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Ideas de la «Católica Impugnación» de Fray Hernando de Talavera

Francisco Márquez Villanueva





Las verdaderas dimensiones de la obra gigante de Fray Hernando apenas si las empezamos a columbrar.


Juan B. Avalle Arce.                


La reapertura del debate en torno a la realidad, naturaleza y extensión del fenómeno judaizante, sobre todo en lo que toca al problema de los orígenes de la Inquisición1, concede renovada actualidad al testimonio todavía no exhausto de una de las escasas fuentes directas del mismo. Se trata de la Católica impugnación del herético libelo maldito y descomulgado que en el año pasado del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo de mil y quatrocientos y ochenta annos fue divulgado en la ciudad de Sevilla, impreso en Salamanca en 1487. Conservado en un único ejemplar de la biblioteca Vallicellana de Roma y puesto en el índice inquisitorial de 1559, fue reeditado en 19612 con texto a cargo de Francisco Martín Hernández más un estudio preliminar de Francisco Márquez Villanueva.

Sus orígenes remotos se hallan ligados a las denuncias recibidas por Fernando e Isabel en sus estancias sevillanas de 1477 y 1478 acerca de la presencia de focos judaizantes de la ciudad3. Según el relato, que cabe tomar por oficial, del cronista Femando de Pulgar, se inició a su raíz una campaña de catequización confiada a un equipo de religiosos cuyo esfuerzo «aprovechó poco»4 pues los conversos negaban o encubrían sus yerros, a la vez que continuaban en sus errores judaicos, lo cual motivó la gestión diplomática (adscribible a don Fernando) para obtener de Sixto IV la bula fundacional del Santo Oficio de la Inquisición (1 de noviembre, 1478). Aunque el cronista presente como sucesivos ambos cursos de acción es casi seguro, por simples razones de cronología, que se originaran simultáneamente, además de por separado en torno a uno y otro monarca, con doña Isabel a favor de la catequesis. Bajo forma de predicación, ésta fue patrocinada de modo nominal por el cardenal don Pedro González de Mendoza5 en cuanto arzobispo de Sevilla, con delegación en su provisor el obispo de Cádiz don Alonso de Solís. La dirección efectiva del proyecto corrió sin embargo a cuenta de fray Hernando de Talavera (1430?-1507), entonces prior del monasterio jerónimo de Prado en Valladolid, confesor y consejero estrechísimo de doña Isabel6.

La presente obra de fray Hernando menciona en una carta preliminar la circunstancia algo dramática de cómo fue la reina en persona quien le hizo entrega, en visita a su monasterio de Prado7, de cierto libelo en que un desconocido judaizante sevillano le contradecía y atacaba por la orientación doctrinal de la campaña. Aunque el texto pueda darse por definitivamente perdido, el rumbo general de su argumentación, así como el detalle de algunos de sus discursos particulares, pueden ser bastante bien reconstruidos a través de la impugnación con que fray Hernando procede a rebatirlo casi punto por punto. Es de señalar que su planteamiento no era tampoco el de un estricto judaizante sino, al menos en su punto de partida, el de un abogado de la práctica simultánea de ambas leyes, por lo cual fray Hernando lo tilda repetidas veces de hereje seguidor de los antiguos judaizantes Ebio, Taciano y Chirinto. El impugnador, exasperado por la defensa del judaísmo, que considera su verdadero foco, no deja de maravillarse de lo deleznable de su teología y pone en duda que el autor fuera, como se proclamaba, un sacerdote y para colmo cristiano viejo. Su refutación no plantea mayores problemas a fray Hernando, que repetidamente señala su manejo abusivo de las Escrituras, sus toscos errores en materia de historia eclesiástica y hasta la ignorancia de llamar pecado contra natura a la simple fornicación (224)8. La Católica impugnación tiene como foco los mismos argumentos centrales de su catequesis andaluza: cumplimiento en Cristo de las profecías mesiánicas, caducidad definitiva de la antigua Ley y rechazo paulino de toda distinción entre convertidos del judaísmo o de la gentilidad. Mirado a siglos de distancia, si el libelo consigue en ciertos momentos interesar por sí mismo, ha de ser en efecto por la mezcla de inocencia y osadía con que llega, por ejemplo, a referirse al Viejo Testamento en términos de tal confusión mental como «Ley del Padre»: «Dice este malvado que Jesucristo, nuestro Redentor, nunca se apartó de la ley del Padre, llamando a la ley mosaica ley del Padre, mas yo nunca leí, ni oí que la ley mosaica se llamase ley del Padre»9 (p. 113).

El libelo sevillano de 1480 es sin duda un documento importante en la historia religiosa española, pero mucho más por su valor psicológico y su sintomático anticipo de una espiritualidad avanzada que no por ninguna profundidad doctrinal ni cristiana ni judía. Carecía su anónimo autor de preparación remotamente comparable a la de los rabinos participantes en las grandes controversias del siglo10, aunque pueda en algún momento recoger algún eco particular de aquéllas. Su táctica, a primera vista tan extraña, de abogar por el judaísmo a partir de los Evangelios y del ejemplo de Cristo, venía probablemente de la apologética con que Profiat Durán y otros se habían dirigido antes a conversos muy adentrados ya en el cristianismo11. La inexistencia de un desafío teológico de altos vuelos, no impide que la Católica impugnación sea por otras razones un libro difícil a la vez que indispensable tanto para la matización del problema religioso de los conversos como del impacto a izquierda y derecha del fenómeno inquisitorial. Fray Hernando no abriga grandes temores por la carga doctrinal del libelo, pero sí lo considera ominosamente catastrófico por sus repercusiones bajo unas circunstancias en que lo religioso se halla inextricablemente mezclado con lo social y con lo político. Hombre de sensibilidad evangélica, adscrito de forma inequívoca a la devotio moderna y a las tendencias pre-erasmistas y pre-iluministas típicas de sus hermanos jerónimos12, se le tuvo siempre como opuesto a la Inquisición y por lo cual le esperaba la venganza de aquélla al final de su virtuosa vida13. La redacción del libelo sevillano se inserta en el crucial lapso cronológico que transcurre entre la bula de Sixto IV y el primer nombramiento de inquisidores (Medina del Campo, 27 de septiembre de 1480). No refleja todavía el impacto de las primeras actuaciones del Santo Oficio y, aunque «ve que viene su día en que los pecados serán demandados» (236), tiene por blanco inmediato a la persona del prior de Prado en cuanto responsable de la campaña andaluza y de las Constituciones contra prácticas judaizantes redactadas por éste en nombre del cardenal Mendoza para toda la archidiócesis. Los tales «herejes» han rechazado con deliberación el ramo de olivo que se les tendía y el alegato clandestino juega ahora en manos de los partidarios más extremos de la mano dura. El libelo es un claro acto de resistencia que desacredita a fray Hernando no en ningún terreno teológico, sino en la instancia personal de cabeza de la tesis opuesta a salidas violentas del problema. Rectilínea y transparente, la Católica impugnación es por ello un libro anegado en todo momento por el amargor de la decepción, del fracaso personal y de la derrota política.

Fray Hernando no pone nunca en tela de juicio el principio de que toda herejía sea considerada menos que crimen capital. No hay delito más execrable, repite una y otra vez, que el que atenta contra la fe y, sin paliativo ni excusa, herejes y apóstatas son para él reos de muerte. El libelista sevillano es sin duda uno de éstos y por eso le cabe la fundada sospecha de que haya sido uno de los eclesiásticos que las primeras actuaciones de la Inquisición sevillana han conducido a la hoguera14. Escritas, por tanto, con posterioridad a la puesta en marcha del aparato represor a principios de 1481, las páginas de Talavera consideran sus actuaciones andaluzas como un castigo merecido y, aún peor, torpemente buscado. El caviloso jerónimo alaba el celo de los Reyes, pero dista en cambio de extender su beneplácito a la Inquisición, que evita llamar por su nombre y que a las claras es para él un tema molesto y que no desea abordar en forma directa. Si fray Hernando parece conforme a veces con el principio inquisitorial (contrario como se sabe al rabínico) de que la guarda de una sola ceremonia judaica sea materia suficiente de condena, es también visible cómo en otras ocasiones se muestra vacilante o retraído ante el compromiso: «Es verdad, que en algunos casos deben morir como largamente lo dispone el derecho canónico y también el derecho civil» (p. 83). Si la práctica de las ceremonias que tanto combate (circuncisión, degüello de reses, lavado de cadáveres, abstención de ciertos alimentos) es ofensa grave, menciona como opinión fundada, pero puesta en boca ajena, la tesis de que una sola de ellas, referida en particular a los enterramientos, sea bastante para inculpar de herejía: «Ca yo oí decir a persona de gran autoridad que no era más menester para los condenar a todos de herejía» (203). De un modo significativo, la Católica impugnación mantiene el contrapeso de un concepto moderado del delito de apostasía, en que los conversos incurrirían sólo «si dejan del todo la santa ley evangélica» (180). Siendo aquí de recordar que el autor del libelo no llegaba tampoco a proponer de un modo expreso dicho abandono, sino la mayor perfección del guardar ambas leyes y el rechazo de prácticas como el culto a las imágenes y de una doctrina trinitaria que dice supuestamente «mal entendida».

Lo que por este camino resulta más notable, dadas las circunstancias de la Católica impugnación, es verla sostener con meridiana claridad la exclusión del poder civil en una jurisdicción inquisitorial que no desaprueba, pero que para él se halla por entero reservada a la Iglesia y su jerarquía15. Y aún es mucho más de notar que lo haga en términos, esta vez directos, al comienzo de la solemne carta a los Reyes, cardenal Mendoza, prelados y grandes del reino que sirve de prólogo a su libro:

Porque las herejías no solamente han de ser extirpadas, confundidas y corregidas por castigos y azotes, mas, según la doctrina de los santos apóstoles, por católicas y teologales razones. Por lo cual, la Inquisición de este crimen detestable y mayor de todos los crímenes, fue reservada a la jurisdicción eclesiástica, prohibida y vedada a la seglar... (68).


Tales afirmaciones son sin duda extrañas y hasta desafiantes tras la botadura de la Inquisición estatal de los Reyes Católicos, que es aquí el gran torcedor causante de un inédito giro teológico-canónico del problema. Resultan en cambio aquéllas normales y esperables desde la perspectiva de la polémica en torno al problema religioso de los conversos desencadenada por la insurrección toledana de 144916. Juan XI en 1451 y Enrique IV en 1462 obtuvieron también bulas para efectuar una Inquisición en sus reinos y se ha comentado bastante el hecho de que, al menos esta segunda vez viniera propuesta por los mismos conversos17. Se trata de una verdad a medias, pues si en efecto la región toledana conoció en 1461-1462 ciertas actividades abrigadas bajo tal nombre, éstas se hallaban controladas por el general de los jerónimos, el también probable converso fray Alonso de Oropesa18, para desmentir y cortar el paso a las predicaciones incendiarias del franciscano fray Alonso de Espina. Una inquisición, sí, pero de tipo estrictamente eclesiástico, de carácter para-pastoral y no de primera intención represivo, además de puesta en manos de conversos de sólida doctrina que veían como asimismo culpables las manipulaciones interesadas a que tanto se prestaba aquel conflicto de naturaleza no estrictamente religiosa. Fray Hernando continuaba por el mismo carril aun después de iniciada aquella Inquisición de tan nuevo cuño teológico-jurídico y por eso seguía describiendo su propia campaña andaluza como «la inquisición, que entonces hicieron en Sevilla el reverendo obispo de Cádiz y el prior de Prado» (83). Fray Hernando se negaba a aceptar la realidad de que el significado de la palabra inquisición hubiese cambiado para siempre en aquellos últimos meses. Era todavía la voz de Oropesa en su libro Lumen ad revelationem gentium19, elevándose por última vez frente a la del Fortalitium Fidei (1459) de Espina20, única destinada a resonar como oficial en España por siglos venideros.

Se comprende bien por esto que fray Hernando considerara finalidad primordial rebatir al autor del libelo en su «porfía de llamar su parte a los nuevamente convertidos del judaísmo» (224). Así, por ejemplo, cuando afirma que los tales son mejores cristianos por guardar también los mandamientos de la ley de Moisés, sin tener en cuenta que (aparte del contrasentido) eso podrá quizás decirse de «algunos malos cristianos de aquella su patria», pero no de «muy muchos buenos cristianos nuevos, que no saben ni por sueños qué cosa sea para la guardar, ni una jota de ella» (113). Conforme a cierta distinción frecuentemente escuchada acerca de una diferencia marcada entre los de Andalucía y los de Castilla21, la Católica impugnación ataca al libelista por malicioso y mendaz al asumir la voz de todos los conversos, cuando «por la bondad de nuestro Señor son muchos, especialmente acá en estas partes de Castilla» (214) los que para nada se diferencian de los demás en materia de fe y costumbres. El castigo de los malos ha venido, por el contrario, a redundar en «acrecentamiento de fe y de toda virtud y aun de honra verdadera a los buenos conversos» (236). Cierto que hay malos cristianos entre los procedentes del judaísmo como de la gentilidad, lo mismo que en ambos casos se dan también los que guardan «no sólo los mandamientos, mas aun también los consejos» (175), según acredita la existencia de santos canonizados de todos linajes (de origen judío había sido San Ildefonso, arzobispo de Toledo).

Quiere decir que fray Hernando, a la vez que condena a los judaizantes, mantiene como una de sus prioridades rebatir allí la acusación de culpa colectiva del grupo judeo-converso, idea básica de la política de Pero Sarmiento en 1449 que vino a ser de hecho consagrada por la Inquisición y ha resultado bastante cómoda para mucha de la moderna apologética que viene pasando por crítica tanto cristiana como judía. Su Católica impugnación constituye en esto un valeroso llamamiento a la razón y a la justicia ante un problema sin duda grave, pero que de ningún modo podría ser sustraído a los marcos del derecho y de la caridad cristiana. Su capítulo 8 rubrica «Que yerra gravemente el que denuesta a los cristianos nuevamente convertidos, llamándolos marranos y marrandíes y mucho más llamándoles herejes» (82). El consejo de los santos concuerda con las leyes civiles para ordenar que los nuevamente convertidos «han de ser honrados y muy humanamente tratados» (83). Fray Hernando no va a negar lo innegable, si bien no halla tampoco en esto nada de ambiguo ni de eximente desde el punto de vista de su condena moral. Sus palabras son, una vez más, transparentes y sin alternativa:

Verdad es que, en esta manera, no sin gran ofensa de Jesucristo son denostados y vituperados algunas veces los nuevos cristianos y los descendientes. Lo cual es grande ofensa de nuestro Señor Jesucristo, porque los que a su santa fe se convierten, como los santos dicen y aun como las leyes civiles quieren, han de ser honrados y muy humanamente tratados. Mas aquel nombre tan deshonesto y tan descomulgado, nunca lo puso ni lo llamó buen cristiano, ni hombre cuerdo y temeroso de Dios (82-83).


Y sin embargo, lejos de saborear ningún triunfo, fray Hernando se siente aquí por una vez acorralado. Se ve que le duele en extremo no poder tachar, como tantas otras veces, de mentiroso al libelista cuando éste pasa a denunciar la «enemiga» o prejuicio de los cristianos viejos hacia los judeoconversos. Es cuestión a la que ha de volver a menudo y a la que dedica buena parte del capítulo 31, sobre «cómo yerra gravemente el que a los cristianos nuevamente convertidos tiene malquerencia y aun el que la tiene a los viejos» ( 147), como sospecha también de esto último al anónimo libelista. Ningún cristiano tiene enemiga «a los cristianos convertidos del judaísmo», pues por el mero hecho de abrigar tales sentimientos dejaría de ser ya discípulo de Cristo. Quienes guarden tal enemiga «tiénenla como hombres malos y no como fieles cristianos» (148). Caso distinto se plantea cuando los tales convertidos delinquen gravemente, pues entonces no hay yerro en la malquerencia, sino aborrecimiento de las malas obras y no de las personas. Sólo que incluso en tal caso de justicia habrá de prevalecer sobre ésta el supremo mandamiento de la caridad cristiana, enemiga hasta donde humanamente posible de la violencia:

Pero, aun entonces, los buenos y verdaderos cristianos quieren y procuran con mucha caridad y no con enemiga la corrección y enmienda de los nuevamente bautizados, como se debe procurar la de otros cualesquiera cristianos, que delinquen y yerran en cualesquier pecados (148).


Fray Hernando aborda con gran delicadeza el problema de la antigua Ley (central en aquella contienda) y desde bases confesadamente paulinas, además de cercanas a las del Lumen de Oropesa, desarrolla en múltiples direcciones la tesis de su definitiva caducidad. Contra el libelista, la Ley de Moisés no es ahora despreciada ni puesta al rincón, pues sólo se encuentra en retiro «como a madre anciana y honrada, que huelga ya y descansa, pasado su oficio en su muy buena hija, la santa ley de Gracia» (180). Tras la resurrección de Cristo no cabe distinguir entre judíos y gentiles, ni entre conversos de la gentilidad o del judaísmo, como también resulta un dislate tener a Cristo y su Madre como los primeros «conversos» (85-6), según hacía el aturdido sevillano. Todos los que han aceptado al Redentor son ahora pueblo de Israel y los judíos que entran en el cristianismo «no pierden la ley mosaica, mas dejan la guarda de ella, como cosa que ya es dañosa y no provechosa» (179). Lo peor del libelo, piensa fray Hernando, es su contribuir a una innecesaria y odiosa separación entre cristianos, conforme a lo que él llama la pravedad encizañadora de los hacereses de siempre.

De nuevo se pisa con esto un terreno conocido. El impugnador se nutre de la gran polémica de 1449 que ha prevenido a los espíritus más responsables acerca de un futuro del carácter más ominoso, en el que se juega una vida colectiva irremediablemente escindida para desgracia común de todos. El discurso de fray Hernando es ahora un epidesarrollo del Defensorium unitatis christianae (1450) de don Alonso de Cartagena22, ese texto que ningún español consciente puede leer, incluso hoy día, sin un profundo estremecimiento. Escrito contra el principio de exclusión indiscriminada de Pero Sarmiento y su «teórico» el bachiller Marcos García, le toca esta vez predicarlo no a una derecha de extremistas pre-inquisitoriales, sino a una izquierda de espíritus pretenciosos y confusos (los eternos «desarrados» de Maimónides), tan alejados de la realidad como para creer que todo su enemigo es en aquello el evangélico prior de Prado. Tras el advenimiento de la Inquisición, éste les reprocha su literal haber jugado con el fuego que han atraído sobre ellos mismos, igual que el cronista Hernando de Pulgar, otro judeoconverso clarividente, los acusaba con visible irritación de «una ceguedat tan necia e una inorancia tan ciega»23.

Consternado, fray Hernando sabe que el daño es ya irreparable. Es lo que justifica que su impugnación haya puesto de hecho más ahínco en los signos visibles de la apoetasía que no en lo puramente teológico o doctrinal. No es difícil comprender por qué singulariza en especial la afición de los conversos sevillanos de escasos medios (los pudientes dotaban capillas en iglesias o monasterios) a enterrarse en unos corrales de los conventos de San Bernardo y de San Agustín que, por hallarse prácticamente en campo abierto y extramuros de la ciudad, podían considerarse tierra virgen, además de ser lugares poco vigilados24. El impugnador leía correctamente su función como elemento crucial para una identidad no sólo religiosa del grupo, en lo cual residía para él, según ya sabemos, lo más insidioso del problema. Como forma ostentosa de disidencia, los enterramientos eran ideales para suscitar la clase de «calumnia y opinión y la división y diferencia... entre cristianos nuevos y viejos» (204) refutada a lo largo de seis capítulos (59-65). En ellos casi por única vez tenía dificultades para rebatir a su adversario, pues fray Hernando no negaba abrigar también fuertes escrúpulos sobre el comercio de sepulturas en iglesias y cementerios, que sólo consideraba lícito y no simoníaco en el caso (ciertamente anómalo) de que dichas transacciones se efectuaran antes de su consagración como lugares sacros25. Llevado de elementales razones de salud pública, pero también de una ancestral sensibilidad judía, el libelo expresaba su aborrecimiento de una práctica que conlleva el hedor y continua remoción de restos humanos en el interior de los templos. Talavera se limita a oponerle la necesidad primordial de no diferenciarse de los otros cristianos y a recomendar de paso la devota compunción que a las almas inspira el «ver a menudo las sepulturas de los muertos y sus calaveras y huesos» (209).

La Católica impugnación es por lo mismo un documento inestimable acerca de diversos aspectos socio-antropológicos del mundo particular del converso. La protesta del sevillano incluía también, por ejemplo, expresiones despectivas hacia el mundo cristiano por su tolerancia de la prostitución, tan contraria a las tradiciones judías relativas a la santidad de la familia y el matrimonio26. El libelista no se abstuvo tampoco de proclamar la superioridad intelectual de los cristianos nuevos, que en este caso elevaban a su perfección una doctrina de Cristo y sus apóstoles que decían mal entendida por la Iglesia y toscamente practicada por la rutina e inferioridad intelectual del vulgo venido de la gentilidad. Era sin duda una difundida persuasión interior del grupo, cuyo legítimo peso cultural resultaba entonces más visible aún que ahora, pero que en ocasiones podía, como en este caso, prestarse a gestos de inoportuna y grotesca petulancia: ¿cuál mayor que aquel paseo deconstructivo a través de ambas leyes? El desconocido autor ponía allí en crudo la primera piedra de un tema llamado a proliferar con tantas manifestaciones de desprecio a la ignorancia del villano como habían de surgir en el siglo siguiente y de modo especial y falsamente jocoso en el teatro a partir de Juan del Encina (Auto del repelón, etc.). Fray Hernando se subleva ante la alegada superioridad de lo judaico, que el libelo extremaba hasta expresiones de la más chusca oralidad:

Iten dice que el judío dice: bendito sea Dios y el cristiano dice: descreo de Dios con la vaca y del puto que me la vendió. Mas yo digo que, si el cristiano acogota la res descreyendo o renegando, yerra en ello y debe ser bien castigado, pero que erraría más degollando y bendiciendo por guardar la ley mosaica o la ceremonia judaica (p. 223).


Lejos de asociaciones pintorescas, se pulsa aquí uno de los resortes básicos de toda la cuestión conversa en la realidad del afán de poder, ostentación y engreimiento que el cronista Andrés Bernáldez llamaba «inpinación e lozanía de muy gran riqueza e vanagloria»27, del grupo y que tanto contribuyó a la movilización demagógica contra el mismo y a la popularidad inicial del Santo Oficio. Naturalmente, no es éste el momento de apurar la extensa y rica lección implícita en todo el minucioso debate. Fray Hernando reacciona desde una estupefacción inicial y su sorpresa prueba, una vez más, cuán ajenos y desconocedores eran aquellos conversos evangélicos del mundo real de la clandestinidad judaizante, que por ello tendían a devaluar. El libelo es, de un modo u otro, una aguda y virtualmente única manifestación polémica en sentido judaizante, pero no hace sentido si no es como orgulloso gesto de desafío realizado desde una conciencia de impunidad más bien que de autodefensa. Queda por ello en pie hasta el día de hoy el problema de su sinceridad y verdaderas intenciones. Como no se cansa de repetir fray Hernando, sus tesis son hueras en la estricta perspectiva de ambas leyes y su única justificable pero torpe estrategia sería la de requerir para el grupo el barniz de un reconocimiento de facto, desde el cual pasar después a una apostasía formal al judaísmo. De no ser así, tendríamos en aquellas páginas un notable hito o testimonio alternativo de lo precoz de una ambigua asimilación en abierta marcha hacia el tipo y conciencia del marrano como nuevo factor de la vieja y conocida ecuación.

De un modo u otro, y dicho en otro lenguaje, el libelista no hace teología, sino política religiosa, y Talavera ha de responderle, acorde, en ese mismo plano. La Católica impugnación ha sido escrita desde una esencial conciencia de riesgo bajo el doble propósito de rebatir al libelista, a la vez que de cerrar el paso a una represión indiscriminada contra los conversos y a un establecimiento permanente de la misma. Fray Hernando, puesto en trance de dar su brazo a torcer ante la realidad de su fracaso, se niega a apoyar sin embargo a la Inquisición estatal sobre otro terreno que no sea el de una medida de episódica urgencia, pero que ni aun como tal deja de suscitarle profundas reservas en cuanto a principios. Conforme a lo ya obvio en este escrito polémico, tuvo siempre fama de contrario al Santo Oficio y sabemos que, en efecto, se negó años más tarde al establecimiento de tribunales en sus diócesis de Ávila y después de Granada28. Ha sido lógico pensar que la dilación en aplicar la bula fundacional de la Inquisición se debía a la actitud contraria de un influyente grupo en que Talavera fuese una de las cabezas29, y es preciso recordar en esto cómo en los casos anteriores de 1451 y 1462 el proyecto represor había caído por esto mismo en el vacío. Aparte de otros avanzados puntos doctrinales que no son para este momento, como su crítica de abusos en torno a las imágenes y expresiones de sabor a lo Wycleff30 acerca de predestinación y actitud hacia ministros indignos, su Católica impugnación ofrece sobrados asideros para su entrada en el Índice inquisitorial a partir del de Valdés en 1559.

Es preciso comprender, finalmente, que por muchas simpatías que hoy pueda inspirarnos, no era fray Hernando de Talavera ningún liberal moderno. Suscribía, como todos, la ilicitud de la conversión forzada quia caetera potest homo nolens, credere autem non nisi volens (171), pero ni él ni ningún teólogo medieval se planteó a fondo lo que tal reconocimiento suponía en una esfera de vida real, que era la única en que aquello contaba. Su patria ideológica eran los discursos hispano-medievales con que la más alta instancia de la intelligentsia conversa había dicho ya su palabra cristiana ante la irresponsabilidad herética con que Pero Sarmiento y Marcos García propugnaban una política de odios declarándose inspirados, frente al Rey y al Pontífice, por el Espíritu Santo31. Talavera era el último en defender a cara descubierta una tradición generosa que no iba a morir con él, pero que en adelante sólo podría vivir en la clandestinidad. Fray Hernando resultaba anacrónico no sólo por representar una voz del pasado, sino más aún por elevarla cuando el Estado moderno traía consigo un control del pensamiento desconocido e imposible ni aún para los peores tiempos del desorden feudal. El pleito había sido fallado en contra y la pena por lo que ahora constituía, un discurso transgresivo quedaba sólo aplazada hasta los días del inquisidor Lucero. Desde su primer momento la Inquisición supo que sus mejores armas eran la memoria y el acecho: el dossier y la oportunidad política, mucho más que no la hoguera. La triste derrota final de fray Hernando, instrumentada por el franciscano Cisneros y el dominico Deza, era el epílogo natural del forcejeo en que por medio siglo las órdenes mendicantes venían abogando por la violencia socio-religiosa. El discurso anti-judaizante de la Católica impugnación vale también como una lanza rota en defensa de la plenitud de eficacia del bautismo, es decir, contra la herejía práctica de 1449 que la España oficial se decidía a abrazar en aquellos días. Para nosotros, su definitiva enseñanza ha de ser una sana persuasión acerca de la complejidad en torno al magno hecho inquisitorial y de las inéditas reacciones humanas que en torno al mismo se desencadenaban. Y también de lo lejos que aún estamos de comprender a fondo las paradojas, circunvoluciones y líneas cruzadas del problema converso.





 
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