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Viaje a caballo por las provincias argentinas

William Mac Cann



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ArribaAbajoNota preliminar

El autor de este «Viaje a caballo por las Provincias Argentinas», fue un negociante inglés, hombre de apreciable cultura y claro entendimiento, llegado al país en 1842. William Mac Cann vino a Buenos Aires atraído por los beneficios comerciales que habían obtenido en el Río de la Plata muchos súbditos británicos, pero, al tiempo de su arribo, la situación no era propicia a los negocios de tráfico exterior, que constituían el mayor aliciente para los especuladores de la época. Corrían años difíciles de la dictadura rosista. En 1842, los representantes de Francia e Inglaterra habían tomado ingerencia en la política del Río de la Plata, oponiéndose a que los ejércitos de Rosas -mandados por Oribe- se apoderaran de Montevideo. La guerra civil recrudecía, el Almirante Purvis inmovilizaba la escuadra de Buenos Aires frente a Montevideo (1843) y en los gabinetes de Londres y París se preparaba después la famosa -mediación armada- que se hizo sentir en 1845 y 1846.

Mac Cann hubo de resignarse al fracaso de sus primitivos planes y decidió permanecer en la ciudad, ejerciendo el comercio en la escala que permitían las circunstancias. Los acontecimientos políticos que apasionaban a la opinión despertaron su curiosidad y trató de comprender el proceso de la dictadura con relación a los intereses extranjeros y, al comercio del Río de la   —VIII→   Plata. Al efecto, se documentó con bastante amplitud, no solamente sobre los sucesos próximos, sino sobre antecedentes más lejanos, de tal modo que adquirió información asaz completa de la historia del país a partir de 1810. Las conclusiones a que llegó Mac Cann, no fueron del todo adversas a Rosas. Lo consideró como una fatal imposición de los hechos y de la incapacidad popular para el gobierno propio.

Creemos que a fines de 1845, cuando la escuadra anglo-francesa llevaba su más seria ofensiva contra Rosas, Mac Cann se embarcó para Inglaterra. Con los datos y materiales reunidos en años anteriores, había escrito un interesante trabajo que apareció en Liverpool, 1846, por las prensas de Thomas Bain, titulado «The present position of affairs in the River Plate» y que firmó con el pseudónimo de «A Merchant», (Un Comerciante.). Este raro folleto, inédito en castellano, contiene datos de valor y algunas juiciosas reflexiones sobre los asuntos del Río de la Plata y la intervención europea en tiempo de Rosas. El factor económico, sobre todo, aparece claro y operante dentro del proceso político. El autor no cree que el derrocamiento de Rosas y su régimen pueda ser una solución a los trastornos políticos y comerciales que conmueven a las repúblicas del Plata. A la dictadura sucedería la anarquía y la consecuente inestabilidad de los gobiernos. La mediación armada anglo-francesa será nociva a los intereses de esas mismas potencias europeas. No cree a Rosas enemigo de la libertad de comercio; necesita de la Aduana de Buenos Aires para subsistir y mal puede interesarle cegar la fuente misma de sus recursos financieros. Factor muy principal en la lucha sostenida por él contra sus enemigos,   —IX→   es -para Mac Cann- la competencia comercial entre los puertos de Montevideo y Buenos Aires1.

Debió de contribuir en mucho a la formación del criterio del autor sobre los negocios políticos del Plata, el hecho de que sus connacionales, en gran número, hubieran adquirido desde tiempo atrás grandes extensiones de campo en la República, monopolizando, también, el alto comercio de Buenos Aires sin que el Dictador lesionara en lo más mínimo sus intereses. Refiere Mac Cann que, cuando la escuadra anglo-francesa se apoderó de los buques que bloqueaban a Montevideo, en 1845, creyose que Rosas ejercería venganzas sobre los ingleses y franceses residentes en Buenos Aires, pero, contra lo que se esperaba, impartió las órdenes más estrictas para que fueran respetadas sus personas y bienes. La buena disposición fue más allá: como el bloqueo trajera la paralización de los negocios en Buenos Aires, Rosas alivió la situación de los comerciantes extranjeros -ingleses principalmente- facilitando el depósito de las mercaderías y librándolos de los impuestos que pagaban en tiempos normales.

Conocidos estos antecedentes, no es aventurado suponer que Mac Cann interpretara la opinión general de sus connacionales, quienes -exentos de obligaciones militares para sostener al Dictador- gozaban de mayores derechos que los hijos del país, disponían libremente   —X→   de sus capitales, practicaban su culto, fundaban escuelas y vivían en paz y prosperidad2.

En 1846, el gobierno inglés pudo ver confirmadas algunas de las predicciones de Mac Cann. Las agresiones navales en el Río de la Plata, en nada prestigiaban el crédito moral ni material de Gran Bretaña. La reacción no se hizo esperar. La misión Hood, (1846) fue de carácter conciliatorio. El Lord Howden, que salió a principios de 1847 con el Conde Waleski -representante de Francia este último- traía instrucciones de Palmerston para buscar términos de conciliación definitivos. Mac Cann, que debió de conocer las intenciones del gabinete inglés, se embarcó entonces para Buenos Aires. Estuvo en esta ciudad para marzo de 1847, antes de la llegada de Howden.

«En Inglaterra -dice Mac Cann- había visitado yo una comarca de donde partiera un gran número de inmigrantes a Buenos Aires y a la que me sentía íntimamente vinculado por diversos motivos. La alarma era grande allí por la suerte que hubieran podido correr dichos compatriotas y con insistencia me pidieron parecer sobre el asunto. Pero el conocimiento personal que yo tenía del interior de la provincia, no me bastaba para dar una opinión formal. De ahí que me creyera obligado, para mi propia satisfacción y la de mis amigos, a emprender   —XI→   un viaje por el país a fin de estar en condiciones de responder a tan importante cuestión»3.

Llegado a Buenos Aires, Mac Cann no tardó en poner en efecto su proyecto e inició los preparativos de su viaje. Compró dos excelentes caballos, los aperó a la criolla, y acompañado de su amigo don José Mears, salió de la ciudad por el camino de Barracas, el 29 de abril, en una bella mañana otoñal que, por lo clara y luminosa, se le antojó de primavera4.

Deteniéndose en algunas quintas y estancias inglesas, llegaron en pocos días a Magdalena, por el camino de Quilmes. En la estancia de Mr. Taylor, Mac Cann decidió abandonar los dos buenos caballos adquiridos en la ciudad y compró una tropilla para mayor seguridad del largo viaje que se disponía a emprender al sur de la provincia. Esto le hizo pensar en la necesidad de procurarse un hombre avezado en las faenas del campo, que hiciera de baquiano y cuidara de los caballos.

El caso no era de fácil solución porque la mayoría de los hombres de campo estaban en la milicia. Mr. Taylor allanó la dificultad consintiendo en que su hijo Pepe sirviera de acompañante a los viajeros. «Don Pepe» -como le llama Mac Cann- era un muchacho que no había cumplido sus veinte años, fuerte, curtido, conocedor del campo, gran jinete y diestro en el manejo del lazo y las boleadoras.

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Con la tropilla comprada en Magdalena y un caballo carguero, los tres jinetes hicieron rumbo a Chascomús, dispuestos a llegar al Tandil, como punto más meridional de su itinerario. Marchaban durante el día, pernoctando en las estancias, en los poblados o en míseras viviendas y en todas partes encontraban hospitalidad generosa. «Don Pepe» se ocupaba de los caballos y allanaba los obstáculos con su experiencia criolla. Mac Cann tomaba sus apuntes, registrando los precios de los campos, del ganado, los jornales de los peones y al mismo tiempo observaba la naturaleza, las costumbres, las formas de vida, anotándolo todo con escrupulosa exactitud. Así cruzaron el río Salado, camino de Dolores y, andando casi diariamente, llegaron a Tandil ya promediado el mes de mayo. El viaje se prolongó hasta la línea de frontera y visitaron Azul y Tapalquén, donde Mac Cann se documentó sobre los indios pampas y recogió datos sobre otras tribus del sur. Desde Tapalquén, los viajeros se encaminaron a la estancia «Los tres Bonetes», del Dr. Dick. Allí pensaba Mac Cann renovar su tropilla y seguir la frontera del oeste, en dirección al norte, hasta el límite de Santa Fe. Con gran sorpresa suya, en aquellos campos donde tanto abundaban los caballos matreros, no pudo encontrar unos pocos animales mansos que le permitieran llenar su itinerario. Esta circunstancia le obligó a volver directamente a la ciudad, con su tropilla en pésimas condiciones. Atravesaron así grandes estancias, pertenecientes, todas, a súbditos ingleses. En las proximidades de Buenos Aires, donde la población era más densa y estaban los grandes criaderos de ovejas, el joven Taylor se apartó de sus compañeros para dirigirse a Magdalena con sus caballos. Mac Cann   —XIII→   y Mears entraron en la ciudad, el 11 de junio, después de un recorrido de doscientas leguas.

El Lord Howden había llegado a Buenos Aires en mayo, pero, como no pudiera formalizar un acuerdo con Rosas, interrumpió las negociaciones y partió para Río de Janeiro. Había mucha expectativa por el resultado de la misión. En la Cámara de Representantes, el viaje de Mac Cann despertó sospechas y un diputado insinuó la posibilidad de que se hubieran recogido datos que pudieran servir al Comisionado británico. Mac Cann, que preparaba otro viaje hacia el norte, sintiose decepcionado, sobre todo cuando vio publicado en «La Gaceta» el discurso del sapiens senator. Pero Rosas, que conocería, sin duda, los antecedentes del viajero y el folleto publicado en el año anterior, le hizo llamar a Palermo, mantuvo con él largas conversaciones y terminó dándole cartas de recomendación y toda clase de seguridades para el viaje que proyectaba.

En julio del mismo año, el Comisionado Howden ordenaba al Almirante Herbert el levantamiento del bloqueo inglés en ambas márgenes del Plata, lo que significó un rudo golpe para los enemigos de Rosas. Este acontecimiento facilitó la empresa de Mac Cann, que pudo preparar holgadamente su viaje a Santa Fe.

En el mes de noviembre, salió nuevamente de Buenos Aires, acompañado esta vez por su amigo y compatriota William Barton. Emprendió su viaje por «el camino del Norte» sirviéndose de los caballos y postillones que facilitaban en las casas de posta. Los viajeros cumplieron con felicidad su itinerario en jornadas regulares que oscilaban entre doce y veintidós leguas por día. Como en el viaje al sur, Mac Cann recogió informes   —XIV→   para sus planes comerciales registrando sus impresiones de la naturaleza y del ambiente circundante.

Llegados a Santa Fe, hizo valer sus cartas de recomendación que le abrieron todas las puertas. El canónigo don José de Amenábar les proporcionó cómodo alojamiento y les hizo llegar hasta el gobernador, general Echagüe, quien brindó a Mac Cann la mejor acogida presentándolo a su esposa y a su hija. Permanecieron algunos días en la ciudad. Después de realizar una excursión al campamento del general Mansilla, que desde una isla de Santa Fe pasaba caballadas a la provincia de Entre Ríos, Mac Cann ajustó el viaje a Córdoba con un vecino de la ciudad conocido por don Pancho Rodríguez. Este lo acompañaría con los caballos necesarios, mediante un precio convenido. Provisto de cartas del gobernador, salió Mac Cann de Santa Fe -acompañado de Barton y Rodríguez- el 11 de diciembre. No existía camino de postas y el viaje a Córdoba, en línea directa, ofrecía serios peligros. En el Sauce -población indígena- se incorporó a los viajeros una escolta de seis carabineros y seis indios armados a lanza. «Me vi convertido -dice Mac Cann- en una especie de señor feudal con sus caballeros y escuderos...» En el camino experimentaron molestias por la falta de agua y durmieron al raso más de una vez; los indios amenizaron la travesía boleando venados que abundaban en la región.

En Córdoba, Mac Cann tuvo la misma acogida que en Santa Fe; visitó la ciudad, las autoridades le facilitaron cuantos informes necesitaba y alternó con los vecinos más respetables. Habiendo desistido de un viaje al sur de la provincia, volvió camino a Santa Fe, atravesando   —XV→   en pocos días, en largos galopes, toda aquella vasta y despoblada extensión.

Desde Santa Fe pasó a Paraná, fines de diciembre, con el propósito de visitar la provincia de Entre Ríos. Como en Buenos Aires -tal vez en mayor escala- grandes superficies de campo eran allí propiedad de súbditos ingleses. Siempre a caballo y en compañía de su amigo Barton, Mac Cann atraviesa la provincia desde Paraná hasta Concordia, costea el río Uruguay, hacia el sur, se documenta sobre la economía de la región, visita estancias, observa las características de las poblaciones: Uruguay, Gualeguaychú, Gualeguay. En Gualeguay, la familia de la señora Brittain, inglesa, oriunda de Sheffield, era dueña de la mayor extensión poseída por un súbdito británico «en esta parte del mundo»: doscientas leguas cuadradas de territorio...

Desde Gualeguay, los viajeros, con riesgo de sus vidas, se internaron en las islas del Paraná y atravesaron el río, desembarcando en las costas de la provincia de Buenos Aires, a sesenta leguas de la ciudad. Dos días después se hallaban en sus inmediaciones. Habían recorrido, en este segundo viaje, quinientas sesenta y siete leguas en el término de sesenta días. Vuelto a Buenos Aires, (enero de 1848), la situación presentose todavía más favorable a los planes comerciales de Mac Cann. Al levantamiento del bloqueo por parte de Inglaterra, en el año anterior, se había seguido la batalla de Vences que consolidó más aún -si bien temporariamente- el poder de Rosas en el litoral argentino. Antes de dos años (noviembre 1849) la Convención Arana-Southern, sellaría la amistad definitiva de Inglaterra con la Confederación. Carecemos de antecedentes sobre las actividades   —XVI→   mercantiles de Mac Cann durante esos años. Por lo que hace al libro que nos ocupa, dispuso de largo espacio de tiempo para ordenar los apuntes de su viaje y el abundante caudal de notas sobre historia, economía, inmigración y otros aspectos de la vida nacional, que había recogido desde tiempo atrás para la publicación que proyectaba.

En 1850, Rosas obtuvo nuevo triunfo diplomático con el tratado Arana-Le Predour que trajo la paz con Francia y el consiguiente desamparo de los sitiados en Montevideo. El conflicto de Rosas con el Brasil, ese mismo año y el pronunciamiento de Urquiza, en 1851, salvaron a Montevideo provocando luego la caída del Dictador. Diversas circunstancias nos llevan a creer que Mac Cann abandonó el país después de la batalla de Caseros. Lo encontramos en Londres, en 1852, ocupado en la impresión de su libro, que apareció a comienzos del 53, por la librería Smith, Elder and Cº, editora de obras de actualidad y de autores tan célebres como Ruskin y Thackeray.

La obra consta de dos volúmenes y se intitula, literalmente, «Dos mil millas a caballo, a través de las Provincias Argentinas, o sea una relación acerca de los productos naturales del país y las costumbres del pueblo, con un historial sobre el Río de la Plata, Montevideo y Corrientes», por William Mac Cann, autor de «El estado actual de los negocios (políticos) en el Río de la Plata».

Como puede advertirse, la parte más substancial del libro de Mac Can y que da título a la obra, es su viaje de más de dos mil millas -setecientas setenta y cinco leguas- por las provincias argentinas. La parte descriptiva, con sus observaciones sobre el estado del país   —XVII→   y costumbres de sus habitantes, comprende la mitad de la obra total. El resto lo íntegra el historial enunciado en el título, que abarca doscientas páginas del segundo volumen, y otros capítulos referentes a geografía, clima, estadísticas, etc.

Los capítulos de la parte descriptiva y por así decir, pintoresca y plástica de la obra, son los que hemos traducido para esta primera versión castellana del libro de Mac Cann, reducida a lo que constituye por definición la materia de un libro de viajes.

Cada uno de esos capítulos contiene, además, gran acopio de datos e informaciones de todo orden, materiales de gran valor para la reconstrucción de un período muy complejo de la historia argentina5 .

Bastaría esta última circunstancia para justificar la traducción de la obra como preciosa fuente de información documental. Pero ella encierra además otras cualidades y méritos de orden literario que harán placentera su lectura. Por encima del negociante, concreto y exacto en sus observaciones, hay en Mac Cann el hombre de sensibilidad y cultura literarias, que siente la naturaleza, se deleita con el paisaje, gusta del color local y descubre los rasgos psicológicos esenciales de la sociedad en que actúa. Bajo ese aspecto, pocos viajeros han descripto con tanto acierto el paisaje y la vida argentina en un momento   —XVIII→   de su historia, como el autor de este «Viaje a caballo por las provincias». A la observación minuciosa y aguda, de costumbres, lugares, tipos y caracteres, agrega su capacidad de comprensión y síntesis para valorar fenómenos espirituales. Quizás ensombrezca un tanto su visión y su juicio el estrecho puritanismo de su formación protestante, aunque esa misma saturación bíblica de su espíritu, unida a la influencia de los autores románticos, entonces en boga, presta, a muchas de sus páginas, indiscutible originalidad.

Estas notas aclaratorias no pretenden hacer crítica del libro traducido ni señalar valores que el lector, por sí mismo, apreciará. Queríamos solamente presentar al autor en el escenario de sus rudas andanzas. Pocas noticias han llegado hasta nosotros sobre la vida en Inglaterra, de William Mac Cann. Ignoramos la fecha de su nacimiento y de su muerte. Pero es de creer que sus años del Río de la Plata, fueron los más intensos de su vida, como lo fueron, después, para dos ilustres escritores de habla inglesa que también galoparon mucho por la pampa: Guillermo Enrique Hudson y Roberto Cunninghame Graham.

J. L. B.





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ArribaAbajo Capítulo I

Partida de Buenos Aires. - El apero de montar. - La iglesia y la aldea de Quilmes. - La granja de Mister Clark. - Peones irlandeses. - El cultivo de la papa. - Hospitalidad inglesa. - Valor de la tierra y jornales de los peones. - Escena matinal. - Una manada de caballos salvajes. - El campo florido. - Pastoras a caballo. - Teru-terus. - La estancia de Mr. Bell. - El lazo y las boleadoras. - Doma de potros. - Las majadas de ovejas. - En plena pampa. - Una pulpería. - La estancia de Mr. Taylor. - Precio de la tierra. - Moneda corriente. - Instinto de los caballos. - Las manadas. - Manera de encastar mulas. - Población nativa. - Modo de cazar perdices. - Un rodeo. - Formas de viajar. - Una familia patriarcal. - Eligiendo caballos. - En marcha con mi tropilla.


En una clara y hermosa mañana de primavera salí de Buenos Aires, acompañado de mi guía y amigo Don José6, para emprender mi primer viaje a caballo por las provincias argentinas. Los preparativos me habían llevado algunos días y como tales aprestos caracterizan la manera de viajar en estas regiones, puede ser de algún interés el consignarlos.

Aunque hay aquí mucha abundancia de caballos, no todos sirven para un jinete habituado a los corceles europeos, dóciles y bien enseñados. Al fin me decidí a comprar dos; habían sido traídos del campo hacía poco, pero su dueño me aseguró que comían grano y esto ya era garantía bastante de que estaban amansados desde algún tiempo atrás. Comprobé también que eran de   —2→   buena boca y, encontrándolos aptos para lo que me proponía, los compré (después de mucha conversación) a un precio equivalente a una libra y diez y seis chelines cada uno. Eran animales jóvenes y de lindas formas; en mi país se les hubiera considerado muy propios para la silla de una dama. Los arreos y otros pertrechos necesarios para el viaje, merecen ser descriptos.

Las riendas son de cuero crudo, trenzado, muy fuerte, y el freno de manufactura inglesa, aunque de modelo español. Mi apero estaba formado de las siguientes piezas: primero, un cuero de oveja colocado directamente sobre el lomo del caballo; luego una manta de lana, doblada, que puede servir de abrigo al jinete y va cubierta por otro cuero sin curtir para defenderla del agua; después un cobertor espeso de lana, fabricado en Yorkshire, con largas borlas colgando de las esquinas; esta pieza se dobla cuidadosamente y va cubierta con una carona de suela, bastante amplia, que protege todo lo demás de la humedad y la lluvia; los bordes y extremos de esta última pieza tienen ribetes estampados primorosamente con dibujos ornamentales. Todas estas prendas equivalen al simple mandil que se pone bajo la silla inglesa. Luego viene lo que puede llamarse el eje de la silla, fabricado de madera y cuero. De él se suspenden los estribos: forma como un asiento plano, algo curvo, para adaptarse al lomo del caballo. Todo este equipo se asegura con una cincha de cuero crudo, ancha de doce a catorce pulgadas. La silla va cubierta para mayor comodidad -y también para proveer de almohada al jinete durante la noche- con una piel de oveja cuya lana se tiñe de púrpura brillante; sobre ella colocan un cobertor liso, parecido a esas alfombrillas de lana con flecos que adornan el piso en las salas de Inglaterra;   —3→   encima va una pieza de cuero delgado y muy blando, sobre la que se sienta el jinete. Por último, el conjunto se asegura todavía con otra cincha de cuero ornamentado. Este agregado de atavíos, sumado al peso del jinete, forma una carga considerable, aun para cabalgaduras fuertes, cuando se trata de un viaje largo y hecho con alguna prisa7.

El caballo de don José, mi compañero, iba aparejado idénticamente, llevando además una ancha alforja de lona con la ropa y otros objetos necesarios. La tarea de ensillar y de arreglar los equipos, llevó más de una hora. Después que los amigos nos desearon felicidades y buena suerte, montamos para emprender nuestro viaje de ochocientas millas hacia el sur, por las pampas, viaje que debíamos realizar por entero a lomo de caballo.

Luego de haber andado cosa de una legua, cruzamos el puente de Barracas, entrando en una extensa llanura donde nada indicaba la cercanía de una gran ciudad. Las casas, en su mayoría, eran construcciones de madera, muy recientes, y pertenecían a inmigrantes vascos; las había también de estacas y cañas, revocadas de barro. Unas pocas eran de ladrillo y bien edificadas, pero nadie hubiera creído que desde ese paraje podía llegarse en una hora de caballo a la capital de una extensa   —4→   república. Parecía más bien el lugar de acceso a una llanura ilimitada. En el campo, conforme avanzábamos, aparecían en mayor número las vacas, caballos y ovejas.

Al cabo de tres o cuatro leguas, entramos en una extensión de terreno ondulado, a inmediaciones de Quilmes, cerca del sitio donde desembarcaron las tropas inglesas en aquella fatal expedición comandada por el general Whitelocke. El camino corría por entre montecillos de durazneros, sauces y álamos. En esos lugares se halla la casa de Mr. Clark, súbdito británico, donde nos quedamos a pasar aquel día.

Las ramas del duraznero se utilizan aquí como leña de quemar: las cortan a los tres años de plantado el árbol y en esa sazón venden la leña. Pasados tres años más, vuelven a cortar las ramas y así sucesivamente, mientras la planta no se seca. Se calcula que este comercio produce el 25% de interés, pero, sistema tan artificioso para proveer de combustible a una ciudad no durará mucho tiempo. Algunas islas del río Paraná están llenas de excelentes maderas y esos bosques podrían abastecer a la ciudad, si fueran objeto de explotación. El día que lleguen pobladores extranjeros y emprendan esa industria, con las embarcaciones necesarias, se abandonará este raro sistema de plantar árboles para utilizarlos como combustible.

En Quilmes hay una iglesia construida de ladrillo y junto a ella un cementerio que en otro tiempo ha estado cercado con una pared; ésta se halla tan derruida que las vacas entran a pacer libremente y destruyen las tumbas. La villa se compone de una casa muy bonita y otras doce de aspecto común. En los alrededores, y en pequeñas parcelas de terreno separadas unas de otras, se levantan   —5→   los consabidos ranchos de cañas y barro. Quilmes ha sido antiguamente el centro de una tribu de indios, de la que tomó su nombre. Estos indios fueron traídos del interior con el propósito de civilizarlos y han desaparecido con el andar del tiempo. Por el año 1820, las tierras fueron cedidas a determinadas personas bajo condición de introducir mejoras y edificar algunas casas. La historia de esta tribu ofrece cierto interés por cuanto demuestra que las razas menos vigorosas y civilizadas están destinadas a extinguirse, en contacto con otras más fuertes. Los indios Quilmes procedían de la provincia de Catamarca donde sus antepasados lucharon contra los españoles en el transcurso de varias generaciones. Finalmente, quedaron reducidos a doscientas familias, capitularon, y fueron traídos a esta región para incorporarlos a la vida civilizada. Pero, en ese proceso de depuración, la tribu ha terminado por extinguirse.

La aldea se halla fuera de los caminos principales y, debido a esa circunstancia, difícilmente podrá adquirir algún desarrollo. Con todo, si en lugar de tenerla abandonada y cubierta de hierbas, se dedicaran sus terrenos a la formación de quintas, jardines o viñedos, podría constituir un abrigo feliz para muchas familias industriosas. Al presente ofrece un cuadro de pobreza y desolación porque los habitantes del sexo masculino se hallan todos de servicio en el ejército.

La entrada a la casa de Mr. Clark despertó en mí la más viva simpatía: todo en aquel hogar me representaba la actividad y el comfort británicos. La huerta estaba provista de las mejores hortalizas y había plantaciones rodeadas de excelentes empalizadas. La tierra, feracísima y apta para todo cultivo, había sido removida con arados y rastras escocesas. Abundaban las aves de corral y   —6→   las piaras de cerdos. En un terreno vecino se veían grandes montones de pasto. Unas robustas mujeres irlandesas andaban muy atareadas conduciendo tarros de leche. Como la quinta se halla situada a corta distancia de la ciudad, los productos de granja encuentran buena salida y Mister Clark sabe sacar de todo el mejor provecho. La carne, los lechones, las aves, las frutas, las hortalizas, la manteca, los huevos, el pasto, la leña, todo puede colocarse, y a precios más altos que en Londres y París, con excepción de la carne. El mayor inconveniente está en los caminos, que, durante el invierno, se ponen intransitables.

Junto al corral de la granja se halla instalada una fábrica para hervir o cocer la carne de vaca: los tanques son de hierro, de procedencia inglesa y tienen capacidad para cien bueyes8. La mayoría del personal empleado está constituida por irlandeses, gente muy laboriosa y que economiza casi todas sus ganancias. Puede dar una idea del número de personas empleadas, el hecho de que Mr. Clark faena una res cada tres días para el mantenimiento de su casa, aparte las ovejas que se consumen.

También se cultiva la papa, aunque ésta, hablando en general, no es tan abundante ni tan buena como en Inglaterra; pero asimismo se hacen dos cosechas por año; la primera cosecha, plantada en septiembre y recogida en enero, corre peligro de ser comida por la carraleja o mosca española cuando los calores vienen muy temprano. Estos insectos son recogidas y se venden a los droguistas de la ciudad; en algunos años abundan   —7→   tanto, dentro de los primeros días de su aparición, que comen por entero las raíces, dejando el tallo enteramente desnudo. La segunda cosecha de papas se siembra por el mes de febrero, pero si el verano es muy largo se prolonga la vida de los insectos y entonces, con seguridad, destruyen los primeros vástagos, tan pronto como empiezan a crecer. Las mejores semillas de papas se obtienen de los capitanes de barcos, pero siempre es una cosecha muy aleatoria por la falta de suficiente humedad, Durante los últimos años el precio ha oscilado entre uno y tres peniques por libra, de papas9. Cualesquiera otra especie de hortalizas inglesas pueden alcanzar aquí su máximo desarrollo: además, las calabazas y los melones podrían constituir un alimento muy principal. Los melones abundan mucho y se venden a bajo precio.

Con Mr. Clark participamos de una mesa excelente: asado de vaca, aves, puding inglés, papas y pan blanco, todo bien cocinado y presentado con mucha pulcritud. Fuimos invitados con insistencia a pasar la noche en la casa y para el efecto dejamos atados los caballos, pero de manera que pudieran pastar libremente.

El campo abierto tiene aquí un valor de treinta a cuarenta chelines10 por acre11 inglés y es el precio corriente a esta distancia de la ciudad, vale decir cinco leguas. El precio de la tierra en los desiertos australianos asciende, según creo, a veinte chelines por acre; aquí, en una hermosa región, a menos de la mitad de la distancia   —8→   desde Inglaterra, y a quince millas de una ciudad de sesenta mil habitantes, puede adquirirse la tierra a un precio de cuarenta chelines por acre.

La dificultad con que se tropieza de inmediato en cualquier empresa agrícola, es la construcción de vallados para contener las haciendas porque los gastos de zanjeo resultan muy crecidos y el trabajo se paga por vara. Los peones empleados en las labores de granja y en la construcción de fosos para cercados, ganan generalmente tres libras por mes12, incluida la ración diaria. Casi todos estos trabajos son desempeñados por escoceses e irlandeses.

El sol, entrando por las hendiduras de los postigos, nos incitó a dejar el lecho muy de mañana para gozarnos en la belleza pastoral de la escena. Se extendía por todos lados una planicie de apariencia infinita, de un verde reluciente, como que estábamos en primavera, y donde pastaban miles de vacas, caballos y ovejas: una gran majada de estas últimas pertenecía a nuestro huésped. Era de llamar la atención la cantidad de hongos que cubrían el suelo: recogimos algunos en un pañuelo y los mandamos a la cocina para que hicieran parte de nuestro desayuno. Me hallaba en esa tarea cuando fui sorprendido por un ruido sordo, acompañado de una trepidación: la tierra parecía temblar bajo nuestros pies. A poco pude advertir que se trataba de una inmensa tropa de baguales que, para mis ojos inacostumbrados a ese espectáculo, no bajaban de mil y se acercaban galopando por la llanura. La presencia de dichos animales se debía a la escasez de pasto -por falta de lluvia- en otros campos distantes. Venían a las inmediaciones de Quilmes   —9→   porque en esos parajes encontraban buen sustento. Los caballos, extraviados después de abandonar sus propios campos, habían ido aumentando en número a punto de constituir un serio inconveniente, no tanto por el pasto que consumían como por los perjuicios que causaban en los cercados. Con el objeto de alejarlos empezaron por encerrarlos en un corral; seis hombres bien montados los arrearon después, campo afuera, a una distancia de cinco a seis leguas donde quedaron libres para vagar a su antojo y buscarse alimento.

Después de un sustancioso breakfast, nos despedimos de Mr. Clark para proseguir nuestro viaje. El camino atravesaba una pampa de excelentes pastizales. En aquella estación, la hierba, de intenso verdor, crecía esplendorosa y toda la extensión que los ojos abarcaban parecía una alfombra de terciopelo verde oscuro donde se esparcían las flores doradas de la primavera. Muy cerca, y a nuestro alrededor, los hongos de color blanco cubrían el suelo. No se veían árboles -a excepción de uno o dos que se divisaban junto a una casa- pero las casas son pocas, debido a la escasez de población.

Junto a un arroyo cruzamos una gran majada de ovejas vigiladas con mucho cuidado. La pastora iba a caballo y se empeñaba en hacer avanzar algunos corderillos rezagados. Aunque me encontraba lejos para poder juzgar de su fisonomía, la revestí con la imaginación de todos los encantos de los pastores arcádicos. Viendo el cuidado que se tomaba por sus corderos, me quedé por un rato mirándola con acentuado interés. Revoloteaban a su alrededor las aves de rapiña; en la orilla del agua algunos caranchos se aprestaban a caer sobre un corderillo extraviado.

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Continuamos la jornada hasta vernos detenidos por un arroyo angosto y profundo: para encontrar el vado buscamos las huellas de otros jinetes y, habiendo encontrado rastros recientes, pasamos sin ninguna dificultad. Hasta aquí conocíamos el camino, pero, más adelante, nos fue necesario tomar informes en un rancho. Con toda deferencia nos señalaron una plantación que se vela sobre una eminencia del terreno, distante cosa de media legua. Desde allí debíamos hacer rumbo hacia la izquierda. En el lugar indicado, y como empezara a invadirme la fatiga, desmonté para tomar un descanso y hacer una pequeña refacción. Los hongos cubrían el suelo a mi alrededor. Hice fuego y asé algunos en la ceniza. Con esto y un bizcocho me procuré una deliciosa merienda. Veíanse gran cantidad de pájaros silvestres; algunos eran rapaces de la especie de los halcones. Una laguna, a cuyas márgenes nos habíamos sentado, se hallaba literalmente cubierta de patos salvajes y los teru-terus, atraídos por el humo, revoloteaban sobre nuestras cabezas como escrutando nuestros movimientos. Este pájaro, en la manera de caminar y en el vuelo se parece mucho al avefría verde de Inglaterra. La belleza de la escena hubiera sido completa de haberse acompañado con el rumor de las hojas en un bosque, pero aquí no hay árboles que presten a las aves el abrigo de sus frondas.

Satisfechos con nuestra sencilla merienda y habiendo dado descanso a las cabalgaduras, nos pusimos en camino y al cabo de una hora llegamos a la estancia de un caballero escocés, Mr. Bell. Este se encontraba ausente, pero su encargado nos recibió con mucha cordialidad. Nuestro primer cuidado fue asegurar los caballos y los dejamos acollarados para que pudieran pastar en libertad. En la habitación que se me destinó, tuve la grata   —11→   sorpresa de encontrar una Biblia, el compañero habitual de las familias escocesas. Así pude gustar también el alimento espiritual, retirándome después a dormir y a soñar en el hogar lejano.

Mi primer sueño fue perturbado por algunos ruidos extraños y en la madrugada comprobé que la ventana de mi habitación daba sobre un corral de ovejas. Los balidos de estos animales, unidos al ladrar de los perros y a los gritos de las aves domésticas y silvestres, producían una algarabía que no me dejaba conciliar el sueño. La mañana estaba muy brumosa y resultó larga la tarea de encontrar los caballos. Don José hubiera podido tomar el rumbo de la casa con la brújula, pero la olvidó y erró el camino entre la niebla. Cuando encontró los caballos, pudimos advertir que les habían robado los bozales; ya era mucho que nos hubieran dejado las cabalgaduras. En esta estancia tuve ocasión de ver, por primera vez, la manera cómo apresan las vacas, los caballos y otros animales. El lazo es el instrumento de trabajo más importante y necesario en la vida de campo. El que se usa para las faenas del corral mide generalmente doce yardas de largo; para trabajar a campo abierto se requiere un lazo de veinte yardas13. El lazo es todo de cuero crudo y lleva, asegurada al extremo, una argolla de hierro que sirve para formar un nudo corredizo: cuando se maneja desde el caballo hay que asegurar bien uno de los extremos a la cincha del recado y el otro extremo -bien dispuesto el nudo corredizo- se arrolla manteniéndose en la mano. Antes de tirar el lazo, el jinete lo revolea por sobre la cabeza para darle mayor impulso mientras espera el momento oportuno de hacerlo caer sobre la   —12→   cabeza del animal. Los nativos manejan el lazo con extraordinaria destreza; verdad es que constituye uno de los primeros juegos de la niñez y es común ver a los pequeños enlazando gatos, perros y ovejas.

Otro medio de que se valen para apresar animales, es el de las boleadoras. Son éstas tres piedras redondas, cada una del tamaño de un huevo14 y forradas de cuero, amarradas dos de ellas al extremo de un trenzado, también de cuero de unos diez pies de largo: la tercera bola de piedra se asegura al extremo de una tira más corta, de unos cinco pies, que va atada a la mitad del primer trenzado; así dispuestas, puede decirse que las boleadoras consisten en tres fuertes correas que miden cinco pies de largo cada una desde el punto de unión y llevan una bola en cada extremo. Arrojadas por el hombre de campo a las patas traseras de un animal, desde cierta distancia, lo envuelven de tal suerte que, a medida que corre o hace movimientos para liberarse, lo traban cada vez más hasta detenerlo en la carrera. Pueden lanzarse las boleadoras -en un tiro certero- hasta una distancia de cincuenta o sesenta yardas y, un jinete, ayudando el impulso del brazo con la velocidad de la cabalgadura, es capaz de arrojarlas a ochenta y noventa yardas.

Después del desayuno salimos a conocer la estancia. El campo tenía tres leguas de largo por una de ancho y era apropiado para la cría de ovejas, aunque contenía también otra especie de ganado. En aquellos momentos hacían entrar al corral una manada de potros   —13→   y tuvimos oportunidad de ver cómo se doma uno de esos animales para dedicarlo a caballo de silla.

El primer domador fue un muchacho francés, muy bien parecido: entró al corral con su lazo, eligió el potro que le pareció mejor y lo enlazó con tanta precisión que dio con el animal en el suelo. Luego le puso el bocado, consistente en una simple tira de cuero que se ajusta bien a la boca del caballo en la quijada y se sostiene con un bozal. Una vez que pusieron el recado al potro, lo hicieron levantar y el jinete montó. Al principio el animal se tuvo quieto, temblando y vacilante, pero en cuanto sintió las espuelas echó a correr precipitadamente por el campo con asombrosa rapidez hasta perderse de vista. No tardó, sin embargo, en volver cubierto de sudor y espuma y en apariencia vencido. Esta es la primera prueba que se hace en la doma de los caballos. Enlazaron otro animal joven y muy fogoso que ensillaron de la misma manera. Esta vez entró a domar un marinero inglés, desertor de un barco, de unos veintidós años, mozo tan fornido y valiente como yo no había visto hasta entonces. Tan pronto como se sentó en el recado, el caballo se abalanzó con violencia y luego echó a disparar, decidido a librarse del jinete. Estuvo corcoveando por un buen rato, pero el domador se mantenía en la silla con tanta destreza, que caballo y jinete parecían realizar el mito del centauro: al final el potro dio un tremendo salto y cayó al suelo sobre un costado. El domador, que salió ileso, volvió a montarlo: entonces el potro se precipitó en una carrera muy veloz, alternada con brincos espasmódicos, hasta que también terminó por someterse.

Después de este espectáculo nos divertimos viendo tirar las boleadoras. Mientras la tropa de baguales salía huyendo del corral, le arrojaron las bolas a un lindo potro   —14→   oscuro: cuando las sintió en las patas, apresuró la carrera, dando coces y brincos violentos, pero se le habían atado en tal forma que al final cayó sobre un costado y nos apresuramos a ponerlo en libertad.

En esta estancia vimos otro aparato destinado a cocer la carne de oveja: algunos de los cobertizos y dependencias tenían techo de zinc. Para esta industria sacrifican los capones de tres a cuatro años por considerar esa la mejor edad para el faenamiento.

En nuestras andanzas tuvimos ocasión de encontrar a varios irlandeses que ganaban muy bien su vida: algunos de ellos explotaban hornos de ladrillos, vendiendo el millar a veinte chelines. Por la tarde asistimos a las tareas que podríamos llamar pastoriles, de la estancia; al entrarse el sol seguimos la majada de ovejas que arreaban al corral: los cuidadores15 montaban en unos caballos pequeños, muy mansos, y llevaba cada uno de ellos un arreador de larga sotera con el que hacían levantar del suelo a los corderos sin apearse del caballo. Los corderos más fuertes saltaban con vivacidad, pero a los más pequeños y débiles se hacía necesario levantarlos. Los perros se desempeñaban con la misma habilidad que distingue a los ovejeros ingleses. Llegadas las ovejas al corral, las encerraron por toda la noche. Varios corderitos debieron de quedar rezagados y perecido antes de la mañana.

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El día siguiente amaneció frío, nublado y húmedo, pero, asimismo, nos pusimos a caballo y averiguamos el camino. Se nos dijo que debíamos hacer rumbo hacia una pequeña plantación y luego escrutar el horizonte hasta descubrir un árbol y una casa: desde allí orientarnos hacia la derecha para alcanzar el camino principal. Este consiste apenas en las huellas que dejan los viandantes al atravesar la llanura. En aquella estación del año los caminos se hallaban en buen estado, pero en invierno se ponen muy malos. El campo era en esas inmediaciones mucho más ondulado y la hacienda que subía desde la parte más llana hasta lo alto de las lomas, ofrecía un cuadro en extremo pintoresco. Mientras marchábamos, pasamos junto a unas madrigueras de hurones: uno de estos bichos, probablemente la hembra, vino hacia nosotros, rechinando los dientes con fiereza; nos detuvimos y dos hurones más, de menor tamaño, se le unieron en el ataque. Entonces el más grande tomó a uno por la nuca y se lo arrastró hasta la cueva, luego vino por el otro y lo llevó en la misma forma, metiéndose también en la madriguera. Yo bajé del caballo y estuve esperando un momento para hacerles un tiro con la pistola, pero apenas si asomaban y volvían a esconderse sin darme lugar a apuntarles. En esos momentos, una numerosísima bandada de pajaritos, semejantes en su plumaje a los jilgueros ingleses, pasó por encima de nosotros para posarse en un charco cercano donde, jubilosamente, tomaron un baño. Camino adelante vimos un hermoso padrillo blanco, a carrera tendida por una loma, tras unas yeguas que se habían apartado de la manada para coquetear con otros caballos padres. Las crines flotantes y la larga cola que flameaba en el viento le daban un majestuoso aspecto.

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Llegamos después a una pulpería donde nos detuvimos para tomar un refrigerio. La pulpería es una combinación de taberna y almacén adonde acude la gente de campo. La parte posterior de la casa daba sobre el camino y tenía un cuadrado abierto en la pared, protegido por barras de madera, a través del cual el propietario despachaba a sus clientes. Estos quedaban protegidos por un cobertizo. El enrejado de madera cerrábase por medio de una contraventana durante la noche. Tal es el aspecto que ofrecen por lo general las pulperías en todo el término de estas pampas.

Cabalgamos algunas leguas más hasta llegar a la estancia de Mr. Taylor: comprende ésta estancia una legua y media de terreno con buenas aguadas y aparenta ser muy valiosa. Se crían en ella diversas especies de animales: caballos, vacas, ovejas, mulas y asnos. La casa -de una sola planta y techo de azotea- está construida de ladrillo y se levanta entre una huerta de frutales y hortalizas con lo que ofrece muy bonito aspecto. Es como un pequeño oasis de cultivo en medio de un desierto.

Cuando llegamos, los ganados y rebaños eran conducidos al corral. Sentados en las gradas de la puerta, contemplamos aquel espectáculo que nos transportó a los tiempos de los patriarcas como se describen en el Antiguo Testamento. El género de vida y los sentimientos de estos pobladores tienen mucho de las épocas patriarcales; falta un solo elemento para realizar aquellas escenas y asociaciones primitivas: son las tiendas. De vivir en tabernáculos, las narraciones de los tiempos bíblicos se adaptarían a la vida de estas pampas en el momento actual. Recuerdo que en mi niñez, cuando leía la historia de Jacob, costábame creer que aquel personaje hubiera podido dormir al aire libre durante la noche y, sin embargo,   —17→   aquí esa costumbre es general durante los meses del verano.

El precio de la tierra, en estas vecindades, es de sesenta mil pesos papel la legua cuadrada, pero se hace difícil asignar a esta suma un valor exacto en libras, debido a la continua fluctuación de la moneda corriente. Hace unos dos años el cambio estaba a cuatro peniques: ahora no debe exceder de dos peniques y tres cuartos; suponiendo, con todo, que el peso papel en la actualidad tenga un valor de cuatro peniques, la legua cuadrada de terreno -equivalente a unos seis mil acres ingleses- costaría mil libras esterlinas, o sea a razón de tres libras y cuatro peniques por acre. Debe considerarse que se trata de terrenos inmejorables para la cría de ovejas, distantes apenas quince leguas de la ciudad de Buenos Aires.

No deja de sorprender que la gente de Buenos Aires, desconozca, al parecer, en su comercio monetario, la alteración de su moneda corriente, porque, ya sea que el cambio esté a tres o a seis peniques, el precio de la legua no pasa de sesenta mil pesos, de suerte que, los adquirentes de la tierra, mientras el cambio se mantiene bajo, pueden tener la seguridad de una excelente inversión de sus capitales porque sin duda el cambio volverá a aumentar gradualmente.

Como tenía que pasar varias semanas en estas pampas -que pueden decirse cubiertas de vacas, ovejas y caballos- hice cuanto me fue posible por tener un conocimiento exacto sobre el valor de los animales. Ningún precio se halla sujeto a tantas variaciones como el del caballo. En una yeguada chúcara, comprendidos potrillos y potrancas de toda edad, el precio de un animal con otro es de diez pesos cada uno, o sea tres chelines.   —18→   Los potros elegidos, sin domar, se venden a cincuenta pesos (quince chelines). Tratándose de caballos mansos el precio varía entre ciento cincuenta y quinientos pesos, pero aquí, como en Inglaterra, se hace difícil fijar un límite al precio de un caballo que sea de linda presencia, manso y de buena silla.

En Europa se cree generalmente que estas llanuras, en especial las del sur, se hallan repletas de caballos salvajes. Es una creencia totalmente equivocada porque, estrictamente hablando, ningún caballo carece de dueño y pertenece de derecho a un propietario determinado, cuya marca lleva o debe llevar. Sin duda los caballos no tardarían en hacerse montaraces si se les abandonara, pero, a fin de tenerlos en sujeción, se acostumbra a conducirlos dos y tres veces por semana a un lugar fijo, dentro de la estancia, que llaman el rodeo. Durante la primavera, los estancieros que disponen de suficiente personal y se muestran cuidadosos de sus manadas, las reúnen todas las mañanas. Aunque los caballos son tratados con innecesaria severidad, constituyen el elemento indispensable para la vida del gaucho -tan indispensable como la ropa que viste- y de ahí que sean el tema obligado de la conversación.

Las costumbres de los caballos son muy particulares y revelan un instinto extraordinario. Andan unidos en manadas, cada una de las cuales consta de cincuenta o cien yeguas, dirigidas y cuidadas por un caballo padre, la seguridad de la tropa depende por entero del coraje del padrillo, de su afección y de su constante vigilancia. El padrillo conoce muy bien a todas las yeguas y si una de ellas se aparta de las demás, sale en su busca; no tarda en hacerla volver a la manada, mordiéndola cuando se muestra desobediente. No sólo sabe   —19→   mantener reunida su propia familia, sino que suele raptarse las yeguas de los rivales vecinos; descubierto el rapto por el padrillo ofendido, sobreviene un combate descomunal y el vencedor se lleva, naturalmente, consigo a la cautiva. El instinto y la simpatía de los caballos son tan extraordinarios, que en un arreo de diez mil animales, cada padrillo va siempre seguido de sus propias yeguas, potrillos y potrancas.

Cuando el propietario de una estancia se propone formar una manada, empieza -llegada la primavera- por dar aviso a todos los vecinos y manda recoger las yeguas de su marca que se le han extraviado durante el año. Reunidas las yeguas, hace cortar a cada una un buen trozo de uno de los cascos de manera que queden algo cojas y no puedan huir. Entonces llega el momento de juntarlas con el semental y son custodiadas por algunos días hasta que el esposo se haya familiarizado con el nuevo serrallo. Pero si se muestran casquivanas o inclinadas a la fuga, las manean, y de esta suerte, antes de finalizar la primavera, toda la familia se siente unida por un compañerismo afectuoso.

En la estancia de Mr. Taylor había diez y siete manadas y uno de sus vecinos poseía, por lo menos, dos mil caballos de toda edad. La proporción en que aumentan los caballos es de un treinta y tres por ciento cada año; se explica este aumento extraordinario en razón de que el gobierno prohíbe la matanza de yeguas porque necesita de esos animales para remontar sus ejércitos, formados principalmente de caballería. La infantería requerida en los acantonamientos es muy escasa.

Se hace difícil aclimatar una manada cuando ha dejado sus campos nativos. En este caso es necesario rondarla continuamente, durante cierto tiempo, para evitar   —20→   que las yeguas huyan buscando su querencia. He oído hablar de caballos que, después de dos y tres años de ausencia, han vuelto a sus campos nativos haciendo un recorrido de cien leguas.

La cría de mulas está muy desarrollada también en esta región. Mr. Taylor posee gran número de ellas y las exporta a Río de Janeiro, a las Antillas y a la Isla Mauricia. Estas mulas se pagan a cien pesos papel cada una, entre buenas y malas, pero puestas a bordo, en la Ensenada o en Buenos Aires, a satisfacción del sobrecargo, valen hasta un doblón. El procedimiento de que se valen aquí para que las yeguas produzcan mulas, como paren potrillos, consiste en matar un potrillo pequeño al que sacan el cuero: inmediatamente envuelven con ese mismo cuero un burrito de la misma edad, le mojan la cabeza y las patas con la sangre caliente del potrillo, y la yegua se engaña y lo cría adoptándolo por suyo. El borrico se acostumbra, a su vez, a la compañía de las yeguas y ya no sigue a los animales de su propia especie.

La población es muy escasa y los criollos son, por lo general, poco inclinados a otras ocupaciones que no sean los trabajos propios de las estancias. Viven en sus ranchos y no dedican un palmo de terreno a jardín ni plantan una sola hortaliza. Nunca cultivan la tierra -siendo feracísima- porque su alimento consiste exclusivamente en carne de vaca y de cordero. No consumen tampoco pan, ni leche, ni verduras y raramente usan la sal. Tienen por costumbre desayunarse con mate y en realidad lo beben durante todo el día. A eso de las once de la mañana comen carne y consumen el mismo alimento por la noche, una hora después de entrado el sol. Los recursos del país no se aprovechan porque los habitantes son poco industriosos. Así, por ejemplo, en la casa donde yo me   —21→   hospedaba, mandaban lavar la ropa, semanalmente, a un sitio distante seis leguas. Los salarios parecen bajos, pero en realidad no lo son porque todo aquel que tiene disposición para trabajar, puede economizar dinero y bastarse a sí mismo, en poco tiempo. Pero se hace difícil encontrar quienes labren la tierra: los dispuestos a esa labor son los inútiles o los inmigrantes recién llegados y poco aptos para esas faenas.

Los peones y los cuidadores de ovejas ganan, mensualmente, de cien a ciento cincuenta pesos papel, con más seis libras de yerba, cierta cantidad de sal y carne de vaca y de oveja a discreción. El peón habita en su rancho y si tiene mujer e hijos que le ayuden a cuidar las ovejas, puede dejar su casa para ganar otro jornal por ahí, lo que le significa diariamente un suplemento de veinte pesos. En el trabajo a jornal, cuando se trata de hierras o apartes de ganado, el peón gana de veinte a veinticinco pesos diarios, pero debe servirse de sus propios caballos y para labores semejantes se requieren diez o doce animales. El trabajo suele ser, en verdad, muy rudo y no es de sorprender que, después de una faena de esa naturaleza y en clima tan cálido, sobrevenga un período de holganza. Los caballos quedan exhaustos y el pasto natural no es suficiente para restaurarlos después de un esfuerzo tan sostenido.

Me encontré una vez con un vasco inmigrante cuya historia es una demostración de los resultados que pueden alcanzarse mediante el trabajo. Llegó este hombre al país hace dos años y una vez familiarizado con las costumbres de la población, empezó a viajar con un carro por la campaña, acopiando cueros de oveja y cerdas de bagual que vendía luego en Buenos Aires. Al poco tiempo sacaba ya una utilidad liquida de cuatro a cinco libras   —22→   esterlinas mensuales. Ahora es propietario de una majada de ovejas, a medias con un inglés, y se ocupa en arar un pedazo de tierra para cultivar una huerta. Como la venta de frutas y verduras proporciona buenas ganancias, no hay duda de que, en poco tiempo más, se encontrará relativamente rico.

Habíamos convenido en levantarnos muy temprano aquella mañana para ver la llegada de la hacienda al rodeo. Estuvimos a caballo al salir el sol que ascendía en el horizonte anunciando un hermoso día. Mientras marchábamos para encontrar a los peones, las bandadas de patos silvestres levantaban el vuelo en todas direcciones. Había también perdices en abundancia. Estas son tan numerosas y mansas que los muchachos las enlazan con un nudo corredizo de crines puesto al extremo de una caña: camínanles alrededor con el caballo, estrechando cada vez más el círculo, y eso las aturde al punto de que se dejan atrapar.

Una vez que la hacienda estuvo en el rodeo, se trató de elegir un novillo para el consumo de la casa. Yo me pregunté cómo se arreglarían para apresarlo. Estábamos en una llanura sin límites y ya podíamos perseguir el animal hasta la Patagonia, seguros de que no encontraría un obstáculo que lo detuviera. Mister Taylor anduvo a caballo entre el ganado, hasta que señaló a los peones un novillo excelente, pero, apenas lo hizo, el animal pareció advertir que se ocupaban de él y levantó la cabeza como decidido a ponerse en salvo. Los peones se le acercaron para rodearlo; todo el ganado empezó a dar muestras de alarma y el novillo, obligado de muy cerca, echó a correr a través del campo. Tres jinetes salieron en su persecución: un joven, que montaba un caballo tostado, tomó la delantera. Yo galopé hasta colocarme   —23→   en un ángulo desde donde pudiera presenciar el espectáculo; entretanto el muchacho destacaba el lazo y con mucha seguridad y gracia lo hacia girar sobre su cabeza en amplios círculos. Corrían a cual más como si les fuera la vida; el jinete arrojó el lazo, pero antes de que llegara a los cuernos del novillo, éste con un giro rápido vino hacia mí y me acometió furiosamente. Yo salí huyendo con toda rapidez, sin siquiera mirar atrás y no sujeté mi caballo hasta que perdí, casi, de vista a mis compañeros. El animal, entretanto, como en menosprecio de mi cobardía, se había vuelto al rodeo. Los peones le buscaron otra vez y lo sacaron campo afuera. Cuatro jinetes iban tras él. Don Pepe16, que montaba un caballo tordillo muy pronto y vigoroso, los aventajó a todos: como era muy diestro en el manejo del lazo, iba armándolo y revoleándolo en plena carrera. La persecución se hacía por momentos más emocionante: arrojado por fin el lazo con infalible precisión, se anudó en los cuernos del animal. El caballo se aprestó a soportar el tirón y el novillo cayó en tierra para levantarse en seguida dando bramidos y saltos violentos. Entonces le arrojaron otro lazo a los cuernos y, así retenido, le llevaron arrastrando a una larga distancia y le dieron muerte.

Después de almorzar salimos a caballo por la estancia y de vuelta nos quedamos como dos o tres horas mirando domar un potro. En esta ocasión el intento resultó fallido porque el animal se puso a bellaquear furiosamente por un largo rato sin avanzar en lo más mínimo y al último, fuera por cansancio o por instinto, se tiró al suelo y resultó imposible hacerlo poner en   —24→   pie. Entonces lo arrastraron, literalmente, por el pasto, con dos lazos, y lo ataron a un palenque.

Antes de reanudar el viaje, debíamos conversar largamente con nuestro amigo Mr. Taylor a propósito de las cabalgaduras porque de este asunto dependía el éxito o el fracaso de mi empresa. Se trataba de resolver si podríamos continuar con nuestros propios caballos o si era preferible mandarlos a la ciudad y adquirir otros, en mayor número, para seguridad del viaje.

Se presentan dos maneras de viajar en estas regiones: o se sigue el camino de postas, procurándose en las mismas el caballo y el postillón, o bien se adquiere una tropilla de caballos, con la ventaja de que uno mismo se traza libremente su itinerario. En este último caso, el viajero, si ha de hacer un largo viaje, debe proveerse de cuatro caballos por lo menos.

Cada una de esas tropillas tiene una yegua que lleva suspendido un cencerro al pescuezo, y no se le separan nunca los caballos cuando están acostumbrados a su compañía. Tratándose de emprender un viaje con tropilla, ensíllanse únicamente los caballos destinados a los viajeros y los restantes marchan adelante, para ser utilizados llegada la ocasión. El precio de la tropilla y la eficacia de las cabalgaduras, depende, precisamente, de la fidelidad con que siguen a la yegua, porque no siendo así, fácilmente se dispersan y huyen, lo que hace necesario un mayor número de peones. Otra precaución que deberá tener en cuenta el viajero es la de verificar si los caballos son mansos y tranquilos, como para jinetes de orden común. Los nativos son tan diestros en el caballo, que montarían cualquier bicho de cuatro patas y no trepidan en asegurar que en tal o cual tropilla todos los caballos son mansos como corderos, cuando en realidad   —25→   no hay uno solo que no sea para la silla de un jinete muy experimentado.

Como mi propósito era recoger informaciones sobre la población, usos, costumbres y fuentes de riqueza, decidí comprar una tropilla. Esto me permitía variar la ruta, dejándome en libertad para visitar lugares diversos, según se me presentara la oportunidad; de manera que renuncié a los caminos y a las casas de postas.

Para examinar una tropilla que tenían en venta, nos dirigimos a casa de un criollo, distante media legua de la estancia. El dueño de casa se adelantó a recibirnos. Esta muestra de atención y hospitalidad es aquí muy común. Era hombre ya anciano y de hermosa presencia; nos pidió que bajáramos del caballo invitándonos a entrar en su vivienda. Como era vecino de Mr. Taylor y vivía en buenos términos con él, me sentí muy tranquilo en su compañía. El rancho estaba construido de cañas, estacas y barro; las paredes, sin enjalbegar, tenían apenas seis pies de altura con techo de paja de totora. Se componía de dos habitaciones sin ninguna ventana. La puerta estaba bien sostenida, con goznes de manufactura inglesa. En la pieza contigua, una mujer bastante alta, estaba peinándose. Atrajo mi atención el movimiento de sus brazos, tal vez porque ninguna actitud revela, como esa, la verdadera silueta de una mujer con sus atractivos y defectos.

Así que tomamos asiento, una de las muchachas nos ofreció mate, muy cortésmente, en una calabacilla con virola de plata. El sabor de esta infusión se parece mucho al del té. Es bebida muy generalizada y preferida de los naturales que la toman sorbiéndola a través de un tubo. Aunque la casa era pequeña, la familia era grande porque el dueño tenía varias hijas y nueras y tres   —26→   muchachos jóvenes. El mayor de los hijos estaba en el ejército. Toda la familia vestía con telas de manufactura inglesa. El dueño de casa era un tipo muy característico de los de su clase: el valor de su casa-habitación y todo su ajuar no llegaría a treinta libras esterlinas, pero sus propiedades y bienes en general podían avaluarse fácilmente en tres mil libras.

Desde la sombra de unos ombúes cercanos estuve observando la escena que me rodeaba: gatos, perros y aves domésticas se calentaban al sol, frente a la puerta de la casa; un pequeñuelo, tendido en el suelo, se entretenía en cortar yuyos con una tijera de esquilar. Servía de cocina y de alojamiento para los peones, un rancho largo, construido de los mismos materiales que la casa de familia. En uno de los extremos había un horno para cocer el pan, muy semejante en su forma a una colmena, pero de mayor tamaño; junto al horno, un pozo de balde. En un terreno, detrás de la casa, andaban varios avestruces domésticos. Uno retozaba con gran vivacidad: partía velozmente y, de pronto, como si se espantara de algo, cambiaba de dirección y volvía hacia la casa como un relámpago. Sus movimientos eran originales y atrayentes.

En todo el espacio que abarcaba la vista, el campo aparecía cubierto de vacas y ovejas. El sol estaba fuerte y, hacia el occidente, el paisaje se animaba con lagos hermosos bordeados de álamos, e islas cubiertas de arbustos en flor. Me propuse recorrer esos parajes al hacer la vuelta de la estancia; pregunté el camino, pero grande fue mi decepción al enterarme de que los lagos y las islas no eran más que una ilusión óptica: se trataba del conocido espejismo del desierto. El cuadro que se me presentaba y que se extendía por una inmensa distancia,   —27→   resplandecía en su primer plano con la multitud de margaritas silvestres, cuyas corolas doradas, húmedas todavía por el rocío de la noche, secábanse a los rayos del sol. El conjunto de la escena tenía mucho de la vida oriental: la vasta soledad, la sencillez primitiva del paisaje me daban la impresión de encontrarme entre los beduinos de Arabia o junto a la morada de Isaac y Rebeca.

Mis compañeros vinieron a turbar mis imaginaciones para decirme que ya estaban en tratos para la compra de la tropilla. Esta se encontraba cerca y fuimos a inspeccionarla. Los caballos eran de muy buena cría y se mostraron muy apegados a la yegua madrina. Para ponerlos a prueba, tratamos de separarlos de ella valiéndonos de distintos medios, pero se empeñaban en mantenerse siempre a su lado y no se conformaban con su proximidad sino que porfiaban por cruzar los pescuezos sobre el lomo de la yegua. En ese particular, nada teníamos que decir. Quedaba por saber si los caballos eran realmente mansos. Tanto el dueño como su hijo nos aseguraron, con insistencia, que un niño podría montarlos sin ningún peligro. A fin de comprobarlo, elegí uno, que por su apariencia me pareció el más indicado para iniciar mi viaje. Lo encontré dócil y no quise probar otro dejando esta cuestión para cuando tuviéramos que servirnos de ellos. Luego entramos a tratar el precio. Nos pidieron una suma equivalente a dos libras y diez y seis chelines por cada uno. El dueño no quiso rebajarnos nada, pero, como eran caballos superiores y bien entropillados, acepté el precio que me pedían. La tropilla estaba compuesta de ocho caballos y la yegua. Me aseguraron que al finalizar mi viaje podría venderlos   —28→   en la ciudad por el precio que había pagado aquí, pero, con todo, creo que los pagué bastante caros.

Así provisto de caballos, el problema que se me presentaba era conseguir una persona que me sirviera de baquiano y al mismo tiempo se ocupara de la tropilla. Esto me ofrecía algunas dificultades porque la mayoría de los hombres estaban en el ejército y los pocos libres del servicio no bastaban para desempeñar las faenas rurales más indispensables. Me recomendaron, al efecto, un individuo que tenía cinco caballos y podría acompañarme mediante ocho chelines diarios, pero no pudimos ponernos de acuerdo. Por último, mi buen amigo Mr. Taylor, considerando mi situación, tuvo la bondad de autorizar a su hijo para que viniera conmigo sirviéndome de asesor. Con esta ayuda, me encontré en condiciones de seguir adelante bajo los mejores auspicios. Don Pepe, que así se llamaba este joven, era un muchacho de apariencia nada vulgar: aunque no había cumplido los veinte años, su estatura era de seis pies, con un pecho y unos hombros en que no cualquiera le aventajaba. Unía a su belleza física mucho despejo y cordialidad. La perspectiva de un viaje arriesgado le llenó de contento y empezó los aprestos con gran animación y entusiasmo. Fue a visitar al vendedor de la tropilla para conocer -por el hijo, de quien era amigo- las verdaderas condiciones de los caballos. Yo le recomendé que verificara bien si, una vez ensillados, resultaban dóciles porque sobre ese punto me quedaban dudas. Al volver de su visita me comunicó que tres de los caballos eran realmente mansos, dos no lo eran tanto aunque tampoco eran malos y por último había uno que sólo servía para que se le asentaran los pájaros del campo. Era el informe más favorable para mí, porque Don Pepe, habiendo   —29→   nacido en la campaña, era un jinete superior y además muy experto en el manejo del lazo y las boleadoras; de suerte que nada tenía yo que temer llevando tres caballos mansos y tres ariscos. Le había visto hacer a don Pepe verdaderas proezas como jinete.

La mañana en que debíamos salir de Magdalena amaneció nublada y hubo gran ajetreo en la casa con los preparativos de nuestro viaje. Tanto yo, como mi camarada don José, don Pepe y toda aquella bondadosa familia, andábamos muy atareados arreglando nuestras cosas en las distintas habitaciones. Mis maletas de arpillera fueron declaradas inútiles por algunos viajeros experimentados, en razón de que la primera lluvia las pondría inservibles. Resolvimos entonces pasar mis ropas y otros objetos de uso personal a un saco de cuero crudo que se acomodó a la grupa del caballo. Este saco fue asegurado y cubierto con otra pieza, también de cuero, bastante amplia. Hube de abandonar asimismo mis grandes espuelas porque los caballos no las necesitaban y en lo sucesivo no volví a llevarlas, de ninguna especie. El viaje asumía, para mí, vastas proporciones, aunque por aquí se considera cosa tan común que ni los niños lo miran como novedad. Cuando estuvo listo, don José me invitó a montar. Me despedí de Mr. Taylor y de su familia reuniéndome con don Pepe en la puerta de la estancia, donde esperaban los caballos. Montamos y fuimos hasta el corral. Uno de los animales había sido cargado con el equipaje, como las acémilas; los ocho restantes -menos la yegua- nos servirían para montar durante el viaje. Cuatro caballos eran de don Pepe, y ninguno estaba herrado.

Los hombres que se hallaban en el corral abrieron la puerta y la yegua salió seguida de los caballos, tomando   —30→   en seguida rumbo a su querencia, con bastante rapidez. Tuvimos que ponernos al galope y no fue tarea fácil conseguir que la tropilla siguiera la dirección que deseábamos, porque se empeñaba en volver a su campo. De pronto, cuando ya habíamos logrado reunir todos los caballos, la yegua dio media vuelta y salió huyendo mientras los caballos de don Pepe tomaban otro rumbo. No logramos hacerlos marchar en orden hasta después de haber andado una distancia de tres leguas.

Nuestra salida de la estancia fue semejante a la del barco velero que se empeña en dejar el puerto con vientos contrarios.



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ArribaAbajoCapítulo II

Un alto para cambiar caballos. - Hacia las nubes. - Cacería de venados improvisada. - Hospitalidad familiar en una estancia. - El asado. - Botas de potro. - En la estancia de Newton. - Las ovejas y las inundaciones. - Los pozos y la manera de sacar agua. - La laguna de Chascomús. - Chozas de mujeres criollas. Malas costumbres de la soldadesca. - La estancia de Mr. Thwaites en Chascomús. - La tropilla perdida. - Un juez de paz. - Peligros del mucho hablar. - Establecimientos para cría de ovejas.


Seguimos andando y llegamos a una estancia compuesta de cinco leguas cuadradas de pastoreo y que contenía de quince a veinte mil cabezas de ganado. Allí pedimos permiso para encerrar la tropilla en el corral. Don Pepe necesitaba cambiar caballo porque el suyo había trabajado mucho durante la mañana y parecía cansado; llevaba, además del jinete, la carga de un pesado lazo, las boleadoras y algunos maneadores necesarios para el viaje junto al corral estaba instalado un almacén adonde nos acercamos con la esperanza de conseguir un poco de pan y algunas galletas. Una vez adentro, me enteré, muy complacido, de que el propietario era un escocés, quien nos invitó a entrar en su casa y a descansar en ella brindándonos con una excelente merienda. Después volvimos a montar y nos apartamos del camino (si así podía llamarse) entrando en un campo muy pastoso. Hicimos un rodeo, porque don Pepe quería pedir a una persona ciertos datos relativos al   —32→   viaje. Por espacio de una legua fuimos galopando muy agradablemente. Podía sentirme satisfecho de mi caballo porque era de muy buen andar y manso, aunque algo espantadizo; tenía la boca muy blanda; yo apenas le hacía sentir la rienda y por momentos me daba la impresión de ir montado en una gacela.

El caballo de don José, por el contrario, era mañero y de andar desagradable, por lo que nos detuvimos para que ensillara otro de mejor paso. Esta tarea, que debíamos cumplir diariamente durante nuestro viaje, nos dio ocasión de apreciar lo que vale una tropilla bien amadrinada; no tuvimos más que caminarles un momento alrededor para que los caballos formaran un grupo bien compacto. Don Pepe desmontó y yo le tuve el caballo de la rienda, porque era arisco. Después se acercó cautelosamente a la tropilla, maneó la yegua y se dio a la tarea de enfrenar el caballo que deseaba. Esto resultó divertido porque, así que don Pepe se acercaba a un costado de la yegua, todos los caballos se corrían al lado opuesto sin apartarse de ella y cuando quería seguirlos pasando al otro lado, lo evitaban con la misma maniobra como en un juego de niños. A nosotros nos complacía mucho el espectáculo por cuanto en ningún momento los caballos intentaron siquiera separarse de la yegua. Hubo un momento en que don Pepe trató de sorprenderlos pasando bajo la barriga del animal, pero ellos lo advirtieron enseguida y se pasaron al lado contrario. Claro es que, desde un principio, don Pepe hubiera podido enfrenar uno cualquiera de los caballos, pero se trataba de hacerlo con el que había elegido de antemano.

Antes de seguir nuestro camino y una vez que don Pepe montó, pregunté por la ruta que seguiríamos. Don Pepe me contestó, señalando a lo lejos con la mano:

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-¿Alcanza a ver aquella hacienda?...

-...No veo más que ganado, contesté.

-Muy bien, pero, ¿ve aquella mancha oscura que parece una tropa regular de ganado?...

-Sí... Algo oscuro veo allá lejos pero no sabría distinguir si son vacas o caballos.

-¿Y que más ve en la misma dirección?.

-Más lejos... unas nubes aborregadas...

-Nubes... sí... a usted le parece que todavía está en el mar. Y bueno, vamos a seguir marchando derecho a esas nubes.

-¿Y cuando lleguemos a ellas?...

-No se preocupe... antes vamos a ver otras cosas...

Don José dijo, entonces, que las tales nubes podrían empezar a moverse y nos pusimos a gran galope en dirección a ellas.

Pasado un rato se presentaron a mi vista, por primera vez, los venados y los avestruces silvestres, y dimos comienzo a una magnífica persecución. Encontramos, primero, una tropa de venados que no prestaron mayor atención hasta que estuvimos muy cerca y pudieron oír el cencerro de la yegua. Con esto empezaron a levantar las cabezas y a mirarnos, parando las orejas con las colitas tiesas.

En estas circunstancias prorrumpimos en un grito agudo y prolongado. Esto bastó para que echaran a correr desesperadamente, no sólo los venados sino también los caballos, viéndonos obligados, nolens volens, a correr detrás como si fuéramos persiguiendo una manada de baguales. Aquello resultaba un deporte de príncipe: el mismo Nemrod hubiera envidiado la partida... Los animales de la estancia se hacían a un lado, abriéndonos   —34→   camino: por un largo trecho y a toda carrera seguimos aquella tropa, compuesta de caballos, venados y avestruces.

Las cigüeñas, los caranchos e innumerables bandadas de pájaros que cruzaban el aire, remontaban el vuelo y se mantenían suspendidos como asombrados del espectáculo. Por último, los avestruces y los venados se apartaron, mientras la tropilla, para satisfacción nuestra, fue moderando la carrera. Esto me trajo a la memoria una superstición que corre entre los nativos: según ella, todas las noches y a la misma hora comienzan a aullar los perros del campo como si lloraran a un difunto y es que a esa hora sale un ánima en pena y hace una ronda nocturna, montada en su caballo y arreando una tropilla.

Después de este día tan agitado, llegamos a la estancia donde pensábamos hacer noche. Don Pepe esperaba también obtener en ella algunas noticias de importancia. Daban sombra a la casa tres o cuatro ombúes y el propietario se adelantó a recibirnos con mucha urbanidad, invitándonos a desmontar y a pasar la noche. Me sorprendió gratamente ver dos hermosos galgos que respondieron a mis cariños. Eran grandes y fuertes, capaces de voltear un venado. Como es costumbre, dejamos nuestros recados en el suelo, por algunos momentos, mientras acompañados del dueño de casa entrábamos en ella cambiando algunas frases corteses. Después, él mismo nos pidió que entráramos los recados y nos indicó los cuartos que íbamos a ocupar.

Luego pusieron un asado al fuego y no tardaron en invitarnos a comer. Tomé la silla en que me hallaba sentado bajo un árbol y me senté a la mesa; estaba cubierta por un limpio mantel y encima una fuente con   —35→   asado; había bizcochos morenos, un jarro de hojalata y los platos para los huéspedes; cada plato tenía un tenedor pero no cuchillo porque se supone que el huésped lo lleva consigo; también se supone que lleva provisión de sal. Como teníamos apetito y el plato era excelente, dimos buena cuenta de él. Luego nos levantamos y agradecimos al dueño de casa la cena que nos había obsequiado.

Caminando por la estancia observé que las paredes de la casa eran de piedra, lo que no dejó de sorprenderme, teniendo entendido que no existían piedras por aquellos campos. Para satisfacer a un geólogo amigo, solicité del dueño de casa una muestra que me ofreció de inmediato. La casa era de una planta, con sólo dos habitaciones y techo de totora. Frente por frente había un espacio cercado, destinado a huerto donde crecían arbustos fragantes y plantas florecidas; también algunas coles y cebollas, todo muy abandonado; una cigüeña se había posesionado del pequeño huerto durante la tarde. Del lado opuesto al jardín, había una huerta de duraznos. Al atardecer, y terminadas las faenas del día, los peones y otras personas de la casa, incluso el patrón, organizaron una partida de bochas. Ya próxima la hora de dormir y antes de irnos a la cama nos invitaron con mate. En el cuarto que me fue destinado había una cama pequeña con colchón de lana y también un catre. Este último, de uso general en la campaña, es muy cómodo y manejable: se construye según el sistema de las sillas plegables de jardín; lleva como fondo una lona que puede doblarse hacia arriba. El patrón nos dio una sábana a cada uno y una almohada, deseándonos buena noche. Con los ponchos y los aperos de montar suplimos lo que nos faltaba como ropa de cama, La tropilla nos había   —36→   preocupado bastante por el temor de que pudiera volverse a la querencia si la dejábamos suelta durante la noche; por eso la encerramos en el corral y sólo quedaron afuera, pero maneados, los caballos que debíamos montar al día siguiente. Muy de mañana y estando todavía en la cama, Don Pepe me despertó con un mate: esta bebida debe de ser muy tónica a juzgar por su gusto amargo cuando se la bebe sin azúcar. Cuando, después de levantados, salimos afuera, quedé sorprendido ante la llanada tan perfecta que se dilataba ante nosotros por todos lados: no se advertía en una extensión inmensa la más leve ondulación.

Los nativos no almuerzan antes de las once y nosotros teníamos prisa en reanudar nuestro camino pero antes deseábamos tomar algún alimento; Don Pepe solicitó, entonces, un pedazo de carne. El patrón nos instó a cortar todo lo que quisiéramos. Don Pepe, que conocía aquello como el mejor, cortó una tira de asado en la parte más tierna. Tal es la costumbre, en el campo, en casos así. Se pide al viajero que corte lo que guste porque siempre hay carne en abundancia que cuelga en un lugar abierto.

Entramos con Don Pepe en la cocina: se hallaba en ella el patrón con dos o tres peones más, sentados todos alrededor del fuego. El fogón estaba en el suelo, en el centro de la cocina; consistía en una hilera circular de ladrillos, colocados de canto y cerrando un espacio de una yarda cuadrada; sobre el fuego hervía una calderita colocada encima de un trébedes. Nos sentamos haciendo rueda, sobre unos troncos de madera, altos de unas seis a ocho pulgadas. Un muchacho servía el mate a los presentes. Como no había chimenea, el humo llenaba la cocina, aunque algo evitábamos la molestia por   —37→   el bajo nivel a que nos hallábamos sentados. Después que sacaron la caldera, Don Pepe puso nueva leña en el fogón y con su cuchillo limpió de ceniza y grasa el asador. Este era una barra de hierro, de unos cuatro pies de largo. Don José le ayudó a ensartar la carne y a asegurar un extremo del asador clavándolo en el suelo de manera que quedara inclinado sobre las brasas. En esta forma, la carne se asa muy bien, porque el calor, subiendo de todos lados, la penetra completamente dándole un sabor muy especial y delicado. Tal vez una persona demasiado exigente pudiera sentir cierta repugnancia viendo la espesa humareda y el polvo que por momentos oculta el asado a la vista de los presentes.

Don Pepe daba vuelta el asador, una y otra vez. Llegado el momento, un muchacho comenzó a pisar sal en un mortero grande de madera y esparció un puñado sobre la carne asada. Don Pepe, entonces, colocó el asador atravesado por encima de las brasas con los extremos descansando sobre dos ladrillos para preservar la carne, de la ceniza; hizo dos o tres cambios más y la carne quedó a punto. Entonces clavaron el fierro en el suelo, nos sentamos alrededor y empezamos a cortar con nuestros propios cuchillos, muy contentos de participar en aquel banquete de gitanos. En la cocina no había una sola mesa... Comer de esta guisa requiere cierta práctica: primeramente se ha de coger la carne con la mano izquierda, luego tomar con los dientes el bocado elegido y aplicar el cuchillo, con la mano derecha, apoyando el filo hacia arriba para cortar. Esta carne era particularmente tierna y muy jugosa. Mis manos se cubrieron de grasa y me apresuré a lavarlas en un latón de amasar, a falta de otro recipiente.

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Terminado el almuerzo, tomamos un trago de agua y agradecimos nuevamente al dueño de casa su hospitalidad. Por cierto que le hubiéramos inferido una ofensa, de haberle ofrecido una paga cualquiera. Ese hombre, en realidad, podía vivir como un príncipe, de haberlo querido, aunque tal vez no hubiera sabido cómo hacerlo. Poseía legua y media cuadrada de tierra fértil (equivalente a nueve mil acres ingleses) y mucho ganado. Si la felicidad consiste en sentirse libre de toda preocupación y en la seguridad de que jamás la miseria se dejará sentir en nuestra casa, el anfitrión era, sin duda, en extremo feliz; sus ocupaciones se reducían a las peculiares de la vida ganadera; sus placeres consistían en visitar, los domingos, a sus amigos, en bailar, en jugar a los naipes y apostar a las carreras. En una carrera reciente había ganado cerca de doscientas libras esterlinas.

Don Pepe pudo procurarse aquí un par de botas del país, porque las que llevaba eran europeas y no se adaptaban bien a los pequeños estribos de nuestros recados. Para dar una idea de lo que son estas botas, se hace necesario describir su fabricación. A fin de obtener el material, matan un potro joven y le sacan el cuero de las patas traseras, desde el menudillo hasta la mitad, más o menos, del muslo; le raspan el pelo y mientras el cuero está húmedo, lo adaptan a la pierna y al pie de la persona que ha de usar las botas. Esta parte, desde el corvejón hacia abajo, forma el pie, y la parte de arriba cubre la pierna. Para dar forma al cuero y también para hacerlo más adaptable, ensanchan una parte, estrechando la otra y lo hacen de suerte que el pie quede cubierto, excepto los tres dedos mayores que, por lo general, quedan a la vista. Esta bota resulta muy liviana   —39→   y muy apropiada para montar siendo de uso general entre los gauchos.

Cuando los caballos estuvieron listos, pusieron a prueba los destinados para mí porque no los conocíamos y había que verificar si eran mansos. Creo que en las cacerías de zorro no se emprenderá la marcha con tanto ánimo y contento como lo hicimos al dejar la estancia para continuar nuestro viaje. El ejercicio nos había sido saludable y respirábamos ahora un aire y unas brisas tan perfumadas que nos sentíamos como desligados de la tierra, según avanzábamos galopando por la llanura.

Como de costumbre, cabalgamos al principio entre tropas de ganado y vimos ese día muchos venados, no así avestruces. La primera parada que hicimos duró pocos minutos y fue para examinar una piedra redonda colocada como límite entre dos campos. Habiendo llegado a un sitio muy atrayente, cubierto de flores, donde crecía un pequeño arbusto de olor parecido a la verbena, desmontamos, echándonos a descansar sobre la hierba. Vino a mi memoria aquella bonita canción de Shakespeare «I know a bank», trayéndome dulces recuerdos del hogar. No quisimos privarnos de aquel goce voluptuoso, aunque más nos hubiera valido renunciar a él... porque apenas si pudimos alcanzar a la tropilla en el momento justo en que el caballo carguero se echaba en el suelo para revolcarse, totalmente olvidado de los espejos, botellas, jarros y otros objetos frágiles que llevaba encima y que tuvimos tiempo de salvar.

Seguimos camino, conversando sobre los placeres y las penurias de la vida en el campo. Don Pepe me contó, entonces, un caso que le habla ocurrido y que trato de reproducir con sus mismas palabras.

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-Estaba yo un día -nos dijo- sacándole el cuero a una vaca muerta, cerca de una laguna, cuando sentí un ruido, atrás mío. Me di vuelta y era un toro que se nos venía encima, muy ligero. Lo atropelló al caballo de mi compañero pero le dio el golpe en la carona de suela que lo salvó. Entonces se le vino a la vaca muerta y le hundió los cuernos. Yo corrí a saltar en mi caballo, pero se había asustado y no me dejó montar. Entonces me puse atrás del toro para desjarretarlo, pero, cuando eché mano al cuchillo, me di cuenta de que no lo tenía. No me quedaba más que disparar y esconderme entre unos pastos altos. Con miedo y todo, al fin me entraron ganas de reír, porque, al toro, en lugar de atropellarme, le había dado por levantar con los cuernos a la vaca muerta. Mi compañero ya se había tirado al suelo también porque tenía el caballo atado. Si yo hubiera podido montar, le hubiera cortado la soga; pero me quedé tirado entre los pastos hasta que el toro se cansó de meterle los cuernos a la vaca y se fue.

Las vacas son todavía más peligrosas que los toros cuando un hombre se encuentra a pie, porque la vaca lo busca siempre, y mantiene los ojos bien abiertos. El toro -por el contrario- no busca al objeto que acomete y cierra los ojos, de suerte que, una persona lista, puede evitarlo si sabe saltar hacia un lado.

Siguiendo camino, pasamos junto a un pozo que habían cavado para dar agua a las haciendas. Estaba protegido por una fuerte empalizada, para evitar que los animales destruyeran el brocal de ladrillos. Había llovido tan poco en el verano, que los pozos se hacían muy necesarios. Pasamos sin dificultad el río Samborombón, completamente seco por la falta de lluvias. Íbamos acercándonos a la estancia de Mister Newton,   —41→   un súbdito británico; la casa, desde lejos, parecía muy grande por las arboledas que la rodeaban. Esta propiedad tiene cuatro leguas cuadradas y mucha hacienda. El Sr. Newton se hallaba en Buenos Aires, y fuimos recibidos amablemente por su mayordomo, Mister Ford y su mujer. Cuando llegamos, el mayordomo se encontraba fuera, pero la señora vino hasta el lugar donde estábamos con los caballos y nos invitó a entrar en la casa para descansar y comer alguna cosa. Enseguida ordenó que trajeran un cordero de la majada, para preparar la cena.

La recepción fue por todo extremo primitiva: como viajeros extraños, habíamos quedado a una respetable distancia de la casa hasta que se supiera nuestra llegada. La señora, que no había oído hablar nunca de nosotros, nos invitaba a entrar, sin ninguna carta de recomendación, por el solo hecho de presentarnos allí necesitados. Todo lo puso a nuestra disposición y nos trató como bienvenidos. Las costumbres de los pueblos pastoriles parece que son siempre semejantes. Ahora comprendo cabalmente las costumbres nómadas y los hábitos domésticos descriptos en el Antiguo Testamento. Las posadas y hoteles no existen en las pampas y el viajero debe atenerse a la hospitalidad de las gentes.

Yo me había encontrado, como viajero, en idéntica situación que la del Levita citado en el libro de los jueces, (XIX-17-20), si sustituimos la calle por el campo:

«Y alzando el viejo los ojos, vio a aquel caminante, en la plaza de la ciudad, y díjole: ¿A dónde vas y de dónde vienes?

Y él respondió: Pasamos de Betlehem de Judá, a los lados del monte de Efreim, de donde yo soy; y fui hasta Betlehem de Judá y ahora voy a la casa de Jehová,   —42→   y no encuentro quien me reciba en su casa. Aunque nosotros tenemos paja y de comer para nuestros asnos y también pan y vino para mí y para tu sierva y para el criado que está con tu siervo, pero no tenemos dónde alojarnos.

-Y el hombre viejo dijo: Paz sea contigo; tu necesidad quede a mi cargo, con tal que no pases la noche en la calle.»



Esta vez yo no había tenido necesidad de nada y no era el caso de ofrecerme forraje para los caballos, porque en este país es de muy poco o de ningún valor. No puede darse nada más primitivo ni más bello.

La casa de Mr. Newton está construida de ladrillos y bien edificada. Tiene delante, una galería sostenida por pilares de madera. Algunas rejas, bastidores y postigos de las ventanas son de hierro e importados de Birmingham. Frente a la galería hay una parra de sombra muy grata. La huerta, circuida de un fuerte alambrado17, contiene hortalizas de varias clases, tropicales y europeas; esta vez la cosecha de papas se había perdido por falta de agua. Como frutas, había peras, higos, manzanas, duraznos, membrillos, frutillas, naranjas, damascos, ciruelas y nueces. Lindante con esa huerta, había una quinta de duraznos y una pequeña plantación de paraísos. El parque y el jardín, menos extensos, se hallan defendidos de las incursiones de vacas y ovejas por setos formados de arbustos espinosos y por una cerca de hierro. Dos lados de la casa tienen arboleda y los otros dos dan al patio y a los galpones. En uno de éstos funciona un aparato a vapor para derretir grasa de vaca y de oveja. Hay también en el galpón una prensa   —43→   de tornillo para enfardar lana. Esta lana, una vez enfardada, queda lista para la exportación.

Durante el invierno, el río Samborombón crece con extrema rapidez y al acercarse al río de la Plata se convierte en un verdadero torrente. De ahí que sea necesario ejercer mucha vigilancia sobre las ovejas; de lo contrario pueden ahogarse en gran número por ser animales muy tontos. Poco tiempo atrás, una persona de las vecindades había perdido seis mil ovejas de buena cría, como consecuencia de una crecida del río. Casi todas estas pérdidas deben atribuirse a la escasez de población: un propietario podrá ver ahogarse sus majadas, extraviarse sus ganados, alzarse sus manadas de yeguas, sin encontrar medios para evitarlo por falta de peones que vengan en su ayuda.

Al día siguiente, como de costumbre, me llevaron mate muy temprano mientras me encontraba todavía en la cama. El día estaba claro y soplaba una brisa reconfortante. Mientras hacía mi toilette pude escuchar, cantado por un carpintero escocés un himno de Wesley.

Entré a la cocina y llamaron mi atención dos grandes costillas de megaterio. Mientras las examinaba, alguien me indicó un hueso muy grande que empleaban como asiento y que, sin duda, era una de las vértebras del mismo animal. Cuando todo estuvo listo me dispuse a montar y me despedí de los presentes. Saludé, muy en especial, a la señora Ford que me había impresionado por la bondad de su corazón y su genuino sentimiento de la hospitalidad.

Aquel día monté un caballo nuevo para mí, que, si bien no podía llamarse arisco, se mostró de un natural demasiado vivo durante las primeras leguas de camino. Don Pepe montaba aquel caballo que, según él, sólo era   —44→   bueno para que se le asentaran los pájaros del campo. Cuando salimos, la tropilla se encontraba a cierta distancia. Fuimos acercándonos con el caballo carguero por delante, y los otros se asustaron al verlo. El mío empezó a bufar con intenciones de huir para unirse a los demás, lo que me puso sobre aviso. Por último, y después de un recio galope durante un buen trecho, logramos poner a la tropilla en la dirección que deseábamos. En ese día, arreamos los caballos de otra manera: yo vigilaba uno de los flancos, don Pepe se había encargado del otro, mientras don José dirigía desde atrás. Este modo de llevar la tropilla en línea recta, resultó el más conveniente porque nos evitó molestias y rodeos innecesarios, bastaba con dirigir la yegua, y los caballos la seguían sin dificultad. Desde la estancia, hasta que llegamos a una extensión de pasto muy duro, nos acompañó una bandada de loros. Fue un alivio para nosotros cuando se volvieron porque ya empezaban a molestarnos con sus gritos.

Seguimos marchando algunas millas por ese campo y encontramos algunas personas que abrevaban el ganado; en este caso, como en tantos otros, la razón del más fuerte es siempre la mejor», porque los animales parecían haber convenido tácitamente que bebieran primero los caballos, luego los bueyes y por último las ovejas.

Aquí vi, por primera vez, la forma en que sacan agua de los pozos. Encima del pozo se levanta una armazón de madera de donde se suspende la roldana por donde pasa una soga de cuero, que se prende, en uno de los extremos, al cubo, y en el otro a la cincha del caballo. El balde es de cuero, muy grande y de una forma muy particular; tiene cinco o seis pies de largo y es   —45→   abierto en los dos extremos18. Una vez que el balde desciende al pozo, un individuo a caballo lo tira por cierto trecho hasta que sube por encima del brocal. La soga se dispone de tal manera que cuando el caballo ha tirado el balde un trecho suficiente, la boca del cubo se inclina sobre una cisterna o batea en la cual se derrama. Esta operación se hace con facilidad y con bastante rapidez. Cambiando caballo por una sola vez, puede darse de beber a dos mil cabezas de ganado en el espacio de unas ocho horas.

Hace poco tiempo han inventado otro sistema para sacar agua y dar de beber a los ganados, Supongamos un pozo de quince pies de profundidad: en tal caso deberá tener una anchura de diez y seis pies. Hacen, entonces, un balde de forma oval, en lona reforzada, de unos catorce a quince pies de largo, abierto en sus dos extremos, un extremo algo más ancho que el otro. En la abertura más ancha, se clava o se cose un arco redondo de madera dura, para lo cual suelen también servir esos arcos que forman el borde superior de un balde común. A fin de reforzar los flancos del cubo de lona, cosen a lo largo dos sogas gruesas, de una pulgada más o menos. El cubo se asegura a las estacas de la boca del   —46→   pozo y el extremo y borde más ancho, se ata, mediante una soga, a la cincha del caballo según el procedimiento ya descripto, bájase el cubo al pozo hasta una profundidad suficiente, de suerte que pueda admitir el contenido de varios baldes comunes y entonces lo sacan, valiéndose siempre del caballo, hasta que se derrama en la batea o cisterna donde bebe el ganado.

Por el poco cuidado que ponen los propietarios de campo, en la conservación de los pozos, mueren en estas regiones, anualmente, miles de animales vacunos. Los nativos son por completo inútiles para cavar pozos o limpiarlos, y como no existen extranjeros suficientes para realizar esa faena, ocurre que se abandona completamente. He podido observar que todos los criollos nacidos o criados en el campo, ignorantes de la vida y hábitos de la ciudad, muy raramente sienten inclinación por ningún otro trabajo que no se relacione directamente con los caballos y las vacas. Obligarlos a vivir en una ciudad, confinarlos en una localidad determinada, o someterlos a las labores de la agricultura, equivaldría a encerrar un pájaro en una jaula. La única ambición de los paisanos es la de ser buenos jinetes y las faenas propias de la ganadería constituyen su ocupación favorita. Cualesquier otro trabajo, comercio o industria, se deja para los extranjeros, o sencillamente, se abandona.

Los hombres que daban agua al ganado nos indicaron el camino y seguimos andando; la escena cambiaba, impresionándonos gratamente por su novedad. No habíamos caminado mucho, cuando atrajo mi atención una pequeña eminencia del terreno donde apenas crecía la hierba y supuse que sería el linde de un campo. Don Pepe me explicó que una carreta de bueyes se había atracado en el barro (aunque no existía nada   —47→   parecido a un camino) y luego había sido menester desenterrarla con palas, formando ese montón de tierra, Estos accidentes ocurren con frecuencia y, en tales casos, uncen a la carreta diez o doce bueyes, pero también suele ocurrir que el vehículo se rompa o que le dejen en el pantano hasta que el terreno se seque. Mientras íbamos de camino sentí una sed extraordinaria y, cuando menos lo esperaba, se presentó a mi vista la laguna de Chascomús; tal vez la proximidad del agua me estimuló la sed pero lo cierto es que, de inmediato, dirigí mi caballo a la laguna. Los caballos de la tropilla no tardaron en advertirla y empezaron a galopar, metiéndose en el agua para beber; después, no querían abandonarla y tuvimos que insistir mucho para que salieran. Estábamos sentados en la orilla, cuando nos rodeó una manada de potros, todos blancos que ofrecían un singular aspecto. El conjunto de la escena era encantador y de un carácter acentuadamente agreste; el día estaba hermoso, el sol se hundía en el horizonte y por varias millas a la redonda el suelo aparecía cubierto de margaritas silvestres, formando como un tapiz verde y oro. Algunos cisnes nadaban en la laguna, cerca de nosotros. Los patos silvestres zambullían muy cerca también y bandadas de otros pájaros se veían en la orilla opuesta. El paisaje, que en esta época aparece tan hermosa, presenta un aspecto muy diferente durante el verano o en pleno invierno. En esta última estación el agua cubre casi la mitad del distrito y en verano los pastos se secan a causa del intenso calor. La abundancia de pasto, durante el verano, depende de la extensión que ha sido cubierta por el agua en invierno: así se explica la pobreza de algunas grandes estancias donde los campos son muy ondulados.

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Después de abandonar aquel sitio, una vez descansados, seguimos andando y no tardamos en llegar a una vivienda. Eran dos chozas mal construidas, de cañas, juncos y barro, expuestas al viento y al agua, en un sitio que parecía haber estado cercado alguna vez como acostumbran, por aquí, a cercar los jardines. Aparecieron varias mujeres y nos invitaron a desmontar, lo que no aceptamos, pidiéndoles, únicamente, un vaso de agua. Una muchacha joven, sentada a la sombra y a un costado de la casa, estaba peinándose, ocupación favorita de las mujeres en estas latitudes. La muchacha de mejor apariencia entre las del grupo nos ofreció agua en un jarro de hojalata; era realmente hermosa; los cabellos negros le caían en dos trenzas sobre la espalda y le llegaban a la cintura.

En las proximidades de ese lugar, el general Prudencio Rosas, hermano del actual gobernador, ha cercado una gran extensión de tierra lindante con la laguna, por medio de un muro que me pareció de barro. Quise examinar su forma y espesor pero a mi caballo le resultó una novedad tan grande que se negó terminantemente a acercarse.

Mientras hacíamos el camino de Chascomús, íbamos preocupados por encontrar la estancia de Mr. Thwaites, un caballero inglés en cuya casa pensábamos pasar la noche. Por desgracia habíamos olvidado el nombre de pila de Mr. Thwaites y el nombre de la estancia, lo que constituía un grave inconveniente. Aquí, por lo general, el primer nombre de una persona se usa mucho más que en Inglaterra y, muchas veces, se hace necesario conocerlo para encontrar una casa. Al fin de cuentas, llegamos a la estancia de Thwaites, una hora, más o menos, antes de entrarse el sol; fuimos muy bien   —49→   recibidos e invitados a alojarnos allí. No llevaba yo cartas de recomendación, a excepción de una que podría serme útil, cuatrocientas millas más adelante, en caso de tener que adquirir nuevos caballos o recabar fondos. Felizmente, confiaba mucho en la hospitalidad de aquellos con quienes tenía que tratar.

Como estábamos cerca de una ciudad donde existía una guarnición, y nuestros caballos eran excelentes, pensamos que podrían excitar la codicia de los soldados, que, a ese respecto, no sienten ningún escrúpulo. Por eso, nuestros principales cuidados fueron para la tropilla. Considerando bien el asunto, decidimos manear la yegua y dos o tres caballos de don Pepe; los otros quedaron sueltos y todos libres para pastar durante la noche.

La sociedad de Mr. Thwaites y de su amable familia, hizo muy placentera mi permanencia en su casa. La estancia dista unos cinco millas de la ciudad de Chascomús; la casa de familia es un verdadero cottage inglés; el edificio todo, es de ladrillos; tiene al frente una galería con pilares de madera que forman una especie de columnata muy bonita. Álamos, paraísos y acacias de flores blancas, rodeaban la casa y en parte la ocultaban. El árbol del paraíso es muy semejante al mostajo: produce una flor pequeña muy fragante y racimos de frutas amarillas. El abundante césped, bajo la arboleda y frente a la casa, se hallaba cubierto de hojas secas, anunciadoras del próximo otoño; las violetas, muy abundantes, se hacían notar por su fragancia. La casa, con su granja y corral, sus galpones, jardines, huertas y parques está rodeada por un profundo foso y un seto vivo que abarca un conjunto de media milla cuadrada. La vida de familia, en este retiro feliz, me trajo los más caros recuerdos del   —50→   hogar; veía allí una buena biblioteca, un piano fabricado en Londres, la chimenea encendida, los sirvientes irlandeses, el cocinero inglés: todo me representaba los días pasados, despertando en mi corazón el sentimiento de la patria y la añoranza de los seres queridos. Viven en la estancia unas sesenta personas, comprendida la gente de trabajo. Para su manutención se sacrifican cincuenta ovejas y dos o tres bueyes por semana.

Chascomús es una pequeña ciudad, distante treinta leguas de Buenos Aires. Tuvo, en otro tiempo, hasta cuatro mil habitantes, pero al presente se halla en estado ruinoso por haber sido, en 1839, el teatro de una revolución contra el general Rosas. Desde entonces ha sufrido mucho; todos cuantos resultaron comprometidos en la revolución, viéronse obligados a huir, dejando sus bienes confiscados. Tiene una iglesia grande, bastante ruinosa, que, según dicen, será restaurada por una suscripción popular; pueden encontrarse algunos almacenes y pulperías y se han establecido unos pocos artesanos ingleses y de otras nacionalidades. Habiendo entrado al almacén de un francés para comprar algunos artículos, vino a darnos conversación un inglés; dijo haberse encontrado en la armada de Buenos Aires cuando ésta fue tomada por la flota anglo-francesa; lo habían herido en un brazo, lo que le valió una pensión de cincuenta pesos mensuales, ahora era sargento de artillería y ganaba veintiocho pesos por mes. El soldado raso gana veinte pesos mensuales, aparte la ración de carne y yerba que recibe, pero debe tenerse presente que el peso papel, en estos momentos, no vale más de dos peniques y medio. Por aquí se consume harina norteamericana, aunque la tierra, en todos los alrededores es muy fértil y apta para el cultivo, pero es de imaginarse   —51→   que si la población no se basta para cuidar el ganado, mal podría ocuparse en las labores agrícolas.

La ciudad se encuentra a orilla de una laguna muy larga y desde la misma población se extiende una sucesión de lagunas más pequeñas, hasta el Río Salado; no son navegables y casi todas contienen agua salobre.

Don José y Don Pepe habían ido hasta Chascomús, para comprar algunas frutas secas y otras cosas necesarias; a su vuelta salieron en busca de la tropilla, pero ya no la encontraron.

Varias personas de la casa salieron con el mismo fin, tomando diferentes rumbos. Todos volvieron, después de anochecido, sin haber encontrado nada. Alguien, sin embargo, informó que una muchacha encargada de cuidar unas ovejas, le dijo, mientras arreaba la majada, que había visto un soldado con una tropilla de caballos. Cuando se le preguntó por qué no había dado parte, contestó que se ocupaba de sus ovejas y no de caballos ajenos. En la madrugada del día siguiente, Don José y Don Pepe salieron nuevamente en busca de la tropilla. La estancia comprende una extensión de muchas millas, de suerte que podían galopar un buen rato antes de obtener noticias; volvieron a eso de medio día, sin ninguna novedad. Poco después, supimos que dos caballos ajenos, herrados y muy cansados, se hallaban en el campo; con esto empezamos a sospechar que los soldados -que andaban en malas cabalgaduras- se hubieran apoderado de toda o parte de la tropilla para emprender algún viaje. Don Pepe, así que comió algo, se fue a Chascomús para hablar con un oficial de su amistad y pedirle ayuda. Volvió a la hora de cenar con la única seguridad de que su amigo, a quien dejó las marcas de los caballos, haría todas las averiguaciones posibles.

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Por donde quiera que fuéramos, oíamos contar episodios de caballos robados; a uno le habían llevado seis hermosos caballos de tiro, que no habían sido ensillados nunca y poco podrían servir a los ladrones si querían viajar sobre ellos; otra persona contó que había empleado todos sus ratos de ocio, desde tiempo atrás, en amansar una tropilla para tener montados propios y se había quedado sin ellos, ya cuando los caballos estaban dóciles; un tercero, yendo de viaje, había atado a soga larga un valioso caballo para que comiera por un rato y se lo habían hecho desaparecer sin darse cuenta; un irlandés gesticulaba sobre la destreza de los cuatreros, exclamando: -«Señor, son capaces de sacarle el caballo a su propia vista, ahí mismo, si lo deja». Los nativos, cuando están sin caballos, usan una expresión elíptica y dicen que están sin pies, porque todos los trabajos de campo, como juntar ganado, marcarlo, arrearlo, domar, tienen que cumplirse a caballo. Una causa que debe de contribuir en mucho a esa costumbre tan extendida, es el sistema de tomar peones con caballo propio. En efecto, un hombre que dispone de cinco o seis caballos, puede ganar seis y siete chelines diarios, sin que su alimento le cueste nada en los días de trabajo.

La noche se acercaba y yo seguía sin noticias de la tropilla, lo que me llevó a reflexionar seriamente sobre mi situación. Después de haberme decidido a explorar un circuito de ochocientas millas, lleno de interés y novedad, ahora precisamente, cuando hacía mi entrada en la región de más atractivos, veíame privado de mis caballos, de mis inapreciables caballos, e impedido de proseguir adelante. Lo que más me afligía era la pérdida de tiempo porque sólo disponía de un periodo corto, para cumplir mi viaje y llevaba los días contados. Por otra   —53→   parte, los asuntos políticos en Buenos Aires se complicaban y me interesaba volver a la ciudad antes de un mes. También quería evitar la precipitación y el desaliento. Mi lema era: nil desperandum y evité cuidadosamente todos los extremos, escogiendo el medio que me pareció más oportuno.

Había puesto muchas esperanzas en este viaje y no estaba muy dispuesto a volverme atrás. Por eso decidí seguir, ya fuera por el camino de postas o comprando dos o tres nuevos caballos para servirme de ellos si las casas de postas no respondían a mis propósitos. Entonces aprendí, como nunca, a valorar mi tropilla perdida. Alguien me habló de otra que tenían en venta, a una legua de distancia y cuyo propietario pedía cien pesos por cada caballo. Don José fue a examinarlos para arreglar el negocio; encontró que los animales eran pequeños, flacos, demasiado nuevos, pero bien amansados; al fin entró en conversación por el precio y la mujer del dueño empezó a entrometerse y a poner inconvenientes. Por último, haciendo señas con la cabeza para que su marido saliera fuera, infundió en él toda la codicia de que se hallaba poseída y decidieron pedir una suma enorme a Don José; el precio se elevó de pronto a doscientos cincuenta pesos por animal. Como yo no me mostrara dispuesto a aceptar imposiciones semejantes, el negocio terminó ahí, y me alejé de aquellos aprovechadores que se quedaron lamentando la pérdida de un buen comprador.

Veíame ahora obligado a pensar en las postas aunque este sistema de viajar no estuviera de acuerdo con mis proyectos, por cuanto yo deseaba conservar mi libertad para desviarme a mi antojo del camino principal. Las postas presentan, además, otro inconveniente: los   —54→   caballos, o son ya inservibles, o muy ariscos y hacen perder un tiempo considerable para prepararlos. En vista de todo esto, Mr. Thwaites, bondadosamente, me propuso acompañarme a Chascomús para hacer algunas indagaciones. Primero visitamos al Juez de Paz, quien se mostró muy condolido y me ofreció su ayuda pero manifestando al mismo tiempo que la pérdida que daba sujeta a muchas contingencias. Nos dijo que en esos días le habían robado a Don Prudencio Rosas, hermano del gobernador, varios caballos excelentes. Al retirarme me aconsejó que siguiera viaje con tres o cuatro animales para montarlos únicamente cuando los de la posta no me convinieran. En las postas podría yo encontrar, con seguridad, caballos de remuda y algunas otras facilidades, a un precio no mayor de dos o tres pesos por legua.

Habiéndonos despedido de Su Señoría el Juez de Paz, fuimos alcanzados por un irlandés, quien venía en procura de Mister Thwaites para pedirle que intercediera por un hermano suyo que se encontraba preso. El tal hermano hallándose en una pulpería en compañía de algunos criollos, había usado expresiones que importaban algo así como un delito de alta traición. Había enviado al Señor Gobernador con todos sus ascendientes y descendientes al... infierno, por el cual delito estaba en vísperas de ser enviado a Buenos Aires en calidad de preso político. Mr. Thwaites se interesó por el acusado con mucha bondad, ante las autoridades, y el preso fue dejado en libertad, después de hacer solemne promesa de que no repetiría jamás ofensas semejantes. La población irlandesa, en éstas inmediaciones, es muy densa y se hace sentir la necesidad de un sacerdote abnegado e inteligente para atender a los servicios religiosos,

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Como la noche avanzaba, resolvimos volver a la estancia. Ya estábamos cerca de la laguna cuando advertimos un hombre que venía en dirección a nosotros. Este nos dijo que, en el día anterior, mientras andaba campeando unos caballos suyos, encontró una tropilla que, según le habían dicho unos peones, podía ser la nuestra. En seguida emprendimos galope mandando a Don José y a Don Pepe adelante con nuestro mensajero. Volvieron una hora después de anochecer, con la jubilosa noticia de que la tan deseada tropilla ¡había sido encontrada! De esta manera, todas las dificultades quedaron en un momento resueltas. Ya podría yo reanudar mi viaje satisfactoriamente.

Desde que dejé Buenos Aires, mi camino había transcurrido entre establecimientos dedicados a la cría de ovejas, en realidad, toda la campiña, saliendo de la ciudad y en un radio de treinta leguas, es un vasto criadero de ovejas.

La experiencia ha probado que la cría de ovejas es un negocio muy lucrativo y tan pronto como la población aumente lo bastante, la cantidad de lana que ha de salir del Río de la Plata, producirá, sin duda, un efecto muy sensible en los mercados europeos. Mr. Thwaites se preocupa mucho por mejorar las razas en sus majadas y algunas me mostró que producían lanas excelentes. Su majada sajona, que en 1841 no pasaba de ciento cincuenta ovejas, ha aumentado, en seis años, a mil, debido principalmente al cuidado (extraordinario aquí) con que ponen bajo techo las ovejas cuando van a parir. Estas comarcas son deudoras a Mr. John Harratt y a Mr. Peter Sheridan de toda la riqueza derivada de la industria de la lana y Mr. Harratt es reconocido como la mayor autoridad en la materia.



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ArribaAbajoCapítulo III

Los inmigrantes irlandeses. - Beneficios en la cría de ovejas. - Un poblador irlandés. - El Río Salado. - El comercio de pieles de nutria. - La estancia Camerón. - Hospitalidad del Sr. Martínez. - La villa de Dolores. - Un fogón y un lecho primitivos. - El comercio de yeguas, con los indios. - Una cena rústica. - Perros ovejeros. - La señora Methvin y su tropilla. - Llegada al Tandil. - Una villa desierta y una iglesia en ruinas. - La Sierra de la Ventana. - Plan de Rosas para el aumento de población. - Valor de la tierra, del ganado vacuno y de las ovejas. - La piedra movediza. - Historia fabulosa sobre un volcán extinguido. -Fiesta conmemorativa de la Revolución Argentina. - Alegría y buenas maneras de los invitados.


Muy de mañana, ya estábamos todos en plena actividad preparándonos para reanudar el viaje. El hospitalario dueño de casa había obligado nuestra gratitud con sus bondades; siendo unos extraños para él, nos había tratado como a personas de su familia. Por espacio de varias millas hicimos el camino a través de un campo de pastizales duros y nos detuvimos en una pulpería para comprar pan a fin de tomar algún bocado. La pulpería era propiedad de una familia vasca; encontramos allí un carnicero de Buenos Aires que andaba comprando ovejas gordas; ofrecía un chelín y nueve peniques por cada una, pero el propietario no quería venderlas a menos de dos chelines por cabeza.

Poco antes de entrarse el sol, llegamos a la casa de Mr. Murray, donde pensábamos pasar la noche.   —58→   Era éste un irlandés que vivía en la costa del río Salado. Las orillas del río, en las proximidades de Chascomús, se hallan densamente pobladas por súbditos británicos, principalmente irlandeses, que se dedican a la cría de ovejas. En su mayoría son propietarios de las majadas; unos las tienen en sociedad, otros como únicos dueños. Es singular que casi todos estos irlandeses sean naturales del condado de Westmeath. Cuando uno de ellos llega al país, pobre e ignorando la lengua, las costumbres y el modo especial de trabajar en el campo, trata de emplearse en casa de algún compatriota. Si es sobrio y laborioso, pronto ahorra dinero y en lugar de seguir como simple cuidador de ovejas, las compra por su propia cuenta y se asocia con otros connacionales para adquirir una majada.

Hay años en que, las ovejas, cuando se les mantiene en majadas pequeñas con los debidos cuidados, se duplican en número; calcúlase generalmente que paren dos corderos cada quince meses, pero, deduciendo en algo esa proporción por las contingencias que pueden sobrevenir, siempre el promedio sería de un 145 % en un año y tres meses. Tal aumento es, sin duda, extraordinario, pero se da únicamente cuando se pone mucha atención y cuidado.

Como es natural, un hombre pobre, acostumbrado desde su niñez a cuidar a los corderillos lo mismo que a las madres, sabe mantener bien sus ovejas y obtiene rendimientos mayores que el rico propietario de majadas inmensas que se vale de peones para vigilarlas porque es muy difícil o imposible encontrar cuidadores diligentes y experimentados. En efecto: los que llenan estas condiciones pronto se hacen propietarios y al fin de cuentas quedan como cuidadores los inútiles y ociosos. En cuanto   —59→   a los peones que se dedican a los trabajos de zanjeo, ganan de cinco a siete chelines por día, con más una buena provisión de carne de vaca y de cordero. Los más desvalidos entre los recién llegados están en condiciones de ahorrar, trabajando en cualquier faena y con un poco de diligencia, veinte chelines por mes. El ocio y la embriaguez son la perdición de muchos de ellos, que, bien conducidos, podrían formarse un pequeño capital.

El dueño de casa, Mr. Murray, contaba setenta años de edad, aunque no hacía mucho tiempo que se hallaba en el país; tenía varios hijos e hijas y todos llevaban una vida feliz y próspera. La casa no estaba todavía provista de comodidades, pero se nos hizo una cordial acogida. Así que llegamos, mataron un cordero y mandaron a buscar vino. Después nos regalamos con asado y puchero, zapallos, pan y té. Nuestra llegada pareció hacer revivir el fuego de la juventud en el ánimo del buen viejo que nos retuvo hasta la media noche con las reminiscencias de los días lejanos.

Era Mr. Murray un verdadero sportsman: su diversión favorita consistía en cazar cisnes y gansos silvestres que daban buena provisión de plumas y carne para la casa.

A la mañana siguiente, después de habernos desayunado con un asado de cordero y una taza de té, ensillamos nuestros caballos y partimos. Pasamos el río Salado a la altura del Paso del Venado, donde encontramos cinco jinetes que arreaban una tropilla de veinte caballos, formando todos un gallardo conjunto. El río podía, entonces, vadearse con facilidad, pero en poco tiempo más iba a convertirse en una corriente rápida y profunda que los animales sólo podrían pasar a nado.   —60→   En algunos lugares conocidos hay balsas para cruzar a los viajeros. Seguimos costeando el río, por un buen rato, divertidos en mirar los numerosos cisnes, gansos, patos y gallaretas que le frecuentaban; también vimos muchos flamencos, pájaros de singular belleza, especialmente durante el vuelo.

El río abunda en buen pescado y había en él tantas nutrias, que nos dejaban acercar hasta muy escasa distancia. Los cueros de nutria se utilizan en la fabricación de sombreros y se exportan a Europa en cantidad, pero en el momento de que hablo estaba prohibido matar esos animales bajo penas muy severas. Esto se debía a que los naturales del país estaban todos sirviendo en la milicia y hacían la guerra; en tales circunstancias, los beneficios en la matanza de nutrias recaían exclusivamente en manos de los extranjeros; por eso el gobierno había prohibido, en absoluto, el comercio de pieles hasta que los milicianos fueran licenciados.

Después de atravesar un pequeño arroyo, pasamos por la estancia llamada Camerón, propiedad de la conocida familia de Anchorena. Comprende esta estancia veinte leguas cuadradas y tiene por lo menos cuarenta mil cabezas de ganado; pero, como los pobladores de este inmenso establecimiento no dan abasto para atender al ganado de todos los rodeos, la hacienda se ha vuelto enteramente cimarrona; huía de nosotros asustada y con la rapidez de los venados; sólo algunos terneros se quedaban mirándonos pasar, como inconscientes del peligro. De ahí a poco, llegamos a una gran laguna, casi cubierta de aves silvestres: era de verse el gracioso movimiento de los cisnes negros y el efecto de su oscuro plumaje en contraste con las alas rojas y doradas de los flamencos; estos últimos, posados en grupos   —61→   y cuando el fuerte sol les tomaba de frente, reflejaban sus rayos figurando una lámina de fuego.

Pasamos después a orillas de otra laguna. Las tierras de las inmediaciones eran las más altas que yo había visto, aunque no merecían el nombre de colinas. El tiempo avanzaba y se nos hacía necesario buscar albergue para la noche.

A cierta distancia vimos una casa y algunas plantaciones en las cercanías. Calculando que podríamos llegar antes de entrarse el sol, tomamos rumbo en esa dirección. Llegados a la casa, nos anunciamos como viajeros y pedimos hospedaje. El mismo propietario, un caballero argentino de apellido Martínez, vino hacia nosotros y nos invitó a pasar. La casa se levantaba junto a una laguna y la estancia se extendía en un área de cuarenta millas comprendiendo varios lagos, algunos salados y otros de agua dulce. Me fue muy agradable encontrar ciertos detalles de comfort muy ingleses a lo que se agregó la buena acogida que nos dispensó el dueño de la estancia. Esa noche tuvimos como cena un roast beef y no faltaron los accesorios: pan, sal, confituras, punch de coñac y un buen té. Luego el señor Martínez me instó para que ocupara su lecho y él arregló su cama encima de una mesa. Al día siguiente, por la mañana, antes de ponernos en camino, el estanciero nos hizo ver una tropilla de caballos bayos, los animales más lindos y mansos que yo había visto hasta entonces. No tenían una sola maña y en esto se parecían a los caballos árabes; además, eran una demostración de lo que puede alcanzarse tratando con paciencia a los caballos, porque es de saber que en estas pampas se observa una excesiva crueldad para con los animales. El Sr. Martínez se mostró como un hombre inteligente y hospitalario. La   —62→   mañana en que partimos, el tiempo estaba hermoso y soplaba una brisa fresca. Cerca de la estancia vimos muchas osamentas de animales vacunos que eran devoradas por perros y pájaros. Como teníamos un largo día de camino, nos desayunamos sobre el caballo con unos bizcochos y frutas secas, mientras marchábamos.

A eso de mediodía estuvimos cerca de la villa de Dolores que tiene ahora no más de dos mil habitantes y ha sido, al parecer, en otro tiempo, centro muy próspero como lo demuestra la cantidad de casas y jardines abandonados. La iglesia, muy pequeña y construida de adobes, no podría contener la décima parte de la población. Una división de ejército estaba acampada cerca de la plaza; las chozas de los soldados, trescientas cincuenta más o menos, eran construcciones de estacas, con techos de junco. Residen en Dolores algunos súbditos británicos y en los últimos cuatro años se han establecido tres médicos irlandeses.

Averiguamos el camino a seguir y nos indicaron unas huellas de carros, pero a poco se hicieron tan confusas que tuvimos que abandonarlas y por último recurrimos a la brújula, resultando que íbamos hacia el poniente, cuando la dirección a seguir era la de sur-suroeste. Hicimos nuevo rumbo hasta pasar cerca de un rancho, donde nos confirmaron que seguíamos en buena dirección. Dolores se halla situada en terrenos muy bajos y, por espacio de varias millas, después de alejarnos del pueblo, fuimos ascendiendo en forma muy gradual pero perceptible. Todos los campos estaban cubiertos de una planta pequeña, parecida a la boja, que despide un perfume muy agradable. A la distancia, las llanuras aparecían como cubiertas de brezos achaparrados.

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En las primeras horas de la tarde divisamos, a lo lejos y en lo alto de una loma, una casa de buena apariencia y decidimos llegarnos allí para pasar la noche.

Habitaban la casa un hombre soltero y su hermana, que eran los propietarios de la estancia. Como de costumbre, nos invitaron a pasar, ofreciéndonos todo cuanto necesitábamos. La estancia comprendía una legua cuadrada y tenía ganado en abundancia. Como ya nos hallábamos lejos del lugar donde habíamos comprado los caballos, pensamos que podríamos, sin peligro, dejarlos sueltos, y así lo hicimos, pero atamos uno de ellos a soga larga, cerca de la casa. El dueño nos pidió que lleváramos los recados y otros pertrechos a la cocina; era un rancho abierto en sus dos extremos de manera que el viento corría libremente por su interior. En mitad del piso había un espacio cuadrado, como de cuatro pies, formado con huesos de patas de oveja hundidos en el suelo y que sobresalían como tres o cuatro pulgadas. Allí ardía un fuego que se alimentaba con leña, yuyos secos, huesos y grasa. A lo largo de la pared había unos postes bajos, como de dos pies de altura, sobre los que descansaban estacas sujetas con guascas y cubiertas con un gran cuero de buey. Este aparato nos sirvió de cama.

Arreglados nuestros bagajes y antes de entrarse el sol, salí a dar una vuelta por los alrededores. Encontré hasta doce perros muy grandes, todos pertenecientes a la casa y no fue poca mi sorpresa al encontrarme también con un indio que, según supe después, formaba parte de un grupo llegado de las inmediaciones de Tapalquén para comprar yeguas destinadas al consumo. La carne de ese animal es el alimento preferido de los salvajes y pueden comprarla muy barata, sobre todo tratándose de yeguas viejas, porque los nativos no se   —64→   sirven de ellas para montar y el gobierno exige una licencia especial para matarlas. Los indios traen sal, que recogen en las salinas, y también ponchos, riendas y otras manufacturas con que trafican. Cambian de ordinario un saco de sal de treinta libras, por una yegua, por un poncho suelen obtener hasta quince o veinte de esos animales. Estos indios habían hecho ya su negocio y se aprestaban a volver a sus toldos con unas doscientas cincuenta yeguas de toda clase.

Después de hacer un paseo a pie, que es el mejor descanso cuando se ha viajado mucho a caballo, volví a la cocina, la dueña de casa se ocupaba en preparar la cena. En el fogón había dos asadores inclinados sobre el fuego con sendos costillares de oveja. Uno a uno iban entrando los huéspedes y las personas de la casa; nosotros nos sentamos cerca del fuego sobre unos trozos de madera para observar cómo preparaban la comida. La mujer cortó en dos partes un zapallo muy grande colocando las mitades boca abajo sobre la ceniza; después llenó cada mitad con ceniza caliente, asándolas con mucha precaución. Por último limpió de cenizas el zapallo con una cuchara de metal y clavó los dos asadores en el piso, en ángulos opuestos del fogón, de manera que cuatro personas de las que allí estábamos podíamos comer cómodamente de un asador. Pusieron un poco de agua con sal en un asta de buey, y rociaron la carne. Una vela, colocada en una botella, alumbraba el festín. Cuando todo estuvo listo, sacamos los cuchillos y atacamos el asado y el zapallo con mucho apetito. Los indios que estaban en sus toldos, muy cerca de ahí, despacharían sin duda a esa misma hora uno de sus potros. Después de comer tomamos mate, bebida tan necesaria a esta gente como el té a los ingleses. En seguida, los dueños   —65→   de casa, dándonos las buenas noches, se retiraron a dormir. Los peones se fueron bajo una ramada, al extremo de la casa principal. Nosotros, viéndonos dueños del refectorio, sala de banquetes o cocina, como quiera llamársele, pensamos también en descansar. Don José y yo ocupamos la cama de cuero a que me he referido. Don Pepe eligió un sitio en el suelo, con los pies cerca del fogón. Los perros, los gatos y hasta los ratones batallaron hasta el amanecer por asegurar posiciones en el dormitorio. El frío, afortunadamente, nos libró de las pulgas pero los ladridos, gruñidos y chillidos de los animales perturbaron nuestro sueño toda la noche. Al despertar me sentí aliviado recordando los melancólicos versos de Moore: «Oft in the stilly night...» que por un rato vinieron a mi memoria.

Otra vez en camino, al cruzar una majada de ovejas por un sitio solitario, nos atacaron dos grandes perros; creímos hallarnos cerca de alguna población y miramos en derredor, pero no vimos vivienda alguna en distancia de varias millas. Supimos después que, en ciertos lugares, existe la costumbre de criar perros con las ovejas. Estas se aficionan a sus protectores al punto de que viven en comunidad con ellos, y los perros, a su vez, no dejan nunca las majadas. Según dicen, estos perros se acostumbran fácilmente a vivir entre los corderos cuando los amamanta, de cachorros, una oveja madre hasta que pueden comer carne. Oí alabar las cualidades de estos ovejeros, pero no creo mucho en ellas porque, de ser ciertas, la costumbre se hubiera generalizado más.

En esta ocasión pasé dos días muy agradables en compañía de una familia escocesa, de nombre Methvin. Los trabajos de la estancia se hacían con mucho orden y en todo presidía la limpieza y el comfort. Las ovejas   —66→   eran de lana muy fina, el ganado muy manso; casi todos los peones y sirvientes ingleses. Mr. Methvin no sólo era ganadero sino que se ocupaba en acopiar frutos del país que mandaba vender a Buenos Aires y tenía también una regular provisión de mercancías. La señora Methvin acababa de llegar de Buenos Aires, en coche, tras un recorrido de setenta leguas. Había hecho el viaje en seis días, en un coche tirado por cuatro caballos, acompañada por cinco hombres y con una tropilla de veinticinco animales. En tales viajes el vehículo marcha siempre tirado por cuatro caballos y un peón conduce el resto de la tropilla.

Esta vez nos tocó soportar las molestias de la lluvia. Por espacio de cinco horas marchamos a través de una región cubierta de agua y durante todo el camino anduvimos con el agua a las ranillas del caballo. Por la noche, llegamos a un grupo de ranchos conocido por «La Vizcachera»; pedimos albergue y nos hicieron entrar a una cocina donde ardía un fuego alimentado con huesos y una cabeza de buey. Sobre el fuego, unos troperos asaban carne, Dos de esos hombres parecían de buena familia, llevaban camisas limpias de algodón y se expresaban correctamente. Aparentaban no tener más de diecisiete años de edad y se interesaron en adquirir conocimientos sobre ciertas cosas, mostrándose muy curiosos por saber todo lo relativo a la división del tiempo en días, horas y minutos. Les dejamos para guarecernos en otro rancho que nos pareció el más apropiado para pasar la noche: no era más gran que un box de los que sirven para un solo caballo y la puerta carecía de batientes; por fortuna el viento daba sobre la parte trasera de la choza. Allí arreglamos los recados y nos acostamos a dormir; las caronas estaban secas   —67→   pero no así los ponchos, única prenda que teníamos para cubrirnos y que habían pasado un largo día bajo la lluvia. Poco antes de amanecer, don José mostrose muy intranquilo hasta que se levantó exclamando:

-He dormido encima de un hormiguero.

En efecto, cuando la luz del día nos permitió ver la manta con que se tapaba, advertimos que estaba negra de hormigas. La sacudimos lo mejor posible, después ensillamos los caballos y emprendimos la marcha. El sol, resplandeciente, fue secando nuestros ponchos y alegrándonos el ánimo hasta hacernos olvidar las molestias de la noche. Así seguimos camino adelante y las colinas del Tandil no tardaron en aparecer a la distancia. Al atravesar una vasta extensión cubierta de pastos altos, perdimos de vista las huellas que nos guiaban. Por dos veces volvimos atrás creyendo haber encontrado el rumbo pero la brújula nos sacó del error; por último nos acercamos a una pulpería donde nos dieron las señas del camino. Todo ese día marchamos en ascenso por los terrenos que llevan hasta el Tandil. A las doce nos detuvimos en la falda de una colina repartiéndonos un poco de pan; el agua -que sacamos de una lagunita próxima- estaba llena de insectos pero descubrí que el aguardiente los mataba y de esta suerte pudimos beberla sin peligro. Sintiéndome fatigado me acosté entre los pastos al calor del sol y caí en un profundo sueño. Después de un corto descanso reanudamos la marcha. El panorama de las colinas que se presentaban más elevadas, nos pareció el más hermoso después de haber cabalgado trescientas millas por llanuras monótonas.

Tandil era el punto más distante a que pensaba llegar en mi viaje; tal vez por ello me hice la ilusión   —68→   de que allí terminarían mis andanzas. También en ese día sentí por primera vez las angustias del hambre. El tiempo estaba hermoso y nos entretuvimos cazando armadillos, que constituyen un buen manjar. Las perdices son tan abundantes y mansas que las matábamos con los rebenques: de esta suerte nos procuramos un excelente almuerzo. Después de una marcha de cuatro leguas, llegamos a Tandil antes de entrarse el sol.

Mister Swysey, un caballero norteamericano, me ofreció alojamiento en su casa mientras permaneciera en Tandil. Acepté complacido la invitación porque no existen en estos pueblos hospederías de ninguna especie para los viajeros.

Tandil se encuentra a unas setenta leguas de Buenos Aires; su situación es bastante pintoresca porque se levanta al pie de una cadena de colinas rocosas que se extienden desde las inmediaciones del Cabo Corrientes, en una distancia de doscientas millas hacia el noroeste, donde descienden hasta perderse en la llanura. Las doce o catorce personas que se dedican al comercio tienen sus casas en el pueblo pero también intereses en el campo. No hay en el pueblo un solo artesano especializado en ningún oficio. Citaré el caso de un hombre bastante hábil en el corte de trajes pero que no sabe coser las piezas cortadas y se ve obligado a recurrir a las mujeres para esa tarea. Hace cosa de diez años fue construida una iglesia por suscripción popular, pero ya no tenía techo. El retablo principal, lo mismo que una pintura antigua, se hallaban hacinados en un cuarto, muy deterioradas por el moho, porque el clima es húmedo. Se han hecho gestiones ante el gobierno para que contribuya a restaurar el templo, dado el carácter quod sacra del edificio, pero el gobierno alega, para no   —69→   hacer lugar a lo pedido, que quienes tomaron posesión de la iglesia cuando se construyó, son quienes deben ocuparse de mantenerla y repararla.

El cementerio está en la falda de una colina cercana; nunca ha sido cerrado ni lo rodea un simple muro, lo que revela los hábitos primitivos de los pobladores. Como no hay un solo clérigo en la villa, los muertos son inhumados sin ningún servicio religioso. Una o dos veces por año, un sacerdote visita el lugar para celebrar misas, bautizos y matrimonios. La iglesia más cercana se encuentra a veinte leguas de distancia.

La Sierra de la Ventana, una extensión montañosa que se desarrolla en dirección al sur, ha sido así descripta por el naturalista Carlos Darwin que la visitó en 1832: «Esta montaña, la Sierra de la Ventana, puede verse desde que se echa el ancla en Bahía Blanca. El capitán Fitzroy calcula su altura en 3.500 pies, elevación ésta digna de notarse, tratándose de la parte oriental del continente. No sé de ningún extranjero que haya subido a ella, antes que yo. En realidad, muy pocos eran los soldados de Bahía Blanca que la conocían medianamente. Sin embargo, lejos del lugar yo había oído hablar de yacimientos de carbón, de minas de oro y plata, de cavernas y selvas: todo esto me había despertado mucha curiosidad que se convirtió muy luego en desengaño. Al llegar al pie de la sierra principal se nos hizo dificultoso encontrar agua, aunque después encontramos un poco, buscándola mejor entre la montaña. No creo que la naturaleza haya dispuesto nunca un hacinamiento de rocas tan solitario y desolado. La sierra es escarpada, fragosa y áspera. Se halla tan desprovista de árboles y arbustos que no pudimos procurarnos un asador para poner la carne sobre el fuego   —70→   que habíamos hecho con tallos de cardo. El raro aspecto de esta montaña contrasta con la llanura que la circunda, semejante a un mar que batiera contra los acantilados de roca, separando las colinas paralelas. La uniformidad del colorido comunica al paisaje una extrema quietud: el gris blanquecino de la roca de cuarzo y el amarillo claro del pasto en la llanura, no son mitigados por ningún otro color más brillante. El rocío, que por la noche había mojado mucho los recados de montar que utilizamos para dormir, se había convertido en escarcha por la mañana, porque el frío era muy crudo. Creí que estábamos a una considerable altura, aunque para la vista la llanura aparecía al mismo nivel. En la mañana del 9 de septiembre, el guía me dijo que ya podíamos subir a la sierra más próxima, desde donde, según creía, estaríamos en condiciones de llegar a los cuatro picos que remataban la cima. Se hacía fatigoso trepar por esas rocas tan ásperas: las pendientes, dentadas al extremo, hacían difícil el avance y lo que se ganaba en cinco minutos de ascenso, se perdía fácilmente en los cinco siguientes. Cuando llegamos a la cumbre, fue grande mi desilusión, al comprobar que la montaña se precipitaba formando un valle, cuyo fondo llegaba al nivel de la llanura, y que este valle me separaba de los cuatro puntos que me proponía alcanzar. El valle es muy angosto, pero de fondo plano. Después de llegar a la cumbre del segundo pico, venciendo muchas dificultades, cuando ya eran las dos de la tarde me vi obligado a renunciar al proyecto de escalar los picos mayores, a causa de la extrema fatiga en que me encontraba. En rigor, esta ascensión me había decepcionado: hasta el panorama que se me presentaba era insignificante; una llanura que parecía un mar, pero sin   —71→   sus bellos colores y sus contornos definidos. La escena, con todo, era novedosa y, un pequeño peligro, como la sal en la comida, hace más sabroso cualquier espectáculo. En el camino vimos numerosos venados y cerca de la montaña un guanaco. La llanura que se extiende al pie de la sierra, está atravesada por zanjas muy curiosas, una de las cuales tenía como veinte pies de ancho y por lo menos treinta de profundidad. Esta zanja nos obligó a efectuar un largo rodeo antes de encontrar un paso conveniente19».

Tandil ha sido en otro tiempo destacamento de frontera para la defensa contra los indios: conserva todavía un fuerte guarnecido con cuatro cañones pequeños. Pero la línea de frontera se ha extendido con tanta rapidez hacia el sur y el oeste, que el pueblo carece de importancia como punto de avanzada y se ha convertido más bien en centro comercial para las poblaciones circunvecinas. Ya se han establecido algunas estancias en los cazaderos de los indios -unas cuarenta leguas hacia el oeste y establecimientos similares habrán de instalarse hasta la costa del Atlántico. La población cristiana, sin embargo, es muy escasa. Hace algunos años, el general Rosas ordenó que fueran recogidas en Buenos Aires todas las mujeres de dudosa moralidad y después se las envió a esta frontera con instrucción de mantenerlas en la comarca para contribuir al aumento de la población.

El precio de la tierra, en estas inmediaciones, es de unos dieciocho mil pesos la legua cuadrada, o sean cuatrocientas cincuenta libras esterlinas, al cambio, muy alto, de tres peniques por cada peso. Esto no hace más   —72→   de dieciocho peniques por acre inglés y se trata de tierras fertilísimas donde podría entrarse de inmediato con el arado. En cuanto al ganado vacuno, vendido al corte, bueno y malo, resulta a quince pesos cada animal y las ovejas, desde un chelín y seis peniques hasta tres chelines, la docena. Me refiero a ovejas de clase ordinaria, aunque esas mismas, mestizadas, pueden, en dos o tres años, aumentar en precio por la mejor calidad de la lana.

Estuvo por aquí, no hace mucho, un irlandés muy industrioso, de nombre Mr. Hanley20, quien compró ocho mil ovejas al precio de un chelín y seis peniques la docena, lo que hace, al precio actual del cambio, no más de tres medios peniques cada oveja, algo menos que el valor de un huevo, porque, para entonces, no podía comprarse un huevo por menos de tres peniques.

Las ovejas se desarrollan y multiplican sin el menor trabajo de sus propietarios, ya sea en invierno o en verano; por eso mismo tienen tan escaso valor. Las aves de corral exigen mayores cuidados y atenciones, aunque sus dueños no se muestran, tampoco, muy dispuestos a prestárselos.

Cierto día, por la mañana, salimos a visitar una piedra muy renombrada que existe en las inmediaciones de Tandil: se halla sobre la falda de una colina, en la parte más alta y en verdad parece que estuviera colgada sobre el precipicio. Su posición es tan insegura que una persona algo medrosa evitaría ponerse a su sombra por temor de que la brisa más leve precipitara su derrumbe. Tiene veinticuatro pies de alto y la circunferencia, en la parte más ancha, es de cien pies.   —73→   Toda la colina está formada por rocas de granito, de forma muy diversa: en la base pueden verse grandes rocas desprendidas, de un tamaño nunca visto para mí. El panorama general, contemplado desde la parte más alta, era sorprendente: llanuras feraces y fértiles valles se extendían en todas direcciones, cubiertos de incontables tropas de ganado; las águilas, espantadas, dejaban sus nidos bajo nuestros pies y la ausencia de toda habitación humana daba a la escena un carácter desolado y selvático. Me entretuve aquel día examinando una infinita variedad de plantas rupestres y atrajo mi atención, en especial, una planta verdaderamente mágica, que no vive sino del aire; le basta un fragmento de roca, un árbol cualquiera, para suspender sus delicados zarcillos y sus flores.

Mientras yo distribuía mi tiempo de esta manera, don José y don Pepe, al pie de la colina, preparaban un abundante almuerzo; en un rato habían cazado unas veinte perdices, sin otro instrumento que una larga caña provista de un nudo corredizo de crin que suele emplearse para ese objeto. También habían cazado un armadillo. Después de la comida se organizó una partida de tiro al blanco, con rifle: formaban en ella norteamericanos, ingleses y naturales del país; los norteamericanos demostraron ser, en esa ocasión, los más hábiles tiradores. El blanco consistió en un peso plata, y la distancia era de cien yardas.

El señor Arana, hijo del Ministro de Relaciones Exteriores, a quien había sido presentado por Mr. Swysey, conociendo mi interés por explorar la región, me hizo saber que no lejos de aquel lugar existía un volcán extinguido. Esto me sugirió la idea de formar una partida para visitarlo en el día siguiente. Yo nunca   —74→   había oído nada sobre esta particularidad geológica de la pampa, con serme familiares casi todas las obras publicadas sobre el país, y celebré la oportunidad que se me ofrecía para conocerla. Postergué, así, mi viaje, dispuesto a formar parte de la partida exploradora. Un hombre con quien hable me hizo una larga relación sobre el cráter del volcán, su disposición y su anchura. En un principio tuve alguna duda sobre su existencia, pero como eran varias las personas que decían haberlo visto y se complacían en describirlo, terminé por dar crédito a lo que se afirmaba.

En la mañana siguiente, a la hora prefijada, estábamos todos a caballo provistos de sogas para sondear la profundidad del cráter del volcán; esperamos por un buen rato a nuestro guía, y, al cabo de cierto tiempo, llegó un mensajero para comunicarnos que aquél se hallaba muy ocupado haciendo pasteles para festejar la fiesta patriótica del 25 de Mayo. Esta circunstancia aumentó mis dudas y me sentí más inclinado a volverme a Buenos Aires que a seguir hasta la montaña. Decidimos llegar hasta el pie de la colina, donde vivía un campesino familiarizado con el sitio en cuestión, pero, llegados a su rancho, supimos que su dueño se hallaba lejos de la casa, ocupado con una manada de caballos. La familia, sin embargo, nos dio las señas de otro hombre, tan experto como él en cuanto al objeto de nuestra búsqueda. Fuimos, pues, a un segundo rancho donde encontramos cuatro o cinco mujeres que nos animaron repitiendo lo que ya se nos había dicho sobre la existencia del volcán. Desgraciadamente, el dueño de casa se encontraba fuera también; su mujer nos dijo que conocía muy bien el lugar, que cuando salían a juntar leña, su marido le había mostrado la boca tenebrosa de   —75→   la caverna, pero ella nunca había tenido valor para llegar hasta el borde. No faltó otra mujer sabedora de que un hombre -conocido por ella- había entrado a la caverna con una vela encendida; otro había tratado de sondear la profundidad con cuatro lazos anudados pero sin lograr tocar el fondo. La mujer que decía conocer el sitio, nos aseguró que, aun siguiendo solos, si teníamos en cuenta sus indicaciones, podríamos alcanzar nuestro propósito. Señaló entonces dos colinas que se mostraban a lo lejos y aseguró que en una estaba la caverna, pero, por desgracia, había olvidado en cuál de ellas se encontraba. Tomando en serio lo aseverado por la mujer, caminamos hasta la colina más próxima; después llegamos hasta la más distante pero sin éxito alguno. Por último, después de algunas horas infructuosas de exploración, volvimos al pueblo sin haber visto nada semejante a un volcán. Yo continué preocupado por verificar la verdad y ofrecí un premio de treinta pesos al que me condujera hasta el famoso cráter; creí que, como todos en la villa habían oído hablar de él y conocían su situación, encontraría una hueste de candidatos. Hice llamar al hombre con quien hablara en un principio y le ofrecí una paga porque me sirviera de baquiano: él me había descripto el lugar con gráfica minuciosidad, pero, cuando se vio en aprietos, dijo no estar muy seguro de encontrar el lugar exacto porque siempre lo había visto a la distancia. Por intermedio de un muchacho, hice entonces llamar a un hombre que conocía muy bien aquel sitio, pero contestó que no podía complacerme porque se ocupaba en techar un rancho. Resuelto a agotar todos los medios, busqué a otro de los campesinos que antes había visto: éste no abrigaba ninguna duda sobre la existencia   —76→   de la caverna, pero tampoco había llegado nunca hasta ella: su mujer sí, lo había hecho, y nos prometió que ella nos acompañaría en la mañana siguiente. Estábamos comiendo cuando llegó un soldado de la milicia: el soldado se mostró muy elocuente en la descripción del lugar, pero, al ofrecerle yo algún dinero si quería servirme de guía, se excusó diciendo que al día siguiente se hallaría de guardia. Era claro que el volcán extinguido sólo existía en la imaginación de las gentes, a pesar de que lo describían con ese lujo de detalles con que suelen describirse las cosas imaginarias.

Fuimos invitados a participar de las fiestas conmemorativas de la independencia argentina y concurrimos a la casa del Comandante, donde pasamos una noche muy placentera y alegre. Se hallaban presentes, uno o dos jueces de paz, el señor Arana y los vecinos más espectables de la localidad. Sirvieron mate, dulces, confituras y bebidas; se bailaron minuetes, valses, polkas y algunas danzas peculiares del país, con música de violines y guitarras. Continuó la fiesta hasta el amanecer, hora en que tomamos té y nos retiramos. Aunque nos encontrábamos en uno de los pueblos más apartados de la provincia, el porte y las maneras de los convidados a la fiesta, llevaban el sello de la cortesía, la gracia y la etiqueta impuestas por Almack21; a todo ello se mezclaba una general alegría, poco común en las reuniones selectas de Europa y más próxima a la libertad y al buen humor que reinan en los saraos de familia.



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ArribaAbajoCapítulo IV

Una chimenea como índice de confort. - La residencia y la familia de don Ramón Gómez. - Falta de trabajadores. - Efecto del rocío sobre los caballos. - Ganancias de los peones irlandeses. - Cena en una cocina. - Standard de vida doméstica. - La vida arcádica y la realidad. - El tenedor como índice de progreso. - Azul, frontera del territorio indio. - La expedición de Rosas contra los salvajes. - Los tratados que se estipularon. - Incendios en la Pampa. -Los toldos. - El Comandante de Frontera.


Había llegado al punto terminal de mi viaje por la parte sur y sólo me quedaba volver a Buenos Aires, pero sentí deseos de proseguir hasta la frontera, con el objeto de adquirir datos sobre los aborígenes de la región.

Con un tiempo hermoso partimos de Tandil: los caballos, ya repuestos con el descanso, se mostraban ágiles y prontos. Hicimos el camino por entre pastizales altos donde, por momentos, perdíamos las huellas que nos guiaban, pero, ayudándonos de la brújula y de nuestras propias observaciones, seguíamos adelante con ánimo alegre, aunque nada seguros de la ruta que llevábamos.

Por doquiera se veían tropas de ganado; unos animales eran muy matreros, otros relativamente mansos; aparecían cantidad de venados, avestruces y otras aves silvestres. No encontramos ovejas y, a excepción de uno o dos ranchos, tampoco advertimos ningún vestigio   —78→   de población. En las primeras horas de la tarde llegamos a un riacho llamado el Chapaleofú. Sobre la orilla opuesta se avistaba una casa de ladrillo, de muy bonito aspecto, con un tubo de chimenea. Este último detalle era signo inequívoco de comfort. Entre las gentes viejas del país no se acostumbra a mantener fuego en los interiores, pero las nuevas generaciones y en general todos aquellos que en su vida de hogar adoptan hábitos europeos, hacen construir chimeneas de salón. Rodeaba la casa una pequeña plantación, donde algunas personas de la familia se ocupaban en podar los árboles. El aspecto general de la finca era muy atrayente y resolví llegar a ella para pasar la noche si podíamos cruzar el río antes de anochecer. Don Pepe siguió la costa en dirección al norte; yo me corrí hacia el sur, en una corta distancia, para buscar un vado. Pronto renuncié a hacerlo y me tendí en el suelo, a orillas del río, entretenido en observar los movimientos de una zorra que andaba cerca de su madriguera. Esperamos a don Pepe por un largo rato. A don José y a mí, empezaba a inquietarnos su tardanza y pensábamos que hubiera podido ocurrirle algún accidente. Don José salió en su busca temiendo que se le hubiera empantanado el caballo al intentar el paso del río. El sol se hundía rápidamente en el horizonte; monté mi mejor caballo y salí en busca de mis compañeros; no había marchado una milla cuando vi que volvían, y me tranquilicé. Don Pepe dijo que, con la última lluvia, el río habla crecido y era imposible encontrar un paso seguro. Yo propuse echar adelante la tropilla y obligarla a cruzar el río en seguida, creyendo que no ofrecía peligro porque era estrecho; finalmente decidimos atravesarlo por la parte sur, en cuya dirección vimos una casa media   —79→   oculta por una gran arboleda. Allí podríamos pasar la noche en caso de que no fuera posible cruzar el río. En efecto, esto último resultó impracticable; nos acercamos entonces a la casa y, como de costumbre, pedimos alojamiento.

Fuimos cortésmente recibidos por el propietario, don Ramón Gómez, un caballero argentino de gran inteligencia. Su esposa, rodeada por sus hijos, que eran varios, se hallaba sentada en la galería de la casa. La señora Gómez daba la impresión de haber sido muy bonita en su juventud; cubríase la cabeza con una cofia, algo que yo no había visto hasta entonces en mi viaje porque, en general, las mujeres, en el interior de sus casas, no lucen sino sus abundantes cabelleras.

Cerca del edificio había una cochera y otros galpones; algunos senderos, sombreados por sauces, conducían a la orilla del río donde crecían árboles y flores fragantes, una gran majada se acercaba al corral; algunos de los pequeños salían a encontrar las ovejas como si fueran compañeros de juego. A la distancia, divisábanse las colinas rocosas del Tandil que reflejaban los rayos del sol poniente. En este clima deleitoso, y en sitio tan agradable, una familia pasa la mayor parte del día al aire libre.

El cuarto en que sirvieron la cena era bajo y carecía de cielo raso, pero los tirantes y el techo se hallaban libres de polvo y telarañas. La parrilla de la chimenea brillaba de tal modo que no hubiera ensuciado un pañuelo de seda. El aspecto de la mesa, con sus cubiertos y vasos relucientes, todo a la europea, contrastaba con el de los festines familiares a que yo había terminado por acostumbrarme. La comida fue abundante y consistió   —80→   en sopa, asado, puchero, zapallos, papas, vinos y frutas.

La estancia tenía doce leguas cuadradas de extensión con mucho ganado en general, aunque pocas ovejas; el propietario se lamentó amargamente de que toda industria se hiciese muy dificultosa por la escasez de trabajadores. Mostrome varios ensayos de construcciones, plantaciones y huertas que se había visto obligado a interrumpir por falta de brazos; también me hizo notar que los cuidadores de ovejas obtenían tan buenas ganancias con sólo vigilar sus majadas, que nadie pensaba en ganar más, mediante el trabajo individual. La conversación cayó sobre el tema de los reptiles y de los animales de presa. El señor Gómez me mostró un lagarto embalsamado, largo de unos tres cuartos de yarda, como muestra de los que se encuentran en las inmediaciones y que no son, por otra parte, muy numerosos. También me mostró algunas pieles de gato montés, una de las cuales me regaló. Este animal no ofrece peligro alguno ni es tampoco, muy abundante.

Durante mi viaje yo no había visto leones ni tigres, tampoco había oído hablar de ellos, pero en esta estancia oí contar casos de vacas muertas por tigres y leones. Según dicen, viven estos últimos escondidos entre los pastizales altos y se guarecen en las colinas, pero no deben ser tan abundantes porque la gente no les teme, ni la mortandad de ganado es muy frecuente.

Cuando llegó el momento de marcharnos, el hijo mayor del señor Gómez nos acompañó para indicarnos el vado. Cruzamos el río cerca de una pequeña cascada y quedamos en el camino de huella, pero, así y todo, seguimos confiando principalmente en nuestra brújula. En este día de viaje encontramos mayor número de venados   —81→   que todos los que habíamos visto hasta entonces: conté hasta cincuenta en una sola tropa. Como una observación general, debo añadir que, en los lugares donde el ganado es manso, los avestruces y los venados se muestran mansos también, y viceversa.

A eso de mediodía, vimos una lagunita muy tranquila, hacia la mano derecha, y nos encaminamos a ella. Sentados en sus márgenes, tomamos nuestro acostumbrado breakfast de pan, uvas y agua. Después de haber cabalgado una millas durante la mañana, nada tan placentero como descansar y almorzar a orillas del agua, dormir al aire libre y soñar con los seres queridos: se siente entonces como nunca la vida pastoril tal como la describen Milton y Shakespeare.

Ya descansados, cambiamos caballos y nos pusimos en camino. Una seria dificultad se presenta al que atraviesa regiones de tan escasa población: la de saber el momento y lugar en que ha de detenerse para hacer noche; si está cerca de una casa a las dos o las tres de la tarde, sabe que es muy temprano para interrumpir la marcha, pero, de seguir el viaje, la noche puede tomarlo antes de llegar a otro paraje habitado. En general es preferible detenerse temprano, de manera que los caballos se refresquen antes de que caiga el rocío de la noche, porque olvidada esa precaución, se les lastima el lomo con mucha facilidad. Ya los caballos empezaban a sufrir a causa del largo viaje; yo temía por su estado general y porque llevaban el lomo delicado. Corríamos el peligro de quedar «sin pies» como dicen los gauchos. Casi al finalizar esta jornada, uno de los caballos se mostró tan cansado, que no pudo continuar camino y nos vimos obligados a abandonarlo. Antes hicimos   —82→   piadosos esfuerzos para llevarlo hasta una casa que vimos a la distancia.

Al llegar a ella me encontré con unos irlandeses que se ocupaban en cavar una zanja y con los que mantuve una larga conversación. Me enteré de que no hay trabajo tan lucrativo como ese y que aquellos hombres ganaban, según sus propios cálculos, diez a doce chelines por día. Todavía se mostraban quejosos, a pesar de que tenían comida en abundancia y podían economizar de diez a doce chelines por semana. Ganan jornales tan altos porque muy pocos trabajadores de su condición llegan tan lejos, hacia el sur, y porque los criollos no toman jamás una pala en sus manos. Se explica así que esos hombres, fuertes y laboriosos, puedan ganar lo que pidan.

Si diez o quince mil indigentes, de los que habitan en Irlanda, se desparraman en este país, serían bien recibidos en todas partes, encontrarían trabajo en abundancia y ganarían los mejores jornales. Los artículos de primera necesidad encuéntranse fácilmente: la carne de vaca y de cordero que se malgasta como alimento de perros, chanchos y buitres, bastaría para mantener al doble de la población.

En este rancho nos quedamos a pasar la noche. La cocina -donde comimos y dormimos- consistía en una armazón de madera adicionada con cañas, pastos y juncos, pero sin barro ni revoque de ninguna especie. Ya entrado el sol, empezaron a llegar los huéspedes: formaban en la reunión, la dueña de casa -una mujer anciana- con su hija que estaba preparando el mate, dos irlandeses, un soldado que iba de camino, tres muchachos de la familia que jugaban a las cartas y una india vieja de aspecto muy abatido que se sentó a mi   —83→   lado, en el suelo. Los criollos descansaban sobre trozos de madera, muy bajos; yo me encontraba más cómodo sentado en el suelo, con el brazo sobre el asiento, o cruzado de piernas a la usanza turca. Sentarme sobre un cráneo de caballo o sobre un trozo de leña, alto de seis pulgadas, me producía dolores en la cintura y calambres en las piernas. A cada momento veíame obligado a pararme o a ponerme en cuclillas en el suelo. El combustible usado, era -como de costumbre- huesos, ramas y sebo: sobre el fuego se inclinaban dos asadores con carne; también colgaba una olla donde se cocía carne de cordero y zapallo. Una bayoneta de soldado, clavada en el suelo, servía de candelero: por primera vez en mi vida, veía una bayoneta destinada a un fin útil.

A cada uno de los presentes nos dieron dos espigas de maíz para que las asáramos entre la ceniza; el hambre me urgía de tal modo, no habiendo tomado otra cosa que un almuerzo frugal, que comí el maíz medio crudo. Entre tanto, la india que estaba junto a mí, dábase maña, sin apresurarse, para tostar sus choclos lo mejor posible. Acurrucada muy cerca del fuego, teniéndolo bien a su alcance, daba vueltas las espigas sobre la ceniza.

Cuando terminamos de comer, pasó de mano en mano un trapo destinado a la limpieza de los dedos. La dueña de casa se retiró y empezamos los preparativos para pasar la noche. Al preparar el piso, con objeto de acostarnos, advertimos que no había espacio suficiente para todos; entonces, dos hijos de la dueña de casa y un irlandés -aunque la noche estaba fría- salieron a dormir afuera y se acomodaron bajo una gran carreta de bueyes.

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Yo había observado, en un rincón del rancho, una camada de cachorritos y me arreglé de manera que me calentaran los pies; pero daba sobre mi una corriente de aire y tuve que cambiar de posición, acostándome junto a uno de los peones. Muy poco después, todos dormíamos profundamente. Ya para entonces, poco me importaba el lugar donde debía dormir -siempre que el suelo estuviera bien barrido- aunque bien me daba cuenta de que el estado de limpieza en dormitorios y cocinas, era el índice más exacto para juzgar de las gentes, y sobre todo de las dueñas de casa. Es muy grato recordar las costumbres arcádicas y la vida pastoral, así como imaginar a nuestros primeros padres bajo los árboles umbrosos, reclinados sobre macizos de violetas. Pero todo ha de ser a condición de que se nos deje sentados sobre muelles cojines y rodeados de obras de arte, en un espacioso salón. Cuando se vive la realidad pastoral, resulta por cierto muy diferente. El dormir en el suelo, no armoniza mucho con la sensibilidad poética y en nada se parece al descanso que gozamos sobre un buen lecho y entre sábanas limpias.

Hay aquí otro índice de civilización, acaso más evidente, y es el tenedor. El tenedor no se usa jamás entre las clases pobres, y, en realidad, creo que no se usa porque exigiría la adopción de otros hábitos domésticos que resultarían fastidiosos: un cuchillo y un tenedor requieren un plato, el plato requiere una mesa. Sentarse en el suelo con un plato resultaría inconveniente y ridículo. Una mesa, pide, a la vez, una silla y así las consecuencias del uso del tenedor, importarían una completa revolución en las costumbres domésticas.

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En la mañana siguiente, continué mi viaje en dirección al Azul. Este es el punto fronterizo de intercambio con los indios. Si hubiera dado crédito a todo lo que me dijeron sobre los peligros del viaje a lo largo de la frontera, habría adoptado muchas medidas de seguridad. Pero, en esta región -como en todas aquellas escasamente pobladas- los peligros son, en mucho, creados por el miedo y por los rumores circulantes, de modo que se desvanecen cuando nos aproximamos a ellos.

Tras una marcha de pocas horas, entramos en Azul, ciudad de origen reciente que no pasa de ser una simple agrupación de ranchos. En el centro existe un fuerte con algunos cañones; hay también una pequeña iglesia y una tahona movida por mulas. Se estaban construyendo varias casas de ladrillo: entre los trabajadores figuraban hijos del país y algunos ingleses. La población es de unas mil quinientas personas y los indios fronterizos la habían mantenido siempre en estado de continua alarma. Le estaba reservado al general Rosas, imponerles un verdadero escarmiento con su expedición de 1833. Esta expedición alcanzó tanto éxito, que su jefe, al volver, fue llamado por todos el Héroe del Desierto. La guerra los hubiera exterminado, pero los mismos indios pidieron la paz. El vencedor no se proponía otro objeto; una vez que los hubo aterrorizado -al punto de que temblaban a su solo nombre- muy de buena gana hizo la paz, pero imponiéndoles la ley.

Las condiciones del tratado fueron sencillas: los indios se comprometían a mantenerse dentro de sus propios territorios sin cruzar nunca la frontera ni entrar sin permiso en la provincia de Buenos Aires. Obligábanse también a prestar contingentes militares cuando   —86→   se les pidieran y a mostrarse pacíficos y fieles. En compensación, cada cacique recibe hasta ahora del gobierno cierta cantidad de yeguas y potros para alimento de su tribu y de acuerdo a su número; además, una pequeña ración de yerba, tabaco y sal. En rigor, cada indio viene a costar al gobierno, en tiempo de paz, unos seis pesos papel, por mes, y en tiempo de guerra, unos quince pesos. El número de yeguas que se les suministra mensualmente, no alcanza a dos mil. De tal manera, con verdadera economía, se ha comprado la paz con estas tribus nómadas y rapaces. El cumplimiento de las cláusulas del tratado estaba encomendado a don Pedro Rosas y Belgrano, persona muy querida por todos: indios, criollos y extranjeros.

La provincia entera se encuentra ahora libre de indios, como que ninguno puede avanzar un paso en la frontera, bajo penas rigurosas. Suelen cometerse, naturalmente, robos y asesinatos, pero debe decirse que son casi siempre desertores del ejército quienes incitan a esos hechos. Por lo demás, no son muy frecuentes, si se considera la enorme extensión de la frontera y que a lo largo de toda ella, los indios, que son muy pedigüeños, andan vagando de continuo.

Se calcula en tres mil, el número de indios de lanza que pueden considerarse adictos a las autoridades de Azul y Tapalquén, pero, en caso necesario, esa cantidad podría duplicarse apelando a los caciques de Tierra Adentro, que tienen una altísima idea del poder y la grandeza del general Rosas.

Nada revela mejor la superioridad de una raza sobre otra, que lo siguiente: los indios poseen todavía un territorio mucho más extenso que el poseído por los habitantes de raza española; eso no obstante, reciben como   —87→   limosna el auxilio que se les presta, cuando, con solo imitar lo que hacen sus dominadores, podrían ser igualmente ricos en vacas y caballos.

Después de dar una vuelta por la población, fuimos a visitar al Comandante, don Pedro Rosas y Belgrano, a quien presenté mi pasaporte. Me recibió muy cortésmente suministrándome varios datos que necesitaba.

En las primeras horas de la tarde reanudamos la marcha. Llegamos hasta una casa en ruinas, que, según supimos después, había sufrido un incendio por haberse quemado el campo, lo que ocurre a menudo cuando el calor es muy fuerte. Desde cierta distancia, hicimos el saludo acostumbrado: ¡Ave María!, pero no recibíamos la consabida respuesta: Sin pecado concebida. Entonces don Pepe fue, sin bajarse del caballo, hasta una mujer que se hallaba cerca y le pidió que nos preparara albergue para la noche. La mujer vino a la casa con la mejor voluntad, hizo fuego, y, algunos momentos después, estábamos todos sentados en torno a un medio cordero bien asado.

En la mañana siguiente partimos para Tapalquén, por campos de pastos altos y duros; anduvimos ya entre las chozas o toldos de los indios; en cada toldo se veía, clavada en el suelo, una lanza. Cuando llegamos al destacamento, a eso de mediodía, dejé a don Pepe con la tropilla en el campo, y, con don José, entramos en el poblado.

Tuve la suerte de encontrar en seguida al Comandante, coronel Echevarría22, a quien presenté mi pasaporte, simplemente como una formalidad, exponiéndole mis propósitos. El coronel me instó para que me   —88→   alojara en su casa todo el tiempo necesario, lo que me halagó mucho por el gran deseo que tenía de visitar las tribus aborígenes. El coronel, que había residido entre ellas largo tiempo, era el más indicado para darme una información detallada y veraz sobre sus creencias religiosas y sus costumbres. Por eso acepté complacido la invitación y fui huésped del coronel por algunos días.



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ArribaAbajoCapítulo V

Tapalquén. - Intercambio con los indios pampas. - La suciedad de los toldos. - Ascendiente del coronel Echevarría sobre los indios. - Cómo tejen las mujeres indígenas. - Culto y sacrificios al sol. - El gobierno de las tribus. - Fisonomía de los indios y modo de pintarse el rostro. - La robustez y el aspecto juvenil de los hombres. - Indumentaria masculina y femenina. - Los toldos o chozas de cuero. -El espíritu del bien y del mal. - Ritos funerarios y ceremonias. - El duelo de los parientes. - Ideas sobre el pasado y el futuro. - El año y los meses. - Portentos celestiales. - Los caciques. - Crímenes y castigos. - Gobierno militar y modo de hacer la guerra. - Los «manchis» o curanderos y sus remedios. - Galanteos y bodas. - La poligamia. - La condición servil de las esposas. - Cómo educan a los niños. - Alimentos y bebidas. - Fiestas, danzas y diversiones.


Por primera vez en mi vida se me daba la oportunidad de alternar libremente con los infieles y observar sus usos y costumbres.

Tapalquén forma un conjunto de casas y ranchos, ocupado en parte por los indios y también por individuos de raza blanca española. Estos últimos sirven como soldados o se dedican al comercio. El pueblo está destinado a depósito mercantil para todas las tribus que vagan por las inmediaciones. Los indios vienen a él con sus productos que consisten en pieles de animales y en prendas de vestir, tejidas de lana, que cambian por bujerías, herramientas y quincalla. La venta de alcohol está prohibida, pero los indios se lo procuran, no muy   —90→   lejos de aquí, bebiéndolo con exceso, tanto varones como mujeres. Los hombres pueden entrar al interior de la provincia -previa licencia- y trocar por yeguas sus productos. Cada yegua tiene más o menos el valor de una media corona. Todos los terrenos de las inmediaciones se hallaban casi cubiertos con los toldos de los indios. En los recorridos que hice, me impresionó, sobre todo, la extrema inmundicia que reinaba entre ellos. A cada paso tropezaba con cráneos de caballo en diversos estados de putrefacción. De estos animales, los indios sólo comen las partes más gordas, dejando las patas y también algunas porciones carnosas, que arrojan como desperdicios. No sacrifican nunca los animales flacos.

En mis excursiones a caballo, anduve siempre acompañado por el coronel Echevarría; cada vez que nos apeábamos, para hablar con mujeres y niños, todos se mostraban muy afectos a él, que parecía ejercer la más bondadosa y paternal autoridad. En varios toldos vi mujeres que tejían; el trabajo es engorroso y largo porque hacen pasar el hilo a través de la urdimbre, con los dedos, y así se explica que pierdan un mes para confeccionar una prenda que, en Yorkshire, podría tejerse en una hora. Los indios varones suelen trabajar en las estancias, pero nunca las mujeres. Los toldos se limpian muy raramente y cuando la inmundicia se hace insoportable, trasladan la vivienda a un sitio más limpio. En un toldo a donde entramos, una india joven y bien parecida se dio el trabajo de mostrarnos cómo tejía en su telar; otra india, recostada en el suelo, daba el pecho a una criatura; era bastante blanca y tenía los miembros pequeños y bien proporcionados. Las camas estaban formadas con cueros de ovejas. Estas indias amamantan a los niños hasta los dos o tres años. Las muchachas   —91→   se esmeran mucho en el arreglo de los cabellos que, por lo general, son muy negros y largos; los untan con grasa de potro, llevándolos divididos en dos trenzas, o sueltos sobre los hombros. Los indios entre los cuales me encontraba, eran pampas, pero no difieren mucho, en sus costumbres, de las tribus circunvecinas. Las supersticiones religiosas varían muy poco; los pampas mantienen cierta veneración religiosa por el sol, al que consideran como fuente de todas las cosas, creencia que puede venirles de los indios del Perú. Cuando se acuestan a dormir, lo hacen siempre con la cara vuelta hacia el oriente: si en alguna borrachera se quedan dormidos en otra posición, tienen miedo de que eso pueda traerles algún daño. También colocan a los muertos en la misma forma. No tienen estos indios ninguna idea del descanso hebdomadario ni guardan tradición de festividad religiosa alguna o culto formal, pero experimentan un miedo supersticioso por cierto espíritu maligno, al que tratan de mantener propicio. Cuando andan en guerra, o sufren pestes, sequías u otras calamidades, las mujeres hacen una danza religiosa en honor del sol y también observan una costumbre por la que se ve que, originariamente, han ofrecido sacrificios a alguna deidad: toman el corazón de un animal -una vaca, un potro o un ternero- y lo rellenan con frutas, hierbas, acaso tabaco, arrojándolo después en alguna laguna o río, como acto propiciatorio.

Ninguna de las tribus, en esta región del país, ha recibido educación cristiana ni conoce el lenguaje escrito. Son todas muy dóciles y más dispuestas a la paz que a la guerra: toda la tribu está gobernada por dos grandes caciques de mucho ascendiente y el territorio que ocupan se extiende, por el oeste, hasta los Andes,   —92→   abarcando una enorme extensión en rumbo norte y sur. La tribu más importante es la de los Pehuenches y a ella me refiero en especial, aunque todas tienen costumbres muy semejantes. Muchas de mis informaciones las debo al coronel Echevarría, que ha residido entre esos indios por espacio de varios años, y «también» he consultado la conocida obra de Cruz, que contiene valiosos datos al respecto23.

Los indios de esta comarca forman cuatro parcialidades distintas, con diferentes lenguas, pero en su fisonomía y apariencia corporal presentan mucha similitud de familia, unas tribus con otras. No conservan ninguna tradición sobre sus orígenes y sólo saben que sus antepasados nacieron en estos territorios.

Es lamentable la coincidencia con que los relatos, en general, atribuyen a los Patagones una estatura gigantesca, porque, sin duda alguna, se trata de una fábula. He conversado con varias personas inteligentes que han vivido entre esos indios y todas los describen como de mayor estatura que otras tribus, pero no más altos ni fornidos que los individuos de raza inglesa o germánica.

Los indios que ambulan por esta región son de fisonomía regular, si bien llevan las orejas horadadas y de ellas cuelgan pesados aros de metal, pintándose el   —93→   rostro con colores diversos. Algunos se cubren enteramente la faz con una capa de pintura negra, dejando libres las orejas y la garganta; otros se pintan una franja de dos dedos de ancho que va de oreja a oreja por sobre la nariz y los ojos; algunos se dan color en las mejillas solamente, o en la nariz; muchos se pintan las cejas en forma de bigotes; muy pocos el cuello y los párpados; en suma: cada uno se arregla como le place y de acuerdo a su fantasía, tanto los hombres como las mujeres. La costumbre de llevar aros en las orejas y de pintarse el rostro, es más común entre los indios Pampas, que adquieren los colores de los Pehuelches y Güiliches. Los colores predilectos son: el negro, el rojo, el azul y blanco; éste último lo emplean únicamente para dar contorno a los otros colores. El negro lo obtienen de una piedra peculiar que nombran «yama», la que frotan con otra piedra hasta que produce un polvo muy fino: le agregan luego un poco de sebo de oveja y resulta así un pigmento muy brillante, suave y untuoso.

El color rojo lo extraen de una piedra llamada «colo»; el azul de otra que denominan «codiu»; el blanco, de la piedra «palán» y el amarillo en forma semejante.

El tinte natural de estos indios tiende generalmente al rojo, pero, a menudo, el sol y el aire les dan un color más oscuro. Tienen los cabellos negros, y negros también los ojos, de mirada penetrante; la nariz generalmente chata, la boca ancha y mal formada, pero los dientes blancos, parejos y fuertes. Son de miembros musculosos y bien formados, distinguiéndose por sus manos pequeñas.

La fisonomía de las mujeres se asemeja mucho a la de los hombres, con rasgos más finos, de acuerdo a su sexo. No vi ninguna mujer que se distinguiera por   —94→   su belleza, aunque algunas pocas muchachas eran bien parecidas. Vive esta gente libre de cuidados y fatigas y, como su constitución es muy fuerte, los hombres raramente tienen canas antes de los sesenta años. Las arrugas del rostro y la calvicie sólo se manifiestan en la extrema vejez. Hay entre ellos muchos octogenarios que conservan apariencia de juventud porque tienen los dientes en perfecto estado y lo mismo el cabello. El vestido consiste, generalmente, en dos mantas dispuestas así: una, llamada «chamal» que doblan a lo largo en dos o tres partes y con la que se rodean la cintura, sujetando el «chamal» con una faja bastante ancha que lleva en sus extremos un lazo corredizo, la «mancorna», compuesta de dos piedras redondas como de dos libras de peso y forradas de cuero de potro. El «chamal» les llega hasta la pantorrilla. La otra manta o poncho tiene una abertura en el centro como de media yarda y por ella pasan la cabeza, de manera que la manta cae plegada sobre el cuerpo, cubriéndolo por entero. Algunos indios andan descalzos y con las piernas al aire, pero la mayoría usa unas botas fuertes, fabricadas con el cuero de las patas de un novillo o de un potro, tal como las hemos descripto anteriormente: la corva se adapta al talón y la parte más inferior sirve para cubrir el pie. Para coser, emplean los tendones del animal y los preparan de esta manera: una vez extraídos, los ponen al sol y cuando se hallan casi secos, las mujeres los mastican hasta que los filamentos quedan separados como fibras de lino; reducidos a una pasta, los hilan, obteniendo así un hilo muy fuerte, apropiado para coser grandes sacos. Los hombres, de ordinario, usan solamente el «chamal» y se cubren el resto con pieles; a veces usan poncho, pero se lo ponen raramente si no es a   —95→   caballo. Son muy afectos a estos animales y se sientan con bastante gallardía, demostrándose verdaderos jinetes; corren, hacen giros y realizan otras evoluciones con mucha habilidad y destreza. Las riendas y el apero se parecen a los usados por los criollos, pero los indios ponen unos «sudadores» tejidos, a veces muy bonitos, bajo la silla, cubriendo el caballo desde las paletas hasta los ijares.

Las mujeres son también excelentes jinetes y llevan sobre el caballo sus mercancías a las ferias. También ellas se cubren con dos mantas de color rojo o azul oscuro: una, llamada el «quedeto», se ajusta sobre los hombros con alfileres cubriendo todo el cuerpo hasta los talones, menos los brazos. Alrededor de la cintura llevan una cinta, como de un palmo de ancha, el «quepique», asegurado con una hebilla de cuentas de vidrios multicolores, que llaman «comos»; ésta es una de las prendas con que más gustan presumir. Llevan además otra manta cuadrada que llaman «iquilla», sobre los hombros; la prenden con largos alfileres, cuya cabeza está formada por un disco de plata llamado «tupo». Los collares que usan alrededor del cuello consisten a veces en más de veinte ristras de «comos», en forma de rosarios, y de diferentes cuentecillas de colores; a esos collares les dan el nombre de «lancatus». En los brazos usan pulseras de lo mismo y en las piernas ajorcas que denominan «quinchiques». Para la cabeza trabajan unos tejidos de cuentas -parecidos a los que llevan en las muñecas- y que forman como una toca, figurando un caparazón de tortugas; les llaman «tapagne» y la parte delantera está recamada con una cruz de diferentes colores; a este último adorno lo tienen en mucha estima.

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Para el arreglo de los cabellos usan unos cepillos de raíces que podrían servir como escobas: pártense los cabellos con los dedos; luego, se colocan el «tapagne», entrelazan el pelo con las ristras de cuentas y forman así una especie de cola que les llega hasta la cintura y les resulta incómoda cuando se ven obligadas a inclinarse. Cuélgales sobre los hombros otra ristra de cuentas, entremezcladas con campanillas que retiñen al menor movimiento, y como esto les agrada mucho, hacen cantidad de movimientos innecesarios. En los dedos llevan anillos y suspenden de las orejas piezas de plata, en cuadros, de un tamaño de dos a tres pulgadas.

Las habitaciones de estos indios son chozas o tiendas llamadas toldos: los toldos se forman con cueros de potro cosidos unos a otros con hilos de tendones; el toldo se compone de dos partes o piezas y cada una está formada por seis u ocho cueros. Para levantar el toldo, las mujeres se encargan de clavar los horcones en el suelo con travesaños de maderas o cañas y, por encima, extienden los cueros; a veces dejan una abertura en el techo para que salga el humo y por ella se cuelan el frío y la lluvia cuando hace mal tiempo. Suelen dividir el toldo, interiormente, en dos compartimientos, según el número de mujeres que lo habitan: la división consiste en un cuero de yegua suspendido del techo. Las camas se componen de dos o tres cueros de ovejas y los cobertores o «llycas» son pieles de otros animales: estas pieles untadas siempre con grasa de potro, tienen un olor insoportable. El aspecto exterior de los toldos es feísimo y el interior sucio y repugnante, porque sus moradores arrojan los desperdicios de la comida por doquiera, quedando éstos a veces sobre las camas y ropas en   —97→   estado de putrefacción. En suma: viven un género de vida abominable, difícil de describir.

Las cabañas se levantan en grupos de tres, seis u ocho, donde viven los caciques y sus guardias. De ordinario, las tolderías están en las márgenes de los ríos y arroyos; en las cercanías se hallan las haciendas y campos de pastoreo.

Los indios Pehuenches, -a que me refiero especialmente en las páginas que siguen- mantienen la creencia en una deidad creadora que lo gobierna todo, y así, cuando padecen cualquier enfermedad, se consideran abandonados por ella. Existe también un espíritu del mal que llaman «Guecumbu», al que atribuyen todos los daños y desventuras; las hierbas venenosas -por ejemplo- han sido creadas por él. Este «Guecumbu», tiene como agentes en la tierra a las hechiceras y brujas. Sin embargo, no ofrecen ninguna clase de sacrificios ni practican culto alguno exterior, de lo que se justifican diciendo que la deidad proveerá como un buen padre a todas las necesidades, y, por lo tanto, se hace inútil dirigirle ninguna clase de suplicación. Consideran al mismo tiempo que las acciones del hombre son libres y, aun siendo malas, no pueden ofender a Dios. Son estos indios muy dados a los agüeros y creen mucho en sueños y supercherías. El aullido de los perros, por ejemplo, lo tienen por mal presagio. Creen también que han sido formados de cuerpo y alma, y que sólo el cuerpo es corruptible, yendo el alma, después de la muerte, al otro lado del mar, donde goza una vida eterna, junto con todos los animales y cosas allí existentes.

Cuando un indio muere, ponen el cadáver sobre el lecho, vestido con sus mejores ropas, y reunidos los parientes y amigos, prorrumpen en toda clase de lamentaciones,   —98→   exaltando las buenas acciones del difunto y alabando su bravura. Al caer el día celebran un banquete y velan durante la noche. En la mañana siguiente sacan el cadáver del toldo y lo ponen atravesado sobre el mejor caballo del finado. Luego -seguido por un gran concurso- lo conducen a la tumba de los ascendientes, llevando, sobre otro caballo, un lecho y los objetos que han de colocarse en la sepultura. Abierta ésta, ponen en el fondo una plataforma de madera sobre la que depositan el cadáver y el lecho: cerca de las manos disponen las riendas, el recado, las espuelas, las boleadoras, el cuchillo y también alimentos y cántaros con agua. Para evitar que la tierra presione directamente sobre el cuerpo, le arreglan encima una plancha de madera cubierta con un cuero de potro; luego tapan la sepultura. Como última ceremonia, matan los caballos que han transportado el cadáver y el lecho, retirándose los deudos después. Si se trata de un indio rico, sacan el cadáver del toldo después de haberlo velado la primera noche y celebran una fiesta llamada «voyquecaquiri», finalizada la cual, hacen el entierro con gran solemnidad. La procesión se pone en marcha encabezada por mujeres viejas y muchachas, cuyo único papel consiste en dar gritos y alaridos mientras exaltan la bravura y las virtudes del difunto, lamentando la pérdida sufrida por la tribu; siguen detrás los hombres llevando licores y comestibles como también tropas de vacas, caballos y ovejas.

Una vez llegado el cortejo a la sepultura, encienden un gran fuego y matan los animales necesarios para dar de comer a la concurrencia, mientras los deudos continúan en sus lamentaciones. Cuando la carne está pronta, sirven la primero a los individuos más respetados   —99→   y cada uno de éstos, antes de comer, se dirige al cadáver y le dice: «¡Yaca pai!» arrojándole al mismo tiempo un trozo de carne. Así pasan uno y dos días con sus noches en lamentaciones, comiendo, bebiendo y cantando, después de lo cual entierran el cadáver en la forma ya descripta. El dolor de los deudos suele perdurar por mucho tiempo; hasta pasados unos dos años, si se acerca al toldo de la viuda alguien que ella no ha visto después de muerto el esposo, reanuda sus lamentos y empieza el relato de la enfermedad y del entierro. Creen que las personas casadas habrán de reunirse en una vida futura para continuar su felicidad conyugal. Créese asimismo que los parientes y amigos se aparecen durante el sueño para anunciar lo que ha de ocurrir, pero tales visitas son recibidas únicamente por ciertos viejos y viejas con experiencia suficiente para dar consejos y lecciones. Como en algunos sitios del territorio suelen encontrarse conchas marinas y otras sustancias de la misma naturaleza, dicen los indios que -según sus antepasados- el mar, en otras épocas, inundó todas estas tierras, pero las lomas, al mismo tiempo, fueron subiendo y así los antecesores pudieron salvarse sin que el agua los alcanzara. No abrigan sobre esto ninguna duda y dicen que sus antepasados no hubieran tenido por qué engañarlos.

El año está dividido en doce «cuyenes» o meses, contados por lunas, y cada mes se caracteriza en la forma siguiente:

EneroGualenquiyenMes caliente
FebreroYnamquiyenSegundo mes caliente
MarzoAtenquiyenTiempo de la semilla del pino   —100→  
AbrilUneimnimiTiempo de la hierba de la perdiz
Mayo YnamquiyenTiempo en que continúa la hierba
JunioYnee-curiguenu Primer tiempo del cielo oscuro
JulioLlaque-cuye Segundo tiempo del cielo oscuro
AgostoPenquenMal tiempo para las viejas.
SeptiembreYnam-curiquenuTiempo de vegetación
OctubreGuta-paquinAumento de la vegetación.
Noviembre GuequilqueyenTiempo de podar o cortar los árboles
Diciembre Villa-quiyenTiempo de necesidad

Este último mes se llama «tiempo de necesidad» porque el acopio de granos y otras provisiones, ha sido ya consumido.

Designan a los cometas con el nombre de «cherubé» y los consideran como anunciadores de grandes guerras cuando se inclinan hacia sus comarcas; si se inclinan a otro lado no les prestan mayor atención. En cuanto a los eclipses de sol, los llaman «layante» (el sol se ha muerto) y suponen que anuncian la muerte próxima de algún gran personaje de la región. Los eclipses de luna, llamados «layquiyan» presagian la muerte de algún hombre blanco o persona de mucha autoridad.

Los caciques o «guilmenes» -título éste que se gana por actos de bravura personal- son designados entre   —101→   los hombres más ancianos, prudentes, ricos y valientes. Los actos de coraje son mejor valorados si los antecesores de quien los ejecuta se han distinguido por hechos similares. Si el hijo de un cacique no muestra valentía personal, lo miran con desprecio y en tal caso el título se otorga a otro indio que se haya distinguido por su bravura y robustez.

En punto a delitos, considéranse los más graves el homicidio, el adulterio, el robo y la brujería. Quien comete una muerte, puede eximirse pagando una compensación a los parientes del difunto, de lo contrario se expone a ser matado por ellos. El adulterio puede costarle la vida a una mujer, pero, antes, ha de obtenerse el consentimiento de sus parientes, porque de lo contrario, el marido que la matara sin cumplir ese requisito, quedaría expuesto a la venganza de dichos parientes, que se encargarían de darle muerte. Tratándose de robos, el ladrón está obligado a restituir el valor de la cosa robada. En caso de no disponer de medios suficientes, el damnificado se reembolsa con bienes pertenecientes a la familia del ladrón. Cuando se trata de la muerte de un embrujado, los parientes de la víctima suelen quemar a las brujas y hechiceras; esto sucede con alguna frecuencia porque de ordinario se cree que la muerte es consecuencia de algún maleficio. Si el muerto es algún personaje de la tribu, después de enterrarlo, van a consultar una adivina y le ofrecen sumas considerables para que denuncie a la bruja causante del deceso. Una vez obtenido el nombre, los parientes del muerto se encargan de sorprenderla, por la madrugada, y la obligan a denunciar a sus cómplices. Si se niega, la colocan sobre una pira de leña encendida. Para escapar a tales tormentos, las desgraciadas suelen dar   —102→   los nombres de cualesquiera otros sujetos contra quienes se procede de idéntica manera, a menos que tengan bienes bastantes como para satisfacer la codicia de la familia ofendida. Estos actos de crueldad son practicados ahora únicamente por los indios Pehuenches.

El gobierno militar de los indios es algo más racional que el gobierno civil. Las armas se toman solamente para vengar injurias o daños. En casos semejantes la parte ofendida visita a todos los caciques para exponerle sus agravios. Entonces se convoca un consejo de guerra donde el más anciano de los «ulmenes» o «guilmenes» informa sobre la ofensa sufrida por el individuo de su tribu, usando expresiones hiperbólicas e indicando la satisfacción que debe dársele hasta que termina por exhortar a la guerra a todos sus compañeros de tribu. Luego hablan los demás, cada uno a su turno, libremente, y si la mayoría opta por la guerra, ésta queda decidida de inmediato. La tribu es convocada otra vez para el día siguiente, día en que se espera reunir a todos los hombres de guerra: éstos deben equiparse a sus propias expensas con vituallas, caballos y armas. El ofendido se pone al frente de las fuerzas, salvo que se trate de una guerra «nacional» porque en tales casos el mando queda a cargo de los caciques.

Los indios atacan por lo general las poblaciones de sus enemigos al romper el día, apoderándose de sus lanzas que se mantienen siempre clavadas a la puerta de cada toldo. De esa manera los toman indefensos, victimándolos sin que puedan ofrecer resistencia alguna. Las mujeres, los niños y el ganado marchan después como botín de la victoria. Los despojos así alcanzados, no se convierten en propiedad común de la tribu sino que cada guerrero reclama el derecho de retener   —103→   cuanto ha adquirido por su propio esfuerzo. Las mujeres constituyen el objeto principal de su codicia. Si una mujer es muy del agrado de su raptor, éste la hace su mujer propia y así se exime del rescate que en otro caso hubiera debido pagar; de lo contrario puede venderla como esclava.

Las armas usadas por los Pehuenches consisten en lanzas y en largos cuchillos. Los guerreros usan unos yelmos o capacetes fabricados con cuero de buey y cubiertos de hojalata: llevan también una capa de cuero larga hasta la rodilla, pintada con figuras de horrible apariencia, destinadas a espantar a los enemigos. Cada soldado elige para la guerra sus mejores caballos y sus mejores lazos, en la creencia de que, si encuentra la muerte, quedará bien provisto de lo necesario para su existencia futura. Los médicos son los «manchis» o curanderos, prácticos en la preparación de hierbas medicinales, pero todavía se emplean como remedios algunos procedimientos bárbaros. Me han asegurado con certeza que, si algún enfermo sufre de alguna dolencia interna incurable, le abren el costado cortándole un fragmento del hígado y se lo hacen comer. También se da el caso de que tales pacientes sobrevivan a esa brutal operación.

Si los sucesivos tratamientos no surten el efecto deseado, recurren los indios a unas misteriosas ceremonias llamadas Molviuntum y Marcupiguelem. El Molviuntum se lleva a cabo matando una oveja y un potro, cuyos cuerpos se depositan, con unos vasos de chicha, (licor fermentado) bajo los árboles, cerca de un toldo. Sacan entonces al enfermo y lo acuestan entre la arboleda, mientras los curanderos y las mujeres danzan en círculos alrededor del doliente y de las bestias sacrificadas.   —104→   Después de una larga danza, el brujo hace unas fumigaciones sobre el enfermo sobre los animales, luego se pone a chupar la parte dolorida, con tal fuerza y tenacidad, que extrae sangre en abundancia. Este ejercicio provoca en el brujo una gran fatiga y debilidad y termina por fingirse loco. Entonces los concurrentes le traen el corazón del potro; él lo recibe, preso de gran agitación: lo chupa hasta llenarse la boca de sangre y luego lo arroja en dirección al sol. En este momento procédese a restregar el cuerpo del enfermo con la sangre del potro, y con la sangre del corazón le hacen una cruz en la frente. Con la oveja cumplen la misma ceremonia. Luego recomienza la danza, en la que, esta vez, hacen participar al enfermo, sosteniéndolo para que pueda mantenerse en pie y realizar un pequeño esfuerzo. La ceremonia termina con un festín en que se comen a los animales, pero cuidan de colocar el cuero, los huesos y otros restos encima de los árboles para evitar que sean comidos por los perros, considerándolos sagrados.

El Marcupileguem se practica de la manera siguiente: clavan dos estacas en el suelo y en torno forman una especie de glorieta con ramas de árboles, dejando una abertura hacia el lado del poniente; traen al enfermo y lo acuestan en el centro de la glorieta: algunas mujeres ancianas se ponen a cada lado y dos viejos a la cabecera y a los pies. Seis muchachas jóvenes, con sus mejores atavíos, quedan sujetas por las manos a las espaldas de las viejas; luego con la sangre de un caballo que han matado para la oportunidad, restregan los cuerpos de las muchachas. A las viejas les envuelven cuidadosamente el cuello con las tripas del animal. Uno de los hombres toma entonces la cola del caballo, otro   —105→   la cabeza, y, así dispuestos, empiezan todos a cantar, a danzar y a reír, animando al enfermo para que los acompañe en la algazara. Después de un momento, arrancan al caballo el corazón y con su sangre hacen fricciones al enfermo. Terminada la ceremonia, suspenden de los árboles los restos del animal porque los consideran sagrados.

Por lo que hace a la celebración del matrimonio entre los indios, se asemeja a la de otros pueblos bárbaros. Cuando un joven tiene voluntad de casarse, empieza por comunicar el proyecto a sus parientes a fin de que lo ayuden a juntar lo necesario para congraciarse con los padres y amigos de la pretendida. El día señalado para el casamiento, muy de madrugada, los amigos del pretendiente se reúnen y envían algunos de entre ellos hasta el toldo de la novia. Los comisionados, antes de entrar al toldo anuncian su comisión y con mucha elocuencia hacen el elogio del pretendiente y de las hazañas cumplidas por sus padres y abuelos. A esto responde el padre de la novia enumerando las buenas cualidades de su hija y termina por decirles, que para una decisión definitiva deben dirigirse a la madre. Obtenido el consentimiento de la madre, entran en arreglos sobre los regalos que habrán de ofrecerse en cambio de la moza. Este punto resulta, a veces, muy difícil de resolver porque los amigos de la familia deben, también, participar de los regalos. Resuelto este aspecto del negocio, uno de los comisionados va en busca del novio y le pide que se acerque con sus acompañantes y con los obsequios requeridos. Estos regalos consisten, por lo general, en ganados, vestidos, espuelas y aperos de montar. Entonces arreglan un asiento compuesto de ocho o diez mantas; el padre del novio entra al toldo,   —106→   preguntando por la muchacha y le presenta, en un plato, una piedra verde llamada llanca. Luego viene la presentación a los amigos del futuro esposo y ella toma asiento sobre las mantas referidas. A continuación matan a un animal -yegua o novillo- del que cocinan únicamente el pecho y el corazón, ofreciendo de comer a los presentes. Después de la comida, conducen a la desposada al toldo del prometido donde continúan las fiestas y danzas por un día entero.

Esta es la ceremonia común observada para el casamiento, pero, si los amantes esperan oposición de parte de los padres, los amigos del novio suelen raptar a la muchacha, teniéndola escondida por algunos días. Más tarde, los mismos parientes del novio la solicitan a sus padres; hacen sus regalos como en el caso anterior, piden perdón por la violencia ejercida y defienden la causa como si fuera suya, declarando finalmente que los novios se han desposado por mutuo consentimiento. En tales casos la reconciliación se lleva a cabo sin dificultad, resolviéndose todo en una fiesta en celebración del matrimonio, previos los regalos de costumbre a los padres y amigos de la novia.

La poligamia está permitida, pero, como son muchos los gastos que importa el matrimonio -según se ha visto- solamente los ricos pueden gozar de ese privilegio. Cuando un indio tiene dos o tres mujeres, la primera con quien se casó ejerce la autoridad superior y el gobierno de la casa. Muy a menudo estallan los celos entre las mujeres, pero no tardan en apaciguarse, debido a la absoluta indiferencia con que los maridos contemplan las rivalidades de las esposas. El marido se considera obligado a pasar dos noches sucesivas con cada una de las mujeres, costumbre ésta muy antigua   —107→   y que no admite desviación. La mujer que está de turno para recibir al esposo, debe suministrarle alimentos y bebidas mientras está con ella, tratándolo con el mayor respeto y cariño.

Las mujeres hilan y tejen prendas de vestir, tanto para ellas como para sus maridos e hijos; cargan a la espalda la leña y el agua, atienden a todos los trabajos domésticos, cuidan de los recados y riendas; son, en rigor, las esclavas abyectas de los hombres y vense obligadas a sobrellevar los trabajos más fatigosos. Esta vida de ruda labor, no obsta, sin embargo, a que procreen con la mayor felicidad. Así, cuando han tenido un parto, van al río y se bañan, haciendo lo mismo con el recién nacido; luego vuelven a continuar sus ocupaciones habituales y a preparar la chicha para celebrar con sus amigos el acontecimiento.

A la criatura la colocan en una caja pequeña, forrada con un cuero de oveja y la envuelven con franelas, ligándole los pies y las manos, para que, de esa manera, crezca fuerte y musculosa; la madre lleva la caja a la espalda, continuamente, en todas sus faenas diarias, sea de pie o a caballo, hasta que el pequeño está en condiciones de caminar. Si es varón, no se le enseña otra cosa que a cazar y combatir, relatándole las hazañas de sus antepasados a fin de que las imite en palabras y obras. Cuando el muchacho se muestra arrogante y cruel, el padre fomenta su espíritu feroz diciendo que tales sentimientos anuncian un ánimo esforzado y poderoso. De ahí que nunca recurran a los castigos porque suponen que debilitan y apocan el espíritu.

El alimento más común de estos indios es la carne de potro, animal que abunda mucho, pero también comen   —108→   carne de otras bestias que son numerosas en la región. Comen la carne generalmente asada o calentada apenas sobre el fuego; a veces, también, cocida. Al sacrificar los animales, acostumbran a comerse crudo el sebo de la riñonada y también los nonatos, cuando aparecen; sacan el sebo de las entrañas, con las uñas, y lo comen en esas condiciones, untándose, por lo general, con sangre, la cara y las manos. Cuando se trata de un animal joven, suelen hacerle un corte en el pecho y luego lo apretan para que sangre interiormente; entonces le sacan el corazón y los pulmones, llenos con la sangre coagulada, para comerlos crudos: esto lo consideran un manjar muy delicado. Consumen también maíz, que se procuran en la frontera y lo aderezan de diversos modos. De ordinario no beben más que agua, pero en sus fiestas toman un licor, hecho de un maíz masticado, que dejan fermentar en vasijas. Comúnmente hacen tres comidas regulares: de mañana, a mediodía y al atardecer. No usan velas y la única luz artificial que conocen, es la de los fuegos que acostumbran a encender.

En sus grandes banquetes comen varios platos acompañados de chicha, pero la festividad tiene mayor significación si pueden procurarse vino. Aunque habitualmente beben agua, son tan inclinados a las borracheras, que, disponiendo de bebidas fermentadas, pasan a veces varios días en la más brutal embriaguez.

Los instrumentos musicales de que disponen consisten en un pito de caña y en un tambor o pandereta, semejante al que usan los brujos; de ellos se sirven para sus danzas. En los festivales indios, los danzantes del sexo masculino se presentan desnudos, llevando apenas   —109→   un taparrabo de cuero; llevan el rostro, las piernas y el torso pintados de diversos colores, y plumas de avestruz paradas en la cabeza; además unas ristras de campanillas que les cuelgan del cuello y de los hombros. Los danzantes forman un círculo alrededor del fuego y mueven los pies aceleradamente, efectuando toda clase de contorsiones. Estas danzas suelen durar hasta tres días consecutivos. Es de notar que las mujeres nunca intervienen en las danzas de los hombres, sino que bailan aparte, vestidas con sus mejores atavíos. Las carreras de caballos constituyen otra diversión favorita de los indios. También son muy aficionados a los juegos de cartas, pero su deporte preferido es el «Hockey» tal como se juega en Irlanda24.



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ArribaAbajoCapítulo VI

Ayuda que me presta el coronel Echevarría. - Almacenes donde se proveen los indios. - La trilla. - Campos bajos y tristes. -Moral sexual en la frontera. - Enlazamos una vaca ajena para cenar. - El olfato de las aves de presa. - Vivac en la Pampa. - Modo especial de asar la carne. - Una noche al raso. - Manera ambigua de dar señas en el campo. -La estancia del doctor Dick. - Valor de la tierra. - Noticias sobre un tigre. - Abundancia de caballos matreros y escasez de caballos de silla. - Las exacciones militares y su arbitrariedad tiránica. - Hospitalidad de un negro. - Durmiendo entre ratas. - La estancia y la familia de la viuda Burns. - Se nos cansan los caballos: un alto en la marcha. - Generosidad de un paisano. - Las ovejas en los campos. - El irlandés Mr. Handy. - Buena compra. - Ovejas a penique y medio. - Cerdos alimentados con carne de oveja. - El paso de un río crecido. - Revista de la jornada.


Al dejar la casa del coronel Echevarría, sentime vivamente obligado por los favores recibidos. Habíalo visitado como un extraño, sin ninguna clase de presentación y en momentos de trastornos políticos; sin embargo, él me había franqueado su casa facilitándome los datos más fidedignos sobre las tribus indias. Me acompañó, además, en todas mis excursiones por los toldos y como había alternado con los infieles por espacio de varios años, me fue mucho más útil de lo que hubiera podido esperar.

En la tarde del día en que partí, llegamos a una chacra donde nos detuvimos para pasar la noche. El propietario era también dueño de un almacén bien provisto   —112→   de los artículos más consumidos en las poblaciones cercanas. Desde el atardecer y hasta muy entrada la noche, estuvieron llegando indios, unos a pedir, otros a hacer sus compras y a trocar sus productos; lo que más se compraba eran bebidas alcohólicas. Llegaban todos los indios a caballo; las mujeres montaban, a veces, dos y tres sobre un solo animal. Pude ver plantaciones de maíz y de trigo, pero sin cercados, lo que hacía menester una vigilancia continua de día y de noche. Creo que, de haber empleado ese tiempo en la construcción de zanjas, se hubieran podido cercar los terrenos con facilidad. Por lo que respecta a la trilla, en todo el interior de la provincia se procede como en Oriente, es decir que se hacen pisar las espigas por los animales, pero aquí emplean caballos en lugar de bueyes. Las gavillas se colocan sobre un cuero que es arrastrado por un caballo hasta la era. Esta consta de un espacio circular de piso muy duro, y forma una depresión en el terreno como de doce a quince pulgadas; está rodeada por un cerco provisorio y las gavillas se arrojan al interior. Una vez todo listo, hacen entrar los caballos, que son animales jóvenes y vivos a los que se mantiene al galope, dando vueltas como en un circo, hasta que han pisoteado bien el trigo separando el grano de la paja; recogen después la paja y se llevan el grano para echar nuevas espigas.

Aquella noche comimos un armadillo y, así que terminaron las visitas de los indios, empezamos a barrer el piso del almacén y tendimos las camas en el suelo. La mañana siguiente amaneció muy nublada. Uno de los caballos estaba rengo y el carguero muy agotado. Esto nos preocupó bastante, pero, asimismo, decidimos partir dispuestos a marchar despacio. El comandante Echevarría   —113→   nos había proporcionado un baquiano que nos evitó un rodeo de varias leguas. El camino que debíamos seguir corría por un gran albardón que en invierno se cubre de agua.

Ahora se hallaba cubierta de pastos muy altos y en tales casos se convierte en guarida de tigres y leones, especialmente cuando hay mucho ganado cimarrón. Antes de entrar en esos pajonales, nos acercamos a un rancho con el objeto de conseguir un caballo de remuda para el guía. El rancho estaba habitado por una india, de muy buen parecer, y un hombre blanco. Allí nos apeamos para tomar unos mates: estando en ello se nos acercó una muchacha india, muy joven, de modales dulces e insinuantes y de fisonomía muy atrayente: creo que aún en Inglaterra se la hubiera considerado bonita. Es de saber que en toda la extensión de la frontera, el nivel de moralidad sexual es muy bajo; la poligamia está muy extendida entre los indios y la práctica de comprar mujeres contribuye a la disolución de las costumbres; desgraciadamente, el ejemplo de los indios tiene buenos imitadores entre los vecinos cristianos.

Mientras estábamos en aquel rancho, pasó por allí una tropa de treinta carretas de bueyes, pertenecientes al gobierno, que conducían provisiones para una reducción india.

A medida que avanzábamos por esa extensión tan salvaje, sentíame impresionado por su soledad y melancolía: ni rocas, ni ríos, ni una loma, ni un árbol, alteraban la monótona y mustia llanada, donde no se veía habitación humana en varias millas a la redonda. Por momentos, la marcha resultaba dificultosa entre aquellos malezales, sobre todo en algunos sitios donde el pasto estaba húmedo a causa de las lluvias. Los caballos   —114→   se fatigaban en exceso y por la tarde el carguero no pudo continuar; fue menester cambiar la carga poniéndola sobre otra de las bestias. Como en toda la extensión que abarcaba la vista, no sé advertía una sola casa, barruntamos que nos esperaba una noche al raso y al descubierto. En verdad, no estábamos preparados para tal aventura y en lo primero que pensamos, fue en cómo nos procuraríamos algo de comer; el hambre se hacía sentir porque, el mate, aunque buen estimulante, no es muy alimenticio. Yo era el único que se había desayunado ese día y solamente con un pedazo de pan. No había perdices porque éstos animales no frecuentan los terrenos anegadizos; además, como estábamos entre un pajonal, ya podíamos buscar un armadillo durante todo el resto del día, seguros de que no lo encontraríamos. El único recurso, en casos semejantes, es enlazar una vaca y no tardamos en aprestarnos para ponerlo en práctica. Dos de los compañeros empezaron a preparar sus lazos: uno de ellos montó, el primero, a caballo y se dirigió a galope tendido hacia una punta de ganado que se divisaba a distancia de una media legua. El ganado se inquietó y empezó a moverse, mientras el jinete se acercaba con dificultad, porque el pasto era alto; por último, alcanzó algunos de los animales que empezaban a desbandarse y se les puso delante con ánimo de hacerlos volver. Con esta maniobra, la persecución resultó de gran interés, porque una mitad de la tropa siguió la dirección que llevaba, hasta perderse de vista, mientras la otra mitad corría hacia el sitio donde estábamos nosotros. Entre tanto, don Pepe, que se había puesto a caballo, salió para encontrar el ganado que venía corriendo furiosamente, tuvo tiempo de elegir un animal y logró apartarlo. Era una vaquilla negra como de dos años y muy   —115→   ligera, que disparó en línea recta, dejando lejos al primer jinete. Como don Pepe había llegado al lugar un poco más tarde y con caballo fresco, sacó ventaja y, dada la posición en que se hallaba, pudo correr de través al animal. Le vimos entonces desenrollar el lazo, espolear el caballo -que aceleró su carrera- y luego revolear la armada hasta que estuvo al alcance de su presa. Le arrojó el lazo con certera puntería; el caballo disminuyó la carrera para soportar el estirón y la vaca rodó entre los pastos que la ocultaron a nuestra vista. Llegó luego el otro jinete, se tiró del caballo sacó su cuchillo y cesó la contienda.

Yo me interesé por saber a quién pertenecía el animal. -¿Está marcado?, pregunté. Me contestaron que sí. -Entonces tiene dueño, repliqué, y, en buenas palabras, hemos robado una vaca; si nos denuncian, estaremos sujetos a una penalidad.

A pesar de todo, actos de esta naturaleza son tan comunes en la frontera, especialmente cuando la noche sorprende a los viandantes sin que puedan procurarse alimento, que su moralidad no se mide como pudiera hacerse en Inglaterra, aparte el valor del animal, en uno y otro país. Supe después que el haber elegido una vaca negra, se debía a que es el color preferido de los nativos cuando se trata de utilizar el cuero para prendas de montar.

Hallándome cerca del animal muerto y antes de que hubieran terminado de sacarle el cuero, me sorprendió en extremo ver la gran cantidad de caranchos y otras aves de rapiña que volaban hacia nosotros, desde todos los puntos del horizonte. Venían desde tan largas distancias, que era inexplicable cómo el olor podía extenderse tan lejos. En efecto: en todo el ámbito que   —116→   puede abarcar la mirada de un hombre, veíanse pájaros en vuelo, acercándose al festín. Difícil era apreciar la distancia exacta, pero pensé que los olores debían llegar hasta el olfato de esas aves con la rapidez del sonido al difundirse en el aire.

Cortáronse las partes más tiernas de la res y dejamos el resto a los volátiles; montamos luego y salimos en busca de agua. Pronto llegamos a una laguna muy hermosa, bordeada de juncos y cubierta de patos silvestres: allí decidimos acampar durante la noche. Sacamos las maletas al carguero y nos dimos a recoger huesos, cardos y ramas para encender fuego; arrojamos al fuego el sebo de la vaca y no tardó en formarse una hoguera como para asar todo un buey. Después hervimos agua y empezamos a tomar mate, mientras se asaba la carne, que esta vez era de la llamada «carne con cuero». Asándola en esa forma, con el cuero del animal, resulta más jugosa y de exquisito sabor. Terminamos de comer mucho después de entrado el sol, pero las llamas del fogón nos prestaban suficiente luz. Luego de haber charlado un rato, alegrándonos con coplas y cantos, tendimos los recados sobre las pajas y dormimos bajo la majestad del cielo. Me desperté durante la noche: la luna irradiaba con suave fulgor en un silencio tan absoluto como si hubiera dejado de latir el pulso de la naturaleza. Al amanecer estábamos empapados con el rocío de la noche. Sacudimos los abrigos y nos lavamos en la laguna. Encendieron nuevamente fuego y, calentándonos al amor de la lumbre, nos desayunamos con mate y carne fría. Pronto estuvimos a caballo: una niebla espesa impedía encontrar el camino pero el baquiano se encargó de sacarnos por una ruta más directa. Ya cerca de mediodía llegamos a una   —117→   estancia llamada Nueve de julio, fecha que rememora la independencia del país.

El propietario y su esposa nos brindaron un almuerzo inmejorable en que no faltó el café y otras cosas, todo servido a la manera europea. Quedamos algunas horas en la casa y antes de reanudar la marcha me informé bien del camino para llegar a la estancia Los tres Bonetes. Esta era propiedad de un caballero escocés a quien deseaba visitar. Monté mi caballo favorito y emprendí el galope adelantándome a los compañeros que debían marchar despacio con la tropilla. Los nativos, en general, no se toman muchas molestias para suministrar al viajero las señas necesarias cuando se trata de un camino. Poco les da indicarle la ruta verdadera, como cualquiera otra, y apenas si hacen una señal con el dedo de la mano o describen un árbol como punto de referencia. El infortunado viajero que siga la dirección indicada, creyendo encontrar el camino, perderá su tiempo como en seguir a un fuego fatuo. Tal fue la suerte que me tocó aquel día. Seguí un rumbo que me habían dado como seguro y anduve apartado del camino varias leguas, haciendo preguntas y dando vueltas antes de llegar a Los tres Bonetes. Más de una vez, durante el camino, dirigí con inquietud los ojos hacia el sol que descendía en el horizonte, pensando que caería la noche y me vería obligado a tender el recado entre los pastos.

La bóveda celestial es, sin duda, sublime, pero forma un dosel demasiado grande para un viajero solitario. Después de mucho andar y soportar molestias porque mi caballo caminaba mal entre pastos que alcanzaban hasta las caronas del recado, llegué a la casa del doctor Dick. Esperaba encontrar a mis compañeros,   —118→   pero no estaban y no llegaron hasta la mañana siguiente. Habían sufrido en su viaje algunos percances: los caballos, cansados, avanzaban apenas entre los pastizales; habían podido percibir las casas de la estancia antes de que entrase el sol, pero les tomó la noche impidiéndoles continuar camino, A pesar de sus esfuerzos, viéronse obligados a dormir al raso una vez más. Tampoco habían calculado bien el tiempo oportuno para acampar, cuando quisieron encender fuego, el combustible ya estaba húmedo con el rocío y no pudieron hacerlo arder; con esto, el vivac resultó más triste y comieron carne fría de la noche anterior. Afortunadamente, con la extrema fatiga, no tardaron en dormirse y despertáronse bien repuestos, aunque con demasiado apetito.

La estancia Los tres Bonetes, del doctor Dick, comprende una extensión de dieciocho leguas cuadradas de tierra excelente y con buenas aguadas; calculaban que tenía veinticinco mil cabezas de ganado vacuno, un buen número de ovejas y de dos a tres mil yeguas y potros. Pero por la escasez de peones, la hacienda se ha vuelto tan matrera, que, cuando se trata de vender animales, los gastos de recogida y arreo ascienden al doce y quince por ciento del valor obtenido en la venta.

El precio de la tierra, por estas inmediaciones, es de veinte mil pesos la legua cuadrada. Sobre la frontera, el gobierno ha hecho grandes ventas de tierra, a un precio general de cuatro mil pesos la legua, equivalente a cincuenta libras esterlinas, con el cambio a tres peniques, lo que hace dos peniques por cada acre inglés. Por este precio puede tenerse el dominio absoluto de la tierra a cincuenta leguas de Buenos Aires, pero debe   —119→   considerarse que, los gastos directos e indirectos que ha de satisfacer el comprador para tomar posesión de lo adquirido, asciende a mucho más que la suma indicada.

Estábamos almorzando cuando uno de los peones de Mr. Dick vino a darle cuenta de que un tigre había matado una vaca durante la noche anterior, precisamente muy cerca del sitio donde don José y don Pepe habían pasado la noche.

En seguida se hicieron preparativos para la caza del tigre; yo sentí vivos deseos de intervenir en la partida, pero mi caballo no era para esa faena y me reduje a ofrecer veinte chelines a quien me trajera la piel del animal. Al fin de cuentas, los cazadores no pudieron encontrar su guarida.

Ya para entonces, nuestros caballos, después de haber andado cerca de quinientas millas, se encontraban casi inútiles. Para continuar doscientas millas más, hacia el norte, siguiendo la línea de frontera, se me hacía enteramente indispensable otra tropilla. A pesar de la abundancia de yeguas y potros, resulta en estos campos imposible encontrar una tropilla de caballos mansos. Estos estancieros podrían vanagloriarse de los muchos miles de caballos que pueblan sus campos, pero sería lo mismo que si se jactaran de los millares de palomas silvestres que hay en ellos y de los buenos pasteles que podrían aderezarse... cuando llegara el caso de atrapar las palomas. Porque entre tantos miles de caballos, no se encontrará uno que sirva para nada. Después de muchas averiguaciones, practicadas en todos los rumbos, me convencí de que me sería imposible encontrar una tropilla como la que yo buscaba. Por eso tuve que renunciar a mis proyectos y volverme directamente a Buenos Aires. Rodeado de caballos matreros, veíame   —120→   compelido a volver atrás, por falta de uno o dos que me permitieran seguir adelante. Es un caso que demuestra, cómo en este país, por negligencia, se disipan casi siempre los dones de la naturaleza. También los caballos amansados son muy raros porque se le considera munición de guerra. En efecto: cada vez que el gobierno ha menester de caballos para formar un ejército, lo comunica a las autoridades de campaña y el comandante del distrito destaca en seguida unos cuantos soldados a las estancias con instrucciones, para tomar todo lo que se necesite. Estas exacciones se han repetido con mucha frecuencia en estos últimos años y pocos son los propietarios que ahora gastan dinero en hacer domar sus caballadas, por temor de que sus gastos redunden en puro beneficio del gobierno.

A los daños que importa ese proceder, hay que añadir las levas de soldados que se hacen para el servicio militar. Cuantas veces el gobierno necesita de auxilios de esa naturaleza, sus oficiales visitan los establecimientos de campo y hacen marchar a quien se les antoja, para incorporarlo al ejército. Es así como se deseca la verdadera fuente de la industria nacional, y el dueño del más próspero establecimiento, puede ver, de un momento a otro, paralizados sus trabajos por la llegada de algún comandante que se presenta exigiendo hombres y caballos. Lo mismo ocurre por lo que respecta al ganado para la manutención de las tropas, y ésta es una de las menores exacciones que deben soportarse. Dicho bárbaro tributo no podrá ser abolido muy pronto: provoca, como es natural, las quejas de todos los habitantes, así naturales como extranjeros, y no sólo es tiránico y destructor de la industria nacional, sino que las levas se llevan a cabo con diferencias   —121→   injustas; el poder del comandante es de tal manera arbitrario, que está en su mano eximir a quien le place y así quedan salvos sus amigos sin prestar servicio alguno, mientras otros soportan pesadas cargas militares. El general Rosas no estaba enterado de esas injusticias; cuando se le han interpuesto quejas bien fundadas, invariablemente ha reprimido los abusos, pero, lo común y más prudente, es guardar silencio, antes de atraerse la malquerencia de las autoridades de campaña y de la hueste de subalternos. El sistema es funesto sin duda, porque la tranquilidad y el bienestar de los ciudadanos, quedan así librados a la irresponsabilidad de cualquier empleado inferior.

Cuando salimos de la estancia del doctor Dick, nos pareció difícil que los caballos llegaran hasta Buenos Aires -distante cincuenta leguas-, aun en pequeñas jornadas, porque se encontraban en muy mal estado. Pero había que intentarlo y confiábamos en que, acercándonos a la ciudad, podríamos hacernos de nuevas cabalgaduras.

Por eso marchamos despacio, con intención de hacer noche en la estancia Los Toldos, propiedad de la señora Miller; sin embargo, cuando advertimos que la estancia estaba a una legua del camino, resolvimos pernoctar en uno de los puestos. Habitaban el rancho un negro y una mulata, quienes, de inmediato y en forma muy obsequiosa, nos prepararon la cena que consistió en un asado de cordero y puchero de vaca. Tomamos el caldo con unas cucharas de cuerno muy sencillas y prácticas, A despecho del hambre que yo sentía, no pude comer a gusto porque esta buena gente no quería probar bocado hasta que hubiéramos terminado la cena. Luego, y como considerándose indignos de comer en   —122→   nuestra presencia, lleváronse los platos a un cuarto contiguo. Aquel negro fue el primero que vi por las estancias donde anduve. Los indios de las fronteras suelen dedicarse a cuidar ovejas pero, según dicen, no sirven para los trabajos domésticos. En cuanto a las mujeres, aunque se las trate bien, prefieren siempre la libertad sin límites en que han nacido.

Concluida la cena, barrimos el suelo con una escoba de plumas de avestruz y acomodamos nuestros lechos. Los dueños de casa -deseando franqueamos la mayor comodidad- me ofrecieron un par de sábanas limpias. Como no había cama ni colchón, me excusé diciendo que no valía la pena tenderlas sobre un piso de tierra mal barrido: en realidad no quise darles la verdadera razón por no chocar sus buenos sentimientos, que me habían inspirado gratitud.

Al arreglar mi cama en el suelo, quiso la mala fortuna que la tendiera sobre una cueva de ratas, y no había concluido de taparme cuando oí sus chillidos y correteos bajo el cuerpo; luego me anduvieron encima, como sorprendidas del extraño huésped. Por un momento estuve apartándolas con el pie, deseoso -lo confieso- de que se fueran sobre don José, que roncaba en un rincón opuesto. Ya cansado de ese pasatiempo, me cubrí hasta la cabeza, dejando apenas una abertura para respirar y, al cabo, me olvidé de los roedores, cayendo en un profundo sueño. El despertarme, comprobé que no había sido pasto de su voracidad.

Al día siguiente, muy de mañana, ya estábamos en camino. A eso de las doce llegamos a una estancia, donde almorzamos con esplendidez. Era propiedad de la señora Burns, inglesa y viuda, una de esas mujeres que hacen honor a su sexo y al país en que nacieron.   —123→   La señora Burns ha adquirido una extensa propiedad a fuerza de trabajos y economías. Con singular aplicación y pericia, administra ella misma su establecimiento, aumentando sus posesiones. En torno a la casa podían verse los galpones muy sólidos y muchos otros detalles que revelaban espíritu de orden y de trabajo.

Después que descansaron los caballos, seguimos la marcha. La dueña de casa mandó con nosotros uno de sus peones para que nos indicara el vado de un arroyo. Este hombre nos anunció en seguida que el caballo carguero quedaría rendido antes de terminar el día. Confiábamos nosotros en que no fuera así, pero, pasada una hora, la predicción se cumplió. El pobre animal se detuvo y no podía dar un paso más. Así nos vimos obligados a abandonarlo, pero antes pedimos a un hombre -que llevaba unas vacas al agua- lo tomara bajo su protección. No habíamos andado media legua, cuando otro de los caballos que montábamos y que sufría del lomo desde días atrás, se cansó también, a punto de no poder caminar. En semejante situación, nos sentamos sobre el pasto para mantener un concejo a la manera india. Antes de llegar a ninguna conclusión, oímos pisadas de caballo y vimos un hombre que venía hacia nosotros. Era el baquiano que nos había facilitado por la mañana la señora Burns. Acercándose, nos dijo:

-Cuando me volví al rancho pensé que los caballos se les iban a cansar... y cuando lo supo mi mujer, se apenó por ustedes. Entonces dije: Los voy a seguir con mi caballo... Aquí lo tienen.

Con estas pocas y sencillas palabras, nos presentó un caballo en excelentes condiciones. Este acto de generosidad tan espontáneo, resultó un socorro inesperado y nos permitió continuar el viaje. El peón que así procedía   —124→   no hubiera aceptado ninguna recompensa material, bastándole con las consabidas «gracias». Todavía se encargó de los caballos cansados que dejábamos.

Pasamos la noche de ese día en casa de un caballero argentino, donde se nos recibió también con la mayor hospitalidad: las señoras nos cebaron mate, ofreciéndonos otros refrigerios. Luego participamos de una abundante y delicada cena, amén de una buena cama.

En la mañana siguiente nos proporcionaron un guía para indicarnos el vado de un pequeño arroyo que debíamos pasar, precaución ésta muy necesaria a causa de las últimas lluvias. La niebla se hizo tan espesa, por varias horas, que anduvimos indecisos sobre el camino a seguir, hasta que la brújula nos dio la dirección segura. Advertimos que no estábamos lejos de la ciudad por las majadas que se hacían de más en más numerosas. Al fin llegamos a la zona dedicada, especialmente, a la cría de ovejas. En un radio de veinte leguas alrededor de Buenos Aires, las estancias podrían llamarse con más propiedad criaderos de ovejas; la mayoría de sus propietarios son ingleses.

Antes de entrarse el sol estuvimos en casa de mi amigo Mr. Flint -un norteamericano- donde se nos recibió con verdadero regocijo. Mientras recorríamos el campo a fin de apreciar las mejoras introducidas, nos mostraron una majada de ovejas compradas últimamente en el sur, al precio de tres chelines la docena. Cenamos esa noche un asado gordo y sabroso. Lo que podría llamarse propiamente nuestro viaje, había terminado aquí. Don Pepe, que tanto contribuyera a su éxito, allanándome dificultades y obligándome con su bondad, se despidió de nosotros y, cortando campo con su tropilla, tomó rumbo a sus pagos. Yo y don José (mi amigo   —125→   Mr. Joseph Mears), seguimos camino adelante en dirección a la ciudad. Pasamos esa noche en casa de Mr. Handy, un irlandés meridional que se ha hecho célebre entre sus connacionales por la multiplicidad de sus actividades. Es conocido -y goza de cierta notoriedad- bajo diversos nombres: a veces se llama simplemente Mr. Handy, otras el irlandés Miky, y bastante a menudo «El Duque de Leinster». Es un hombre chistoso y decidor, pero también muy inteligente y progresista: posee un espléndido establecimiento destinado a la cría de ovejas, con buena casa y grandes arboledas. Tiene una mujer muy hermosa y sus chiquillos, muy bien educados, están a cargo de un preceptor. Así rodeado, ¿podrá no sentirse feliz? Últimamente, Mr. Handy había recorrido el sur de la provincia comprando ovejas. A fuerza de constancia y pericia logró adquirir hasta ocho mil, al precio de ¡dieciocho peniques la docena!, o sea cuatro reales de vellón cada una. El viaje de vuelta con su compra, viaje de unas doscientas millas, lo había cumplido en treinta días, perdiendo solamente unos cien animales en aquella enorme majada. Así que engordaron las ovejas en los campos de Mr. Handy, éste hizo sacrificar alrededor de mil, vendió los cueros al precio de cinco chelines y tres peniques la docena, y destinó la carne al engorde de una gran piara de cerdos que posee. Cierta vez, encontrándome yo en una reunión de europeos congregados en una cena que dio Lord Howden en Buenos Aires, conté lo que acabo de referir. Mi relato suscitó un murmullo de incredulidad y yo me ofrecí para acompañar a quien quisiera hasta los campos donde pastaban las ovejas restantes de Mr. Handy.

En casa de Mr. Handy conocí al reverendo Mr. Fahy, sacerdote católico irlandés que andaba en gira   —126→   pastoral. Con él pasamos una noche muy agradable. Mr. Fahy es persona indispensable a sus compatriotas en estas comarcas, no solamente porque sabe cumplir los deberes de su ministerio espiritual, sino porque su experiencia le permite dar consejos muy provechosos en cuestiones puramente temporales.

La mañana en que nos preparábamos a partir, estaba muy húmeda. Los dueños de casa nos invitaron a permanecer un día más, porque el paso del río de la Boca ofrecía peligros a causa de que los terrenos bajos se hallaban todos cubiertos por el agua. Pero, como la crecida se debía únicamente a las lluvias, optamos por seguir viaje. Llegados al río, lo hallamos muy crecido y en verdad que aparecía imponente. Sin embargo, don José lo cruzó, el primero; cuando lo vi sano y salvo en la orilla opuesta, aseguré mis papeles alrededor del torso para no mojarlos y entré con mi caballo que, andando a volapié, pudo sacarme a la costa.

Este viaje de seiscientas a setecientas millas, con todos sus lances y peripecias, había dejado en mi un sentimiento de gratitud, tanto por haberme visto libre de todo daño, como por la bondad y la hospitalidad que tan espontáneamente se me habían brindado en todas partes. Debo decir que el alojamiento y la comida no nos costaron un centavo; más aún, el solo intento de pagar habríase mirado casi como un insulto, hasta entre los paisanos más desvalidos. Yo no era -en rigor- más que un desconocido y no había llevado, de intento, sino una carta de presentación; era, además, extranjero y no conocía personalmente más que a uno o dos pobladores. Y, sin embargo, durante varias semanas, viajando por esas vastas llanuras escasamente pobladas, había encontrado la más bondadosa acogida en todas partes, sin   —127→   distinción de razas ni clases, tratárase del indio menesteroso, del paisano pobre o del estanciero acaudalado.

Sintiendo que era deber mío expresar públicamente mi gratitud por la hospitalidad recibida -aunque no se trataba de un caso excepcional- dirigí una carta al British Packet25, expresando mi reconocimiento y dejando constancia de la paz y prosperidad en que vivían los pobladores ingleses; también llamaba la atención sobre las perspectivas favorables a la inmigración, el poco valor de la tierra y el escaso progreso, que eran una consecuencia de la falta de trabajadores.



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