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Lenguajes madrileños

Carlos Franz





Después de los ajetreos de la mudanza a Madrid, decido veranear quedándome en la ciudad. Por un lado, la canícula no ha sido de las más graves, mejor que el año pasado: el termómetro rondó «apenas» los cuarenta grados durante unas dos semanas, en julio. Por el otro, hay tiempo, no hay atascos, hay sitio en los restaurantes y en buenos espectáculos, sin necesidad de reservar.

En los Jardines de Sabatini, con el impresionante marco del Palacio Real como fondo, escucho a uno de los mejores guitarristas flamencos, Pepe Habichuela. Ahora ha hecho el experimento de fusionar su música con una orquesta de cuerdas india, para probar la vieja teoría de que el flamenco viene de por allá. Y a juzgar por los aplausos, lo consigue. Luego vamos a tomar unas copas, a la una de la mañana, en la terraza del Café del Nuncio. Estar así al fresco, con una ginebra en la mano, entre las escalinatas y los murallones del siglo XVII, en pleno Madrid de los Austrias, es un placer que recompensa por no haberse ido al mar, pienso. Sobre todo si de sobremesa puede hacerse un poco de sociología de bolsillo.

Vengo de vivir en Inglaterra, en Londres. Inevitablemente, en esta llegada me lo paso comparando el talante de lo inglés con lo español. Así como la luz de España -o, al menos, la de la meseta castellana- es tajante y nítida, así me suena el habla española, henchida de una seguridad aparente (esa lengua castellana que el cronista medieval describió como «de trompetas y tambores»). En tanto que el inglés británico es ese característico eufemismo (understatement), el habla española es énfasis, exageración, gritoneo. Mientras la luz de Londres, gris, sin aristas, domesticada, jamás calienta pero tampoco enceguece, la luz de Madrid sólo admite el sol o la sombra. Por diferentes que sean nuestros climas, en Hispanoamérica somos hijos mentales de esta luz tajante, sin claroscuros, en lugar de descender de la grisácea pragmática anglosajona, como nos gustaría. Convenzámonos: preferimos el destello al matiz. Para mirar y para hablar.

Por contraste, y por quizá cuáles razones sociológicas -que me haría falta otra ginebra para analizar-, este idioma tan categórico y enfático sirve de maravillas para la burocracia, el papeleo, el enredo. Hace unos años, tardé tres días en establecerme legalmente en Londres. En Madrid, voy requiriendo ya de meses, de innumerables cartas de recomendación, certificados, trámites. Por ejemplo, intento abrir una cuenta bancaria y me dicen que la autoridad exige un certificado de «no residencia», es decir, ¡que acredite un hecho negativo! Esto es muy hispanoamericano, nuestra manera de rellenar con palabras el hueco de los hechos faltantes. Me siento como en casa.

Que no se piense, sin embargo, que con esta lengua enfática y enredada puede decirse cualquier cosa. Porque aquí también hay límites. Hace poco se estrenaba en Madrid la obra de teatro Me cago en Dios. Gran escándalo y debate. No por su contenido, sino por ese título. En un bando, los defensores de la libertad de expresión; en el otro, los católicos ofendidos: la vieja España frailera. La obra duró unas tres funciones más, precisamente gracias a la escandalera. Pero, cualquier día en la calle se escuchan «tacos» (groserías) más gruesos. El punto es que eso no se dice en público. Algo que concierne al viejo honor hispano. A la aguda diferencia entre lo privado y lo público.

Estos desniveles, estas diferencias en el idioma, por supuesto, son contradicciones de una sociedad. Pero la contradicción es riqueza, digo yo. Hace unas semanas, el barrio gay, alrededor de la plaza de Chueca, celebró su fiesta. Rodeado de travestis y tipos peludos vestidos de látex, casi me creí la España almodovaresca, que triunfa en exportarse como si fuera la única. Pero al día siguiente, en la Plaza de Oriente, me salió al paso una nube de monjas y curas, de señoras de peinetón y mantilla: misa multitudinaria. En ambos sitios, sin embargo, el acento era potente y tumultuoso, enfático hasta la exageración. ¿Tiene esto algo de incoherente? ¿O esta convivencia de lenguajes es precisamente el signo más seguro de una sociedad coherente, que hace décadas se mató por estas cosas, pero hoy sabe entenderse a pesar de sus diferencias, y tolerarse?

Concluyo mi sociología de sobremesa en la terraza del Nuncio, en la fresca madrugada madrileña, con esta constatación. Hemos discutido estas cosas apasionadamente, subiendo la voz a medida que las ginebras y las ideas nos entusiasmaban, y desde las mesas vecinas un par de españoles han intervenido. En Chile -donde confundimos el amor a la patria con la violencia patriotera-, probablemente ya nos habrían pegado. Acá, no se ponen de acuerdo entre ellos, ni falta que les hace. Que sí, que no, que los españoles somos pero no somos así. Y al final se ríen con -no de- nosotros. Este civilizado encontrarse en la contradicción, pienso yo, también es del español. Y me alegro una vez más de hablar esta lengua.





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