstos pertenecen a los dioses. ¿No te parece que es verdad, Cebes?

Muy verdad, respondió Cebes.

Tú mismo, siguió diciendo Sócrates, ¿no te enfadarías muchísimo si uno de tus esclavos se matara sin orden tuya y no le castigarías con todo rigor si pudieras?

Sí; sin duda.

Por la misma razón, dijo Sócrates, es muy justo sostener que uno no se puede suicidar y que es preciso esperar que Dios nos envíe una orden formal de abandonar la vida, como la que hoy me manda.

Me parece esto verosímil, dijo Cebes, pero lo que dijiste al mismo tiempo, de que el filósofo desea voluntariamente la muerte, me parece extraño, si es cierto que los dioses necesitan de los hombres, como acabas de decir, y que los hombres son una pertenencia de los dioses. Lo que me parece completamente desprovisto de razón es que los filósofos no estén disgustados de salir de la tutela de los dioses y de dejar una vida en la que los mejores gobernantes del mundo quieren tener buen cuidado de ellos. ¿Se figuran acaso que abandonados a sí mismos serán capaces de gobernarse mejor? Comprendo que a un loco se le pueda ocurrir que sea preciso huir de un amo, cuéstele lo que le cueste, y no comprenda que siempre se debe estar unido a lo que es bueno y no perderlo nunca de vista. Por esto huirá sin motivo. Pero un hombre prudente y sabio desearía siempre estar bajo la dependencia de lo que es mejor para él. De lo que infiero, Sócrates, todo lo contrario de lo que decías y pienso que los sabios se afligen por tener que morir y que los locos se alegran.

A Sócrates pareció agradable la sutilidad de Cebes, y volviéndose de nuestro lado, nos dijo: Cebes encuentra siempre objeciones y no se entrega desde el primer momento a lo que se le dice.

Yo también encuentro que Cebes tiene alguna razón, dijo Simmias. ¿Qué pretenden, en efecto, los sabios, que huyen de dueños mucho mejores que ellos privándose voluntariamente de su apoyo? A ti se refieren las palabras de Cebes, que te reprocha el que te separes tan gustoso de nosotros y que abandones a los dioses, que según tu propia confesión son tan buenos dueños.

Tenéis razón, contestó Sócrates, y veo que queréis obligarme a defenderme como me defendí ante la justicia.

Tú lo has dicho.

Preciso es, pues, satisfaceros, dijo Sócrates, y procurar que esta apología sea más afortunada cerca de vosotros que la primera lo fue cerca de mis jueces. En efecto, Simmias y tú, Cebes, si yo no creyera encontrar en la otra vida dioses tan buenos y tan sabios y hombres mejores que los de aquí abajo, sería muy injusto si no me afligiera tener que morir. Pero sabed que espero reunirme a hombres justos. Quizá pueda lisonjearme de ello al atreverme a aseguraros todo lo que puede asegurarse en cosas de esta naturaleza, que espero encontrar dioses, dueños muy buenos. He aquí el porqué de que no me aflige tanto la perspectiva de la muerte, confiando en que después de esta vida existe todavía algo para los hombres, y que, según la antigua máxima, los buenos serán allí mejor tratados que los malvados.

Y con estos pensamientos en el alma, dijo Simmias, ¿querías abandonarnos sin participárnoslos? Me parece que son un bien que no es común y si nos persuades será un hecho tu apología.

Quiero intentarlo, nos dijo, pero escuchemos antes lo que Critón quizá tenga que decirnos, porque me parece que hace ya un rato que quiere hablarnos.

No tengo que decirte, le contestó Critón, sino que el hombre que debe darte a beber el veneno no cesa de decirme que es preciso advertirte que hables lo menos posible, porque pretende que hablar demasiado hace entrar en calor al cuerpo, y que nada tan contrario como esto para los efectos del veneno, y que cuando se ha hablado mucho, hay que duplicar y hasta triplicar la dosis.

Déjale que diga lo que quiera, respondió Sócrates; y que prepare la cicuta como si tuviera que tomarla dos veces, y hasta tres, si es necesario.

Sabía que me ibas a dar esta respuesta, dijo Critón, pero sigue insistiendo.

No le hagas caso, volvió a repetirle Sócrates; pero ya es tiempo de que os explique a vosotros, que sois mis jueces, las razones que me persuaden de que un hombre que se ha consagrado toda la vida a la filosofía, tiene que morir lleno de valor y con la firme esperanza de que al partir de esta vida disfrutará de goces sin fin. Procuraré daros prueba de ello a ti, Simmias, y a ti, Cebes.

Los hombres ignoran que los verdaderos filósofos sólo laboran durante la vida para prepararse a la muerte; siendo así, sería ridículo que después de haber estado persiguiendo sin descanso este único fin comenzaran a retroceder y a tener miedo cuando la muerte se les presenta.

Simmias, al oírle, se echó a reír. ¡Por Júpiter!, exclamó; en verdad, Sócrates, me has hecho reír a pesar de la envidia que siento en este instante, porque estoy persuadido de que si hubiera aquí gentes que te escucharan, la mayor parte de ellas no dejarían de decir que hablas muy bien de los filósofos. Nuestros tebanos, principalmente, consentirían de muy buena gana en que todos los filósofos aprendiesen tan bien a morir que se murieran de verdad, y dirían que saben muy bien que eso es todo lo que merecen.

Y no dirían más que la verdad, Simmias, replicó Sócrates, excepto en un punto que saben muy bien, porque no es cierto que puedan saber por qué razón desean morir los filósofos ni por qué son dignos de ello. Pero dejemos a los tebanos y hablemos entre nosotros. ¿La muerte nos parece algo?

Sin ninguna duda, respondió Simmias.

¿No es la separación del alma y del cuerpo, dijo Sócrates, de manera que el cuerpo permanezca solo y el alma sola también? ¿No es esto lo que denominamos la muerte?

Esto mismo, dijo Simmias.

Mira, querido mío, si pensaras como yo, porque ello nos daría mucha luz para lo que buscamos. ¿Te parece propio de un filósofo buscar lo que se llama el placer, como el comer y beber?

De ninguna manera, Sócrates.

¿Y los goces del amor?

Tampoco.

Y de todos los demás goces que interesan al cuerpo, ¿crees que los busca y hace gran estima de ellos, por ejemplo, de las hermosas vestiduras, del bello calzado y de todos los demás ornamentos del cuerpo? ¿Crees que los tiene en aprecio o que los menosprecia cuando la necesidad no le obliga a servirse de ellos?

Me parece, dijo Simmias, que un verdadero filósofo no podrá más que menospreciarlos.

Entonces ¿te parece, siguió diciendo Sócrates, que todos los cuidados de un filósofo no tienen por objeto el cuerpo, y que al contrario, no trabaja más que para prescindir de éste todo lo posible a fin de no ocuparse más que de su alma?

Así es.

Así resulta de todas estas cosas de que estamos hablando, dijo Sócrates, que desde luego es evidente que lo propio del filósofo es trabajar más particularmente que los demás hombres en la separación de su alma del comercio del cuerpo.

Evidentemente, dijo Simmias.

Y, sin embargo, se figura la mayor parte de la gente que un hombre que no encuentra un placer en esta clase de cosas y no usa de ellas, ignora verdaderamente lo que es la vida y les parece que quien no goza de las voluptuosidades del cuerpo está muy cerca de la muerte.

Dices bien, Sócrates.

Pero ¿qué diremos de la adquisición de la ciencia? Cuando no se le asocia a este fin, ¿es el cuerpo o no un obstáculo? Voy a explicarme con un ejemplo. ¿Tienen la vista y el oído algún viso de certeza o tienen razón los poetas de cantarnos sin cesar que en realidad nada vemos ni oímos? Porque si estos dos sentidos no son seguros ni verdaderos, los otros lo serán todavía mucho menos, siendo mucho más débiles. ¿No opinas como yo, Simmias?

Sin duda alguna, dijo Simmias.

¿Cuándo, pues, encuentra el alma la verdad? Porque cuando la busca con el cuerpo vemos claramente que éste la engaña e induce al error.

Es cierto.

¿No te parece que por el razonamiento llega el alma principalmente a conocer la verdad?

Sí.

¿Y no razona mejor que nunca cuando no está influida por la vista ni por el oído, ni por el dolor ni por la voluptuosidad, y encerrada en sí misma prescinde del cuerpo y no tiene con él relación alguna, en tanto que es posible, y se aferra a lo que es para conocerla?

Lo has dicho perfectamente.

¿No es, entonces, sobre todo cuando el alma del filósofo desprecia al cuerpo, huye de él y trata de estar sola consigo misma?

Eso me parece.

¿Qué diremos ahora de ciertas cosas, Simmias? De la justicia, por ejemplo, ¿diremos que es algo o que es nada?

Diremos seguramente que es algo.

¿No diremos también lo mismo de lo bueno y lo bello?

Sin duda.

Pero ¿los has visto alguna vez con tus propios ojos?

Nunca.

¿Existe algún otro sentido corporal por el cual hayas podido comprender alguna de las cosas de que hablo, como la magnitud, la salud, la fuerza, en una palabra, la esencia de todas, es decir, lo que son por sí mismas? ¿Es por medio del cuerpo como se reconoce la realidad? O, ¿es cierto que aquel de nosotros que se disponga a examinar con el pensamiento y lo más atentamente que pueda lo que quiere encontrar se acercará más que los demás al objetivo y llegará a conocerlo mejor?

Seguramente.

Y con más claridad lo hará quien examine cada cosa sólo por el pensamiento sin tratar de facilitar su meditación con la vista ni a sostener su razonamiento recurriendo a otro sentido corporal; quien sirviéndose del pensamiento sin mezcla alguna trate de encontrar la esencia pura y verdadera de las cosas sin el ministerio de los ojos ni del oído, y separado, por decirlo así, de todo el cuerpo, que no hace más que perturbar el alma e impedirla encontrar la verdad en cuanto tiene con él la menor relación. ¿No es verdad, Simmias, que si alguno llega a conseguir conocer la esencia de las cosas, tiene que ser este de quien estoy hablando?

Tienes razón, Sócrates, y hablas admirablemente.

¿No se deduce necesariamente de este principio, continuó Sócrates, que los verdaderos filósofos deben pensar y decirse entre ellos: para seguir sus investigaciones, la razón sólo tiene una senda: mientras tengamos nuestro cuerpo y nuestra alma esté contaminada de esta corrupción, jamás poseeremos el objeto de nuestros deseos, es decir, la verdad? Porque el cuerpo nos opone mil obstáculos por la necesidad que nos obliga a cuidar de él, y las enfermedades que pueden presentarse turbarán también nuestras investigaciones. Además, nos llena de amores, de deseos, de temores, de mil ilusiones y de toda clase de estupideces, de manera que no hay nada tan cierto como el dicho vulgar de que el cuerpo jamas conduce a la sabiduría. Porque ¿quién es el que provoca las guerras, las sediciones y los combates? El cuerpo con todas sus pasiones. En efecto, todas las guerras no tienen más origen que el afán de amasar riquezas, y nos vemos forzados a amasarlas por el cuerpo, para satisfacer sus caprichos y atender como esclavos a sus necesidades. He aquí la causa de que no nos sobre tiempo para pensar en la filosofía; y el mayor de nuestros males todavía es cuando nos deja algún ocio y nos ponemos a meditar, interviene de repente en nuestros trabajos, nos perturba y nos impide discernir la verdad. Queda, pues, demostrado que si queremos saber verdaderamente alguna cosa es preciso prescindir del cuerpo y que sea el alma sola la que examine los objetos que quiera conocer. Sólo entonces gozaremos de la sabiduría de la que nos decimos enamorados, es decir, después de nuestra muerte y nunca jamás durante esta vida. La misma razón lo dice, porque si es imposible que conozcamos algo puramente mientras que estamos con el cuerpo, es preciso una de dos cosas: o que nunca se conozca la verdad o que se la conozca después de la muerte, porque entonces el alma se pertenecerá a ella misma libre de esta carga, mientras que antes no. Entretanto pertenezcamos a esta vida no nos aproximaremos a la verdad más que cuando nos alejemos del cuerpo y renunciemos a todo comercio con él, como no sea el que la necesidad nos imponga y mientras no le consintamos que nos llene de su corrupción natural y, en cambio, nos conservemos puros de todas sus contaminaciones hasta que Dios mismo venga a redimirnos. Por este medio, libres y rescatados de la locura del cuerpo, hablaremos, como es verosímil, con hombres que disfrutarán de la misma libertad y conoceremos por nosotros mismos la esencia pura de las cosas y quizá sea ésta la verdad; pero al que no sea puro no le será nunca dado alcanzar la pureza. Aquí tienes, mi caro Simmias, lo que parece deben pensar los verdaderos filósofos y el lenguaje que deben emplear entre ellos. ¿No lo crees como yo?

Así lo creo, Sócrates.

Si es así, mi querido Simmias, todo hombre que llegue adonde voy a ir ahora, tiene gran motivo para esperar que allá, mejor que en ninguna parte, poseerá lo que con tantas fatigas buscamos en esta vida; de manera que el viaje que me ordenan me llena de una dulce esperanza y el mismo efecto producirá en todo el que esté persuadido de que su alma está preparada, es decir, purificada para conocer la verdad. Por consiguiente, purificar el alma, ¿no es como decíamos hace muy poco separarla del cuerpo y acostumbrarla a encerrarse y a reconcentrarse en sí misma renunciando en todo lo posible a dicho comercio, viviendo bien sea en esta vida o en la otra sola y desprendida del cuerpo, como de una cadena?

Es verdad, Sócrates.

¿Y no es esta liberación, ésta separación del alma y del cuerpo lo que se llama la muerte?

Ciertamente.

¿Y no son los verdaderos filósofos los únicos que trabajan verdaderamente a este fin? ¿Esta separación y esta liberación no constituyen toda su ocupación?

Esto me parece, Sócrates.

¿No sería, pues, como antes dije, sumamente ridículo que un hombre que ha estado dedicado durante toda su vida a esperar la muerte, se indigne al verla llegar? ¿No sería risible?

¿Cómo no?

Entonces es cierto, Simmias, que los verdaderos filósofos no trabajan más que para morir y que la muerte no les parezca nada terrible. Mira tú mismo; si desprecian su cuerpo y desean vivir solos con su alma, ¿no sería el mayor absurdo tener miedo cuando llegue ese instante, afligirse y no ir voluntariamente allá donde esperan obtener los bienes por los cuales han suspirado toda su vida? Porque han estado deseando adquirir la sabiduría y verse libres de este cuerpo objeto de su desprecio. ¡Qué! Muchos hombres, por haber perdido a sus amigos, sus mujeres y sus hijos, han descendido voluntariamente a los infiernos conducidos por la sola esperanza de volver a ver a los que habían perdido y vivir con ellos, y un hombre que ama de verdad la sabiduría y tiene la firme esperanza de encontrarla en los infiernos, ¿se disgustará por tener que morir y no irá gozoso a los parajes donde disfrutará de lo que ama? ¡Ah, mi querido Simmias!, es preciso creer que irá con una gran voluptuosidad si verdaderamente es un filósofo, porque estará firmemente convencido de que sólo en los infiernos encontrará la pura sabiduría que busca. Y siendo así, ¿no sería extravagante, como dije, que un hombre tal temiera a la muerte?

¡Por Júpiter!, exclamó Simmias, ¡seria una locura!

Por lo tanto, siempre que veas que un hombre se enoja y retrocede cuando se ve frente a la muerte, será una prueba cierta de que es un hombre que ama, no la sabiduría, sino a su cuerpo, y con éste los honores y las riquezas, o uno solo de ellos o ambos a la vez.

Es como dices, Sócrates.

Por esto, Simmias, lo que se ha denominado la fortaleza, ¿no es peculiar de los filósofos? Y la temperancia, de la que el gran número no conoce más que el nombre, esta virtud que consiste en no ser esclavo de sus deseos, sino en sobreponerse a ellos y a vivir con moderación, ¿no es propia más bien de aquellos que desprecian sus cuerpos y viven en la filosofía?

Necesariamente.

Si quieres examinar la fortaleza y la temperancia de los hombres, de seguro las encontrarás ridículas.

¿Por qué, Sócrates?

Tú sabes que todos los hombres creen que la muerte es uno de los mayores males.

Es verdad, dijo Simmias.

Por esto cuando uno de estos hombres, a los que se llama fuertes, sufre la muerte con algún valor, no la sufre más que por temor a un mal mayor.

Fuerza es convenir en ello.

Y, por consiguiente, los hombres no son fuertes más que por el miedo, excepto los filósofos. ¿No resulta ridículo, por lo tanto, que un hombre sea valiente por miedo?

Tienes razón, Sócrates.

¿No les ocurre lo mismo a vuestros temperamentos? No lo son más que por intemperancia, y aunque esto parezca imposible, es, sin embargo, lo que pasa con su vana moderación, porque los temperamentos no renuncian a una voluptuosidad más que por temor de verse privados de otras voluptuosidades que desean y a las cuales se han acostumbrado. Llaman tanto como quieren a la intemperancia al ser vencido por sus pasiones, pero al mismo tiempo no dominan ciertas voluptuosidades más que por estar sujetos a otras que se han adueñado de ellos y esto se parece mucho a lo que hace un momento he dicho: que son temperantes por intemperancia.

Me parece una gran verdad.

Que no te engañe esto, mi querido Simmias; no es un camino que conduce a la virtud el cambiar voluptuosidades por voluptuosidades, tristezas por tristezas, temores por temores, como los que cambian una moneda grande por piezas pequeñas. La sabiduría es la única moneda de buena ley por la cual hay que cambiar todas las otras. Con ella se compra todo y se tiene todo, fortaleza, templanza, justicia; en una palabra, la virtud no es verdadera más que unida a la sabiduría, independientemente de las voluptuosidades, tristezas, temores y todas las demás pasiones; tanto, que todas las demás virtudes sin la sabiduría y de las cuales se hace un cambio continuo, no son más que sombras de virtud, una virtud esclava del vicio, que no tiene nada verdadero ni sano. La verdadera virtud es una purificación de toda clase de pasiones. La templanza, la justicia y la misma sabiduría no son más que purificaciones y hay buen motivo para creer que quienes establecieron las purificaciones distaban muy mucho de ser unas personas despreciables, sino grandes genios que ya desde los primeros tiempos12 quisieron hacernos comprender bajo estos enigmas que aquel que llegara a los infiernos sin estar iniciado ni purificado será precipitado al cieno; y aquel que llegara después de haber cumplido la expiación será recibido entre los dioses, porque, como dicen los que presiden los misterios: muchos llevan el tirso13, pero pocos son los poseídos del dios. Y éstos, a mi modo de ver, sólo son los que filosofaron bien. Nada he omitido para ser de su núcleo y toda mi vida he estado trabajando para conseguirlo. Si todos mis esfuerzos no han sido inútiles y lo he logrado, lo sabré dentro de un momento, si a Dios le place. He aquí, mi querido Cebes, mi apología para sincerarme ante vosotros al abandonaros, y al separarme de los dueños de este mundo no estar triste ni disgustado, en la esperanza de que allí, no menos que aquí, encontraré buenos amigos y buenos señores, que es lo que el pueblo no sabría imaginar. Pero tendría una gran satisfacción si ante vosotros lograra defenderme mejor que ante los jueces atenienses.

Cuando Sócrates terminó de hablar tomó la palabra Cebes y le dijo: Sócrates, todo cuanto acabas de decir me parece una gran verdad. Hay solamente una cosa que los hombres no acaban de creer: es lo que nos has dicho del alma, porque se imaginan que cuando ésta abandona al cuerpo cesa de existir; que el día mismo en que el hombre muere, o ella se escapa del cuerpo, se desvanece como un vapor y no existe en ninguna parte. Porque si subsistiera sola, recogida en sí misma y liberada de todos los males de que nos has hablado, habría una esperanza tan grande y tan bella, Sócrates, que todo lo que has dicho sería verdad; pero que el alma viva después de la muerte del hombre, que actúe y piense, es lo que puede ser necesite alguna explicación y pruebas sólidas.

Tienes razón, Cebes, ¿qué haremos?... ¿Quieres que examinemos en esta conversación si esto es verosímil o si no lo es?

Me darías un gran placer permitiéndome escuchar de tus labios lo que piensas en esta materia.

No creo, dijo Sócrates, que aunque alguno nos oyera, y fuera además un autor de comedias, pudiera reprocharme que no hago más que decir tonterías ni que hablo de cosas que no nos interesan de cerca. Si te parece, examinaremos la cuestión. Preguntémonos ante todo si las almas de los muertos están en los infiernos o si no están. Es una creencia muy antigua14 que las almas, al dejar este mundo, van a los infiernos y que de allí vuelven al mundo y a la vida después de haber pasado por la muerte. Si es así y los hombres después de la muerte retornan a la vida, se deduce, necesariamente, que durante este intervalo están las almas en los infiernos, porque no volverían al mundo si estuvieran en él, y esto será una prueba suficiente de que existen, si vemos claramente que los vivos no nacen más que de los muertos, porque si no es así necesitaríamos buscar otras pruebas.

Naturalmente, dijo Cebes.

Y Sócrates continuó: Pero para cerciorarse de esta verdad es preciso no contentarse con examinarla con relación a los hombres, sino también con relación a los animales, a las plantas y a todo lo que nace, porque así se verá que todas las cosas nacen de la misma manera, es decir, de sus contrarios, cuando los tienen. Por ejemplo: lo bello es lo contrario de lo feo, lo justo de lo injusto, y lo mismo una infinidad de cosas. Veamos, pues, si es de absoluta necesidad que las cosas que tienen su contrario no nazcan más que de este contrario, lo mismo que cuando una cosa aumenta es preciso de toda necesidad que antes fuera más pequeña para adquirir después aquel aumento.

Sin duda.

Y cuando disminuye es preciso que antes fuera mayor para poder disminuir más tarde.

Efectivamente.

Lo mismo que lo más fuerte procede de lo más débil y lo más rápido de lo más lento.

Es evidente.

Y cuando una cosa empeora, continuó Sócrates, ¿no es porque antes era mejor, y cuando se vuelve injusta porque antes era justa?

Sin duda, Sócrates.

Entonces, Cebes, creo que está suficientemente probado que las cosas proceden de sus contrarios.

Muy suficientemente, Sócrates.

Pero entre estos dos contrarios existe siempre un cierto medio, dos generaciones de éste a aquél y en seguida de aquél a éste. Entre una cosa mayor y una menor, este medio es el crecimiento y la disminución: al uno le llamamos crecer y al otro disminuir.

Así es.

Lo mismo sucede con lo que se llama mezclarse, separarse, calentarse, enfriarse, y con todo hasta lo infinito.

Y aunque ocurra a veces que carecemos de términos para expresar todos estos cambios, vemos, no obstante, por la experiencia, que es siempre de absoluta necesidad que las cosas nazcan las unas de las otras y que a través de un medio pasen de la una a la otra.

Es indudable.

¿La vida misma, dijo Sócrates, no tiene también su contrario como la vigilia tiene el sueño?

Sin duda, respondió Cebes. ¿Y cuál es ese contrario? La muerte.

¿No nacen estas dos cosas la una de la otra, si son contrarias, y entre dos contrarias no hay dos generaciones?

¿Cómo no ha de haberlas?

Yo, dijo Sócrates, te diré la combinación de las dos contrarias de que acabamos de hablar y el paso recíproco de la una, a la otra; tú me explicarás la otra combinación. Del sueño y de la vigilia te diré que del sueño nace la vigilia y de la vigilia el sueño; que la generación de la vigilia al sueño es la somnolencia y la del sueño a la vigilia el despertar. ¿No está bastante claro?

Clarísimo.

Dinos a tu vez la combinación de la vida y de la. muerte. ¿No dijiste que la muerte es lo contrario de la vida?

Sí.

¿Y que nacen la una de la otra?

Sí.

¿Quién nace, pues, de la vida?

La muerte.

¿Y quién nace de la muerte?

Fuerza es confesar que la vida.

¿Entonces, dijo Sócrates, de lo que ha muerto es de donde nace todo lo que tiene vida?

Así me parece.

Y, por consiguiente, nuestras almas están en los infiernos después de nuestra muerte.

Eso me parece.

Y de los intermedios de estos dos contrarios, ¿no es sensible uno de ellos? ¿No sabemos lo que es morir?

Ciertamente.

¿Qué haremos, pues? ¿No reconoceremos también a la muerte la virtud de producir su contrario, o diremos que en este sentido se muestra defectuosa la naturaleza? ¿No es de absoluta necesidad que la muerte tenga su contrario?

Es necesario.

¿Cuál es este contrario?

Revivir.

Revivir, si hay un retorno de la muerte a la vida, dijo Sócrates, es comprender este retorno. Esto nos hace convenir en que los vivos nacen de los muertos lo mismo que los muertos de los vivos, prueba incontestable de que las almas de los muertos existen en alguna parte de donde vuelvan a la vida.

Me parece, dijo Cebes, que no es una consecuencia necesaria de los principios que hemos acordado.

Me parece, Cebes, que no los hemos acordado sin razón; míralo tú mismo. Si todos estos contrarios no se engendraran recíprocamente, girando, por decirlo así, en el círculo, y si no hubiera una producción directa del uno al otro contrario, sin vuelta de este último al primero que lo había producido, verías que al final tendrían todas las cosas la misma figura, serían de la misma hechura y, por último, cesarían de nacer.

¿Cómo has dicho, Sócrates?

No es muy difícil de comprender lo que digo. Si no hubiera más que el sueño y no hubiese un despertar después de él y producido él, verías que todas las cosas al fin nos representarían verdaderamente la fábula de Endimión y no se diferenciarían en nada, porque les sucedería, como a Endimión, que estarían sumergidas en profundo sueño. Si todo estuviera mezclado sin que esta mezcla produjese nunca una separación, llegaría muy pronto a suceder lo que enseñaba Anaxágoras: todas las cosas estarían juntas. Por la misma razón, mi querido Cebes, si todo lo que ha tenido vida muriera y estando muerto permaneciera en el mismo estado sin revivir, ¿no llegaría necesariamente el caso de que todas las cosas tendrían un fin y que no habría ya nada que viviera? Porque si de las cosas muertas no nacen las vivientes y si éstas muriesen a su vez, ¿no sería absolutamente inevitable que todas las cosas fueran finalmente absorbidas por la muerte?

Inevitable, Sócrates, contestó Cebes, y todo lo que acabas de decir me parece irrefutable.

Me parece también, Cebes, que nada puede oponerse a estas verdades y que no nos engañamos cuando las admitirnos; porque es seguro que hay una vuelta a la vida, que los vivos nacen de los muertos, que las almas de los muertos existen y que las almas de los justos son mejores y las de los malvados peores.

Lo que dices, Sócrates, le interrumpió Cebes, es, además, una deducción necesaria de un otro principio que con frecuencia te he oído establecer: que nuestra ciencia no es más que reminiscencia. Si este principio es exacto, es absolutamente indispensable que hayamos aprendido en otro tiempo las cosas de que nos acordamos en éste, lo que es imposible si nuestra alma no existe antes de venir bajo esta forma humana. Es una nueva prueba de la inmortalidad de nuestra alma.

Pero, Cebes, dijo Simmias interrumpiéndole, ¿qué demostración se tiene de este principio? Recuérdamela, porque ahora no me acuerdo de ella.

Hay una demostración muy bella, contestó Cebes: que todos los hombres, si se los interroga bien, encuentran todo por ellos mismos, lo que no harían jamás si no tuvieran en sí las luces de la recta razón.

Si alguno los pone de pronto junto a figuras de geometría y otras cosas de esta naturaleza, ve manifiestamente que así es.

Si no quieres rendirte a esta experiencia, Simmias, dijo Sócrates, mira si por este camino no entrarás en nuestro sentir: ¿te cuesta trabajo creer que aprender es solamente recordar?

No mucho, respondió Simmias, pero quisiera me recordaran lo que estábamos hablando; de lo que Cebes ya me ha dicho casi me acuerdo y comienzo a creerlo, pero esto no impedirá que escuche con gusto las pruebas que quieras darme.

Helas aquí, repuso Sócrates: empezamos por convenir todos que para acordarse es preciso haber sabido antes la cosa que se recuerda.

Naturalmente.

¿Convenimos también en que cuando la ciencia viene de cierta manera es una reminiscencia? Cuando digo de cierta manera es, por ejemplo, cuando un hombre al ver u oír alguna cosa o percibiéndola por otro cualquiera de sus sentidos no solamente conoce esta cosa que ha llamado su atención, sino al mismo tiempo piensa en otra que no depende de la misma manera que conocer, sino de otra, ¿no decimos con razón que este hombre ha vuelto a acordarse de la cosa que ha acudido a su espíritu?

¿Cómo dices?, preguntó Simmias.

Digo, por ejemplo, que el conocimiento de un hombre es uno y otro el conocimiento de una lira.

Efectivamente.

¡Pues bien!, siguió diciendo Sócrates, ¿no sabes lo que le sucede a los amantes cuando ven una lira, un vestido o algo de lo que sus amores tienen la costumbre de servirse? Pues reconociendo esta lira acude en seguida a su pensamiento la imagen de aquel a quien pertenece. He aquí lo que es la reminiscencia, como viendo a Simmias se recuerda a Cebes. Podría citarse un millón más de ejemplos. Aquí tienes lo que es la reminiscencia, sobre todo cuando vuelven a recordarse cosas olvidadas por remotas o por haberlas perdido de vista.

Es muy cierto, dijo Simmias.

¿Viendo en pintura un caballo o una lira, continuó Sócrates, no puede uno acordarse de un hombre? ¿Y viendo el retrato de Simmias no cabe recordar a Cebes?

¿Quién duda de ello?

Y con mayor razón al ver el retrato de Simmias se recordará a Simmias mismo.

Sin dificultad.

¿No se ve según esto que la reminiscencia se produce tanto por cosas parecidas como por cosas diferentes? Así sucede, en efecto.

Pero cuando el parecido hace recordar alguna cosa, ¿no sucede necesariamente que el espíritu percibe repentinamente si falta algo al retrato para que sea perfecto el parecido con el original que se acuerda o si no le falta algo?

Otra cosa sería imposible, dijo Simmias.

Pues escucha a ver si opinarás como yo. ¿No llamamos igualdad a alguna cosa? No hablo de la igualdad que se encuentra entre un árbol y otro árbol, entre una piedra y otra piedra y entre otras varias cosas parecidas. Hablo de una igualdad muy diferente de todo esto. ¿Decimos que es algo o que es nada?

Decimos ciertamente que es algo. Sí, ¡por Júpiter!

Pero ¿conocemos esta igualdad?

Sin duda.

¿De dónde hemos sacado esta ciencia, este conocimiento? ¿Nos hemos formado idea de esta igualdad por las cosas de que acabamos de hablar, es decir, viendo árboles iguales y piedras iguales a otras varias cosas de esta naturaleza, de esta igualdad que no es ni los árboles ni las piedras, sino otra cosa completamente distinta? Porque, ¿no te parece distinta? Fíjate bien en esto: las piedras y los árboles, que con frecuencia son los mismos, ¿no nos parecen comparándolos iguales unas veces y diferentes otras?

Seguramente.

Las cosas iguales parecen desiguales algunas veces, pero la igualdad en sí, ¿te parece desigualdad?

Nunca, Sócrates.

La igualdad y lo que es igual, ¿no son, pues, la misma cosa?

Ciertamente que no.

Sin embargo, de estas cosas iguales, que son diferentes de la igualdad, es de donde han sacado la idea de la igualdad.

Es verdad, Sócrates, dijo Simmias.

¿Y que esta igualdad sea parecida o diferente de los objetos que te han dado la idea de ella?

Ciertamente.

Por lo demás, no importa cuando viendo una cosa te imagines otra, que ésta sea parecida o no a la primera para que eso sea necesariamente una reminiscencia.

Sin dificultad.

Pero, dijo Sócrates, ¿qué diremos de esto? Cuando vemos árboles que son iguales u otras cosas iguales, ¿las encontramos iguales como la igualdad misma de las que tenemos idea o es preciso que sean iguales como esta igualdad?

Es muy preciso.

Convenimos, pues, en que cuando alguno, viendo una cosa, piensa que esa cosa, como la que en este instante veo delante de mí, puede ser igual a otra, pero que le falta mucho para ello y que no puede ser como ella y le es inferior, ¿es absolutamente necesario que aquel que tiene ese pensamiento haya visto y conocido antes aquella cosa a la que ésta se parece, aunque asegure que sólo se le parece imperfectamente?

Es de imprescindible necesidad.

¿No nos ocurre también lo mismo con las cosas iguales cuando queremos compararlas con la igualdad?

Ciertamente, Sócrates.

Es, pues, absolutamente necesario que hayamos visto esta igualdad aun antes del tiempo en que viendo por la primera vez cosas iguales pensamos en que todas ellas tienden a ser iguales, como la igualdad misma, pero que no pueden lograrlo.

Es cierto.

Pero convengamos también en lo que hemos deducido de este pensamiento y que es imposible proceda de otra parte que no sea uno de nuestros sentidos, por haber visto o tocado, o, en fin, por haber ejercitado otro cualquiera de nuestros sentidos, porque lo mismo digo de todos.

Es la misma cosa, Sócrates, de que antes hablábamos. Es preciso, pues, que sea de nuestros sentidos mismos de donde derivemos este pensamiento, que todas las cosas iguales, que son el objeto de nuestros sentidos, tiendan a esta igualdad y que, sin embargo, queden por debajo de ella. ¿No es así?

Sin duda alguna, Sócrates.

Entonces, Simmias, ha sido preciso que antes de que hayamos comenzado a ver, oír y hacer uso de nuestros sentidos, hubiésemos tenido conocimiento de esta igualdad inteligible para comparar con ella, como hacemos, las cosas sensibles iguales y para que todas tiendan a ser parecidas a esta igualdad y que le son inferiores.

Es una consecuencia necesaria de cuanto se ha dicho, Sócrates.

Pero ¿no es verdad que antes de nuestro nacimiento hemos visto, hemos oído y hecho uso de todos nuestros otros sentidos?

Muy cierto.

¿Entonces es preciso que antes de ese tiempo hayamos tenido conocimiento de la igualdad?

Sin duda.

¿Y por consecuencia es preciso que lo hayamos tenido antes de haber nacido?

Así me parece.

Si lo hemos tenido antes de nuestro nacimiento, sabemos, pues, antes de nacer, y por lo pronto después de nuestro nacimiento hemos conocido no sólo lo que es igual, lo que es grande y lo que es más pequeño, sino todas las demás cosas de esta naturaleza; porque lo que decimos aquí se refiere lo mismo a la igualdad que a la belleza misma, a la bondad, a la justicia y a la santidad; en una palabra, a todas las demás cosas de la existencia y de las que hablamos en nuestras preguntas y en nuestras contestaciones. De manera que es absolutamente necesario que hayamos tenido conocimiento de ellas antes de nacer.

Es cierto.

Y si después de haber tenido estos conocimientos no llegáramos a olvidarlos nunca, no solamente naceríamos con ellos, sino además los conservaríamos toda nuestra vida; porque saber no es más que conservar la ciencia que se ha adquirido y no perderla, y olvidar, ¿no es perder la ciencia que antes se tenía?

Sin duda, Sócrates.

Y si después de haber tenido estos conocimientos antes de nacer y de haberlos perdido después de haber nacido, volvemos a poseer esa ciencia anterior gracias al ministerio de nuestros sentidos, que es lo que llamamos aprender, ¿no será eso recuperar la ciencia que tuvimos y no podremos con razón llamarlo recordar?

Tienes mucha razón, Sócrates.


VERSO XXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXx

Porque hemos convenido en que es muy posible que el que haya sentido una cosa, es decir, que la ha visto, oído o percibido por cualquiera de sus sentidos, piense a propósito de ella en otra que ha olvidado y con la cual la percibida tiene alguna relación aunque no se le parezca. De manera que, de estas dos cosas, una es absolutamente necesaria: o que las conservemos toda nuestra vida o que los que, según nosotros, aprenden, no hagan más que recordarlas y que la ciencia no sea más que una reminiscencia. Es necesariamente preciso, Sócrates.

¿Qué escogerías, pues, Simmias? ¿Nacemos con conocimiento o volvemos a acordarnos de lo que sabíamos y habíamos olvidado?

En verdad te digo, Sócrates, que no se qué escoger.

Y de esto otro, ¿qué pensarás y qué escogerás? Un hombre que sabe una cosa, ¿puede darse cuenta de lo que sabe o no?

Puede darse cuenta, sin duda.

¿Y te parece que todos los hombres pueden dar razón de las cosas de que hemos estado hablando?

Bien lo quisiera, respondió Simmias, pero temo que mañana no encontremos ya un hombre que sea capaz de dar razón de ellas.

¿Entonces no te parece que todos los hombres tienen esta ciencia?

Ciertamente que no.

¿Entonces no hacen más que volver a acordarse de las cosas que supieron otra vez?

Así tiene que ser.

Pero ¿en qué tiempo adquirieron nuestras almas esta ciencia? Porque no ha sido después de que nacimos.

Seguramente no.

¿Entonces antes?

Sin duda.

Y, por consiguiente, Simmias, nuestras almas existían antes de este tiempo, antes de que apareciesen bajo esta forma humana; y mientras carecían de cuerpo sabían.

A menos, Sócrates, que no digamos que hemos adquirido todos estos conocimientos al nacer, porque es el único tiempo que nos queda.

Me parece bien, mi querido Simmias; pero ¿en qué tiempo los perdimos? Porque hemos convenido en que hoy no los tenemos ya. ¿Los perdimos al mismo tiempo que los adquirimos? ¿O puedes señalar otro tiempo?

No, Sócrates, y no me he dado cuenta de que no decía nada.

Hay, pues, que tener por constante, Simmias, que si todas estas cosas que a todas horas tenemos en la boca, quiero decir lo bello, lo justo y todas las esencias de este género, existen verdaderamente, si referimos todas las percepciones de nuestros sentidos a estas nociones primitivas, como a su tipo, que empezamos por encontrar en nosotros mismos, es necesariamente preciso, digo, que como todas estas cosas existen, nuestra alma haya existido también antes de que naciéramos: y si todas estas cosas no existen, todos nuestros discursos son inútiles. ¿No es esto así? Y ¿no es también una necesidad igual, si estas cosas existen, que nuestras almas existan también antes de nuestro nacimiento, y que, si estas cosas no son, tampoco sean nuestras almas?

Esta necesidad me parece igualmente segura, Sócrates; y de todo este discurso resulta que nuestra alma existe antes de que nazcamos, lo mismo que las esencias de que acabas de hablar; porque yo al menos no encuentro nada tan evidente como la existencia de todas estas cosas, lo bueno, lo bello y lo justo, y tú, además, me lo has demostrado suficientemente.

¿Y Cebes?, preguntó Sócrates; porque es preciso que también él esté persuadido.

Pienso, dijo Simmias, que también encuentra las pruebas muy suficientes, a pesar de ser de todos los hombres el más rebelde a las pruebas. Sin embargo, le tengo por convencido de que nuestra alma existe antes de nuestro nacimiento, pero que subsista después de nuestra muerte, es lo que a mí mismo no me parece suficientemente probado. Porque esta opinión del pueblo, de la que Cebes te habló hace un momento, perdura todavía con toda su fuerza: es, como recordarás, que después de la muerte del hombre el alma se disipa y cesa de ser. ¿Qué puede impedir, en efecto, que el alma nazca, que exista en alguna parte, que sea antes de venir a animar al cuerpo y que después que haya salido de este cuerpo acabe con él y cese de ser?

Dices muy bien, Simmias, añadió Cebes; me parece que Sócrates no ha probado más que la mitad de lo que necesitaba probar; porque ha demostrado muy bien que nuestra alma existía antes de nuestro nacimiento, pero para acabar su demostración ha debido probar también que nuestra alma existe después de nuestra muerte no menos de lo que existía antes de esta vida.

Pero ya os he demostrado, Simmias y Cebes, replicó Sócrates, y convendréis en ello si unís esta última prueba a la que ya tenéis de que los vivos nacen de los muertos; porque si es verdad que nuestra alma existe antes de nuestro nacimiento y si es preciso de toda necesidad que para venir a la vida salga, por decirlo así, del seno de la muerte, ¿cómo no habría de existir la misma necesidad de su existencia después de la muerte puesto que tiene que retornar a la vida? Así está demostrado lo que pedís. Sin embargo, me parece que estáis deseando los dos profundizar más en esta cuestión y que teméis, como los niños, que cuando el alma salga del cuerpo pueda ser arrebatada por el viento, sobre todo cuando se muere en un día huracanado.

Cebes se echó a reír: Supón, Sócrates, que lo temamos, o más bien que no somos nosotros los que tememos, pero que bien pudiera ser que hubiera entre nosotros un niño que lo temiera; procuremos enseñarle a no tener miedo de la muerte como de un vano fantasma.

Para esto, replicó Sócrates, hay que recurrir diariamente a los conjuros hasta verle curado.

Pero ¿dónde encontramos un buen conjurador puesto que vas a dejarnos?

Grecia es grande, Cebes, respondió Sócrates, y en ella se encuentra un gran número de gente hábil. Además, hay otros países, que habrá que recorrer preguntando en todos para encontrar a este conjurador, sin ahorrar penalidades ni gastos, porque no hay nada mejor en que podáis emplear vuestra fortuna. Preciso es también que le busquéis entre vosotros mismos, porque bien pudiera suceder que no encontréis persona más apta que vosotros mismos para hacer estos exorcismos.

Haremos lo que dices, Sócrates, pero si no te desagrada reanudaremos el discurso que dejamos.

Me será muy grato, Cebes, y, ¿por qué no?

Tienes razón, Sócrates, dijo Cebes.

Lo primero que tenemos que preguntarnos a nosotros mismos, siguió diciendo Sócrates, es a qué naturaleza de cosas pertenece el disolverse, por qué clase de cosas debemos temer que se verifique este accidente y a qué cosas no le sucede. Después habrá que examinar a cuál de estas naturalezas pertenece nuestra alma y, por último, temer o esperar para ella.

Es verdad.

¿No te parece que son las cosas compuestas o que son de naturaleza de serlo, a las que corresponde desasociarse en los elementos que han hecho su composición, y que si hay seres que no estén compuestos sean estos los solos a quienes no puede alcanzar este accidente?

Me parece muy cierto, dijo Cebes.

¿No parece que las cosas que son siempre las mismas y de la misma manera no deben ser compuestas?

Y que las que cambian constantemente y nunca son las mismas, ¿no os parece que han de ser compuestas?

Opino como tú, Sócrates.

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