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Juan de juanes [Capítulo 1]

Sergio Ramírez






El don de la ubicuidad


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Juan Cruz es el personaje más ubicuo de que yo tenga memoria. La mejor historia que he oído acerca de él, es que cuando dos aviones se cruzan en el aire, en uno va Juan Cruz, y en el otro también va Juan Cruz, y los dos se saludan desde lejos. Algo así no hay necesidad de que alguien se haya tomado el trabajo de inventarlo haciendo acopio de ingenio, porque tiene todos los visos de ser cierto. Crees que está sentado a tu lado en la mesa a la hora del desayuno en el hotel mientras los escritores vienen y van hablando de Michelangelo, en alguno de esos aquelarres internacionales donde parecemos estar todos y no está ninguno, oyes que cuenta una anécdota de las suyas y esperas la carcajada de los contertulios, el final siempre ingenioso, y de pronto lo ves en una mesa lejana conversando con alguien, o entrevistándolo, o está contigo pero a la vez está con el celular al oído hablando con una de sus hermanas en Canarias, o con Soledad Gallegos, la corresponsal de El País en Buenos Aires, o con Iñaki Gabilondo en Madrid, lo cual quiere decir mucho porque siempre trato de imaginar cómo era la vida de Juan antes de los celulares, desde dónde se comunicaba, salía o no salía de su habitación en los hoteles esperando o haciendo una llamada, cuántas veces al día corría hacia alguna cabina telefónica, las monedas en la mano, y debía aguardar impaciente si la hallaba ocupada.

Qué vida más desolada entonces la de Juan sin celular, obligado a concentrarse en él mismo y ser uno solo y no tantos juanes como ahora, lo que quiere decir que entonces estaba más contigo, no tenía más remedio. Con Pilar no hay falla. Pilar siempre está. Tranquila, suave, reposada, segura de sí misma, sabe que a cada minuto debe domar a una fiera inquieta pero sin unas que es su marido a su costado. Y lo que le ha costado...




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Para empezar, a Juan Cruz lo conocí en su despacho de Juan Bravo, 38, altos de la Librería Crisol, cuando era director general de Alfaguara, año del Señor de 1994, la vez que llegué a presentarle el manuscrito de mi novela Un baile de máscaras, que publicó al año siguiente. Hortensia Campanella, uruguaya exiliada en Madrid cuando la dictadura militar, quien entonces fungía como mi agente literaria oficiosa, había arreglado la cita.

Fue mi bautismo en Alfaguara, y ya van 16 años. Yo venía de la revolución, un término que yo prefería para disfrazar el hecho incontrastable de que en realidad, de donde venía era de la política, enemiga artera de los escritores, y Juan me dijo entonces, con tino y prevención de editor, que para hacer de mí un escritor con nombre de escritor, era necesario buscar cómo despojarme de la fama de político, algo en lo que estuve plenamente de acuerdo, y lo primero que le pedí es que en las solapas de mis libros no se pusiera que yo había sido vicepresidente de Nicaragua, porque el primero que no compraría el libro de un vicepresidente sería yo mismo.

La siguiente vez que nos vimos en Juan Bravo fue a finales de octubre de 1997, cuando le llevé los originales de Margarita está linda la mar, que acababa de terminar después de un mes de trabajo intenso de corrección final en una finca entre Alcudia y Pollensa, en Mallorca; el nombre que le había puesto era Fin de fiesta, tras una infructuosa búsqueda de título, y Juan me contó entonces que se había abierto el concurso para adjudicar por primera vez el Premio Internacional de Novela Alfaguara, y me sugirió que por qué mejor no participaba con esa novela, al fin y al cabo, si no ganaba, y quedaba entre los finalistas, aquello ayudaría a las ventas, y al plan de seguir haciendo de mí un escritor con nombre de escritor.

No le dije ni que sí ni que no, me llevé los originales de vuelta conmigo para pensarlo, y esa noche Hortensia me aconsejó que sí, que debía participar, y ella misma se encargó al día siguiente, en que yo volvía a Managua, de sacar en una tienda de fotocopias las copias reglamentarias del libro y entregarlas, todo bajo el seudónimo de Benjamín Itaspes, el nombre con que Rubén Darío se disfraza en su novela autobiográfica Oro de Mallorca, y la plica correspondiente. Cuando al mes siguiente hablé con Sealtiel Alatriste, el director de Alfaguara en México, me advirtió que Juan estaba en un error, los finalistas del premio no serían anunciados, había un ganador y punto; pero vuelta atrás ya no había ninguna.

Tal vez serían las ocho de la mañana en Managua aquel día de febrero de 1998 y yo caminaba desde el dormitorio hacía la mesa del desayuno cuando me anunciaron una llamada desde Madrid, que debía tomar en el teléfono de la cocina, y era Carlos Fuentes, presidente del jurado. Y aquí la prestó a Santiago Roncagliolo, ganador del premio en el año 2006, algo que dijo en la mesa que tuvimos en la recién pasada Feria del Libro en Guadalajara cinco de los premios Alfaguara, él, yo, Laura Restrepo, Xavier Velasco, y el último de todos entonces, Juan Gabriel Vásquez cuando recibió la llamada de Ángeles Mastretta, presidenta ese año del jurado, se dijo: «Esto es que gané, porque no sería tan cabrona esta mujer de llamarme para anunciarme que perdí».

Fuentes empezó por preguntarme qué horas eran en Managua, y tampoco es que me estuviera llamando para comparar los husos horarios entre Madrid y Managua. Mi novela había ganado junto a Caracol Beach del cubano Elíseo Alberto (Lichi), muerto en México este año de 2011, un premio doble, sólo que, me dijo Fuentes, el jurado recomendaba cambiar el nombre de la mía, o lo recomendaba él, o Juan Cruz, que estaba en el jurado con voz pero sin voto, no lo recuerdo, por el de Margarita está lindar la mar, y yo acepté allí mismo sin pensarlo dos veces, no estaba para dobles pensamientos, y antes de colgar me advirtió que la noticia no se daría sino una hora después en una conferencia de prensa en Casa de América, con lo que debería quedarme callado hasta entonces, solo en la casa porque Tulita había salido temprano, y amedrentado por la advertencia no me atrevía a alzar el teléfono y llamar a nadie, ni a mis propios hijos, y a Tulita imposible, siempre se ha negado a llevar un teléfono celular porque no quiere que nadie la controle, y ese Nadie, como en la historia de Ulises con el cíclope Polifemo, soy yo.

Sealtiel Alatriste vino a Managua en abril para el lanzamiento, y celebramos el acto en las ruinas de la vieja catedral de Managua quebrantada por el terremoto de 1972, con una apoteósica asistencia de tres mil personas. El podio se hallaba en el altar mayor, y Sealtiel, desde allí, muy emocionado, empezó a recordar cómo había surgido la idea del premio en una plática entre él y Juan Cruz. Sus evocaciones de Juan eran constantes: «Si Juan estuviera aquí...», «Si Juan pudiera ver esto...», decía. Entre el público comenzó a crearse un ambiente de pesar, como si aquel Juan Cruz a quien Sealtiel recordaba de manera tan perseverante hubiera muerto, y como las huellas de la revolución estaban aún frescas, y a los caídos se les honraba con consignas, desde atrás de la nave en penumbras empezó a crecer un coro que repetía: «¡Compañero Juan Cruz, presente, presente, presente...!».

A finales de ese mismo año, cuando discutíamos mi siguiente proyecto literario después del premio, me dijo Juan: «Ahora lo que tienes que hacer es escribir una memoria personal de la revolución, eso le interesará a los lectores». ¿En qué quedábamos? ¿No era eso volver a la política? No debería temer, ya las sombras estaban suficientemente disipadas, me aseguró. Yo me confié en su sabiduría, y, además, coincidió con que, desde Londres, la revista Granta me había pedido que hiciera lo mismo.

De allí resulto Adiós muchachos, publicado en 1999, y que escribí en Arlington, Virginia, mientras daba un seminario sobre literatura hispanoamericana en la Universidad de Maryland. Es un libro que resultó capital en mi carrera literaria, porque usé los instrumentos de la narración para contar una experiencia tan vital para mí, y tan irremplazable como fue la revolución; y por eso es que en la introducción del libro digo: «De haber nacido un tanto antes, o un tanto después en este siglo de las quimeras, me la hubiera perdido. Y como quien despierta de un mal sueño, compruebo que no me la perdí...».




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En fin, de la compañía del Juan Cruz ubicuo disfrutamos en Madrid Tulita y yo cada vez que llegamos, de la suya y la de Pilar, y ahora que tienen un nieto, marzo de 2011, cuando he venido a presentar mi novela La Fugitiva, hablamos de nietos sentados en la terraza del restaurante Las Tres Lunas de la calle Eduardo Dato, muy cerca de donde viven en Chamberí; nosotros tenemos ocho, una cantidad respetable para poder llamarse abuelos y ver qué puede enseñarnos aún Rosa Regás en su manual de aprendizaje Diario de una abuela de verano.

La última vez que nos encontramos fue este mes de noviembre en el apartamento de los Franz, Carlos y Jeannette, calle de Henri Dunant, de donde ya se van pronto porque vuelven a Chile con Serena, la niña de sus ojos; Paula Izquierdo, Jorge y Rocío Volpi, José María Guelbenzu y su mujer Ana Rosa Semprún. La plática consternada giró desde el principio alrededor del suicidio de Pilar, la hija adoptiva de José Donoso, y nosotros que veníamos llegando precisamente de Santiago, donde recibí el Premio Donoso que otorga anualmente la Universidad de Talca.

Pilar, a quien nunca conocí más que a través de su libro de memorias Correr el tupido velo, duro de leer por doloroso, se había excusado de asistir a la ceremonia en la Feria del Libro de la estación Mapocho porque no se sentía bien, o tenía problemas urgentes que resolver, no recuerdo ahora cuál fue su excusa, pero es que ya se hallaba con un pie en la otra dimensión, esa dimensión vacía de los ruidos del mundo y de paredes desnudas a la que se trasladan los suicidas antes de dar el paso final, igual que a un cuarto de hotel desolado donde los pesados muebles apenas caben como esos de los cuadros de Edward Hopper, las maletas que ya nunca serán abiertas depositadas en el piso y la muchacha que sentada en la cama en ropa interior lee lo que parece ser una carta de amor perdido, carta de despedida, pero que no es sino el itinerario de trenes en busca del que habrá de llevarla donde, como Pilar, al fin quiere ir sin necesidad ya de equipaje, sin necesidad siquiera de volver a vestirse.

La ceremonia de entrega del premio fue el sábado 12 de noviembre por la tarde. Nosotros partimos hacía Madrid al mediodía del domingo. El lunes, cerca de las cuatro y media de la tarde, Pilar bajó de su departamento en el tercer piso de un edificio de la calle de Los Leones, en Providencia, y el portero declara que a esas horas tenía el rostro abotagado, como recién levantada de la cama. Regresó al poco rato con unas bolsas del supermercado Ekono, y cigarrillos, dice la crónica del diario La Segunda firmada por Lilian Olivares. El martes ya nadie la volvió a ver. Su tía Luz Larraín, que tenía llave del apartamento, llegó como a las ocho de la noche y entró, vio que la puerta del dormitorio de Pilar estaba cerrada, algo que no era muy extraño porque solía ocurrir, que no saliera del cuarto, y se sentó en la sala a esperar, pero después de una hora el silencio seguía tras la puerta cerrada y bajó a buscar al conserje mientras todo Santiago se hallaba pendiente del partido de fútbol entre la selección nacional «La Roja» y la de Paraguay, en la ronda de eliminatorias para el Mundial de Brasil de 2014, a ver qué iba a pasar porque el partido anterior contra Uruguay resultó en un desastre, una goleada de cuatro a cero con cinco de los seleccionados, las estrellas, suspendidos por presentarse al entrenamiento con aliento alcohólico, algo que había estado de por medio en la conversación el día que almorzamos en casa de Antonio Skármeta, que como buen hincha patriótico resentía la derrota y acusaba al entrenador Claudio Borghi de intransigente, una regañada bastaba, pero una suspensión era excesiva y ya se había visto, catastrófica, mientras Norita, su mujer, como buena alemana lo contradecía, sin disciplina no se va a ninguna parte.

Pero a esas alturas, cuando la tía de Pilar, preocupada, está hablando con el conserje de buscar un cerrajero, Chile va ganando a Paraguay por un gol a cero y menos mal que es el intermedio del partido y el conserje puede despegarse del televisor sin refunfuñar mucho. ¿Habrá un cerrajero en toda la ciudad que no esté sentado también frente al aparato de televisión?

Ella telefoneó a su marido, que es médico, el cerrajero fue encontrado, y también llamaron a los carabineros. La puerta fue abierta por fin a las once de la noche, ya cuando Chile había vencido a Paraguay dos goles a cero y la gente celebraba en la Alameda haciendo sonar los cláxones y agitando las banderas. Para entonces las hijas de Pilar, Natalia y Clara, ya habían llegado al apartamento. Estaba tendida en la cama, con el control remoto del televisor en la mano, como si aburrida de la programación tras hacer zapping inútilmente en busca de algo atractivo lo hubiera apagado para quedarse luego dormida. Según el dictamen forense del Servicio Médico Legal, su muerte se produjo diez horas atrás, es decir, cerca de la una de la tarde de ese martes, y según el mismo dictamen la autopsia reveló que a causa de «una intoxicación medicamentosa».

Conozco de todo eso, mal que me pese, porque me ocurrió con Francisco Ruiz Udiel, un poeta muy joven que trabajaba de cerca conmigo en la revista Carátula, y este primero de enero me llamaron a la playa donde pasaba el fin de año, una comunicación mala debido a la lejanía por lo que tuve que salir de la casa con el celular en el oído, y subir a una loma de hierba crecida bajo la resolana, hasta que por fin escuché la voz de Clises Juárez, mi otro colaborador, Francisco se había colgado la noche del 31 de diciembre de una viga del garaje de su casa en el barrio San Antonio de Managua, despistó a todo el mundo diciendo que estaba en León invitado a una fiesta, borró de antemano todos los archivos de su computadora como quien quiere irse de manera furtiva sin dejar huellas y había comprado la soga días antes, una soga nueva de nylon que guardó oculta debajo de su cama mientras llegaba la hora, y no fue sino luego, releyendo sus poemas, que encontré tan obvias las señales, un gas tóxico de olor acre impregnándolo todo:


«No metas tu mano
en la hendidura oscura
cuando cierre mis ojos,
no encontrarás el mundo allí adentro...».



No metas tu mano. Pilar metía la mano en la herida de su pasado buscando encontrarse, un doble pasado, su madre biológica que la había dejado a los tres meses de edad en un hogar de adopción en España y cuya vida ignorada quería conocer y ya no pudo, y la vida y los secretos de sus padres adoptivos, ocho años entre los papeles de José y María Pilar queriendo encontrarlos y encontrarse también, y entre lo que vino a hallar estaban los esbozos o fragmentos sueltos de una novela de Donoso en la que una hija descubre los diarios personales de su padre y después de leerlos se suicida, un espejo de viejo azogue carcomido colocado frente a su rostro en el que se vio y ya nunca más pudo dejar de asomarse a aquel abismo de turbios reflejos.

Y lo escribió, lo describió todo en Correr el tupido velo, un espejo colocado frente a otro espejo, el padre muerto que llama en el reflejo a la hija para que cumpla el destino que como personaje le ha asignado en la novela. El padre paranoico que la acusa de robarle, de tramar su asesinato, «ya sé quién es la ladrona», escribe en su diario, un personaje él mismo de sus propias novelas cuyos demás personajes convivían con la familia como habitantes de la misma casa y se sentaban a la mesa a la hora del almuerzo, recuerda Pilar, un escritor vicioso de la escritura que se encerraba escribir cada mañana con toda premura metido en su albornoz y en pantuflas, sin siquiera ducharse, y la madre alcohólica que vive de los recuerdos de su pasado de rica beldad sudamericana entre príncipes y marajás, mientras la hija desamparada busca las palabras como la única manera de explicarse a sus padres, de encontrarlos después de la muerte. Ha vivido al lado de unos seres humanos complicados, como ella misma dice, y por medio de su libro busca reconciliarse con ellos, unos seres que la vida puso en su camino cuando la encontraron en un orfanato, y no busca ajustar cuentas, sino comparar cuentas; saber, entender, comprender, ponerse en paz. ¿Pero lo consigue?

Mi identidad estaba en ellos, no tenía por qué buscarla en otra parte, le dice a Juan Cruz en la presentación del libro en Casa de América en Madrid el 28 de septiembre de 2010. ¿Pero la encuentra? En su voz apagada de doble acento español y chileno hay pesadumbre, una cierta fatiga que no puedo dejar de notar ahora que me siento a ver el video, triste hasta cuando ríe. Juan le dice que hay una triple delicadeza en el libro, ética, psicológica y literaria, y es cierto, pero no puede tampoco dejar de haber desasosiego para quien se asoma a una tumba sin quietud aunque su intención sea, como ella afirma, botar lastre, dejar atrás los fantasmas molestos que sigue cargando, el fantasma del padre, el fantasma de la madre. Un padre que alguna vez le ha dicho: «Eres más madre mía que yo padre tuyo», con lo que sólo ese fantasma paternal pesa ya el doble; y mientras lo recuerda en la conversación con Juan frente al público, un fantasma contradictorio, tras la ventana de cortinas de gasa que está a sus espaldas, ha caído ya la noche en Madrid.

Palabras que pesan y que cuestan. Cuando se toca fondo hay que pagar un costo por lo que se escribe, palabra por palabra, y este libro de Pilar, por todo lo que confiesa, entre otras cosas, acabó con su matrimonio con Cristóbal Donoso Larraín, sobrino carnal de su padre. Pilar solía decir, según su tía Luz Larraín, «no sé vivir», y el espejo le respondía: «Sólo sé morir». La escritura terminó siendo una apuesta mortal porque deshizo su familia y deshizo su propia vida.




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La escritura, que es siempre un viaje en la penumbra de las palabras, lo dice Francisco Ruiz Udiel en sus líneas y entrelineas. La noche negra del alma. Se lo recordaba Rubén Darío a Valle Inclán en «Peregrinaciones», poema de 1914, una crónica onírica sobre la romería fantasmal de ambos a Santiago de Compostela:


«Era una noche negra, negra,
porque se había muerto el Sol:
Nos entendíamos con gestos,
porque había muerto la voz.
Reinaba en todo una espantosa y profunda desolación...».



El viaje a Ítaca, el viaje a Citeres, el viaje a Compostela. El viaje en un tren de vagones que se vuelven más oscuros mientras va cerrándose la noche; el viaje que se hace caminando debajo de una escalera para llegar a una ventana que da a una puerta que da a un abismo; y el viaje que se inicia de madrugada en la plaza de una ciudad muda junto al mar que resuella en la distancia, un viaje bajo el fulgor de las estrellas perdidas en el cielo más distante que pueda imaginarse como el que recién había emprendido Pilar esa noche que la evocábamos en Madrid, igual que un año antes Francisco.

El viaje por las aguas del río Leteo. ¿Qué hace Francisco, un muchacho de apenas treinta y tantos años navegando esas aguas, que son las aguas de un río de viejos? ¿Y Pilar, que pasaba apenas de los cuarenta? Las aguas del Leteo son las aguas del olvido. En «El coloquio de los Centauros» de Darío, Medón dice:

«¡La Muerte! Yo la he visto. No es demacrada y mustia
Ni ase corva guadaña, ni nene faz de angustia.
Es semejante a Diana, casta y virgen como ella;
En su rostro hay la gracia de la núbil doncella
Y lleva una guirnalda de rosas siderales.
En su siniestra tiene verdes pahuas triunfales,
Y en su diestra una copa con agua del olvido.
A sus pies, como un perro, yace un amor dormido».


¿Qué ocurre cuando el viaje se adelanta? En el Diálogo de los muertos, de Luciano de Samosata, los pasajeros deben acomodarse en la barca de velas remendadas de Caronte que no admite mucho peso porque las maderas están podridas, y por tanto, la primera instrucción del barquero es que todo el mundo debe prescindir de cualquier equipaje, aún de la ropa, túnicas, mantos, tiaras, hasta quedar desnudos porque para aquel viaje sobran las pompas y fatuidades. Hermes, el dios tramposo y ladrón de ganado, dirige la operación como le corresponde, y el primero en subir es Menipo, quien, ajeno a vanidades se había despojado ya antes de su manto, y sólo lleva su alforja y su bastón, de los que no tiene ningún inconveniente en deshacerse. Ya todos acomodados en la barca, Hermes pregunta a Menipo: «¿Y a ti, Menipo, no te apena estar muerto?». A lo que responde: «No tengo ninguna razón para estar afligido, pues, como bien sabes, me adelanté a la muerte, sin que nadie viniese a buscarme». Otro que se quedó dormido con el control remoto del televisor en la mano, otro que fue a comprar la soga y recibió la factura correspondiente sellada por el cajero de la tienda.

Y otro viaje aún. El viaje que Orfeo hace al reinado del Elades en busca de Eurídice. Orfeo desciende a las entrañas del misterio y de la muerte en busca de Eurídice, es decir, en busca de la poesía, es decir, en busca de las palabras. Las palabras que son las únicas capaces de correr el tupido velo, cualquiera que sea el misterio que aguarda del otro lado. Porque la poesía es Eurídice. Un poema de Francisco se llama «Equipaje para bajar al infierno». No se baja al infierno por causa de la culpa, sino por el canto, como Orfeo:


«Tenía tantas ganas de morir
Que se durmió con
Dos monedas en la mano
Y un diccionario griego...».



¿En qué mundo vivió Pilar? En el mundo de las palabras, las suyas y las de su padre, porque en su libro de memorias acude constantemente a los diarios y cartas quejose Donoso dejó en los archivos de la Universidad de Iowa y en los de la Universidad de Princeton, una intimidad incómoda y molesta como todas las intimidades, cadáveres en el desván que huelen mal, con la ropa hecha girones, un olor subversivo pero a la vez seductor.

Vivir por las palabras viene a ser el oficio más peligroso del mundo. Y como siempre estamos regresando, el viaje al Hades es el mismo viaje a Ítaca, somos siempre el que se va y el que regresa, el que parte y el que se queda. Como Ulises, como Orfeo, como Pilar, y como termina escribiendo Francisco:


«Me canso de despertar,
La luz me hiere cuando ver no quiero.
El viaje a Ítaca nada me ofrece.
Si hubiera al menos un poco de vino
para embriagar los días que nos quedan
embriagar los días que nos quedan
que nos quedan...».



El viaje de Pilar a Ítaca es el viaje de regreso a Calaceite, el pueblo de Teruel donde vio los años más dichosos de su infancia al lado de sus padres adoptivos, al menos en sus recuerdos, porque la memoria falsifica también la dicha; un viaje que ya no pudo hacer sino en la muerte, las dos monedas de cobre en la mano para pagar el óbolo al barquero. O dentro de la boca, debajo de la lengua, como las palabras.




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Puede ser que Juan todavía se quede escribiendo su blog. Mira que te lo tengo dicho al regresar a esas horas a su casa en Chamberí, y ya a las seis de la mañana está con el teléfono en mano para correr luego a tomar un taxi que lo deje frente a las puertas de El País en la calle Miguel Yuste, donde es ahora «adjunto al director», que él mismo explica que no es lo mismo que «director adjunto», una pieza infaltable en el periódico que ayudó a crear en 1976, apenas seis meses después de la muerte del Generalísimo Francisco Franco, y al que regresó tras su época de editor en Alfaguara.

Juan Cruz siempre a bordo de un taxi y el celular en el oído, hacia El Retiro, puertas de Cocheros, si hay Feria del 1 abro, Madrid visto desde la ventanilla de un taxi donde a veces uno tiene suerte de hallarse a un chofer que oye a Chopin, a Schubert, pero casi siempre está puesta la cadena episcopal Cope al mayor volumen posible, unos contertulios a cual más reaccionarios que se arrebatan la palabra, como aquella vez que recogimos en su casa a Mario Benedetti para seguir hacia el restaurante donde presentaríamos a los periodistas mis Cuentos completos de Alfaguara que él había prologado, otoño de 1998: «¿Podría apagar la radio que no nos deja conversar?», solicitó Mario en un tono cordial pero terminante que no daba lugar a contradicciones, y el chofer, aunque de mala manera, hizo caso; y luego puede que esa misma tarde Juan corriera a tomar en Barajas el avión hacia Londres donde una vez entrevistó a Francis Bacon, que nunca daba entrevistas, o hacia Estocolmo cuando toca la ceremonia del premio Nobel, y ha estado siempre allí como cronista infaltable con Cela, rodeado de una corte hostil según cuenta en su Egos revueltos, con Gabo que llegó con una tropa entera de cumbiamberos, vestido de liquiliqui y zapatos blancos como un estanciero de los llanos del Arauca vibrador, con Günter Grass, con José Saramago, con Vargas Llosa, y así, la vez de Saramago, desprevenido lo llamé por teléfono desde Managua y me respondió por el celular diciéndome que iba ingresando al Palacio de los Conciertos para la ceremonia, metido en un grueso abrigo de astracán por el perro frío que hacía en pleno diciembre, y una y otra vez cruzando el Atlántico, muchas más veces que las siete que me enseñaron en la escuela primaria que lo había hecho fray Bartolomé de las Casas para pelear ante el Consejo de Indias la causa de los indios quitados al fin de la esclavitud pero a costillas de los negros, el mismo Juan que va y viene en distintos aviones y ambos se saludan de lejos desde la ventanilla.

En Barcelona, la misma vez del premio Alfaguara de 1998, cuando a la una de la mañana regresábamos de una fiesta en los Jardines de la Ciudadela y frente a la Lonja un asaltante armado de un cuchillo cortó las correas del bolso de Tulita y huyó con su botín por las callejuelas oscuras del barrio gótico mientras Juan lo seguía a toda carrera, yo corría detrás de Juan para agarrarlo de la chaqueta y detenerlo porque no pensaba que fuera sensato interrumpir la gira del premio debido a que ambos fuéramos cosidos a puñaladas. Y siempre encontrándonos en el Hay Festival de Zacatecas, en el de Xalapa, en el de Cartagena, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en la de Miami, en la de Bogotá, en la de Buenos Aires, feriantes, enferiados, adonde la pasión de la literatura lo lleva a él y me lleva a mí, el mismo viento impetuoso que arrastra a tantos Juanes como hay en él.




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Nos hemos encontrado en Buenos Aires no pocas veces. Cuando el ya dicho Premio Alfaguara en 1998, para la época de la Feria Internacional del Libro, caminábamos por una de las calles de Palermo, y entonces entró a toda prisa a una librería de esas que siempre están abiertas e iluminadas a medianoche, y sigue siendo el único lugar del mundo donde ocurre el milagro, para comprar un libro sobre el tango y regalárselo a Tulita, aunque una cuadra después me dijo, y esta es una frase que uso para saludarle cuando nos vemos: «El tango es un coñazo...».

Yo le había escrito a Ezequiel, hijo de Tomás Eloy Martínez, quien trabaja en el suplemento literario «Ñ» del diario El Clarín, que la próxima vez quería visitar la tumba de Tomás, y así lo hicimos una tarde de primavera del mes de noviembre de 2010, ya cuando el verano va encendiéndose en el cielo austral sobre el río de la Plata. Pero, primero, Ezequiel nos llevó a Tulita y a mí, y a Juan y Pilar, a visitar la Biblioteca Pública Municipal «Miguel Cañé» de Boedo, donde trabajó Borges escribiendo a mano fichas para dar entrada a los libros en el catálogo, y de donde fue destituido en 1946 a la llegada del peronismo, nombrado a cambio inspector de gallineros y aves de corral, porque, entre otras cosas, al poder le gusta el escarnio. Ahora estaban desocupando el segundo piso para instalar los libros de Tomás, su escritorio, sus papeles, todo como él lo dejó, como si fuera a vivir allí al lado del cubículo que ocupó Borges, los dos entregados a amena conversación, y qué interminable, si tienen la eternidad entera. Algo de eso escribí en el libro de visitantes, que a ambos les esperaba una plática sin fin de la que es una lástima perderse.

Luego recalamos en el café Margot para el almuerzo, allí mismo en Boedo, invitados por Josefina Delgado, la secretaria de Cultura del gobierno de Buenos Aires, y por fin, a bordo de una camioneta del mismo ministerio, parecida a un vehículo celular de la policía de esos que recogen borrachos díscolos en las madrugadas, con una reja divisoria atrás para transportar libros, y no prisioneros, enfilamos hacia el Cementerio Memorial de Pilar, no sin antes detenernos en un puesto de flores pues Tulita, mi mujer, quería llevarle a Tomás unas rosas rojas.

Hay que viajar unos cincuenta kilómetros por la ruta 9 que va a Rosario, siempre congestionada de vehículos, a través de suburbios prósperos marcados a uno y otro lado por desarrollos residenciales, centros comerciales, supermercados, fábricas, agencias distribuidoras de coches, como si la ciudad se empeñara en no terminar nunca y olvidara sus confines, hasta que dejamos la autopista por una vía secundaria y llegamos a las puertas del cementerio amurallado, escondido entre arboledas.

Es uno de esos cementerios que parece un silencioso campo de golf, con sus suaves colinas verdes, tersas como alfombras, los árboles sembrados en lugares estratégicos por los paisajistas, araucarias, álamos, sauces, un sicomoro, de esos mismos de la Biblia, los senderos de grava apacibles, discretas bancas para el descanso y la contemplación, y en los prados impecables las tumbas marcadas por pequeñas placas entre la grama, todas iguales, las inscripciones grabadas con la misma tipografía. Infinita uniformidad del parque funerario, hasta donde la vista no alcanza.

Ezequiel nos condujo hasta el sector K, donde reposan las cenizas de Tomás al lado de una vecina desconocida, ya será cosa de sus habilidades cordiales de buen conversador, de las que siempre hizo gala, para ver si podrá hacer amistad con ella; no necesitarán hablar solamente de libros, a Tomás le sobraban los temas, y están los eternos de la vida y de la muerte que siempre lo sedujeron.

El sector K. Algo hay en esto del mundo cerrado y a la vez vacío de Kafka, y en el prado verde donde los pájaros trinan por fuerza para que sea un paisaje apacible verdadero, alguna puerta secreta habrá hacia el otro paisaje desolado donde se alza el castillo desierto al que el señor K., el agrimensor, tratará inútilmente de llegar. Tomás, solícito como siempre, lo ayuda a rellenar el formulario de inscripción que han enviado del castillo mismo para que el forastero pueda alojarse en la posada del pueblo, en la que Tomás ya tiene un cuarto. ¿Qué puede enseñarle Tomás al viajero inexperto que no sabe para qué lo han llamado, mientras conversan a la hora de la cena en el estrecho comedor de la posada que huele a col ácida ya rancia? Puede enseñarle, para empezar, que toda mentira hay que convertirla en verdad, y viceversa, que la literatura es eso, borrar las fronteras entre lo vivido y lo imaginado. Es lo que buscó siempre, y ya lo ha encontrado.

No en balde en su lápida hay inscrita una frase suya: «Nos pasamos la vida buscando lo que ya hemos encontrado». Ezequiel retira el tubo, de los que hay en cada una de las tumbas, y que sirve de florero, y va por agua a uno de los grifos. Sus flores, y las nuestras, allí juntas, y luego permanecemos en silencio, un silencio profundo, mientras arriba en el cielo soleado, porque es ya tiempo en que oscurece tarde, las nubes pasan lentas, y yo diría, tan indiferentes.

¿Por qué prefirió Tomás que sus cenizas quedaran aquí, en un cementerio donde para venir a verlo es necesario organizar toda una excursión? Porque su esposa venezolana, Susana Rotker, crítica literaria y crítica de cine, profesora de letras, muerta años atrás en un absurdo accidente en New Brunswick, New Jersey, atropellada por un camión, está enterrada muy cerca, en un cementerio judío. Es lo más próximo posible que Tomás, que se salvó entonces de morir en aquel mismo accidente, pudo quedar de ella.

Un escritor es siempre todos sus libros, desde la primera línea hasta la última; y cuando vamos de regreso a Buenos Aires por la carretera siempre atestada, y hay ya señales del crepúsculo, pienso que esa inscripción en la lápida de Tomás, y todo lo que escribió, párrafos, páginas, en lugar de quedarse congelados cobran vida cada vez que abrimos uno de sus libros, o volverán a cobrarla cuando alguien en el futuro vuelva a abrirlos, y así habrá Tomás para siempre, no solo en el eterno diálogo con Borges en Boedo, prestándose libros entre ellos y hablando de los libros de los otros, contándose chismes, además, porque eso a los dos les encantaba, sino en su diálogo con quienes ahora los leemos y con quienes habrán de leerlos mañana.







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