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La monarquía española entre el absolutismo y el Estado constitucional: doctrina y derecho

Joaquín Varela Suanzes-Carpegna


Universidad de Oviedo

Entre 1802, año de la Paz de Amiens, cuyo bicentenario conmemora este congreso, y 1812, cuando se aprueba la Constitución de Cádiz, tuvo lugar en España, a resultas de la invasión francesa de 1808, el tránsito de la llamada monarquía absoluta a la constitucional, con dos modelos dentro de esta última: uno autoritario, que articuló el Estatuto de Bayona, y otro asambleario, que puso en planta el código doceañista. Durante esta década, pues, no sólo hubo tres reyes distintos (Carlos IV, Fernando VII y José I), sino que su poder se justificó ante la doctrina y se reguló ante el derecho de manera también muy diferente. Veámoslo.






ArribaAbajoDe Felipe V a Carlos IV: la monarquía absoluta

Es algo bien sabido que durante el reinado de Felipe V la monarquía española comenzó a organizarse conforme a los patrones centralistas franceses, alejándose del «federalismo» de los Habsburgo, cuyo abandono ya había aconsejado a Felipe IV el Conde-Duque de Olivares, sobremanera a partir de la insurrección catalana de 1640, aunque hubo de ser el primer Borbón español quien llevase a cabo tales propósitos. Los Decretos de Nueva Planta suprimieron el derecho público de Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca, extendiendo el derecho de Castilla. Pero incluso allí donde se respetaron los fueros y las instituciones de autogobierno, se llevó a cabo un creciente proceso de centralización administrativa, merced a la introducción de los Secretarios de Despacho -réplica burocrática de los antiguos Validos- de las Audiencias y de los Intendentes. Por otro lado, suprimidas las Cortes de Aragón, las de Castilla, convertidas en una especie de Cortes «nacionales», se reunieron sólo cuatro veces durante este largo reinado (siempre en Madrid), sin que en ningún caso ejerciesen la potestad legislativa. Esta potestad residía enteramente en el Rey, que la ejercía por medio del Consejo Real, a través del cual el monarca no solo legislaba, sino que dirigía también la Administración e impartía justicia.

Ahora bien, lo que en este trabajo interesa subrayar es que junto a esta sustancial mudanza del armazón jurídico e institucional de la monarquía, durante el reinado de Felipe V comenzó también a variar de forma muy significativa su fundamentación doctrinal. Así, en efecto, el escolasticismo, hasta entonces dominante, comenzó a sustituirse por un absolutismo de corte racionalista o por otro de signo teocrático, y contra ambos se fueron afirmando las doctrinas liberales, sobre todo a partir del último tercio del siglo XVIII. Conviene detenerse en estos relevantes cambios.

A lo largo del setecientos se produjo en España un progresivo abandono de la concepción escolástica de la monarquía como forma de gobierno, basada en el pacto entre el príncipe y el reino. Una concepción que hundía sus raíces en la filosofía política tomista y, en definitiva, en las premisas aristotélicas, en particular en la sociabilidad natural del hombre y en el carácter natural de la sociedad y del poder político. Con el objeto de legitimar la monarquía austracista, la escuela española del Derecho Natural había reelaborado de forma muy brillante esta concepción de la monarquía durante los siglos XVI y XVII, insistiendo en la sujeción del monarca a una serie de límites impuestos por Dios y la naturaleza (por el derecho divino y natural), pero también por el propio reino, a través de las leyes fundamentales de la monarquía, además de subrayarse otros límites éticos y ideológicos, como la subordinación al bien común. Límites todos ellos cuya violación podía convertir a la monarquía, la forma de gobierno legítima más aconsejable, en una tiranía, que en algún caso facultaba a la comunidad o reino a ejercer un legítimo derecho de resistencia contra el tirano e incluso a darle muerte. Las consecuencias de estos límites no eran, sin embargo, las mismas para todos, ni tampoco las facultades que se reservaba el reino tras la translatio imperium, en la que se formalizaba el traspaso de la soberanía de la comunidad, en quien residía de forma originaria, al príncipe. Ni siquiera en la naturaleza misma del pacto de sujeción estaban plenamente de acuerdo los más destacados tratadistas de la Escuela: si para unos era una auténtica enajenatio, para otros era una simple concesio. Suárez y Vitoria, por ejemplo, eran más proclives a reforzar el poder regio que Mariana y, en general, que los tratadistas de la Baja neoescolástica, como Roa Dávila y Antúnez de Portugal. Pero en cualquier caso todos los pensadores escolásticos estaban de acuerdo en el origen popular de la monarquía y, por tanto, del poder regio, así como en la presencia, mayor o menor, de la comunidad o reino, representado por sus instituciones representativas, sobremanera las Cortes, en la dirección política del Estado.

Para sustituir al escolasticismo -cuyo declive se hizo patente sobre todo durante el reinado de Carlos III, tras la expulsión de los jesuitas, principales valedores de esta corriente de pensamiento- se desarrollaron dos orientaciones distintas, dentro de lo que podría llamarse concepción absolutista de la monarquía. La primera de ellas defendía un «absolutismo racionalista» o, si se prefiere, un «despotismo ilustrado», inspirado sobre todo en el iusnaturalismo germánico (Puffendorff, Wolf, Heinnecio, Grozio, Almicus, Batel, Burlamaqui), uno de los cimientos ideológicos de la Aufklärung, pero también en los fisiócratas (Mercier de la Riviere, Qesnay, Turgot, Mirabeau).

Desde esta atalaya doctrinal se trató de dotar al poder regio de una nueva legitimación contractual, en virtud de la cual el pueblo, concebido de una forma orgánica y estamental, mediante el pacto de sujeción enajenaba todos sus derechos al monarca, quien debería ejercer el poder sin limitación alguna. A estas tesis contractuales se acogieron, por ejemplo, Campomanes, Aranda y Floridablanca no solo para reforzar el poder regio frente a la Iglesia, esto es, las regalías de la Corona frente a Roma, sino también frente otras instancias de poder, como la Universidad, la Administración municipal y la señorial, con el consiguiente debilitamiento del poder de la nobleza. (Debe tenerse presente, además, que las Cortes sólo se reunieron una vez bajo el reinado de Carlos III y otra, en 1789, en el de Carlos IV). El monarca se convertía, así, en el centro del poder político y en el principal elemento de modernización social y económica, además de ser el más relevante promotor de la cultura, todo ello con la finalidad de conseguir o de asegurar la felicidad pública, esto es, el bienestar material y espiritual de sus súbditos.

En la difusión de estas ideas desempeñó el poderoso Campomanes un papel muy destacado, propiciando la expulsión de los jesuitas, en 1767, y respaldando las reformas universitarias que dos años más tarde llevaron a cabo Gregorio Mayans y Pablo de Olavide. La creación de los Reales Estudios de San Isidro, en 1771, contribuyó de forma decisiva a difundir el iusnaturalismo racionalista germánico y a arrinconar las viejas doctrinas escolásticas. Fue en esta institución en donde se introdujeron las primeras Cátedras de Derecho Natural y de Gentes que hubo en España.

Pero la decadencia de las doctrinas escolásticas propició también la difusión en la España del siglo XVIII de un absolutismo contrario a la Ilustración y, por supuesto, al liberalismo, cimentado en la concepción teocrática y providencialista de la monarquía acuñada ad usum delphini por Bossuet en su voluminosa obra La Política sacada de la Sagrada Escritura, a tenor de las cuales se defendía el origen divino del poder regio y se consideraba un ultraje a Dios cualquier resistencia ante la autoridad del monarca. Estas teorías, tan opuestas a las que había sustentado la Escuela Española del Derecho Natural (para la cual, conviene repetirlo, el origen del poder del Príncipe era inmediatec a populo et mediate a Deo), se difundieron en la España del siglo XVIII merced a la labor de los también franceses Bergier y Fleury y fueron acogidas por autores como Antonio Xavier Pérez y López, Clemente Peñalosa y el primer Joaquín Lorenzo Villanueva, autor de un Catecismo del Estado según los principios de la religión. Todos estos tratadistas refutaron las tesis de la neoescolástica española, incluso a veces con la pretensión de revestir sus ideas con un manto tradicional. Estas doctrinas, esgrimidas con el propósito principal de defender a la Iglesia Católica de las acometidas regalistas impulsadas por Carlos III, cobraron un gran impulso en España después de la Revolución de 1789, reinando ya Carlos IV, y sobre todo tras el terror jacobino que se desencadenó en el vecino país durante la Convención, que segó la vida, como es bien sabido, de Luis XVI y de su familia.

Para combatir las dos corrientes absolutistas que se acaban de describir, la racionalista y la teocrática, alzaron su voz, sobre todo a partir del último tercio del siglo XVIII, diversos autores liberales, partidarios de una monarquía constitucional o incluso de una república democrática. Sus fuentes de inspiración eran sobre todo francesas (Voltaire, Montesquieu, Rousseau, Sieyes), pero también británicas (Locke, Hume, Blackstone). Hombres como Ibáñez de la Rentería, León Arroyal o Valentín de Foronda, por citar a algunos de los más sobresalientes, sostuvieron unas premisas políticas similares a las que desde fines del siglo XVII se venían defendiendo en Inglaterra y, un poco después, al otro lado de los Pirineos, sin olvidarse de los Estados Unidos de América, a saber: la explicación del origen de la sociedad y del Estado a partir de las nociones del estado de naturaleza y del pacto social; un pacto que se plasmaba en una Constitución concebida como el fruto supremo de la voluntad popular o nacional, que debía proclamar tanto la soberanía de la nación o del pueblo, a quien se atribuía el poder constituyente, como la división de poderes. Dos axiomas a partir de los cuales se otorgaba al Rey el poder ejecutivo, subordinado siempre al legislativo, el supremo poder del Estado, a quien correspondía aprobar las leyes, expresión de la voluntad general. Este ideario político-constitucional culminaba con la defensa de un poder judicial independiente, celoso guardián de la libertad, la propiedad y la seguridad de los ciudadanos (esto es, de sus derechos «naturales») frente a la acción de los particulares y de los poderes públicos.

Los cauces más importantes para la penetración de estas ideas fueron, como es bien sabido, las Sociedades de Amigos del País, la Prensa (como «El Censor» de Cañuelo o los «Diarios» de Cladera), los cada vez más frecuentes viajes al extranjero por parte de la minoría culta de entonces y desde luego las Universidades, como por ejemplo la de Salamanca. Foco cultural muy inquieto, animado por Menéndez Valdés, Ramón de Salas, Toribio Núñez y por dos destacados liberales que jugarían un papel muy destacado en las Cortes de Cádiz: Diego Muñoz Torrero y Juan Nicasio Gallego.




ArribaAbajoLos «afrancesados» y el Estatuto de Bayona: la monarquía autoritaria

Aunque durante los últimos años del reinado de Carlos IV se produjo un notable avance de la concepción teocrática de la monarquía, en detrimento de las tesis absolutistas sustentadas por los partidarios de la Ilustración, la situación política que se produjo en España durante la primavera de 1808 -el «motín de Aranjuez», que tuvo lugar los días 17 y 19 de Marzo, a resultas del cual Carlos IV se vio obligado a abdicar la Corona en su hijo Fernando VII y a exonerar a Godoy; la inmediata invasión de España por las tropas de Murat, las renuncias de Bayona y la proclamación de José I, hermano de Napoleón, como Rey de España y de las Indias, a principios de Mayo, y el posterior levantamiento del pueblo español- obligó a sus defensores a adaptarse a la nueva situación política. La readaptación del «despotismo ilustrado», que había servido de fundamento doctrinal sobre todo a la monarquía carlotercerista, la llevaron a cabo los españoles que decidieron apoyar la monarquía de José I Bonaparte, esto es, los llamados «afrancesados», aunque entre ellos había también algún partidario del absolutismo teocrático, como Andurriaga, o de un liberalismo conservador de impronta británica, como Luis Marcelino Pereyra, e incluso de un liberalismo radical de cuña francesa, como el abate Marchena.

Muchos «afrancesados» ocupaban una alta posición social, política e intelectual y entre ellos no faltaban hombres de Estado, como Cabarrús, Urquijo o Azanza. Casi todos eran hombres de talante moderado, contrarios a cualquier veleidad revolucionaria. Por eso se opusieron a las Cortes de Cádiz cuando estas, según se verá más adelante, invocando la soberanía nacional, trataron de justificar la sublevación contra Napoleón. Frente al principio de soberanía nacional, los «afrancesados» se escudaron en el principio monárquico, lo que les permitió fundamentar doctrinalmente su lealtad a José I, en cuya monarquía autoritaria veían, además, un necesario instrumento de modernización política, sin los peligros que la revolución liberal comportaba.

En principio, Napoleón convocó una Junta en la ciudad francesa de Bayona con el solo objeto de que ésta ratificase el cambio dinástico que se había llevado a cabo en esa ciudad poco antes, pero después amplió los poderes de esta Junta al permitirle proponer las reformas políticas que estimase oportunas. Ante la insistencia de Murat, el Emperador accedió a que la Junta de Bayona interviniese en la elaboración de una Constitución (y en este sentido la españolizase), cuyo texto presentó el propio Napoleón siguiendo sobre todo lo dispuesto en la Constitución francesa del año VIII (13 de Diciembre de 1799), reformada en 1804, aunque hubiese notables diferencias entre el modelo francés y el Estatuto de Bayona, como luego veremos.

La Junta de Bayona, que comenzó sus sesiones el 15 de Junio de 1808 y las cerró el 7 de Julio del mismo año, tuvo, así, una función meramente consultiva, limitándose a revisar el texto emanado del emperador y a proponer las enmiendas oportunas, que Bonaparte aprobó con entera libertad: «...Para todas las votaciones que se hicieron tuvo la Junta presente -se decía en sus Actas de 28 de Junio- que el resultado de sus deliberaciones no era para otro objeto, ni tenía otro valor que el de que se presentase su opinión en los diferentes artículos sobre que la manifestaba el benéfico autor del proyecto de Constitución, para que a las luces de su sabiduría y experiencia examine y vea hasta qué punto merece ser escuchada».

La Constitución en ciernes se concebía, tal como deseaban la mayoría de los «afrancesados», como una mera mejora de las antiguas leyes fundamentales del reino: «el Príncipe más poderoso de Europa -se aseveraba en las Actas de 30 Junio de 1808- ha recibido en su mano la renuncia de los Borbones [...] para establecer sobre nuevas bases la Monarquía Española y para hacer en ella todas las reformas saludables [...] A este fin ha llamado cerca de su Augusta Persona a Diputados de las Ciudades y Provincias, y de los Cuerpos principales del Estado; con su acuerdo formará leyes fundamentales que aseguren la autoridad del Soberano y la felicidad de los vasallos [...] Se trata de reestablecer las antiguas libertades de la Nación y su Constitución primitiva».

El Estatuto de Bayona, a diferencia de la Constitución francesa del año VIII, que se había asentado en la legitimidad popular propia del cesarismo, se inspiraba en el principio monárquico, que se recogía de forma explícita en el encabezamiento: «en nombre de Dios Todopoderoso: Don Josef Napoleón, por la gracia de Dios, Rey de las Españas y de las Indias: habiendo oído a la Junta Nacional [...] Hemos decretado y decretamos la presente Constitución». Si Napoleón podía conceder a la Nación española el Estatuto era a causa del derecho adquirido por las renuncias de Bayona.

En coherencia con el principio monárquico, la mayor parte de los miembros de la Junta de Bayona concibió el Estatuto como una Carta otorgada, emanada de la sola voluntad del Emperador, como recordó el Presidente de esta Junta, el 30 de Junio de 1808, al señalar que «S. M. el Emperador se había dignado formar por sí una Constitución para la España, y oír sobre sus artículos el dictamen de la Junta que había reunido». Por otro lado, el Estatuto de Bayona no contemplaba la posibilidad de una ulterior «alteración», a diferencia de lo que dispondría el Título X de la Constitución gaditana, sino que tan sólo permitía introducir «adiciones, modificaciones y mejoras», que el Rey debía sancionar tras la deliberación y aprobación de las Cortes, como se desprendía de sus artículos 85 y 156.

Es cierto que algunos miembros de la Junta sostuvieron el carácter pactado del Estatuto, que incluso parecía recoger su Preámbulo cuando se refería a la nueva norma como una «ley fundamental» y como la base de un pacto dualista que unía a los «pueblos» con el Rey y a éste con aquellos. No obstante, la interpretación pactista del Estatuto fue minoritaria y, en realidad, el pacto al que aludía su Preámbulo no hacía referencia al acuerdo entre todos los sujetos co-soberanos, sino entre el Rey como único soberano y sus pueblos, en una concepción cuasi patrimonial del Estado.

De acuerdo con el principio monárquico, el Estatuto de Bayona situaba al Rey en el centro del Estado y articulaba las Cortes como mero órgano representativo -estamental, correspondiendo al monarca suspenderlas y disolverlas cuando lo estimase oportuno, aunque debía convocarlas al menos cada tres años (art. 76). A las Cortes correspondía deliberar sobre las leyes y aprobarlas (art. 86), aunque, como se verá de inmediato, las leyes se concibieron como «órdenes del Rey», que se expedían «oídas las Cortes», lo que ponía de relieve el carácter básicamente consultivo de las Cortes.

También en coherencia con el principio monárquico, la posición constitucional del Rey no se contemplaba en exclusiva a la luz del texto del Estatuto. Al no ser el Rey un mero órgano constituido, sus poderes no se reducían a aquéllos que el Estatuto «reconocía», sino que conservaba también todos los que no hubiesen sido objeto de una renuncia expresa consignada en el Estatuto. Tal circunstancia explica que no exista en este texto título o capítulo alguno dedicado a regular las competencias del monarca.

Sin embargo, a lo largo del Estatuto se mencionan de manera dispersa algunas facultades del Rey, mezcladas con las de otros órganos. Al Rey se le atribuía la potestad reglamentaria y buena parte de la legislativa, al corresponderle la iniciativa y la sanción de las leyes (que el propio Estatuto calificaba de «Decretos del Rey»), además de estar facultado para dictar normas con rango de ley, de forma unilateral cuando las Cortes no estuviesen reunidas, aunque en este caso fuese preceptivo consultar previamente al Consejo de Estado. Al monarca correspondía también reformar el propio Estatuto.

Este texto no articulaba un órgano colegiado de Gobierno. Antes bien, afirmaba la responsabilidad individual de cada Secretario del Despacho -concebido como mero agente ejecutivo- por la ejecución de las leyes. Tampoco aparecía en el Estatuto la figura del Presidente del Gabinete e incluso se afirmaba que no habría «otra preferencia entre los Ministros que la antigüedad de sus nombramientos» (art. 30). Sin embargo, la práctica acabó por determinar la aparición de los «Consejos de Ministros» y de los «Consejos Privados», a los que luego se refirió expresamente el Decreto de 6 de Febrero de 1809. Los Consejos Privados comprendían tanto a los Ministros como a otros cargos cuya presencia requiriese el monarca y se ocupaban de cuestiones de administración general y financieras. El Consejo de Ministros era un órgano colegiado que reunía exclusivamente a los Secretarios del Despacho.

A pesar de su carácter autoritario, el Estatuto de Bayona reconocía, de forma dispersa, un conjunto de principios y libertades claramente enraizados en el nuevo orden liberal-burgués, como la libertad personal y la de imprenta, la igualdad fiscal y de fueros, la inviolabilidad de domicilio, así como la supresión de privilegios y la promoción funcionarial conforme a los principios de mérito y capacidad.

La protección de la libertad personal y la de imprenta se encomendaba al Senado, que, pese a su nombre, no era un órgano legislativo. Se trataba, en realidad, de otro órgano consultivo del Rey, al que se atribuía, de acuerdo con lo que había sustentado Sieyes, además de la tutela de las libertades, la defensa de la Constitución, para lo que podía fiscalizar la labor de los Secretarios del Despacho.

El Estatuto de Bayona tuvo una vigencia muy limitada. Sólo se aplicó en la España ocupada por los franceses y aun así de forma muy relativa puesto que la situación de guerra no era la más adecuada para una efectiva aplicación de este texto. A medida que se fueron derrotando a las tropas francesas, cosa que ocurrió sobre todo tras la batalla de Bailén, se fue reduciendo todavía más el territorio y la población sobre la que este texto debía aplicarse. Es preciso tener en cuenta, además, que el artículo 143 del Estatuto disponía que este texto entraría en vigor de forma gradual a través de Decretos o Edictos del Rey, que no llegaron a aprobarse.

Esta escasa vigencia explica su débil influjo en la historia constitucional española y comparada, aunque propició -y ello ya es en sí mismo muy relevante- la aprobación de la Constitución de 1812, que puede considerarse su contrapunto «patriótico» y liberal.




ArribaAbajoLas Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812: la monarquía asamblearia

La invasión francesa de 1808 no sólo obligó a los «afrancesados» a readaptar el «despotismo ilustrado» a las nuevas circunstancias políticas, sino que propició también la difusión en España de las doctrinas liberales y la exhumación de las escolásticas. Estas últimas nunca se habían olvidado del todo a lo largo de la centuria anterior, ni en España, como se pone de relieve en la obra de Feijoo, ni mucho menos en la América española. Si aquella circunstancia histórica, con un Rey cautivo y un pueblo en armas frente a Napoleón, facilitaba sobremanera el recurso al principio liberal de la soberanía nacional, era también muy oportuna tanto para defender la doctrina escolástica de la reasunción de la soberanía por parte del reino mientras durase la ausencia del monarca, como para sostener la nulidad de las renuncias de Bayona por faltar el consentimiento del reino reunido en Cortes.

El liberalismo revolucionario (Locke, Rousseau, Sieyes) fue la principal apoyatura de los Diputados liberales en las Cortes de Cádiz, junto al historicismo nacionalista medievalizante, difundido ya en España desde el último tercio del siglo XVIII. Desde estos dos corrientes de pensamiento defendieron una monarquía (en Cádiz nadie defendió la república) supuestamente enraizada en la historia nacional, muy distinta a la de Carlos IV y a la de José I, e inspirada en dos grandes principios: el de soberanía nacional (entendiendo por Nación un cuerpo moral compuesto exclusivamente de individuos iguales) y el de división de poderes.

El escolasticismo, en cambio, fue el principal asidero ideológico de los diputados realistas y uno de los más importantes de la compleja filiación doctrinal de los diputados americanos. Ahora bien, en el caso de los realistas las tesis escolásticas sobre el origen del poder y sus límites (sobremanera las de Francisco Suárez, que se trajeron a colación para defender la soberanía «radical», pero no «esencial» de la nación, concebida como un conjunto de estamentos y reinos) se mixturaron con un historicismo de distinto signo que el liberal, más próximo a Jovellanos que a Martínez Marina, para decirlo con rapidez, así como por una admiración por Montesquieu y por algunos aspectos del constitucionalismo británico, como la articulación de una segunda Cámara legislativa que diera acogida a los estamentos privilegiados, muy en particular al clero, estamento al que pertenecía la mayoría de estos diputados y cuyos intereses defendieron en estas Cortes. La monarquía que defendieron los realistas era una especie de reedición de la monarquía austracista, mechada de algunos principios e instituciones extraídos del modelo británico, tan caro a Jovellanos.

En el caso de los diputados americanos, en cambio, las tesis escolásticas se mezclaron con ciertas ideas y principios extraídos de las Leyes de Indias y con las tesis revolucionarias de la soberanía popular y del contrato social defendidas por Rousseau, además de con algunas otras procedentes del iusnaturalismo germánico. Esta mixtura se puso de relieve sobre todo en la su concepción de la Nación como conjunto de individuos y provincias de la monarquía, esto es, de pueblo y pueblos, que llevó a los americanos a exigir, sin éxito alguno, una organización territorial de la monarquía que diese cabida al autogobierno de las «provincias» americanas, en el contexto de una monarquía también más próxima al «federalismo» de los Austrias que al centralismo de los Borbones, pero sin recurrir al ejemplo de la Gran Bretaña, por el que estos diputados no mostraron simpatía.

Ahora bien, para entender de qué forma se concibió la monarquía en las Cortes de Cádiz y cómo se vertebró en la Constitución que estas aprobaron, no basta con conocer el influjo de unas y otras doctrinas sobre los diputados que compusieron aquella Asamblea. Es preciso tener en cuenta también el desprestigio de la monarquía española -y acaso de la monarquía en general- como consecuencia del «despotismo ministerial» de Godoy, odiado tanto por realistas como por liberales, así como a resultas de motín de Aranjuez y de las renuncias de Bayona. En realidad, todos los Diputados coincidían en la necesidad de reformar el armazón de la monarquía española, aunque discrepaban del alcance de esa reforma. Incluso los Diputados realistas se mostraron más dispuestos en el debate de la Constitución a defender los privilegios del clero que los poderes del Rey.

En cualquier caso, como es bien sabido, fueron las tesis de los Diputados liberales las que se impusieron en las Cortes de Cádiz, aunque estos diputados a veces se viesen obligados a ceder antes los realistas, como ocurrió en buena medida en materia religiosa. La monarquía que articularon, como queda dicho, se inspiraba en la soberanía nacional y la división de poderes. Dos principios que ya se habían recogido en el primer Decreto que aprobaron las Cortes de Cádiz el 24 de Septiembre de 1810 y que se plasmaron en el código de 1812, cuyo Discurso Preliminar, redactado sobre todo por Agustín Argüelles, retrotraía a los fueros medievales. A partir de ambos principios se vertebró una «monarquía asamblearia», que convertía al Rey en un órgano constitucional dependiente de las Cortes, sin perjuicio de que se le siguiera atribuyendo un papel nada desdeñable en el ejercicio -nunca en la titularidad- de la soberanía, lo que supuso conferirle una participación notable, aunque no esencial, en la función de gobierno y, por tanto, en la dirección política del Estado.

Básicamente se trataba del modelo constitucional francés de 1791, aunque con importantes matices. La Constitución española, en efecto, al igual que la francesa, hacía recaer de forma primordial, aunque no exclusiva, la dirección política del Estado en el Parlamento y no en el Rey.

En primer lugar, correspondía a las Cortes -en este caso a las de revisión, previstas en el título X del código de 1812- la decisión política más importante: reformar la Constitución, mediante la cual podían jurídicamente alterar ad libitum la posición constitucional del Rey y, por supuesto, la de cualquier otro órgano del Estado.

En segundo lugar, las Cortes, a través de sus «Decretos», podían regular de manera unilateral, además de la reforma constitucional, otros decisivos aspectos del sistema político, algunos de los cuales podían afectar a la posición constitucional del Rey e incluso de la Corona -nomen iuris de la jefatura del Estado-, como acontecía con la regulación constitucional de la Regencia e incluso del derecho sucesorio, respectivamente.

En tercer lugar, las Cortes podían regular también a su sabor las materias que constitucionalmente debían revestir la forma de leyes, puesto que estas se entendían automáticamente sancionadas una vez que transcurriesen dos años desde su presentación al Rey. Las Cortes, pues, controlaban el proceso jurídico de adopción de las decisiones básicas del Estado. Ellas en exclusiva estaban capacitadas constitucionalmente para transformar esas decisiones políticas en normas jurídicas e imprimir al Estado la dirección política apetecida.

A ello hay que añadir, en cuarto lugar, que las Cortes podían mediatizar el control de la ejecución de estas decisiones políticas convertidas en normas jurídicas, al condicionar sobremanera la dirección de la Administración Pública por parte del Rey. Este aserto es particularmente cierto si se tiene en cuenta que las Cortes influían en la designación del Consejo de Estado, controlaban los ingresos y gastos del Tesoro y ejercían una potestad reglamentaria autónoma.

En quinto y último lugar, si bien los esquemas judicialistas de procedencia inglesa que habían guiado a las Cortes a la hora de regular la posición constitucional de la Judicatura, mermaban el poder del legislativo en la esfera jurisdiccional en relación a los esquemas franceses de la división de poderes, que en este caso no se siguieron, debe tenerse en cuenta que respecto de la situación institucional de la que España partía, tal merma se producía en detrimento del Monarca, nunca de las Cortes. Además, los esquemas judicialistas que adoptaron las Cortes no conducían en modo alguno a establecer un gobierno de los Jueces, al estilo de Inglaterra y de los demás países de common law. Antes al contrario, la Constitución prohibía a los Jueces, no ya cualquier intromisión en la esfera gubernativa, administrativa y económica, sino también el ejercicio de cualquier facultad normativa -ni siquiera podían dictar Reglamentos internos o domésticos-, obligándoles a plantear ante las Cortes las dudas que tuviesen respecto de la interpretación de las leyes que debían aplicar en los litigios. La Judicatura debía someterse, en definitiva, al bloque de la legalidad en el ejercicio de su función jusrisdiccional, esto es, en último término, a la voluntad política de las Cortes, al ser éstas las encargadas de crear las normas jurídicas en sus escalones más altos.

Ahora bien, todo cuanto se acaba de decir no significa que la función de gobierno la ejerciesen las Cortes de forma exclusiva. La Constitución de Cádiz reservaba al Rey una parte nada desdeñable en el ejercicio de esta función, ciertamente algo superior a lo que habían establecido los constituyentes franceses de 1789. Mediante la iniciativa legislativa y la potestad reglamentaria, el monarca podía participar, si bien de forma muy atenuada, en la creación del derecho e influir, por tanto, aunque no decidir, sobre la juridificación de algunas decisiones políticas de importancia.

El Rey, además, disponía de muy amplias facultades en lo tocante a la dirección de la Administración Pública, particularmente en lo relativo a las Fuerzas Armadas y a las de Orden Público -que ya nacieron militarizadas- así como en el campo de las relaciones internacionales. Disponía también de un cierto margen de maniobra en punto a la designación de algunos altos órganos del Estado, como los Magistrados y los Consejeros de Estado, e incluso de la Iglesia. Un margen que estaba a salvo del control de las Cortes en el caso de la designación de los altos mandos de los Ejércitos y de los Ministros o Secretarios del Despacho, lo que permitía al Rey ejercer con cierta autonomía la función de gobierno o de dirección de la política.

Pero, además, el Rey podía entorpecer e incluso colapsar temporalmente la dirección política de las Cortes sin salirse del orden constitucional, en el supuesto de que decidiese utilizar sistemáticamente el veto suspensivo a las leyes aprobadas por el Parlamento. De este modo, las decisiones políticas de las Cortes que revistiesen forma de ley podían paralizarse durante dos años, que era justamente el tiempo que duraba el mandato parlamentario, según disponía el artículo 108 de la Constitución, con lo que el proyecto de ley en suspenso tendría que ser de nuevo aceptado por unas Cortes distintas.

El Rey, en definitiva, participaba en la dirección de la política del Estado junto a las Cortes, aunque, eso sí, de forma subordinada, pues aun gozando de una cierta discrecionalidad en este campo y aun pudiendo oponerse temporalmente a la dirección política de las Cortes, a la postre estaba obligado jurídicamente a ejecutar la política que las Cortes adoptasen, aunque fuese distinta e incluso contraria a la suya.

Con esta normativa constitucional no cabe duda de que si el Rey y las Cortes no lograban entenderse políticamente la actividad del Estado sufriría una parálisis casi segura, que sólo podría superarse recurriendo a medidas ajenas o contrarias a la Constitución. Ahora bien, el problema residía en que los liberales doceañistas no habían previsto -o, con más exactitud, habían previsto mal- las consecuencias de esta falta de entendimiento desde el momento en que se negaron a establecer unos mecanismos de relación entre el ejecutivo monárquico y el legislativo. Los Diputados liberales, en efecto, habían defendido una separación entre el Rey y las Cortes tan radical como la que habían establecido los constituyentes franceses de 1789 y en buena medida por las mismas causas, aunque no con las mismas consecuencias.

En realidad, como se pondría de manifiesto durante el Trienio de forma dramática, los liberales doceañistas habían minusvalorado un hecho muy importante, a saber: que si bien las Cortes estaban facultadas constitucionalmente para llevar el peso de la función de gobierno, el monarca disponía de un margen de maniobra nada despreciable, que previsiblemente utilizaría -como así ocurrió entre 1820 y 1823- para desestabilizar el Estado constitucional. Pero además de su poder jurídico, el Rey seguía conservando una gran influencia sobre lo que hoy llamaríamos los «poderes fácticos», como los altos cuerpos de la Administración, el Ejército, la Iglesia y buena parte de la nobleza. Un poder jurídico y una influencia que a la postre pudieron contrarrestar con relativa facilidad el poder y la influencia de un liberalismo socialmente endeble, que basaba su estrategia institucional en el control de las Cortes y a partir de ahí en el control del Estado y de la sociedad.






ArribaBibliografía

    De Felipe V a Carlos IV: la monarquía absoluta

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