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IV

No son tan lentos los pasos que dio la presidencia por el lado literario, como creen los más, y relativamente   —195→   hablando, no dejaron de ser conocidos y hasta palpables los progresos, si se atiende a que la madre patria misma, sin que acertemos a dar con la razón, se dejó adelantar de otras naciones cuando ella fue una de las primeras que brillaron casi desde el renacimiento de las letras, y si se atiende a que nuestros padres vivían acá sin libros de provecho, ni sociedades científicas o literarias, ni laboratorios, ni instrumentos ni profesores. La teología, el misticismo, la jurisprudencia y la retórica eran los únicos ramos que se enseñaban y aprendían, y en punto al aprovechamiento de estos no dejó de ser algo sobresaliente el de muchos de nuestros conciudadanos.

El estudio de la medicina, como dijimos en otro lugar, fue desconocido en la presidencia y, al parecer, hasta repulsado por motivos que no alcanzamos, pues aun trascurriendo ya el año de 1805, el presidente Carón de Let, por oficio de 23 de octubre, dirigido al rector de la Universidad, dictó la siguiente orden: «Habiendo tenido noticia de que se ha puesto edicto para la oposición de una cátedra de medicina, pagada por el ilustre cabildo, prevengo a usted se suspenda todo procedimiento en la materia hasta nueva orden, y me remitirá el expediente que ha pasado a sus manos».

La presidencia fue deudora a las Órdenes religiosas de los primeros destellos del saber que se hicieron advertir entonces. Principalmente los padres jesuitas, y luego los dominicos y franciscanos, fueron los primeros que establecieron la enseñanza de latinidad, letras humanas y teología. Por 1589 se abrió el primer curso de filosofía, y causó tanta novedad su enseñanza que aun concurrieron a ella algunos jóvenes del centro del virreinato, donde todavía no eran conocidos los estudios. Cinco años después se fundó en Quito el Colegio de San Luis, que se puso bajo la dirección de los padres jesuitas, y en 1620 la Universidad de San Gregorio, obra de los mismos reverendos, tiempo desde el cual comenzaron a tomar algún vuelo los estudios.

Antes del establecimiento de esta Universidad habían fundado también los padres de San Francisco (1567) el   —196→   colegio que denominaron San Buenaventura, pero destinado únicamente a la enseñanza de lectura, escritura y gramática para los hijos de españoles, y de lectura, escritura y algunas artes mecánicas para los indios. En 1688, a pesar de la tenaz oposición con que los jesuitas se sostuvieron acaloradamente por cinco años contra la Orden de Predicadores, la fundadora de esas casas de educación, se abrió por los padres dominicanos el primer establecimiento público para la enseñanza de primeras letras, y por cédula real de 1683 que obtuvieron para fundar un establecimiento de instrucción, se abrió el Colegio y Universidad de San Fernando el 28 de junio de 168824.

Los padres jesuitas, en medio de su decisión por la enseñanza y buena disposición para dirigirla, sacrificaban por egoísmo la nobleza de estas dotes, pues querían ser los únicos, y tan únicos que hasta pusieron a pleito que el clérigo llamado Luis Remón pudiera seguir regentando una cátedra de gramática. A su vez, los padres dominicos, por venganza u otros motivos; se opusieron también con igual calor a que los otros estableciesen colegios en Riobamba y Pasto.

Como la de San Fernando no fue propiamente Universidad, puesto que sólo por pura gracia y privilegio se le había autorizado para que confiriese grados a sus alumnos internos, y como la de San Gregorio quedara ya extinguida por real cédula de 9 de julio de 1769, tuvo a bien el soberano establecer una sola con el nombre Real Universidad de Santo Tomás, por orden de 4 de abril de 1786. El colegio de San Fernando, eso sí, quedó subsistente para algunas enseñanzas particulares, y quedaron refundidos algunos fondos de los que antes pertenecían separadamente a los extinguidos jesuitas y a los dominicanos. La nueva Universidad, en consecuencia, se estableció   —197→   en el claustro que ahora ocupa, el 9 de abril de 1788, y la Junta de Temporalidades, por auto de 12 de febrero del año siguiente, decretó la reunión de las dotaciones que tenían las cátedras de los dos colegios. Los Estatutos y Plan de estudios que debían regir eran los mismos que regían en las Universidades de España, y con especialidad la de Salamanca; y los rectorados debían servirse alternativamente por eclesiásticos y seculares. El primer rector que se nombró fue el secular don Nicolás Carrión y Baca25.

El reverendo obispo don Pedro de la Peña cooperó muy eficazmente, y contribuyó con sus propias luces y dinero a favorecer y dar vuelo a cuantos se dedicaban al estudio de las ciencias, entonces conocidas o permitidas, y ya por el mismo tiempo comenzaron a recogerse algunos frutos con respecto a los conocimientos de la lengua latina, algo de la filosofía antigua y algo de teología moral. Otro reverendo Obispo, el ilustrado fray Luis López de Solís, dio mayor impulso a la enseñanza con el establecimiento del Seminario de San Luis, con la aplicación de mejores sistemas y con haber excitado la emulación de los antiguos profesores. En cuanto a la parte que tuvieron los presidentes en punto a la instrucción pública, fuera porque los más de los primeros que vinieron a gobernar eran ignorantes e incapaces de comprender cuanto valen los conocimientos humanos; fuera porque la indiferencia o desentendimiento a tal respecto eran arbitrios sugeridos por la mezquina política del gobierno supremo; fuera porque sus facultades estaban circunscritas a conservar la pública tranquilidad, y aumentar o mejorar las rentas del erario; no tuvieron ninguna, ninguna absolutamente, hasta fines del siglo XVII. En este tiempo, don Mateo de Mata Ponce de León estableció una casa de caridad para los huérfanos, y procuró afanoso la instrucción de los indios, esforzándose principalmente en que a lo menos aprendiesen la lengua castellana.

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Los prelados diocesanos, por el contrario, cual más cual menos, influyeron casi todos en la propagación de las luces, debiendo merecer especial mención don Alonso Peña Montenegro, y más principalmente don José Pérez Calama, a quien, a últimos del siglo XVIII, se le debió un obsequio de quinientos veinte y cinco libros para la real Universidad, y el establecimiento de la primera Sociedad del país, entonces bastante provechosa, y aparecida posteriormente varias veces con el mismo nombre, pero sin haber tomado consistencia ni producido cosa, ninguna. Al mismo reverendo obispo se le debió también el conocimiento de algunos estudios históricos, políticos, económicos y de legislación del todo desconocidos hasta su tiempo en la presidencia, pues ya por entonces se vieron en manos de los alumnos los compendios de historia de Pintón y de Isla, el Derecho público de Olmedo y el de Abreu, las Lecciones de Comercio de Jenovesi, la Ciencia del mundo, etc. Los jesuitas por su parte, habían seguido obrando con bastante aprovechamiento en la enseñanza, pues habían también puesto a la cabeza de las Universidad de San Gregario y del Seminario profesores distinguidos, mandados venir al efecto de España y Francia. Aun estamos entendidos de que la fundación de la Academia Pichinchense, que tuvo lugar hacia el año de 1762, fue por influjo y empeños de aquellos ilustrados padres, destinándosela para la aplicación y cultivo de la astronomía y la física. Por desgracia, apenas nacida, podemos decir, desapareció a los cinco años no cabales, a causa de la expatriación decretada contra dichos reverendos, sin habernos dejado otro trabajo que el arreglo del meridiano para el restablecimiento del reloj de sol de la Universidad, que había padecido alguna alteración, procedente, a no dudar, de temblores de tierra.

Posteriormente, y previa la real aprobación, se estableció otra sociedad con el nombre Escuela de la Concordia, fundada con el fin de adquirir y propagar conocimientos agrarios, fabriles y artísticos, y entrar así por el camino de la civilización. Los protectores de ella debían ser el virrey, los presidentes de las reales audiencias y los obispos, y la Escuela tuvo por presidente al conde de   —199→   Casa Jijón, por director al conde de Selva Florida, por secretario al doctor don Eugenio de Santa cruz y Espejo, entonces el literato de mayor expectación del reino de Quito, y por tesorero a don Antonio de Aspiazu. Entre los socios de número, acreditados en la república de las letras, se contaban los doctores Ramón Yépez, Juan José Boniche y Nicolás Carrión, y el padre fray Francisco Lagraña; y entre los supernumerarios, don Antonio Nariño, don Francisco Antonio Zea, doctor don José Cuero, don Gabriel Álvarez, doctor don Sancho Escobar, don Juan Larrea, doctor don Francisco Javier Salazar, doctor don Ramón Argote, don Jacinto Bejarano y doña Magdalena Dávalos.

El doctor Espejo, que fue nombrado secretario cuando se hallaba ausente y como desterrado en Santa Fe, recibió también a su regreso por 1791, el encargo de la redacción del periódico que debía publicar la sociedad. Dícese que, en efecto, salieron a luz dos o tres números, y que, aun cuando ni por el tema ni objeto del periódico tenía conexión ninguna con la política, como ya por entonces susurraban malas voces contra la autoridad y abusos de los reyes, comenzaron, primero, estorbos contra su publicación; luego, las persecuciones, y, por fin, el nuevo destierro del redactor y la absoluta extinción de la sociedad.

Fuera de las Universidades de San Gregorio Magno y San Fernando, se había fundado también la de San Fulgencio, bajo la dirección y protección de los padres agustinos; bien que duró muy poco tiempo por el abuso de conferir grados universitarios a cuantos querían y nada valían para merecerlos. Tantas Universidades, para una colonia tan poco poblada y atrasada, habría sido cosa de verse, para ver también llevando borlas y bonetes a cuantos apenas conocían los rudimentos del latín.

Los reglamentos de instrucción pública imponían la obligación de estudiar latín, no tanto para conocer la importancia de las obras escritas en esta lengua, como para acostumbrar a los alumnos a la versión literal e imprimir   —200→   en su memoria un gran número de vocablos latinos. El curso de filosofía duraba tres años, y se enseñaba en el primero la lógica silogística genitiva de pueriles sutilezas, y la aritmética; en el segundo, algo de geometría, algo de astronomía y la metafísica, ciencia de muy difícil comprensión para los niños; y en el tercero la física, pero sin tener instrumentos ni como reducir, por consiguiente, a práctica las teorías que se enseñaban. Después venían los estudios de facultad mayor, esto es los de teología y jurisprudencia, y quedaba terminada la carrera.

Hasta 1736 no se conoció otro estudio de filosofía que el de la de Aristóteles, si no calumniada, mal comprendida; tanto que entonces vino a ser inútil y hasta perjudicial para poder discurrir con rectitud y dar con las causas y efectos de las cosas, cuya esencia se trataba de conocer. Introducida por los árabes en España, ya se tenía advertido que había avasallado el entendimiento en las Universidad es de la madre patria, y era bien natural que siguiese esclavizando a sus colonias. En dicho año aventuró el jesuita Maguín dar un paso arreglándose al sistema de Descartes; mas, probablemente sería censurarlo y acaso reprendido, cuando al andar de poco volvió la filosofía a su antiguo peripato. Más adelante, nuestro compatriota, el jesuita Aguirre, se animó a introducir algunas doctrinas de Leibnitz y del mismo Descartes, y luego el padre Hospital, también de la Compañía de Jesús, la enseñó con mayor arrojo y mejor método, desenvolviéndolas del último, pero combinándolas con las de Bacon. Muchos hombres del clero, otros muchos más de los conventos y aun algunos de los mismos jesuitas vieron con escándalo la introducción de estas novedades que venían a exponer la educación religiosa de la juventud, levantaron censuras y murmuraciones, y la enseñanza siguió avasallada al antiguo sistema.

De 1794 para adelante imperó de nuevo la razón sobre la antigüedad y autoridad, y se adoptó el sistema de la filosofía moderna de Jacquier, según lo demuestran las varias o conclusiones de entonces; bien que tampoco tuvo   —201→   estabilidad, y el método del derrotado estagirita se rehabilitó y volvió a dominar después de muy cortos años de prueba. Cuando un mal dura por largo tiempo, no se repara sino con el mismo tiempo o por medio de una violenta transformación; remedio este de los más terribles, al cual no sólo acudieron las colonias de América, sino también la culta Europa cuando trató de sacudirse de los antiguos errores.

En cuanto al conocimiento de esa parte de las letras humanas que se llama poesía, si los colonos del siglo XVII pudieron ya tenerle de las griegas, romanas y españolas, debieron andar del todo ciegos con respecto a las de las naciones modernas, de cuyo enlace social estaban privados, y debieron también, como era natural, seguir las lecciones de la escuela o escuelas que campeaban por entonces. Por desgracia, pasado el siglo en que las glorias poéticas de la madre patria habían subido a la mayor altura, comenzó a dominar, luego a conservarse afamada y, por remate, a propagarse de un modo general, tal vez absoluto, la escuela culterana; y esta escuela, acariciada y difundida allá, pasó a las colonias con todo el entusiasmo con que se la seguía y defendía por los discípulos del ingenioso cuanto extravagante Góngora. Las colonias americanas, apenas en mantillas para todos los ramos del saber, no podían haber producido cosa ninguna en el siglo XVI, y en el siguiente, cuando debió ya serles conocida esa parte de las bellas letras, vinieron a dar con la escuela doctrinadora de los conceptos más intrincados y del más ampuloso estilo. ¿Cómo resistir en América a la tentación de seguirla cuando España contaba con un Quevedo, un García de la Huerta y otros muchos partidarios sobresalientes que la defendían, no sólo con sus escritos en prosa, sino con las muestras poéticas que daban a la estampa? ¿Quién habría osado acá levantar la voz contra tantos literatos de cuenta que, si deliraban, nadie advertía en ello, porque deliraban todos?

Y así fue, en efecto, y nuestra patria, que pudo contar a lo menos con un par de poetas de alto coturno, participó de la desdicha común que aquejaba a la literatura   —202→   castellana de entonces. Don José Orosco, hijo de Riobamba, y el padre Ramón Viescas, de Ibarra; el primero por su temple vigoroso, para enaltecer las hazañas de las héroes y el segundo por la cultura de su musa y espontaneidad para la versificación, eran literatos con cuyas producciones se habría enorgullecido la patria, a no haber pertenecido a ese lamentable período de la decadencia de las bellas letras en España. La Conquista de Menorca, parto de Orosco, es un poema en cuatro cantos que, si se prescinde de lo reciente de la acción que la inspiró, se halla ajustado a cuantas condiciones prescribe este género de poesías. El plan, los medios empleados y término del poema son naturales, los pensamientos nobles, delicados y de elevación pindárica, las imágenes brillantes, poética la dicción, los versos -perdonando uno que otro desacorde e insonoro-, armónicos, rotundos, y, en varios pasajes, sentenciosos. ¿Qué más podía producir un colono que fue a cantar en España el triunfo y glorias de su Rey...? Pero Luzán, el osado y feliz restaurador de las buenas letras, no había popularizado su Arte poética, ni la literatura francesa comenzado a influir, como tan provechosamente influyó poca después en la castellana (bien que en daño de la limpieza de la lengua); y Orosco que sin duda no conocía la primera ni alcanzó a participar de la influencia de la segunda, cayó ¡desdichado! más de una vez en los extravíos de la escuela dominante, y La Conquista de Menorca, si hermosa y de indisputable mérito por mil respectos, queda muy abajo del genio épico que la produjo. Si Orosco hubiera vivido en el siglo XVI o pasada ya la mitad del XVIII, la obra de arte viviría también a la misma altura que el genio del artista.

El padre Viescas pulsaba otro género de cuerdas, y aunque su genio para la poesía parece de menos vivacidad y aliento que el de Orosco, la amenidad de sus tiernos y variados afectos, el acierto en la manera de expresarlos, y la soltura y fluidez de la versificación le dan la palma sobre el otro. Bastantes, en verdad, son las faltos que se notan en las composiciones líricas de Viescas,   —203→   pero procedentes casi todas del mal gusto de su tiempo, y, a pertenecer a otro distinto y tener algo más de ese templado arrebato que hace decir a los poetas armoniosa y galanamente cuanto sienten, se habría incluido en el número de los buenos discípulos de la escuela Venusina.

No nos son desconocidas otras varias producciones de los colonos de la presidencia, como las de los padres Ambrosio y Joaquín Larrea, Juan Bautista Aguirre, Juan de Velasco, José Garrido, don Manuel Orosco, etc., que, a la verdad, merecen mencionarse porque no carecen de chispa ni de colorido poético. Con todo, como partos de ingenios muy inferiores a los de Orosco y Viescas, las más de tales producciones están plagadas de los vicios de su tiempo, y en ellas es de ver lo estudiado de los conceptos, las enmarañadas alegorías, lo hinchado del estilo y cuanto de ridículo da lo que se sale de lo natural.

No es de nuestro objeto ni propósito presentar una idea cabal de los adelantamientos y producciones literarias del tiempo de la presidencia; pero debemos dar, a lo menos de paso, una razón de sus escritores que, si corta, la pondremos en orden alfabética a fin de ayudar a los que se dediquen a formar la bibliografía de la patria. Puesto el nombre del autor, van las obras que han escrito o los ramos del saber en que más sobresalieron.

Aguirre (Juan Bautista).- Orador sagrado y poeta. Poema heroico sobre las acciones y vida de San Ignacio de Loyola.- Tratado polémico dogmático.- Inéditos.

Alcedo (Antonio de).- Diccionario geográfico-histórico de las Indias occidentales o América, 6 tomos.- Impreso en Madrid 1786.- Biblioteca americana o catálogo de los autores que han escrito de la América en diferentes idiomas, y noticia de su vida y patria, años en que vivieron y obras que escribieron. Inédito.

Alcocer (Marcos) Jesuita.- De divinis atributis, I tomo, 4.º, 1658. De visione Dei, I tomo en 4.º 1665.

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Arias Pacheco (Juan) Anticuario.- Memorial de las grandezas de la ciudad de Quito.- Inédito.

Bedón (Pedro) Dominicano.- Vida del padre Cristóbal Pardave.- Inédito.

Betancur (Luis) Presbítero.- Derecho de las iglesias metropolitanas, 1634.- Sobre el derecho que los nacidos en Indias tienen para ser preferidos a los europeos en los oficios y prevendas.- 1634. Reimpresa este en el Semanario erudito de Valladares.

Collahuaso (Jacinto), de raza india.- Las guerras civiles del inca Atahualpa con su hermano Atoco, llamado comunmente Huáscar Inca.- La obra antes de ser impresa fue quemada por un corregidor, y Collahuazo hasta perseguido por ella. Cuando bien entrado en años, volvió a escribirla reduciéndola a lo más sustancial, a instancias de su confesor, y este manuscrito sirvió también al padre Velasco para la composición de la Historia del reino de Quito.

Chiriboga y Daza (Ignacio), presbítero.- Colección de sermones. Madrid, 1739.

Dávila (Pedro Francisco).- Catálogo sistemático y razonado de las curiosidades de la naturaleza. París, 1767, 3 tomos, 8.º mayor.- Instrucción para recoger las producciones raras de la naturaleza. Madrid, I tomo.

Echeverría (Manuel Mariano). Presbítero.- Descripción de Mainas. 1784.

Escalona y Agüero (Gaspar). Abogado.- Gazophilacio Regio Peruvico. 1647.

Escobar (Sancho). Abogado, y después sacerdote.- Colección de poesía y sermones. Inédito.

Espejo (Francisco Javier Eugenio).- La Golilla. Inéd. Nuevo Luciano de Quito o despertador de los ingenios. Inédito. Reflexiones acerca de un método seguro para   —205→   preservar a los pueblos de las viruelas. Inédito. (Hoy han comenzado estas a publicarse en las Memorias de la. Academia ecuatoriana, correspondiente de la española.)

Evia (Jacinto de).- Ramillete de varias flores poéticas. I. Tomo. Madrid, 1675.

Flores (Ignacio) Lingüista y matemático.

Gallegos (Isidro) Jesuita.- Activus humanis, 1677.- Perfectionibus Christi.- Curso de filosofía. Inédito.

Guerrero (Pedro), dicho el Gallinazo.- Observaciones de los simples que se hallan en el distrito de Guayaquil.- Inédito.

Jijón y León (Tomás de). Presbítero.- Compendio histórico de la prodigiosa vida, virtudes y milagros de la venerable sierva de Dios Mariana de Jesús Paredes y Flores.- Madrid, 1754.

Larrea (Ambrosio) Jesuita.- Poesías líricas.- Inédito.

Machado de Chaves y Mendoza (Juan) Abogado, y después sacerdote.- El perfecto confesor y cura de almas, 2 tomos fol. Barcelona, 1641.

Maldonado (José). Francisco.- El más escondido retiro del alma.- Zaragoza, 1649.

Maldonado (Pedro Vicente).- Mapa del reino de Quito.- París, 1747.- Relación del camino de Esmeraldas. Inédito.

Montada (Antonio Ramón de) Jesuita. Usu et abusu scientae meditae. Inédito.

Morán de Butrón (Jacinto) Jesuita.- Vida de Mariana de Jesús.- Madrid, 1722.- Reimpresa en id. 1754.

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Murillo (N.).- La breve vida de la mejor azucena de Quito.- Poema inédito.

Navarro Monteserrín (Juan Romualdo) Abogado.- Descripción geográfica, política y civil del obispado de Quito. Inédito.

Orosco (José) Poeta épico.- La conquista de Menorca. Inédito26.

Peñafiel (Alonso) Jesuita.- Philosophia universa, 3 tomos fol. León, 1653.- Obligaciones y excelencia de las tres Órdenes militares, Santiago, Calatraba y Alcántara.- Madrid, 1643.

Peñafiel (Leonardo) Jesuita.- Disputationum in priman partem divi Thomas. 3 tomos, fol. 1663, 1666 y 1673.

Pinto (Baltazar) Jesuita.- Philosophia, I. tomo, en 4.º.- Animastica, 1 tomo, en 4.º Inédito.

Rodríguez Fernández (Francisco) Presbítero.- Segundo pecado original del paraíso de las Indias.- Inédito.- Colección de sermones. Lima, inédito.

Rodríguez de Ocampo (Diego) Presbítero.- Relación de lo que era el reino de Quito al tiempo de la conquista y su estado presente.- Inédito.

Santacruz (Raymundo) Jesuita.- Arte y vocabulario de la lengua cofana.- Inédito.

Santamaría (Francisco Javier de) Francisco.- Vida de la venerable Juana de Jesús. I. tomo, 8.º May. Lima.

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Ureña (Diego) Jesuita.- Curso de filosofía, 3 tomos en 4.º Peccatis, I tomo en 4.º 1682.- Libero arbitrii. Id. id. Inédito.

Uriarte y Herrera (Miguel).- Representación sobre los adelantamientos de Quito y la opulencia de España.- 1757. Inéd.

Velasco (Juan de) Jesuita.- Historia del reino de Quito, 1789, 3 tomos en 4.º En francés, París, 1840. El original, en Quito desde 1841 hasta 1844. Colección de poesías hecha por un ocioso en Faenza, 5 tomos. (De ellas pertenece a Velasco como una sexta parte) Carta geográfica del reino de Quito, inédita.

Viescas (Ramón) Jesuita.- Odas, sonetos, décimas y otras poesías jocosas dieron merecida fama a este reverendo.

Villarroel (Gaspar) Agustiniana.- Comentarios y discursos sobre los evangelios de cuaresma.- Lisboa, 1631; Madrid, 1633; Sevilla, 1634.- Comentario sobre los jueces, I tomo, fol. Madrid, 1636. Historiar Sagradas, eclesiásticas y morales, 3 tomos en 4.º, 1645.- Gobierno eclesiástico, 2 tomos, fol. 1652.- Comentarios, dificultades y discursos literarios, morales y místicos sobre los evangelios de los domingos de todo el año, 1661.

Como se ve, la mayor parte de nuestros escritores antiguos se daban principalmente al estudio de la teología, el misticismo, la polémica y la moral religiosa, y conforme a la moda de aquellos tiempos, transmitida de España a sus colonias, casi las más de las obras las escribieron en latín, pues pensaban que escribir en lengua vulgar no era cosa de mérito para un autor, ni de provecho para los lectores. También es de observarse que los más pertenecieron al clero secular o regular, principalmente a la Orden de jesuitas, y que esa importante clase de la sociedad era entonces mucho más estudiosa que en nuestros días.

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Por lo demás, si la literatura de los colonos no presenta un solo afecto por la patria, una sola idea de que pensaban en ser algo más de lo que eran, alguna disposición a mancomunarse, igualarse y fraternizar con cuantos pertenecen a la familia humana; la culpa no estaba en ellos sino en su condición de colonos, en no hallarse regidos por leyes y magistrados propios. Si en la mayor parte de las producciones literarias de los colonos predomina el entusiasmo o sentimiento religioso, si se manifiesta su tendencia a estar siempre tratando de la vida espiritual y contemplativa, casi no más que de la mística; tampoco es suya la culpa sino de su tiempo y del gobierno exageradamente devoto a que estaban sometidos los colonos.

Fuera de los escritores que dejamos enumerados se citan como literatos de fama otros muchos, especialmente en teología, oratoria sagrada, filosofía y jurisprudencia. De tal fama, sin embargo, desconfiamos demasiado, porque entonces, mucho más que en días de vivos, debió darse fácilmente nombradía a cualquier pedante conocedor del latín, o a quien apenas sabía lo que ahora un estudiante de jurisprudencia o un periodista de los comunes.

Entrado ya el siglo XIX, pero todavía durante la colonia, adquirieron otros menos antiguos una reputación bien merecida en la cual hay que confiar y es la de los Liquericas, Argandoñas, Yepes, Boniches, Miguel A. Rodrigues, Francisco J. Salazar, Juan Larrea, Grijalvas y, sobre todos, la del enciclopédico José Mejía que cultivó casi todas las ciencias conocidas en las colonias; esto es la filosofía, teología, jurisprudencia y medicina, y aun otras que se estudiaban en secreto. Latino versado en la lengua de los Césares, naturalista, político, orador de primer orden, merece que digamos algo de él en este lugar.

Mortal enemigo del despotismo defendió en las Cortes de España los derechos del pueblo español con valor y ardorosamente, los de América con ingenio y elocuencia, y los de Quito, su tierra natal, con ternura y con   —209→   amor. Sus principios liberales, pero comedidos, fueron expuestos en «La Abeja», periódico que lo dirigían principalmente Mejía y Gallardo.

Lebrún, hablando de Mejía en los Retratos Políticos de la Revolución de España, dice: «Mejía, hombre de mundo, como ninguno en el congreso. Conocía bien los tiempos y a los hombres; y los liberales lo querían como liberal, pero lo temían como americano... De la discusión más nacional y española por su materia, hacía él una discusión americana. En sus discursos en medio de su natural afectación y frialdad de lenguaje, no se veía nunca bien a donde iba a parar, hasta que en las réplicas que se le hacían aprovechaba por sorpresa la ocasión de dar un tornillazo. Sabía callar y hablar, y aunque hablaba de todo parecía que no le era extraña ninguna materia. Si se trataba de disciplina eclesiástica y sus leyes, parecía un canonista; si de leyes políticas y civiles, un perfecto jurisconsulto; si de medicinas y epidemias, un profesor de esta ciencia por mote, que no enseña más que oscuridades, dudas y miedos. No decimos que hubiese en esta universalidad de saber algo de mañosidad y arte para presentar su caudal todo en cada materia que se trataba, como si fuera solamente una corta parte del que tenía, ni que al uso de las ideas que poseía no le diese su destreza una ilusión óptica que aumentase considerablemente su volumen; pero aun para esto es menester suponerle talento, tino de sociedad, conocimiento de los hombres y del concurso y contrincantes, y una facilidad de coger los objetos que se le presentaban, aunque fuese sólo por una de sus faces, que no deja duda de que era verdad lo que se creía generalmente de él; que era de los primeros hombres de las Cortes...».

El literato español don Segundo Flores, en el artículo biográfico de Gallardo, publicado en el número 2 de «El eco de ambos mundos», con motivo de la inculpación hecha a los diputados extremeños por su silencio en las Cortes, cuando Gallardo fue acusado por su obra, «Defensa del diccionario», dice: «Sólo el diputado y célebre orador americano Mejía, con quien por cierto estaba Gallardo   —210→   a la sazón torcido, tuvo bastante grandeza de alma para salir a vindicarle, pronunciando en su defensa un discurso notable por su ardimiento y por su habitual elegancia, el cual produjo en las Cortes un efecto tan favorable, que decidieron inmediatamente no haber lugar a tomar en consideración la propuesta hostil que se discutía. Gallardo se mostró siempre tan profundamente reconocido a este generoso servicio del Mirabeau americano, como sentido (si no resentido) de la conducta vergonzosa de los diputados extremeños que he nombrado en mi primer artículo...».

Mejía murió en Cádiz por octubre de 1813 a los treinta y seis años de edad.




V

Entre los hombres que han dado lustre a su patria, y a quienes más les debe, hay tres sobresalientes, y es preciso refrescar su memoria dedicándoles algunas líneas en nuestro Resumen.

N. Bne.

Las biografías del Padre Juan de Velasco de Dn. Antonio de Alcedo y de don Pedro Vicente Maldonado, pueden verse al final, en Ecuatorianos Ilustres.




VIII

Cuanto dejamos dicho de los adelantamientos literarios del tiempo de la presidencia, hay que limitarlo puramente a la teología, filosofía, entretenimientos poéticos, polémica, misticismo y jurisprudencia; pues los otros ramos del saber, como se habrá advertido por las producciones   —211→   que dejamos apuntadas, eran desconocidos para la enseñanza pública, y los cortos destellos que asomaron fueron puramente partos del estudio privado a que se dedicaban los particulares en sus casas. Sin un buen sistema de instrucción, sin libros ni sociedades de sabios, era menester que se mantuviese de firme el oscurantismo, y que sólo contáramos con esos muy pocos que, a esfuerzos de su aplicación particular y solitaria, llegaron a ser hombres de expectación en la república de las letras.

Veamos lo que dice don Antonio Ulloa, voto muy competente, en su Relación histórica: «Los jóvenes quiteños, aunque muy capaces en filosofía, teología y jurisprudencia, son muy cortos en las noticias políticas, en las historias y en las otras ciencias naturales que contribuyen al mayor cultivo del entendimiento». El obispo Pérez Calama, otro de los competentes, dice: «Este mismo tilde (la falta a que se refiere Ulloa), poco más o menos, han sufrido y sufren todavía todos los estudios y Universidades de la dominación española, así en España como en América. El pirronismo ergótico y el ente de razón han arrojado más cenizas y oscuridades que el famoso cerro volcán Cotopaxi, que actualmente estamos viendo». Esto lo decía en febrero de 1791, y es claro que no podemos quejarnos de quienes no tenían qué darnos, sino del atraso de los tiempos y la forma de los gobiernos despóticos.

Y tan cierto es lo dicho que, cuando la revolución francesa había abierto los ojos de los reyes y suavizado estos su poder, se hizo patente el impulso que recibieron todos los pueblos así en Europa como en América. El barón de Humbolt, en su Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España, hablando de la instrucción de las colonias españolas con respecto al tiempo en que las visitó, se expresa así: «Son ciertamente muy notables estos progresos en México, La Habana, Lima, Quito, Popayán y Caracas... En todas partes se observa hoy día (1805) un grande impulso hacia la ilustración, y una juventud dotada de singular facilidad para penetrar los principios de las ciencias. Hay quien pretenda que esta facilidad   —212→   se nota más en los habitantes de Quito y Lima, que en, México y Santa Fe: aquellos parecen provistos de un ingenio más fácil, aunque ligero; los mexicanos y naturales de Santa Fe tienen la opinión de ser más perseverantes en los estudios a que una vez llegan a dedicarse».




IX

Ora porque la posición geográfica de la presidencia, casi mediterránea, la hubiese obligado a la aplicación de las artes y la agricultura, ora porque la Providencia la hubiese dotado de hombres de genio para las primeras, ello es que, por este lado, los pueblos de Quito tuvieron la primacía entre sus hermanos de Sudamérica. Miguel de Santiago es para nosotros lo que Rafael Sanzio para el mundo artístico: sus obras según el Padre Velasco, fueron vistas con admiración en Roma y quien quiera juzgar por sí mismo del mérito de su pincel, no tiene más que recorrer los claustros bajos del convento de San Agustín de Quito, donde hallará catorce cuadros sobresalientes que pueden figurar en los museos de Europa. Miguel de Santiago, según nos lo pinta la tradición, era, de esos hombres de carácter raro que reúnen en su persona prendas y defectos extravagantes, e idéntico, por su valor, travesuras e iracundia, al famoso Benvenuto Cellini, el amigo de Francisco I de Francia. Cuéntanse de él unas cuantas anécdotas a cual más caprichosas e inverosímiles; mas de seguro sólo se sabe que murió en 1673, y que está enterrado en la capilla del Sagrario, al pie del altar de San Miguel.

La reputación de su escuela, procedente a juicio de los entendidos de la del español Murillo, ha sido sostenida por los Goríbar, sobrino del maestro, Morales, Velas y Oviedos. Sucedió tras ellos una época de gongorismo artístico, introducido por los muy hábiles, pero de extraviado gusto, Albán y Astudillo; mas en breve volvió a imperar aquella a esfuerzos del célebre Rodríguez, que   —213→   la restauró, y de cuyos trabajos, unidos a los de Samaniego, puede formarse concepto por los lienzos que decoran las paredes de la catedral. Los llamados el Pincelillo, el Apeles y el Morlaco la sostuvieron con la misma nombradía que Rodríguez.

Entre los estatuarios se cuentan, en primera línea, Bernardo Legarda, cuyas producciones, a juicio del mismo Velasco, pueden ponerse en competencia con las más raras de Europa, y Jacinto López. Entre los escultores el célebre Caspicara (Manuel Chilli), llamado así por la cara muy delgada27, su discípulo Pampite (Olmos), Chiriboga, Ávila, el productor de las efigies que paran en la sacristía de San Francisco, y la célebre doña Magdalena Dávalos. Custodio Padilla, hijo de Ibarra, era un hábil maquinista, a quien se puede juzgar por algunos relojes que trabajó y que todavía subsisten en dicha ciudad. Sangurima, hijo de Cuenca, fue uno de los más afamados artistas, y ha dejado una prole ilustre que, tal vez, ha excedido en habilidad al primero que dio renombre a su apellido, por apodo Lluqui (surdo), y que sigue honrando a nuestra patria.




X

La presidencia no llegó a conocer la imprenta sino a mediados del siglo anterior, pues la impresión más adelantada en fecha que hemos alcanzado a descubrir es la de 1760, según se ve por un catálogo correspondiente a los que entraban en la Orden de los jesuitas. En cuanto a periódicos, sólo se tiene noticia del titulado Primicias de la cultura de Quito, producción de la Escuela de la   —214→   Concordia, periódico de cuya redacción se encargó, como dijimos, el célebre cuanto malogrado doctor Espejo. Vanas han sido cuantas diligencias hemos hecho por dar con algún número de tal periódico, y así no podemos juzgar ni del mérito ni de la extensión que haya tenido.

La imprenta, al parecer, fue introducida en Quito por los padres jesuitas. Después de su expatriación se conoció la de Raimundo Salazar, en la cual se ha impreso, en 1791, el Apéndice al plan de estudios para la real Universidad de Quito; mas no sabemos si la imprenta de Salazar fue la misma o diversa de la introducida por los jesuitas. Que las prensas de entonces sólo debieron servir para publicar novenas y quincenarios, algún sermón ampuloso, las patentes de cofradías, la noticia del nacimiento de un príncipe, la descripción de alguna de las fiestas reales o cosas así; no hay para qué decirlo. No hubo, pues, mucha exageración cuando dijo uno de nuestros más célebres periodistas28 que en los tiempos coloniales sólo se leían, en hojas sueltas, las bulas de los papas y las cartas de pago, o sean recibos del tributo que satisfacían los indios.

La capital del virreinato mismo andaba también por iguales estrechuras; y en punto a periódicos, el primero que llegó a publicar fue la Gaceta de Santa Fe, 1785, chico por su tamaño, y de poquísima importancia, por añadidura.




XI

Con respecto a los adelantos materiales, recordamos con todo gusto y gratitud que los templos y monasterios, especialmente los de Quito, fueron levantados a todo costo y conforme a las reglas del arte, y que son dignos del santo objeto de adorar a Dios y de manifestarle nuestro   —215→   culto. En la América del Sur pueden considerarse como obras maestras, según el voto y confesión de extranjeros inteligentes, porque los ven con todas las galas y majestad de la arquitectura cristiana. La fervorosa piedad de los primeros tiempos de la conquista impulsaba a los fieles a hacer cuantiosos donativos e imponer ingentes capitales a censo en favor de las casas religiosas, con cuyos productos levantaron esos monumentos sagrados, ornato y orgullo de la ciudad que fue Corte de la presidencia. Los gobernantes, aun cuando no, contribuyeron con cosa ninguna, si exceptuamos a Felipe II, que hizo donativos muy crecidos, los protegieron con piadoso entusiasmo, y además fueron cumplidos con el pago de intereses y devolución de los gruesos depósitos que se ponían en las cajas reales con tal objeto.

La índole de esos tiempos, más decidida por los establecimientos monásticos que por las casas de caridad, dejó pocos, poquísimos de esta clase, y menos todavía de las de recreo e instrucción pública. La Universidad misma tan afamada y concurrida en tiempo de la presidencia, ni la biblioteca pública, ni las de los colegios y conventos, fueron protegidas por el gobierno, sino por personas particulares, o resultados de las donaciones y legados que se dejaban a las corporaciones.




XII

Abrazando ahora con una sola mirada los tiempos anteriores a la conquista y los que les sucedieron, debemos confesar con orgullo nuestra procedencia de la patria de Pelayo, y no inculpar al pueblo español los errores, defectos y crímenes que eran propios, no de su carácter caballeresco y elevado, sino de esas épocas de hierro en que las colonias estuvieron bajo su dependencia y bajo la antigua forma de los gobiernos. Inglaterra, Francia, Holanda, Portugal y cuantas otras naciones adquirieron posesiones ultramarinas, dieron también mucho que sentir   —216→   a sus colonos, y no es la España, como creen algunos, la única nación que ha manchado sus conquistas. La España, pueblo de héroes, pueblo que al conquistar América era el primero de Europa, nos ha dado en primer lugar la religión de Jesucristo, y luego la hidalguía castellana, la lengua de Cervantes y el estilo de Jovellanos, y estas son adquisiciones de tanto bulto que deben envanecernos de tener a España por madre. La comunidad de unas mismas creencias, lengua, sangre y costumbres entraña simpatías que no pueden perderse, y las nuestras son por demás sinceras y vivas para no confesarlas con altiva franqueza.

En cuanto a las ventajas que produjo el descubrimiento del Nuevo Mundo, aunque conviniendo los más de los escritores en que fueron comunes para América y Europa, no han faltado quienes apasionadamente las dan todas a la primera, y quienes, procediendo con igual pasión, atribuyen también todas a la segunda. Apuntamos ya, aunque sólo muy a la ligera en la primera parte, que a nuestro ver el descubrimiento no fue, ni por el tiempo, ni por el modo, ni por sus consecuencias inmediatas, tempestivo ni provechoso para la América de entonces; y que, reservadas para más tarde las glorias de Colón, habrían sido más fructíferas y benéficas puesto que aun Colón mismo, manso, piadoso y humano, tampoco dejó sin mancilla su memoria, cuando fue el primero que ideó la esclavitud y tráfico de los negros, los atrasos e índole de tan lejanos tiempos, en que el derecho de conquista era un derecho tan legítimo, como el que tenemos ahora para comerciar libremente con todos los pueblos de la tierra; en que soberanos y soberanos, soberanos y vasallos, se hacían guerra a muerte por ensanchar o consolidar sus dominios, por deprimir ciertas jerarquías sociales, o por sustraerse de los tributos y esclavitud feudal; no podían ser, en verdad, ni los más oportunos ni los más propios para trabar el comercio de la vida entre el antiguo y nuevo continente. Y gracias al corazón noble, piadoso y magnánimo al buen pulso de una mujer, al de la reina Isabel la católica, que suavizaba el carácter sombrío y adusto de su esposo Fernando, para que fueran   —217→   menos pesados los grillos que se trajeron para América. Y gracias a la caballerosidad castellana, prenda solariega de la España de entonces y tal vez de toda la Europa, que unos cuantos de los conquistadores no sólo amparasen a los conquistados, sino que fuesen ellos mismos los que denunciaran y publicaran con lisura los excesos de sus compatriotas, los que abogaran por los derechos de los indios, y pidieran leyes protectoras, acomodadas a su ignorancia y estrechez de ánimo.

Por lo demás, ciencias, artes, comercio, industria, agricultura, todo se conmueve y altera con el descubrimiento del Nuevo Mundo, y sobrevienen un trastorno de ideas y una revolución de principios nuevos que dan en tierra con los antiguos, tenidos como seguros y evidentes. La geografía ensancha sus paralelos, se redondea la tierra y desaparece el espanto que causaba el vacío de los mares. La zoología tiene a su vista animales, de forma, tamaño y caracteres desconocidos; la botánica, plantas y árboles gigantescos a millares; la mineralogía nuevos y abundantes cuerpos inorgánicos para la investigación y disquisición. La América salvaje, inculta, y poco poblada, ahogándose sin tener respiro, por la fuerza de su robusta y portentosa vegetación, se tala, se despeja, se cultiva, mejora sus frutos naturales, recibe otros extraños, y reproduciéndolos con abundancia, los devuelve a Europa, juntamente con los propios, a que se provean los mercados de las ciudades y las despensas de los ricos, y queden más bien servidas las mesas de los reyes. Las piedras preciosas van a engastarse en las coronas de los príncipes y duques, y el oro y plata de nuestros minerales impulsan a los más pacatos y holgazanes europeos a la asociación y al trabajo, al movimiento marítimo y a abrirse paso por regiones no holladas todavía por el hombre. La Europa nos da sus artes, industria, brazos vigorosos, cultura, lenguas ya perfeccionadas por reglas sabias y precisas, y una religión, en fin, que convierte en cristiana a la América pagana. Aquí y allí, donde quiera que el europeo ha puesto sus pies, ha plantado también una cruz, sencillo emblema de la mansedumbre de su doctrina y prenda de la fraternidad del género humano,   —218→   y tenemos ya todos que mirarnos y considerarnos como hermanos.

Cierto que España, la descubridora del Nuevo Mundo y que ensanchó sus dominios hasta el término de decir, por boca de uno de sus reyes, que el sol no moría nunca en sus territorios, no fue la que más aprovechó del descubrimiento. Pero la falta de proporción en las utilidades con las otras potencias europeas debe atribuirse más bien al despotismo de Carlos V y de sus áulicos flamencos, al fanatismo del suspicaz Felipe II y la intolerancia de Felipe III y de su valido, el duque de Lerma, que a la poca atención que prestaron estos reyes a los negocios de las colonias. La España dio a la América leyes, costumbres, vestidos, religión, cultura, bastantes derechos municipales, las semillas de sus frutos naturales, las de las artes e industria, y hasta su índole y sangre cruzándose con las americanas. Las colonias en cambio, le dieron una fuente segura y estupenda para el comercio; materiales de todo género para las fábricas; maderas, vegetales y gusanos para tinturas indelebles; momias de hombres, cuadrúpedos y aves con que hermosear y engalanar los palacios y museos; frutos nutritivos y sabrosos; minas de plata y oro, al parecer fabulosas; pesquerías de distintos géneros, de diamantes, esmeraldas, perlas, corales, etc., etc.; y lo que es más que todo, la ocasión para esa fama egregia y glorias adquiridas con el descubrimiento del Nuevo Mundo.

Si España, dominada por el valor de los metales preciosos, perdió su industria, si a esta causa se volvió holgazana, si se despoblaba día por día, si distraía sus verdaderos intereses y atenciones de allá por prestarlas a las colonias; las colonias acá, perdieron también su antigua población, disminuida, casi aniquilada, con la conquista; perdieron las instituciones y costumbres patriarcales de los Shyris y los Incas, la civilización de estos, de los Aztecas y Muiscas, y, sobre todas las cosas, la libertad e independencia. Si los mayores males fueron comunes para América y Europa, mayor fue la suma de los bienes; y si, a la postre, la influencia de las actuales instituciones americanas, ahora combatidas de instables,   —219→   ahora desacreditadas, ha de obrar, solidadas una vez, en el ánimo ilustrado de la raza europea que domina a todas las otras por su inteligencia y saber, como ha obrado vedando la esclavitud de los negros de África y devolviéndoles la libertad; al descubrimiento de América se deberá, más que a otras causas, el perfeccionamiento de las instituciones republicano-democráticas a que propende y va caminando a pasos largos la familia humana.







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ArribaAbajoTomo III


ArribaAbajoCapítulo I

Primera idea de emancipación.- El doctor Espejo y el marqués de Selva Alegre.- Estado político de España en 1808. Agitación de los pueblos de la presidencia.- Arribo del presidente conde Ruiz de Castilla.- Conjuración de Agosto.- El nuevo gobierno. Restablecimiento del antiguo.- El presidente Montúfar.- Arresto de los patriotas.- Su proceso y resultados.- El Comisionado regio.- Desconfianzas recíprocas del gobierno y de los pueblos.



I

El doctor Espejo, conocido ya de los lectores, a cuyo talento despejado unía suma aplicación a las letras y deseos vivos de saber lo que generalmente ignoraban los americanos, era uno de los pocos hombres que conocían   —222→   el derecho público y algunos otros ramos de las ciencias sociales. Impresionado y dolorido, más que otros de sus compatriotas, del estado de humillación de la patria, sin duda por pertenecer más inmediatamente a la raza vencida por Pizarro, echaba de cuando en cuando algunas frases punzantes, aunque indiscretas, contra el gobierno, hasta el término de haber escrito un opúsculo titulado «La Golilla». El opúsculo no se publicó; pero, echada a volar la voz de haberse escrito, los gobernantes comenzaron a perseguirle, en son de honrarle con comisiones honoríficas, y «La Golilla» labró conocidamente sus desgracias por el delito de haber satirizada al gobierno y gobernantes.

Parece que el opúsculo fue escrito en 1787, pues por este año fue cuando principiaron a menudear la vigilancia y persecuciones contra Espejo, terminando por su destierro a Santafé, a pesar de que entonces era casi imposible que pensase en la emancipación de su patria. Muy pronto se intimó en Santafé con los literatos de mayor nombradía y con los patriotas más distinguidos, quienes, por 1790, tenían calados ya los más de los sucesos de la revolución francesa. Sus conexiones se estrecharon muy especialmente con don Antonio Nariño, republicano fogoso que, como Espejo, no podía avenirse con el gobierno de los reyes.

De vuelta a Quito, después de tres años de ausencia, se encargó de la redacción del periódico titulado Primicias de la cultura de Quito, y comenzó a obrar con suma actividad por el establecimiento y conservación de la Escuela de la Concordia. Destinábala en sus adentras, de conformidad con los proyectos, concertados con los señores Nariño y Zea y otros colonos de Quito y el Perú, a que sirviera de madre a otras y otras sociedades subalternas que debían establecerse en varios puntos, con el fin de instilar y difundir con prontitud y seguridad algunas ideas de independencia. Entre las cincuenta y ocho personas de que se compone la lista de sus miembros, se encuentran muchos nombres de las mismas que poco después prepararon y ejecutaron la revolución: los marqueses   —223→   de Selva Alegre, Maensa, Miraflores, Villaorellana y Solana, don José Ascásubi, don José Cuero, don Gabriel Álvarez, don Pedro Montúfar, don Juan Larrea, etc., etc.; y, entre los supernumerarios, don Antonio Nariño, don Martín Hurtado, don Francisco Antonio Zea, don Ramón de Argote, don Jacinto Bejarano; etc.

Cuantos se hallaban instruidos del secreto aceptaron el proyecto con regocijo, y se determinaron a obrar con actividad y entusiasmo; mas, a la muerte del periódico y a las persecuciones de que fue víctima el caudillo Espejo, superó el espanto de la realización y se abatieron los ánimos. No se establecieron las sociedades, y siguió sin interrupción aquel sosiego con el cual habían nacido y estaban casi avenidos nuestros padres. El fuego revolucionario no podía surgir de aquel estado yerto de tantos y tan sosegados años, y fue necesario que la Francia conmoviese el mundo para que también América participara del cataclismo político de 1789, apenas conocido de muy pocos en la presidencia.

Cuando al amanecer del 21 de octubre de 1794 aparecieron fijadas en algunas cruces de la ciudad unas banderillas de tafetán encarnado con la inscripción, por el anverso, Liberi esto. Felicitatem et Gloriam consequto; y por el opuesto una cruz de papel blanco, en cuyos brazos se leían las palabras Salva cruce; la vista de los gobernantes se clavó al principio en un pobre hombre que regía una escuela de primeras letras, llamado el maestro Marcelino, sin más ni más que por la semejanza de la letra de las banderillas con la suya, y le prendieron y se apuraron los interrogatorios, sin que por esto se descubriera el verdadero autor. La sana crítica y los antecedentes de Espejo atribuyeron a este esos arranques del patriotismo, y el tiempo y la tradición lo han confirmado.

También el presidente Muñoz de Guzmán y las demás autoridades tuvieron muy luego a Espejo como autor de las banderillas; mas como no hallaron pruebas adecuadas contra el cargo, se desentendieron del asunto, y por otros motivos que no alcanzamos, sino pretextos, le redujeron   —224→   a prisión, en la cual murió aquel patriota, honra de su raza y de Quito, su cuna.

Decimos que le prendieron por otros motivos que no hemos podido descubrir, porque nunca se le acusó de autor de las banderillas. De la correspondencia del Presidente con el Virrey don José de Espeleta tenemos los oficios de 21 de octubre y 21 de noviembre de 1794, y los de 6 de agosto y 6 de septiembre de 1795, de uno de los cuales hemos copiado los textos de las banderillas, y en ellos dice que no ha sido posible averiguar acerca de sus autores y origen... y que tan solamente se halla preso por remotas sospechas un maestro de escuela, sin que la opresión que padece con las prisiones que se le han puesto, haya hecho declarar ninguna especie que de bastante luz contra alguno como cómplice. Por otro oficio (21 de agosto de 1795), dirigido al presidente del Supremo Consejo de Indias, se sabe que Espejo estaba preso por cierta causa grave de Estado; pero como no la expone, quedamos en la misma incertidumbre. Puede ser que esta causa fuese la de sus conexiones con Nariño y Zea, presos igualmente por el mismo tiempo en Santafé como reos de Estado; y aun esto, sin embargo, no pasa de ser una presunción.

Cinco meses después de la aparición de las banderillas que tanto preocuparon a los gobernantes, aparecieron también en Cuenca otros pasquines y proyectos de mayor resolución, pues uno de ellos contenía nada menos que estas frases.

«A morir o vivir sin rey prevengámonos, valeroso vecindario. Libertad queremos, y no tantos pechos y opresiones de Valle», (D. José Antonio Vallejo era el gobernador de Cuenca.)

Otro de ellos decía: «Desde Lima ha llegado esta receta fiel. A morir o vencer conformes nuestra Ley, menos los pechos del Rey; indios, negros, blancos y mulatos: ya: ya: ya (el que rompiere su vida perder quiere)   —225→   no se puede sufrir; como valerosos vecinos, juntos a morir o vivir unánimes hemos de ser»29.

Pero ni estos ni los anteriores despertaron a los pueblos de su somnolencia de tantos años. Los deseos de los patriotas quedaron ahogados en los pechos que los abrigaban, y esas provocaciones, intempestivas para entonces, sólo vinieron a obrar en 1808.




II

Se ha preguntado ¿por qué las colonias de América, a pesar de las distancias que las separaban y de su poca mancomunidad de carácter, luces y costumbres, cual más cual menos, pensaron todas por una misma época sacudirse de la madre patria? Si por las penas pacientemente sobrellevadas por tan largos años, ellas se hicieron sentir desde el primer día que los conquistadores sentaron sus plantas en la tierra de Colón, y lejos de haberse agravado más ni sobrevenido otra clase de padecimientos, antes podía contarse con que el natural proceso de los tiempos mejoraría, como ya iba mejorando, la condición de los colonos. Por mucha que fuera la ignorancia de estos y por exageradas que fueran sus pretensiones, no podían dejar de comprender la diferencia que va del pueblo conquistador al pueblo conquistado, y demandar para ellos los mismos derechos que tenían los vencedores, era propender a una nivelación sin ejemplar en el mundo ni en la naturaleza de los hombres. Puede ser que nuestros padres, considerándose ya en estado de gobernarse por sí mismos y corridos de vivir en pupilaje, quisieran salir de él; pero como no es de suponer que las secciones coloniales, unas más atrasadas que otras, se   —226→   conceptuaran todas, por el mismo tiempo, con igual grado de cultura o suficiencia para poder pasar de esclavas a señoras; tampoco es satisfactoria tan conforme determinación. En el orden de las cosas estaba discurrir y esperar que también las colonias españolas seguirían por ese camino de adelantamientos abierto por las inglesas, ejemplo que no podía menos que provocar a la imitación; pero ni esto era tan reciente para darlo como causa inmediata, ni siendo como era seductor, pudo animarlos a poner por obra un proyecto de tan difícil como arriesgada ejecución.

Las causas, todo bien considerado, debieron ser las enunciadas: pero, a nuestro ver, más bien la ocasión, que no las causas, fue la que, removiéndolas y despertando los instintos de libertad, alentó a nuestros padres a valerse de la que tan a mano se les presentaba para conquistar su independencia. Llegada la ocasión, todo hombre, por apocado que parezca, aprecia su libertad, y todo pueblo, por atrasado que esté, aspira al ejercicio de los derechos comunales; y con estos instintos, avanzando de idea en idea, de conocimiento en conocimiento, su propensión natural, su ciego impulso, es mejorar las instituciones políticas y dar, si cabe, con la perfección. Repúgnanles a los pueblos las preocupaciones establecidas allá, en la infancia de las sociedades, por el orgullo o atraso de los hombres, y repúgnales más todavía el vivir separados unos de otros, cuando, obrando todos como uno solo, sin diferencia de razas, religiones, lenguas ni costumbres, aun los más atrasados participarían también de los conocimientos adquiridos por los primeros que adelantaron por el camino del saber y bienestar. Este lejano pero natural impulso hace brotar otro más inmediato y apurador, por el cual los hombres procuran verse, comunicarse, asociarse y favorecerse, por el cual se vencen las selvas, los montes y los mares, y por el cual, venida la ocasión, todos los pueblos, principalmente los que han tenido cerradas las puertas, no reparan en obstáculos ni sacrificios. Las colonias españolas se hallaban en este caso, porque les estaba vedada toda clase de comunicaciones, aun con los mismos peninsulares, y era   —227→   demasiado difícil que no aprovechasen de esa revolución francesa que había de dar y andaba dando ya la vuelta al mundo.

Yacía España mal dirigida por un rey de ánimo estrecho, desacreditada por la infidelidad de su privado, desprovista de rentas y empeñada en una guerra con Francia, cuya fuerza tenía espantadas a las naciones. Estas circunstancias dieron a los americanos la ocasión, y es necesario que las dibujemos, siquiera alzadamente, para conocer el estado político de la madre patria en 1808.

Hacía algunos años que España y Francia andaban mancomunadas por el pacto de familia o parentesco de sus reyes, y, ora dominada la primera por este efecto, ora por un desacierto de la política de Carlos III había, no sólo llegado a ingerirse en las contiendas de los gabinetes de San James y Versalles, sino, lo que fue aún más imprudente, contribuido también a favorecer la independencia de las colonias inglesas de América, separándose de la neutralidad que le convenía mantener, y amparando una causa cuyo buen éxito no podía menos que provocar, llegada la ocasión, a los colonos españoles. En vano el conde de Aranda, hombre de seso y político atinado, se había opuesto con muy acertada previsión al reconocimiento de la independencia de los Estados Unidos, y en vano aconsejado tan discretamente que su amo obrase del modo que aconsejó en su Memoria secreta, presentada en 1783. Tal memoria arrebata nuestra admiración al ver cumplida la mayor parte de lo previsto para lo futuro, pues parece escrita después de los acontecimientos que temió ese gran político.

Carlos IV, menos ilustrado que su padre, aunque muy hombre de bien, y por demás flojo de carácter, dejó andar las cosas como andaban a su advenimiento al trono, y esto cuando la Francia avanzaba pujante con su revolución, desengañando a los pueblos de la magia de los reyes y hablándoles de los derechos del hombre, desconocidos u olvidados hasta entonces. El conde de Floridablanca, ministro de Carlos IV, enemigo de las instituciones   —228→   británicas y enamoradamente apegado a las del absolutismo, no era el hombre llamado para cambiar la política del gobierno español, y los conflictos continuaron hasta después de la caída del ministro en 1792. El conde de Aranda, el sucesor, logró restablecer la paz entre la república Francesa y el Reino de España; pero habiéndose hecho sospechoso a los ojos de la Corte, y aun a los del pueblo español por sus opiniones filosóficas, suponiéndole inficionado ya de las herejías que cundían por entonces, fue despedido. Por sus consejos, aceptados por Godoy duque de Alcudia, se había ofrecido a la Convención francesa de neutralidad de España, y aun su intercesión y mediaciones en la guerra que le habían declarado otras naciones, a trueca de salvar la vida de Luis XVI; transacción noble y generosa, olvidada por otras potencias tal vez más allegadas; pero a la muerte del rey, la España, rebosando de airado enojo, se alió con la Gran Bretaña y declaró con ella la guerra a la república. El pueblo español, inclinado desde antes a entrar en esta lucha, la aceptó con gusto y dejó oír por todos los contornos de su nación aquel grito de venganza contra los escanciadores de la sangre del hijo de San Luis. Sostúvola con valor, entusiasmo y lealtad hasta que, viendo mal parados a los austriacos, y que la Prusia entraba en arreglos con los franceses sin contar con él, tuvo que aceptar en 1795 la paz de Basilea; y un año después la de San-Ildefonso; paz vergonzosamente obtenida por don Miguel Godoy, sucesor del conde de Arando, y valido que manchó el lecho y el reinado de su rey. En recompensa de tal ajuste, recibió el ministro el título, de Príncipe de la Paz.

Cierto que España tenía muchos motivos de queja contra la Gran Bretaña; pero no fueron ellos, sino la molicie de Godoy y su afición a una vida sosegada, las que pusieron a Carlos IV a merced del Directorio francés. La madre patria, ligada de nuevo con la Francia y de nuevo hecha enemiga de la Gran Bretaña, si por amiga de esta había perdido la parte española de la isla de Santo-Domingo, ahora, por ser aliada a la otra tuvo   —229→   que sufrir las consecuencias del combate naval de San Vicente, la pérdida temporal de la isla de Menorca, y definitivamente la de la Trinidad por el tratado de Amiens en 1802.

Tras estos desastres, la España misma, seducida por los principios republicanos que regían en la vecindad, abrigaba en sus entrañas unos cuantos hombres de talento y séquito que andaban ideando la adopción de tales instituciones, y otros que, aburridos de la intolerable flaqueza de su monarca y agriadas contra las imprudencias del valido, comenzaron a infundir el descontento contra el gobierno; y este desquiciamiento de la unión llevó al colmo las desgracias. Verdad es que la conspiración proyectada en 1796 fue oportunamente descubierta y sus autores castigados; pero, como sucede las más veces, dejó en germen un semillero, y este semillero vino a complicar más y más las angustias de España.

En tal estado de cosas y de otros muchos pormenores que no son de nuestra incumbencia referir, los tratados de 7 y 9 de julio de 1807, celebrados por Napoleón en Tilsit, después de las victorias de Eilau y Friedland contra rusos y prusianos, le dieron tal influencia en los asuntos de Europa, que se le concedió el que pudiera intervenir oficialmente en los de España. El resultado de esto fue la invasión al Portugal y el tratado de Fontainebleau, por el cual se declaró destronada la casa de Braganza debiendo el reino dividirse en tres partes: la Lusitania setentrional para el rey de Etruria y el Alentejo y los Algarves para el príncipe de la Paz, y la parte central para Bonaparte, pero no más que en depósito hasta ajustarse la paz general.

Una vez sentados los pies de Napoleón en la Península y ocupadas muchas de sus plazas por las tropas francesas, patentes quedaron las miras del Emperador de apoderarse de ella. Carlos IV las penetró y, aconsejado por el príncipe de la Paz, pensó trasladarse para América, como lo hiciera el rey de Portugal; pensamiento bien inspirado y feliz que habría alterado del todo los destinos de las repúblicas americanas de ahora. Pero el   —230→   pueblo español, juzgando erróneamente que una idea sugerida por Godoy no podía ser buena por ningún cabo, y deseando hacer patente su odio contra el privado, se alborotó y estorbó la partida de la familia real, y tuvo que conservarse allá para servir de juguete del hombre que disponía de los destinos de Europa.

El alboroto puso en peligro la vida de Godoy, y Carlos IV, nacido para sacrificarse por quien sacrificaba su dignidad de esposo y la de la corona, renunció esta en favor de su hijo Fernando por salvar la vida del ministro. La ocasión no podía ser más oportuna para que Napoleón la dejase pasar sin poner por obra su proyecto de apropiarse de España, y so pretexto de que la renuncia había sido forzada, se negó a reconocer a Fernando VII. Entonces, la familia real se trasladó a Bayona a someter al juicio del emperador la decisión de las contiendas domésticas, y devolviendo el hijo la corona al padre, y cediéndola este a Napoleón, pasó a la frente de su hermano José.

Ajustado así este arreglo el 5 de mayo de 1808 el rey José I ocupó a Madrid el 20 de julio. Los patriotas españoles, sucesivamente traicionados por sus reyes que habían transferido la diadema a la cabeza de un extranjero, y profundamente lastimados de los sucesos del 2 del propio mes de mayo, tomaron a su cargo el desagravio de los ultrajes hechos al pundonor y dignidad de su nación. Levantaron, en consecuencia, aquella guerra de alborotos, motines y correrías, guerra santificada por su objeto, puesto que se hacía para mantener su independencia nacional y guerra por demás gloriosa ya que llegó a derribar el coloso que había sabido resistir a tantas coaliciones europeas. Bien pronto organizaron en tal y cual punto de la península Juntas Provinciales, y luego Supremas que representaban la soberanía del pueblo; juntas que, aunque fueron aisladas, no reconocidas en todo el reino y hasta combatidas entre sí, llegaron después a legitimarse con la Central que dominó en todo el territorio no ocupado por los franceses todavía.

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El Gobierno de la Metrópoli había procurado cuidadosamente mantener secretos para América los principios proclamados por la revolución francesa, los triunfos y término de esta y el mal estado en que él se hallaba; pero al fin y al cabo la presidencia de Quito no había dejado de columbrarlos. La ocasión era llegada, y como siempre vivía preocupada con los saludables resultados de la revolución de Norte América, menos atronadora, es cierto, pero más fraternal, más ejemplar y clara; preciso era que los principios de la Unión americana y esos derechos del hombre proclamados por primera vez a grito herido, se imprimiesen honda y poéticamente en el pecho, de nuestros padres, y los concitase a seguir el ejemplo de tan seductora transformación.

La ocasión no podía ser más tempestiva ni venir más a la mano, principalmente para los genios alborotados, dispuestos siempre a sacar provecho de las novedades. Consideró, pues la presidencia, que, siendo parte integrante de España, y con los mismos derechos que Galicia, Asturias, Aragón, Cataluña, Valencia y demás provincias que, viéndose aún fuera del dominio francés, establecieron sus juntas; también ella era capaz, por idénticas razones y derechos, de constituir una Junta Suprema gubernativa. Los patriotas, (así principiaron a denominarse) los patriotas de Quito, entrañablemente impresionados con la justicia de la causa que defendían los buenos españoles, y con la conciencia de obrar con legítimos y naturales derechos; creyeron, así mismo, que el honroso ejemplo que daban las provincias españolas abría el camino más seguro para reasumir el ejercicio de los suyos, y conquistar una independencia usurpada por la suerte de las armas. El establecimiento de una junta, a imitación de la de Sevilla, a juicio de los patriotas más acendrados y de los alborotadores que en nada se detienen, era el pedestal que debía levantar la independencia de la patria o mejorar sus particulares intereses; a juicio de los más testarudos y caprichosos, era de un derecho inmanente que no podía disputarse a la Presidencia, y más cuando la distancia y aislamiento en que se hallaba fortalecían sus razones; y aun a juicio de los realistas   —232→   americanos, y hasta de algunos españoles deseosos de mostrarse leales a los ojos del rey Fernando, era una manifestación palmaria de los muy decididos afectos que la Presidencia conservaba por su señor. Convenía, pues, el establecimiento de la junta por todos motivos y para todos, con pocas excepciones, aunque fueran distintos los impulsos que la hacían desear. No hay para qué añadir que en el ánimo de los verdaderos patriotas pululaban en secreto las ideas de independencia pues juzgaban con acierto que, establecida una vez la junta como legítima, sólo prevalecería después la razón de aquel bien tras el cual andan aún los súbditos más venturosos de las monarquías.

El principal y mayor de los embarazos que encontraban los patriotas genuinos para el desempeño y consolidación de su proyecto, era la ignorancia de los pueblos, a los cuales convenía hablarles a nombre de Fernando, el amado, el idolatrado, el justo, como le calificaban en España y en América juntamente, por causa de sus persecuciones y desgracias. Era pues necesario introducir de grado en grado e ingeniosamente en el ánimo del pueblo algunas ideas de independencia y libertad, sino para que se aficionaran a esta, a lo menos para que no se decidieran a combatirla con enojo. Los pueblos aceptan pocas veces sus derechos políticos por comprensión y convicción y hay que darlos con prudente maña.

Los ingleses, dueños de los mares y en guerra declarada con la madre patria, no dejaban pasar buque ninguno para América, y la Presidencia no conocía absolutamente los últimos sucesos de España. Mas al arribo del capitán de fragata don José de Sanllorente, comisionado por la junta de Sevilla que tocó en Cartagena por agosto de 1808, se propagaron las noticias de los asesinatos del 2 de mayo de Madrid, el armisticio celebrado con la Gran Bretaña, la victoria de Bailén, la capitulación de Dupont y el establecimiento casi simultáneo de las juntas españolas. Entonces ya no había cosa que aguardar, y los patriotas se apresuraron a poner por obra cuanto tenían meditado.



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III

La llegada de don Manuel Urries, conde Ruiz de Castilla, que había entrado como presidente de Quito el 1.º de agosto de 1808, les proporcionó la ocasión de hacer representar en festejo suyo cuatro piezas dramáticas, intencionalmente escogidas para la época y circunstancias: las piezas fueron el Catón, la Andrómaca, la Zoraida y la Araucana30. El pensamiento de los revolucionarios fue comprendido por la parte inteligente de la sociedad, sin que Ruiz de Castilla ni los otros gobernantes traslucieran otro interés que el deseo de celebrar la llegada del presidente y el de gozar de las satisfacciones del teatro.

Dado este paso, y cuando ya estaban instruidos los patriotas de los sucesos de España, más tal vez que los mismos peninsulares, a quienes se ocultaba la verdad por no desalentarlos; irritados además porque la Junta de Sevilla se había arrogado el título de Suprema de España e Indias y, sobre todo, por el lenguaje destemplado y hasta ofensivo que emplearan los españoles calificando a los americanos de insurgentes, añadiendo que la América española debía permanecer unida a la madre patria, sea cual fuere la suerte que esta corriese y que el último español que quedase tenía derecho para mandar a los americanos31; se determinaron a partir por el medio y celebrar la primera reunión el 25 de Diciembre   —234→   de 1808 en el obraje de Chillo, propiedad de don Juan Pío Montúfar, marqués de Selva Alegre. En ella acordaron establecer la junta suprema proyectada, aparentando en todo caso, para no exasperar a los pueblos, sumas consideraciones y respetos por Fernando VII. Esta prudencia, según ellos, era absolutamente necesaria para con un pueblo largo tiempo infatuado con el mágico nombre de rey, que lo creía procedente de naturaleza divina; pues los ignorantes (añadían) no comprenden su envilecimiento, y sólo por maravilla piensan en que pueden ser algo más de lo que son. Las revoluciones, como se sabe, aparentan siempre arrimarse a la legalidad en todo caso, por torcido que sea el impulso que las mueve, y la de entonces, con mayor razón que cuantas otras han agitado y deshonrado a la patria, debía obrar con sumo comedimiento y discreción.




IV

Por prudentes y cautelosos que fueran los pasos de los conjurados llegaron siempre a descubrirse. El carácter franco y confiado del Capitán don Juan Salinas, y el deseo de aumentar el número de partidarios le animaron a comunicar el secreto al padre mercenario Torresano. Este lo confió al padre Polo, de la misma Orden; Polo a don José María Peña, y Peña lo denunció a Mansanos, Asesor general de gobierno. Instruyose inmediatamente un sumario, y el 9 de marzo de 1809 fueron presos y llevados al convento de la Merced, el Marqués de Selva Alegre, don Juan de Dios Morales, Salinas, el doctor Manuel Quiroga, el presbítero don José Riofrío, y don Nicolás Peña. Fue nombrado Secretario de la causa don Pedro Muñoz, español manifiestamente prevenido contra los americanos, y los presos a quienes se mantuvo incomunicados, tuvieron estorbos y dilaciones para su defensa.

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Por un acto de patriotismo bien ideado y arrojadamente desempeñado, se sustrajeron todas las piezas del sumario, al tiempo que Muñoz daba cuenta al presidente, del estado de la causa, y esto desconcertó los castigos que se preparaban contra los culpados. Estos, por su parte, habían negado acorde y contestemente la celebración de la Junta, y en consecuencia fueron puestos en libertad.

Esta simple tentativa de la emancipación de la patria, aunque apenas ensayada y muerta al nacer, es un timbre de que muy justamente blasonan los hijos de Quito, pues son de los primeros que tuvieron tan osado y noble pensamiento. La ocultación de un acto que se ha tratado de descubrir, burlando la pesquisa de los jueces, alienta, como enseña la experiencia, a sus autores, y la sustracción del sumario aumentó el coraje de los patriotas y se resolvieron a llevar adelante la insurrección.

Aun mucho antes de tomar esta resolución, corría entre los patriotas, aunque con reserva la voz de que don Antonio Ante andaba desde 1798 predicando una insurrección; de modo que al traslucir lo ocurrido en Aranjuez y la cautividad del Rey, la exaltación de aquel letrado subió de punto. Con tal motivo escribió un folleto titulado Clamores de Fernando VII, una proclama y un catecismo, escritos dirigidos ostensiblemente a favorecer la causa del monarca, pero encaminados siempre a dar los primeros pasos para la independencia. El doctor don Luis Saa, Salinas, don Miguel Donoso y don Antonio Pineda, entusiasmados con tales escritos, mandaron sacar unas cuantas copias y las dirigieron anónimas a Caracas, Santa Fe, Lima, Santiago, Buenos Aires y a algunas otras capitales de gobierno, empeñando a sus hijos a que dieran el primer grito de insurrección, por suponer, como era cierto, que estas ciudades contaban con mejores elementos para el buen éxito. Ante y Saa pensaron partir para Lima, la ciudad más a propósito por su opulencia para el intento: mas, apremiados por Salinas a quien incomodaban las dilaciones, y temerosos de   —236→   que el Gobierno penetrase tales proyectos, tuvieron que detenerse y apurar sus pasos para dar el grito en su propio suelo. En consecuencia convocaron a sombra de tejado a los vecinos de los barrios de la ciudad, con el fin de que eligieran una persona que los representase y, concluido el acto, señalaron el día de la insurrección.

Efectivamente, el jueves, 9 de agosto de 1809, por la noche, se reunieran don Pedro Montúfar, hermano del Marqués, Morales, Salinas, Quiroga, Matheu, Checa, Ascásubi, Ante, Zambrano, Arenas, Riofrío, Correa, Vélez y otros muchos en casa de doña Manuela Cañizares (hoy de los coadjutores de la Catedral), mujer de aliento varonil, a cuyo influjo y temple de ánimo cedieron aún los más desconfiados y medrosos. Comisionaron a Salinas, como a Comandante de la guarnición de la ciudad, a que la sedujese, y Salinas, muy querido de sus tropas, se dirigió al cuartel acompañado de otros. El Comandante de la caballería, don Joaquín Zaldumbide, pasó también a su cuartel, y como ambos contaban ya seguramente con algunos oficiales subalternos, participantes de sus mismas opiniones, no tuvieron más que arengar a las tropas, a nombre de Fernando VII, y hablarles de su cautividad y de la usurpación de Bonaparte, para que se diera el grito de rebelión contra el Gobierno. Asegurados ya los cuarteles, después de vencida la mitad de la noche, acudieron a ellos los conjurados para armarse y afianzar su causa.

Salinas sacó las tropas del cuartel, que no pasaban de ciento setenta y siete y las colocó en la plaza mayor. Destacó luego varias partidas a que aprehendiesen a algunas de las autoridades y a otros sospechosos, y dictó las providencias adecuadas a las circunstancias. No se cometió tropelía de ningún género, y las órdenes se ejecutaron entonces con moderación y calma.

Antes de la alborada del 10, el doctor Ante sorprendió la guardia del Palacio y presentó al oficial que la mandaba un oficio puesto por los miembros de la Junta que interinamente se había establecido en la misma noche   —237→   del 9, empeñándole a que la entregara al momento al Presidente. El oficial no quiso cumplir con este encargo, fundándose en la incompetencia de la hora; pera Ante insistió con firmeza a nombre de la Junta Soberana, nombre que el oficial oía por primera vez, y tomándola se dirigió al dormitorio del Presidente para despertarle y dársela. Ruiz de Castilla reprendió al oficial con suma aspereza; mas, en viendo que en el sobrescrito se decía: La Junta Soberana al Conde Ruiz, ex-Presidente de Quito, se levantó y leyó lo que sigue:

«El actual estado de incertidumbre en que está sumida la España, el total anonadamiento de todas las autoridades legalmente constituídas, y los peligros a que están expuestas la persona y posesiones de nuestro muy amado Fernando VII de caer bajo el poder del tirano de Europa, han determinado a nuestros hermanos de la presidencia a formar gobiernos provisionales para su seguridad personal, para librarse de las maquinaciones de algunos de sus pérfidos compatriotas indignos del nombre español, y para defenderse del enemigo común. Los leales habitantes de Quito, imitando su ejemplo y resueltos a conservar para su Rey legítimo y soberano señor esta parte de su reino, han establecido también una Junta Soberana en esta ciudad de San Francisco de Quito, a cuyo nombre y por orden de S. E. el Presidente, tengo a honra el comunicar a US. que han cesado las funciones de los miembros del antiguo gobierno.- Dios, etc.- Sala de la Junta en Quito, a 10 de agosto de 1809.- Juan de Dios Morales, Secretario de lo Interior».



Enterado el Conde del contenido de tan audaz como inesperado oficio, salió a la antesala para hablar con el conductor de ella, quien, al presentarse, le preguntó si estaba ya instruido del oficio. Ruiz de Castilla le respondió afirmativamente, y Ante sin proferir otra palabra, hizo un saludo con la cabeza y salió. El Presidente trató de contenerle y aun le siguió hasta la puerta exterior de la antesala, que también iba a pasar, mas fue detenido por el centinela que ya estaba relevado. Hizo llamar al oficial de guardia, y también este se había relevado   —238→   ya, y el nuevo le contestó urbanamente, que, después de las órdenes dadas por la Junta, ya no era dable tratar con S. E., y menos obedecerle. Ruiz de Castilla comprendió que la revolución estaba consumada.

A las seis de la madrugada se vio que en la plaza mayor se formaba una gran reunión de hombres, frente al Palacio de Gobierno, y se oyó muy luego una prolongada descarga de Artillería, repiques de campana y alegre bullicio de los vivas y músicas marciales. La parte culta e inteligente de la sociedad se mostraba frenética de gozo al ver que la patria, al cabo de tan largos años de esclavitud, daba indicios de que volvería al ejercicio de sus derechos naturales. La parte ignorante al contrario, se mostró asustada de un avance que venía a poner en duda la legitimidad del poder que ejercían los presidentes a nombre de los reyes de España, y fue preciso perorarla en el mismo sentido que a las tropas para no exasperarla. El arbitrio produjo buenos resultados, a lo menos por entonces, y el pueblo, amigo siempre de novedades, fraternizó por el pronto, aunque al parecer con repugnancia, y tal vez traidoramente, con la revolución.

En la misma mañana fueron presos, fuera del Presidente, cuya dignidad y canas respetaron, dejándole que habitara en el Palacio, el Regente de la Real Audiencia, Bustillos; el Asesor general, Mansanos; el Oidor Merchante, el Colector de rentas decimales, Sáenz de Vergara; el Comandante Villaespeso, el Administrador de Correos, Vergara Gabiria y algunos, aunque pocos, militares sospechosos.

A las diez fueron nombrados, y reunidos acto continuo, los miembros de la junta, compuesta del Marqués de Selva Alegre, a quien nombraron también Presidente de ella, de los Marqueses de Villaorellana, Solanda y Miraflores, y de don Manuel Larrea, don Manuel Matheu, don Manuel Zambrano, don Juan José Guerrero y don Melchor Benavides. El Obispo de Quito don José Cuero y Caicedo, fue nombrado Vicepresidente, y los señores Morales, Quiroga y don Juan Larrea Secretarios para el despacho del Gobierno; siendo también estos cuatro   —239→   miembros natos de la Junta. D. Vicente Álvarez fue nombrado secretario particular del Presidente.

A la Junta debía darse el tratamiento de Majestad, como tres años después dieron los españoles a las Cortes de España; al presidente el de Alteza serenísima y a cada uno de los miembros el de Excelencia. En la inocente ignorancia en que habían nacido y vivido nuestros padres no comprendieron que, fuera de la ridiculez con que imitaban los insustanciales títulos del gobierno que acababan de echar por tierra, no eran tampoco los mejores para contentar al pueblo inteligente, sin cuya cooperación no podía afianzarse el nuevo. Verdad es que ellos no fueron los únicos de los colonos que se ocuparon en tales farsas, pues los chilenos incurrieron también en igual flaqueza32, y en la misma el Congreso de Santafé, compuesto de los diputados de esta provincia, y de Mariquita, Neiva, Socorro, Pamploma y Nóvita.

No digamos que la Junta Soberana fue compuesta de los hombres más adecuados para dar fuerza y empuje, siquiera vida, a la revolución que se acababa de consumar; pero estos eran, sin duda, de lo más distinguido y culto de la atrasada sociedad de entonces. Don Juan Pío Montúfar, marqués de Selva Alegre, hijo de otro del mismo nombre y título que gobernó la presidencia desde 1753 hasta 1761, y que se había casado en Quito con doña Teresa Larrea; era un hombre de fina educación, de cortesanía y acaudalado, con cuya riqueza, liberalidades, servicios oficiosos y maneras cultas se había granjeado el respeto y estimación de todas las clases. Si como titulado e hijo de español había sido partidario de Fernando VII y decidido por su causa, como americano lo era más todavía de su patria que no quería verla ni en poder de los Bonapartes ni dependiente de la junta central de España, la oficiosa personera de la Presidencia. Pero asimismo, si como promovedor principal y arrojado partidario de la revolución se mostró muy aficionado a esta,   —240→   mostrose más aficionado todavía a su propia persona e intereses particulares, pues, nacido y educado como príncipe, no tenía por muy extraño ni difícil seducir a sus compatriotas con el brillo de la púrpura, y encaminarlos, aunque independientes, bajo la misma forma de gobierno con la cual ya estaban acostumbrados. Quería, cierto, una patria libre de todo poder extranjero, a la cual había de consagrar sus afanes y servicios generosos, pero acaudillada por él o bajo su influjo, sin admitir competencias, gobernada en fin por su familia, sean cuales fueren las instituciones que se adoptaran, ni pararse en que habían de ser precisamente las monárquicas. Quería sobre todas las cosas, la independencia, y a fe que había acierto en este principio, puesto que con independencia recuperaba la patria su dignidad. El carácter del marqués, flaco por demás, contrastaba con sus fantásticos deseos, y carácter y deseos juntamente le llevaron dentro de poco a la perdición de sus merecimientos y fama.

Los marqueses de Villa-Orellana, Solanda y Miraflores, y don Manuel Larrea, quien poco después llegó también a obtener el marquesado de San José, eran patriotas sinceros que deseaban establecer un gobierno propio, sino enteramente popular, libre a lo menos de toda extraña dominación. Los tres últimos eran hombres acaudalados, y gozaban todos de la natural influencia que daban los títulos y dan los bienes de fortuna, pero tal vez no poseían otras prendas para hacer figura como hombres públicos. Afeminados y de blandas costumbres, veían con horror las violencias, y eran sin duda los menos a propósito para obrar entre el flujo y reflujo de las tormentas revolucionarias. Si ellos, y principalmente el último, hombre muy fino y regularmente instruido, podían haber hecho de buenos magistrados para gobernar un Estado en tiempos de bonanza, ninguno, en los de tempestades, lo habría salvado al asomo del menor obstáculo. Así, sus deseos y sacrificios, si se prescinde de su bien pensar y de haber aceptado sin vacilación y al punto las ideas revolucionarias, no eran cosa de provecho.

Don Manuel Matheu y don Manuel Zambrano, jóvenes de talento despejado, de bastante bien decir, de   —241→   chispa y de popularidad, el primero distinguido además por su buena hacienda, y ambos por el nacimiento y calor con que abrazaron la causa de la patria; eran de los más adecuados para las circunstancias. A haber pertenecido a una escuela militar o a los campamentos, habrían también, de seguro, adquirido aquella fortaleza del alma, a veces despótica y tirana, mas en ciertas circunstancias absolutamente necesarias para el logro de hacerse obedecer, llevando a ejecución las resoluciones dictadas por la prudencia o los consejos, pues eran de los más adecuados para cargar espadas y charreteras. Pero su escuela y costumbres habían sido otras, y los soldados que no son aguerridos, como se sabe, no sólo se dejan desobedecer, sino que ellos mismos, al primer revés, lo ven todo perdido, sin alcanzárseles que el valor y la constancia pueden poner a la fortuna de su parte.

Don Juan José Guerrero, conde de Selva Florida, bien que nunca tomó posesión de este título, era un realista moderado, de rectitud y buena índole, propio para manifestar al pueblo que no se pensaba en desconocer la autoridad de Fernando ni cambiar de instituciones; y don Melchor Benavides, un hombre que no tenía otra prenda que la de una suma honradez. El llamamiento a estos dos hombres a la junta no fue movido tal vez sino de la fama, y de cierto bien merecida, de su acrisolada conducta. El obispo don José Cuero y Caicedo, prelado instruido y muy virtuoso, patriota de corazón y de carácter noble y firme, perdía todas sus dotes para la época, porque también todas quedaban en pugna con el manto del sacerdote.

Don Juan de Dios Morales, nacido en Antioquía (Nueva Granada) y venido de escribiente de don Juan Antonio Mon33, era un letrado de nombradía que, sirviendo de Secretario de gobierno con el presidente Carón de Let. había sido, después de los días de este, privado de su destino por el coronel Nieto. Tenía talento distinguido,   —242→   bastante instrucción, conocimientos más cabales en materias de gobierno y de política, firmeza de carácter y valor acreditado; era, sin duda, el más a propósito para encaminar la revolución a buen término y dejarla victoriosa. Airado y rencoroso por el desaire recibido, se le había visto andando de aquí para allí desde muchos meses atrás, alentando a unos, despreocupando a otros, concitando a todos, bien a la voz o por medio de cartas, para dar en tierra con el gobierno que le ultrajara y tenía ultrajada a la América. Activo y diligente, ambicioso y turbulento, nacido para obrar en medio de las tempestades, no habría reparado en obstáculos para salvar su opinión y bandería; y así como, aprovechándose del amparo y nombradía del marqués de Selva Alegre, vino a ser el director y alma de la revolución, así, a no dar tan intempestiva y precipitadamente el grito que acababa de sonar, la habría salvado.

Don Manuel Quiroga, hijo de Cuzco y casado en Quito, de tan buenos alcances e instrucción, animosidad y fama de buen letrado como el anterior, y sin su ambición por añadidura, era por la cuenta el brazo derecho de Morales, quien había llegado a dominarle sólo por la impetuosidad del genio. Quiroga, a no hacerle sombra Morales, habría sido la primera figura de la revolución, y tal vez la más provechosa, porque a su valor unía la discreción.

Don Juan Larrea, poeta jocoso, y de cuyas producciones no nos han quedado sino pocas muestras, bien que suficientes para comprender su mérito; literato de nombradía, patriota ardiente y desinteresado, era por su laboriosidad y talento el más a propósito para regularizar las rentas públicas y conservarlas en buen estado. En fin, don Vicente Álvarez, el secretario particular, hacendado rico y bien emparentado, amigo de las ciencias naturales, especialmente de la botánica y de la herborización; era, entre los inclinados al establecimiento de la república, uno de los más sinceros y de los más apasionados a sus instituciones.

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Aun había otras figuras de cuenta en la revolución. Don Juan Salinas, primero cadete, luego ayudante de la comisión de límites del Amazonas que debía dar fin a las pretensiones del Portugal, y por entonces capitán, había adquirido reputación de valiente y arrojado en las guerras con los salvajes amaguas, mainas y otros, y aunque atronado por demás, era tenido por oficial inteligente y pundonoroso. Los abogados Ante, republicano desembozado, tan buen jurista como hombre de acción y armas tomar; Salazar, jurisconsulto profundo y hábil consejero, más reposado y frío para la política; Arenas, despejado, verboso, marcial, pudiendo servir para todo, para la paz o la guerra, para el gabinete o los campamentos, pero falto de ambición, la engendradora de las virtudes elevadas tanto como de los horrendos crímenes, y en fin, Saa, dulce y seductor en las conversaciones familiares, irritable y agrio en la política, y vehemente propagador de los principios republicanos; eran hombres con cuyo valer e influencia podía tomar bríos la transformación.

Puede, pues, decirse que todo lo culto, lo noble y de mayor monta pertenecía a la revolución; y sin embargo ni estaba bien preparada, ni bien difundida ni siquiera generalizada. Y las revoluciones que no se rodean de popularidad son como esas miserables fuentes de agua que, sin acertar a recoger en su curso otras fuentes, se pierden entre las acequias que las desangran y agotan, sin alcanzar el logro de ir a encresparse en el océano. La revolución del año de nueve, aislada; más que comedida, mansa hasta con exceso, apenas podía tenérsela como una gota de esas fuentes, y era claro que ni conservarse, cuanto menos avanzar podía.

Hombres acaudalados y mansos por demás; letrados que pensaban gobernar el pueblo por las reglas del derecho civil, y paisanos que, hechos soldados de la noche a la mañana, habían de sostener la guerra que de seguro iban a levantar los antiguos gobernantes, si no por las mismas reglas, por los principios más humanos y clementes; no debían ni podían durar otro tiempo que el   —244→   absolutamente necesario para que los enemigos pudieran concertarse, reunirse y asomar por las fronteras de la provincia. Los nuevos gobernantes contaban, ilusos, con que las provincias rayanas de Guayaquil, Cuenca y Pasto, movidas del mismo noble impulso que la de Quito, repetirían el grito al punto, y se mancomunicarían todas para hacer frente al peligro común; y sin embargo, ninguna de ellas estaba concertada, menos preparada, cuanto más resuelta a defenderla.

La misma junta constitutiva dispuso el levantamiento y formación de una falange que debía componerse de tres batallas, y Salinas, el brazo ejecutor de la revolución, fue ascendido a coronel y puesto a la cabeza. El letrado Arenas, el que se conceptuaba idóneo para dar consejos al comandante en jefe y moralizar el ejército, fue nombrado auditor general de guerra con los honores de Teniente Coronel.

Aun no tenían patria segura que organizar, y ya se les vino establecer, para el régimen y despacho de justicia, un senado compuesto de dos salas; la una civil y la otra criminal. Para la primera fueron nombrados don José Javier Ascásubi, quien debía asimismo hacer de gobernador y presidir ambas salas, y don Pedro Jacinto Escobar, decano; de senadores don José Fernández Salvador, don Ignacio Tenorio y don Bernardo León; y de fiscal don Mariano Merizalde. Para la criminal lo fueron don Felipe Fuertes Amar, como regente, y don Luis Quijano como decano; de senadores don José del Corral, don Víctor Félix de Sanmiguel y don Salvador Murgueitio; y de fiscal don Francisco Javier de Salazar. Como se ve, no se distinguieron colores ni banderías, y eligieron indistintamente a republicanos y realistas, a americanos y españoles. Si los nombramientos del español Fuertes Amar y del realista Sanmiguel se hubieran hecho para mantener cabal la idea de que sólo se pensaba en sustraerse de la junta de España, y nunca de la dominación del rey Fernando, tales nombramientos, a decir verdad, habrían sido políticos y acertados. Lo que hay de cierto, sin embargo, es que hubo contemporizaciones y flojedad.

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La junta, eso sí, publicó en el mismo día un manifiesto, en que se expusieron las causas de la revolución y el derecho que para ello tenían los americanos. Letrados acostumbrados a esclarecer el derecho entre las partes contendientes, muy buenos para formar leyes y hasta constituciones, para todo podían servir y sirvieron de hecho, menos para obrar con la energía que demandaban las circunstancias. Se agitaban en dar papeles y papeles, elocuentes si se quiere, que salían a luz por la prensa o publicados por bandos; pero lo que es pensar en proceder con pujanza, en instruir oficiales, en disciplinar al soldado, en la unidad y vigor con que debía obrar el gobierno para hacer la guerra o sostener la que habían de traerla, tal vez no pensó ninguno.

Como el marqués de Selva Alegre, aunque instruido de cuanto se pensaba hacer en la noche del 9, había tenido a bien permanecer en su hacienda de Chillo, se le comunicaron por la posta los acontecimientos ocurridos y estado de la causa pública, suplicándole que viniera inmediatamente a posesionarse de su destino y dar dirección a los negocios. Se presentó en Quito al día siguiente y entró de seguida en el ejercicio del empleo en junta de las otras autoridades.

Fueron convocados los del pueblo a un cabildo abierto para el día diez y seis, y reunidos en efecto confirmaron y ratificaron, por medio de comicios tenidos en la sala capitular de San Agustín, cuantos actos se habían celebrado hasta entonces.

El 26 dispuso la junta que el presidente dirigiese oficios circulares a los virreyes de Santafé y Lima noticiándoles lo ocurrido; y a los gobernadores de las provincias dependientes de Quito y a los cabildos de las otras ciudades, excitándoles a que formasen sus respectivas juntas y se rigiesen con independencia de las de España. Tenemos a la vista el dirigido al cabildo de Santafé, en que se inserta el puesto para el virrey, que de seguro no fue contestado, y el dirigido a los empleados subalternos; y puede comprenderse el grado de indignación   —246→   con que fueron recibidos tales oficios por las contestaciones dadas por el gobernador de Guayaquil y por el cabildo de Popayán al de Pasto: en ambas, era natural, se trasluce la admiración y rabia con que los realistas, y aun muchos que no lo eran, miraron a los insurgentes americanos. Una revolución política en las colonias era inconcebible e inesperada, que no podía oírse sin gran asombro ni ruidoso escándalo. ¿Cómo, principalmente la incomunicada y pobre provincia de Quito, había pensado alterar el orden e instituciones de la madre patria, y desobedecer los mandatos de la junta suprema central de España?

Posteriormente el Ministro Morales pasó la circular siguiente:

«Quito, Agosto 13 de 1809.- A los Señores Alféreses, Corregidores y Cabildos que existen en los asientos, villas y ciudades.- S. E. El Presidente de Estado, de acuerdo con la Honorable Junta y los Oidores de audiencia en pública convención, me han instruido que dirija a US. una circular en la que acredite y haga saber a todas las autoridades comarcanas que, facultados por un consentimiento general de todos los pueblos, e inspirados; de un sistema patrio, se ha procedido al instalamiento de un Consejo central, en donde con la circunspección que exigen las circunstancias se ha decretado que nuestro Gobierno gire bajo los dos ejes de independencia y libertad; para lo que han convenido la Honorable Junta y la Audiencia nacional en nombrar para Presidente a S. E. el señor marqués de Selva Alegre, caballero condecorado con la cruz del orden de Santiago. Lo comunico a US. para que en su reconocimiento se dirijan por el conducto ordinario letras y oficios satisfactorios de obediencia, después de haber practicado las reuniones y juntas, en las capitales de provincia y pueblos que sean convenientes; y fechas que sean se remitan las actas».



Recibida en Pasto la circular, don Gabriel Santacruz, Alférez real, hizo publicar el siguiente bando:

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«Considerando que arbitrariamente se han sometido los revoltosos quiteños a establecer una Junta sin el previo consentimiento de la de España, y como se nos exige una obediencia independiente de nuestro Rey Don Fernando VII, por tan execrable atentado y en defensa de nuestro monarca decretamos:

Art. único. Toda persona de toda clase, edad y condición, inclusos los dos sexos, que se adhiriese o mezclase por hechos, sediciones o comunicaciones en favor del Consejo central, negando la obediencia al Rey, será castigado con la pena del delito de lesa majestad».



Privadamente se dirigieron también los señores Montúfar y Morales, el primero a don Jacinto Bejarano, comandante de un cuerpo de milicias de Guayaquil, y el segundo a don Vicente Rocafuerte, sobrino de Bejarano, incitándolos a que se apoderasen del gobernador y de esa plaza. El gobernador, Cucalón, tuvo de esto avisos oportunos, rodeó de soldados la casa en que vivían tío y sobrino, y aun cuando no se hallaron tales cartas ni documento alguno que los hiciera sospechosos, fueron presos uno y otro. Si el paso de apoderarse de la plaza de Guayaquil hubiera sido anticipadamente concertado y felizmente ejecutado, se habría sostenido la revolución a lo menos con dignidad.

Sea de esto lo que fuere, hase visto que en el estrecho espacio del 9 al 10, sin efusión de sangre ni otra ninguna violencia de las que naturalmente fluyen de las revueltas, se derribó sin conmoción ni estrépito el viejo y altivo monumento del gobierno colonial. La parte culta de Quito, participante, como dijimos, del entusiasmo de los conjurados, y la de las ciudades inmediatas se mostraron contentas de haber derrumbado aquel coloso y se esparcieron con frenesí. Saboreábanse por primera vez con la libertad, y se engreían de verse cual señores, como habían sido los vasallos de los scyris y de los incas, y como tienen derecho a serlo todos los pueblos de la tierra. El gobierno de Chile apreció tanto esta revolución que tiempos después, según refiere el doctor Salazar   —248→   en sus Recuerdos, ordenó se colocase en Valparaíso un faro con este mote: Quito, luz de América.

Por lo demás, el llamamiento hecho por la junta a los cabildos y hombres de cuenta de otros pueblos, a que secundasen el grito y la auxiliasen como hermanos, no tuvo, fuera de los de su provincia, eco ninguno. O no pudieron o no quisieron repetirlo; y sola, pobre, encajonada entre las altas cordilleras, sin caminos ni puertos para hacerse de armas y dinero, y contando únicamente con que otros pueblos, dueños de mejores elementos para empresa semejante, obrarían como los de Quito, tuvo que sostener una lucha desigual y tuvo que sucumbir. Cuando otros pueblos repitieron el grito por la provocación hecha por nuestros padres, o porque se les presentaron coyunturas más favorables, ya fue tarde. Apercibiéronse los gobiernos inmediatos con actividad y más energía, acopiaran armas y dinero, llenaron los cuarteles de soldados, enviaron otros de Santafé y Popayán, de Panamá y Lima, de Guayaquil y Cuenca a combatir con nuestros artesanos y labriegos; lograron introducir la discordia entre los gobernantes, y habiendo quedado estos vencidos, deshechos, castigados y más bien vigilados y resguardados, aun tuvieron, después de una penosa lucha de tres y medio años, que permanecer de espectadores pasivos y mudos, mientras por otros puntos tronaba estrepitoso el cañón de los independientes.

El presidente, marqués de Selva Alegre, dio una arenga, y Quiroga, el ministro de gracia y justicia, una proclama en los términos que se verán. Una y otra habían sido dadas a la estampa, y como serán poquísimos los que tengan noticia de ellas las insertamos íntegras por el mérito de haber escapado de las llamas a que fueron entregados por los españoles cuantos documentos se publicaron entonces, y escapado también de la incuria de nuestros conciudadanos34.

  —249→  

También proclamó el ministro don Juan Larrea, según se conoce por los manuscritos que tenemos a la vista; pero el tiempo nos ha defraudado de tal documento.

Casi en todas las producciones del tiempo de la revolución se insulta la memoria de Bonaparte, ora porque realmente aborreciesen sus conquistas, ora porque entraba en la política de los disidentes aparentar que sólo tenían el objeto de sustraerse de ella; procediendo de ahí sus risibles, cuando no locas bravatas. Pero por demás convencidos vivían nuestros padres de que, a no ser por   —250→   Napoleón que andaba arrastrando a los reyes en su carro, ni se hubiera presentado la ocasión ni animádose ellos a dar el grito de independencia, y quizá ni triunfado por entonces de un poder robusto y consolidado por el transcurso de los siglos y la ignorancia general de los colonos. Sean cuales hubiesen sido las demasías del hombre que en nuestro siglo llegó a eclipsar la fama de cuantos   —251→   insignes capitanes le precedieron desde la creación del mundo, la América le debe la ocasión y resultados, de la lucha en que entró con la madre España, y la América tiene que glorificar la memoria excelsa de Napoleón el grande.




VI

Los coroneles don Miguel Tacón, don Melchor Aimerich y don Bartolomé Cucalón, gobernadores de Popayán, Cuenca y Guayaquil, instruidos ya menudamente de los sucesos de Quito, se prepararon contra la revolución, y concertaron con actividad los medios de sofocarla sin dar lugar a que tomara cuerpo. Tan arraigadas estaban las preocupaciones en nuestros pueblos, que hubo mil y mil americanos ingratos que se prestaron con frenético fervor a favorecer los proyectos de los gobernantes, y a servir con sus personas y haciendas a los mismos que los escarnecían. Así, dividido el pueblo desde el principio de la revolución entre chapetones (apodo que, como tenemos dicho, daban los criollos a los españoles) e insurgentes   —252→   (calificativo dado por los realistas a los conspiradores), gozando los primeros de todo género de rentas y elementos militares, y de ese prestigio secular conquistado por los hábitos de mandar y ser obedecidos, y los otros careciendo principalmente de armas, careciendo de puertos por donde importarlas, porque todos les estaban cerrados, y sobre todo, de experiencia práctica en los negocios de gobierno, guerra y política en general; debían naturalmente rendirse estos en tan desventajosa lucha.

Y todavía esto no era lo peor. Pasados los primeros días de la exaltación con que los disidentes festejaron el buen éxito de su empresa, no pudieron resistir a las su gestiones de la ambición o la codicia, y queriendo cada uno hacer mayor figura que otros de sus mismos compañeros, se pusieron divergentes en cuanto al rumbo que debía darse a la revolución, entraron en recíprocas desconfianzas y quedaron desacordados y secretamente mirándose como enemigos. El pueblo por su parte, comenzó a comprender las consecuencias de las revueltas a que no estaba acostumbrado, a renegar de las nuevas autoridades y a inclinarse por el sostén de las antiguas; y el pueblo, falto de opinión y sin una cabeza que gobernara con temple y mano firme, comenzó a servirse del anónimo y los pasquines para ridiculizar y escarnecer a los miembros de la junta y más autoridades brotadas de la revolución35.

  —253→  

Y es de ver y curiosear la saña con que los insultaban en sucios y malos versos los más, anteponiendo a cada estrofa un texto latino sacado de las escrituras o de los santos padres. En los más se invoca la religión, como que la creían expuesta a perderse; arbitrio agitador que se tiene de muy viejo y que será repetido por siempre, según tendremos ocasión de observarlo de nuevo en nuestras agitaciones ulteriores.

Fuera de los oficios y cartas particulares que dirigieron los miembros de la Junta, despacharon también a las provincias comarcanas comisionados con el mismo fin de que fueran a influir en sus poblaciones, y las resolvieran a decidirse por la causa de la revolución. Don Pedro Calisto, uno de los más desleales con su patria, fue designado para Cuenca, en junta del doctor Murgueitio, sin que alcancemos a dar con la razón de tan imprudente nombramiento, a no ser que el gobierno hubiese desconocido   —254→   las opiniones de Calisto, o que, conociéndolas, creyó cambiarlas con tan honrosa confianza. El doctor Fernández Salvador y el Marqués de Villa Orellana fueron destinados para Guayaquil, y don Manuel Zambrano para Popayán.

Nada pudo obtenerse con tan insustancial arbitrio, pues, fuera de que los mismos pueblos proclamaron días después una contra revolución, movidos por los gobernadores que, como dijimos y era natural, se habían declarado a banderas desplegadas contra Quito, los comisionados mismos no eran tampoco hombres de actividad, maña y energía para que pudieran obrar, con provecho. Zambrano tuvo que huir para no ser presa del furor de los realistas del Pasto y Popayán; Salvador, uno de los más célebres jurisconsultos de la presidencia, pero meticuloso y hombre de puro gabinete, separándose de su compañero Villa Orellana, cambió de banderas y fue a dar en Guayaquil36; y Calisto desde que salió de Quito fue, sin que lo advirtiese Murgueitio, predicando ardientemente contra la revolución y restableciendo el partido realista de las ciudades de Latacunga, Ambato, Riobamba y más pueblos del tránsito que habían abrazado la proclamación del 1.º de agosto. Tan ingrato y perjudicial   —255→   fue Calisto para la causa de la patria, y tan desleal con la comisión que le confiaron que dirigió desde Alausí al Coronel Aimerich una comunicación circunstanciada de la opinión de los pueblos, y de la flaqueza y mal estado del gobierno revolucionario, concluyendo por aconsejarle que moviese inmediatamente sus fuerzas contra Quito. El pliego fue interceptado por una partida de soldados que vigilaba sobre los caminos, y los oficiales don Antonio Peña y don Juan Larrea que los comandaban, no pudiendo tolerar la felonía de un comisionado traidor a la confianza recibida, se dirigieron furiosos a su alojamiento, y como locos mandaron hacer contra Calisto una descarga de fusilería. Las balas hirieron a otros inocentes sin tocar a Calisto, y Peña en viendo este resultado, le acometió espada en mano con el intento de matarle. Diole en efecto varias estocadas; pero Calisto, defendiéndose con destreza y como valiente, logró escapar.

Este asesinato, porque no puede tenerse por otra cosa, fue tal vez la única mancha de esa revolución tan moralmente ordenada, de la cual blasonaban a sus anchas nuestros padres.

El Virrey de Santa Fe, don Antonio Amar y Borbón, reunió con motivo de la revolución de Quito y la invitación que la junta hiciera a las ciudades del centro del virreinato una junta de notables. «Varios de sus miembros, dice Restrepo37, pidieron una solemne garantía para poder expresar libremente sus opiniones, y tiempo para meditar. Se concedieron ambas cosas, y volvió a reunirse la asamblea cinco días después. El partido español estuvo por la destrucción de la junta de Quito, apelando a la fuerza en caso necesario; el americano discutió en muy buenos discursos los principios o historia de la revolución española, fundado en aquellos y en esta, demostró que la revolución de Quito era justa, que no se debía hacer la guerra al nuevo gobierno, y que en la   —256→   capital debía erigirse una junta formada por diputados de cada una de las provincias, elegidos por la libre voluntad de los pueblos... La junta se disolvió sin haber acordado cosa alguna, e instruido el virrey de la opinión de los americanos, tomó sus medidas para impedir una revolución. Determinó, pues, oponerse vigorosamente a la de Quito hacia donde envió trecientos fusileros al mando del teniente coronel español don José Dupré; ordenando también que obrara activamente el gobernador de Popayán, Tacón».




VII

Angustiados los patriotas por el mal éxito de las comisiones, por la contestación del virrey Amar, que no sabemos cómo pudieron esperarla en otros términos, por la infidencia de tantos de sus compatriotas, entraron en rabia, y el 6 de octubre obligaron al presidente Montúfar a que, desalojando al conde Ruiz de Castilla del palacio, lo ocupase y se confinase a este en Iñaquito, algo más de legua al norte de la ciudad. Confinaron igualmente a otros españoles en diversos puntos, y a causa de estas providencias asomaron ya algunos malvados con el intento de asesinar a Ruiz de Castilla y a sus paisanos en la noche del 30, como tal vez hubiera sucedido a no ser por la interposición del reverendo obispo.

La junta activó la organización de la falange que debía constar de tres mil hombres, resuelta, en medio de su aislamiento y de la discordia en que habían entrado los miembros, a sostener su causa. Medio organizada parte de este ejército, los más de los soldados sólo con lanzas y muy pocos fusiles, se puso a la cabeza de ellos a don Francisco Javier Ascásubi, dándole grado de teniente coronel, y ordenándole que partiera para el norte a contener la agresión que se intentaba hacer por las fuerzas de Popayán. Posteriormente se dividieron las fuerzas, dando la mitad a don Manuel Zambrano, quien, después de   —257→   haber ocupado el territorio de los Pastos, fue detenido en el río Guáitara por el coronel don Gregorio Angulo que mandó cortar el puente. Ascásubi, con su gente, fue derrotado por Nieto Polo en Sapuyes y hecho prisionero, y Zambrano, situado en Cumbal y vencido también poco después, a malas penas pudo salvarse a escape. El ejército de la junta era un cuerpo de artesanos y labriegos que por primera vez ensayaban cargar y descargar un fusil o un cañón y manejar la lanza; más bien dicho, un grueso motín en campaña bajo las órdenes de capitanes tan bisoños como los soldados de que se componía.

Así, pues, la expedición al norte, mal dirigida y flojamente sostenida, causó el aniquilamiento de la poca opinión que todavía duraba; porque, bien a consecuencia de sus derrotas, bien porque se trasluciera la noticia, muy verídica por cierto, de las tropas que venían de Guayaquil y Cuenca, y aun de Lima, el ejército del norte, se levantaron también los pueblos de este lado en contra, a influjo de don Carlos Calisto, hijo de don Pedro, y casi de seguida, por instigaciones de este, los del sur; por manera que Quito quedó reducido a sus cinco leguas.

Estos desastres llegaron a ser mayores cuando las mismas tropas destinadas a contener los avances de los enemigos que venían de Cuenca y Guayaquil, después de haber perdido en el Zapotal dos cañones y treinta fusiles, que en aquel tiempo equivalían a un millar, se pasaron a los realistas y se incorporaron con sus filas: la causa de los patriotas se puso en estado de agonía. Los españoles, acostumbrados a mandar y hacerse obedecer sin contradicción, desplegaron indeciblemente su actividad y energía; impusieron gruesas contribuciones, apresaron a unos, desterraron a otros, reclutaron en todas partes. Los patricios, dándolas de moderados y morales, y queriendo defender su causa por las reglas de justicia, miraron las exacciones con repugnancia, las violencias con terror, y natural era que cediesen a la acción de las armas y caudales de que disponían sus enemigos. Los patricios querían a todo trance hacer palpar la diferencia que va de un gobierno extraño a otro propio, fundado   —258→   y dirigido por los mismos hijos del suelo en que regía, como si esto hubiera sido posible cuando se trataba de volcar las antiguas instituciones, y tuvieron que pagar con su vida y haciendas tan candorosa manera de discurrir.

La revolución, digámoslo con lisura, obraba sin unidad, sin influjo, sin gobierno y hasta sin principios, por lo mismo de andarse contemporizando con sus enemigos, cuando una vez consumada con un buen éxito debió obrar abiertamente y con pujanza. Presa de la ambición y consiguiente discordia de los mismos que la habían proclamado, se debilitó y anuló al cabo de poco tiempo, exponiendo la provincia a la venganza de los ofendidos. La ambición y desacuerdo de los gobernantes pueden comprenderse por las ideas y principios de sus próceres, pues próceres hubo como dejamos dicho, que quisieron ceñir su frente con la diadema de los reyes. La nobleza de Quito que proyectó y apadrinó la patriótica revolución de 1809, se llevó, es cierto, la honra de haberla promovido, y es un timbre que ninguno puede disputarle; pero, contentándose con echar abajo las autoridades de entonces, y hacer perder el influjo y veneración que había adquirido el antiguo gobierno, no tuvo ni templanza para contener sus pasiones, ni habilidad para generalizarla, ni tino para dirigirla, ni pujanza para hacerla respetar y salvarla.

Don Juan Pío Montúfar, hombre de carácter indefinible, según Bennet, y hombre que no desempeñó su destino con honor, según Restrepo, era no obstante sincero amigo de la independencia y muy erróneamente se le ha calificado de traidor. Si careció de fuerza de ánimo para dominar las circunstancias, y si la comunicación que pasó al virrey del Perú manifiesta deseos de sustraerse de la responsabilidad que pesaba sobre su cabeza, no por esto hubo traición sino flaqueza. Fue constantemente perseguido, después de haber caído, como lo fue su hermano don Javier; y el hijo mismo, don Carlos, vino poco después a dar su vida por la patria. El historiador Torrente, apasionado apologista de cuantos americanos se   —259→   barajaron con los españoles, no habría dejado de incensar también a Montúfar, si, como se dice, hubiera faltado a su pundonor y patria. Sus faltas, a nuestro ver, sólo procedieron de la educación e inclinaciones de su tiempo, que le hacían mirar las cosas con otras perspectivas y culpable sólo de una flojera que no correspondió a la tirantez de su ambición. Si esta pasión, tan dominante en él como en otros de sus colegas, hubiera sido satisfecha, lejos de ser culpable habría sido magnificada por sus contemporáneos y la posteridad. Condénense como se quiera sus yerros y flaqueza de ánimo, pero no olvidemos que un hombre acaudalado, un marqués que gozaba de la influencia de los títulos, arriesgó su hacienda, tranquilidad y vida por favorecer la independencia de la patria.

El general Montes, venido de Lima con circunstanciadas y suficientes instrucciones del virrey del Perú acerca de las personas con quienes podía contar en la presidencia, le persiguió con tenacidad cuando ya transcurría el año de 1813, como consta de sus repetidos oficios a las autoridades, redactados, con pocas variaciones, como el de 13 de febrero al corregidor de Riobamba38.

Violentado, pues, Montúfar por pasiones encontradas, a cual más activas, no pudiendo lograr que prevalecieran sus opiniones por entre aquel embrollo de gobernantes que no se entendían ellos mismos, ni habiendo podido recabar arreglos provechosos con Ruiz de Castilla; se vio en la necesidad de resignar el mando, y lo resignó en don Juan José Guerrero, conde de Selva Florida, como en persona que, no habiendo tenido parte activa en la revuelta, y antes mantenido sus opiniones realistas, podía salvar la responsabilidad del pueblo. La resignación se   —260→   verificó el 12 de octubre, precisamente cuando ya eran públicos los desastres referidos.

Desatentado fue de cierto este modo de salvar a los comprometidos en la revolución, pues el gobierno, que no podía atribuir la cesación del mando de Montúfar a ningún impulso de fidelidad, tenía en todo caso que mirarlos como a rebeldes. Más bien que andarse buscando los medios de moderar la ira del gobierno, debieron excitar la del pueblo, manifestándole el rencor con que iba a ser castigado, y poner a Morales a la cabeza de la revolución. Morales, según dijimos, unía a su ambición y osadía principios republicanos y conocimientos bastantes en materias políticas, como instruido en las intrigas de la Corte a la cual había servido largo tiempo de secretario de gobierno. Tal vez habría sido también subyugado, pero a lo menos de otro modo, con mayor dignidad para la cau-[. . .] Morales, según dijimos, unía a su ambición y osadía prin-[. . .] mera revolución que se había intentado formalmente en la Presidencia, y nuestros hombres de entonces, novicios para todo, andando de errores en errores, fueron a tener un paradero mortal.

Guerrero, a quien venía a mano la ocasión de volver las cosas a su antiguo estado, y deseando, es cierto, servir de amparo a sus conciudadanos, se dirigió a Ruiz de Castilla provocándole a las capitulaciones que fueron aceptadas en los términos de su contestación de 24 de octubre, que dice así: «He recibido el oficio de U., fecha de este día, en el que manifiesta las lastimosas circunstancias en que se halla esta provincia, los deseos que tiene de restablecer el buen orden, y los partidos que ha podido sacar de esa junta para que yo pueda volver a ocupar el mando que me confió la piedad del rey. Enterado de todo, y sin comprometer mis obligaciones y decoro, digo a Ud. en cuanto al primero y segundo artículo, que presidiré la junta que se ha formado en esa ciudad, a semejanza de las instaladas en España con título de Provincial, arreglándose a sus objetos de seguridad con sujeción al Excmo. señor Virrey del reino, y dependiente su permanencia a S. M., o de la junta suprema central, depositaria de la real autoridad.

  —261→  

»Que conservaré separados a los señores don José Bustillo, don José Merchante, regente y oidor, al asesor don Francisco Javier Mansanos; administrador de correos, don José Vergara, colector de rentas, don Simón Sáenz de Vergara, don Joaquín Villaespesa y don Bruno Resua de sus respectivos empleos, informando lo conveniente a S. M. Es muy debida la reforma del senado, y debe quedar con arreglo a las leyes 63, 97 y 108 del libro 2.º título 10 de las municipalidades, reponiéndose al señor don Felipe Fuertes en su empleo de oidor, y al doctor don Tomás Arechaga en el de fiscal interino. Debe quitarse el tratamiento de Majestad que se había dado a la junta, y hacerse otras modificaciones que propondré.

»Ofrezco bajo mi palabra de no proceder contra alguno en esta razón; y que informaré al Excmo. señor Virrey del reino los motivos que a ello me obligan, pidiendo de su superior aprobación, sin perjuicio de lo cual daré cuenta al rey o su suprema junta central.

»Son los únicos términos en que únicamente puedo aceptar los propuestos artículos, cuya contestación me parece arreglada a la razón y a las leyes... Iñaquito, 24 de octubre de 1809».

Esta capitulación que siempre llegó a ajustarse con las muy cortas modificaciones celebradas en el mismo día; daba seguridades a los comprometidos y hasta dejaba, como se ve, casi intacto lo esencial de la revolución, puesto que habían de conservarse la junta y el senado. Pero ¿qué gobierno, por justiciero que parezca, olvida los ultrajes recibidos, cuando en tales casos sólo ve rebeldes dignos de castigo?

El presidente Ruiz de Castilla ofreció también de su bella gracia que informaría al gobierno acerca del comportamiento y moralidad de los directores de la conjuración; y estos, víctimas de su credulidad en un hombre sin palabra, creyeron librarse de todo compromiso con tan desacertado temperamento.

En consecuencia, Ruiz de Castilla dejó su confinamiento y entró en Quito el día siguiente, 25, en medio   —262→   de ruidosas aclamaciones de triunfo. En los primeros días del nuevo gobierno respetó su palabra y conservó el estado de las cosas renovadas, contra el empeñado parecer del gobernador Aimerich que deseaba reponerlo al del 9 de agosto y castigar a los rebeldes. Aimerich había tocado ya en Ambato con una fuerza de dos mil doscientos hombres.

El presidente, que había desarmado ya las pocas y malas tropas revolucionarias, y sabía que estaban en camino de Guayaquil para Quito quinientos hombres, venidos desde Lima al mando del teniente coronel don Manuel Arredondo; dio orden al coronel Aimerich para que volviese a Cuenca con sus fuerzas. Aimerich resistió a este primer mandato, y si obedeció al segundo fue siempre de mala gana, pues andaba empeñadísimo en entrar a Quito y llevar a ejecución sus amenazas. Cuando el presidente se vio resguardado por las tropas de Arredondo, reforzadas con 209 de la compañía de un tal Jurado, y con los 3.500 del ejército contrarrevolucionario, situado en Latacunga, fuera de las que venían por escalones de Popayán y Santafé, no tuvo ya nada que temer de parte de los disidentes y se resolvió, desleal, a no cumplir lo ofrecido. Disolvió la junta, extinguió el senado y restableció la antigua real audiencia.

Los patriotas no habían dado un solo paso por subvertir el orden público: diremos más, no habían respirado ni cabía que respirasen bajo el ojo apasionadamente prevenido de Arredondo; y con todo, el 4 de diciembre, el presidente mandó prender a cuantos estaban comprendidos en ese pasado que ofreció olvidar. Fueron pues, aprehendidos y llevados al cuartel que hoy es el Colegio Nacional, los señores José Ascásubi, Pedro Montáfar, Salinas, Morales, Quiroga, Arenas, Juan Larrea, Vélez, Villalobos, Olea, Cajías, Melo, Vinuesa, Peña, los presbíteros Riofrío y Correa y otros menos notables hasta algo más de sesenta. El ex-presidente Montúfar logró escapar, como escaparon también otros, pero fueron perseguidos con tenacidad, y perseguidos principalmente por los americanos don Pedro y don Nicolás Calisto, don Francisco   —263→   y don Antonio Aguirre, don Andrés Salvador, don Pedro y don Antonio Cevallos, Núñez, Tordecillas y otros de tan desleales compatriotas. Como hijos de la provincia conocían las conexiones de los fugitivos, y palmo a palmo cuantos rincones de tierra podían haberles servido de asilo, y sucesivamente fueron denunciándolos o arrancándolos ellos mismos de los escondrijos. Publicose además un bando por el cual se impuso pena de muerte a los que, siendo sabedores del paradero de los prófugos, no los denunciasen, y con esta providencia fueron cayendo aquí y allí muchos de los escapados el día 4. El marqués de Selva Alegre, Ante y otros de los principales cabecillas lograron siempre salvarse.

Ved aquí los términos en que se publicó el bando: «En la ciudad de San Francisco de Quito a 4 de diciembre de 1809. El Excmo. señor conde Ruiz de Castilla, teniente general de estas provincias, etc., dijo: que habiéndose iniciado la circunstanciada y recomendable causa a los reos de Estado que fueron motores, auxiliadores y partidarios de la junta revolucionaria, levantada el día 10 de agosto del presente año, y siendo necesaria se proceda contra ellos con todo el rigor de las leyes que no exceptúan estado, clase ni fuero, mandaba que siempre que sepan de cualquiera de ellos los denuncien prontamente a este gobierno, bajo la pena de muerte a los que tal no lo hiciesen. A cuyo efecto y para que conste en el expediente, así lo proveyó etc. El conde Ruiz de Castilla.- Por S. E. Francisco Matute y Segura, escribano de S. M. y receptor».

Fuera de los que habían fugado, porque tenían razón para temer los resultados de sus compromisos, tuvieron también que ocultarse o andar a monte otros, muchos en quienes empezaron a cebarse los chismes y calumnias, partos infames y frecuentísimos de los tiempos de agitación y revueltas políticas. El marqués de Miraflores murió de pesar, recluso en su propia casa, y cuando el gobierno traslució la muerte, mandó colocar una escolta cerca del cadáver y la conservó hasta que fue enterrado, pues presumió que se trataba de una evasión bajo el amparo de la mortaja de los muertos.

  —264→  

La persecución no se limitó a los autores y cómplices de la revolución, ni a los que algo valían por algún respecto, sino que se extendió también contra personas que no habían figurado en ella y estaban ausentes, en Guayaquil o Cuenca, contra otros de las demás poblaciones del distrito, y hasta contra los artesanos y jornaleros que, dejando sus talleres y labores, habían vestido, quizá obligados, el uniforme militar durante el gobierno de la junta. Los que habían servido de soldados fueron presos en la cárcel llamada Presidio.

El ensanche y tenacidad de esta persecución alarmó sobremanera los ánimos de todas las clases de la sociedad, y fueron centenares los que se ocultaron o huyeron buscando seguridad. Los víveres, en consecuencia, comenzaron a escasear hasta el término de comprarse la fanega de maíz en diez pesos, la de trigo en cuarenta y así lo demás; y las tropas que habían llegado, arrimadas a la protección de Arredondo, pusieron a rienda suelta su mala propensión e inmoralidades. Ruiz de Castilla mismo, dominado por el imperio de Arredondo, se dejaba llevar por este como un niño.




IX

Presos los principales de los conjurados, se instruyó un proceso que llegó a abultarse con más de cuatro mil páginas. El oidor Fuertes Amar fue el juez de la causa; y sirvió de fiscal el doctor Tomás Arechaga. Durante su seguimiento se vejó a los presos de varios modos, ya rechazando sus peticiones, con el tema de calificarlas de sediciosos, ya negándoles los autos para la defensa, ya acortando los términos de prueba y notificándoles, no en persona, sino por bandos que se publicaban al ruedo de los patios del cuartel. Terminada la sustanciación, se presentó la vista fiscal, producción enconada de Arechaga, en que, dividiendo a los encausados en cuatro clases (autores del plan de conspiración, ejecutores, sabedores   —265→   que no la denunciaron y auxiliadores después de consumada), concluyó pidiendo la aplicación de la pena capital contra cuarenta y seis individuos, con inclusión de los ausentes que no habían sido citados ni oídos, y las de presidio o destierro contra los demás39.

Arechaga, hijo de Oruro educado bajo la protección del conde Ruiz de Castilla cuando estuvo de presidente en Cuzco, era brutal en sus acciones40. Arechaga habría hecho verter la sangre de sus compatriotas sin embargo ninguno a trueque de un ascenso o de cualquier otro provecho personal, y así no es de extrañarse que, desoyendo las razones y fuerza de argumentación de los Morales, Salazares, Villalobos, etc., conservase la saña impía que dejó palpar en el proceso.

Arechaga puso a pleito y negó el derecho que tenían las provincias americanas para establecer juntas con la misma razón que los españoles que, por tal causa, merecieron los aplausos y admiración de sus contemporáneos y la historia. Arechaga pudo más bien, obrando con la franqueza y buena fe que cumplía a un fiscal, fundar la acusación en la perturbación del orden, y a fe que entonces los cargos habrían sido valederos por demás. Pero establecer distinciones entre los derechos que competían a los españoles como conquistadores, y entre los de los americanos como colonos, era fijar una diferencia absurda que los mismos peninsulares habían cuidado de no dejarla entender. La idea de fraternidad entre españoles europeos y españoles americanos, hijos de una madre común, era una idea sagaz con que se había alimentado por tres siglos la paciencia y sufrimiento de América. Si no había esta fraternidad, como Arechaga pensaba, la simple diferencia de condiciones y la simple negativa de aquel vínculo de unión eran bastantes para que los derechos de nuestros padres tomasen ser y vida con todos los caracteres de lo honesto, justo y natural.

  —266→  

También la España había enarbolado el pendón contra los sarracenos, sus dominadores por setecientos años, y aun por 1809 mismo tenía alzada igualmente el hacha contra los franceses que querían dominarla. La América en iguales, si no idénticas circunstancias, no hacía más que imitar tan buen ejemplo; y sin embargo, Arechaga miraba como noble y santo el original, y como fea y punible su imagen. Aplaudíase pública y encarecidamente el genio altivo de los que en la Península se sacudían por no dejarse dominar, y acá se levantaban patíbulos para quienes no hacían sino querer lo mismo que allá querían.

Elevado el proceso al presidente para que pronunciara sentencia, creían Arredondo, Fuertes y Arechaga, instigadores apasionados de su formación y término, que se daría en el mismo sentido que la vista fiscal, y se mostraban contentos de haber labrado mérito para poder elevarse a más altos destinos, aunque fuera sobre los cadáveres de los condenados al suplicio.

Ruiz de Castilla, a despecho de estos hombres, hizo guardar los autos en su gabinete y dejó transcurrir algunos días, excogitando en sus adentros el mejor partido que en tal trance convenía tomar. La agitación del anciano presidente había subido a su último término, y se le veía, según es lengua, andar azorado y fluctuante entre la absolución que demandaba la justicia y la clemencia, puesto que, a lo más, podía considerarse a los reos como culpados de un extravío, y la condena, premiosamente aconsejada por la política e intereses del gobierno a que servía. En medio del hervidero de las pasiones subsiste pujante una inclinación a la justicia que honra a la humana especie, y Ruiz de Castilla sufría tormentos graves con aquella lucha, porque tal vez la conciencia le recordaba la violación de sus ofrecidos favores. Según Bennet, que le servía de secretario confidente, el conde era hombre bueno, afable y caritativo, y añade que le oyó decir repetidas veces, hablando acerca de la malhadada causa, que firmaría con mayor gusto su propia sentencia de muerte, que no la de tantas víctimas extraviadas. Ruiz de Castilla se resolvió a la postre a elevar los   —267→   autos al virrey, descargando así su responsabilidad en el juicio y conciencia de otro.

A juicio de Caicedo41, de Restrepo y aun del mismo español Torrente, la remisión de la causa la hizo por mandato que, desde muy antes, había recibido del virrey Amar. A falta de otras pruebas a que atenernos en este punto, nos inclinamos más bien al decir de Bennet, narrador de tal suceso como testigo presencial, que no al de los otros, mayormente cuando en la relación de la obra citada hemos encontrado exactitud con respecto a muchos de los acontecimientos que refiere.

Sea de esto lo que fuere, ello es que el proceso se remitió a Santa Fe, a pesar de que ya entonces se había recibido orden en contrario, dada por don Carlos Montúfar, hijo del Marqués de Selva Alegre, que venía comisionado por el Rey a ver de pacificar la Presidencia, como vino también don Antonio Villavicencio para tranquilizar el centro del virreinato. Sabedor Montúfar de cuanto ocurriera en su patria, y temiendo una sentencia condenatoria contra hombres cuyo delito consistía sólo en haber imitado los procedimientos de los mismos españoles en la Península y contra compatriotas cuyas opiniones, más o menos, eran conformes con la suya; había dictado oportunamente la dicha orden tan luego como pisó las playas de Cartagena. Los consejeros del Presidente, que desconfiaban de este comisionado americana que venía a destemplar su actividad y energía, reservaron para sí y los de su ruedo aquel mandato, y el 27 de junio de 1810 salió el fatal proceso bajo la custodia del doctor don Víctor Félix de San Miguel. El viaje lo emprendió este a las tres de la madrugada con un piquete de soldados que le acompañó hasta Pasto, de recelo que le asaltasen los insurgentes.

Se creía y aun se ha dicho por la prensa que como el proceso llegó a Santa Fe en circunstancias que ya también allí se había derrocado el poder español, fue reducido   —268→   a cenizas por el pueblo, más la verdad es que se conserva hasta hoy en uno de los archivos públicos de esa Capital, según estamos bien asegurados42.




X

Los presos no esperaban gracia ninguna del Virrey Amar, principalmente por las conexiones estrechas que con él tenían los interesados en que se les condenase. El Oidor Fuertes y Amar, hombre meticuloso que se había acarreado el odio público por las violentas irregularidades con que obró como Juez de Instrucción del proceso, era sobrino del virrey, y bastante natural, por consiguiente, que se interesase en la confirmación de sus procedimientos. Don Manuel Arredondo, otro de los muy prevenidos contra los patriotas, era hijo del virrey de Buenos Aires y sobrino del regente de la real audiencia de Lima, y estos vínculos debían ser muy considerados por Amar, ya que también Arredondo se interesaba en el castigo de aquellos. Amar, además, era, según Restrepo, hombre de cortos alcances y no estaba en el caso de poder acertar con el medio conveniente para conciliar la dignidad del gobierno con lo que demandaban las opiniones de entonces.

Como tregua, eso sí, y de las más provechosas, conceptuaron los patriotas el tiempo que iba a emplearse en la remisión del proceso y resolución que debía tener, porque el tiempo, para ellos, era su salvación. Pero si por esta tregua se desacerbó algún tanto su amargura, se dobló la vigilancia y se estrecharon más las prisiones. El Presidente que sabía la venida del comisionado regio, a quien miraba mal, según dijimos, tenía esta razón más para desplegar mayor vigilancia. «Iban corriendo los días   —269→   de desconsuelo para los infelices presos, dice Caicedo, hasta que consiguieron un decreto de la Audiencia que se los aliviase»; pero Arredondo, bajo el pretexto de que se habían insolentado desde que tuvieron noticia de la venida del comisionado regio, no aflojaba de su dureza. En este estado le pasaron un oficio suplicatorio para que ordenara a los oficiales de guardia, en cumplimiento de lo ordenado por el tribunal, les concediera algún alivio. A este acto de atención y urbanidad puso otro decreto el imperial Arredondo, para que se les hiciese saber el respeto con que debían tratar a su distinguido Jefe militar, y que si no estaban cargados de fierro hasta el pescuezo era por su bondad. El destemple de Arredondo, en esta vez, provenía, dice, de que en el oficio no se le había dado el tratamiento de señoría.

Varios de los muchos prófugos, discurriendo en mala hora que, ido el proceso, no podría envolvérseles ya en el juicio, se habían restituido a sus casas, y fueron tomados y reducidos a prisión, sin que les valiera su notoria prescindencia de los sucesos del 9 de agosto. El cuerpo del delito, en el decir de los gobernantes, estaba en la ausencia que habían hecho de la ciudad. Pasos semejantes, como era natural, aumentaron la inquietud y desconfianzas, se paralizó el tráfico, la carestía de víveres subió de punto, y las vejaciones y saqueo de las tropas se hicieron irremediables.

Voces repetidas, bien que vagas, decían que los españoles protestaban no admitir al comisionado Montúfar sino hecho cadáver porque era bonapartista y traidor, que se mataría a los presos antes que él tuviera tiempo de ponerlos en libertad: que todos los hijos de Quito eran unos rebeldes e insurgentes, y otras especies de este orden, envueltas y confundidas entre la certeza, la falsedad y la exageración.

Las palabras y acciones más inocentes se abultaban o interpretaban desacertadamente, y las desconfianzas del pueblo contra el Gobierno, y las del Gobierno contra el pueblo llegaron a exacerbarse. Era lengua que los soldados de Lima habían solicitado y obtenido del Gobierno   —270→   el permiso expreso de entrar a saco la ciudad, y tal decir envolvía, más que torpe invención, un inconcebible absurdo; si los soldados cometían latrocinios, procedía sólo de su natural desenfreno, incapaz de contenerse por el apocado Presidente, y menos aún por el contemplativo Arredondo que los mimaba con demasía. Decíase que el pueblo trataba de asaltar los cuarteles y esto era igualmente falso, a lo menos por entonces, pues semejante resolución no la tomaron si no después, con motivo de las imprudentes palabras que vertieron las autoridades contra los presos y contra los americanos en general. Así el Capitán Barrantes, discurriendo de buena o mala fe que realmente creía en el asalto propalado, había dado la orden de que matasen a los presos al primer movimiento que se dejara notar de parte del pueblo.

Cuando los encausados alcanzaron a traslucir semejante orden, por demás fácil de ejecutarse, se quejaron de ello al presidente por conducto del reverendo obispo; y Barrantes, sin impresionarse ni hacer caso alguno de tal queja, confesó que la orden era efectiva condicionalmente, esto es siempre que el pueblo tratase de libertar a los presos. Arredondo sostuvo la disposición de Barrantes como necesaria para prevenir un mal; y así, este viejo y extraviado principio de legislación criminal vino por remate a dar tan pésimos resultados como los habría dado el mal mismo que se trataba de cortar.





  —271→  

ArribaAbajo Capítulo II

Conspiración del 2 de agosto.- Asalto a los cuarteles.- Asesinato de los presos.- Combates y transacciones.- Llegada del comisionado regio y sus procedimientos.- Instalación de una nueva junta.- Reconocimiento de la suprema autoridad de la regencia.- Proclamación de la independencia.- Retiro de Ruiz de Castilla.- Asesinato de Fuertes y Vergara.- Los comisionados Villalba y Bejarano.- Campaña contra Cuenca.- Campaña contra Pasto y ocupación de esta ciudad.- Desacuerdos de la junta.- Instalación del Congreso Constituyente.- Segunda campaña contra Cuenca.- Combate de Verdeloma.- Defecciones militares.- Asesinato de Ruiz de Castilla.



I

Nunca han menester los gobiernos de más tino y discreción para no irse a más de lo que es de su potestad, ni venir a menos de lo que deben para conservar el orden   —272→   y el imperio de las leyes, que en los tiempos de agitación y revueltas de los pueblos. Saliéndose a más de lo que les es permitido, desaparecen los vínculos que unen a los gobernantes con los gobernados, y quedan estos sacrificados. Si, por el contrario, pierde el gobierno su pujanza o siquiera se enflaquece, entonces los sacrificados son los otros, y en ambos casos, por exceso o por defecto, las consecuencias son terribles. Apenas cabe salir de estos escollos no empleando a tiempo y con la mayor cordura, bien la pujanza, bien la suavidad; y el gobierno de entonces, si por demás vigoroso al principio sacrificó a los pueblos, por flaco poco después vino también a quedar sacrificado.

Echada a volar la voz de que se pensaba asesinar a los presos, se exaltaron los odios del pueblo ya tan declarados desde bien atrás, y ora por orgullo, ora por piedad, ora por venganza, los pueblos pensaron a su vez en libertar a los amenazados y castigar a los amenazadores. Los perseguidos eran muchos, los más de ellos hombres de séquito y cuantía, quien por su talento y saber, quien por su hacienda, quien por su alcurnia, llenos de conexiones y de conocida influencia; y no era posible que el pueblo, acostumbrado a vivir bajo la protección de esos hombres, viera con indolencia, cuanto más pacientemente, las angustias en que se hallaban tales protectores. Si en 1809 se vio al pueblo apocado y vacilante, más bien resuelto a quedarse simple espectador que en disposición de tener parte en los negocios públicos, el año siguiente las persecuciones vinieron a sacarle de su indiferencia, y a excitar la compasión de los más extraños en favor de los perseguidos y la rabia contra los gobernantes. Al traslucir la orden dada por Barrantes, el encono subió de término, y el pueblo se resolvió a acometer una osada empresa.

Reuniéronse unos cuantos de los más entendidos en tales y cuales casos; se hablaron, se animaron y quedaron concertados en asaltar los cuarteles en hora y día señalados. Tan cruda y poco reflexionada fue su resolución, que ni siquiera pensaron en el caudillo que debía dirigirlos, ni en la unidad que debían tener sus operaciones.   —273→   Unos debían atacar el real de Lima (el edificio que hoy sirve de colegio, como dijimos), en el cual estaban los presos; otros el cuartel de Santafé, contiguo al anterior, pared en medio, y que hoy es el de artillería; y otros el presidio, ahora propiedad de los herederos del doctor Juan Corral, donde, como también dijimos, estaban presos los del pueblo.

La mayor parte de los conspiradores debían conservarse esparcidos por la plaza y sus cercanías, y entre los atrios de la capilla del Sagrario y de la Catedral, puntos los más adecuados para acudir oportunamente a uno u otro de los cuarteles inmediatos, según lo demandasen las necesidades. Circunstancias que diremos luego, hicieron precipitar estos arreglos mal preparados, y casi repentinamente se fijaron en el día jueves y 2 de agosto, a las 2 de la tarde. La consigna fue la campana de rebato que debía darse en la torre de la Catedral.

La empresa, atendiendo a las fuerzas con que contaba el gobierno, era, más que aventurada, loca, y con mayor razón cuando la vigilancia había llegado a ser incesante desde que mucho antes de pensarse en el asalto, se tenía este por las autoridades como seguro.

«Por datos fidedignos cuyos apuntes nos han mostrado personas de buen crédito, dice el doctor Salazar en sus Recuerdos, ascendieron a tres mil hombres bien preparados los que tenía el gobierno, incluso los cuerpos de Panamá y Calique, aunque no estuvieron presentes el día de la novedad, sino que el segundo replegó al siguiente, y el primero pocos días después, importaba lo mismo cuando se hallaban apostados, guardando las entradas, el uno a dos leguas de distancia, y el otro por la parte del camino de Latacunga.

»Llegados el día y hora en que los conspiradores acababan de fijarse, suenan las campanas de alarma, y los llamados Pereira, Silva y Rodríguez, capitaneados por José Jerés43, embisten contra el presidio, matan al centinela   —274→   de una puñalada, hieren al oficial de servicio, dispersan a la guardia y se apoderan de sus armas. Como en esta cárcel había sólo una escolta de seis hombres con el oficial y cabo respectivos, logran fácilmente libertar a los presos, se visten, en junta de seis de estos, de los uniformes que encuentran a mano, y salen hechos soldados y con armas, con dirección a los cuarteles en auxilio de sus compañeros, a quienes suponían combatiendo todavía, conforme a los arreglos concertados. Los demás de los presos huyeron la mayor parte, y cinco de ellos, dándolas de honrados, se quedaron en el presidio para recibir poco después una muerte inmerecida».

Al mismo tañido de las campanas, quince minutos antes de la hora dada, Landáburo a la cabeza, y los dos hermanos Pazmiños, Godoy, Albán, Mideros, Mosquera y Morales, armados de puñales, fuerzan y vencen la guardia del real de Lima, y quedan dueños del cuartel. Hácense de las armas de esta, y amedrentando a los soldados que encuentran dispersos por los corredores bajos y patio, se van a hilo a los calabozos para libertar a los presos que, a juicio de ellos, era lo más necesario y urgente para el buen éxito de su arrojo.

El Capitán Galup, al oír tan alarmante alboroto, comprende lo que podía ser, como era en realidad; desenvaina su espada y, bajando precipitadamente de los corredores altos al patio, grita: «Fuego contra los presos». Uno de los ocho atletas que primero oye las voces de Galup, y luego le ve acercarse espada en mano, se precipita a su encuentro con la bayoneta armada en el fusil que había tomado, le atraviesa con ella y tiende en tierra. El triunfo está por los conjurados, pero se pierde el tiempo que siguen gastándolo en desaherrojar a los presos.

Mientras esos valientes de memoria imperecedera admiran por el denuedo y presteza en el desempeño de su proyecto, los que debían acometer el cuartel de Santa Fe quedan estáticos a vista del peligro, y dejan a sus ocho   —275→   compañeros sacrificados en medio de quinientos enemigos. Ora que, adelantada la señal, no se hubiesen reunido todos los conjurados, ora por el espanto en que entraron los que ya estaban listos, faltó el tercer movimiento de combinación, y a esta causa padecieron los patriotas un desastre de esos cuya memoria, aun pasados largos años, arranca lágrimas de dolor.

Angulo, comandante de las tropas de Popayán, había partido a su cuartel al primer movimiento que percibió de parte de los asaltadores al presidio, y de los soldados heridos que huían del fuego que los primeros les hacían avanzando hacia la plaza mayor. El comandante Villaespesa que, advirtiendo estos mismos movimientos y ruido, salía precipitadamente de su casa a ocupar el puesto que le correspondía en el cuartel, fue detenido en la calle por un hombre del pueblo que le echó por tierra de una puñalada, a pesar de la lucha que sostuvo el otro con su espada.

Entrado ya Angulo en el cuartel, manda abrir de un cañonazo un horado en la pared que separa el suyo del de Lima para que pasaran por él las tropas que ya estaban sobre las armas, y pasan efectivamente por el agujero. Su primer paso se encamina a ocupar las puertas del cuartel vencido, donde los asaltadores habían colocado un cañón, creyendo no poder ser acometidos sino por el lado de afuera, sin hacer caso de los enemigos que tenían adentro. Advierten los asaltadores y presos de los calabozos bajos que ya estaban libres, que una columna cerrada los acomete por las espaldas, y en tales conflictos, palpando la imposibilidad de resistir, procuran huir para salvarse. Los más alcanzaron efectivamente a vencer el peligro, incluso Albán que estaba herido, pero Mideros y Godoy cayeron muertos al salir. Luego dispuso Angulo que se cerraran las puertas y se conservara el cañón con la boca hacia la entrada del cuartel.

En estos momentos llegan los vencedores en el presidio. Unidos con otros que se les incorporan en el tránsito, y principalmente en las cercanías de los cuarteles, se dirigen al de Lima para forzar las puertas que encuentran   —276→   cerradas; mas un fuego doble de mosquetería, que llueve del palacio del presidente y de las ventanas altas del mismo cuartel, los obliga a cejar, y queda así rendida y castigada la temeridad de aquel puñado de valientes. Los que se retiraron por San Francisco aun tuvieron que recibir una nueva descarga que les cayó de los balcones de la casa del comandante Dupret.

Libre la tropa del pueblo que se había apoderado del cuartel de Lima, se esparce por pelotones entre los calabozos altos en que yacían otros presos. Estos desgraciados, sobre quienes pesaba una sentencia de muerte y llevaban expuesta la vida desde que asomara cualquier movimiento popular, comprenden que es llegada su última hora, y se esfuerzan cuanto pueden para atrincherar las puertas de sus aposentos. La precaución fue inútil, porque los soldados las hacen pedazos, y de seguida descargan sus fusiles a manos lavadas y de montón sobre los presos. El que todavía no ha muerto de las balas, muere a sablazos o bayonetazos; y los victimarios, pasando de un calabozo a otro, obran en todos como en el primero, y se derrama la sangre a borbotones.

Las hijas de Quiroga, llevadas por desgracia a visitar a su padre en tan funesto día, presencian con el corazón palpitante las escenas sangrientas de que ellas mismas han escapado de milagro, sin que les tocara una sola bala de cuantas llovían sobre sus cabezas. Pasado ese primer instinto de terror que, en circunstancias semejantes, se concentra enteramente en el individuo, les sobreviene la memoria de su padre a quien desean salvar. Se dirigen al oficial de guardia, y le ruegan fervorosa y humildemente que le salve la vida, y sorprendido este de que aun estuviera vivo un enemigo de tanta suposición, se acompaña del cadete Jaramillo y entra en el rincón en que yacía Quiroga oculto: «Decid, le gritan, "¡Vivan los limeños!"». Quiroga responde ¡Viva la religión! Jaramillo, en réplica le descarga el primer sablazo, y luego los soldados otros y otros, hasta que cae muerto a las plantas de sus hijas.

  —277→  

Mariano Castillo, joven de gallardo parecer, valiente y de lucido entendimiento, había sido sólo herido de una bala en las espaldas, y mientras cuenta con que va a morir a bayonetazos, como murieron otros, aventura ocurrir a un arbitrio que puede salvarle. Desgarra sus vestidos, los ensucia con la sangre que está arrojando su cuerpo y se tiende como uno de tantos cadáveres. Los soldados que andan rebuscando a los que pudieran estar ocultos, y que pasan punzando los cadáveres con las bayonetas, punzan también a Castillo una y otra vez, y castillo recibe impasible y yerto diez puntazos sin dar la menor señal de vida. Por la noche, cuando estaba ya velándose en San Agustín entre los cadáveres recogidos por los religiosos de este convento, se dejó conocer como vivo, y los reverendos se lo llevaron con entusiasmo a una celda muy segura. Castillo salvó así, después de tres o cuatro meses que duró la curación de sus heridas44.

El coronel Salinas, Morales, Quiroga, Arenas, tío de Rocafuerte, el que llegó a regir su patria como presidente de la República, el presbítero Riofrío, el teniente coronel don Francisco Javier Ascásubi, los de igual graduación don Nicolás Aguilera y don Antonio Peña, el capitán don José Vinuesa, el teniente don Juan Larrea y Guerrero, el alférez don Manuel Cajías, el gobernador de Canelos don Mariana Villalobos, el escribano don Anastasio Olea, don Vicente Melo, uno de apellido Tovar y una esclava de Quiroga que estaba encinta; fueron las víctimas impíamente sacrificadas en el cuartel el 2 de agosto. Parece que toda revolución demanda estas ofrendas sangrientas para alimentarse, y que la del 9 de agosto,   —278→   por demás pacífica y pura, reservó el sacrificio para el tiempo de su aniversario.

Harto dolorosamente castigado quedó aquel gobierno perfunctorio, cuya organización desacertada, insustancial y hasta pueril debía por fuerza enflaquecerle y hacerle morir. Y no obstante sus heráldicas pretensiones ¿quién no querría haber participado de su triste destino, a cambio de haber también sido de los primeros que en la América española ejercieron sus derechos soberanos? Ha más de cuarenta años que esas víctimas pasaron a la eternidad, y sin embargo ¡las lágrimas que arranca su memoria se derraman de año en año, y de seguro que se derramarán de generación en generación! El ansia de obtener un bien lo más pronto posible, es, a veces, la que dificulta el logro, y esto parece lo aplicable a la prematura revolución de 1809.

Don Pedro Montúfar, don Nicolás Vélez, el presbítero Castelo, don Manuel Angulo y el joven Castillo, de quien hablamos, fueron los únicos presos que, de los que ocupaban los calabozos altos, lograron escapar. Montúfar se hallaba muy enfermo, y había conseguido a grandes esfuerzos salir del cuartel tres días antes del funesto día: Vélez se había fingido loco al remate, y con tanta naturalidad que, burlando la inspección y examen de los facultativos, tuvo que ser arrojado a empujones del cuartel como intolerable demente; Castelo y Angulo consiguieron fugar en junta de los asaltadores al cuartel, porque probablemente no estuvieron aherrojados como los otros presos, o estuvieron ya desengrillados.

De los que ocupaban los calabozos bajos sólo fue asesinado don Vicente Melo: los demás escaparon, bien uniéndose a Landáburo y los Pazmiños, bien huyendo por los agujeros que caían a la quebrada que atraviesa baja el cuartel.

Las zozobras y alborotos, mientras tanto, habían cundido principalmente por las calles centrales de la ciudad. El telón no se había descolgado todavía, y los asesinatos del cuartel apenas correspondían a la apertura del drama que debía terminar con otras escenas más sangrientas.

  —279→  

Consumada la carnicería en el real de Lima, salen gruesas partidas de soldados haciendo fuego contra el pueblo que se mantenía al ruedo y cercanías de los cuarteles. Los comprometidos en la conjuración, que a lo menos tienen algunos fusiles y escopetas, se arriman a las paredes de las calles de la Universidad, de Araujo y del Correo, y se sostienen contestando los fuegos enemigos; mas otros, ociosos y noveleros, conceptuándose inocentes se quedan donde estaban, movidos de curiosidad. La parte medio armada que seguía haciendo fuego por lo largo de la calle de la Universidad, recibe de súbito por las espaldas una descarga de fusilería que le dirigen los soldados desde lo alto del arco de la Reina de los Ángeles: eran los de la guardia del Hospital que habían montado sobre el arco para ponerla entre dos fuegos. Entonces tuvo que partir al escape tomando una calle transversal, como lo verificaron también otras partidas del pueblo con ánimo de replegar a los barrios de San Roque, San Sebastián y San Blas.

Fortificáronse unos en el primero, otros en la columna llamada Fama y otros en la alameda, y las tropas que antes los llevaron de calle desalojándolos de esquina en esquina, ahora detienen sus pasos respetando las tan mal improvisadas fortificaciones. Pero si les falta arroja para asaltarlos, discurren acertadamente que tampoco podrán ser acometidos, y retroceden para esparcirse por el centro de la población y ahuyentar al pueblo inerme curioso.

Insertamos algunos trozos de los apuntes de nuestros cronistas, testigos presenciales de los sucesos de agosto. Acaso sean exagerados, acaso obra de las vivas impresiones del momento; pero hay tanta conformidad entre sí y tanto ajuste con lo que sostiene la tradición, que no hay como desconfiar de la verdad de cuanto refieren. «Uno de los presos que salieron del presidio, dice el doctor Caicedo, se colocó en el pretil de la catedral, y desde allí arrolló a los mulatos, hasta que acabados los cartuchos le acertaron un balazo. Quedó caído y medio muerto, y fueron a rematarle con las culatas de los fusiles,   —280→   como lo verificaron. Lo mismo hicieron con una india que estaba en la plaza, con un covachero y con un músico que iba para el Carmen de la nueva fundación. Todo esta pasó por mi vista»45.

«En la calle del marqués de Solanda desarmaron cuatro mozos a seis fusileros que llevaban sus arcabuces cargados y armados de bayonetas; pero allí mismo murió un pordiosero. En la calle del Correo tres solos paisanos hicieron huir a una patrulla, la desafiaron y silbaron; pero allí mismo abalearon a un indefenso, a quien remataron porque quedó medio vivo, haciendo pasar la caballería por encima una y otra vez. Por la calle de la Platería corrieron los mulatos que guardaban el presidio; pero allí mismo dieron un balazo a un músico, y porque no murió del todo le destaparon los sesos con las culatas de los fusiles. En la calle de Sanbuenaventura hicieron fuego los santafereños; pero allí murió uno que hizo frente, a manos de un mozo desarmado, quitándole el fusil y pasándole con la bayoneta. ¡Oh, si pudiera yo referir los prodigios de valor que se vieron en esa época: gente que sólo con cuchillos se esforzó a libertar a su patria del yugo de la tiranía...! Bastará reflexionar acerca de un pasaje asombroso y original. Luego que escampó algo la tempestad entró en la plaza mayor un mozo desarmado, a quien sin duda llevó la curiosidad al mayor peligro. Tiró por la esquina de la grada larga de la catedral, cuando reparó a un limeño que le apuntaba. Se paró el mozo, y al ver la acción de rastrillar, se agachó y evitó el golpe. En la contingencia de ser muerto por la espalda o por delante, por su indefensión, eligió el segundo extremo y, mientras se cargaba por segunda vez el fusil, avanzó hacia el soldado. Distaría unos veinte pasos cuando se le apuntó de nuevo. Volvió a pararse   —281→   y gritó de este modo: Apunta bien, zambo, porque si yerras otra vez, te mato. El susto o la borrachera del tirador, o sea la viveza del mozo, lo escapó de este segundo riesgo; pero no pasó el tercero, pues como un alcón se echó sobre él, lo cogió de los cabezones y lo estrelló contra el pretil, dejando en las piedras regados los sesos. A vista de esto lo envistió una patrulla, pero él encontró la vida en la velocidad de su carrera»....

«Pasó una patrulla armada hacia el puente de la Merced, y la vieron unas pocas mujeres que no pasaban de seis. Se encargaron de la empresa de perseguirla y asesinarla, y con sólo piedras lograron ponerla en fuga vergonzosa. No fue el privilegio del sexo el que obró esta maravilla, puesto que ya habían muerto a algunas en las calles, y en su balcón a una señora, Monje de apellido»....

El presbítero la Roa, en su crónica citada, se explica de este modo: «La orden del señor presidente, a más de ser tan rigurosa por lo ya dicho, también dispuso se incendiara la ciudad, a lo que se opuso el oidor supernumerario, doctor Tenorio (que a la sazón se halló), y a su alegato se suspendió esta segunda orden. Mas la primera se verificó, pues salieron todos los soldados en patrulla por todas las calles, matando a fuego y acero a cuantos encontraban en el camino, a cuantos veían en los balcones y cuantos se paraban en las tiendas y zaguanes, como si todos fueran gallinazos, tórtolas o perros; no escapándose de este rigor niños ni mujeres, de los cuales se sabe que fueron hasta trece y de las mujeres tres»....

«No paró en esto sólo, sino que los facinerosos hicieron de una vía dos mandados, y fue que con mandamiento entraron en las casas que más noticias tenían de acaudaladas, y saquearon cuantos doblones, moneda blanca, alhajas, plata labrada y ropas encontraron. Entre varas, la de don Luis Cifuentes, al que le quitaron más de siete mil pesos en doblones, cincuenta y siete mil en dinero blanco.... No contentos con robarse lo dicho, despedazaron muchos espejos de cuerpo entero, arañas de cristal y relojes de mucho aprecio, saliendo con los baúles a la   —282→   calle que hace esquina de San Agustín a repartirse entre ellos todo lo que habían saqueado; de modo que no tenían otra medida para su división que la copa de un sombrero, por lo que toca a dinero, y lo demás a lo que más podía cada uno».

«Por la noche rompieron muchísimas puertas de tienda, y cobachuelas del comercio y las dejaron en esqueleto, y prosiguen aún hasta hoy haciendo muchísimas extorsiones, hiriendo y lastimando a los que procuran defensa»....

El continuador de las Memorias de Ascari46: «Volviendo a los que murieron en aquel día (2 de agosto), a más de los que mataron por las calles, la nueva guardia que fue al presidio encontró en él cinco presos que habían sido soldados de los de Salinas, quienes por manifestar honradez no quisieron fugar, aprovechando de la ocasión, y fueron bárbaramente pasados a cuchillo. La ciudad toda se cubrió de luto, llanto y amargura: nadie se atrevía a asomar ni aun a los balcones, porque era muerto en el acto, hasta que al otro día el ilustrísimo: señor obispo y los sacerdotes de más respetabilidad, con cristos en las manos, pasaron a implorar del perjuro presidente la cesación de los excesos que se cometían en un pueblo indefenso».

Parreño, en sus Casos raros acaecidos en esta capital: «Luego que la tropa de Lima hizo este asesinato, (el de los presos del cuartel), salió por todas las calles matando a cuantos se encontraban en ellas, sin distinguir personas, calidad ni edad, pues no se escaparon ni los niños tiernos. Hecha esta inhumana matanza, que pasan de doscientos los que se han podido enumerar, y no llegaron a más porque procuraron huir unos y esconderse otros. Salió la tropa a son de caja, y robó las casas más ricas, tiendas de mercancías, vinos y mistelas; luego las pulperías y estancos, rompiendo las puertas a pulsos y con las armas, sin haber magistrado que lo impida, porque   —283→   miraron con indiferencia que se hagan los asesinatos y robos cometidos con nombre de saqueo. Se asegura que pasaron de doscientos mil pesos, pues sólo de la casa de don Luis Cifuentes se sacaron entalegados entre doblones y dinero ochenta y cinco mil pesos, fuera de muchas alhajas de oro, plata y piedras preciosas».

Hemos aglomerado aposta los pormenores que van insertos, pormenores tal vez escritos en la noche del mismo 2 de agosto, como lo demuestra lo desaliñado del lenguaje, para corregir las apasionadas relaciones del historiador español Torrente que, hablando de los horrores y confusión de tan infausto día, da a entender que el triunfo de las armas de Castilla fue obtenido en combate formal con el pueblo de Quito, cuando los más de los asesinados pertenecían al número de los inocentes, y casi con autorización de los mismos gobernantes. El dos de agosto de 1810 no fue sino una imagen del 2 de mayo de 1808 en Madrid, donde allá como aquí, el pueblo indefenso quedó sacrificado. Las armas de Castilla habrían triunfado, es por demás seguro, de las partidas mal armadas y peor fortificadas que se mantuvieron firmes hasta la entrada de la noche en la Cruz de Piedra, en la Fama, y en la Alameda; pero las tropas de Arredondo no eran tropas de arrojarse por donde había peligros, y sus lauros fueron sólo resultados de los asesinatos y robos.

En esta lucha desigual de algunos hombres del pueblo, en que la mayor parte, no más que armados de cuchillos, palos y piedras, se sostuvieron por tres horas contra soldados provistos de cuanto era necesario para contar con la seguridad del triunfo, hubo sin embargo peores resultados para estos. Los realistas mismos, interesados en menguar el número de muertos de uno y otro partido, tanto por no hacer aparecer sus pérdidas, como para atenuar la enormidad de los asesinatos, confesaban que los suyos habían subido a ciento, y no más que a ochenta los del pueblo, aun con inclusión de los asesinados en el cuartel. El comandante Dupret confesó que le faltaban como doscientos de su cuerpo, y aunque esta baja pudo proceder de alguna deserción, lo cierto   —284→   es que las tropas reales consumieron veinte mil tiros en esta tarde47.

Así como así, y aun cuando no hubieran sido asesinados sino los presos del cuartel, fue siempre una agostada horrible que vino a reflejar en miniatura la setiembrada de París en 1792. Si va alguna diferencia, es que allí el actor fue el pueblo desenfrenado, sediento de sangre, porque hasta había traspasado los límites de la más furiosa anarquía, y acá fueron las autoridades, protectoras de la vida, las que decretaron los asesinatos, y las tropas regladas las que los ejecutaron.

Fortuna, y muy tamaña, fue para Quito que preponderase a la ferocidad la codicia de los soldados de Arredondo, pues merced a las vilezas de esta pasión dejó de morir mayor número de inocentes. Las casas y tiendas de los pacíficos y acaudalados don Luis Cifuentes y don Manuel Bonilla, en que la cebaron a sus anchas, redimieron a buen tiempo la sangre del pueblo. El total monto del saqueo pasó de medio millón de pesos48.




III

Corridos, asesinados y robados los del pueblo, y luego perseguidos con tenacidad y expuestos a caer en manos de quienes no habían de perdonarles la vida, era natural, cuando no justo que pensaran tomar venganza. Las violencias del 2 de agosto se habían echado a volar por los pueblos inmediatos, acaso con exageración, y los pueblos comenzaron a concertarse y reunirse para caer sobre sus enemigos.

El digno prelado de la diócesis, testigo de los excesos cometidos en la ciudad, lastimado de las desgracias de   —285→   su rebaño y teniendo, como segura una nueva lucha, si no adoptaba el gobierno un temperamento conciliador, se presentó en el palacio y ayudado del provisor señor Caicedo y del orador don Miguel Antonio Rodríguez, eclesiástico muy distinguido por su elocuencia ofreció calmar las agitaciones de los pueblos, siempre que los gobernantes se resolvieran a hacerles algunas concesiones. El presidente, las oidores, los jefes militares y más altos empleados meditaron debidamente y discutieron con serenidad acerca de las providencias que convenía dictarse, y celebrada la junta que convocó el primero, se dio el acuerdo de 4 de agosto, que se publicó el día siguiente. A juzgarse por el contenido de sus artículos, el gobierno recibió la ley que le impuso la revolución, y Quito, aunque vencido, sostuvo sus derechos y quedaron abatidos los vencedores.

Obtener que se corriese un velo a la transformación hecha en 1809 y se cortase la causa remitida al virrey, de la cual no se sabía aún cosa ninguna, pudiendo en consecuencia volver a sus hogares todos los conjurados, que andaban ocultos; obtener que se corriese otro velo al origen y autores del asalto a los cuarteles el día 2; que las tropas de Arredondo, sobre las cuales pesaba el rencor del pueblo; salieran de la ciudad y la provincia dentro de breves términos; que el nuevo cuerpo que debía levantarse en reemplazo, se compusiera de los vecinos de la ciudad; que se ofreciera recibir al comisionado Montúfar con la estimación y honores que le eran debidos, y que los incidentes o dudas que ocurrieran sobre las causas o procesos reservados, habían de tratarse en real acuerdo; fue obtener del gobierno la justificación de los actos mirados como revoltosos hasta entonces; fue imponer, hasta cierto punto, condiciones al vencedor.

En cuanto al origen y responsabilidad de los acontecimientos del 2, fueron recíprocas las inculpaciones que se hicieron el pueblo y el gobierno; y los historiadores mismos, dejándose llevar de sus pasiones, hablan en sentido contradictorio. Píntalos Torrente como resultados y castigo de una segunda conjuración tramada por los mismos   —286→   presos desde los calabozos, y nuestros cronistas como consecuencias de un lazo tendido por los mismos gobernantes. Acaso uno y otros tengan razón, porque en la complicación de los sucesos que se cruzaron, no faltan de cierto datos en pro y en contra que dejan vacilante el ánimo para poder resolver la duda con acierto. La visita de las hijas de Quiroga, hecha desde muy antes que sonara la campana de a rebato; las visitas de las esposas de Larrea, Barrezueta y Olea (quienes naturalmente no habrían querido exponerlas a un riesgo manifiesto, caso de pertenecer ellos a la conjuración); la circunstancia de que los cinco presos del presidio se negaron a salir; y el corto número de asaltadores, hacen discurrir que, en efecto, no estaban complicados en la conspiración que se concertaba para libertarlos de las prisiones. No obstante lo dicho, el tiempo ha venido a revelar que Salinas, Morales, Quiroga y otros de su partido, sabedores del piadoso deseo de sus conciudadanos para libertarlos, y celosos de la popularidad e influencia del comisionado regio que venía a robustecer la de su familia, y a defraudar en cierto modo las glorias del 9 de agosto; fueron, sino los agentes principales de la revolución del 2, los que la precipitaron para no deber sino a ellos mismos, y no a Montúfar, a cuya familia imputaban los errores de la junta, la salvación de la vida, el restablecimiento de los principios proclamados en el año de nueve y la pujanza de su causa. La lógica de los partidos que han llegado a encelarse y a exaltarse, ha sido y será siempre así: desatentada, vanidosa, intolerante, irracional, y desdeñarán los abanderizados hasta su propia salvación, hasta la de su propia causa, por no recibirla de parte de sus enemigos.