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El legado político del Antiguo Régimen

Emilio La Parra López



La cuestión de si el Antiguo Régimen transmitió alguna cosa al tiempo que le siguió, esto es, a la época liberal, guarda estrecha relación con otro problema, más complejo, sobre el que los historiadores no han llegado a un acuerdo unánime. Me refiero al carácter de la transición del Antiguo Régimen al Liberalismo y a las peculiaridades de este proceso en España. En el debate general, comenzado hace tiempo y aún no finalizado, ocupan un lugar destacado ciertas interpretaciones que, bien tienden a sobredimensionar la pervivencia del Antiguo Régimen en la España del siglo XIX -también en Europa-, bien subrayan las carencias de la revolución liberal. En torno a todo esto se han ofrecido recientemente excelentes balances historiográficos1, así como, más en concreto, sobre los logros o fracasos de la revolución liberal2. Por tanto, no parece oportuno detenerse de nuevo en ello reproduciendo las propuestas historiográficas más influyentes.

Tampoco nos ocuparemos aquí en confeccionar una especie de relación de aquellas ideas, valores y realizaciones políticas del Antiguo Régimen que pasaron a la España liberal, como la idea de libertad, la proclamación de la igualdad de nacimiento, la ponderación del mérito individual, la valoración de la propiedad, el racionalismo o la creación de ciertas instituciones. En el marco del debate mencionado, los historiadores han aludido a ello, una veces para resaltar el alcance de los cambios operados y otras, por el contrario, para probar el fracaso de la revolución o para dar a entender que el sistema liberal introdujo escasas novedades. Abundar en este tipo de ejercicios no añadiría gran cosa a lo que sabemos sobre el tránsito del Antiguo Régimen al Liberalismo y, probablemente, el intento quedaría reducido a una especie de exposición de principios generales poco significativa para la finalidad ahora perseguida3.

La reflexión ahora ensayada, que no pretende abarcar todos los aspectos relacionados con el problema planteado, se basa en dos supuestos. Primero: en España, como en otros lugares de Europa, tuvo lugar un proceso revolucionario que desmanteló el sistema político del Antiguo Régimen (en consecuencia, se da por sentado que existió una revolución liberal). Segundo: ese proceso no puede ser explicado como un choque frontal entre absolutistas y liberales, entendidos respectivamente como personificación del Antiguo Régimen y del que le sustituyó, del cual salieron vencedores los últimos y arrasaron con todos los vestigios del régimen anterior (por tanto, se reconoce la presencia en la España liberal de una herencia del tiempo anterior). Como ha advertido Isabel Burdiel, «el impacto del liberalismo revolucionario español resulta ciertamente incomprensible divorciado de la dinámica y de las tensiones procedentes del antiguo régimen, de la misma forma que no se entiende bien si sus características y trayectorias se abstraen de los retos que implicó la crisis de la monarquía absoluta a partir de 1808»4.






1. El proceso revolucionario

La mayoría de los historiadores data el fin del Antiguo Régimen en España en 1834-18375, aunque algunos han ofrecido razones sólidas para alargarlo unos decenios más. José María Jover, por ejemplo, ha escrito que hasta el reinado de Isabel II y, en algunos aspectos hasta el Sexenio Democrático, no se consigue el desmantelamiento definitivo de las estructuras jurídicas del Antiguo Régimen y la construcción de un Estado liberal; es entonces -según este reconocido historiador- cuando se sustituyen las antiguas formas de propiedad por una nueva, la burguesa, y a la monarquía absoluta le sucede una monarquía constitucional al tiempo que se crea una administración moderna6.

Sin entrar en el análisis de esta última interpretación, constatemos que desde el primer momento del proceso revolucionario liberal, esto es, desde las Cortes de Cádiz, el cambio en el orden estrictamente político -así como en el económico y social7- fue muy acusado, de modo que hubo intención expresa de fundar un nuevo Estado sobre bases claramente distintas a las del sistema anterior. Novedades sustanciales fueron la declaración del principio de la soberanía nacional, realizada significativamente en la sesión de apertura de la legislatura extraordinaria de Cádiz, la aplicación de la división de poderes, el reconocimiento de los derechos del individuo, la implantación de la libertad de imprenta, la supresión de instituciones con gran arraigo histórico destinadas a la salvaguarda del orden anterior, como la Inquisición, así como las reformas introducidas en la administración del Estado. Como demuestra el estudio de la evolución de los conceptos, desde el inicio del siglo XIX no sólo cambiaron los principios políticos, las instituciones y la práctica gubernamental, sino que además los españoles fueron conscientes de lo que estaba sucediendo. Tuvieron la percepción de que desaparecían el absolutismo y el feudalismo, que viejas instituciones, como las Cortes, adquirían un nuevo significado y perdían su carácter estamental, que la libertad y la propiedad eran valores apreciables y, en suma, que se entraba en un tiempo histórico nuevo8.

Atendiendo a su desarrollo, el proceso revolucionario liberal español podría quedar caracterizado por tres rasgos, como ha señalado Jesús Millán9:presenta en conjunto una línea de continuidad, a pesar de los retrocesos durante el reinado de Fernando VII (los períodos absolutistas de 1814-1819 y 1823-1833); es notable la capacidad de movilización de las corrientes antiliberales, en particular el carlismo, superior a la alcanzada por otras fuerzas europeas de signo parecido, y el liberalismo tiene una permanente dificultad para llegar a un consenso integrador entre sus distintas corrientes, de modo que durante el propio proceso se produjo en su seno una acusada división entre tendencias que finalmente quedarán plasmadas en dos partidos dominantes: el Moderado y el Progresista.

El elemento más perceptible de la unidad del proceso revolucionario fue la Constitución aprobada por las Cortes de Cádiz en 1812. Esta Constitución alteró sustancialmente los dos elementos definitorios fundamentales de la nación española (monarquía y religión): sustituyó la monarquía absoluta por otra de carácter constitucional y atribuyó a la religión católica un lugar en el nuevo régimen político distinto al que anteriormente venía ocupando. Como es bien sabido, la obra de las Cortes de Cádiz fue suprimida por la reacción absolutista de 1814. No obstante, el texto constitucional se convirtió en referencia mítica para el liberalismo español10 quizá porque en el momento de su proclamación la sociedad le atribuyó una capacidad transformadora que, evidentemente, no podía tener por sí misma. Agustín Argüelles, refiriéndose a las declaraciones a favor de la Constitución realizadas en 1812-1813, afirma sin exageración alguna: «Jamás la nación expresó su voluntad de un modo tan público y tan solemne, pudiendo asegurar con mucho fundamento que no hubo en ella persona señalada y notable por nobleza, propiedad, reputación o influjo que no firmase alguna felicitación [a las Cortes] o no lo hiciese con su aprobación y consentimiento el cuerpo, clase o categoría a que podía pertenecer»11. En 1812, los españoles esperaron mucho de la Constitución; casi podríamos decir que casi todo en materia de libertades y de derechos. En cuanto tuvieron noticia de la aprobación de la Constitución, individuos y colectivos muy diversos se apresuraron a enviar escritos a las Cortes en los que atribuyeron al texto constitucional una utópica capacidad transformadora inmediata. Uno de los extremos más subrayados del texto constitucional fue su carácter contrario al despotismo y la tiranía. La Constitución venía a suponer -escribió con rotundidad una agrupación de artistas de Cádiz- «el destierro definitivo del funesto influjo del despotismo»; para otros, en particular para los habitantes del campo, suponía el «exterminio del feudalismo»12. Muchos expresan su convencimiento de que la Constitución provocaría un vuelco político total debido -se dice expresamente- al reconocimiento de los derechos del individuo y al establecimiento de las libertades y de la igualdad ante la ley. La villa de Adamuz (Córdoba) lo expresó de forma directa: «Gracias a la Constitución todos tenemos los mismos derechos y las mismas obligaciones sin excepciones ni privilegio alguno»13. La Constitución, en suma, se tomó como el punto final de la sociedad del privilegio, idea que se repitió en 1812-1813 en muchos medios y, en particular, en la prensa, sobre todo en esa especie de «cartas al director» denominadas entonces «artículos comunicados»14. Los españoles de 1812-1813 magnificaron la Constitución y con ello inauguraron una actitud que proseguirá en el tiempo como ha escrito Luis Díez del Corral: «Para un liberal español, la Constitución no es una determinada regulación fundamental de la vida política de la que quepa esperar un mejor funcionamiento de la misma y, en consecuencia, el bienestar progresivo de los ciudadanos; es algo mucho más importante, una especie de "reino de Dios" laico súbitamente aparecido sobre la tierra en cuya estructura y consecuencia no hay que pensar precavidamente porque lleva en sí todos los bienes»15.

La Constitución de 1812 actuó, de hecho, como eje fundamental sobre el que giró en lo sucesivo el proceso revolucionario liberal español, bien porque se tomó como pauta a seguir, bien porque se negó su viabilidad. Optar por la primera propuesta suponía romper drásticamente con el Antiguo Régimen, mientras que la segunda implicaba la aceptación de al menos algunos de los elementos de este régimen.

La vía elegida por las Cortes de Cádiz estuvo sumamente condicionada por la tensión política ocurrida en los últimos decenios de plena vigencia del absolutismo, esto es, durante el reinado de Carlos IV. Esta circunstancia, y otra de naturaleza distinta: la crisis del Antiguo Régimen en España no fue un fenómeno surgido de pronto con motivo de la reunión de las Cortes de Cádiz, sino que, como ha quedado dicho y ha demostrado la historiografía reciente, venía manifestándose de varias formas desde decenios antes. Ambas coyunturas delatan el peso del legado del Antiguo Régimen sobre el inicio del proceso revolucionario.




2. El descrédito del poder ejecutivo al final del Antiguo Régimen

En pleno vigor del Antiguo Régimen se produjo un cambio sustancial en el centro de poder de la monarquía española. En uso de sus atribuciones absolutas, Carlos IV nombró en 1801 generalísimo de todas sus armas de mar y tierra a Manuel Godoy, un hombre que no formaba parte en esos momentos del gobierno ni de ningún consejo16 y que por sus orígenes personales y trayectoria tampoco pertenecía a alguno de los dos grupos (aristócratas y «golillas») encargados hasta entonces por los reyes de gobernar el imperio español. Esta decisión, que ha sido presentada, tal vez con cierta precipitación, como una de tantas arbitrariedades achacables a la influencia sobre el rey de España de su esposa, María Luisa de Parma, y del ambicioso «valido», no debe ser interpretada únicamente desde la lógica de las tensiones palaciegas del Antiguo Régimen, sino más bien como una decisión política con visos de futuro, destinada a solventar los problemas de la Monarquía. A la altura de 1801, el estado general de España era realmente preocupante a causa del compromiso internacional derivado de su alianza con Francia y su constante enfrentamiento a Inglaterra, de las enormes dificultades financieras y de la pésima coyuntura económica interna. Todo ello, unido a la lucha por el poder entre las facciones cortesanas, puso de relieve los problemas estructurales de una monarquía que no había logrado superar «las barreras tradicionales» -en palabras de José A. Maravall- denunciadas por los ilustrados17 y que tras la desaparición de la institución en Francia sentía seriamente amenazada su pervivencia. El nuevo cargo de generalísimo se establecía precisamente para superar las consecuencias de la revolución, es decir, para resolver de manera eficaz desde el centro del poder, «desde arriba», los problemas de la Corona y, naturalmente, los de España. De ello fue completamente consciente Godoy y, por consiguiente, también el rey Carlos IV (asimismo lo fueron, conviene no pasarlo por alto, otras personas de talante ilustrado empeñadas en la «regeneración» de la Monarquía, como expresamente afirmó una de ellas, el general Morla)18.

Las funciones del nuevo cargo fueron especificadas por Godoy en un texto escrito de su puño y letra dirigido a Carlos IV, reproducido literalmente en el Real Decreto de 12 de noviembre de 1801 por el que el monarca las sancionaba. «Mi empleo -escribió Godoy- es el superior de la Milicia, y mis facultades las más amplias: ninguno puede dejar de obedecerme, sea cual fuese su clase, pues mi orden será como si V.M. en persona la diese; mi ocupación está prescrita a reglamentos, innovación y reformas...»19. De acuerdo con esto, el generalísimo dispone del máximo poder, después del rey, en cuyo nombre actúa, y -subrayémoslo- ha de ocuparse de introducir en la Monarquía «innovación y reformas». Es decir, el nuevo cargo no surge para sancionar el estado de cosas recibido, sino para cambiarlo. ¿Qué debía cambiarse? El propio Godoy lo especifica: «... la diferente constitución de las provincias de España y el gran destrozo de las exentas y las privilegiadas o de fuero, la resistencia que a toda providencia opone el gobierno municipal de los pueblos; la inmunidad y el influjo de un gran clero secular y regular tan respetable por la santidad de su institución como por sus privilegios acumulados en la serie de los siglos, los derechos y las exenciones de una nobleza hereditaria coetánea al establecimiento de la monarquía y parte constitutiva de la forma de su gobierno; la cortedad de las rentas de la Corona y la enorme dificultad de aumentarlas con nuevos impuestos mirados con invencible repugnancia por unos pueblos ya agobiados bajo el peso de calamidades increíbles; la pobreza del comercio por la interrupción de la comunicación con la América y por otros diversos efectos de la guerra y en fin innumerables causas de una influencia tan perniciosa como indestructible»20.

Este texto viene a ser un esbozo de un programa político que hubiera suscrito casi en su integridad cualquier liberal del tiempo posterior. A juicio de su autor y de quienes entendieron el cargo de generalísimo como él, el medio adecuado para cumplirlo era la constitución de un poder ejecutivo potente. Este poder tenía un carácter novedoso, pues ni cabe asemejarlo al del secretario de Estado (la persona que ejercía de hecho la jefatura del gobierno en la monarquía del siglo XVIII), ni debe confundirse con el del rey. El monarca quedaba por encima de todo en calidad de máximo depositario de la soberanía y de garante último de su ejercicio por parte del súbdito al que otorgaba su plena confianza (el generalísimo), quien, a su vez, disponía de una capacidad ejecutiva superior a la del gobierno y a la de las restantes instituciones del régimen, como los consejos que, de hecho, quedaban a su servicio. El generalísimo podía actuar por sí mismo, atento únicamente a los deseos del monarca y, por tanto, quedaba libre de toda servidumbre respecto a las facciones cortesanas y asimismo frente a la opinión pública. En suma, se trataba de alcanzar el punto culminante del absolutismo, sin concesión alguna a las redes clientelares de poder existentes, pero sin tener en cuenta a la nación. Todo ello tenía como objetivo salvar la monarquía absoluta en un momento crítico y, por consiguiente, no se pretendía terminar con ella, sino conseguir su fortalecimiento. Pero interesa constatar que para ello se opta por una vía política diferente a la empleada hasta ahora por el despotismo ilustrado. Esa vía, la concentración de gran poder en una persona distinta del rey, no se inspiró -según Godoy- en la tradición histórica española de los validos, sino en el procedimiento seguido por el general Bonaparte en Francia para superar los efectos negativos de la revolución. Así como Bonaparte había reconcentrado en él toda la fuerza de la Revolución francesa y de esta manera había conseguido la pacificación interior y el sometimiento de Europa, en España era preciso que alguien, asimismo un militar, unificara toda la capacidad de acción de la Monarquía para salvarla y evitar que cayera en las garras del poderoso vecino21. El método empleado en Francia para superar la revolución podía ser válido en España para evitarla.

El intento de Godoy-generalísimo fracasó, fundamentalmente porque no convenía a casi nadie y porque en ese tiempo la concentración del poder en manos de quien no ocupaba el Trono provocó de inmediato todo tipo de alarmas. Para constatarlo, basta recordar los grupos sociales y las instituciones mencionados por Godoy en la carta a Izquierdo antes citada. Los cabildos municipales, las provincias forales, la aristocracia titular de señoríos y el clero, objeto todos ellos de la reforma pretendida por el generalísimo, tenían necesariamente que ofrecer toda su resistencia a este programa. Por razones algo distintas, también se colocaron en contra las facciones cortesanas que se disputaban el poder históricamente (golillas y aristócratas) y los ilustrados, en particular quienes, como Jovellanos, eran partidarios de una evolución hacia una monarquía moderada gobernada por la nobleza intermedia fortalecida durante el siglo XVIII. Godoy, pues, tuvo frente a sí a casi todo el país y esto favoreció que en torno al príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, se aglutinara un grupo muy combativo (el llamado «partido fernandino») que consiguió acabar con el generalísimo, primero mediante la Conspiración de El Escorial y, a continuación, gracias al éxito del Motín de Aranjuez22.

Para lograr el triunfo, la oposición a Godoy contó con la ayuda exterior (desde años antes Napoleón venía haciendo cuanto pudo, que fue mucho, para debilitar a Godoy y en el momento clave alentó a través de su embajador en Madrid la actuación del partido fernandino), perpetró un golpe de Estado (materializado el 19 de marzo en Aranjuez, al obligar a Carlos IV a renunciar a la Corona) y organizó una hábil campaña propagandística destinada a destruir a Godoy (de rechazo afectó al rey Carlos IV) y a crear una imagen de Fernando VII sumamente favorable hasta convertirlo en un mito. En 1808, con un intervalo únicamente de dos meses, se pasó de la renuncia de Carlos IV al Trono a una situación inédita, caracterizada por el protagonismo del pueblo, la libertad de expresión y el cese de hecho, aunque no de derecho, de las instituciones e instancias de poder del Antiguo Régimen, incluyendo al gobierno, los consejos y la Inquisición. Así se inició el proceso revolucionario, con una importante herencia del tiempo anterior que pesará considerablemente en el futuro: el descrédito del poder ejecutivo a causa de la pésima imagen de quien lo había ejercido (Godoy).




3. La imagen del Rey

La fase inicial de la revolución liberal española presenta una notable contradicción. El protagonista es «la nación» (es la palabra empleada en ese momento en multitud de proclamas y folletos). La Nación crea un poder diferente al del Antiguo Régimen (las Juntas Provinciales y luego la Central), pero no asume la soberanía, sino que la ejerce en nombre de un rey, Fernando VII23, que, en el breve tiempo en que había actuado como tal (del 19 de marzo a mediados de abril de 1808), había dado muestras fehacientes de su pretensión de mantener en su integridad el Antiguo Régimen en una línea -además- marcadamente antiilustrada. Por otra parte, la intensa campaña propagandística contra Godoy, proseguida durante todo el año 1808, insiste en el rechazo tajante del despotismo aunque introduce un matiz de gran relevancia: el despotismo queda identificado con la persona del denostado generalísimo y se salva a Fernando VII de cualquier relación con él.

Fernando VII es, por de pronto, el principal beneficiado del cambio operado. En las proclamas emitidas por las Juntas Provinciales en mayo y junio de 1808, así como en la prensa periódica y en multitud de folletos difundidos en las mismas fechas, se declara que el levantamiento en armas de la nación española tiene como fin principal el restablecimiento en el Trono de Fernando VII, sobre cuya legitimidad no existe duda alguna, y la garantía de la independencia de la Corona española, la continuidad de «nuestras leyes y costumbres», la defensa de la religión y la protección de «nuestros hogares, hijos y esposas»24. Es decir, no se trata de cambiar el sistema político, sino más bien todo lo contrario. Es más, algunos de los más influyentes propagandistas del momento, como Antonio de Capmany, advirtieron expresamente que ni siquiera era el momento apropiado para el debate político. En la segunda parte de su influyente Centinela contra franceses, Capmany es muy claro: «Dexo a los discursistas políticos del día el empeño de disertar sobre bases, principios, elementos y derechos de la autoridad que nos ha de regir y salvar. Lo que nos ha de salvar es la unidad, la unión y la comunión de los fieles españoles: un poder conocido y reconocido». Así pues, el poder reside en el pueblo y si se suscitara alguna duda sobre su legitimidad (lo cual era inevitable dentro de la lógica del Antiguo Régimen), Capmany dice a continuación: «Legal es todo aquello que la extrema necesidad nos obliga a abrazar y legítimo todo aquello que la voluntad general desea, aprueba y consolida sin intervención de manos extranjeras»25. Dentro de la ambigüedad de este tipo de textos de circunstancias, surgidos en momento de agitación y mucha confusión y destinados más a la propaganda de combate que a la reflexión, queda patente el cambio del origen del poder (el pueblo constituido en «la nación», en lugar de Dios), pero todo ello se pone al servicio de un rey, Fernando VII, que ha dado pruebas ya de su intención de mantener la monarquía absoluta.

De acuerdo con Álvarez Junco, en el momento inaugural del proceso revolucionario «los movilizados se sentían "españoles", pero lo que idolatraban de verdad no era esa idea abstracta sino una persona concreta, Fernando, figura sacrosanta, inmune a toda crítica; se seguía así, en definitiva, la tradición secular de invocar al rey como personificación de la colectividad, especialmente en circunstancias bélicas»26. La idea histórica según la cual, la Monarquía junto a la Religión católica eran los aglutinantes, los ejes básicos de España, continúa totalmente vigente en este momento.




4. La novedad de la Constitución de 1812

Tras el debate político que tiene lugar entre 1808 y 1810, ausente el rey de España (el dato debe ser subrayado), se llega a la solución de reunir Cortes. Éstas se convierten en las depositarias de la soberanía nacional y los diputados liberales se sienten dotados de poder constituyente, es decir, consideran que la capacidad normativa del Parlamento no tenía límite jurídico27. Según la opinión de la corriente dominante, las Cortes estaban capacitadas para cambiar, si lo estimaban conveniente, el sistema de gobierno de España y así procedieron a hacerlo mediante la Constitución. Pero a pesar de todo no fue posible prescindir de la herencia del proceso histórico precedente, lo cual nada tiene que ver con el historicismo formal pretendido por las Cortes, cuestión que atañe a un problema distinto al que ahora nos ocupa.

La Constitución asume el principio básico antes mencionado del protagonismo de la Nación, pues lo que ante todo interesa, como en 1808 se dejó bien sentado, es conseguir la independencia de España. Esto explica que, a diferencia de lo que ocurriera en Francia y antes en la América del Norte, la Constitución de Cádiz considere a la Nación, al colectivo, sujeto preferente de derechos por delante de los individuos y la dote de dos rasgos esenciales que la distinguen de la potencia agresora: la Monarquía y el Catolicismo28, es decir, los dos pilares básicos del Antiguo Régimen. Sin embargo, entre los diputados liberales había calado profundamente la desconfianza hacia el poder ejecutivo. Ahora bien, así como existió unanimidad entre todas las fuerzas políticas en el rechazo a Godoy, no sucedió los mismo respecto a Fernando VII. Mientras que el sector liberal desconfiaba de un monarca que durante su breve período de reinado había dictado medidas «o poco importantes o dañosas al interés público» como más tarde escribió el Conde de Toreno, uno de los diputados liberales más activo en aquellas Cortes29, los absolutistas o «serviles» veían en Fernando al aglutinante de la España monárquica y católica por cuya independencia se luchaba contra Napoleón. Fuera de las Cortes era evidente que la opinión general no deseaba prescindir de Fernando VII, pues había calado tan profundamente en la sociedad española la imagen mítica recientemente creada de él, que cualquier duda sobre su legitimidad a ceñir la Corona de España hubiera supuesto en esa coyuntura el suicidio político de quien la mantuviera. Por lo demás, Fernando VII fue presentado como la antítesis de Napoleón, el usurpador del Trono español que lo había concedido, en un acto de traición, a su hermano José. Así pues, en una coyuntura de lucha por la independencia, la cual quedaba identificada con la continuidad del rey español en el Trono, los liberales se hallaron ante un grave problema: estaban obligados a reconocer como soberano a una persona que no ofrecía garantías para llevar a cabo la política por ellos deseada y que había dado muestras de no estar dispuesta a renunciar al sistema de la monarquía absoluta y, sin embargo, era perentorio acabar con el absolutismo porque este régimen había degenerado en el despotismo encarnado por el unánimemente odiado Godoy.

La solución, en un momento especialmente delicado, no podía pasar sino por el mantenimiento de la Monarquía como forma de gobierno y el reconocimiento sin duda alguna del derecho de Fernando VII a ocupar el Trono. Así se procedió en la Constitución de 1812, pero el nuevo sistema de gobierno ahí establecido, la «monarquía moderada hereditaria» (artículo 14), nada tiene que ver con el del Antiguo Régimen. El origen del poder no es el rey, como antes, sino la Nación (artículo 3) y, además de reconocer la división de poderes (artículos 15, 16 y 17), se establecen amplias restricciones al ejercicio de las facultades reales (artículo 172)30 y, en todo caso, el poder legislativo se impone al ejecutivo31. Así pues, los límites del poder del monarca, contemplados en el ordenamiento anterior de manera imprecisa mediante la alusión a «las leyes inmutables del reino», quedan fijados de forma sistemática en la Constitución y, más importante aún, la unidad del Estado ya no se configura a través del rey, sino de la Constitución32. El giro es radical. La monarquía absoluta deja de existir, sustituida por una monarquía constitucional, y la persona del monarca pierde la credibilidad necesaria para actuar como punto de referencia indiscutible en caso de grave conflicto entre las fuerzas políticas.




5. El lugar de la religión en el sistema político

Algo similar ocurre con la religión católica. El artículo 12 de la Constitución la declara religión del Estado y no reconoce el ejercicio de cualquier otra, pero la sujeta a «protección por leyes sabias y justas»33. La «protección» de la religión, atribuida al poder civil en la segunda parte del artículo, matizaba sustancialmente la patente confesionalidad estatal hecha en la primera tal y como ha demostrado la reciente historiografía. Ahora bien, creo que para averiguar el lugar exacto en que los liberales gaditanos pretendieron situar a la religión en el nuevo Estado no basta con limitarse a este tan debatido y ambiguo artículo 12. Las intenciones liberales quedan explicitadas mejor en el debate, durante 1813, del artículo 2.° de la «Ley sobre Responsabilidad de los Infractores de la Constitución». El citado artículo disponía lo siguiente: «El que conspire directamente y de hecho a establecer otra religión en las Españas, o a que la Nación española deje de profesar la religión católica... será perseguido como traidor y sufrirá la pena de muerte». Los diputados absolutistas rechazaron esta redacción pues para proteger la religión no bastaba -a su juicio- con castigar a quien «conspire directamente y de hecho» ya que, antes de llegar a ese extremo, se la podía atacar de muchas otras formas como, por ejemplo, mediante la expresión de opiniones o ideas heterodoxas. La respuesta del liberal Calatrava fue terminante: sólo infringe el artículo 12 «aquel que conspire a que la religión católica no sea la religión de los españoles o a que se introduzca otra en el Reino», pues de lo que se trata es de perseguir los delitos contra la Constitución y no cualquier crimen contra la religión.

La novedad es relevante: la protección de la religión católica es un deber de los ciudadanos porque constituye un precepto constitucional fundado en la consideración del Catolicismo como rasgo definitorio de España. Esto marca una acusada distancia con el Antiguo Régimen en el que la religión determinaba, impregnaba el sistema político y se imponía a cualquier otro valor. Ahora, la religión es parte del sistema político sujeto a la Constitución y en modo alguno independiente, de ahí que la Iglesia, como garante de esa religión, deja de ser -como ocurrió durante el Antiguo Régimen- un Estado dentro del Estado para formar parte del nuevo Estado y, en consecuencia, queda sometida al poder político que rige la Nación. Éste es un paso claro hacia la secularización de la política, comenzada, como se acaba de ver, mediante la secularización del Estado. Así pues, la legalización de la intolerancia religiosa establecida en el artículo 12 de la Constitución no suponía perseguir cualquier delito contra la religión como se hacía durante el Antiguo Régimen a través, principalmente, de la Inquisición. La religión no pierde su condición de elemento fundamental del Estado pero, en contra de lo pretendido por los diputados absolutistas, la confesionalidad religiosa no ampara, como deseaban estos diputados, la sacralización de la sociedad34. Esto permitía, entre otras cosas, afrontar el importante capítulo de la reforma del clero y de la disciplina externa de la Iglesia, incluyendo su estructura económica, lo cual constituyó uno de los elementos sustanciales de la revolución española.

Los dos pilares básicos del Antiguo Régimen, monarquía y religión, quedan considerablemente transformados en el primer momento revolucionario pero, a pesar de todo, en lo fundamental no pierden su condición anterior y, en consecuencia, continúan siendo componentes sustanciales del nuevo orden. Tal vez por eso, el absolutismo no tuvo grandes dificultades en 1814 en acabar con el constitucionalismo y restablecer el sistema político anterior aunque de nuevo tuviera que recurrir al golpe de Estado35. La imagen mítica del rey Fernando no había sufrido menoscabo en 1814 y la Iglesia, por su parte, no perdió su predominio en las conciencias y ello supuso que su retroceso social fuera escaso. Más aún, los absolutistas, y con ellos la mayor parte de la jerarquía eclesiástica, interpretaron el artículo 12 constitucional de una forma muy distinta a como lo hicieron los liberales. Para aquéllos, que siempre confundieron intencionadamente religión con Iglesia católica, ese artículo situaba a la Iglesia por encima de la representación nacional y de las autoridades constitucionales y, en consecuencia, cuando supusieron que la política liberal constituía un peligro para la Iglesia, no dudaron en justificar su oposición al constitucionalismo36. Por lo demás, en la España de la primera mitad del siglo XIX, al igual que ocurre en los países europeos católicos, el pensamiento religioso no perdió su hegemonía. Los liberales de todas partes mantuvieron que en el Evangelio se hallaba el origen de los grandes principios a los que debía ajustarse el ser humano, tanto a título individual como en cuanto miembro de la colectividad37. En consecuencia, la Iglesia católica, depositaria y garante de esos principios y ella misma como institución, materia de fe, no fue objeto de discusión; de ahí que las voces alzadas en España contra esta institución fueron escasísimas y las que tuvieron alguna resonancia no procedieron del interior, sino del exterior, como es el caso de Blanco White. Sin embargo, era posible distinguir entre asuntos estrictamente espirituales, los cuales correspondían a la propia Iglesia y quedaban, por tanto, fuera de la decisión política, y los relativos a la organización material de la Iglesia, la llamada «disciplina externa», competencia del poder temporal. Pero en este punto, los liberales no introdujeron novedad alguna respecto a lo realizado en el siglo XVIII y, en algunos casos, en las centurias anteriores. Como entonces, abordaron los asuntos eclesiásticos desde la óptica regalista, esto es, desde la convicción de que los asuntos relativos a la «disciplina externa» eclesiástica formaban parte de las atribuciones del poder político, con lo cual nos hallamos ante uno de los legados más duraderos del Antiguo Régimen.




6. La tensión entre reformismo y revolución

Durante el proceso revolucionario en España, la Constitución de 1812 fue invocada por el liberalismo más radical, el llamado «exaltado», aquel que era partidario de una ruptura completa con el Antiguo Régimen y de recurrir, como garantía de la revolución, a la participación popular, lo cual se tradujo en la hegemonía sobre los restantes poderes del legislativo (es decir, las Cortes, entendidas como asamblea de los «verdaderos liberales»). Esta Constitución, por tanto, tuvo vigencia en aquellos momentos en que se impuso tal tendencia política: durante las Cortes de Cádiz, el Trienio Liberal y por poco tiempo en 1836, tras el episodio conocido como la rebelión de los sargentos de La Granja. Frente a esta opción se constituyó el liberalismo «moderado» o «respetable» partidario, asimismo, de acabar con el absolutismo pero mediante un sistema que prescindiera de las movilizaciones populares basado en el equilibrio entre el poder del rey y el de la asamblea parlamentaria y destinado a garantizar el orden social y las libertades individuales (la principal, huelga decirlo, la propiedad). La opción moderada se desmarcaba, como es lógico, de la Constitución de 1812 y abogaba por otro texto acorde con sus propios planteamientos (la Constitución de 1845 respondió a ello).

Esta división del liberalismo, rasgo fundamental del proceso revolucionario español como ha quedado dicho, se manifiesta con toda claridad durante el Trienio38, es decir, tras la experiencia anticonstitucional de 1814-1819. En este tiempo se demostró que el absolutismo era incapaz de dar solución a dos preocupaciones muy relevantes de la sociedad de principios de siglo: el generalizado deseo de aspirar a la propiedad de la tierra y de solventar los problemas económicos de aquella coyuntura, por una parte, y, por otra, la profunda desconfianza en el absolutismo para conseguir este objetivo. El tiempo del absolutismo había pasado y, no obstante, en 1823, Fernando VII logró por segunda vez imponerse al sistema constitucional. Aunque una vez más el triunfo absolutista es inexplicable sin la intervención militar exterior, de nuevo quedó patente la capacidad operativa de las tendencias antiliberales, siempre presentes en el proceso (primero la oposición ultra, poco después el carlismo y, más adelante, las corrientes católicas conservadoras que rechazaron todo lo relacionado con la revolución).

Durante el último período absolutista (la «Década Ominosa»: 1823-1833), Fernando VII no cambió su concepción política, fiel hasta sus últimos días a la idea de monarquía absoluta, pero por exigencias de la coyuntura histórica39 hubo de transigir con un conjunto de reformas de carácter administrativo, las cuales no tuvieron un desarrollo apreciable en ese tiempo pero que marcaron una tendencia que será continuada a partir de 1834 y, en consecuencia, constituirán un legado del último período del Antiguo Régimen asumido por el liberalismo. Se trató de una especie de retorno al despotismo ilustrado en un intento de salvar a la monarquía absoluta mediante la introducción de cambios en el sistema administrativo, el único terreno donde los riesgos políticos parecían limitados. El objetivo consistió en la racionalización y centralización del aparato del Estado en línea con el reformismo del siglo XVIII protagonizado ahora por personas imbuidas de las ideas del despotismo ilustrado e influenciadas por la administración napoleónica: unas integradas en el absolutismo, como López Ballesteros y Cea Bermúdez, otras antiguos afrancesados, como Pedro Sáinz de Andino y, ante todo, el muy influyente a partir de 1834, Javier de Burgos. El abandono del sistema polisinodial y el reforzamiento de las secretarías de Estado, la creación del Ministerio de Fomento, la burocratización de la Administración pública (patente sobre todo en la organización general de los empleados de Hacienda ordenada en 1827), la centralización de las finanzas (elaboración de los primeros presupuestos estatales), la Ley de Minas de 1825, el Código de Comercio de 1829 o la creación del Banco de San Fernando40, serán realizaciones que continuarán, perfeccionadas y ampliadas tras la gestión en 1834 de Javier de Burgos, en la época liberal posterior. José María Jover ha insistido en este punto: el concepto de Administración del Estado como «instrumento regni», que es el que prima en el reformismo de la «Década Ominosa», según el cual la Administración queda entendida como un conjunto de recursos al servicio de cualquier sistema político, pasa como legado de la monarquía absoluta a la España de Isabel II41.

A partir de 1834, sin Fernando VII en el Trono, el liberalismo radical vuelve a invocar la Constitución de Cádiz y en 1835-1836 crea, mediante la movilización popular a través de las Juntas y Milicias, un clima de insurrección generalizada en numerosas provincias. Pero a estas alturas ya no es posible construir un régimen político basado en el texto constitucional de 1812 y los radicales se ven impelidos a transigir con las tendencias moderadas surgidas anteriormente en su seno, reforzadas por la alianza con el reformismo absolutista que se ha ido consolidando en la década anterior. En la unión entre el moderantismo liberal y el reformismo absolutista desempeñaron un papel activo, entre otros, los afrancesados, grupo político que actuó de enlace entre el reformismo ilustrado del Antiguo Régimen y las nuevas tendencias políticas.

Hasta hace poco, la historiografía había prestado poca atención a la influencia política de los afrancesados en los años treinta, pero estudios recientes demuestran su nada despreciable participación en la vía reformista durante la última etapa del reinado de Fernando VII42. Tras el exilio de 1813-1819, la actitud política de los afrancesados se había caracterizado por su miedo a lo que ellos calificaron como la anarquía y los excesos de la primera etapa revolucionaria liberal (la de las Cortes de Cádiz) y su reconocimiento de los poderes constituidos. Durante el Trienio asumieron la iniciativa de la reforma de la Constitución de Cádiz, entre otras razones porque no se sintieron partícipes del mito constitucional y porque durante el exilio habían contactado con la nueva orientación del liberalismo europeo (doctrinarismo francés y utilitarismo benthamiano) que difundieron en España a través de su amplia actividad periodística, sobre todo mediante El Censor. Ese pensamiento lo asumirán a partir de 1834 destacados doceañistas pasados al moderantismo como el Conde de Toreno, Argüelles o Martínez de la Rosa.

En 1834-1836, por consiguiente, los defensores de la Constitución de 1812, es decir, de la solución radical en la transición del Antiguo Régimen al liberalismo, se hallan frente a un bloque poderoso. A esas alturas se ha demostrado inviable el retorno a la forma política absolutista (es la lección aprendida durante la «Década Ominosa»), pero también es patente el miedo a la revolución y se opta por una solución de compromiso consistente en compaginar las libertades con el orden, ofrecer garantías a quienes se han ido adaptando a las medidas de signo burgués aplicadas durante todo el proceso y, en el terreno estrictamente político, organizar el sistema de tal manera que la soberanía nacional y la participación ciudadana pudieran armonizarse con el reconocimiento de un papel relevante a la Corona. Es, en suma, el tiempo de las transacciones que se abre con el Estatuto Real43 y alcanza su forma definitiva tras la aprobación de la Constitución de 1845 y la actuación política de los moderados. En virtud de la sustitución en la Constitución de 1845 del principio doceañista de la soberanía nacional única por el de la soberanía compartida entre el rey y las Cortes, la Corona se convierte en el factor decisivo del proceso político, pero la persona que la encarnó, Isabel II, careció de la legitimidad política y simbólica necesaria para actuar como instancia arbitral en el proceso político y mantuvo una relación exclusiva y excluyente con un sector (el partido moderado44). Según Miguel Artola, el resultado fue que el nuevo Estado se dotó de un régimen centralista «cuyo sistema de poder -corona, gobierno, administración- despoja de su representatividad al sistema político al influir decisivamente en su constitución -elecciones- y cuya autoridad, a la hora de imponer las decisiones de éste, no puede ser contrarrestada»45. Así pues -abunda Jover en esta línea-, se produce una prioridad fáctica del sistema administrativo sobre el mecanismo constitucional. Este sistema es en buena medida deudor de la práctica seguida durante el último momento del Antiguo Régimen, es decir, el que corresponde a la etapa postrera del reinado de Fernando VII46, pero es evidente que este escenario político es muy diferente al del Antiguo Régimen.






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