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ArribaAbajo-VIII-

Del crédito


Al considerar las admirables propiedades de la moneda, parece que su invención marca el último límite del progreso en la circulación de los productos.

Activar, en efecto, esta circulación, dar seguridad y fijeza a las transacciones individuales, fecundar la producción, hacer posible la acumulación de la riqueza, facilitar los préstamos... ¿qué más puede desearse?

Y sin embargo, cuando se examinan atentamente los cambios en que interviene el dinero, bien pronto se echa de ver que hay una gran imperfección en su mecanismo.

En primer lugar, el uso de esa mercancía, que se interpone siempre entre el comprador y el vendedor, es todavía una traba para la circulación, al mismo tiempo que un gasto improductivo para el público. Como tiene su valor propio, no siempre puede adquirirse, y aun entonces, ya se saque directamente de las minas, ya se reciba del extranjero en cambio de diversos productos, es preciso sacrificar para ello una porción más o menos grande de capital y de trabajo, que, de otro modo, hubieran tenido un destino más directamente útil, más inmediatamente aplicable a la satisfacción de nuestras necesidades.

Costosos bajo el punto de vista de la producción, el oro y la plata no lo son menos, considerados como medio de circulación. Aunque más trasportables que la generalidad de los productos, su traslación de un lugar a otro, fácil y apenas onerosa en cada cambio, no deja de ocasionar, cuando éstos se multiplican o exigen gruesas sumas de dinero, incomodidades y gastos que distraen también de aplicaciones más fecundas cierta cantidad de capital y de trabajo.

Además, los metales preciosos se deterioran circulando, y su desgaste constituye anualmente una pérdida para la sociedad. Esta pérdida no es tan despreciable como pudiera creerse. En un informe escrito en 1838 por Dumas y Colmont, estos dos ilustres químicos han hecho constar que cada moneda francesa de cinco francos se desgasta 4 miligramos por años. Hasta principios del siglo XVIII, el desgaste anual era, segun Jacob, de 1 por 360. El oro se altera cuatro veces menos, segun los cálculos más bajos; pero, siendo más caro que la plata, puesto que 1 onza del primero vale lo menos 15 de la segunda, la pérdida que experimenta por el desgaste afecta al valor monetario en una proporción mucho mayor.

Finalmente, no es sólo la materia de los metales preciosos, es también su valor el que sufre alteraciones que, aunque tardías y lentas, introducen, cuando ocurren, la perturbación en los cambios, y hacen peligrosa, como hemos visto en el capítulo anterior, cuando éstos son a largos plazos, la intervención de dichos metales.

Es, pues, evidente que si pudiéramos prescindir de la moneda en las transacciones mercantiles, sin quitarles por eso el carácter de generalidad y fijeza que aquélla les ha comunicado, lograríamos economizar un capital considerable y dar un gran impulso a la circulación de los productos, evitando al mismo tiempo los inconvenientes que resultan siempre que varía de valor la moneda. Ahora bien: este problema tiene una solución, si no fácil nos hacedera y posible.

No siendo, en efecto, la moneda más que una prenda que el vendedor recibe en cambio de su mercancía, para obtener por medio de ella otra de igual valor, lo esencial para el vendedor mismo no es poseer la tal moneda, sino estar seguro de enconttar cuando le plazca el equivalente de la mercancía vendida. Proporciónesele esta seguridad, dice Coquelin179, y podrá renunciar a la moneda, con tanto más motivo, cuanto que, en el gran mercado del mundo, cada cual vende y compra sucesivamenie, haciéndose acreedor de la sociedad por los servicios que le presta, y deudor suyo por los que de ella recibe; y como en definitiva los créditos y los débitos se compensan o poco menos, regularizada esta compensación por un procedimiento cualquiera, las obligaciones se extinguirán diariamente y se habrá llenado el objeto de los cambios sin la intervención del numerario.

He aquí, en toda su sencillez, la noción del crédito. Completemos ahora su explicación por medio de un ejemplo, que tomamos del mismo autor.

«A y B son dos cultivadores vecinos y amigos. Sucede que a B le hacen falta dos caballerías para labrar sus tierras; sabe que A posee un par de mulas de sobra, y se dirige a él para adquirirlas, ofreciéndole en pago veinte costales de trigo. A se conforma con la oferta, el contrato se celebra y no resta más que consumarle, efectuando el cambio producto por producto. Pero desgraciadamente el trigo no se tiene a mano para la entrega; hasta dentro de tres meses no estará segado, trillado y limpio, y B necesita en el acto el par de mulas. ¿Qué hacer? Si A no tiene confianza en su amigo, será preciso que éste se pase sin las caballerías, a riesgo de dejar sin labrar una parte de sus campos, o que se provea del dinero preciso para comprar aquéllas. Y ese dinero, ¿cómo obtenerlo, si no es distrayendo una porción de su haber, de su capital activo? En ambos casos habrá una pérdida real, al menos para uno de los contratantes. Pero que la confianza se interponga en el mercado: A entrega entonces sus mulas y espera pacientemente la recolección del trigo prometido, exigiendo sólo, como es justo, una corta indemnización por la tardanza en recibirle.»

Se objetará quizá que en este caso, si bien A no se priva realmente del uso de sus mulas, puesto que no las necesita, al menos renuncia durante tres meses a una porción de su capital para que le disfrute su vecino B; pero si suponemos que él mismo obtiene de otra persona un crédito igual al que ha concedido, es indudable que no renunciará a nada y que su haber no habrá mermado en lo más mínimo. Prosigamos con nuestro autor180 el mismo ejemplo para demostrarlo.

«Al día siguiente.de haberse celebrado la transacción que precede, A se dirige a otro de sus vecinos y amigos, C, para comprarle 25 carneros. De común acuerdo se fija el valor de ellos en 20 costales, de trigo, y ya está a punto C de recibir este producto, cuando A le dice: «El vecino B me debe precisamente 20 costales de trigo, pagaderos después de la recoleccion; si te conviene y puedes esperar, él te los entregará en lugar mío y quedaremos en paz por este medio.»

Admitida la condición, ya tenemos un cambio indirecto, o por mejor decir, una serie de cambios verificados sin la intervención del numerario. En vez de tres contratantes, pónganse cuatro, cinco o más; con tal que todos tengan igual confianza unos en otros, el cambio se verificará siempre del mismo modo, esto es, bajo la fe de promesas verbales.

Se ve, pues, que el crédito no es otra cosa sino la confianza en el reintegro de un valor anticipado o prestado y ya consista en numerario, ya en otro producto cualquiera.

Esta confianza puede dispensarse el bien sea a los particulares, en cuyo caso se llama crédito privado, o bien a los gobiernos, y entonces se denomina crédito público181.

Pero ni a unos ni a otros se les concede sin ciertas condiciones o garantías que aseguren el reintegro del préstamo.

Las garantías del crédito son de tres clases: reales, personales y legales. Digamos algo acerca de cada una de ellas.

Todo valor, de cualquiera forma que sea, ya resida en un producto, ya en un título de propiedad o en una obligación que confiera derechos sobre objetos de cambio, puede servir de garantía (credito real). Si este valor es inmueble, v. gr., tierras, edificios, minas, bosques, vías de comunicación, etc., toma el nombre de hipoteca; y como no puede ser sustraido ni ocultado, se deja en posesión de él, al deudor durante el préstamo o anticipo. Por el contrario, cuando es mueble y por lo tanto susceptible de ocultación, como mercancías, títulos y efectos de comercio de toda especie, se llama prenda, y pasa generalmente a manos del acreedor hasta la extinción del contrato, o bien se deposita en poder de un tercero, a quien se encarga de su conservación y custodia.

También puede servir de garantía. la persona misma del deudor, o de otro individuo, llamado fiador, que quiera sustituirle en caso de incumplimiento por parte del primero (crédito personal).

Pero ni las personas ni los valores bastan para garantizar completamente el crédito: se necesita ádemas que la ley venga a darle su sanción, proporcionando al prestador, por la intervención del poder público, los medios de hacer cumplir sus obligaciones al prestamista y en esto consisten precisamente las garantías legales.

Las ventajas de la intervención del crédito en los cambios son tales, que esta institución puede considerarse como una de las invenciones más útiles.

En primer lugar, el crédito economiza una gran parte del numerario circulante y para convencerse de ello, no hay mas que comparar las respectivas situaciones monetarias de Inglaterra y Francia. La suma de dinero de que Inglaterra hace uso en las transacciones no pasa, según los cálculos oficiales, de 750 millones de francos, mientras que Francia emplea en las suyas, sin tener por eso mayor facilidad de cambio, antes bien no teniendo tanta, un capital de 3.500 millones; es decir, que, para obtener un servicio igual y aún menor, Francia gasta cinco veces más que Inglaterra.

El crédito tiene además la ventaja de facilitar la circulación de las mercancías, produciendo en los cambios el mismo efecto que, la disminución de rozamiento y por consiguiente de gastos de tracción en los trasportes materiales.

Es, en efecto, un resultado constante del desarrolla del crédito la baja progresiva del interés de los capitales. Allí donde el crédito reina, el interes está al 3, 4 ó 5 por 100 a lo sumo, mientras que en otras partes apenas se obtiene el capital al 8, al 10 ó al 12, y todavía, cuando no pasa de este último tipo, podrá decirse que hay poco crédito, pero no que sea nulo. Si el crédito faltase completamente el interés subiría por lo menos al 20 ó 30 por 100, como sucedía en la Antigüedad y en la Edad Media, en cuyas épocas no se conocía semejante institución, ni se empleaba en las transacciones, otro intermediario que la moneda.

Pero no es todavía la baja del interés y la facilidad consiguiente de la circulación la principal ventaja del crédito. Lo que constituye sobretodo su peder y su fecundidad es la multiplicación de los capitales, que tiene precisamente por síntoma la baratura de su alquiler. El capital y el trabajo son, en efecto, dos fuerzas tan estériles mientras están aisladas, como fecundas cuando funcionan unidas: esta unión, esta asociación es la condición indispensable de toda empresa productiva. Pero no siempre un mismo individuo reúne los caracteres de trabajador y capitalista; por el contrario, es lo más frecuente encontrar en la sociedad personas dotadas de talento, de laboriosidad,

de iniciativa, que poseen quizá en alto grado lo que un distinguido economista ha llamado el genio de los negocios, y que, sin embargo, no pueden hacer valer estas aptitudes por carecer de los fondos necesarios para ello; mientras que, por otra parte, se ven todos los días ricos ociosos, hombres acaudalados, grandes propietarios que, por falta de inteligencia o de actividad, no utilizan de modo alguno estas ventajas. Ahora bien: el crédito viene a establecer entre unos y otros relaciones estrechas; el crédito proporciona a los primeros los recursos que poseen, los segundos; es, pues, indudable que multiplica los capitales.

Se dirá: el crédito no puede crear nada; el crédito no hace más que trasladar la riqueza preexistente de las manos del prestador a las del prestamista. Cierto; pero si se considera que, mientras esa riqueza estaba en poder del primero, no servía para la producción, no tenía el empleo productivo que le da de seguro el segundo, pues, a no ser así, no la hubiera tomado a préstamo, se verá fácilmente que la simple traslación de que se trata ha convertido en capitales una porción de productos, y que por lo tanto, sin que haya habido precisamente una nueva producción, una nueva creación de valores, se han allegado los medios de obtenerla aumentándose los elementos productivos.

Hace algunos años preocupa mucho y con razón el modo de mejorar la suerte de las clases trabajadoras; pues bien, entre todos los medios de conseguir. un fin tan elevado y tan digno, ninguno más enérgico ni más poderoso que el crédito. ¿De qué procede, en definitiva, la triste condición a que hoy se ven reducidas esas clases? De la escasez de los capitales. Donde los capitales escasean, la actividad encuentra pocas ocasiones en que ejercitarse; su demanda es débil, y su oferta, por el contrario, grande, porque el trabajador necesita ante todo vivir; de modo que el trabajo obtiene una remuneración mezquina. Pero multiplíquense los capitales, y al momento se multiplicarán en la misma proporción los empleos de la actividad humana; crecerá la demanda de brazos, y como la oferta no puede crecer en la misma proporción, el salario no podrá menos de aumentarse.

Y no se crea que para lograr este aumento haya de disminuir precisamente la retribución de los capitalistas; no se deduzca de lo dicho que allí donde el crédito reina, los fabricantes estén peor dotados que los operarios; nada menos que eso. Si la abundancia del capital obliga a los primeros a contentarse con una ganancia menor en cada operación productiva, en cambio les permite hacer en el mismo tiempo mayor número de operaciones, multiplican do así los beneficios.

«El propietario de un telar en la India, dice Carey182, se reserva más de la mitad del producto, y vive en la pobreza y la miseria; el de un corto número de telares en Lyon divide por igual los productos con el trabajador, y ambos son pobres; mientras que los fabricantes de Inglaterra y de los Estados-Unidos no se atribuyen más que una décima parte de lo que han producido, dejando las nueve restantes a sus operarios, y sin embargo viven y gozan de un bienestar envidiable.»

He aquí cómo por la influencia bienhechora del crédito, la retribución del trabajo se aumenta sin perjuicio alguno para otros intereses, y se puede mejorar de una manera real y estable la suerte de los trabajadores.

Este resultado es de suyo importantísimo, pero todavía el crédito da lugar a otro no menos considerable; pues, proporcionando el trabajo tantos fondos, antes inertes, aumentando los elementos productivos, sucede que cada industrial ensancha la esfera de su producción, y que diariamente se establecen nuevos productores al lado de los antiguos, animados todos por la facilidad de adquirir capitales y de dar salida a sus productos. De la noche a la mañana se encuentran los almacenes con un surtido que no tarda en hallar tompradores, y que se renueva continuamente. El exceso de ciertos artículos no es ya un embarazo para el productor, como la insuficiencia de otros deja de serlo para el consumidor; la oferta se proporciona al pedido, la producción se equilibra y los precios se regularizan, porque aquel que, teniendo crédito, se sirve de él para comprar mercancías, da lugar a una demanda proporcionada de ellas, de la misma manera que el que le emplea para producirlas promueve a su vez una oferta.

A todo. esto objeta J. B. Say183:

«Es, sin duda, muy ventajoso para la sociedad que el, crédito esté generalmente esparcido; pero hay una situación más favorable todavía, y es aquella en que nadie necesita del crédito, en que cada cual, en su profesión, ha sabido juntar bastante capital para subvenir, sin tomar prestado, a los anticipos que la producción exige. Digo que esta situación es la más favorable en general, porque la necesidad de levantar empréstitos y de obtener plazos perjudica siempre a los que se ven en el caso imprescindible de recurrirá este medio, obliga a los industriales a hacer sacrificios que vienen a aumentar sus gastos de producción, expone los capitales a pérdidas inmerecidas y eleva la cuota del interés. Vale más, siempre que sea posible, trabajar con capitales propios.»

Pero precisamente en eso estriba la dificultad, y con razón se ha dicho que Say, al emitir tales reflexiones, se hacía utopista; porque, como responde muy bien G. du Puynode184, en una sociedad algo adelantada en las vías de la industria, no hay empresario que pueda atenerse al empleo de sus propios capitales, y el que lo intentase echaría de ver bien pronto los perjuicios que se le seguirían. Restringiéndose entonces el círculo de sus negocios, sin que por eso disminuyesen sensiblente sus gastos generales, sostendría difícilmente la lucha con los demás productores, si es que no sucumbía en ella. Además, ¿de dónde saca J. B. Say que el crédito eleva la cuota del interés, cuando, como hemos visto, sucede precisamente lo contrario? Si un tintorero, por ejemplo, para servirnos del mismo ejemplo que aduce aquel economista, toma de un droguero algunas drogas a préstamo y le paga un interés, ¿acaso no obtiene otro interes igual del fabricante de telas, a quien anticipa los tintes que necesita? Pues para todos los productores es lo mismo: la cadena del crédito enlaza al comercio de modo que entre sus eslabones no hay solución de continuidad alguna.

Se rechazan, sin embargo, los beneficios de aquella institución económica, a causa de los peligros que, según se dice, la acompañan, y se le atribuyen las desapariciones del numerario y las crisis mercantiles que sobrevienen donde quiera que el crédito ha alcanzado un amplio desarrollo. Pero la verdad es que se exageran mucho los males que ocasiona, o por mejor decir, se le atribuyen accidentes que no son hijos del uso del crédito, sino del abuso, o de otras causas completamente extrañas.

He aquí cómo lo demuestra Coquelin185: Cierto que el crédito dispensa en muchos cabos del uso de la moneda y tiende por lo mismo a disminuir la cantidad que de ella circula; pero una disminución monetaria producida por semejante causa no puede traer el menor perjuicio. ¿Qué importa que el numerario salga de un país en un momento dado, si en ese momento es inútil o innecesario? Puesto que los cambios se verifican con toda facilidad con la porción de moneda existente, ¿para qué se quiere el resto, si no tenía otro objeto que facilitarlos? Témese quizá que en caso de una necesidad imprevista haga falta ese numerario ausente; pero aún esta aprensión es infundada, pues como sólo su inutilidad ha dado lugar a su desaparición, es natural que reaparezca tan pronto como se necesite.

Con más visos de razón se objeta que los países mejor dotados en instituciones de crédito son también los más sujetos a esos accidentes que vienen de vez en cuándo a herir la producción, suspendiendo las transacciones comerciales, y que se conocen con el nombre de crisis económicas. Pero aún cuando tuvieran la gravedad que se les atribuye, ¿qué deberíamos deducir de aquí? Las crisis económicas, tales como se presentan al exterior, no son en general otra cosa que desapariciones momentáneas del crédito: es, pues, natural que no ocurran mas que donde el crédito existe, por la sencilla razón de que nadie puede perder lo que no tiene, como lo es también que el sacudimiento producido por ellas sea tanto más fuerte cuanto más desarrollado se halle el crédito mismo. ¿Se ha de decir por eso que el crédito es un mal para los países que le poseen? De que estén expuestos a perderle por cierto tiempo, durante algunos malos días, ¿se sigue que no deban aprovecharle en los días serenos? Tanto valdría prohibir el cultivo de los campos por no exponer a los agricultores a los destrozos del granizo, o proscribir el uso del agua y el fuego para evitar las inundaciones y los incendios.




ArribaAbajo-IX-

De los instrumentos de crédito.


Los sencillos procedimientos de crédito explicados en el capítulo anterior, no son aplicables sino entre personas que se conocen y se hallan en contacto unas con otras. Tan pronto como se sale de este círculo, ya no bastan las promesas verbales; es menester emplear obligaciones escritas, sobre todo si se quiere trasmitirlas, como en el ejemplo ya citado, A ha trasmitido a C la promesa de B. Mas no por eso varían de naturaleza: son siempre actos de crédito y nada más, actos completamente análogos a los que hemos referido, con la única diferencia de que, estando consignados en el papel, pueden trasferirse a mayor número de personas y tienen más fuerza ante los tribunales.

De aquí la invención del recibo, documento de crédito el más sencillo, en que se hace constar por escrito el hecho de haberse anticipado al deudor cierto producto o valor, y el compromiso que éste adquiere de entregar al acreedor el equivalente dentro del plazo convenido186. Por su medio se ha extendido la circulación de las promesas de pago, se las ha hecho pasar fácilmente de mano en mano y se ha realizado mayor número de transacciones. El tenedor de un recibo posee ya una prueba del crédito que ha concedido; puede hacer valer con ella sus derechos al reintegro, y no se halla detenido, al querer trasmitirlos a otra persona, por la incredulidad de ésta respecto de la existencia del crédito mismo. Verba volant, scripta manent: la palabra escrita inspira más confianza que la palabra hablada; y como en esa confianza consiste precisamente el crédito, de aquí es que el recibo venga a extenderle y fortificarle en las relaciones mercantiles.

Mas no basta para la libre circulación de las promesas de pago la seguridad de su existencia; es menester además: 1.º que puedan trasmitirse sin grandes y onerosas formalidades, las cuales traerían consigo la pérdida de un tiempo y de un capital preciosos para la producción de la riqueza; 2.º que sean realmente efectivas, o al menos que tengan todas las garantías posibles de realización, y no se hagan ilusorios los derechos del acreedor primitivo o del que le sustituya, ya por la insolvencia del deudor, ya por su mala fe, ya por la ineficacia de la acción judicial en el caso de tener que intervenir los tribunales.

Estas circunstancias no concurren en el simple recibo. En primer lugar, con semejante escritura, ya sea privada, ya pública, el acreedor no puede trasmitir sus derechos sin que precedan la renovación de ella a favor de quien los adquiera y la notificación en forma al deudor o la conformidad de éste, que no siempre es fácil obtener, sobre todo cuando se encuentra en una localidad distante. Y si, al fin y al cabo, el tal deudor no consiente en. obligarse hacia otra persona, he aquí que la trasmisión intentada habrá de hacerse judicialmente, o de lo contrario será imposible. Hay más todavía: en la cesión de un crédito común, el cedente no responde de la solvencia del deudor; por manera que si éste se niega a pagar o se declara imposibilitado de hacerlo, el cesionario tendrá que entablar un largo y costoso pleito, sin que ni aún así logre muchas veces el reintegro.

Tantas dilaciones, tantos dispendios, tanta dificultad en realizar las promesas de pago, preciso es confesar que no son lo más a propósito para hacerlas aceptables a todo el mundo. No tardó, pues, en discurrirse un medio de consignarlas, más notorio y eficaz que él simple recibo y se inventó el vale o pagaré a la orden187 con el cual pueden trasmitirse los derechos del acreedor sin más formalidad que el endoso188, asegurándose más y más el pago de la deuda, puesto que responden solidariamente, no sólo de su existencia, sino también de la solvabilidad del deudor, todas las personas que han intervenido en la formación del documento, esto es, el deudor mismo, el tenedor primitivo y cualquier otro que le haya sustituido. De esta manera se ha aumentado la confianza, se ha generalizado el uso del crédito y han podido hacerse anticipos unos productores a otros, sin tanto temor de quedar en descubierto.

Subsisten, sin embargo, en los vales varias dificultades que se oponen todavía a su aceptación por toda clase de personas, y por consiguiente a la extensión indefinida del crédito; tales son: 1ª la circunstancia de ser pagaderos a la orden de un individuo determinado, lo cual supone la necesidad siempre embarazosa de endosarlos en cada trasferencia, y aún de identificar la persona del tenedor; 2.ª la responsabilidad que en cada cesión contrae el cedente, responsabilidad grave, sobre todo cuando no se conoce al deudor primitivo, y que expone a aquél, si se le exige, a quedar en descubierto de su crédito; 3.ª el descuento o indemnización que es preciso dar al cesionario por el servicio que presta anticipando la época del pago, descuento que puede aumentarse en cada cesión, en términos que cuanto más circule el vale mayores sean los intereses que devengue.

Para obviar estos inconvenientes, se inventaron las obligaciones de crédito o vales al portador, es decir, pagaderos el día de su vencimiento a quienquiera que los posea, y que, por lo tanto, no necesitan endoso ni imponen responsabilidad alguna más que al primitivo dador o suscritor, siendo por esta causa más susceptibles de circular en un radio extenso y más favorables al desarrollo del crédito.

Pero los vales al portador adolecen todavía de un grave defecto, y es el establecer para el pago de la deuda en ellos consignada un plazo fijo, que no siempre es posible disminuir, y durante el cual se ve privado el acreedor de fondos que podría emplear quizá con más provecho.

Ha sido, pues, preciso idear una forma más perfecta, y esta forma se encontró en el billete de banco, que consiste en un pagaré a la vista y al portador, es decir, pagadero a toda hora y a cualquier persona que le presente, por cuya razón no devenga intereses, como que su aceptación no implica en realidad un anticipo, pudiendo hacerse efectivo en el acto mismo de recibirle, así como su trasmisión no impone la menor responsabilidad al cedente, verificándose por medio de una simple entrega, sin escritura, endoso ni formalidad alguna.

Pero ya se comprende que, para que este documento se aceptara por todos, careciendo, como carece, de la garantía solidaria de los cedentes, debía ser emitido por una compañía poderosa, cuya solvabilidad y buena fe fuesen notorias y en cierto modo públicas, o al menos por un capitalista bastante rico y conocido para inspirar completa confianza en el pago. Tales condiciones no concurren más que en los banqueros y en los bancos públicos, y por eso está reservada a ellos la emisión de billetes a la vista; y al portador189

. Esto no quiere decir que no pueda hacerse por cualquiera otra persona: basta para ello que reuna las circunstancias indicadas, pues de lo contrario, los billetes no circularían, no hallarían quien los aceptase, y sería por lo tanto inútil emitirlos.

¿Qué es, pues, un billete de banco? Una obligación de pago y nada más: un título de crédito que entrega un establecimiento mercantil y que debe solventar a quien se lo exija. Garantizado por una firma respetable, inspirando a todo el mundo igual confianza, no permanece, como los vales, encerrado en una esfera estrecha, sino que, por el contrario, adquiere, como la compañía de donde emana, el carácter de una institución, se convierte en una especie de título público y es susceptible de circular por todas partes.

Como además es pagadero al portador y no hay que hacer escritura ni cumplir formalidad alguna para traspasar su dominio, el billete de banco rivaliza con la moneda misma por la facilidad y rapidez con que circula, y aun en ciertos casos es mucho más cómoda su trasmisión, a causa del poco peso que tiene.

A diferencia de los vales, en que el tomador atiende por lo común a la firma de su cedente inmediato y acepta el título sólo por consideración a esa persona, en el billete de banco no se tiene en cuenta mas que la firma de la compañía que le ha emitido, y se acepta indistintamente de cualquiera, lo cual es otra razón para que se generalice y trasmita sin dificultad alguna.

Además, el billete de banco, siendo pagadero a voluntad, vale tanto como un pagaré al tiempo de su vencimiento, y puede, como él, cambiarse por dinero en el acto. El valor que el pagaré posee un solo dia, que es el de su vencimiento, el billete le tiene desde un principio y en todo tiempo; por manera que presenta el carácter de un pagaré vencido, con la circunstancia de no perderle nunca y de poder, por lo mismo, o quedar en manos del portador, o seguir circulando para hacer nuevos pagos. Así es que a las ventajas de un pagaré vencido reúne las de un pagaré en circulación, pagaré que no deja lugar a dudas sobre el valor que representa, sobre el descuento que ha de sufrir, sobre el cambio favorable o adverso de una plaza a otra, puesto que, siendo ese valor realizable en cualquier día y en todas partes, no hay razón para que se aumente o disminuya.

Podría creerse quizá que la misma condición de ser pagadero a voluntad habría de limitar el curso del billete de banco, llevándole, tan pronto como fuera emitido, a la caja del establecimiento para que ésta le hiciera efectivo, y sin embargo, no es así. La reunión de las propiedades que le distinguen le hace tan a propósito para los cambios, que nadie siente la necesidad de realizarle; y así es que, en vez de entrar accidentalmente en la circulación y con un objeto especial, desapareciendo después de cumplido éste, suele permanecer en ella hasta que por su misma antigüedad llega a ser inservible.

De aquí una nueva ventaja del billete, más notable todavía que las anteriores y que las completa todas: la de no representar para el Banco que le emite, a pesar de ser pagadero a voluntad, más que un pagaré de vencimiento lejano. Y en efecto, suponiendo que, por término medio, los billetes permanezcan tres meses en circulación, aunque en este intervalo conserven para el público todo el valor de pagarés vencidos, para el Banco nunca serán mas que vales pagaderos a tres meses fecha: tres meses durante los cuales el establecimiento puede hacer uso y disponer gratuitamente para sus especulaciones de toda la suma que representan esos billetes, tres meses en cuyo tiempo el Banco disfruta un capital considerabler, sin que por ello tenga que pagar interés alguno, y sin que, por otra parte, experimenten la menor pérdida los que se le han prestado, que en este caso son todos los tenedores.

No se necesita más para comprender la inmensa importancia del billete de banco. Las funciones que desempeña en el sistema del crédito resaltan con evidencia de lo que precede.

El billete de banco no es en rigor un valor actual, sino una promesa, algo diferente en la forma, pero exactamente igual en el fondo a todas las demás que se cruzan diariamente en las transacciones mercantiles. No es tampoco una moneda,. sino un pedazo de papel, en el cual se ha consignado un compromiso, y por consiguiente no merece las calificaciones de papel-moneda, moneda fiduciaria y moneda ficticia, que suelen dársele comúnmente. La moneda es una mercancía, tiene un valor intrínseco y sólo en razón de este valor es admitida en los cambios. Quítesele algo de su valor, disminúyase su peso o su ley, y por más autenticidad que el Estado quiera darle, perderá como intermediario de los cambios exactamente lo mismo que haya perdido como producto.

Donde quiera que la moneda interviene, dice Mr. Coquelin190, es aceptada como un pago efectivo, con el cual se extinguen los derechos y las acciones de quien la recibe. Por el contrario, el papel de los bancos no circula sino como un documento de crédito; no se acepta sino como la promesa de un pago futuro, promesa que deja en pie los derechos del que la ha recibido, con la única diferencia de haber cambiado el deudor. En vez de, un pago, hay en este último caso una novación de crédito, la sustitución de un título a otro y nada más. El que paga en billetes de banco no queda libre de su deuda sino porque, de acuerdo con su acreedor, carga el Banco con ella. Por manera que la moneda extingue las obligaciones, mientras que el papel de los bancos las renueva; semejante en este punto a los demás efectos de comercio, de los cuales se distingue únicamente por la facilidad y extensión de su circulación.

No obstante lo expuesto, muchos economistas admiten que los billetes reemplazan en los cambios a la moneda, y aun algunos llegan a sostener que el numerario se retira de la circulación exactamente en la misma proporción que aquellos entran en ésta. Ahora bien: semejante doctrina, continúa Mr. Coquelin191, es tan inadmisible en principio como de hecho.

«En principio, ¿puede concebirse siquiera que unos billetes que no son moneda, ni aun merecen la calificación de moneda ficticia, ocupen sin embargo en los cambios el puesto de moneda real y desempeñen en ellos las mismas funciones? De hecho, ¿cómo se verifica esa supuesta sustitución? ¿Por qué medios se consuma? ¿Cuáles son sus instrumentos verdaderos o aparentes? En la práctica, los billetes de banco se dan ordinariamente, y salvas algunas excepciones, de las cuales no puede sacarse consecuencia alguna, en cambio de efectos de comercio. Parece, pues, natural, si hemos de juzgar por este hecho, que vayan a reemplazar en la circulación pura y simplemente a esos efectos. ¿Por qué extraña y misteriosa trasformación de sustancia nos encontraríamos, sin saberlo, con que esos billetes, sustituidos a otros billetes, habrían venido a reemplazar el dinero?. Es preciso convenir en que semejante fenómeno exigiría una explicación, pero nadie la ha dado hasta ahora.»

Por otra parte, aun admitiendo que el papel de los bancos haga las veces del numerario, todavía es un error creer que le sustituya en cantidades iguales. He aquí cómo Mr. Coquelin lo demuestra192:

«Aun cuando, en tesis general, puede afirmarse que la cantidad de moneda de que un país hace uso está limitada por las necesidades de la circulación, esto se ha de entender relativamente a lo que aquel intermediario de los cambios le cuesta. Como no le obtiene sino mediante el sacrificio de una porción de su capital activo, le economiza siempre, le emplea con discreción y se pasa sin él muchas veces, dejando de hacer muchos cambios útiles. Por eso en un país donde sólo se usa el numerario, los cambios son menos frecuentes y cada cual consume en mayor escala sus propios frutos. Pero supongamos que este agente costoso se abandona por otro, que nada cuesta o que cuesta menos: es evidente que, multiplicándose los cambios, se aumentarán las necesidades de la circulación. De donde se sigue que, si los billetes de banco viniesen en realidad a reemplazar al numerario circulante, le sustituirían siempre y necesariamente en cantidades mayores. Ahora bien: lo contrario es precisamente lo que sucede, y los hechos están ahí para probarlo. Jamás, en un país donde comienza a extenderse el crédito, iguala el importe de los billetes emitidos por los bancos al importe del numerario que se retira de la circulación. En Inglaterra todos los cambios se efectúan con una suma total de 1.500 millones de francos próximamente, comprendiendo en ella los billetes de banco y el numerario; mientras que la Francia emplea sólo en numerario una cantidad más que doble. El ejemplo de los Estados-Unidos es aún más concluyente; porque los agentes ordinarios de la circulación representan allí un valor menor que en Inglaterra. ¿Qué quiere decir esto? Que si algo reemplaza en tales casos al numerario no son los billetes de banco, sino el crédito, y el crédito tiene mil medios de otorgarse, no siendo los billetes más que una de sus manifestaciones, o si se quiere, uno de sus principales motores.»

Lo que hay de cierto en este punto no es que los billetes reemplazan a la moneda, sino que disminuyen su uso en la circulación, haciéndole menos frecuente y necesario. Pero conviene advertir que semejante propiedad no es exclusiva de los billetes de banco, pues participan de ella todos los efectos de comercio, tales como las letras de cambio y los pagarés a la orden, lo mismo que los efectos públicos negociables o trasmisibles por endoso, etc., etc.

Y es que todos esos títulos, permitiendo hacer mayor número de cambios sin dinero, dispensan proporcionalmente del uso de este intermediario. Cuanto más crédito haya, pues, en un país, más inútil y rara se irá haciendo la moneda; y como de todos los títulos de crédito, los billetes de banco son los más susceptibles de un curso regular y constante, de aquí es que contribuyan más que otro alguno a lanzar de la circulacíon el numerario. Pero no se infiera de aquí que le reemplazan; lejos de eso, sí tienen algún valor es porque con ellos puede encontrarse dinero cuando se quiera.




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De las instituciones de crédito.


§.1. CONSIDERACIONES GENERALES. -Los particulares, entre los cuales se verifican todas o casi todas las operaciones de crédito, no se bastan a sí propios en el desarrollo de esta institución. Sería preciso para ello que todos los poseedores de capitales, o de fondos procedentes del ahorro, pudiesen darles colocación por sí mismos, o encontrasen personas a quienes prestárselos directamente; sería preciso también que todos los industriales pudiesen negociar las obligaciones de pago que reciben en cambio de sus mercancías sea que los títulos de crédito, emitidos por cada uno, fuesen aceptados por los demás y circulasen de mano en mano, trasmitiéndolos el vendedor al comprador, éste a una tercera persona, y así sucesivamente hasta el día del vencimiento. De lo contrario, muchos capitales permanecerían inactivos, privándose a la industria de su cooperación y además el curso de los cambios se estancaría en su orígen, puesto que, por una parte, ningún productor hallaría medio de reintegrarse de sus anticipos, y por otra se vería en la imposibilidad de renovarlos oportunamente. La circulación sería lenta, difícil, limitada, y la producción misma se resentiría de semejante entorpecimiento.

Ahora bien: esto es lo que sucede ordinariamente. Ni los capitalistas conocen a los industriales que pueden hacer valer sus fondos, ni los industriales se conocen todos entre sí, ni los compradores y vendedores, dispersos como se hallan y muchas veces sin contacto alguno, pueden dispensarse igual grado de confianza. De aquí la necesidad de que medie entre ellos alguien que los acerque, que los ponga en relaciones más o menos directas y salga garante de la solvabilidad y buena fe de los unos y los otros.

Tal es el oficio de los establecimientos o instituciones de crédito, conocidos generalmente con el nombre de Bancos. Los negocios a que se dedican son susceptibles de un gran número de combinaciones, y su organización varía de tal modo que apenas se encontrarán dos completamente idénticos. Pueden, sin embargo, formarse de ellos dos grandes grupos:

1.º Bancos de crédito real.

2.º Bancos de crédito personal.

Los primeros se dividen en Bancos de crédito mobiliario, y Bancos de crédito inmobiliario.

Los Bancos de crédito moviliario son de dos clases: unos que exigen generalmente la posesión de los valores muebles que sirven de garantía a sus auticipos, como los Bancos de préstamos sobre prendas; otros que, contando con igual garantía, la dejan en poder de los deudores, prestando a éstos sobre su firma o la de otra persona responsable y solvente, como los Bancos mercantiles o de comercio, que también se llaman de depósito, emisión y descuento, por ser éstas las operaciones a que generalmente se dedican.

Los Bancos de crédito inmobiliario, llamados también Bancos hipotecarios, se dividen en Bancos industriales, destinados a comanditar las empresas manufactureras o fabriles, y Bancos territoriales o agrícolas, que facilitan préstamos a la agricultura.

Vamos a tratar separadamente de cada uno de ellos.

§ 2.º DE LOS BANCOS DE PRÉSTAMOS SOBRE PRENDAS. -Estos establecimientos prestan por un tiempo más o menos largo, y sobre efectos mobiliarios de toda especie, tales como mercancías, vestidos, muebles, alhajas, etc., exigiendo de los deudores o prestamistas el interés necesario para cubrir los gastos y riesgos de la empresa y dejarle además una ganancia. La suma prestada es siempre muy inferior al valor de la garantía, y como ésta, segun hemos dicho, queda en poder de la empresa, que no la restituye sino mediante el reembolso de aquélla, sí el reembolso no se verifica dentro del plazo estipulado, se vende la garantía y el producto de la venta basta con creces para cubrir el importe del crédito, más los intereses devengados.

Los Bancos de préstamos sobre prendas entregan al deudor o prestamista un recibo de los objetos que garantizan sus anticipos y que se depositan en los almacenes del establecimiento. Estos recibos, a cambio de los cuales se devuelven los mismos objetos cuando se reembolsa la suma prestada, son muchas veces a la orden o endosables, y como siempre representan una parte bastante pequeña del valor de la prenda, no faltan especuladores que los compran por un precio equivalente a la parte restante, menos una fracción que constituye la ganancia del comprador también hay negociantes que prestan con garantía de los títulos o documentos de que se trata, y entonces el segundo prestador se hace entregar la prenda depositada, reembolsando el primer préstamo, y halla su lucro en la diferencia que reste entre el importe de ambos préstamos y el valor venal de dicha prenda.

Los Bancos de préstamos sobre prendas pueden operar sin comprometer en sus transacciones ningún capital propio, tomando a su vez prestado el que necesiten a un interés menor que el que ellos llevan a sus deudores. Basta para esto que aseguren contra el incendio las prendas depositadas en sus almacenes y que no presten sino sobre garantías suficientes, o sea de modo que siempre queden a cubierto de sus préstamos con el producto de la venta de dichas prendas. Sin embargo, como las garantías puramente morales son muy difíciles de reunir, y sobre todo de perpetuar, convendrá que todo establecimiento de esta especie ponga un capital en fianza de su buena gestión, o bien que se haga asegurar por instituciones capaces de proporcionar esta fianza a los interesados en aquélla193

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§ 3.º DE LOS BANCOS MERCANTILES. -El comercio de banca, que así se llama especialmente el que ejercen estos establecimientos, puede hacerse, ya por particulares, que no tienen mas que un mediano capital y un crédito exiguo, ya por grandes compañías provistas de un crédito extenso y de un capital considerable. Los procedimientos de unos y otros difieren bastante; pero estas diferencias, hijas más bien de la ley o de la costumbre que de los principios científicos, no deben considerarse como esenciales, y de todos modos no afectan al objeto de la institución de que se trata.

Limitados por sus escasos recursos, los particulares negocian por lo común en pequeña escala, se crean un corto número de clientes con quienes tratan, segun las conveniencias del momento, y todas sus operaciones tienen el carácter de meras transacciones privadas. Por el contrario, las grandes compañías operan en un círculo más vasto; en vez de tratar con tales o cuales comerciantes, tratan con el comercio en general, convierten sus obligaciones en valores corrientes y ofrecen al público su crédito y sus capitales. A esto se reduce todo por lo demás, las funciones de los banqueros y de los Bancos de comercio son iguales en la esencia y pueden resumirse, según Coquelin194, en las siguientes:

l.ª Recoger todos los fondos inactivos y proporcionárselos al comercio.

2.ª Favorecer entre los comerciantes el uso del crédito, poniendo en circulación sus obligaciones recíprocas.

3.ª Facilitar el cambio de una plaza a otra, por medio de la negociación de los efectos de comercio.

Veamos cómo ejercen estas diversas funciones.

Los Bancos mercantiles no disponen sólo de sus capitales, sino que, ofreciendo por su fortuna y sus relaciones grandes garantías, suelen los particulares confiarles los fondos que poseen, y que no pueden emplear por sí mismos, para que les den una colocación lucrativa. Así es que una de las operaciones de estos establecimientos consiste en admitir depósitos en dinero, y especular con ellos, como si fuesen propios, a condición de restituirlos oportunamente y de pagar a sus dueños un interés más o menos elevado segun los casos. Esto es lo que se llama depósitos a interés. Por medio de ellos, los Bancos de que se trata atraen a sus cajas, no sólo los ahorros propiamente dichos, sino también las sumas que por una causa cualquiera permanecen accidentalmente ociosas. Unos y otras son considerables; porque hay muchos trabajadores laboriosos, modestos, sobrios, que a fuerza de privaciones logran economizar una parte de sus salarios, y no faltan tampoco propietarios o negociantes que, teniendo alguna compra que hacer o algún compromiso que cubrir para una época más o menos próxima, reservan con tal objeto ciertas cantidades. Si todos estos fondos hubieran de permanecer guardados en las gavetas particulares, además de los embarazos que ocasionaría su custodia, se verían privados sus dueños y los productores mismos de las ganancias que podrían proporcionarles. Pero los Bancos de comercio se hacen cargo de ellos, y como los plazos previstos para retirarlos se escalonan, los utilizan en su mayor parte con provecho de los unos y los otros.

Parece, a primera vista, dice Coquelin195, peligrosa para un Banco mercantil el encargarse así de una masa de depósitos, obligándose a devolverlos cuando se le reclamen; porque claro es que ha de reservarse la facultad de emplearlos en beneficio propio para poder pagar un interes por ellos, y si los emplea, ¿qué hará en el caso de que los deponentes, movidos por la malevolencia o dominados por un pánico, se presenten en tropel a exigir el reembolso? Pero si se reflexiona que todo establecimiento de esta clase opera en grande escala y que los deponentes son siempre muchos, porque la operación no es posible sino con esta condición, se verá que la malevolencia no puede afectar a tantas personas ni conspirar tampoco en secreto sin que sus maquinaciones se descubran. El Banco, advertido de antemano, podrá, pues, parar el golpe oportunamente, y si la trama se urdiese por un corto número de individuos, no tendrá por qué temerla, cuidando, como debe, de conservar constantemente en caja una porción bastante considerable de las sumas depositadas. En cuanto a los pánicos que a veces sobrevienen en el comercio, siempre van precedidos de algunos síntomas, y a un Banco mercantil sólidamente constituido no le faltarán ni tierripo ni medios de neutralizarlos. Hay que tener además en cuenta que el terbor del público en tales casos tiene por contrapeso el interes particular, que retrae a los deponentes de retirar sus fondos de un lugar donde producen, para dejarlos en la inaccion. Así es que los pánicos cesan pronto cuando no hay causa legítima que los motive, y ninguno de ellos ha logrado conmover sino Bancos que adolecían de un vicio original, de un principio de desorganización, que la crisis ha venido a revelar, inspirando fundados recelos al público.

Hay, sin embargo, circunstancias, añade el escritor ya citado, en que el peligro es real y verdadero, como sucede cuando, no pagando el establecimiento interes algúno por los depósitos que se le confían, sólo se dejan en sus cajas los valores momentáneamente ociosos, y que esperan ocasión de colocarse, o bien cuando, por una causa artificial cualquiera, las sumas depositadas exceden de sus justos límites hasta el punto de ser un embarazo para el mismo depositario. Pero, por una parte, un Banco mercantil bien organizado no debe admitir más depósitos que los que buenamente pueda utilizar en especulaciones seguras, y por otra conviene que se abstenga de operar con capitales que, como los depósitos gratuitos, sólo se le entregan a título de custodia, no siéndole, por lo tanto, lícito disponer de ellos en manera alguna, so pena de exponerse a un grave conflicto; porque esos capitales se le retirarán a la menor coyuntura que encuentren de colocarse ventajosamente, tal como la suscrición para construir un camino de hierro, la explotación de una mina, la formación de otro establecimiento de crédito o de cualquiera empresa industrial que prometa algunos rendimientos, y el día menos pensado se encontrará el Banco con sus arcas vacías.

Por lo demás, entre los depósitos que se hacen en los Bancos pueden distinguirse dos clases. Unos tienen cierto carácter permanente, se componen por lo común de las sumas procedentes del ahorro, confiadas al establecimiento para que produzcan aumentándose con acumulación de los réditos, y estos depósitos devengan naturalmente el interes más alto, a condición de que los dueños se obliguen a dar aviso anticipado cuando quieran retirarlos. Otros son esencialmente pasajeros, puesto que consisten en los fondos que muchos negociantes entregan al Banco, para ir disponiendo de ellos a medida que los necesiten, encargándose el establecimiento de efectuar por cuenta del deponente los pagos y cobranzas que le ocurran, lo cual se llama en el lenguaje comercial cuentas corrientes, y a éstos es claro que no puede pagárseles interes algúno, o que se les paga, a lo sumo, un interés insignificante.

En general, no conviene, como veremos más adelante, que los Bancos de comercio se dediquen a subvencionar directamente empresas industriales; pero desde el momento que un Banco admite depósitos a interes, aumenta considerablemente sus recursos y adquiere la posibilidad de ensanchar el círculo de sus operaciones. Así es que los establecimientos de crédito mercantil que se hallan en este caso han adoptado generalmente el uso de abrir lo que se llama créditos al descubierto, esto es, de poner a discreción de los comerciantes que le inspiran confianza, mediante un interes módico, cierta cantidad hasta cuyo importe pueden aquéllos disponer para hacer frente a sus pagos ordinarios, cantidad que los exime de tener reserva alguna en sus cajas y les permite utilizar absolutamente todos sus capitales. Sabido es, en efecto, que las personas dedicadas al comercio acostumbran a guardar cierta suma para pagar las obligaciones que han puesto en circulación, saldar las cuentas que pudieran presentarse de pronto al pago, y en una palabra, cubrir todas las necesidades imprevistas. Esta medida, que aconseja la prudencia más vulgar, priva al comerciante de una parte de sus fondos, y es al mismo tiempo una pérdida para el país, puesto que mantiene en las cajas particulares muchos capitales inactivos, que, por medio de los créditos al descubierto, pueden hallar una colocación ventajosa. Claro es que se lo logra el mismo resultado con los depósitos en cuenta corriente, porque el Banco hace siempre valer las sumas que se le confían, y por consiguiente no hay fondos muertos en ninguno de los dos casos; pero en el segundo el comerciante es quien constituye la reserva que necesita, distrayéndola de su capital, al paso que en el primero se la anticipa el Banco, tomándola de los depósitos que tiene en sus arcas a título lucrativo. Conviene advertir, sin embargo, que un Banco debe escatimar mucho los créditos al descubierto y limitar rigurosamente su duración, fijando plazos muy cortos par a el reintegro. En general, estos créditos han de ser pequeños, de modo que no puedan constituir la base misma de las operaciones mercantiles; de lo contrario, el Banco se haría dependiente de los acreditados, viéndose, por su propio interés, en la precisión de sostenerlos después de haber contribuido a elevarlos, así como los acreditados caerían a su vez bajo la dependencia absoluta del Banco, no pudiendo emprender sin sus capitales negocio alguno, y se establecería entre ellos una dependencia recíproca, que sería funestísima para ambos.

Los créditos al descubierto constituyen, pues, como se ve, una manera excepcional de anticipar fondos al comercio pero los Bancos mercantiles tienen otras dos que, como ella, son el corolario de los depósitos a interés, puesto que, por una parte, sin el auxilio de éstos, se verían imposibilitados de hacer con regularidad dichos anticipos, no bastando para el objeto su capital propio, cualquiera que fuese, y por otra, si no hallaran medio de colocar ventajosamente los depósitos, no podrían pagar un interés a sus dueños. Estas dos operaciones son los préstamos y los descuentos.

En primer lugar, los Bancos de comercio prestan directamente, y mediante cierto interés, sobre mercancías, materias de oro y plata y títulos o valores públicos, entregándose de estas garantías y guardándolas hasta el reintegro de la suma prestada. Pero también suelen hacer anticipos sobre mercancías depositadas en los docks, endosando el dueño de ellas a favor del Banco el warrant o que justifica, el depósito y consignándose además la operación en los libros de la empresa depositaria, ni más ni menos que si fuese una venta196. La mercancía hipotecada puede, sin embargo, venderse y retirarse del dock antes del vencimiento del préstamo, sin más que presentar el warrant ya pagado; y si el préstamo vence sin que el deudor se halle en estado de pagar su deuda, la enajenación tiene lugar a requisición del acreedor, quien se subroga a aquél en todos sus derechos. La gran ventaja de esta clase de préstamos, dice Molinari197, es aumentar la disponibilidad de las mercancías en el tiempo, permitiendo escoger el momento más favorable para la venta, lo cual no sucede cuando los comerciantes no pueden disponer de una parte de su capital, empeñando el producto en que reside; pues entonces, si necesitan fondos para pagar sus obligaciones anteriores o emprender alguna negociación ventajosa, tienen que realizar sus mercancías a menos precio.

En cuanto a la operación, llamada descuento, no es otra cosa que adelantar el valor de una letra de cambio, de un pagaré o de cualquier otro efecto de comercio, reservándose como premio del anticipo una cantidad proporcionada al tiempo que medie hasta el día del vencimiento. Gracias a esta operación los particulares no tienen que cuidar por sí mismos de la colocación de sus obligaciones: basta que, al emitirlas o recibirlas de otras personas, se las endosen al Banco, el cual les entrega su importe, con deducción del precio del descuento 198y se encarga de lo demás, comodidad preciosa que les ahorra gastos y tiempo, que activa el curso de los negocios y pone a cada productor en aptitud de abrir a sus clientes nuevos créditos.

Depositarios así de un gran número de efectos de comercio que han descontado, los Bancos mercantiles tratan naturalmente de colocarlos; procuran trasmitírselos a otras personas para renovar los fondos de que ellos mismos se han desprendido en el descuento, y como al, unos efectos son pagaderos en puntos distintos de aquel donde se han suscrito, logran fácilmente que los acepten los negociantes que tienen que hacer pagos en ellos. Además, como les importa mucho que los títulos revestidos de su firma sean acogidos con favor en las plazas donde se presentan, porque, de no ser así, no encontrarían donde colocarlos, se ponen en relación con los banqueros que residen en ellas, y esto les obliga a dispensar una acogida igualmente favorable a los efectos de comercio que esos banqueros les dirijan. Así cada Banco se encuentra en estado, no sólo de hacer remesas a otros puntos por medio de los efectos de comercio que él mismo suscribe, sino también de traer los fondos que a sus clientes se deben en ellos. Esta clase de negociaciones es lo que se llama giro o cambio.

El comercio de giro es útil a todos los que tienen que hacer pagos o realizar cobranzas en países distintos de aquel en que residen. Por su medio el que posee fondos en. una plaza puede reintegrarse de ellos, así como el que los necesita puede proporcionárselos, sin necesidad de traer del mismo punto ni de remitir a él numerario alguno. He aquí de qué manera.

Entre dos plazas que se hallan en relaciones mercantiles no puede menos de resultar un gran número de créditos y débitos. Hay siempre en Madrid, por ejemplo, personas que deben en Barcelona, pero también hay en Barcelona personas que deben en Madrid; de aquí resulta que si A de Madrid tiene que hacer un pago de 20.000 rs. a B de Barcelona, no necesita enviárselos en metálico, sino que puede comprar a un banquero una letra de cambio sobre Barcelona, o pagadera en este punto, es decir, un mandato dirigido por un acreedor C de Madrid a su deudor D de Barcelona, para que éste pague a A de Madrid o a su orden. A de Madrid endosa o trasmite por endoso esta letra a B, su acreedor de Barcelona, el cual se la vende a un tercero, o la presenta a D el día del vencimiento, y recibe de un modo o de otro el importe de su crédito contra A. Así se encuentran pagadas: la deuda de A de Madrid con B de Barcelona, y la deuda de D de Barcelona con C de Madrid, sin trasporte de numerario, por el envío y circulación de la letra de cambio.

La misma operación se haría si en vez de ser dos plazas de un mismo país, fuesen de dos países distintos, sólo que en el primer caso el giro se denomina interior, y en el segundo exterior o extranjero.

No siempre sucede, sin embargo, que una plaza mercantil sea al mismo tiempo deudora y acreedora de otra, o lo que es lo mismo, que haya dos corrientes de letra de cambio en sentido contrario entre dos plazas, puesto que se ven constantemente letras giradas de un punto a otro, sin que se giren del segundo sobre el primero, y es que el giro se hace entonces por el intermedio de una tercera plaza y se llama indirecto. Supongamos que un fabricante de Lyon expide sederías a Río Janeiro, adquiriendo así un crédito contra su corresponsal de esta ciudad, y que, por otra parte, un negociante del Havre, necesitando café para alimentar su comercio con París, se le pide a un plantador de Rio Janeiro, el cual se le remite y se constituye de este modo en acreedor suyo. ¿Cómo se reintegrarán el fabricante de Lyon del precio de sus sederías y el plantador de Río Janeiro del de su café? Muy sencillamente. El plantador de Río Janeiro gira contra el negociante del Havre una letra; se la endosa al corresponsal del fabricante de Lyon y recibe de él su importe; este corresponsal se la endosa a su vez a su comitente, a quien se la paga el negociante del Havre, y quedan de este modo extinguidas todas las obligaciones.

Las letras pueden girarse para ser pagaderas en el acto de presentarse al pago, en cuyo caso se emplea la frase a la vista o a su presentación; o bien para que se paguen dentro de cierto plazo, que empieza a contarse, unas veces desde la misma presentación, otras desde la fecha del giro, y entonces se usa la fórmula a tantos meses vista o a tantos meses fecha.

Si el comprador de la letra la paga al adquirirla, se escribe en ella valor recibido, añadiendo la especie del mismo, esto es, en efectivo o en mercaderías, y si, se reserva pagarla, al tenor del convenio que haya hecho con el vendedor, valor en cuenta o valor entendido.

El precio a que se vende en un punto una letra pagadera en otro, o lo que es lo mismo, el precio de la suma de dinero que la letra representa, se llama precio del cambio o simplemente cambio. El cambio de París sobre Marsella es el precio a que se venden en París francos pagaderos en Marsella; el cambio de Madrid sobre Barcelona es el precio a que se venden en Madrid reales pagaderos en Barcelona; el cambio de París sobre Londres es el precio que tienen en París libras esterlinas pagaderas en Londres, y recíprocamente, el cambio de Londres sobre París es el precio que tienen en Londres francos pagaderos en París. Este precio depende de la mayor o menor necesidad que haya en un punto de comprar letras pagaderas en otro, o sea de la relación entre la oferta y la demanda, como sucede con todos los precios corrientes. Cuando los comerciantes de una plaza deben a los de otra tanto como los de ésta deben a los de la primera, o bien cuando las letras que pueden librarse componen una suma igual a la de las letras que se han de tomar, el precio del cambio es nulo, y se dice que el cambio está a la par. Por el contrario, cuando las deudas y los créditos de dos plazas no se equilibran; cuando, por ejemplo, los individuos que necesitan comprar letras son en mayor número que los vendedores, los primeros pagarán un premio por adquirirlas, y el cambio tendrá un precio más o menos considerable, según sea la necesidad más o menos intensa. No obstante, este precio nunca puede exceder de los gastos del trasporte del dinero, incluso el riesgo de conducirle, pues de otro modo nadie querría tomar las letras, prefiriendo, como es natural, enviar aquél directamente. Si bastase 1 por 100 para cubrir esos gastos, el deudor pagará indiferentemente esta prima por una letra de cambio o por una remesa de numerario, y precisamente porque en general cuesta menos la primera que la segunda es por lo que se recurre al procedimiento del giro para saldar las cuentas del comercio.

El par del cambio interior se conoce a primera vista, porque todas las plazas de una nación hacen uso de la misma moneda, y la valuación de las sumas que recíprocamente se dan por medio de las letras no puede ofrecer dificultad alguna. Así el cambio entre Cádiz y Barcelona estará a la par cuando por una letra de mil duros, pagadera en uno de estos dos puntos, se exija igual cantidad al que quiera adquirirla en el otro, porque los duros usados en Barcelona son exactamente del mismo peso y ley que los que se usan en Cádiz.

Pero no sucede lo mismo cuando. se trata del par del cambio extranjero, porque las monedas de distintos países difieren en peso, ley y denominación; de modo que para saber cuándo está a la par el cambio entre dos plazos, es preciso calcular la relación que hay entre los valores de las monedas que en una y otra se emplean. Los comerciantes tienen ya hecho este cálculo con la mayor exactitud por medio de un cómputo rigurosísimo de la cantidad y calidad de metales preciosos que respectivamente contienen las diversas monedas, y así es como se conoce el par del cambio entre una nación y cualquiera de las restantes. El par del cambio entre España.y Francia, por ejemplo, es 5 francos 19 céntimos el duro; es decir, que la cantidad de plata pura contenida en un duro español es igual a la que contienen 5 francos y 19 céntimos de la moneda francesa.

El precio del cambio interior se cotiza a tanto por ciento de daño o de beneficio, y se compone de dos términos: uno, el número 100, correspondiente al importe de la letra, que no varía porque se considera como la mercancía, y se llama el cierto otro, correspondiente al valor del efecto, de comercio y considerado como el precio, que es variable y recibe el nombre de incierto. En Madrid, por ejemplo, se dice que el cambio sobre Barcelona está a 1 de daño o a 99, cuando 100 reales pagaderos en Barcelona se venden el Madrid a 99, o sea cuando por una letra de 100 reales pagadera en Barcelona no se dan más que 99 en Madrid.

El precio del cambio extranjero, dice Garnier199, se expresa también en razón de los términos, sólo que las diversas plazas cambistas dan el cierto a las unas, el incierto a las otras, y cotizan con algunas el cambio a tanto por ciento. Así, por ejemplo, el cambio de París sobre Londres está a 25,50, más o menos; el de París sobre Lisboa a 640, más o menos, y el de París sobre Francfort a 99 ½ más o menos: es decir, que París da el incierto -25 francos 50 céntimos, más o menos por una libra esterlina pagadera en Londres (el cierto); que París da siempre el cierto -3 francos- por 640 reis, más o menos pagaderos en Lisboa (el incierto); finalmente, que 99 ½ francos de París, mas o menos (el incierto), valen 100 francos pagaderos en Francfort (el cierto).

El par del cambio interior no varía nunca, como es fácil conocer; el del cambio exterior, una vez fijado, no puede variar tampoco, a no ser que los gobiernos alteren la ley o el peso de las monedas que fabrican y continúen atribuyéndoles el mismo valor numerario, o bien que decreten un aumento de este valor, sin alterar la ley ni el peso, dandoles al mismo tiempo un curso forzoso. Fuera de estos dos casos, que felizmente son ya casi imposibles en los pueblos civilizados, el par del cambio exterior puede considerarse como inmutable.

Por el contrario, el precio del cambio, sea interior o exterior, está sujeto a frecuentes variaciones, lo mismo que todos los precios corrientes, como que depende, según hemos dicho, de la relación que haya entre la oferta y la demanda de letras, y es claro que, siendo exterior, ha de variar también cuando varíe el par del cambio. En este último caso la variación del precio del cambio puede ser causada por la variación del valor de la moneda del cierto, o bien por la del incierto, y aun por una y otra a la vez; pero semejantes variaciones son, por decirlo así, nominales, porque los que compran letras de cambio las pagan bien pronto sólo en razón de la cantidad y calidad, o sea del valor de las monedas que representan, y en definitiva la oferta y la demanda de letras es la que viene a determinar el precio del cambio. Esto no quiere decir que una variación en el cambio nominal deje de producir perniciosos efectos, como toda alteración brusca en los precios, ni de ocasionar trastornos y pérdidas para algunos negociantes, sino que no influye de una manera permanente en el comercio extranjero.

Los partidarios del sistema mercantil llamaban favorable o desfavorable al precio del cambio que suponían capaz de aumentar o disminuir la masa del numerario nacional: creían que el dinero es la riqueza por excelencia y que el saldo entre dos naciones se hace siempre en metálico; pero, por una parte, está ya, demostrado el error de está doctrina, y por otra, es evidente que entre dos precios de cambio, si el uno es bueno para girar el otro es bueno para que giren contra sí y viceversa. He aquí cómo lo explica Garnier200:

«¿Se quiere pagar de París a Londres? El cambio más bajo es el más favorable para girar sobre Londres, el más alto el más ventajoso para que giren de Londres sobre París, ¿Se desea, por el contrario, ser pagado? El cambio más bajo es el mejor para que giren contra uno, y el cambio más alto el preferible para girar. De modo que las expresiones de cambio favorable y desfavorable no tienen sentido fuera de la teoría mercantilista, pudiendo inducir a confusión el servirse de ellas. Y si es que se llama cambio favorable el superior y desfavorable el inferior al par, sin hacer la distinción que acabamos de indicar, se incurre en una verdadera logomaquia.»

Mientras los Bancos de comercio se limitan a prestar no hacen más que ser mediadores entre los comerciantes y los capitalistas, poner en contacto a los que tienen fondos disponibles con los que pueden utilizarlos en sus empresas; pero no sucede lo mismo cuando sus anticipos al comercio tornan la forma de descuentos, porque no siempre necesitan los Bancos emplear para ello las sumas depositadas en sus arcas, sino que muchas veces vuelven a poner en circulación los créditos mismos que descuentan, recobrando por este medio su importe. En tal caso bien se ve que median, no ya entre los comerciantes y los capitalistas, sino entre unos y otros comerciantes, entre los que ofrecen billetes y los que los demandan, dejando a los capitalistas, propiamente dichos, fuera del círculo de sus operaciones.

Esto constituye una nueva fase de los establecimientos de crédito

comercial, no menos digna de interés que las anteriores. Hacer afluir a la industria activa los fondos procedentes del ahorro y todos los valores flotantes, dice Mr. Coquelin201, es ya mucho, en efecto; pero facilitar el cambio y la circulación de las obligaciones emitidas por los comerciantes, es más todavía, o por lo menos es otra cosa distinta. Prescindiendo de la ventaja, ya de suyo considerable, de evitar el trasporte del numerario, esta circulación del papel comercial presta un servicio más importante, porque aumenta en realidad los recursos que la industria y el comercio encierran en su propio seno, por el mero hecho de acelerar todas las operaciones productivas.

Ahora conviene advertir que hay también dos maneras de poner en circulación los efectos de comercio. La una consiste en revestir el banquero de su propia firma los que emiten los particulares, endosándolos después a quien los demande, y la otra en guardar en su cartera estos mismos documentos, sustituyéndolos con vales al portador, o con billetes a la vista y al portador, emitidos por el mismo establecimiento, y que, según vimos en el capítulo anterior, acepta todo el mundo como moneda corriente. Cuál de estas dos maneras es la mejor no hay para qué decirlo, habiendo ya demostrado la superioridad de los vales al portador y de los billetes de banco sobre los pagarés ordinarios: solamente añadiremos aquí que la emisión de los billetes no puede hacerse sitio por compañías poderosas, que merezcan al público una gran confianza y le inspiren, por lo tanto, la seguridad de que aquéllos serán pagados en el acto de su presentación; no precisamente porque la ley reserve semejante facultad a esas compañías en casi todos los países, sino porque, de no ser así, por nadie serían aceptados los billetes. La emisión de estos títulos de crédito no es más que un procedimiento comercial, muy ingenioso pero muy sencillo, subordinado siempre al descuento, como que sin él no podría realizarse, siendo preciso para que aquéllos circulen que el banco haga anticipos al comercio sobre obligación es suscritas por los particulares, a cambio de las cuales entrega él mismo sus billetes. El conjunto de estas obligaciones constituye lo que en estilo mercantil se llama valores en cartera, y al par que garantiza al establecimiento el reintegro de sus anticipos, es para el público fianza de que los billetes le serán pagados, contando en todo caso los tenedores con el capital del banco para que no falle o se demore bajo pretexto alguno este pago. También se dan, sin embargo, billetes en los préstamos directos que, según queda dicho, hacen los bancos mercantiles al comercio sobre ciertas prendas; por manera que la emisión de estos títulos se apoya siempre y debe apoyarse en valores de fácil realizacion: de lo contrario, no ofrecería seguridad alguna y causaría grandes embarazos.

En cuanto al límite de la misma emisión, o sea a la cantidad por la cual puede emitir billetes un banco de comercio, es evidente que nunca excederá de la que representen los valores que sirven a los mismos billetes de garantía, es decir, los préstamos y descuentos hechos sobre estos valores, añadida a la que importen los créditos al descubierto, a no ser que el banco se salga del círculo que le hemos trazado y emprenda operaciones que no convengan a la índole de su instituto. Pero, al menos dentro de este máximum, ¿está en la mano del banco el aumentar cuanto quiera las emisiones? No: la cantidad de los billetes emitidos se halla también lirnitada por el grado de aceptación que merezcan del público, y en ningun caso podrán emitirse más de los que sean aceptados. Si, a pesar de todo, el establecimiento se empeñase en forzar la emisión, los billetes se presentarían inmediatamente al reembolso y el empeño quedaría frustrado por la naturaleza misma de las cosas. No hay que olvidar, en efecto, que estos documentos son pagaderos a la vista y al portador, por lo cual todo Banco de comercio necesita tener siempre dispuesta cierta suma de numerario con que atender al cambio de los que se le presenten, suma que recibe el nombre de metálico en caja o caja metálica.

¿A cuánto debe ascender su importe? he aquí lo que no puede decirse a priori, porque depende del valor total de los billetes emitidos. Pero al menos, ¿habrá una proporción entre este valor, o para hablar en términos comerciales, entre la circulación y la caja metálica? Tampoco puede fijarse esta proporción de antemano, porque depende a su vez del mayor o menor tiempo que los billetes estén circulando, o lo que es lo mismo, de la cantidad que representen los que cada día se lleven a cambiar al banco. Ahora bien: en esto, influyen una porción de circunstancias difíciles de prever tales como la importancia del establecimiento y la extensión de su crédito, el medio en que opera y el tipo mismo de los billetes circulantes.

Supongamos por un momento que la ley permitiese a todo el mundo la emisión de billetes y que un particular de mediana fortuna, aprovechándose de esta facultad, quisiera poner en circulación los suyos. ¿Qué sucedería? Que esos billetes, teniendo pocas garantías de solvencia, encontrarían muy pocos tomadores y apenas penetrarían en el corto círculo donde su autor o suscritor fuese conocido. En su consecuencia, los tenedores, no pudiendo servirse de ellos con regularidad, se apresurarían a devolverlos a la oficina de emisión, y no bien emitidos, los billetes se presentarían al reembolso. ¿Quién no ve que, en tal caso, para evitar una bancarrota segura, haría bien el particular en cuestión en tener en caja casi la totalidad del valor de sus billetes?

Pero supongamos que se tratase de un Banco-matriz, sólidamente establecido, con un capital enorme y un crédito, considerable. Es evidente que este banco podría garantizar los. billetes que hubiera emitido con una suma de moneda relativamente pequeña, porque permanecerían mucho tiempo en la circulación y sólo se presentarían en cortas cantidades al cambio diario.

Además, un establecimiento formado en una ciudad de segundo orden no puede ir tan lejos en la emisión de billetes como el que reside en una capital, y por la misma razón el que opera en una nación pequeña tiene menos latitud que el que abarca en sus especulaciones un gran Estado. Cuanto menor es la clientela, más se estrecha el círculo de las emisiones, los billetes no pueden pasar por tantas mano a y vuelven más pronto a la caja del establecimiento.

Finalmente, es una observación constante que los billetes son tanto más propios para circular cuanto más pequeñas las sumas que representan, y esto se concibe fácilmente. No estando los tipos muy altos, en relación con las necesidades ordinarias del cambio, es muy corto el número de personas por cuyas manos pasan los billetes de esta clase, y así es que vuelven a la caja tan luego como los primeros tenedores necesitan realizarlos, que suele ser pronto, mientras que los billetes de tipos bajos, que se hallan al alcance de todas las fortunas y se adaptan a las necesidades diarias, tienen por lo común una circulación más extensa y más larga.

No es, pues, posible, lo repetimos, establecer la relación que ha de haber en todos los casos entre la circulación y la caja metálica; pero sí puede afirmarse en absoluto que un Banco de comercio no necesita tener en reserva una cantidad de dinero igual al importe de sus billetes circulantes, porque, aunque todos ellos son pagaderos. a la vista, muchos de los tenedores los emplean en sus operaciones mercantiles y tardan más o menos tiempo en presentarlos al cambio.

Si, por ejemplo, dice a este propósito Flórez Estrada202, el banco emitió en papel por valor de tres millones de pesos, y durante cierto intervalo de tiempo no entra en caja sino por valor de un millón, con este capital en dinero podrá acudir a todas las demandas, pues el importe de las letras203 que tiene en su poder y que van venciendo, renovará continuamente el millón de pesos que debe tener a todas horas para reembolsar los billetes que se vayan presentando.

«El exceso de billetes emitidos sobre la cantidad de dinero existente en caja, cuando los directores de un banco no hayan abusado de sus facultades, está asegurado, no sólo por este dinero, sino también por buenas letras pagaderas a un plazo corto, o por barras de oro o de plata, las dos solas hipotecas que un banco bien dirigido debe admitir en trueque de sus billetes. Estas dos hipotecas, sin necesidad de recurrir al dinero existente en caja, bastan para reembolsar todo el papel circulante; pues, al emitirle, el banco recibió en cambio valores de más consideración. Este es el motivo por qué el banco debe tener siempre muchas hipotecas, para asegurar el reembolso a los tenedores de papel. Supongamos que el banco haya emitido billetes por el valor de tres millones de pesos y que no tenga en caja sino un solo millón: los tres millones de billetes puestos en circulación, y cuyo importe es la suma total que los tenedores pueden reclamar, están asegurados por algo más de cuatro millones, pues están representados: l.º por el millón de pesos existentes en caja; 2.º por los tres millones que deben resultar de las letras comprados por el banco; 3.º por el importe del descuento que el banco ha debido retener al comprar las letras.»

Siendo las hipotecas seguras, los tenedores de billetes no corren riesgo alguno de insolvencia material.

«En efecto, añade Flórez Estrada204, la mayor desgracia que pudiera sucederles, si por circunstancias extraordinarias se llegara a reclamar de una vez el reembolso de, todos los billetes, sería verse pagar con buenas letras de cambio o con oro o plata en pasta. Aunque estas dos hipotecas no son las que la ley establece, pronto podrían cambiarse o convertirse en moneda metálica, único artículo conveniente al portador de billetes que reclama el reembolso. Entonces el banco, suspendiendo la emisión de nuevos billetes, en pocos días podría reembolsar los que hubiese emitido, pues en este intervalo vencerían cuantas letras tuviese en su poder y el importe bastaría para reembolsar todo el papel emitido. Si los deudores que debían pagar las letras al banco se hallasen en estado de hacerlo, estas letras constituirían una hipoteca que valdría tanto como el dinero, pues las pagarían con dinero o con billetes. Si con dinero, el banco recibiría la suma necesaria para reembolsar el papel; si con billetes, el banco no tendría ningún reembolso que hacer.

«A pesar de esto, no se crea que para efectuar el reembolso de billetes baste poseer hipotecas seguras. Es necesario que además sean prontamente transformables en dinero. ¿De qué serviría, para el reembolso urgente del día, que el banco tuviese hipotecada por veinte años la renta de excelentes fincas raíces, aun cuando fueran de un valor doble que el de los billetes sobre ellas prestadas?»

Para que un Banco mercantil se halle en estado de hacer frente a sus obligaciones, esto es, de pagar a la vista y al portador los billetes que emite, necesita tener siempre en caja cierta suma de numerario y en cartera efectos de comercio revestidos de buenas firmas y realizables a cortos plazos. Esta clase de establecimientos no cuentan en un momento dado mas que con su fondo de reserva, operan con capitales ajenos, más que con los suyos propios, y teniendo que devolverlos sin dilación al propietario que los reclame, no deben disponer de ellos sino por breve tiempo y para especulaciones de éxito pronto y seguro.

He aquí por qué los Bancos de comercio no sirven para comanditar o subvencionar explotaciones rurales, contratas de obras públicas, empréstitos y en, general empresas de los gobierno de la industria fabril o de la agricultura. Todas estas producciones exigen mucho tiempo y capitales fijos que, una vez empleados, no pueden realizarse de pronto; las personas o corporaciones que los demandan se ven por lo mismo imposibilitadas de suscribir obligaciones a cortos plazos, y los títulos de crédito que carecen de este carácter no pueden ser admitidos por el banco en garantía de sus anticipos, puesto que la mayor parte de ellos se hacen en billetes pagaderos a toda hora, sin cuya condición no circularían en el mercado.

No es esto decir que el crédito mercantil deba rehusar se absolutamente a toda producción agrícola o industrial. Hay en el cultivo y las manufacturas operaciones rápidas, que apenas emplean capitales fijos y cuyos fondos se renuevan por lo mismo con facilidad. La confección y la venta de una tela, de un mueble, de un vestido, se verifican en el espacio de algunos meses y reintegran en este tiempo el capital empleado en ellas. Cuando los labradores piden prestado para aumentar o reemplazar su capital de explotación, comprar semillas y caballerías o perfeccionar sus labores, se hallan en una posición igual a la de cualquier comerciante: recogida la cosecha en la estación próxima, pueden ya reembolsar el capital tomado a préstamo. Así es que donde quiera que el crédito mercantil está desarrollado, basta en gran parte para los artesanos y cultivadores, como sucede en Inglaterra y en Escocia, donde no existen establecimientos de otra clase, y sin embargo florecen la Agricultura y la Industria.

§ 4.º DE LOS BANCOS INDUSTRIALES. -A pesar de lo anteriormente expuesto, es indudable que no caben en la esfera de acción de los Bancos de comercio las combinaciones de crédito público y las grandes empresas agrícolas o industriales, que no dan más que un suplemento de productos al año y en que sólo de la acción lenta del tiempo puede esperarse el reembolso completo del capital gastado. Para auxiliar semejantes producciones, se necesitan establecimientos especiales de crédito, y esta necesidad han venido a llenarla los Bancos industriales205, que no hace muchos años se han fundado en Francia y generalizado ya en España, en Italia y en otros Estados de Europa. Las principales operaciones a que se dedican son las siguientes:

1.ª Suscribir o contratar empréstitos con los Gobiernos, corporaciones provinciales o municipales, y adquirir fondos públicos, acciones o valores de toda clase de empresas industriales o de crédito.

2.ª Crear toda clase de empresas de caminos de hierro, canales, fábricas, minas, dársenas, alumbrado, desmontes y roturaciones, riegos, desagües y cualesquiera obras industriales o de utilidad pública.

3.ª Administrar, recaudar o arrendar toda clase de contribuciones y empresas de Obras públicas.

4.ª Prestar sobre fincas, fábricas, buques y sus cargamentos, y otros valores.

Ademas reciben depósitos en papel o metálico, abren créditos al descubierto, llevan cuentas corrientes con las compañías industriales y con los particulares, y aun a veces giran y descuentan efectos de comercio como los Bancos mercantiles.

Se diferencian, sin embargo, de ellos en que no emiten billetes a la vista y al portador, y no necesitan por lo tanto tener constantemente en caja una cantidad mayor o menor, destinada al cambio diario de los mismos. El procedimiento que emplean para hacer uso del crédito es la emisión de vales al portador, pero, a plazo fijo y generalmente largo, los cuales devengan un interés y a cuyo pago o amortización se afecta un fondo de reserva. Esta especie de vales se conoce con el nombre de obligaciones. Por su medio se atraen los establecimientos de que, se trata los capitales de los particulares, proporcionándoselo después a la industria en sus diversas operaciones y obteniendo así un beneficio. superior al que ellos mismo conceden a los tenedores.

En principio el límite de las obligaciones emitidas no puede determinarse a priori, por más que las leyes hasta cierto punto le determinen. Sucede aquí lo que respecto de los billetes de banco, que todo depende del grado de aceptación que las obligaciones encuentren en el público, siendo evidente que no podrán emitirse más de las que por él sean aceptadas. Pero dentro de este máximum, la emisión de obligaciones se relaciona estrechamente con los valores de comercio y demás hipotecas de que disponga el establecimiento, puesto que éste, por su propio interés, no reclamará por medio de las obligaciones el concurso de los capitalistas y los particulares, sino en la proporción en que pueda dar a sus fondos una colocación ventajosa, asegurada por dichos valores o hipotecas. Unos y otras representan, en efecto, los anticipos hechos a los empresarios y constituyen la garantía del cumplimiento exacto de las obligaciones emitidas, esto es, del pago de los intereses que devengan y de la extinción o amortización de ellas dentro del plazo prefijado al emitirlas.

§ 5.º DE LOS BANCOS TERRITORIALES O AGRÍCOLAS. -Es sabido que la tierra no devuelve los capitales incorporados en ella sino con el tracurso de muchos años, y que para poder recuperarlos es necesario ir reservando y acumulando poco a poco una porción del producto agrícola, hasta llegar a reunir la totalidad de la suma empleada; por manera que la primera condición del crédito territorial debe ser la devolución paulatina de los capitales torrados a préstamo. Nadie ignora, por otra parte, qne los capitalistas se retraen, en general, de desprenderse por largo tiempo de sus fondos, y desean por el contrario conservar en lo posible la libre disposición de ellos, mediante la facultad de retirarlos cuando quieran o los necesiten, ya para darles una colocación más ventajosa, ya también para cubrir atenciones personales. Ahora bien: ¿cómo armonizar dos intereses tan opuestos? ¿Cómo conciliar el préstamo a largos plazos y la inmovilidad de la hipoteca con el pronto y fácil reembolso de los fondos prestados?

El crédito público ha resuelto hace mucho tiempo este problema: los préstamos contraidos por el Estado son, como veremos más adelante, a largos plazos o a perpetuidad, y sin embargo, la realización de los efectos públicos supera en facilidades a la de los demás valores. El Estado no se obliga a reembolsar, o cuando más promete hacerlo poco a poco y por vía de amortización206; pero la regularidad con que cumple sus compromisos permite a los títulos de renta, dotados de un valor uniforme y notorio, trasmitirse de niano en mano y tener curso en la plaza. Los tenedores, en lugar de dirigirse al Gobierno cuando quieren realizarlos, los llevan a la Bolsa, los venden, a veces por todo su valor, a veces también por algo más o menos, según la cotización del día, como sucede con un producto cualquiera, y recobran en definitiva el capital que habían dado a préstamo y que los títulos representan. Así no se extingue a la verdad la deuda del Estado, no hay extinción del crédito que contra él se tiene, pero sí novación, o sea sustitución de un acreedor a otro, que para el caso es lo mismo.

En éstos principios se fundan las instituciones de crédito territorial que hace mucho tiempo existen en Polonia, Suiza y varios puntos de Alemania, y que más recientemente se han establecido en Bélgica, Francia y España.

La mayor parte se forman por asociaciones de capitalistas o de propietarios territoriales, cada una de las cuales constituye una entidad moral, una persona jurídica, como dicen los jurisconsultos, y emite obligaciones hipotecarias al portador, llamadas también cédulas de prenda207, de un valor uniforme y que devengan un interés anual. La sociedad las distribuye entre los asociados y se encarga de pagar el interés a los tenedores; por manera que los propietarios no se obligan más que con la caja central, la cual queda a su vez obligada con los mismos tenedores, siendo acreedira para los primeros y deudora para los segundos.

Cuando las instituciones de que se trata están formadas por propietarios no hacen especulación alguna, percibiendo sólo por sus servicios una cortísima cantidad, destinada a cubrir los gastos de administracion. Cada trimestre los asociados satisfacen en las cajas lo que deben, y en caso de insolvencia la sociedad suele tener acción pública contra ellos, como la tiene el Estado contra los contribuyentes morosos, asegurándose por esté medio el pago de los intereses.

En cuanto a las garantías que ofrecen a los tenedores de obligaciones, difieren según la clase a que pertenezcan los fundadores del establecimiento. Si son capitalistas, la garantía consiste en sus propios capitales; si propietarios, en la responsabilidad solidaria que en favor de los prestadores contraen todos los socios, o bien en la existencia de un fondo común, constituido, ya por medio de una contribución que pagan los mismos asociados, ya también por una prolongación de los censos hasta la extinción de la deuda social. Pero en general, su manera de operar es igual en uno y otro caso.

Todo propietario de tierras que necesita dinero se dirige a la sociedad, la cual, mediante una garantía hipotecaria sobre el valor total de sus propiedades, le entrega cédulas u obligaciones por una suma igual a cierta porción del mismo valor, ordinariamente la mitad o las dos terceras partes. Estas cédulas se ponen en circulación por el que las ha recibido, bajo la garantía de la sociedad y pasan fácilmente de mano en mano, ni más ni menos que los títulos de la deuda pública, a los cuales se asemejan. Unas veces se emiten a perpetuidad, y entonces el reembolso es facultativo, es decir, que el deudor puede extinguir su denda cuando le convenga, comprando cédulas por un valor igual al de las que recibió de la sociedad y devolviéndoselas a ésta; otras veces se hace la emisión a plazo fijo, y en tal caso la extinción se verifica por medio de un suplemento de interés que paga el deudor mismo, 1 ó 2 por 100, y que constituye un fondo de amortización.

«El papel de la sociedad, dice Mr. Coquelin208, se reduce a estimar el valor de las propiedades hipotecadas, de terminar, en su consecuencia, la extensión del crédito que puede conceder a cada una y entregarle su importe en cédula al portador; después de lo cual no le resta más que recibir todos los años de los propietarios el interés de los anticipos que les ha hecho y distribuírsele a los tenedores de las cédulas.»

Tales son, en resumen, el mecanismo y la organización de las instituciones de crédito. Por lo demás, no hay entre ellas otro punto común sino el principio, la idea que les sirve de base, y que consiste en la existencia de un mediador, sólido y acreditado, entre los propietarios y los capitalista. Este mediador fiscaliza severamente el valor de la hipoteca ofrecida, percibe y sirve con toda regularidad los intereses y reembolsa las obligaciones en las épocas determinadas, bajo ciertas condiciones y ciertas formas209.

No se necesita más para generalizar el crédito agrícola, haciendo a la tierra partícipe de los beneficios del capital, que, abandonado a sí mismo, parece retraerse de prestarle su concurso. Cuán importante sea este resultado, lo demuestra bien el estado en que se halla la agricultura en los países donde existe el crédito territorial, comparado con el que tiene en aquellos otros donde no se conoce Inglaterra, Bélgica, Holanda, muchas comarcas de Alemania, pertenecen al número de los primeros, y a pesar de la inclemencia de su cielo, a pesarde los rigores de su clima, presentan por doquiera un cultivo esmerado y una vegetación abundante; mientras que España, con un terreno en general privilegiado por la Naturaleza, por contarse sin duda entre los segundos, no ofrece más que algunos oasis encantadores en medio de extensos campos incultos o apenas hendidos por el arado. El crédito territorial es el que fecunda la tierra, el que la hace dócil a los esfuerzos del cultivador, el único agente capaz de activar y dar vida a la producción agrícola; porque, no hay que olvidarlo, esta producción exige hoy más que nunca el auxilio de los capitales y sólo el crédito hipotecario tiene medios de proporcionárselos, en cantidad y a precios tales que pueda ventajosamente utilizarlos.

§ 6. DE LOS BANCOS DE CRÉDITO PERSONAL. -Todo hombre constituye un capital más o menos considerable, según el grado de productividad de sus facultades físicas, morales e intelectuales, realzadas o perfeccionadas por la educación y la enseñanza. Por consiguiente, lleva en sí mismo la garantía suficiente para responder de cualquier préstamo o anticipo, puesto que, empleando ese capital en la producción, ejercitando esas facultades de un modo útil, en una palabra, trabajando, puede adquirir los medios de reintegrar la suma que se le haya prestado.

Esto se ve palpablemente en el régimen de la esclavitud. El propietario de esclavos puede venderlos, explotar los por su propia cuenta, alquilarlos y también tomar prestado sobre ellos, hipotecando esta especie de capital, ni más ni menos que como un ganadero hipoteca sus ganados, ya sea que los deposite en manos del prestador, ya que conserve su uso, a condición de ser expropiado en caso de morosidad o de insolvencia.

Pues bien, si es posible contraer un préstamo, sobre el valor de un esclavo, ¿por qué el trabajador libre, esto es, propietario de su persona, no ha de poder hacer lo mismo sobre su propio valor? ¿Acaso el capital representado por el uno es diferente en su esencia del que representa el otro? Si el primero deja una renta cuando se emplea en la producción, ¿no deja también el segundo, otra retribución equivalente?

Se ve, pues, que el crédito personal tiene su razón de ser, fundada en la naturaleza de las cosas,y que por lo tanto es perfectamente justo y posible. Sin embargo, esta especie de crédito no existe todavía. Se presta a los empresarios, a los negociantes, a los terratenientes, a todos aquellos productores que ofrecen garantías reales; pero no se presta nunca o casi nunca a simples operarios que sólo pueden ofrecer una garantía personal, la garantía de su moralidad y de su capacidad productiva. ¿Por qué?

Hay dos obstáculos que se oponen a la constitución del crédito personal el primero económico, el segundo legal o jurídico.

El obstáculo económico consiste en la inseguridad de la garantía, puesto que, siendo ésta inherente a la personalidad del prestamista, depende de la integridad de sus facultades, amenazadas constantemente de los riesgos de enfermedad, inhabilitación y aun de pérdida absoluta en caso de muerte. Pero semejantes riesgos pueden cubrirse por medio de los seguros sobre la vida, y por consiguiente nada impide por este lado que el crédito personal se constituya.

Queda, sin embargo, todavía el obstáculo jurídico, que consiste en la falta de sanción penal, positiva e ineludible, a los préstamos contraidos sobre garantías personales. En efecto, el que presta a un trabajador, a un operario cualquiera, sin otra fianza que el compromiso adquirido por éste de pagarle con el producto de su trabajo, no tiene seguridad alguna de reintegrarse del préstamo, porque no puede hacer que trabaje por su cuenta el deudor hasta extinguir la deuda, único medio eficaz de asegurar el reintegro. La ley no permite, entre nosotros, la explotación forzosa del trabajo ajeno, puesto que no permite tampoco la aprehensión del trabajador insolvente, estando abolida la prisión por deudas para toda clase de personas, y llegando algunos jurisconsultos hasta sostener que la libertad personal, como todos los demás derechos individuales, es inalienable e imprescriptible. No entraremos aquí a discutir la justicia o injusticia de esta legislación, que sin embargo es muy discutible; sólo diremos que mientras no se mientras cada cual no sea libre de ofrecer en garantía de un préstamo cierta cantidad de trabajo futuro, mientras no se dé una saución eficaz a este contrato, obligando al deudor a su cumplimiento, sujetándole al trabajo forzado hasta que reintegre su deuda, no hay que esperar que el crédito personal se constituya.

Y sin embargo, el crédito personal es importantísimo, el crédito personal daría origen a instituciones, cuya trascendencia en el orden social y económico apenas puede hoy concebirse. Vamos a presentar una somera idea de ellas, siguiendo en este punto a Mr. de Molinari, que le ha tratado perfectamente210.

Todo trabajador libre puede explotar por su cuenta su trabajo y sacar de él un producto eventual, o bien alquilársele a otra persona y obtener una retribución fija, la cual no es otra cosa sino el pago del concurso del capital representado por el trabajador mismo. Ahora bien: cuando alquila aisladamente su trabajo, como casi siempre tiene que hacerlo, se encuentra en una posición generalmente desventajosa, porque no dispone a su voluntad del espacio y del tiempo, es decir, porque no puede trasladarse al lugar ni esperar la época en que ese trabajo sea mejor retribuido.

Por otra parte, la situación de los empresarios de industria no es por lo común más favorable, puesto que, necesitando capitales para anticipar a los trabajadores su parte en el producto, no siempre pueden encontrarlos en condiciones económicas, ni por consiguiente obtener de la producción una ganancia proporcionada a sus servicios y sobre todo a los riesgos que en ella corren.

De aquí la miseria de los trabajadores, y la ruina o por lo menos la estrechez de la mayor parte de los empresarios.

Pero supongamos que se fundasen instituciones de crédito personal; estas instituciones serían verdaderos bancos de comercio de trabajo, cuyas operaciones ofrecerían una completa analogía con las de los bancos territoriales o hipotecarios, y darían por resultado impedir la depreciación del trabajo, al mismo tiempo que rebajar el interés de los capitales.

Supongamos, dice Molinari211, que se organizase una sociedad para la explotación especial del comercio de trabajo en un centro cualquiera de producción. ¿Cómo operaría esta sociedad? Por una parte, tomaría prestada cierta cantidad de capital personal, o lo que es lo mismo, alquilaría cierta suma de trabajo a los operarios que pudieran disponer de él y que le ofreciesen; por otra, cedería o realquilaría este mismo capital, o sea este trabajo, a los empresarios que pudieran utilizarle y que le demandasen. A los primeros les asignaría una retribución fija y por un tiempo determinado; de los segundos percibiría otra retribución más alta, y la diferencia entre ambas retribuciones serviría, como en todos los bancos, para cubrir los gastos de la compañía y darle un lucro proporcionado.

Mas para que estos contratos se celebrasen, sería preciso, en primer lugar, que las dos partes tuvieran plena libertad de concluirlos, sin restricción de espacio ni de tiempo, y garantías suficientes para asegurar su ejecución. Sería preciso que la compañía pudiera servirse del capital personal que hubiese tomado a préstamo, o sea del trabajo que hubiese alquilado, obligando en caso necesario al trabajador a trabajar por cuenta de ella, así como asegurar ese capital de todo riesgo de pérdida o deterioro, por medio de un seguro sobre la vida. Sería preciso también que la misma compañía pudiera ceder o realquilar a los empresarios los trabajadores de que dispusiese, estipulando la calidad y cantidad de la tarea que hubieran de ejecutar, el precio y los términos de la cesión, y en fin, las seguridades necesarias para el cumplimiento de sus respectivos compromisos.

Para simplificar y facilitar este género de comercio, se podría imaginar un procedimiento de movilización del trabajo, análogo al que ya existe para los demás capitales. Un trabajador, por ejemplo, que hubiera empeñado su capital personal, o sea su trabajo, por cierto tiempo y a cierto tipo, podría desempeñarle cediendo su contrato a otro, previa la venia de la compañía y el reembolso de los anticipos que de ella hubiera recibido. Una compañía que no tuviese colocación para todos los capitales personales de que dispusiera, podría también trasmitírselos a otras compañías. Un empresario, en fin, que no necesitase los trabajadores que hubiera contratado, podría de la misma manera cedérselos a otros empresarios. Estas cesiones se harían indudablemente, ya con pérdida, ya con beneficio, según la situación del mercado del trabajo; pero todas ellas serían posibles, todas serían convenientes y facilitarían en gran manera el comercio de dicho artículo.

Las ventajas que trabajadores y empresarios encontrarían en la institución de que se trata, son muchas y muy importantes. Los primeros podrían obtener una colocación regular y una retribución al curso del día, es decir, al tipo determinado por la relación existente entre la oferta y la demanda de brazos, emancipándose así de la usura que sufren muchas veces cuando contratan aislada y directamente; pues la cotización del precio del trabajo, que, se publicaría diariamente, les pondría en situación de escoger el lugar y el tiempo en que fuesen mejor retribuidos sus servicios, a reserva de conservar su capital inactivo, hipotecándole en caso de necesidad en los momentos de depresión del mercado, o de ni hacer entonces contratos sino a cortos plazos. Los empresarios, por su parte, tendrían también la posibilidad de adquirir en condiciones ventajosas el capital necesario, porque las compañías de comercio de trabajo, en vez de exigir de ellos el pago al contado, podrían contentarse con obligaciones a plazo, lo cual equivaldría a abrirles un crédito para el pago de sus operarios. Ahora bien: cuanto mayor fuese este crédito, mayor sería también la masa de capitales de que dispondrían los empresarios, y más elevadas por lo tanto las retribuciones que podrían dar a los trabajadores, cuya condición iría de esta manera mejorándose.

Entre las tentativas hechas hasta ahora para aplicar el crédito personal, la más feliz es la fundación de Bancos de anticipos, llamados también Bancos populares y debidos a la iniciativa de Schultze Delitzsch: El primero se creó en Enlembourg en 1850, y desde esta época, se han multiplicado en Alemania, en Inglaterra y en los Estados-Unidos, llegando a reunir capitales considerables; pero estos Bancos se dedican a auxiliar a los pequeños empresarios, industriales o artesas más bien que a la clase jornalera propiamente dicha, o sea a los simples trabajadores. Son ni más ni menos que sociedades cooperativas de crédito, que levantan capitales por medio de empréstitos hechos con la garantía mutua de los asociados, para prestárselos después a éstos en proporción de las que cada uno de ellos ofrece, tanto morales como materiales.

A la misma clase pertenecen los Bancos de Escocia, los cuales hacen préstamos a los comerciantes, artesanos y labradores bajo la firma de dos personas conocidas, las cuales responden del deudor por una suma proporcionada a sus garantías personales. Este se obliga a entregar diariamente en la caja del establecimiento los fondos de que disponga, abonándosele el interés correspondiente, y a sí se extingue poco a poco la deuda y el Banco se reembolsa, al mismo tiempo que puede apreciarla situación económica, así como la capacidad, aplicación y espíritu de ahorro de su clientela.

El crédito personal, añade Molinari, es además susceptible de una porción de aplicaciones que serán tachadas de quiméricas mientras no se realicen, pero cuya realización concuerda perfectamente con los datos de la ciencia. Tal es, por ejemplo, el crédito del trabajo intelectual, del cual se ha hablado mucho en estos últimos tiempos. Este crédito tendría ya, según todas las apariencias, sus instituciones especiales, si el trabajo intelectual no hubiese sido, en parte al menos, despojado de sus garantías legítimas y necesarias, si la propiedad de los productos científicos, artísticos y literarios no hubiera sido restringida en el tiempo y en el espacio, desconociéndola ordinariamente fuera de la nacionalidad en que se obtiene y limitándola a la vida del autor y algunos años más en casi todas las legislaciones. Semejante restricción disminuye, en efecto, el valor de los productos de que se trata, sobre todo de aquellos que tienen un mercado más extenso y más duradero, y reduce de este modo el lucro de las empresas dedicadas a confeccionarlos. Pero supongamos que la propiedad literaria estuviese plenamente reconocida y garantizada; esas empresas se agrandarían en proporción de la extensión de sus mercados y el crédito del trabajo intelectual nacería desde luego, porque podrían remunerar ampliamente su personal de artistas y hombres de letras, adelantándoles en caso preciso el todo o parte de sus retribuciones. Entonces también la producción inmaterial podría dividirse y especializarse más, con doble ventaja de productores y consumidores; entonces es cuando las obras artísticas, literarias y científicas se divulgarían verdaderamente, y alcanzarían sus autores la posición desahogada e independiente de que hoy carecen y a que son tan acreedores por sus talentos y sus esfuerzos.