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ArribaAbajoAviso sexto

Á donde se le avisa y enseña al forastero se guarde y huya de otra manera y suerte de hombres, que de ordinario anda en la corte, cuyo trato y conversación también es peligrosa y dañosa


Las grandes repúblicas y poblaciones -dijo el Maestro- desde el principio del mundo, luégo que las hubo en él, siempre trajeron consigo este daño é incontinente de encerrar dentro de sí, á sobra de los buenos, otros que no lo son tanto, con color de los ocupados, no pocos ociosos al olor de los ricos; una manera de gente necesitada, viva de ingenio y pobre de bolsa, que de día comen á vista de quien pueden y de noche estudian más de lo que saben ni alcanzan.

Es el hombre de su naturaleza terrible, cauteloso, sagaz, vivo, amigo de su provecho, deseoso de conservarse á menos costa y trabajo suyo. Así lo dijo Herodoto en el libro 1º; y Eliano en su libro 10 de su Varia Historia, dijo: «De la misma manera que los peces del mar se hallan pocos sin espinas y escamas, también entre los hombres vagantes y ociosos se hallan pocos sin malicia, cautela, engaño ó invención.» Cicerón en el libro 2º De Officiis, dice que esta manera de hombres son peste para los otros; y esto, aunque, como dije, en todas repúblicas y en todas edades se ha visto y se ha hallado, se ha lloradoel daño que esta manera de gente acarrea y trae, con todo eso en ninguna tierra ni patria se ve tanta diferencia de estos zánganos como en España, por ser nuestros naturales españoles poco inclinados á las artes y oficios mecánicos y á todo aquello que es trabajo, requiere flema y sufrimiento. Dijera mucho de lo que esto me dolía y lastimaba, pero suficientemente habré cumplido con mi ánimo y deseo, que es de guiar y avisar al forastero recién venido á la corte, para enseñarle á huir de los peligros de ella. Cuando llegáremos á tratar de los libros que será conveniente que lea, le advertiré y enseñaré que, de lo que escribe Juan Botero en sus Relaciones Universales del Mundo, lea al padre Pedro de Guzmán, de la Compañía de Jesús, en el libro que intituló: Bienes del honesto trabajo, y Daños de la ociosidad, y hallará tantos desengaños y tantas verdades de lo que vamos diciendo, que le obligue á mirar entre qué hombres anda, y con qué manera de gentes comunica.

Yo, señores, tengo larga experiencia, por los muchos años que há que en esta Corte vivo y habito, que además de los hombres ociosos y sobrados, invencioneros y cavilosos de que hemos avisado y advertido al forastero que se aparte y guarde, hay otras muchas diferencias y géneros de ellos, que si al principio parece que es de poca consideración el daño y perjuicio que su comunicación y trato puede hacer, tocado después con las manos, se han visto ser notables los que se han seguido á los que los han admitido y tratado. Primeramente hay una manera de hombres en la Corte, que quien los conoce bien les ha dado el nombre que se les debe, y así les llaman pegadillos, porque bien así como entre la obra de manos de Medicina y Cirugía se usan para contracaídas y dolores una manera de emplastos ó parches á que llaman pegadillos porque no se despegan ni desasen de la parte á que los aplicaron hasta que, ó chupan el humor ó quitan el dolor, así este género de hombres que digo, si una vez se os hacen encontradizos y se arriman á vos y os huelen que sois forastero, no se despegarán de vos hasta que os acaben, ó la paciencia ó la bolsa, y muchas veces entrambas. Acuérdome, que recién forastero y nuevo yo en esta Corte, la primera vez se llegó á mí un hombre de buen talle y hábito, y viéndome preguntar por la casa de cierto consejero, me dijo adónde era y me acompañó hasta ella. Entró dentro, habló con los criados, dióse tan buena maña y diligencia, que aunque tardamos un rato, al fin me dió audiencia aquel señor del Consejo. Yo salí de allí agradecido, y queriéndome despedir de él en la calle, diciéndole que bastaba la merced que me había hecho sin haberle servido en nada, que yo iba hacia la calle Mayor á comprar no sé qué niñerías de encomiendas, á que él respondió que de ninguna manera me dejaría, porque si en algo me había servido en casa del señor del Consejo, más me podía servir en aquello, porque allí tenía particular conocimiento con aquellos joyeros y me podía hacer haber aquellas cosas con más comodidad: yo procuré excusarme y excusarle, y con todo eso porfió tanto que hube de llevarle conmigo, y si se ha de decir todo, no me hizo mal tercio en la compra. Era tarde; corría ya la una; preguntóme que adónde tenía la posada, y señalándole yo parte donde la tenía, que era á los Caños de Alcalá, él me respondió que como hombre que sabía más bien la tierra y el lugar, me llevaría por parte que me diese menos el sol, que le hacía á la sazón bien grande, respecto de estar los días caniculares en su principio. Vile tan cuidadoso de mi salud y tan diligente en mis negocios y tan cortés y aprovechado en mi favor, que, aunque yo le porfié, no hubo remedio, sino que se cargó, aunque yo no quise, debajo de su capa, de algunas cosas que no pudo llevar el esportillero, que, puestos en mi posada, me pareció demasiada grosería ó cortedad no convidarle á comer, á que se hizo él poco de rogar, diciendo que lo aceptaba por no volver con la siesta hasta su casa. Añadimos á la pobre olla de forastero un poco de fruta y unos pasteles; comimos y parlamos, y haciéndose hora de salir á negociar, no fué menester poco para despedirle de mí.

No era, pues, amanecido otro día cuando mi hombre estaba en mi aposento, dióme los buenos días; dijo, que pasando de San Jerónimo, de donde venía, le pareció que no cumplía con la voluntad y amor que me había cobrado, si se pasara sin saber cómo me había ido aquella tarde de negocios; yo le agradecí el cuidado, y diciéndole si quería desayunarse; á lo que él respondió que por haberse sentido la noche antes con un poco de dolor de cabeza, se había acostado sin cenar, y pues yo comía tarde, que sería bien que nos desayunásemos antes de salir de casa, aunque no fuese sino con un bizcocho mojado en un poco de vino de lo caro, que con esto se solía hallar él bien. Á esa cuenta repliqué yo:

-¿También me quiere hacer merced hoy de honrar mi posada y comer conmigo?

-Siento tanto -dijo- el comer solo, que por gozar de su buena conversación de vuesa merced, me quedaré de mucho gusto; demás de que no quiero comer el pan de balde; desayunémonos y vamos á negociar lo que hay que hacer, que á todo vengo dispuesto.

Vista su resolución, hube de prestar paciencia; y supuesto que, como él decía, había de comer mi pan, valíme de su razón y ayudéme de él para saber las casas de aquellos con quienes había de negociar.

No pudimos despachar nada por la mañana; comimos, y volvimos sobre tarde, y fué de modo, que eran las diez de la noche, y no pudiendo apartarle de conmigo, fué fuerza que, como comió, cenase. Yo le previne de que yo no cenaba carne, por tener flaco estómago. Él me respondió que se holgaba que hasta en esto nos pareciésemos; que tenía por cosa sospechosa para la salud cenar mucho; que su cena era unas lechugas, ó borrajas cocidas, dos huevos en cáscara, frescos y blandos, y un bizcocho y unos granos de anís. Hízose así. Después de haber cenado, deseando yo abreviar y despedirle, él alargó la conversación de modo que ya eran las doce; á que él añadió otra, que yo no esperaba, que fué la del decir que él vivía con un hermano suyo de mala condición; que era tan tarde, que no se atrevía á desasosegarle; que dijese á la huéspeda que hiciese una cama, que él la pagaría; y yo haciendo muy del cortesano y muy del obligado, me corrí de oirle decir semejante cosa, y añadí que todas las veces que quisiese y le fuese de gusto, la haría yo hacer; palabra que él tomó tan de veras y con tanta puntualidad, que en tres meses que estuve de aquella vez en la Corte, jamás faltó á comida, cena y cama, y aun si parara aquí; pero algunas veces se alargó á sacarme, por gentiles trazas, para zapatos, medias, cuellos y sombrero, y aun alguna vez para la comedia; de modo, que sin haberle menester, porque, como sabéis, yo siempre me he servido de un hombre con espada y otro sin ella, con un mayordomo, demás de un solicitador ó agente, y un compañero de mesa y aposento, que en la mula estaba para irme, y en el camino, y allí entendí que no se desasiera y despegara de conmigo. Mirad si á esta manera de hombres con razón les dan el nombre de pegadillos, de que no hay poca abundancia en esta Corte.

-¡Notable suerte de gente! -dijo don Diego- y me habéis hecho grande bien en avisarme.

-Si no hubiera más de ellos -replicó Leonardo;- pero hay infinidad de ellos, hay los capigorras y milites.

-Holgaré de que me deis á entender estos nombres -repuso don Diego.

-Eso haré de buena gana -dijo Leonardo- con licencia del Maestro. Cuanto á lo primero, los milites son un género de gente de razonable hábito, que, aunque vistan de negro, traen medias de color, jubón de gamuza, plumas en el sombrero, plateado y guarnecido el aderezo de espada y daga, bigotes robustos, aspecto terrible, que pisan por la calle Mayor como en campaña, a compás de la caja; acuden á las lonjas, saben nuevas, tienen avisos de los intentos del Turco, las revoluciones de los Países-Bajos, el estado de las cosas de Italia, descubren nuevas Indias, y, últimamente, á la una del día comen si se lo dan; y aunque no hayan salido sino hasta Cartagena á despedir una compañía, se llaman los señores milites. Suélense hacer convidados sin convidarlos, piden prestado, fiado á no volverlo, y comen á costa de los que han de matar. Yo os prometo que habiéndole dado á uno mi mesa y casa más de seis meses, ofreciéndoseme en la Puerta del Sol una pendencia con un hombre, que se arrojó conmigo algo de palabras, hube de reñirla yo por mi persona, y me valió el saber yo menear los puños, que donde no, me matara este enemigo; y este tal milite, en todo el discurso de la pendencia, no sólo fué para desenvolverse en mi favor, pero ni aun para poner paz; con que él corrido y yo enojado, deshicimos la compañía para siempre jamás; y de estos lo que ha de hacer don Diego es huirles el aire y guardarles la boca; y si alguna vez encontrare con alguno, darle de comer caridad es; oírle, tiempo ocioso; y creerle, cosa peligrosa. Si se le ofreciere alguna pesadumbre, ríñala y averigüela por su persona, y no sustente valientes á hablantes de ventaja, por mejor decir, porque dos cosas, decía un hombre gran cortesano, que era n malas para compradas: la valentía y la honra; porque en la una lo barato es caro, y en la otra lo verdadero es falso.

Hay otro modo y suerte de gentes, que se llaman capigorras, los cuales con hábito de hombres estudiosos y de escuelas, se entretienen en esta Corte vanamente; unos haciéndose astrólogos, sacando pronósticos de las cosas por venir, anunciando sucesos, levantando figuras, haciéndose oráculos, siendo la verdad que en toda su vida abrieron libro ni estudiaron proposición de Astrología. Otras veces se hacen conocedores fisonómicos, declaran por las rayas de manos cuando se hallan entre gente ignorante y fáciles de persuadir, como son mujeres, adonde muy á lo gitano les venden el gato por liebre, diciéndoles desde una mentira hasta ciento.

-¿Qué sentís, señor Maestro -dijo don Antonio- de esto de Astrología?

-Materia es grave -respondió el Maestro- y que requería más espacio el averiguar lo que acerca de eso tienen y sienten hombres doctísimos y gravísimos. De haber ciencia de los astros y cielos, principio es cierto y asentado; pero que los hombres mortales puedan reducir á punto fijo lo práctico de esta teórica, como en el arte Medicina el conocimiento de las complexiones individuales, téngolo por cosa, sino imposible, á lo menos muy dificultosa. Extrañamente habla de la Astrología san Agustín en la narración 2ª sobre el Salmo 31. San Juan Crisóstomo en la Oración de Providencia. Tertuliano en el Apologético contra los Gentiles y en el libro de Idolatría. Lactancio Firmiano en el libro 2º de las Divinas Instituciones, capítulo 17. Alvino Flaco, ó Alciuno, en el libro de los Divinos Oficios, debajo del título de «Epifanía». San Basilio en su Examerón, homil. 6. San Ambrosio en su Examerón, lib. 4, cap. 4. San Gregorio Papa en la homil. 10 sobre los Evangelios. Taciano en la Oración contra los Griegos. Bardefanes, autor sirio antiquísimo, como lo refiere Eusebio en su Preparación Evangélica, en el lib. 6, cap. 8. Orígenes y otros autores que pudiéramos traer, sienten mal y dan por sospechoso lo práctico de esta facultad y arte. Y quien quisiere ver todo lo que toca á esta materia de una vez, lea de los modernos de nuestros tiempos á Icario Martiniengo, Brixiano Abad, general de la Congregación Lateranense de los Canónigos regulares de san Agustín, en el 2º tomo de su Glosa Magna, y al doctísimo varón el P. Benito Pereira, de la Compañía de Jesús, en sus Comentarios sobre el Génesis, adonde tratando de la Astrología judiciaria en el libro 2º, donde prueba, con ocho razones fortísimas, que aunque los astrólogos tuvieran suma y perfecta ciencia de los astros del cielo, no pudieran en el juicio práctico adivinar las cosas por venir, y trae las razones que á ello le persuaden; y para mayor confusión de los que dan tanto crédito á estas cosazas, esfuerza de nuevo la razón de Fabrino, filósofo antiguo, disputando contra los caldeos, y lo trae Aulo Gelio en sus Noches Áticas, libro 14, cap. I; pero para no cansarse y ahorrar de lances, el demasiado curioso vea el eruditísimo varón, el P. Alejandro de los Ángeles, prefecto de los Estudios del Colegio Romano, de la Compañía de Jesús, en el libro que intituló Contra los Astrólogos, impreso en León de Francia el año de 1615, á costa de Horacio Cardón, que á este impresor en Francia, y á Juan Keerbegio en Flandes, verdaderamente se les debe agradecimiento al cuidado con que han impreso tanta variedad de libros, si bien acá en España podemos también estimar el cuidado con que lo han hecho nuestros naturales y en nuestros tiempos, especialmente en esta corte, Pedro de Madrigal y Luis Sánchez, impresor del Rey.

-Felicísima está España, en nuestra edad, en lo que es materia de libros -respondió Leonardo;- y volviendo á nuestro principal intento, digo que estos capigorras ó estudiantones que andan en corte, es menester que el forastero les huya la cara y se aparte de su conversación, porque son grandes embelecadores, consumen la hacienda de aquellos á quienes se dan por muy amigos, y no sirven sino de gastar mal el tiempo y aun infernar el alma.

-Cuando yo andaba en hábito de estudiante en Madrid -dijo don Antonio- me sucedió con uno de estos una cosa graciosísima; á lo menos, sin ser yo gracioso, me enseñó á decirle una gracia ó donaire que se celebró no poco. Había yo acabado de hacer un manteo y sotana de unas lanillas que se usaban entonces, traídas de Inglaterra y Flandes; traía este señor licenciado, que se me había dado por amigo, un manteo y sotana de una bayeta que no había en ella más que la memoria de haberlo sido, que, como decía bien otro amigo mío, aquel proverbio antiguo: rábanos y queso tienen la Corte en peso, se ha de entender así: rábanos y queso tienen en peso los estómagos y la bayeta de los cuerpos; pues llegó á mí un día el bueno de mi licenciado, dióme cuenta de que ciertos deudos suyos principales habían venido á esta Corte, y que para visitarlos por no ir en tan ruin hábito, que le prestase yo mi manteo y sotana, que, hecha la visita, me lo volvería al punto. Yo no tuve cara para negárselo, que por esto se llaman gentiles-hombres, literatos ó femiliteras, capigorras, porque no sólo se hacen gorras de la comida, si una vez se la dais, sino de la casa, vestidos y dinero, coche, caballos y criado, y aun otras veces de otras cosas, que entran más en hondo.

Vistióse el manteo y sotana, y vínole por mis pecados tan al justo, que parece que se había hecho para él, tanto, que no sólo pareció que se había hecho para él, sino que era él el que lo había hecho, según lo iba deshaciendo sin querérselo quitar.

Venía un día cansado y díjome:

-Comamos, que os prometo que vengo hecho una pera de molido.

Respondíle yo:

-¡Ojalá vos fuérades pera y no hombre!

Y replicándome él que para qué, dije yo:

-Para mondaros y quitaros la corteza que es mía.

Entendió el símil y comparación, y aunque no era de cera ni se corría de nada, confundióle la sentencia y picóle a gracia, y cayó en la culpa y yerro que había cometido, y quitóse el manto y sotana á un tiempo que, aunque yo no era rico ni entonces estaba heredado, pareciera más pobre de lo que era si me lo volviera á vestir; y así, volviéndoselo á dar, le dije:

-Hasta aquí le habéis traído por fuerza; desde ahora le traed por mi gusto.

-Con razón -dijo don Diego- se celebró el dicho, porque verdaderamente fué agudo y mordaz. No os divirtáis de lo que nos íbades prometiendo de estos capigorras ó estudiantes falsos. Acerca de los daños que hacen con fingirse astrólogos y matemáticos, quirománticos, adivinadores, ó por mejor decir, embusteros, podrá ser que de ahí salga algún ejemplar escarmiento como yo le he menester, porque soy tentado por saber cosas nuevas, y si no me espantáis las orejas con algo que me haga asombro ó me sirva de freno, podrá ser que me pierda por ahí más que por otra parte, porque soy amicísimo de saber.

-Algunas cosas -dijo Leonardo- han sucedido, unas de risa y otras de lástima. Oíd lo que me contó cierta persona los días pasados.


Novela y escarmiento nono

Tenía cierto hombre de este lugar, hombre de tratos y de negocios en diferentes mercaderías, altas y bajas, á fin, por decirlo de una vez, hombre ocupado en materia de ganar hacienda, una mujer muchacha y hermosa, en quien jamás había tenido hijos. Son los hijos una de las trabazones y lazos que hay en el estado del matrimonio, que ayudan á conservar la paz y el amor de los casados, y tal vez de no haberlos resultan algunas desazones y sinsabores, si bien en los que son buenos casados y buenos cristianos, pequeña ocasión es esta para la obligación que hay para conservar la uniformidad conyugal: una mujer muchacha, de buena cara, de ojos despabiladores, cascos livianos, piés sueltos, amiga de galas y de inclinaciones ruines, casada con un hombre rico, más inclinado á ganar hacienda que á decir amores, compuesto de costumbres, ni demasiado curioso, ni demasiado mozo, aquí sin mucha astrología, se suele adivinar el suceso: viviendo en Corte, sobrando la hacienda y no faltando la libertad, uno de los muchos paseantes que hay en Madrid, que se llaman paseantes de á pié y de á caballo, que otros por otro nombre les dicen aventureros porfiados, porque en todas calles pisan y á todas horas pasean, dió en pasear y solicitar esta mujer casada: el negocio llegó al peor estado que pudo, que persuadida de las mentiras del hombre, de su talle, y algunas dádivas bien flacas, se rindió, que no debiera; y como estos enamorantes cortesanos, ricos de palabras y pobres de obras, primero estudian en cómo han de enamorar y luégo en cómo desquitar lo que dieron, cuando vió caído el pájaro en la red, íbala pelando suavísimamente, y entre otras cosas que la quitó, fué una riquísima sortija de diamantes: habíasela dado su marido á ella cuando se casó, respecto de estimarla en mucho, por haber sido de su padre y abuelo. Pidióle un día el marido la sortija para cotejar el diamante con, otro que le vendían; y como no la tenía en su poder, pareció que satisfacía al marido con decir que se le había perdido, cosa que el marido llevó mal y mandó que desvolviese toda la casa de alto á bajo para buscarla, y no sólo esto, pero amenazó á la mujer si no parecía la sortija, de que serían desde aquel día malos amigos, porque era argumento de poco amor hacer tan poca estimación de lo que él tenía en tanto. Aunque la mujer de suyo era libre y soberbia, con todo eso se acobardó y temió al marido. Estaba tan abrasado por la pérdida de la sortija, que diera gran parte de su hacienda porque pareciera. Tenía por amigo á uno de estos matemáticos ó astrólogos, que algunas veces comía en su casa sin convidarlo: pidióle encarecidísimamente que echase un juicio y alzase una figura sobre en qué parte estaba aquella sortija, y si había de parecer ó si se la habían hurtado á su mujer: que es una de las cosas más perniciosas y peligrosas que hay en esto, que dicen que saben estos astrólogos ó matemáticos, el adivinar los hurtos, de donde se sigue de semejante permisión grandes daños é inconvenientes para las haciendas y aun para las conciencias, y aun un universal escándalo en los ánimos de los que se precian de buenos cristianos. El susodicho licenciado huésped del tendero no sabía más astrología que un caballo; tenía unas efemérides y unas tablas de mágico y una esfera de Sacro Bosco, más por cumplimiento que por entenderlas, como libros de médico de aldea, con que tenía persuadido al marido de aquella dama, que era otro Can ó Zoroastes: pidióle que miráse esto de la sortija, y ofreció de hacerlo con ánimo de decirle dos mentiras cuando le apretase, como me contó á mí cierto hombre de crédito, porque era un gran señor y príncipe, que tenía en su casa, viviendo en Sevilla, un comprador ó despensero que hacía estos pronósticos de si ha de llover, si ha de ser bueno el año, y como lo supiese este señor á quien servía, y le preguntase, qué cómo hacía aquello sin saber latín, ni haber estudiado jamás, respondióle:

-Señor, esto hago por entretenerme y sacar cuatro reales á costa de los labradores que lo creen como si fuera verdad, y lo que hago es: tomo un almanaque ó pronóstico del año pasado y póngolo todo al revés, de modo que á donde dice que se ha de coger mucho trigo, se cogerá poco, y si dice que tal día hará sereno, digo que hará nublado, y he tenido tal dicha, que dos ó tres años arreo ha sucedido como yo lo he dicho, con que he ganado la mayor opinión de astrólogo de todo el mundo.

Riólo mucho este señor, pero mandóle que de allí adelante no lo hiciese. No sé si le obedeció, pues andan tantos pronósticos. Nuestro licenciado era de esta manera de astrólogos; con todo eso, como tenía más de socarrón que de letrado, y deseaba conservarse en la amistad del tendero, echóse á soñar sobre qué se podía haber hecho la sortija: dejó de poner los ojos en las nubes y las manos en el astrolabio que no entendía y púsolos en la facilidad de la mujercilla y en algunas conversaciones que admitía, y como es mal ladrón el de casa, fué con más malicia aquellos días mirando en un hombre que paseaba más que otros la casa y calle, y dió en mirarle de los piés á la cabeza, y luégo haciendo un juicio con la astrología de las tejas abajo, dijo:

«Esta mujer ha dado esta sortija á este hombre.»

Y haciendo y diciendo, hallándose solo con la mujer, le dijo así:

-No es cosa nueva que un hombre quiera á una mujer y una mujer á un hombre, y más en esta Corte, á donde una buena cara de mujer y la mucha solicitud de un cortesano holgazán son como el codicioso y el tramposo, que luégo se encuentran y llegando el negocio á que se quieran bien, tampoco es dificuloso de persuadir que, á compás de cómo se quieren, se regalen, pues obras dicen que son amores y dádivas quebrantan peñas, y la fineza del amor consiste, no en esperará que se pida lo que se apetece, sino en adivinar lo que se desea y madrugar á darlo antes que se imagine lo que se quiere pedir. Estas son las finezas de amar, que esotras son fullerías de pelar. Todas estas salvas os he hecho para que sepáis que soy perro viejo, que nada me espanta, porque por todo he pasado. Yo he echado de ver (porque ya sabéis que soy astrólogo y medio adivino) que queréis bien á cierto gentil-hombre, no de mal talle, vestido de luto, que ya vos me entendéis. Yo sé que los días pasados, burlando este hombre con vos, os quitó de las manos aquella sortija de diamantes, por que anda tan penado vuestro marido; ya sabéis en lo que él la estima; á ese galán le es de poca consideración, y cuando queráis obligarle y regalarle, en vuestra casa hay harto con qué; dad traza como la sortija parezca y se vuelva, que os va toda la paz de vuestra vida con vuestro marido, que de mí haced cuenta que esto cayó en un pozo, mas me cabe en el estómago.

La mujer, si bien al principio comenzó á negar, y aun á enojarse con el estudiante, al cabo, al fin como mujer, persuadida de que aquel hombre sabía aquello por arte del diablo, porque había sido decir mentira y sacar verdad, pues estuvo su fortuna del estudiante en hablar acaso y dar en el caso como había sucedido, ella toda turbada, robado el color del rostro, comenzó á llorar y á decir:

-Vos, señor, sabéis mucho, esa es la verdad; yo di esa sortija á ese hombre; temo pedírsela porque le quiero bien; temo á mi marido, porque estima la sortija; deseo que vuelva á mi poder y no sé cómo; en vuestras manos pongo mi vida y mi honra, y aun mi gusto; pues sabéis tanto, aconsejadme lo que deba hacer para que salga bien del peligro en que me veis puesta, que os doy la palabra, que si hasta aquí no os he sido buena amiga y he reñido á mi marido porque os traía á comer tan á menudo y os presta tantos dineros sin tener vos de qué volvérselos, que desde hoy en adelante os seré leal y fiel servidora, haciendo buena cara y aun buena correspondencia á todas vuestras necesidades.

El estudiante agradeció esta oferta, y protestando ante todas cosas el silencio y secreto, le dijo que pidiese al amigo la sortija, diciéndole la estimación que su marido hacía de ella, y si reparaba en el interés y el valor, que le diese otra joya que valiese dos tantos, y que si picaba en celos y en sospechas de que era de otro para darla á otro, que cuando la viese fuera de su mano ó de la de su marido, tomase la venganza que le satisfaciese más en cualquiera de los dos. Parecióle bien á la mujer este consejo, y que el galán vendría en darle, pero añadió á esto:

-¿Vuelta la sortija á mi marido, cómo tengo de decir que ha parecido?

-Á eso -respondió el estudiante- también diré lo que se ha de hacer: Luégo que tengáis la sortija, id á uno de vuestros cofres á donde más ropa tenéis y ponedla en el suelo de él debajo de la ropa, dadme las señas del cofre y de la parte á dónde está, y dejadme á mí lo demás.

Con esto la mujer se partió agradecidísima, hízose todo como había dicho y aconsejado el dómine, y de allí á dos días llegóse el estudiante al marido y abrazóle y díjole:

-Gracias á Dios, que ya no se perderá la sortija de los diamantes, que vuestro abuelo dió á vuestro padre y vos á vuestra mujer.

-¿Qué me decís? -respondió el marido- que no me podíais dar nueva de mayor gusto y contento; ¿hurtáronsela ó perdióla?

-Á la mi fe, que me ha costado -respondió el estudiante- un buen por qué el sacarla de rastro, porque no ha quedado libro de astrología que no he revuelto. Dentro de vuestra casa está la sortija, en una cuadra á donde, entre otras cosas, están puestos arreo tres cofres de pellejo de caballo, en el postrero, que está debajo de una ventana, en la parte que mira al Oriente, en el suelo del mismo cofre: debajo de una pieza de esta manera de telas blancas que llaman cotonía, se le cayó á vuestra mujer sacando otra pieza de tocas que allí tenía; llamáronla de priesa cuando quería volver por la sortija y cerrar el cofre, puso el cuidado en el negocio que la estaban diciendo, cerrólo y olvidóla: vino la noche y acostóse, y cuando á la mañana hizo memoria de la sortija, nunca pudo dar en si se le había caído, si se la habían tomado; pero vayan al cofre y veréis cómo es verdad lo que os digo.

Fueron allá al momento, hallando las propias señas que le había dado y la sortija en la parte que decía, con que ganó notable crédito de grande astrólogo y matemático con el tendero o tratante, y por el consiguiente con la mujer, por lo que queda dicho; pero no paró aquí el suceso del caso, porque como la mujer vivía temerosa, persuadiéndose á que el estudiante por su astrología y ciencia sabía todo lo que ella hacía, dió en regalarle y acariciarle, y la que hasta allí gruñía y reñía su asistencia en casa y lo que el marido gastaba con él, ahora era la primera que le favorecía y que le repartía en la mesa el mejor bocado, y le socorría sus necesidades á hurto del marido. Todo esto se le hizo muy de nuevo al señor de casa y comenzó á sentir mal de ello, y habiendo hallado familiarmente y en secreto hablando á horas extraordinarias al estudiante con su mujer, lleno de celos y de impaciencia, le llamó aparte y le dijo así:

-Señor astrólogo ó matemático ó lo que es, teniéndole lástima por haberle conocido en mi mocedad en Salamanca, ya sabe que sin otras obligaciones, desde que un día me llegó á pedir en esta Corte ocho reales prestados, contándome sus trabajos y pobreza, todas las veces que él ha querido, ha tenido mi mesa y plato, y sin eso, ya los cuatro ya los ocho reales cuando los ha tenido necesidad: paréceme que desde unos días á esta parte mi mujer que era la que no podía verle, le oye sus embustes y embelecos más espacio y más con gusto que solía, y le veo más medrado de ropa y con más buen pelo; no querría que esto segundo fuese á costa de mi hacienda y aquello primero á costa de mi honra, ni que haya de salir tan caro el diamante perdido, que pierda yo mi honor y reputación, y aunque más astrología sepa, sabré yo matarle á palos si tal imaginase; y para excusar este inconveniente y desgracia, hágame gusto, que no atraviese más los umbrales de estas puertas.

Suspenso estuvo el estudiante un rato; pero volviendo luégo en sí, medio riendo le dijo:

-Bellacamente paga vuesa merced, señor compadre, lo que yo he vuelto en su ausencia por su honra y aun por su hacienda, que pudiera ser, que si no fuera por mi astrología, estuviera más de lodo que está: no soy yo el que le hago la guerra, y si su mujer me regala y acaricia, no lo hace porque le diga amores sino porque calle quien se los dice; ni ella es amiga de astrólogos ni matemáticos, sino de galanes y amantes; abra los ojos y cierre la boca, y quéjese de quien le ofende y no de quien le ha servido como yo.

Y diciendo esto le volvió las espaldas, sin que fuese poderoso á hacerle esperar por cuanto le dijo ni hizo. Veis aquí de lo que sirve la amistad y trato de estos echacuervos, charlatanes y chocarreros. Era hombre de bien el tratante ó tendero; comenzó á cavar sobre lo que le había dicho, y en el pensamiento y en el corazón con la melancolía, dió en rondar y velar su casa á todas horas, encontró en una bien desgraciada al galán de la sortija con su mujer, matóla á ella y él escapó tan mal herido, que aunque no se supo jamás de él, se presume y sospecha que también acabó y murió.

-¡Terrible lástima! -dijo don Diego- en verdad que me habéis escarmentado de fuerte, que huya trescientas leguas de estos semejantes estudiantones, que hablan tan largo y les coge tan poco en el estómago.

-También -dijo don Antonio- hay otra manera de hombres en esta Corte entre estudiantes y seglares, que los llaman semipoetas ó coplistas, que se precian de que traducen ó que trabucan libros y componen ó descomponen comedias, aunque la amistad y conversación de estos no es tan dañosa ni perniciosa, sino más entretenida. También si cogen á manos á un forastero, que le huelen que tiene un poco de humor, ni le dejan en la posada ni en la calle, gastándole el tiempo que há menester para sus negocios, llenándole la cabeza de vanidades; y como nunca son muy ricos ni sobrados, también se pegan á la bolsa y le sacan la parte que pueden.

-¿Son -dijo Leonardo- unos que ahora se llaman críticos?

-Algo es de eso -respondió don Antonio- y ni yo sé por qué se pusieron ese nombre, digo estos, que de los observantes y estudiosos antiguos no hablo; porque crisis es un vocablo de naturaleza griego, de la facultad de la arte médica, que quiere decir juicio, del verbo crino, que es juzgar, porque en los días que llaman los médicos días de juicios, como son en las enfermedades agudas el seteno, el onceno ó catorceno, con la observancia de sus cuentos y sucesos, conforme á sus entradas ó salidas, hacen juicio de la enfermedad.

-No está tan sin propósito puesto el nombre como vos decís -dijo el Maestro- porque llamar críticos esos hombres ingeniosos, es querer dar á entender que son observantes del rigor de los términos del arte, y que profesan y juzgan la verdad del rigor de la observancia, y como jueces se llaman críticos.

-¿Y qué me diréis -replicó don Antonio- de un modo de hablar que han inventado tan escabroso y oscuro estos críticos, que apenas hay hombre que los entienda, poniendo contra todo el estilo del arte antigua, el sustantivo dos leguas del adjetivo y el nominativo supliéndolo á catorce renglones del verbo, y la oración con más intercadencias adverbiales, que un pulso de una enfermedad letal á los fines? Os doy la palabra que son enfadosísimos y que me pensé caer de risa, leyendo los días pasados cierta obra de uno de estos críticos, que él tiene por grandiosa y heróica, y que se acabó un capítulo y otro, iba casi á la mitad y todavía se sobreentendía el nominativo antecedente del otro capítulo en el verbo del otro, que era menester un perro perdiguero, para que sacara por el olfato el principio de la oración. Estos hombres verdaderamente con esta jerigonza de oraciones en cifra y españolizando vocablos griegos y latinos, que apenas tienen parentesco fuera del cuarto grado con el idioma de nuestra nativa lengua, han de venir de aquí á cincuenta años á perturbar la castidad de nuestro romance, ó á necesitar á la república á que vede sus escritos ó los haga vocabularios nuevos. Contóme una cosa de mucha risa cierto amigo mío, diciendo que uno de estos que se le había dado por muy familiar, después de haberle escrito en su alabanza y para ciertos amorcillos, ciertos sonetos y romances, le envió á pedir veinte reales prestados, y este hidalgo, no por no dárselos, le respondió en su estilo crítico un billete á lo socarrón de harto donaire.

-Por vida de don Antonio -dijo Leonardo- que nos le refiráis.

-No era cosa para tomar de memoria -respondió don Antonio- pero diré lo que me acordare.

Los veinte que me pidió reales no tengo, si bien mi deseo con vuesa merced grande de servirle, los posibles pasa límites de gratisfacerle, la más que conocido ha mostrado voluntad en todas las ocasiones de me honrar y favorecer con sus extremadas en todo visitas, sutil, que es ingeniosa conversación, en que mejore y aumente el que puede, que es Dios, y pudo dársela. El que le guarde Dios, amen.

-Donoso estuvo ese gentil-hombre vuestro amigo, y sin darle los dineros que le enviaba á pedir, le respondió á lo socarrón dándole una estocada crítica por los propios filos.

-No todos -dijo el Maestro- tienen autoridad para formar estilos y modos de hablar nuevos, y siempre se ha de observar el estilo de los mayores, y se le debe á la antigüedad aquella reverencia; como dijo el otro labrador, bueno es lo que es bueno, cuando es bueno, y primero por el camino carretero. Aunque Justo Lipsio escribió tan bien, siempre se reconoce aquella castidad por lo limpio y puro en el latín ciceroniano.

-¿Quién me mete á mí -dijo don Diego- con Justo Lipsio, ni con Cicerón? yo procuraré huir esos ratos ociosos, si Dios me guarda mi juicio.

-Á la mi fe, señor -dijo Leonardo- no todas veces está en la mano de los hombres el librarse en la Corte de esta gente sobrada; porque huelen á una legua á un forastero con dinero fresco, y unos por poeticantes y otros por cantantes ó encantantes, han de comer de aquel dinero recién venido, que quiera que no quiera el que lo viene á gastar. ¿Hay cuento de mayor donaire que el que nos refirió don Sancho, si os acordáis bien? Había venido de la Andalucía, tomó posada en buena parte en uno de los mejores barrios de esta Corte, en un cuarto bajo de una casa de razonable presencia. Ya sabéis que don Sancho se trata bien, y que hace más de lo que puede su renta. Olió al forastero recién venido cierto guitarrista, de repente medio bufoncillo: como la sala del recibimiento estaba casi en la calle, entróse de golpe, cogióle comiendo; y don Sancho llevado de su buen natural y obligado de dos frialdades, que le contó con una voz de azuda de Toledo, con dos ó tres mentiras que le refirió, venidas de sobre mar en carreta, mandóle dar un doblón, acudió el guitarrista al cebo y no había día que faltase á comida y cena, como si los doblones fueran juros sobre muy buenas fincas. Enfadáronle á don Sancho sus frialdades y cansóle el gasto de los doblones, y como entraba ya el invierno mudóse al cuarto de arriba, y dijo al señor de la casa que le hiciese gusto de que si viniese á preguntar por él aquel chocarrero, que le respondiese que ya se había mudado á otra posada. Hízose así; sintió el susodicho gracioso la falta del doblón cotidiano, estuvo á la mira y vió cómo don Sancho no se había mudado, antes vivía en el cuarto alto, y como no le daban los criados entrada por haberlo mandado así su señor, aguardó que un día estuviese comiendo, trajo una escalera, arrimóla á la pared y entró con la guitarra en la mano por la ventana de arriba: «Buen don Sancho, buen don Sancho, no se me irá el doblón por alto ni por bajo»; de modo que le obligó á que cayéndose de risa, mandase que se continuase el darle el doblón, hasta que se fué de la Corte.

-Aún ese, donaire tuvo -dijo don Diego- si bien estuvo pesado y porfiado; pero yo desengañárale desde luégo con cortesía, para que no me obligara en ella á que hiciera con él más de lo que podía mi caudal.

-Otros hombres -prosiguió el Maestro- hay peores que estos y que suelen hacer mayores tiros á los forasteros que se meten con ellos, á que llaman arbitrarios ú hombres que dan arbitrios. Contaros hé lo que sucedió á un pobre labrador de mi tierra que vino á ciertos negocios suyos á esta Corte, con uno de estos que llaman arbitrios ú hombres de arbitrios, con quien le encontró su fortuna.




Novela y escarmiento décimo

Es la Mancha una tierra, como ya sabéis, necesitadísima y falta de agua toda la parte que la antigüedad llamó Espartaria: parécese en ella notablemente, así en aquel pedazo que mira al Mediodía, como la que está pegada á las faldas de las sierras Valerianas, llamadas así de Tolomeo y ahora sierras de Cuenca. Es esto en tanto grado, que en un lugar de tan grande población como San Clemente, que tiene de tres mil casas arriba, no hay más de un pozo de agua dulce, y en Villa Robledo, que es de otra tanta población como este, no hay más de otro que llaman la Mina; aún en la villa de Vara de Rey, á donde yo nací, hay agua dulce, y entre los demás pozos un cuarto de legua del lugar hacia la parte que mira al mediodía, hay un pozo que llaman de doña Elvira, de agua tan dulce y delgada y de tan notable propiedad, que si echa un pastor ó se le cae un caldero de los de su ganado en el pozo, á pocas horas de cómo está en él sale tan limpio y tan resplandeciente como si fuera nuevo, comido toda la corteza y la tez y suciedad que tenía, que es argumento que la agua de este pozo es corriente, y que pasa y se baña por algunas minas de acero; y verdaderamente si se pusiera cuidado y se abriera la tierra, cerca del pozo se hallaran minerales de hierro y de acero y por ventura de alguna plata. Volviendo pues á nuestro principal propósito, digo que un labrador que vivía hacia el campo de Barrax, que es otra tierra más abajo, vino á esta Corte á ciertos negocios de importancia: padécese y pásase en su tierra, como he dicho, grandemente necesidad de agua, así para beber como para las moliendas; y acertóle su fortuna á encontrar en la posada donde posó con un hombre ingeniero ó tracista, que había dado con un arbitrio para que un molino moliese sin agua, ni sin que trajese la rueda ningún animal como la tahona, ni sin que le tocasen mano ni pié de hombre, ni sin que moviese sus velas viento ni aire, antes era un modo de molino á forma de un reloj, que con el artificio de unas piezas y ruedas, llamándose unos movimientos á otros y unos pesos á otros, venía á hacer una moción tan grande que traía la rueda con tanta velocidad y fuerza como los molinos de agua. No le creían á este hombre, ni se podían persuadir los que le comunicaban á que tuviese tan grandioso el efecto como él decía; y para esto, como el modelo que él había hecho era tan pequeño que no pasaba de tres cuartas en alto, quisiera hacer un molino tan grande como los demás molinos de agua. Tenía de costa lo que él decía la fábrica, trescientos ducados; no se hallaba con ellos ni quien se los prestase, porque ya en el mundo que corre, el ingenio más agudo y sutil no es buena fianza para la seguridad de un real castellano, y mejor se presta sobre una prenda que sobre un entendimiento; porque dice el tratante ó mercader, que de más importancia le es una pieza de plata que pese cien reales, que la agudeza de un ingenio que parta un cabello. De la melancolía de hallarse sin este dinero había caído en la cama el ingeniero ó artífice del molino á tiempo que el bueno de nuestro labrador de la Mancha llegó á esta posada á posar: era hombre de sencillas entrañas; tenían los aposentos juntos; era al principio del invierno y las noches largas; pasóse á ver al enfermo y á consolarle, y preguntándole por su enfermedad, dióle cuenta de todo lo que hemos referido, y añadió á esto: Que si hubiera quien le prestara los trescientos ducados para hacer el primer molino, se atreviera á ganar con él en dos años más de dos mil. El labrador procuró enterarse más de la traza del molino, y pareciéndole buena y que en su tierra había tanta necesidad de ella, se concertó con el ingeniero y le prestó doscientos ducados que traía para dar á un señor de un censo de su lugar. Hicieron su escritura entre los dos de concierto, y entregándole el modelo pequeño el ingeniero al labrador, dejando los negocios en el estado que estaban, se volvió con el modelo á la Mancha para mostrarlo por allá y hacer los cien ducados que le faltaban para trescientos, y traérselos luégo al punto al artífice. Llegó con su invención el labrador á su tierra y sin sus doscientos ducados, y su mujer y los parientes no sólo hicieron burla de él, sino que perdían el juicio, de ver que con unas matracas de tinieblas, que así llamaban los labradores á la invención que traía de su molino, le hubiesen cogido su dinero y más que aquellos doscientos ducados no eran suyos, y era forzoso que vendiese para pagárselos al señor del censo, que se los dió, el trigo y vino que había cogido, y aun las mulas de la labor, y los frutos andaban aquel año tan baratos que apenas había para todo; él daba voces y decía que se empeñasen y comprasen el molino, que los había de hacer á todos ricos; pero ellos le dieron tal mano á reñirle, y el señor del censo, sabido el caso,que apretaba por su parte por su hacienda, que le obligaron á volver á Madrid con su modelo y á deshacer el contrato y á tornar á cobrar el dinero que había dado; pero fué su desgracia que en los días que él hizo esta ausencia de Madrid, al ingeniero se le agravó de suerte la enfermedad, que al catorceno vino á morir de ella, y como había estado en Madrid dos ó tres años en la asistencia y prosecución de este su arbitrio, estaba tan cargado de deudas y trapazas, porque tenía llenos de esperanzas á trescientos codiciosos con aquel su molino soñado, que no hubo en los doscientos ducados para pagar la cuarta parte de sus deudas, antes el entierro y funerales se hizo de limosna. Vino el pobre labrador, y cuando pensó cobrar su dinero, halló muerto y en la forma que hemos dicho al autor del molino, y fué tal el sentimiento que tuvo y la pesadumbre que le dió el suceso, que perdió el juicio. Yo le vi por mis ojos en la ciudad de Toledo loco, hecho pedazos, sin camisa, que andaba cantando por las calles aquel cantar viejo que dice: «¿Molinico, por qué no mueles? porque me deben el agua los bueyes»; y últimamente, después me dijeron que acabó miserablemente en un Hospital. Veis aquí lo que trae y acarrea el allegarse á semejantes hombres y el darles crédito.

-Aún eso -dijo don Antonio- no me espanta, y otro cualquiera de más ingenio y experiencia que el labrador, se pudiera cegar con la codicia de ganar en cada un año dos mil ducados con prestar trescientos. Sucedió desgraciadamente, muriósele el ingeniero que ya pudiera ser ver rico al labrador.

-Señor don Antonio- respondió el Maestro- no niego yo que eso no pudiera ser así, pero he traído este ejemplo para que escarmiente don Diego y los demás forasteros que vinieren á sus negocios á la Corte, no se entremetan en más que en sus negocios, que unos por creer á hombres como estos, otros por hacer fianzas, otros por arrendar puertos, otros por tratar en mercaderías, los hemos visto venir á la Corte muy ricos y volver en camisa y aún sin ella y pidiendo limosna.

Aún otro género de gente, señor Maestro, os diré yo de más peligro y que cada día hacen sus heridas en forasteros, si bien no son tan grandes ni tan terribles los golpes, que son una manera de hombres que llaman barateros ó del baratillo, y se entran por las casas de posadas, y en conociendo al forastero que lo huelen á tiro de arcabuz, sacan á vender bujetas de algalia, que son por de dentro un poco de miel melada ó carne de membrillo, que untada por de fuera con un poco de algalia y ámbar, venden la onza á doce y á diez y seis y á veinte escudos, otros traen pastillas, sartas y rosarios de olor, que es un poco de carbón y pan mascado, otros cadenas y joyas contrahechas que aunque las venden por de plata y bronce, después tocadas y miradas vienen á no ser nada ni tener ningún valor; pero á nadie le ha sucedido cuento tan de risa con estos barateros como a mí me sucedió un día. Yo había dejado el caballo á mi lacayo en la plaza, mandándole que se fuese á la posada con él, porque tenía que averiguar unas cuentas con un ropero en la calle Mayor. Acabadas las cuentas en que me detuve un gran rato, salí con un paje y á pié para irme á casa, porque comenzaba ya casi a anochecer, y cuando llegaba ya cerca de la parroquia de San Ginés, llegóse un hombre á mí de razonable hábito y díjome:

-Yo soy un hombre honrado que estoy aquí en ciertos pleitos; hame faltado el dinero y es mi necesidad tal, que me obliga á que me deshaga de mis prendas: aquí traigo un sombrero bueno y al uso, que no me le he puesto dos veces; es fino, porque le hice hacer aposta en casa del Portugués, el casco solo me costó dos escudos y con toquillo, cairel, tafetán y manos me estará en otro tanto: vuesa merced se sirva dar lo que mandare por él; á mí se me cae la cara de vergüenza de andar hecho pregonero; por eso me he atrevido á vuesa merced que me parece hombre principal; haga cuenta que lo que me diere me da de limosna, y lléveselo por lo que mandare.

Yo quise llegar á tocar el sombrero y no hacía sino sacarlo y tornarlo á esconder debajo la capa: yo entendiendo que lo hacía de vergüenza, dije al paje: «Toma ese sombrero»; y sacando un doblón se le dí y le despedí. Llegamos á la posada, y yo por ver lo que era el sombrero, pedí luz y diéronmela, diciendo yo, pues aunque fuera de borra era de balde: «Más costó él de guarnecer que yo he dado»; llegándolo á tentar un poco recio para ver si era fino el casco, me salí con el pedazo de donde así, y lo mismo hizo el paje de las otras partes que tiró, porque la verdad era, que era de borra engomada y encolada, y la toquilla era de una calza vieja de aguja; corríme notablemente y confiésoos que si hallara luego al hombre, le rompiera la cabeza; pero después, cayendo más en la cuenta y viendo que á mí me hacía poca falta el doblón, y aquel miserable hombre comía con aquellas trazas, no hacía sino reirme y lo mismo hicieron algunos amigos á quien conté el cuento.

-Bien importante es -dijo Leonardo- que los forasteros estén sobre aviso con estos vendedores de barato, porque cada día hacen mil de estas; aun en el trocar dineros hacen veinte trapazas y hurtos. Los días pasados había yo acabado de cobrar hasta cuatrocientos ó quinientos reales allí en la calle Mayor; diéronmelos en buena moneda, en doblones y en reales de á cuatro: ya que llegaba junto á nuestra señora de los Peligros, allí á la vuelta de la misma esquina de las monjas que llaman de Vallecas, llegó un hombre á mí de más que buen hábitó, traía un doblón en la mano, y díjome:

-¿Vuesa merced lleva reales por este doblón?

Yo, con la codicia del doblón, dije que sí; saqué un pañuelo de reales en la palma de la mano y entre ellos salieron algunos doblones: no valían entonces los doblones más de veinte y cuatro reales, contéle seis reales de á cuatro, y púsome el doblón sobre mis reales y doblones, y á lo que parece no fué así; porque como era gran jugador de manos, cuando fué á poner el doblón se quedó con él y con todos los seis reales de á cuatro; me volvió á decir:

-No hago nada con esta moneda; si vuesa merced trajera reales de á dos me estuviera más á cuento.

Yo me enfadé, y diciéndole eso: «Pudiera vuesa merced decir al principio y no detenerme», y tornando á tomar mis seis reales de á cuatro, tomé un doblón y díjele: «Tome vuesa merced su doblón y váyase con Dios»; tomóle y fuese: parecióme que al tomar el doblón se había mudado de color y turbádose, y con esto entrando en la portería de las Monjas, sospechando que aquel me había hecho algún engaño, pues se turbaba, saqué mi dinero y contélo, y hallé que me faltaba un doblón, corríme no poco y salí tras el hombre y no le pude dar alcance, y refiriendo el caso á un alguacil de Corte amigo mío, me desengañó y dijo que aquella manera de ladrones se llamaban landreros, que hacen que ponen la moneda y no la ponen, y luégo se llevan la otra: yo le respondí que le agradecía el aviso, aunque me había costado caro el saberlo.

-Pues aún no es ese solo el peligro que hay para los forasteros en la Corte -dijo don Antonio- porque aun en las almonedas y en las mismas plazas y tiendas hay trescientas maneras de engaños, porque allí tienen hombres echadizos, que llegan á comprar para encarecer la mercancía y decir que es buena y que vale á tanto, y dan algo más por ella, para que el que compra entienda que no le engañan y que lo vale: otras veces no quieren dar una mercadería sin otra, haciendo que aunque un hombre no la haya menester, la lleve; y aunque son cosas rateras y de poca entidad, os contaré lo que me sucedió á mí propio con toda mi autoridad. Tenía á mi sobrino don Alonso (á quien ya conocisteis) muy enfermo: pasando por la plaza á caballo, pareciéronme unas aves muy buenas é híceles comprar, y en cuanto volví á un criado á decir que las pagara, era tan sutil de manos quien las vendía, que en el aire los trocó con otras muy malas. Habíalo visto un paje mío y al pagarlas dijome:

-Vuesa merced no las pague, porque no son esas las que compró.

Averiguamos la verdad, y era así lo que decía el paje, y yo me vine haciendo cruces, admirado de que ni en precio ni en mercadería se trata verdad. Y si esto hacen con los cortesanos viejos, mira qué harán con los que huelen que son forasteros.

-Aun esos engaños -dijo el Maestro- son engaños de poca sustancia, y como son criados los que han de comprar, á ellos les corre obligación de abrir los ojos. De otra cosa más importante tengo que avisar al forastero, de quién le importa que se guarde y escarmiente, que es del trato y amistad de una manera de hombres que llaman quimeristas, porque algunos de estos han hecho á forasteros burlas muy pesadas; y en comprobación de esta verdad os contaré lo que sucedió habrá diez ó doce años en esta Corte á un pobre forastero de Tierra de Campos, con uno de estos quimeristas ó alquimistas, que el caso fué bien público, no sólo en esta Corte donde sucedió, pero en lo más de Castilla la Vieja.




Novela y escarmiento once

Estaba en un pleito de consideración en este lugar un labrador rico de Tierra de Campos; era hombre de gruesa hacienda y tratábase bien, así en la posada como en la calle. Estando comiendo un día, entró un hombre de muy gentil presencia con hábito de hombre de letras, y dijo que tenía que hablarle aparte. Acabóse la comida, alzóse la mesa, saliéronse los criados fuera, y habiendo quedado solos, dijo el estudiante ó recién venido así:

-Yo, señor, me llamo don Juan de N.; de mi apellido conoceréis cuán calificado es mi linaje -y, para decir verdad, el nombre que él se había puesto y apellido era de los mejores y más calificados de España.- Habrá cuatro años que, muertos mis padres, me fui á Roma: teniéndose atención á mi sangre y letras, se me hizo merced de una canongía y dignidad en la iglesia de N. que vale todo de cuatro á cinco mil ducados de renta: contento con la provisión no quise aguardar á las galeras de España ó de Nápoles, que las unas y otras habían de venir á Génova: de allí á pocos días de como yo llegué á esa misma ciudad para venir á España, hallé un bergantín que fletaron no sé qué pasajeros que venían á Barcelona, entréme con ellos y para no cansaros, dieron con nosotros casi á vista de Marsella dos ó tres galeotas de turcos: por escaparnos echamos y alijamos cuanta ropa traíamos, hasta los vestidos más necesarios; al fin, con la buena diligencia escapamos de entre los turcos y saltamos en tierra en Francia; pero vímonos en tierra en otra tormenta yo y dos criados míos, porque, con la turbación, por echar un baúl echaron otro á la mar, en que venía el dinero, con que me vine a hallar en tierra extraña y sin remedio: despedí los criados y yo he venido hasta Madrid, cual Dios sabe: no estoy en hábito para parecer delante de deudos y parientes principales que tengo en esta Corte; habéisme parecido hombre de prendas y de importancia; heme querido fiar de vos y descubriros mi necesidad; yo sé que sois rico y estáis sobrado de dineros; yo soy solo, sin hermano ni pariente cercano que me haya menester, antes todos son más ricos y poderosos que yo; prestadme doscientos ó trescientos escudos, con que podré ponerme á mula y recibir dos pajes, para poder visitar algunos señores de título deudos míos, que os doy la palabra como caballero, que si en algún tiempo se ofreciere á cosa vuestra, que yo haga por él, que además de volveros aquí vuestro dinero con puntualidad, veréis en las obras si yo soy agradecido.

No venía á humo de pajas este quimerista, ni hablaba á tiento; habíase informado y sabía que este labrador rico tenía un hijillo estudiante y para hacerle este tiro en los trescientos ducados, descubrióle este blanco. Era la iglesia Catedral á donde él decía que traía la dignidad y canongía cerca de su tierra del labrador, el cual habiéndole mirado y oído con atención, le respondió así:

-Por cierto, señor don Juan, conocido quien es vuesa merced y sabidas sus partes y prendas, más ha hecho vuesa merced en fiarse de mí y descubrir su necesidad que yo haré en socorrérsela, además de que trescientos ducados, gloria á Dios, no es cantidad que hará mella en mi bolsa, aunque los arrojara al aire; hágame vuesa merced una escritura de que vuesa merced me los volverá dentro de un año, que en la misma iglesia donde vuesa merced goza esa renta tengo yo en qué cobrarme de mi mano.

-Sea norabuena -respondió don Juan- y por gozar más de la comodidad de vuestra amistad, en cuanto dispongo mis cosas, quiero alquilar este cuarto de casa junto al vuestro.

Hízose así y el don Juan fingido compró una mula de rúa y recibió un lacayo y dos pajes: á pocos días pidió otros cien ducados prestados al labrador, el cual picado ya como los que juegan y pierden, le fué prestando en veces hasta mil ducados. Llegaron las ferias de Madrid, que son por setiembre, y avisáronle de su tierra su mujer y una hija que tenía muchacha y hermosa, que pues su estada en Madrid iba tan á la larga, le querían venir á ver y á ver las ferias y la Corte. Aceptólo el buen hombre con mucho gusto y dióles licencia para que viniesen. Vino la madre y el hijo estudiante y la hija doncella: era la muchacha hermosa, de parecer agradable y aunque á lo labrador y de aldea, tenía en su carilla un no sé qué que se llevaba los ojos á quien la miraba. Acabadas de entrar en la posada, vino el señor don Juan, arcediano de donde él lo soñó y canónigo de donde él quisiera: estaba en buena edad, traía ya galas, visitábase con personas de buen hábito, llegaban ya los pajes á cuatro y los lacayos á dos, á costa del pobre labrador á quien ya debía más de mil y doscientos escudos, y en la calle Mayor, en fe del buen nombre de arcediano, arcipreste ó lo que dijo que era, más de otros quinientos ducados de joyas, galas y sedas, así para su persona y criados, como para dádivas que comenzó á dar presumiendo del rico y haciendo del galán, porque era en razón de enamorarse un Macías. Á la mi fe que se echó bien de ver, en que mirando á la campesina hija del labrador, quedó más picado que bota justa de hombre prolijo. Enamoróse de ella, no así como quiera, sino de modo que bebía los aires: en casa la rondaba; en la calle, pospuesta su autoridad, saltaba de galán á escudero, empeñándose hasta las entrañas, celándola con los ojos y haciéndola escolta con los criados. El negocio vino á tanto rompimiento que lo entendieron el padre y la madre, con no ser de los más entendidos del mundo; con todo eso, como esto de honor y de hija es pesadumbre, que entra en costa y cuidado, que desvela entre gente que teme á Dios y tiene honra, el labrador se determinó un día de hablar al susodicho señor don Juan, y estando los dos solos le dijo:

-Cuánto vuesa merced es más principal, le corren mayores obligaciones de hacerme más merced, y cuánto yo más he deseado acertar a servirle, tanto que más obligado vuesa merced á honrarme: á donde pone esta muchacha mi hija los piés pongo yo los ojos; es el único consuelo y regalo mío y de su madre: si la he permitido que venga á Madrid, ha sido porque se desenfade y alegre; y si tuviere suerte de que algún hombre principal ponga los ojos en ella, la daré en dote diez mil ducados, no en haciendas en aventura, ni en trastos viejos, sino de contado, que se vean un real sobre otro. Si vuesa merced, señor don Juan, hubiera echado aunque fuera por el cementerio y no por la iglesia, y quisiera honrar nuestro pobre linaje, si bien de labradores, pero rancio y castizo en lo cristiano viejo, como tocino de Legañal, en tal caso, vuesa merced con una mano y yo con cincuenta; pero hábito clerical, levantar vuesa merced los ojos á mirar mi hija y regalarla como la regala, pasando de los límites que pide la cortesía de los caballeros bien nacidos y la obligación de los amigos honrados y obligados de sus amigos, como vuesa merced lo está de mí, confieso que lo he sentido notablemente y que temo que hemos de romper la amistad por este camino.

-Antes -dijo don Juan riéndose y abrazándole- por esto hemos de quedar amigos mientras viviéremos y más obligados el uno del otro; solamente se ha de añadir una cosa nueva á lo que hasta aquí ha pasado entre los dos (tan otro me tiene del que entré en Madrid la hermosura y donaire de vuestra hija) que es, que hemos de mudar los nombres y vos os habéis de llamar mi padre y yo vuestro hijo, vos mi suegro y yo vuestro yerno: desde que me hicisteis aquella buena obra de prestarme con tanta liberalidad y largueza los doscientos ducados casi sin conocerme, me reconozco tan obligado y adeudado de vos, que no hay noche que no gaste gran parte de ella desvelándome en cómo podré pagaros semejante amistad y beneficio; vuestra buena fortuna, que así podemos llamarla, aunque lo diga yo, ha dado una vuelta á las cosas trayendo vuestra hija á Madrid, que ella ha sido sola poderosa á que os pague yo de contado no sólo los dineros que me prestasteis sino cuantas buenas obras pudiérades hacerme todos los días de vuestra vida, pues habéis visto por vuestros ojos y oído con vuestros oídos quién son los parientes que tengo y que pocos señores y príncipes hay en España con quien no esté emparentado, y con todo esto me he resuelto; si bien estoy cierto que doy que decir á todo el mundo de renunciar mi dignidad y canongía en vuestro hijo el estudiante y casarme con vuestra hija: por mil y doscientos ducados que me habéis prestado, doy á vuestro hijo cuatro mil de renta y junto a vuestra hija la mejor ó de la mejor sangre de Castilla un hombre de mi talle y suerte; sólo os quiero advertir que diez mil ducados son corta dote para las obligaciones en que me pongo, llegadlos á veinte, que yo sé que lo podéis bien hacer, que dándome el sí de esto, os le doy y la mano de esposo de vuestra hija.

-Mire vuesa merced lo que dice, señor don Juan -replicó el labrador- que eso es levantar mi linaje á donde yo jamás pensé: mírese bien en ello, que estas no son cosas de burlas, ni para un día: aventúrense los mil y doscientos escudos que le he prestado y no mi honra, que aunque de labrador la tengo en mucho: mire que es emparentado con grandes caballeros y yo un hombre llano, pechero de Tierra de Campos, pero cristiano viejo y con treinta mil ducados de hacienda; y si una vez saco de la boca que es mi yerno y lo digo al más triste hombre que de mi lugar esté en esta Corte al presente, ó se ha de cumplir ó nos ha de costar la vida á entrambos.

-Que se haga y se cumplan millones de millones de veces -respondió don Juan- para que veáis si son cosas de burlas ó de veras, llámese luégo á un notario y á uno de esos curiales de Roma, para que yo haga la renunciación en vuestro hijo de mi dignidad y canongía, y pasemos al aposento donde están vuestra mujer é hija, que delante de vos y de los que están en la posada la quiero dar la mano y palabra de esposo, para que estéis cierto que mi señora doña María ha de ser mi mujer.

-Mari Hernández se llama y así le basta -dijo el labrador.

-Hasta hoy -replicó don Juan- sería eso, pero desde hoy en adelante se llama doña María, y no será Dios amanecido cuando yo haga traer galas, joyas y ferie un razonable coche en que ande y para cuando la cansare el coche una silla de manos, de damasco azul con clavos de oro, que ayer ví en la calle Mayor; y casi adivinando esto, la concerté en mil y trescientos reales, y no sería malo que dos esclavos berberiscos que andaban ayer en venta en la puerta del Sol, sepáis si se remataron, que además de que servirán para la silla, serán á propósito para otras muchas cosas de casa.

Echóse á sus piés de don Juan el labrador y aunque él le porfiaba, no se quería levantar, diciendo:

-Ahora digo que fué dichosísimo el día en que yo os encontré y vos me hablasteis.

Luégo se publicó por la posada lo que había pasado entre los dos, y tenían por más que venturoso aquel hombre, pues de labrador lo había levantado su fortuna á caballero con una hija tan bien casada, y un hijo con dignidad en una iglesia tan grave. Otro día, después de hechas las renunciaciones y despachado á Roma por un curial, se publicó el casamiento, se trajo la silla y coche, y la nueva doña María que anocheció María Hernández, amaneció hecha infanta de comedia. El labrador rico con las esperanzas de tantos aumentos, envió por otros dos mil ducados á su casa, y gastaba largo y tendido, porque de suyo no era nada escaso: mudó de hábito don Juan, pasó de mula á coche y el estudiante tomó posesión en la mula y en los pajes de hábito largo, y habiendo anochecido Sancho, también amaneció don Sancho. Estas aventuras soñadas duraron como tres meses, en cuanto se esperaban las bulas de Roma de la dignidad y canongía; en el entretanto comían á una mesa don Juan y doña María. No es muy falso el refrán ó proverbio que dice: «Que la mucha conversación es causa de menosprecio ó de menos estimación»; y casándolo con el otro proverbio, de que «la estopa puesta junto al fuego arde», viene á parar de ordinario en lo que paró esto. Como este caballero viandante, segundo don Quijote de la Mancha, aunque se parecía á Amadís y al caballero del Febo en las aventuras soñadas, no se lesparecía en la cortesía y castidad, y la susodicha doña María tenía poco de Lucrecia, sin esperar á las bendiciones conyugales, porque no se podía hacer nada, ni querían sus padres, hasta que se trajesen las bulas de la colación de la dignidad y canongía, que quisieron ó no quisieron sus descuidados guardadores, remaneció antes de los dos meses y medio, sin ser desposada preñada; sintió el padre, que era hombre de veras, esto notablemente y daba priesa á costa de sus muchos dineros, como los tenía, con los curiales por la brevedad del despacho de Roma. En este estado estaban las buenas fortunas del labrador y las mentiras de don Juan, cuando pared en medio de donde posaba él y su desdichado suegro, llegó á apearse á otra casa de posadas un hombre de buen hábito, que informado de quién posaba allí junto, sin decir á nadie á lo que venía, se fué á uno de estos señores jueces de Corte, á cuyo tribunal tocaba el conocimiento del caso, dióle cuenta como venía de Barcelona en seguimiento de aquel embelecador, que decía llamarse don Juan, que había hecho otro semejante enredo y engañó á un mesonero de allí, burlándole una hija: requirió con sus letras, mostró sus poderes, con que le dieron dos alguaciles de Corte para que trajese preso aquel embaucador. Fueron los alguaciles con el que traía las cartas requisitorias á la posada del labrador, á tiempo que lo hallaron todo muy alborotado y dando voces el labrador y el don Juan con un curial de Roma, que se había encargado de los despachos diciendo al don Juan que era un engañador, porque el don Juan que él se había puesto con aquel mismo apellido y nombre, estaba actualmente vivo en Roma y era dignidad y canónigo de la iglesia que él decía: con esta nueva información que hallaron y con la que traían los alguaciles de Corte, echaron mano del triste don Juan y le llevaron asido como á un pícaro á la cárcel. Averiguóse el caso, súpose la verdad, y él sin ser maestro de capilla, cantó en canto llano en el facistol del tormento este y otros muchos embelecos que había hecho mudándose los nombres, siendo el verdadero suyo Bonilla ó Bonillo, hijo de un soldado español y de una calabresa, nacido en Nápoles. No tenía de contado, ni aun al fiado, con qué pagar tantas deudas ni obligaciones; pagáronlo sus espaldas con cuatrocientos azotes, dados á no dejarle con vida, y si escapase con ella, diez años á las galeras, al remo y sin sueldo. Harto hubo que reir en Madrid con el diablo del embuste y aun qué ver el día del azotado: don Juan el de las requisitorias se volvió á Cataluña, librándole las pagas en verle azotar de buena mano. El labrador era hombre de bien, y de corrido y apesarado, se lo llevó á la otra vida al septeno un tabardillo; la mula, la silla y el coche se restituyeron en pública almoneda á los que tuviesen calidad para poder andar en ellos; los pajes y lacayos se volvieron á la plazuela de los Herradores para que los recibiese quien los hubiese menester; don Sancho volvió á ser Sancho y á estudiar su gramática en Palencia; doña María, llevada no de muy buena gana por su madre á su lugar, hizo lo que hacen las otras mujeres, que en llegando el tiempo parió; y un hombre viudo de su propia tierra, no muy rico, entre labrador é hidalgo, recibió por suyo aquel hijo que no había hecho y se casó con ella; y aun me afirmó quien lo sabía bien, que cada día le repasaba á la novia las espaldas con una rociada de palos, porque se le iban los ojos tras cualquiera forastero galán, que pasaba por el pueblo y más si decía que venía de la Corte. Veis aquí, señor don Diego, un buen ejemplo y un grande escarmiento, para que esté advertido el forastero que viniere á Madrid, de los peligros que hay en él.






ArribaAbajoAviso séptimo

Á donde se le enseña al forastero, si fuere mozo y quisiere tomar estado en la Corte, cómo se ha de haber en ella, y si fuere casado y trajere consigo hijos, cómo los ha de criar y enseñar para que no se le pierdan


En acabando de contar el lastimoso suceso el Maestro, prosiguió don Diego la plática comenzada, diciendo:

-Por cierto, señor Maestro, que no sólo estoy escarmentado con los casos oídos, pero me he acobardado notablemente para emprender algunas cosas que traía en mi ánimo de ejecutar en esta Corte con licencia de mis padres. La una era, ofreciéndose ocasión tal, casarme y tomar estado; y la otra, dos hermanos pequeños que tengo en edad tierna, ponerlos aquí en servicio de alguna persona poderosa, porque salieran de la miseria y cortedad de aquella tierra y se criaran en esta Corte, que como dicen: en el gran mar se cría el gran pez; pero habéisme puesto tanto miedo, que ni me he de atrever á emprender lo primero ni aconsejar á mis hermanos lo segundo, sino acabados mis negocios volverme á mi patria y yo casaréme con mi igual, que ya sé las costumbres de mi tierra y la hija de mi vecino que me estará más á propósito, y la dote que me han de dar con ella; y mis hermanillos, estudie el uno y eche por la iglesia y el otro váyase á la guerra, y válgale su ventura.

-Vos estáis en lo cierto -dijo don Antonio- y hablando en lo primero, que toca al casaros, confiésoos que si el mundo estuviera de otra suerte, que era aventajada cosa salir un hombre de una aldea y casarse en un lugar como Madrid, cuando no fuera por más de los privilegios y exenciones de que goza un hombre de buena sangre que vive en una ciudad ó Corte, y aun cualquiera hombre ciudadano de mediana suerte: pues como se ve en la glosa primera sobre la Ley final, C. de Frument, un ciudadano ordinario de una ciudad muy principal, es más honorable y digno de mayores honores que un gran ciudadano si lo es de ciudad menor. Gran cosa es casarse un hombre en buena tierra y ser hacendado en ella, para que allí se origine su casa y linaje y esté á pique de las buenas fortunas que pueden ofrecérsele; pero esto tenía lugar cuando el mundo gozaba de unos siglos que se pudieron llamar de oro. Mas en los que por nuestros pecados alcanzamos, triste cosa es y poco segura, ni está á propósito para todos hombres ni todos estados el tomarle en un lugar como la Corte: hanse empeorado mucho algunas costumbres, hanse ensanchado mucho algunos usos, hanse arrojado mucho algunas libertades, hanse estragado las buenas correspondencias, disminuídose las haciendas, crecido las obligaciones, piérdense los respetos, falséanse las amistades, son más cortas las vidas, más fútiles los ingenios, más viciosos los hombres, más sin recato las mujeres; aun en lugar corto se ha de hacer muchas cruces un hombre para tratar de casarse, cuanto más en la Corte de la mayor monarquía del Mundo. Si se usara ahora y estuviera en su fuerza aquella ley que hicieron los emperadores Teodosio y Valentiniano, I. Consensus, C. de Repudiis, lib. 5, que entre las causas de divorcio, daban una por muy principal, el ir una mujer casada á convites, juegos, fiestas y comedias, sin saberlo su marido ó sin su licencia; si ahora se usara que las mujeres hilaran y cosieran tanto como en aquellos tiempos, cuando la casta Lucrecia fué hallada hilando de su marido Colatino, cuando ganó la apuesta que hizo con el rey Tarquino, sobre la excelencia de sus mujeres, según lo refiere Tito Livio, en el primero de sus Décadas; si ahora al casarse las mujeres las advirtieran sus padres y maridos de lo que á las suyas los romanos; porque, según refieren Plinio en el libro 8, en el capítulo 48 y Plutarco en la cuestión 31, cuando las llevaban á casar ó á la casa de sus maridos de la de sus padres, por más principales que fuesen, llevaba delante de ellas un niño una rueca con su copo y otro un huso, para darles á entender en lo que se habían de ocupar, aun bien que se pudiera casar un hombre, y no era menester ir á tiempos tan distantes, que en nuestros tiempos y días, confesado por la boca de un varón tan grave y tan ejemplar como el reverendísimo padre Ricardo Haller, de la Compañía de Jesús, confesor de la majestad de la reina doña Margarita de Austria, que está en el cielo, mujer que fué del rey católico don Felipe III, que Dios guarde, señor nuestro, con ser reina de los mayores reinos de la cristiandad, bordaba y cosía para los hospitales y monasterios pobres; y actualmente cuando murió estaba bordando un frontal de difuntos para su monasterio de Santa Isabel. Si todas las mujeres cada una en su calidad y estado, fueran de tan buenas inclinaciones, tan recogidas y tan bien ocupadas, tan bien morigeradas, tan dóciles, tan obedientes, juntando á esto los buenos ingenios, las buenas caras, las mayores calidades y haciendas que hay en las mujeres nacidas y criadas en las poblaciones grandes, particular felicidad fuera casar en ellas con ellas; pero vense tantas desgracias, suceden tantas lástimas por las mujeres que se usan y por las libertades que quieren que les permitan, que ya los que con ellas se casan no vienen á ser sus maridos sino sus escuderos, y si no van con el huso, ¡ay de ellos! y si van con el huso ¡ay de ellos! y de todas maneras ¡ay de ellos!

-Yo os diré que tanta verdad es esa -dijo Leonardo- que no há muchos días que saliéndome yo á pasear hacia la casa del Campo, después de haberme entretenido allí por la ribera del río, divirtiendo la vista en aquella multitud incontable de aquellas lavanderas ó criadas que lavan con las manos la ropa de aquellos ó aquellas á quien sirven y se lavan las lenguas, descubriendo secretos unas á otras en las honras y famas de las ruines costumbres y ocupaciones, que conocen y experimentan, pasando con el caballo hacia aquellos chopos, que hacen aquel país más agradable y visten el río de más sombra entre el parque del real Palacio y la misma casa del Campo, ví un hombre cuyo aspecto parecía de hasta cuarenta años, ferreruelo de chamelote de aguas guarnecido, calza de obra, que era tanta su melancolía que á pié y á solas por la mitad del mismo río, con darle el agua á más de la espinilla, se andaba paseando. Admiróme la novedad del suceso y tuve aquel por un particular frenesí: apeéme del caballo é hice instancia con él en sacarle del río, y con toda la cortesía y cordura del mundo, apretándole yo en que me dijese qué desgracia le había sucedido tan grande, que le había distraído tanto el juicio, que le necesitase á tan disparatada acción tan en público, respondióme tras un grande suspiro no artificioso sino natural, reventando de cólera y casi con las lágrimas en los ojos:

-No le espanten á vuesa merced mis locuras, que si yo tuviera juicio no me paseara en el río, sino me ahogara en él; soy hombre de honra y vergüenza; estoy casado en Madrid con una mujer moza y hermosa; quiérola bien; si la voy á la mano en lo que no está á propósito á mi reputación y honor la pierdo, y si disimulo lo que no estará bien también la pierdo, porque me pierdo á mí y á ella, pues pierdo mi honra y la suya: si un hombre habla alto en su casa, ya están los testigos detrás de la puerta, con que se prueba la fuerza y dan el casamiento por ninguno y á bien librar se escapa con un divorcio á cuestas, con que queda un hombre casado y sin mujer y ellas con la libertad que pretenden: si no se habla y se disimula algo por tener paz, mañana quieren que se disimule todo, sin que se sepa ni averigüe á quién se visita, ni de dónde viene lo que sin tenerlo se gasta; y en llegando á este estado hacen del pobre marido lo que dice la fábula que hicieron las ranas del leño que les dió Júpiter por rey.

Y diciendo esto se fué y me dejó.

-Terrible estáis de maldiciente -dijo el Maestro- señor don Antonio; santa cosa es el matrimonio y la vida conyugal, y muchas mujeres cuerdas y ejemplares viven debajo del yugo del matrimonio en la Corte, que son dignas y merecedoras de que hagan con ellas sus maridos lo que dijo el otro poeta griego en el primero de sus Iliadas, que había de hacer el buen marido con su mujer, que es amarla y regalarla. Hesiodo y Plutarco dicen que el buen marido hace buena mujer. Culpad vos á los hombres viciosos y distraídos que ahora se usan, que por ventura nacen de ahí los mayores daños. ¿Qué me diréis ó qué podréis esperar de un marido que se va al anochecer y vuelve á la mañana á su casa, que para jugar empeña lo que hay en ella, que aun para el ordinario sustento no acude á la mujer propia y sobran los regalos en la casa de la amiga? Si allí escandaliza y aquí no corresponde, ¿qué paz queréis ó qué gusto esperáis? ¿qué males no amenazan y qué daños no se prometen los que así viven castos?

-Harto hay de esto en Madrid -dijo Leonardo- y harto hay que llorar y que sentir; y que haya mujeres al uso, ¡qué mucho si hay maridos al uso! Confiésoos que son grandes los desórdenes á que han llegado los gastos de las mujeres, y que gastan más ahora en aceites, en cintas de colores y en virillas para los chapines, que antiguamente se daba en dote á una mujer de mediano estado.

-¿Quién tiene la culpa de eso -dijo el Maestro- sino ellos? Reformen sus casas, sepan ser hombres, compasen con sus rentas sus gastos, vivan sus mujeres debajo de su gobierno y no ellos debajo del suyo y huela como dicen la casa á hombre.

-¡Oh lo que he deseado saber -dijo don Diego- qué nos quisieron dar á entender nuestros mayores en ese proverbio y qué principio tuvo!

-Eso os diré yo de muy buena gana -respondió el Maestro.- Cuando aquellos nuestros hidalgos de solar y casa conocida y devengar quinientos sueldos, labraban sus casas tomando el modelo del valor de los hombres, que las habían de habitar y no como ahora que se labran al gusto y sabor de las mujeres, que las han de ventanear, afeitadas como ellas, hechas todas jardines, porque las vidas de sus dueños pasan en flores y banquetes, entrando una vez un rey de León en la casa de uno de aquellos hidalgos de la montaña por una puerta labrada á lo antiguo, cuya tapicería del recibimiento en el zaguán, eran paredes cubiertas de lanzas, dardos, chuzos, ballestas y otras armas de aquel tiempo; entró más adentro en otra cuadra y halló que la ocupaban morriones, arneses, paveses, jacos y cotas, y llegando al patio de ella, le vió cercado de pesebreras y sobre ellas algunas sillas, bridas y jinetas que correspondían á la suerte del caballo que ocupaba el pesebre: entraba el rey á cierta necesidad corporal, que se le había ofrecido, y como entonces no se usaba la plata en los servicios, sino escasamente en las monedas, fué fuerza que entrase hasta los corrales, donde halló arados, aguijadas, calderos de pastores, y como en toda la casa no viese otra cosa,al salir dijo riéndose:

-Esta casa mucho sabe á su dueño, hombre es el que la habita, huela la casa á hombre. Si así fueran las casas y dueños de ellas ahora, olieran á hombres y no á mujeres; no quiero decir por esto que trate ásperamente y con rigor el marido á la mujer, ni tal me pasa por el pensamiento, ni ese sería consejo cuerdo, ni aún cristiano, porque en el matrimonio como la Iglesia lo enseña y dice á los casados, cuando los admite á las velaciones y bendiciones, no le dan al hombre esclava en la mujer, sino compañera y hermana; y aunque el marido es la cabeza y la mujer la sujeta y obediente, se ha de tratar con suavidad y con blandura, y usar de esa superioridad con blandura y amor, no habiendo que castigar ni reprender justamente, y aun ahí se ha de usar de un maduro acuerdo y una sagaz y prudente afabilidad. No digo yo que el forastero mozo que viniere libre á Madrid, no trate de casarse si se le ofreciere ocasión tal; lo que le advierto y aviso es, que en Madrid, como en república tan grande, hay mucho de todo, mucho bueno y mucho malo; procure poner los ojos en lo bueno, no le tire jamás codicia ni interés, que esta golosina ha cegado á muchos; no se deje llevar de riquezas ganadas de ayer acá, porque se suelen ir por donde vinieron, ni le desvanezcan esperanzas, ni le piquen aventajadas hermosuras, ni estribe en pocos años ni en sobrada agudeza: en abriéndose puerta á que se trate de casamiento, ciérrela á los miedos humanos y acuda á Dios, y pida á su majestad que aquello tenga el efecto que más fuere para su servicio, y hecha esta resignación de su voluntad en la de Dios, infórmese bien de dos cosas, de la cordura de la persona, de sus virtudes y de la limpieza de su sangre; en faltando estas, no se arroje; y en habiendo estas, aunque falten esotras, no tema, que con esta prevención siempre se ha de esperar en el casamiento buen acierto; y si viniere á efectuarse y casare, desde el primer día muestre y dé á entender que ha de ser la cabeza de aquella república, y esto con una sagacidad y prudencia que obligue á que juntamente le teman y amen: no aguarde á que le pidan lo que es menester, ni tampoco de lo que no fuere necesario; trate su casa como ve tratar á las de igual calidad y cantidad de la suya; si viniere á tener riqueza, no dé lugar á que nadie se desvanezca con ella; si viniere á ser pobre, consuele siquiera de palabra á los que padecen; por ningún enojo que tome ni le dén, falte de la mesa y de la cama; no se dé por entendido en las sospechas, porque le perderán el respeto; no dé ocasión á que se le pierdan y será estimado y amado; acuda con puntualidad á sus ocupaciones y obligará á su mujer á que no esté ociosa; viva bien, y su ejemplo la hará buena. Con estas condiciones referidas y estos avisos observados, tendrá paz y vivirá contento.

-Eso será -dijo don Antonio- si fuese un hombre tan dichoso que encontrase todo eso; pero os doy la palabra, que hay mucho que hacer para salir bien en el mundo que se usa; si se ha de vivir al uso, es menester una paciencia de bronce para sufrirlo y unos hombros de gigante para llevarlo. ¿No os acordáis del cuento de los años pasados, del casamiento de Casquillos y Bolandera, cosa de tanta risa y de tanto donaire, sabido no sólo en Madrid sino en toda España?

-Ahora llega á mis oídos -dijo don Diego.

-Por vida de don Antonio -replicó el Maestro- que se la refiráis, que si no le sirviere de escarmiento servirá de gusto, que á vos os estará más bien contarla, y puesta en vuestra lengua será adulzar el caso y hermosear el adorno.

-No os obedezco -respondió don Antonio- por la lisonja, sino porque le ha de ser de gusto y aun de provecho á don Diego.


Novela y escarmiento doce

Aquí conocimos en esta Corte una mujer de buena cara, algunos dicen que de Andalucía venida á Madrid y otros la hacen extremeña: su nombre era Luisa, con más el don que ella le añadió por acá, lucia de cara y viva de ingenio. Entró en este lugar muy á lo sordo; pero acertando á dar con dos ó tres hombres de estos que con ceros hacen cera las haciendas de los otros, se hizo ella, como dicen, de oro en pocos días. Viéndose rica subió de persona común á persona de cuenta, con estrado, silla de manos, esclavos y esclavas, mona y papagayo, criado, gracioso, escudero y portero y otra gente semejante.

-¿Por qué le llamaron -dijo Leonardo- la Bolandera si os acordáis?

-Era sutil -dijo don Antonio- aguda de ingenio, bizarra de corazón, grande inventora de nuevas galas. Dió principio á unas tocas que llaman bolante y quedóse con Bolandera.

-Graciosa etimología -respondió Leonardo.- ¿Es esta la del encuentro de aquel gentilhombre nuestro amigo, que se fingió que era un genovés muy rico y la libró cuatrocientos ducados en uno de los ordinarios de Toledo y el bellacón que estaba hecho de manga con el otro, aceptó la libranza y dijo que estaba en cuartos, que los daría á otro día en buena moneda y en fe de haberla aceptado, tuvo efecto la burla y no pagándose después, vinieron á parar todos en la cárcel y hubo harta risa en la Sala de los Señores?

-Esa propia es -respondió don Antonio- la cual, caminando delante con su buena fortuna, después de pasadas no sé qué calamidades en la salud corporal, hallándose en Villaharta y caminando á Villavieja, se determinó de retirarse y tomar estado. Dejemos ahora esta buena señora en este punto, como dicen los libros de caballerías y vamos á otro.

Habíase criado al amor de la Corte, entre las ollas de la puerta del Sol y el derramo de las mesas de las fruteras, cierto mozuelo que no sabe qué padres le echaron á la luz de este mundo; pero él, que quería hacer cabeza de su linaje, entre aquella poca ropa que le cubría, descubría una cara de flamenca y encubría un corazón español. Tuvo suerte en no sé qué ferias, con ciertas tercerías de corredor de lonja y vino á medrar un vestido al temple que apenas se vió con él cuando se soñó Archipámpano y echó á dos carreras, por si saliese la una falsa, que picaba de galán y reventaba de valiente: en su vida mató á nadie, aunque tenía harto buena voluntad de reñir con todos; si bien es verdad que la virginidad de su espada era una probanza bien segura. Como no sabía al principio de quien era, y había de dar en otra cosa, dió en que era bien nacido y de buenos parientes, y escogió como entre peras con esto y con decir un dicho extrajudicialmente, más frío que gracioso, entraba ya en el corrillo de los hombres humanistas, dábanle el lado los poetas y no pagaba la comedia, los buenos amigos le hicieron más conocido; y por no andar ocioso, dió en enamorarse, no para comunicar su talento sino para comer, además de que tenía una particular habilidad, que á pocas visitas de las ninfas, cuyo Apolo se fingía, convertía una saya de color en calzones y un envoltorio de tocas en cuello de cien anchos: al fin, hay hombres dichosos: que por aquí ó por allí vino á tener una casa propia y no sé qué reales sobrados, y aunque él se puso por nombre don no sé quién, el vulgo le puso por sobrenombre Casquillos y aun me dicen que salió la invención de buena aljaba de un hombre de prendas y suerte, y que le hizo el tiro el mayor amigo: sea como fuere, él murió perpetuado con el nombre de Casquillos, como si lo hubiera heredado de su bisabuelo. Este buen hombre, cansado de la vida de Corte, que todo cansa, esperando al otro señor que viniese á comer á las dos y contándole una mentira por verdad, obligándole á que se levantase uno ó dos platos de la mesa, con que él comiese en su casa una semana entera, y esperando que el otro príncipe se le muriese un pariente en el quinto grado y le sacasen á él entre lutos de los criados uno de añadidura, que por ser de refino de Segovia, á segundo día lo ponía en la bolsa, no reparando en dar á cuarenta reales la vara, habiendo el día antes costado á cincuenta y poniéndose otro de bayeta que él tenía hartas veces repasado y que guardaba en los cofres del Cid, que con estos ahorros y con un poco de prosa que gastaba razonable entre las damas de Manzanares, vino como digo á hallarse holgado, y viéndose así, se resolvió en casarse. Era marrojo y bellacón, había pasado por todos los lances de bien y maltratar, y quisiera una mujer con quien tuviera gusto y no gasto, persona que hubiera sido hermosa y que ya no lo fuera, ni muy conocida ni demasiado codiciada; porque, como decía él, aunque en dos fiestas se había visto casi en los cuernos del toro, temblaba como un azogado de verse en los de una vaca; y para esto, habiendo echado sus redes y trazas, al cabo, al cabo vino á dar en que estaría muy bien casado con la Bolandera. Comunicólo con uno de sus amigos, de los que llaman del alma, y aunque entonces estaba picadillo de aquella famosa mozuela, que Leonardo conoció bien que llamaban Beatricilla, de lindo garbo y agrado, con todo eso lo echó todo por ahí y se resolvió en casarse. Demás, que diciéndole este amigo que le estaría bien la Bolandera, porque entrambos tenían de comer y entrambos sabían vivir, y saltando y bailando de contento, dándolo por hecho dijo:

-Para en uno son los alcaldes de Alcorcón.

Tratóse el negocio por buenas manos y aun dicen que las puso en ello una persona que era más que merced. Venido á tomar resolución con este amigo de Casquillos, la Bolandera antes de dar la respuesta le dijo así:

-Señor, la verdad es, que aunque yo he tomado resolución de casarme, y supuesto eso, me está tan á propósito la persona y compañía de don Berenguel (que así se había puesto por nombre Casquillos) con todo eso, como la experiencia es maestra de las cosas y esto de casarse no es negocio de para un día sino para en cuanto la vida durare, dígale vuesa merced á don Berenguel de mi parte, que doña Luisa queda por suya y que seré su mujer; pero que ha de ser con esta condición, que yo tengo hecho por curiosidad mía de mi propia mano un arancel de cómo ha de ser un buen marido; que se venga á mi casa y estemos un mes juntos como dos hermanos, y si le estuvieren bien las condiciones y capítulos de mi cartapacio, nos casaremos en haz y en paz de la Iglesia, y donde no, cada uno se quedará para quien es.

-Por vida mía -respondió el tercero- que me había dicho él á mí otro tanto, sino que no me había atrevido á proponerlo; pero sea de esa manera, que yo sé que él vendrá en eso, que también tiene él hecho otro arancel ó abecedario de las partes de que ha de constar la mujer honrada casada y de los límites de que no ha de exceder, para que el marido viva en paz con ella.

Fuése el tercero, tratólo con don Berenguel, vino en las condiciones é hiciéronse las escrituras de un contrato condicional; comenzaron á vivir aunque honesta y recatadamente, como si fueran los tales marido y mujer; pero usando don Berenguel de la potestad absoluta de dueño y señor de casa, sucedió, pues, que á pocos días de como vivían juntos, la Bolandera dijo que se le habían antojado unos botones contrahechos de diamantes, que había visto en un jubón de una amiga suya y se comenzaban á usar, cuya hechura era peregrina, que con su licencia los compraría, que era negocio de cien escudos de costa, que ella tenía de su laborcilla, con que sin tocar á la hacienda de ninguno de los dos, se pudiesen comprar. Á esto respondió Casquillos que miraría en su libro lo que en aquello se debía hacer: sacó un cartapacio que traía en el pecho y leyendo recio que ella pudiese oírlo, leyó: «Capítulo de las galas que es lícito traer á una mujer ordinaria. Sospechosa cosa es, que una mujer de ordinario estado y hacienda traiga las galas que una señora de vasallos ó de título.»

-Veis aquí -dijo Casquillos- cómo no podéis traer esos botones, porque botones de diamantes sólo una señora principal o muy rica puede traerlos.

-Y si yo he ahorrado de mi laborcilla cien escudos -replicó ella- ¿por qué no he de poderlos gastar en lo que yo quisiere?

-También hay capítulo de eso en mi libro -dijo Casquillos.

Y hojeando el libro, leyó un capitulo donde se trata si está bien á un marido dejar á su mujer que compre joya ó vestido ó gala del dinero que ella ha ganado y ahorrado de su labor. «No está bien al marido que la mujer compre ni una sola cinta, no habiéndole él dado el dinero para ello, porque con color que es de su labor, lo podrá tomar de otra parte que no le esté á él bien: además de que nunca la labor de las mujeres es de tanta sustancia, que se compre con la ganancia de ella vestidos ni galas de mucha costa.»

-Veis aquí -dijo Casquillos- cómo tampoco os puedo por ahí conceder esa licencia; pues, como vos confesáis, por lo menos valen esos botones cien escudos.

Con esto la Bolandera quedó triste pero calló; no pasó mucho rato que no llamasen á la puerta de casa, y preguntando quién llamaba, dijeron que era un paje del conde de N. que quería besar las manos á la señora doña Luisa.

-Ábranle -dijo ella- y respondedle cortésmente, que es un gran señor.

-Esperad -respondió Casquillos- abriré el libro.

Y abriéndole y leyendo el capítulo de visitas, decía así: «La visita de un señor poderoso en la casa de un hombre humilde casado, no es muy á propósito, antes sospechosa; más en su lugar está que el hombre humilde y ordinario vaya á casa del señor y príncipe á ver lo que le manda ó es de su gusto y servicio; sólo en dos ocasiones no es sospechosa, antes parece bien que un señor honre la casa de un hombre pobre, o para casarle ó para enterrarle.» Con esto cerró el libro Casquillos y respondió al paje diciéndole:

-Decid á vuestro señor que le beso las manos y que yo por ahora ni me caso ni me muero, que yo iré á besar los piés á su señoría á su casa, á saber qué me quiere mandar.

Fuése el paje con esta respuesta, y la Bolandera muy colérica dijo alzando un poco la voz:

-Á la mi fe, que también traigo yo libro.

Y sacando uno que traía en la manga, le abrió, y como aquella que sabía muy bien leer, leyó un capítulo que decía así: «Capítulo de cómo se ha de haber el marido con su mujer, cuando le pidiere alguna cosa que se le antojare. Conocida la condición de las mujeres, que por cumplir un antojo suyo aventuran no una honra y vida sino muchas, si la mujer pidiere al marido alguna cosa que se le antojare, especialmente si la ha visto en poder de alguna amiga ó vecina por nuevo uso, lo que el marido ha de hacer, aunque se empeñe y necesite, comprar la joya ó la gala y dársela; porque al cabo al cabo, ella ha de salir con traer la tal gala ó joya, y más vale empeñar la hacienda que ella le empeñe la honra.»

-Ahora os diré -dijo ella cerrando el libro- lo que quería el conde: es mi compadre; habíame ofrecido para esos diamantes; no hay mal en ello; pero pues no queréis que entre en casa, no haréis mucho en comprármelos.

Voceóse un rato sobre ello, y como no había otros jueces ni abogados, quedóse por sentenciar aquella causa por esta vez.

La semana siguiente, queriendo poner la casa en forma, recibió la Bolandera una criada sagacísima, limpia como el oro, ligera como un águila, que hacía las haciendas de la casa en un instante, y con ser ya mujer mayor, porque pasaba de los treinta, gobernaba las llaves y hacía más oficios que un mayordomo de un señor pobre; pero todo el día estaba hablando secretos al oído con su ama y no se hablaba de persona de la Corte que no la conociese. No le pareció bien esto á Casquillos y trajo otra criada labradora muchacha, de una cara, aunque de su monte, como unas perlas: parecióle á la Bolandera que la miraba su velado con demasiado de buenos ojos, quiso despedirla y porque, según el contrato, no se había de hacer ni deshacer cosa que no se regulase por los capítulos de sus libros, sacaron cada uno el suyo y leyendo primero, como era razón, Casquillos, decía así: «La criada no ha de ser muy conocida en el lugar, ni muy andariega, ni en tal edad, que le obligue á dar de segunda en tercera.»

-Véis aquí -dijo Casquillos- cómo esa criada no puede estar en casa.

-Tampoco puede estar la vuestra por lo que dice mi libro.

Y sacándole leyó así: «No se ha de recibir criada en donde hay marido mozo y travieso, ni de buena cara, ni de corto entendimiento, porque con lo primero suele picar á su señor y por lo segundo se deja engañar fácilmente de él, y con prometerla que la casará, viene á parar en que la criada haga mal casados á los señores.»

-Ahora veréis -dijo doña Luisa- cómo también se habrá de despedir la vuestra.

Anduvo el tiempo adelante, y como Casquillos tenía conocimientos anexos y más nidos que el milano, como dicen, quedóse no sé qué día á comer en casa de cierta dama: súpolo la Bolandera, disculpóse él, diciendo que había estado con unos amigos en una huelga. Calló ella, dejóle otro día salir de casa, fuése y no volvió hasta la noche: enojóse Casquillos, diciendo que aquello era contra lo contratado; á que respondió ella:

-Yo fuíme á la comedia que era nueva y me convidaron unas amigas.

-Veamos lo que dice el libro -dijo Casquillos.

Y abriéndole y leyendo, decía: «Capítulo de las salidas que ha de hacer una mujer de su casa: No ha de salir la mujer casada y honrada sino muy raras veces de su casa, y esas ha de ser á misa ó al sermón, ó á ganar las indulgencias, á visitar los hospitales, ó á las amigas y parientas, ó enfermas, ó recién casadas, ó recién paridas.»

-También -dijo la Bolandera- tengo yo libro.

Y sacándole leyó así: «Los maridos honrados, aunque no tienen obligación á pedir licencia á sus mujeres para las cosas que tocan urbanidad y buena política, con todo eso han de procurar unas cosas de entretenimiento y gusto, de que sean y se hagan con el de su mujer.» Riñóse esta pendencia y también se quedó así. Íbase gastando la hacienda de los dos, y don Berenguel levantábase á las once, habiendo tardado dos horas en mirarse al espejo, rizarse los bigotes, bruñirse los zapatos, calarse el sombrero y arbolar la espada, y volvía á las dos á comer y preguntaba que ¿por qué no estaba la mesa puesta y qué tenía él que comer? Por otra parte doña Luisa, por ligeras ocasiones, porque no se le enmoheciesen las galas á tercero día, hoy era convidada á la boda, mañana á la casa del campo, esotro día á la comedia, con que jamás paraba en casa, y lo que estaba en ella lo gastaba, á la mañana en afeitar el rostro y vestir el cuerpo, y á la noche en quitarse alfileres y cintas de la cabeza, ocupando dos criadas, una en sacudir los vestidos y otra en lavar las viras de los chapines y darlas lustre, sin que en todo un mes hubiese habido tiempo desocupado para decir una sola palabra á la almohadilla, á donde estaba puesto un ancho de un cuello del señor novio, tan desfavorecido de las manos de su ama, que no acertaba á ponerlas en él. Sobre esto llegaron los dos un día á palabras, riñeron sobre el mucho pasear y holgar de entrambos; dijo ella sacando su libro:

-Oíd, hermano; el sustentar la casa vuestro es, escuchad lo que dice este capítulo: «El marido que no tiene cuidado de sustentar su casa y familia, además de que no cumple con sus obligaciones, se pone á peligro de aventurar su honor.»

-También tengo yo libro -dijo Casquillos.

Y sacándolo leyó así: «La mujer casada ociosa, ó dará en liviana ó golosa, y la andariega y galana, en perdida ó vana.»

-Lo que habéis de hacer es trabajar, que yo también trabajaré.

-Vos sois -respondió ella- el que tiene obligación á eso, que yo no la tengo; por eso se llama el matrimonio carga, porque la carga, de uno solo es llevada; además que el trabajo de las mujeres es de tan poca consideración, que pocas veces por él se hicieron los hombres ricos.

-Á eso -replicó Casquillos- hay mucho que decir y mucho con qué satisfacer. Antiguamente las cargas del matrimonio se llamaban carga, y ahora, como han crecido tanto, se llaman carretada, y á la carretada dos son á llevarla; y á aquel proverbio ó refrán antiguo que dice: «el consejo de la mujer es poco y el que no le toma es loco» leen (añadió) los más prácticos, «y la mujer que vela y remienda, regalo hace al marido y provecho á la hacienda.»

Al fin, de palabra en palabra, como los capítulos de los libros no bastaron á contentarlos, vinieron una vez á reñir de fuerte sobre el comer todos y no trabajar ninguno, que la Bolandera escapó descalabrada y Casquillos despedido; y como dice la ley: que no cumplida la condición no queda absoluto el contrato, disolvióse el casamiento de promesa y cada uno se volvió á su libertad.

-Yo pienso -dijo Leonardo- que muchos os dieran mucho por poderlo hacer así.

-Harto me habéis avisado -dijo don Diego- de lo mucho que debo mirar el casarme en Corte con ese casamiento de burla ó donaire; y yo os prometo que me han contentado tanto los libros, que yo los haga de memoria en la consideración, cuando tratare de tomar estado. ¿Qué me decís acerca de lo segundo que me prometisteis, acerca de traer mis hermanos á la Corte, que son niños?

-Además -dijo el Maestro- de lo que se os advirtió al principio cuando se tocó en esta materia, pareciendo más conveniente que allá se criasen entre los suyos, encaminando el uno á las letras y el otro a la guerra, porque cada uno en su patria, en lugares cortos se cría con más obligaciones de proceder como hijo de quien es y tiene menor noticia de la diversidad de vicios y libertades que le pueden incitar á distraerse, fuera de esto, os vuelvo á decir que no los traigáis, ni tengo por seguro camino, que el forastero nuevo en Corte, si es casado y tiene hijos, los ponga en la mitad de esta babilonia, y los críe y enseñe á la licenciosa vida de las populosas permisiones en las cortes y repúblicas grandes, porque en ellas no se ve otra cosa sino desgracias de hijos perdidos y lástimas de hijas distraídas. Juan Gersón, doctor parisiense, en la primera oración que hace á los mancebos, trae una doctrina que refiere por Quintiliano, diciendo cuán importante es que los niños ni traten con amigos viciosos ni se críen con maestros distraídos, ni lean en libros profanos, ni oigan conversaciones deshonestas, ni sepan que hay casas de juego, ni vean juegos, ni comedias torpes; pues si todo esto lo hay en una Corte y pocas casas se escapan de que no se les pegue algo, que por las ruines amigas, que por los malos vecinos, que por la ociosidad continua, que por el mal ejemplo de los padres, que por la liviandad de las madres y hermanas,que por la lección de libros deshonestos y profanos, que por las comedias, saraos, festines y bailes, en que gastan lo más del tiempo de la vida; pues ¿cómo queréis que en las edades y siglos que alcanzamos se críen bien los hijos ni las hijas entre tantos vicios y desórdenes, con tanta libertad en tanta mocedad? Platón comparó el niño al espejo y Cicerón á la cera blanda: con cualquiera aliento se ensucia el cristal y cualquiera impresión recibe la cera tierna. Un inconveniente tiene el criar los hijos en la soledad y aldeas, que es, el no salir demasiado desenvueltos; pero si es bueno el natural, con poco que se cultive se hace tratable. Esto tiene fácil remedio, pero si se pega en la niñez un vicio, muchas veces no se desarraiga sino con la muerte. Pues si queréis aplicarlos, que se críen á la sombra y amparo de los señores y príncipes de nuestro tiempo. Así es la verdad, que antiguamente los palacios y casas de los tales eran las escuelas á donde se enseñaba y aprendía la bondad, la cortesía, la honestidad, el recato, los buenos respetos, el valor, la igualdad, las armas, las letras, y sobre todo el saber hermanar las obligaciones de buen cristiano con las de gran caballero; ahora todo está al revés. No oso decir lo que siento, que os llorarán los ojos sangre del corazón, porque los vicios que no cogen en todo el mundo, las libertades, los desórdenes, los agravios, las malas correspondencias, que no hallan cabida aun entre la gente más ordinaria, entran por la Corte y pasean sus calles; que la voz del pueblo y la experiencia del tiempo os dirán á dónde tienen todos estos vicios acogida, y en quién hallan amparo; pues ¿para qué queréis que vuestros hermanos vengan á perderse, deseando ganarse? Y el forastero que tiene hijos, ¿qué esperanza puede concebir de su buena crianza, si el muchacho lo primero que oye es la blasfemia y la niña lo primero que aprende es el movimiento del baile deshonesto? Levántanse con el libro de las comedias, acuéstanse con haber visto en la representación de ellas, lo que leyeron escrito; de la casa del juego se va á la de la mujercilla liviana; aquel es tenido en más, que habla peor, dándole á la desvergüenza nombre de gala y á la deshonestidad título de donaire. ¿De qué se espanta el padre que cría así á sus hijos, de que á uno maten y otro mate? ¿De qué se hace nueva la madre, que cría así á sus hijas, de que la una se pierda y la otra se mal case?

-Es tanta verdad eso -dijo Leonardo- que os contaré uno de los sucesos más desgraciados que habéis oído, sucedido en un mancebo, hijo de buenos padres, por haberse criado en Corte al lado de ruines amigos, con semejante libertad.




Novela y escarmiento trece

Tenía un hidalgo honrado, que vivía en esta Corte, dos hijos pequeños; el uno de ellos inclinóse á los estudios y habiéndolos proseguido en la Compañía de Jesús y en sus seminarios y colegios, que tanto fruto han hecho á toda la cristiandad, perseveró en ellos, graduóse, tomó estado y vivió y acabó con opinión de varón de virtud. El otro, que echó por otro camino, comenzó á profesar amistad y admitir en su compañía á un mozuelo, hijo de un hombre común, de un oficio tan baladí que le paso en silencio. Aficionósele de verle una fiesta en la tarde jugar las armas en la plazuela de Antón Martín, y sin poderlo remediar el maestro y ayo que lo criaban, le hizo llamar á casa y tomó lecciones de la esgrima, y él que la tenía buena en la lengua, le comenzó á enseñar otras lecciones de distraerse, ir de noche á casa de mujeres, comer golosinas, echar pullas, dar matracas y de ahí vino á enseñarle á hacer llaves falsas para los escritorios de su padre, á coger las piezas de plata, las joyas de oro, á dar cuchilladas de noche, á azotar mujercillas, huir de la justicia, comer en bodegones, sacar fiado, estar toda la noche en la casa del juego, toda la mañana en casa de la mujercilla deshonesta, y toda la tarde en la comedia. ¿En qué había de parar esta vida y qué fin habían de tener estos pasos? Hicieron no sé qué agravio á su amigote dos cortesanos ricos y mozos, tomó la causa por suya, buscáronlos una noche con una gavilla de bellacos, y bien ó mal muerto, mataron al uno; no osó volver á la casa de su padre el hijo del hijodalgo, ni se atrevió á parecer en mucho tiempo en la Corte. Habíase encenagado con una mujercilla el otro ruin amigo, salióse con ella y fuéronse la vuelta de Córdoba. Allí la puso en el lugar más deshonesto que pudo, y le obligó á comer de lo que ella le daba: sobre no sé qué agravio, que la hizo otra tal como ella, necesitó al pobre mancebo á cortarla la cara: fuéronse á Málaga, y allí no corriendo los tiempos como ellos pensaron, topáronse con otro amigo peor que el primero, que también comía al tercer día: era más práctico en la tierra, enseñóles no sé qué casas de hombres ricos, y entre los dos y la mujercilla escalaron una noche una de ellas y robáronla. Andaba ya la justicia con vislumbres y asombros de dar con ellos, y tomaron la derrota para Sevilla, y estando ya á pocas leguas de la ciudad festeando en una venta sobre la paga de lo que habían comido, el hijo del hidalgo se atravesó con el ventero y le tiró un almirez, y por darle á él, le dió á la mujer y la mató. Prendiólos la Hermandad, y puestos presos en Sevilla, los de Málaga que andaban en su seguimiento, dieron con ellos en la cárcel: reconociólos el dueño de la hacienda robada en Málaga: acumuláronle al mozuelo la muerte de Madrid, que no faltó en la plaza de San Francisco quién diese soplo: pusiéronle en el tormento, confesó la verdad. Yo estaba entonces á unos negocios en Sevilla y ví á la mujercilla azotarla y á él ahorcarlo y hacerle cuartos, y decía el pregón no menos, que por homicida, y á el por rufián y escalador de casas. Veis aquí un mozo, hijo de un padre de buena sangre, criado en su casa con ayo y maestro, que en esto se dice si era rico y si tenía harto regalo, y por criarse con libertad y pegarse á ruines amigos, paró en la horca. Yo conté á algunas personas que se hallaron presentes á verle ajusticiar, de cuán buena gente era y con el regalo que se había criado, y se hacían un mar de lástimas y decían que dieran sus haciendas para librarlo, si sus delitos fueran tales, que tuviera lugar la misericordia en la justicia.

-Grande compasión me ha hecho -dijo don Diego- ese pobre mozo; bastantemente me habéis espantado las orejas, para que no traiga á mis hermanos á la Corte, y también para que si mi fortuna fuere tal que tomare aquí estado, procure mirar con un amor entrañable de padre, y un desvelo y atención cristiana, cómo crío mis hijos y mis hijas si me los diere Dios.

-Pues para acabaros de obligar de una vez -replicó Leonardo- á esa paternal prevención, para que si os casáredes en Corte y tuviéredes hijas miréis por ellas, os quiero escarmentar con otra lástima mayor que la pasada.




Novela y escarmiento catorce

-Yo conocí á un hombre en Madrid de edad mayor, que había perseverado en vivir sin casarse hasta la edad de cuarenta años: hallábase con buena hacienda, era hombre de buenas prendas y partes, y de calificados deudos y parientes, cuyo nombre era don Martín. Á él no le conocí yo hasta después de muchos años, casado y con hijos mayores; pero lo que os he referido hasta este punto, oí á boca de mi mismo padre, que esté en el cielo, que le trató y comunicó familiarmente, asistiendo en esta Corte por muchos años en la prosecución de aquellos negocios que el señor Maestro sabe y de mi padre supe, que haciendo instancia los amigos de don Martín, en que se casase, últimamente á puras persecuciones, lo hizo con una mujer natural de este lugar, igual á él en sangre, aunque no tan hacendada como él; dióle Dios en ella, en el discurso del tiempo que estuvieron casados, dos hijos y una hija: cuando estos tenían edad de catorce á quince años vine yo á esta Corte, que fué la primera vez que en ella entré y respecto de la amistad que don Martín tuvo con mi padre, continuéla yo con él y él conmigo. Era su casa de don Martín un monasterio de religiosos con mucha recolección; vivía en cuarto apartado de su mujer é hija, y ellas y sus criadas libraban sus negocios por un torno como monjas; ni sabían cuál era la puerta de la sala del recibimiento de la casa, sino era para ir á misa ó sermón, ó para recibir visitas iguales á ellas en la calidad, y esas eran pocas. El acudir en su casa á frecuentar los sacramentos era muy á menudo, el dar limosnas hacíase copiosamente. Procurábase que no hubiese rato ocioso, y los que parecía que sobraban de labor ordinaria de las mujeres se gastaban en la lección de libros santos, porque don Martín, como era rico bastantemente, llegaba su renta a cumplir con sus obligaciones y á traerlo sobrado. Son secretos juicios de Dios que no alcanzamos los hombres; ¿quién pensara que en paño tan fino cayera tal mancha, ni que castillo con tan vigilante alcaide fuera entrado del enemigo á escasa vista? Era esta hija que tenía de hasta quince á diez y seis años, linda cara y gallarda presencia, de tan honestas costumbres, que todos la tenían por una santa: hartos pretensores hubo de matrimonio y que gustaran ser yernos de casa de hombres de prendas, y que el menor de ellos le estuviera á cuento á don Martín para emparentar con él. Y aunque él holgara de poner su hija en estado, si bien podía estar satisfecho de su cordura, pero con todo eso causan desvelos á los padres cuerdos las hijas mozas y hermosas en Corte, mas como la veía tan inclinada á las cosas de religión y espíritu, habiendo entendido de sus padres espirituales, que quería ser monja, siempre dió por respuesta á los que se la pidieron lo que acabo de decir. Sucedió que por este tiempo un hombre de los ociosos y sobrados en Corte paseaba á una mujercilla casada, que vivía frontero de la casa de don Martín, y para hacer tiempo hasta que el maridillo se fuese de casa, entrábase este Pedro por demás al zaguán de don Martín, y estábase leyendo en un libro de Diana, y para que no le viesen de la calle, escondíase en un rincón de un corredor que venía á caer junto al torno del cuarto de las mujeres, y como en estas casas grandes todas veces no se repara en quién entra ó quién sale, pudo este hombre entrar más á menudo que debiera en aquella casa. Acaso una vez, entre otras, llegó una doncella al torno por la parte de adentro á llamar á un criado, no estaba tan cerca que respondiese luégo, y respondió aquel gentil-hombre que qué era lo que mandaba, que él lo haría. La privación, dicen los filósofos, que es causa del apetito. Esta doncella de labor, privada de conversaciones de afuera, era tentada de hablar, vínosele esta á las manos, y dióse una y buena; resultó de aquí un grande conocimiento, aunque por entre tablas, para con el forastero y como él le preguntase ¿quién era y en qué se entretenía? ella se arrojó, que era algo muelle de boca, contó lo suyo y lo ageno, y entre otras cosas, pintó la gracia y hermosura de su señora: el bellacón de afuera, que no quiso más, dijo:

-Pues advertid que yo soy un caballero mozo de esta Corte, que há muchos días que pierdo el juicio por esa señora, desde tal día que la ví en tal iglesia. Yo os doy la palabra de sabéroslo servir, si me hacéis merced de darla parte de mi pasión.

Tenía en las manos, cuando decía esto Roberto, que así se llamaba este mancebo, el libro en que leía y puesto sobre él un Agnus ó firmeza, que ahora llaman, con un listón pajizo, que era de la casadilla á quien hablaba, y se le había dado á aderezar y él le traía para volvérsele; y estando parlando con la doncella, quiso su desdicha, que entró don Martín en su casa: cortóse notablemente Roberto, y por que no viese don Martín la firmeza y libro, que estaban sobre el torno, dióle una vuelta y volvióle para dentro, á tiempo que le preguntó don Martín que qué hacía allí y qué buscaba.

-Yo, señor -respondió Roberto- soy criado de un joyero rico de esta Corte, de donde se han traído para estas señoras algunas varas de randas y puntas flamencas; pidieron otras y las he venido á traer, y acábolas ahora de dar por el torno.

-Andad con Dios -respondió don Martín- que yo haré que se despache por acá ese recaudo, que por ese lugar no negocian sino mis criados y criadas; y pues en casa saben de dónde es esa mercadería, allá á la tienda se enviará razón de todo.

Con que le fué fuerza á Roberto el irse, y la criada que sintió desde adentro la voz de su señor, también se fué; pero como las mujeres son tan amigas de ver y saber, aunque se pongan en notables peligros, luégo que sintió que su señor se había apartado del torno y se había entrado, volvió á él y tomó la firmeza y el libro, y á la noche al desnudar á la hija de don Martín, hallándose las dos solas, le contó todo lo que había pasado. Y aunque al principio la riñó y reprendió porque había tomado lo que halló en el torno y por haber dado oídos á aquel hombre, con todo eso después la dió tentación de ver el libro y la joya, lo cual trajo y dió de muy buena gana la criada; ella desde aquel día se encerraba algunos ratos y decía que no se sentía bien dispuesta, y todo era para leer en el libro, porque se había embebido tanto en sus enredos y cuentos amorosos, que no sosegó hasta verle el fin; quedó tal de haberlo leído, y convirtióse tan en otra mujer, que arrojó las disciplinas, dejó las contemplaciones y la que hasta allí no llegaba en un mes hacia las celosías de las ventanas de la calle, y en sintiendo visitas de hombres en el cuarto de su padre, huía una legua, ya era otra, que se moría por mirar y ser vista, y poco á poco se desasosegó de suerte que la obligó á llamar á la criada y hallándose sola con ella, la dijo así:

-Álvarez -que este era el nombre de la doncella- no sé qué me trajiste en este libro y en esta cinta, que muero por saber quién es ese hombre; ¿qué medio te parece que tomemos para saber quién es?

-Yo, señora -dijo Álvarez- poco podré decir acerca de eso, porque jamás le había visto ni oído, ni después acá sé lo que se ha hecho; pero lo que á mí me parece es, que te arrojes á ponerte en las manos de la fortuna: si te sientes con tanta pasión, ponte esa firmeza con ese listón pajizo al cuello, y si te preguntare mi señora quién te la ha dado, yo diré que es mía y que desde que vine á servir á casa la tengo, y porque se echa á perder estando en el cofre, y no me estará bien á mi ponerme joya tan rica hasta tomar estado, y más que me le dejó un tío mío en su testamento con esa condición, y yo te supliqué que tú la honrases trayéndola y me has hecho ese favor.

-¿Pues qué hemos de sacar de ponérmela? -dijo doña Leonarda, que así se llamaba la hija de don Martín.

-De mucha consideración será -respondió Álvarez- porque llevándola puesta siempre que vayas á misa ó sermón, es forzoso que una vez ú otra te la ha de ver puesta ese caballero, si, como dijo, te quiere bien y te sigue los pasos, y él buscará ocasión para acercársete y hablarte, aunque no sea sino con los ojos: verás el talle y presencia del que te quiere; sabré yo, en conociéndole por mano de quien yo me fié, qué calidad tiene, qué prendas y partes, que si fuere tal, pocos hijos tienen tus padres, y no sabes la fortuna que tu suerte te tiene guardada.

Estaba ya algo perdigada doña Leonarda con el libro y con el repaso de la lección de esta tercera, que lo podía ser de una vihuela de arco: acabóse de rematar el recato de la pobre señora y vino en lo que le aconsejó aquella criada fácil y liviana. Acuérdome de haber entrado un día, entre otros, en nuestra señora de la Merced, y oyendo predicar al padre Maestro Ramón, le oí dar grandes voces, advirtiendo que mirasen las madres de qué amigas, criadas y vecinas fiaban sus hijas. Salió algunas veces á la Iglesia doña Leonarda con la firmeza y listón en el pecho, y una entre otras, vió que llegó un mozo de razonable talle y hábito, y se puso á sus espaldas á rezar, y en voz que no lo oyesen los que estaban cerca, le dijo así:

-Mi señora, el esclavo vuestro y el dueño de esa joya que traéis al cuello, tenéis aquí á vuestras espaldas, en fe de que están seguras contra todos los golpes de fortuna: la brevedad del tiempo y el lugar á donde estamos, no le da para deciros más de que soy vuestro y seré mientras viva: mi calidad es conocida; nací noble, aunque por no ser tan rico como la fortuna pudiera hacerme, sirvo al conde de N. que vive pared enmedio de vuestra casa: mi nombre es Roberto: ya sé quién sois; si informada la verdad, pagáredes la voluntad vista como mi voluntad, tenéis mi mano de esposo vuestro.

No pudo doña Leonarda responderle porque á este tiempo su madre se levantó y así se hubo de contentar con haberle mirado y conocido. Después, estando en casa, contóle á Álvarez lo sucedido en la Iglesia, y de parecer de esta buena consejera, metieron en la danza á un escudero de más años que juicio, que se obligó á ir y venir sin ser correo, y con poco que le dieron echó á perder mucho. Este llevaba y traía los recados, papeles y favores, pasando á la casa del conde, que era otra casa inmediata á la de don Martín, yendo á Roberto y volviendo á doña Leonarda, con que se encendió de suerte la negra amistad, que hallándose la pobre señora empeñada en más que debiera, dió cédula á Roberto de casarse con él, y puso su honor en sus manos. ¿De qué sirven tornos, á donde andan tan lindos torneadores de juicios? ¿De qué sirven desvelos de padres y madres, si viven en compañía de las hijas tales madrastras de sus honras? Como Roberto se vió tan favorecido de Leonarda, comenzóse á helar en los amores de la casadilla. El amor con seguridad, bien dijeron los gentiles que era ciego, pero en dejando de andar desnudo y vistiéndose de celos y sospechas más ve que un lince y más ojos tiene que Argos: la susodicha casada, viendo tan tibio á su amante, dió en celarle y seguirle los pasos, vióle hablar con el escudero de casa de don Martín y otros indicios que fué descubriendo; pero como la casa era de tanto recato y encerramiento, y la gente tan principal, no acababa de persuadirse á caso tan semejante; á lo que más se alargó su pensamiento fué á que podía haber puesto los ojos Roberto en Álvarez, hasta que un día, estando á la ventana de su casa y mirando con más atención que otras veces á doña Leonarda y á su madre que salían á misa, le vió puesta al pecho la firmeza con la misma cinta que ella le había dado á Roberto, porque ella, como mujer de aire en los cascos, tenía por su color el pajizo, y así usaba mucho de él. Aquí fué donde habiendo visto semejante cosa, ella se acabó de enterar en quién era la que la había quitado el galán y la que favorecía á Roberto. Espantóse é hízose mil cruces, y paseándose por el aposentillo de su casa, abrasada en celos de Leonarda, falta de juicio y de paciencia, andaba diciendo:

-¿Qué hay que fiar de mujeres, si ésta ha hecho semejante bajeza? ¡una mujer tan rica, tan hermosa, tan principal y tan muchacha, ha puesto los ojos en un pícaro sin camisa, de la más vil gente del mundo, que si yo no le sustentara y vistiera, pidiera limosna!

Y decía en esto la verdad, porque sabía ella que Roberto era de Sevilla, hijo de un cortador de carne, embelecador, embustero, de donde estaba huído por tres o cuatro delitos que había cometido, y habiendo venido á la Corte, se había pegado á unos lacayos del conde de N. y ella, viéndole un día en la comedia, se había aficionado á él, y pagada de no sé qué frialdades que le dijo, como ella tenía un marido viejo y de mal talle, se metió con el mozuelo y le sustentaba con galas y dineros, y él se recogía en aquella casa del señor con aquellos sus criados, diciendo que lo era suyo. Es una mujer agraviada la misma resolución; ni la espantan peligros, ni repara en dificultades. Anduvo pensando qué venganza tomaría de Roberto y de Leonarda, y últimamente la descubrió el demonio un camino arrojadísimo, que fué la ruina de la pobre señora. Cubrióse su manto, fuése al cuarto de don Martín, dijo que tenía que decirle un negocio gravísimo á solas, y contóle palabra por palabra quién era Roberto, y sin saber más de lo que había sospechado añadió lo que le pareció á propósito para descomponer á doña Leonarda con su padre, demás de que, como daba tan buenas señas de la firmeza y listón pajizo que ya don Martín había visto al cuello de su hija, atravesóle al pobre viejo las entrañas con sus palabras, y aunque disimuló como cuerdo y prudente el dolor, como noble y como padre se pensó caer allí muerto; pero al fin, reportándose lo más que pudo, la despidió diciendo:

-Andad, amiga, volveos á vuestra casa, y por hacerme á mí gusto, no comuniquéis esto con otra persona del mundo y volvedme á hablar mañana, que aunque yo estoy satisfecho de cómo se vive en mi casa, y estoy cierto que esa es alguna ilusión del demonio y algún engaño suyo, yo os volveré á ver y satisfaré dentro de pocas horas y os enteraréis de la verdad y desengaño, ó del mayor castigo que padre haya hecho á hija.

Con que la mujer se fué y don Martín quedó recostado sobre silla, tal, que por más de media hora no volvió en sí. Era, cuando entró la mujercilla á hablar á don Martín, de noche, á la prima de ella, que eligió esta hora porque no la viese Roberto entrar, ni diese en quién le hizo el tiro: solía Álvarez, que era este su oficio, pasar al cuarto de su señor á aquella misma hora todas las noches, para dar en una salvilla un pañuelo y valona á su señor, llevarle el cuello y dejarle otro abierto para el día siguiente, y llegó á tiempo que la casada comenzaba á dar cuenta á don Martín del caso: como oyó nombrar á Roberto puso el oído en el caso, retirada detrás de una antepuerta, y fué la desdicha para que se juntasen unas á otras, que no oyó lo del linaje de Roberto, de cuán ruín gente era, porque ya la casada lo había dicho cuando ella pudo oír algo. Oyó cómo don Martín decía que si su hija estuviese culpada en algo con Roberto, que no había de quedar piedra sobre piedra en su casa; y que después de haber muerto y hecho tajadas á su hija, á su mujer y á sus criadas, había de poner á la casa fuego; con esto, sin darle el cuello ni valona, con pasos bien turbados, volvió á donde estaba doña Leonarda en una galería á la luz de una vela escribiendo un papel para Roberto, porque si no es en los zaquizamíes, ó guardapolvos, o en los corredores altos, fingiendo que iba á otras necesidades, no se atrevía doña Leonarda, por su madre, á tomar papel ni pluma en la mano. Llegó Álvarez, contó todo lo sucedido, añadiendo que si no tomaba resolución con brevedad, la había de ahogar su padre y quitarla la vida. Quedóse helada y muerta la pobre Leonarda; animóla Álvarez y díjole:

-¿Vuesa merced no conoce á su padre y sabe su entereza, y que hará lo que dice? ¿no es mejor ahorrar de lances y peligros é ir á buscar á Roberto, á quien tiene dada palabra y cédula de mujer, que no verse, si tarda un momento, ahorcada por la mano de su padre de alguna viga de estas, á donde no sólo se ha de temer el perder la vida, sino las almas, según el mal estado en que á entrambas nos coge este negocio? yo á lo menos de un punto pienso estar en la calle, porque conozco á mi señor y no quiero morir de repente.

-¿Por dónde -dijo doña Leonarda- puedes tú salir sin que te vea?

-Si todo estuviera en eso -dijo Álvarez- presto estaba remediado: el torno sé yo cómo se quita y pone con harta facilidad, y yo tengo la llave de la cadena, que aún no se la he dado á mi señora: coge por ahí de presto algunas de esas tus sortijas y una buena vuelta de cadena, y vente conmigo, que yo te pondré en el aposento de Roberto.

Temblaba Leonarda y no se determinaba, aunque Álvarez apretaba con que se fuese, que Roberto se casaría con ella y su padre al cabo, al cabo la perdonaría. Estando en esta confusión, buscólas otra criada, y díjolas que toda la casa estaba alborotada, porque don Martín su señor había clavado las puertas que salían á la sala del recibimiento y se había puesto una cota, y su señora la vieja estaba llorando hincada de rodillas delante de él. Con esto se acabaron de resolver las dos en irse, y diciendo á la otra criada que las dejase á solas que tenían que hacer, caminaron muy apriesa hacia el torno: quitóle Álvarez, salió y ayudó á salir á su señora: fuéronse á casa del conde, hallaron á Roberto en un pobre aposento jugando á los naipes, llamáronle, contáronle el caso, no se sabe lo que hizo de ellas, porque hoy es y Roberto no ha parecido jamás. Don Martín, después de haber dado cuenta á su mujer de lo que sabía de la boca de la casada, entró adentro con ánimo de matar á su hija, sabida la verdad; y así lo era lo que decía la otra criada, que su señora estaba llorando y de rodillas, pidiéndole que no se arrojase á aventurar la honra de su casa y reputación, qué ella, como madre, lo averiguaría con más recato y mejor. En esta contienda estaban marido y mujer, cuando otras dos criadas que había en casa, vinieron dando voces y llorando, diciendo que el torno estaba arrancado y que su señora doña Leonarda y Álvarez no parecían. Don Martín, como se hallaba armado con un montante en las manos, llevado de la cólera y pasión que tenía, buscando á su hija y no hallándola en su casa, pasó á casa del conde y á casa de la casada, andúvose todo Madrid y jamás se halló rastro de ninguno de los tres. No os quiero cansar con lo que hizo don Martín, las diligencias, gastos y caminos, ni jamás se pudo dar aun con sombra ni pensamiento de quien los hubiese visto, aunque se anduvieron todas las más ciudades de España. Costó la vida el pesar á la mujer de don Martín, y los dos hijos que tenía ya en edad para ello, el uno pasó á Flandes y el otro se entró en religión. Tenía don Martín un hermano muy rico en Zaragoza, murió y fuéle fuerza ir á acomodar á sus sobrinos, porque era nombrado tutor de ellos y testamentario del hermano, y era gruesa la hacienda: habían pasado ocho años cuando fué don Martín á Zaragoza desde que sucedió la desgracia de la pérdida de doña Leonarda; y entre los días que en Zaragoza asistió don Martín, pasando un día á caballo por un barrio bien distante de su posada, vió cruzar la calle á dos mujercillas, que la una de ellas le dió un aire terrible de su criada Álvarez: mandó á un paje que siguiese aquellas mujeres y supiese á dónde vivían, y de allí á un rato volvió un paje riéndose y diciendo:

-Con gentil mercadería habíamos dado; en verdad que es buena gente para que vuesa merced sepa quién son: dos mujeres eran de la casa pública y aun me convidaban con la posada, sino que ni yo soy tan mal cristiano ni de tan bellaco gusto.

Calló don Martín y no respondió más al paje: fuése á acostar y en toda la noche pudo dormir; estaba tan inquieto y desasosegado, que se levantó en amaneciendo: no había cosa que le contentase ni le diese gusto; todas sus ansias eran por ir á la casa pública: al fin, luego que llegó la noche siguiente, casi sin estar en lo que hacía, mudando de hábito, sin criado ninguno fué solo á ella, y en entrando acabó de reconocer mirándola de espacio, como tuvo lugar, aunque flaca, afeitada, fea y vieja, que era Álvarez, la propia criada de su hija: llegóse embozado á ella y díjole, que si quería venir á casa de un hombre principal á estar un rato, porque aquel lugar no era á propósito para la persona que quería hablarla, que era un caballero principal y amo suyo, que se fuese con él á donde la llevase; y para que entendiese que no era cosa de burlas, ni cosa de su agravio, ni ofensa, se quitó una cadena de oro que llevaba al cuello y se la dió. Púsose la mujercilla la cadena, y dando cuenta del caso á quien tiene cuidado y cargo de ellas, asegurándole la ganancia y ofreciéndole parte, le dieron licencia para irse con aquel hombre aquella noche. Jamás Álvarez pudo conocer á su señor, según estaba de desfigurado y viejo; demás de que como disimulaba la voz y encubría el rostro, ni cayó en él, ni los demás tomaron sospecha, porque entendían que lo hacía por ser la casa tan ruin y el antojo tan bajo, y él alguna persona honrada. Llevóla don Martín á su casa, y entrándola en un aposento, cerró la puerta, y así como se quedaron solos, envolviendo don Martín su voz y autoridad y diciendo: «¿Pues Álvarez, es buena vuelta de vida esa?» se cayó como muerta en aquel suelo, tanto, que hizo grandes diligencias don Martín para que volviese en sí; vuelta en su acuerdo, asegurándola de la vida, y preguntándole por su hija y por aquel traidor, Álvarez, tras de muchos suspiros y lágrimas dijo:

-Así es, señor, yo soy la culpada en todo; aquí está mi vida, que honra no tengo que dar, que ya la perdí.

Y contándole el principio del libro de Diana y de la joya que quedó en el torno, y por donde vinieron en conocimiento de Roberto y de lo que estaba culpado el escudero, aunque ese, como dijo don Martín, ya era muerto sin haber declarado cosa, y viniendo á referir lo que sucedió desde que se salieron por el torno las dos y hallaron á Roberto jugando á los naipes, dijo que Roberto dejó el juego muy turbado y se fué con ellas hasta sacarlas á la puente de Toledo, y desde allí, aunque con mucho trabajo, por hacer la noche muy oscura, pagándoselo á un arriero que encontraron, los llevó á todos á caballos hasta Toledo, á donde Roberto dijo que tenía un grande amigo y se fueron á su casa, y el no encontrarlas en el camino nadie de los que las iban siguiendo, fué porque se lo pagaron al arriero porque caminase de noche y no de día.

Llegados á Toledo en casa de aquel amigo, Roberto quiso mostrarse hombre y mi señora se resistió y juró que antes se dejaría hacer pedazos si primero no se casase con ella. Á lo cual respondió Roberto que para esto era menester ir á Sevilla: resolviéronse en la jornada, vendió Roberto una cadena de oro que llevaba mi señora: engañónos á nosotras con decir que tomaba mulas para Córdoba y tomólas para Cuenca: desde aquella ciudad nos pasó a un lugar de Aragón que se llama Teruel, y apretándole mi señora en que se casase ó que daría á la justicia parte del caso, dijo que salía á buscar unos amigos que tenía en aquel lugar, que le conocían, para que jurasen cómo era libre y lo efectuarían: salió de la posada y hasta hoy no le hemos visto: traía él las pocas joyas y dineros que mi señora tenía, y así hallámonos solas, en un mesón, en tierra agena y sin remedio: acertó á venir á aquella posada un mercader de sedas que venía de Valencia; supo el caso, aficionóse á mi señora; lo que pasé con él no lo sé, más de que mi señora se puso nombre de doña Juana, y él nos llevó consigo con mucho regalo á Barcelona: allí estuvimos dos años, á donde un criado de este hidalgo, que se llamaba Pablo, con quien yo andaba de mala, me sacó y llevó á Valencia, y de lance en lance mi vida y la suya fueron tales, que he parado en el lugar que estoy, y mi señora, según he sabido, después perseveró con aquel mercader rico, hasta que en Barcelona los dió en perseguir la justicia, sabiendo que no eran casados, y así los dos han peregrinado estos años por diferentes partes, hasta que se murió el padre del mercader, que era natural de aquí de Zaragoza. Hallábase Bernardo, que así se llamaba este gentil-hombre que tiene á mi señora, ya con dos hijos en ella, vino á la herencia de su padre y trájola consigo, con ánimo de casarse con ella, sabiendo quién es, habiendo heredado, según dicen, más de treinta mil ducados, porque en vida del padre no se osó casar con ella, respecto de que el padre decía que mi señora era una mujer perdida. Yo, por ver á mi señora, me vine con un hombre perdido que me trajo á la casa de Zaragoza, para que en sabiendo que era casada y estaba tan rica, me favoreciese, para salir de tan mala vida: ayer fuí á su casa, que lo es bien principal de esta ciudad, y como me vieron en este hábito me la negaron. Esta es la tragedia de nuestras locuras, representada en el teatro de nuestros desatinos y mocedades: yo soy el autor de tan mala obra y quien merece la pena de semejantes culpas: aquí estoy, haga de mí vuesa merced lo que fuere servido.

Y con esto comenzó á derramar muchas lágrimas y á dar muchos suspiros. Don Martín la sosegó y consoló, y no sufriéndoselo el corazón, con ser de noche, informado de las casas de Bernardo en la de sus sobrinos, porque era conocidísima, tomando sólo un criado y llevando consigo á Álvarez, fuése allá y pidiendo por Bernardo, que era el dueño de todo y el tutor y amparo de otras dos hermanas menores que le habían quedado, hizo con demasiada instancia y perseverancia, que se le dejase hablar: entró dentro y estaba cenando á la mesa con doña Leonarda, que ya se llamaba doña Juana: así como entró y le vió Leonarda, conoció á su padre y comenzó á temblar. Levantóse Bernardo á tiempo que don Martín iba con una daga desnuda sobre ella á matarla, abrazóse con él, y si ella no diera voces y dijera que era su padre, le matara. Al fin de dadas quejas unos á otros, enterado Bernardo de quién era doña Leonarda se vino á casar con ella, habiéndose de contentar don Martín, que esperaba un yerno caballero, con un yerno mercader, aunque quien la tuvo por tan perdida, harto ganada la hallaba, de que daba infinitas gracias á Dios muchas veces, y como prudente y cuerdo, húbose de acomodar al tiempo y correr al compás de la fortuna que le corría. Celebráronse las bodas y súpose el caso en toda Zaragoza. Doña Leonarda volvió á su primero nombre y dió ochocientos ducados á Álvarez, con que hubo un hombre ordinario, que casó con ella y la sacó de mal vivir; pero fué la desgracia, que de allí á un mes, saliendo de noche don Martín á visitar á su hija y yerno, teniéndole por otro, le mataron en la calle de un pistoletazo: lleváronle muerto en casa de su hija, y del susto que recibió, habiendo malparido una criatura de quien estaba preñada en seis meses, con el mal sobreparto murió, que por eso llamé al principio lastimoso este suceso. Mirad lo que pasa en la vida de Corte, y cuán á peligro se crían de perderse los hijos é hijas en ella, y porque de camino, si no son demasiado buenas las inclinaciones, hay quien los distraiga.

-Harto le habéis dicho á don Diego -dijo el Maestro- dejadme que sólo le advierta de cómo ha de repartir el tiempo y acudir á sus negocios, porque ya anochece y yo soy convidado á cenar donde sabéis; y á donde se usa cortesía, dicen que no se convida á esperar, sino á que esperen los que han de comer, á que les dén de comer ó cenar.






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Á donde se le enseña al forastero cómo ha de repartir el tiempo y acudir á sus ocupaciones cristianamente


Habiéndole ya advertido al forastero de los grandes peligros que hay en la vida de Corte y lo mucho que de ellos le conviene guardarse, para no distraer su persona, ni perder sus negocios, no me parece que hemos cumplido con los avisos que le hemos prometido dar, ni yo le hago la guía que es razón, si no le pinto y acomodo una forma de regla y estilo, que observe y guarde, para que cumpliendo con sus obligaciones, no saliendo de los límites de buen cortesano, y haciendo como buen cristiano, entable sus pretensiones y acuda á sus negociaciones con la puntualidad que piden las obligaciones que le trajeron á la Corte desde su tierra, y con todo me parece que habremos cumplido, si le enseñamos á repartir el tiempo, que es un arte y facultad de tanta importancia, que dijo Anaxágoras, que quisiera más saber repartir el tiempo de su vida, que saber toda la filosofía natural perfectamente. Y Simonedes, según refiere Estobeo en el sermón 95, dijo, que todo el tiempo de la vida era corto para saber acomodar el tiempo á la vida, de manera que fuese fructuoso para la vida el tiempo; pero mejor lo dijo San Pablo en la Carta que escribió á los de Éfeso, cap. 5, diciendo que mirásemos cómo aprovechábamos los días y el tiempo de la vida, usando de ellos con sagacidad y cautela; porque los días mal empleados son malos, que fué decir, que para quien los empleare mal, serán su fiscal y cuchillo á la hora del dar la cuenta, pues se ha de tomar tan estrecha de cómo se gastó y en qué se empleó, como lo dice David en el Salmo 74. Digo, pues, que el forastero estando sobre aviso con los escarmientos vistos, luego que se levantare por la mañana, tomándola desde la primera luz, lo primero que haga sea oir misa en la Iglesia más cercana de su posada, y desde ahí salir de la Iglesia, signándose con la señal de la cruz, diga siempre las palabras del Salmo 26: «Señor, guiadme por camino derecho»: con que con grande confianza y seguridad de ánimo puede acudir á sus negocios, sin distraerse por calles no importantes, ni en conversaciones impertinentes. Cuando allegare á dar los jueces sus memoriales ó á informar de boca en el derecho de sus pleitos ó razón de su pretensión, no sea importuno, ni pesado; procure que con graves y comprensivas razones se entienda la verdad que trata.

-Algunos -dijo Leonardo- hay pesadísimos en informar, con que desabren y desazonan á los que los han de oír y favorecer; y á este propósito oí decir que sucedió un caso gracioso. Habían venido dos colegiales de cierto colegio de la ciudad de Salamanca á informar al rey católico don Felipe II, que está en gloria, sobre cierto negocio grave, y el que le tocaba hablar por más antiguo, aunque era docto en la facultad que profesaba, era tan pesado y prolijo en repetir una razón misma muchas veces, y de su natural en su lenguaje era tan tosco, que por lo uno y lo otro, en el semblante de la majestad católica se echó de ver que se había cansado de oirle: el compañero, que era más agudo y más desenvuelto, y hasta allí no había hablado palabra, al despedirse los dos, dijo al rey:«Suplico á vuestra majestad se sirva de mandar, que tenga efecto lo que mi compañero ha suplicado en nombre de mi colegio, porque donde no, volverá otra vez á informar de nuevo á vuestra majestad»: celebróle el rey, aunque con la modestia que acostumbraba, y mandó despacharlos.

-De otra cosa también -prosiguió el Maestro- se le avisa al negociante ó pretendiente, y es, que ni por sí ó por otro intente ni trate cosa injusta ó no merecida; porque el que pretende lo que no merece y pleitea sobre lo que no tiene justicia, decía Alejandro, como se refiere en el libro de sus dichos y hechos, que caminaba con piés de plomo, sobre pantuflos de paja. Y el rey don Alonso de Nápoles dijo: «Que porfiar sobre un pleito sin justicia y apretar una pretensión sin merecimientos, era dar indicios de mal entendimiento y peor conciencia»; y no le podemos negar á Lucio Eneo Séneca en sus Proverbios, que no dijo esto agudamente: «No pidas lo que negaras si fueras juez, ni niegues lo que pidieras ni fueras inferior.» Aunque esta sentencia, como dijo un moderno, su haz y envés tiene, y ni toda parece obligatoria, ni toda conveniente. ¡Oh qué cara tan descubierta puede llevar el que pleitea con justicia y pide con razón!

También es menester advertirle al forastero, que en materia de reconocimiento á los beneficios y buenas obras que recibiere, no sea ingrato, antes se muestre liberal; no quiero decir que caiga en el indicio de prodigalidad, mas conozca el que le hubiere hecho buena obra y gusto, que si no tiene hacienda con qué pagarlo, tiene ánimo y corazón con que agradecerlo. Francisco Petrarca en sus Diálogos, en el Diálogo 18, dice, que la ingratitud no está en el no dar, sino en el no reconocer.¡Qué de negocios ha perdido el desconocimiento, qué de pretensiones bien guiadas ha desbaratado y turbado la ruin correspondencia! Aquel grande capitán Paminondas decía, que el agradecido era logrero, porque con poco que aventurase ganaba mucho.

De otra cosa hemos de advertir y avisar también á nuestro forastero y negociante, de que tenga paciencia y sufrimiento, y no piense que el señor juez con quien negocia ha de atender á sólo él, porque penden tantos de ese mismo juez y señor, que si lo supiese, se quedaría admirado de cómo aquel señor ó juez tiene tiempo para comer ni para dormir.

-Hoy me habéis de dar licencia -dijo don Antonio- que os cuente una cosa de mucho donaire, que me refirieron que sucedió en Sevilla años atrás. Desembarcó un capitán de galera en el río y traía cometidos unos negocios de hacienda á un juez de los de aquellos tribunales: pasaron dos días sin despacharle y pareciéndole mucha la dilación, comenzó á quejarse al juez, y el juez, que era muy sagaz y muy prudente, le respondió riéndose: «Señor capitán, en la mar navégase con viento contrario ó favorable; acá estamos en tierra, camínase con pasos unos, que da la razón y otros la ocasión; hágame á mí merced, que se esté aquí una hora y verá lo que pasa.» Fueron, pues, tantos los que en aquella hora entraron á negociar, y que referían haber muchos días que estaban sus negocios pendientes en aquel tribunal, que volviéndose el juez al capitán, le volvió á decir: «¿Y qué haremos de todos estos, que tanto tiempo há esperan, y que tanto há oímos y no podemos más?» El capitán quedó confuso y se despidió, diciendo que los jueces habían de ser de bronce, que los soldados bastaba que fuesen de carne.

-También quiero avisar -dijo el Maestro- á nuestro forastero, que sea cortés en las palabras y bien criado en sus acciones, de modesta presencia y de mirar humilde; no intente sus cosas con soberbia, que es vicio aborrecido en todas partes y en nadie parece peor que en el negociante y en el pobre. «Ignorancia sobrada es -dijo Sófocles- venir á rogar y entrar mandando.» Los atenienses tuvieron al ganso ó pato por símbolo de la cortesía, porque cuando entra en otra casa agena, va mirando desde antes que entre, y primero ocupa los umbrales con el pescuezo que con las patas: hay hombres arrojadísimos en esta materia. Dos Maximinos tuvo el Imperio Romano, el menor era superbísimo y así fué aborrecido, el mayor fué la misma humildad, y así fué muy amado, y con ser tan compuesto de palabras, cuando daba audiencia pública, cuando alguno de los que entraban á negociar pisaba recio, se volvía á los que estaban con él y decíales: «Mucho me pesaría que éste tuviese sobrada razón en lo que pide, porque ya me coge desabrido y desazonado»; queriendo dar á entender con esto, que aun los piés han de pisar con encogimiento del que viene á pedir y á rogar: ni tampoco quiero decir por esto, que el negociante ó pleiteante ha de ser tan cobarde, que no ha de osar hablar en su negocio; porque por eso y otras cosas semejantes se dijo: «Tanto es lo de más como lo de menos» y aquel proverbio castellano: «Que al hombre vergonzoso el diablo le trajo á palacio», como la vergüenza sea ignorancia y cobardía, bien dicen, porque el que viene temiendo, ya viene desconfiado y la desconfianza ó nace de cobardía ó de poca razón; y así, en las averiguaciones de los casos criminales repentinos, por sospechoso se tiene el que muda el color del rostro. Y Séneca dijo en sus Proverbios, «el que ruega con temor, enseña á negar al que ruega», que no se pudo decir más. Confíe y tenga valor el que pretende y negocia, si los pasos que da son sobre razón y justicia, que en el juez ó príncipe, que le ha de premiar ó juzgar, Dios pondrá afabilidad en el rostro, tiento en la pluma y luz en el corazón.

Últimamente, de lo que tengo que avisar á nuestro forastero, es de que al compás de cómo debe, sea solícito, ora sean suyos los negocios ó agenos, á que viene á la Corte: á compás de la solicitud sea el silencio: si quiere que le entren los favores recibidos en provecho, cállelos; si quiere conseguir lo que pretende con medios justos, y favores merecidos, cállelos; si quiere no perder la acción y derecho de sus pleitos por los puntos de justicia y razón, que le han advertido sus abogados y amigos, cállelos, que me holgué de leer en un libro, que anda por ahí, que se llama El Pastor de Filida, un terceto de unas razones tan fuertes y verdaderas, que lo encomendé á la memoria que dice:


Y aquel refrán, que tan valido pasa,
que el bien no es bien, si no es comunicado,
no atraviese las puertas de tu casa.

-Yo también lo he leído -dijo don Diego- y voy tan advertido y consolado con los avisos y ejemplos referidos, que me prometo en mis negocios bonísimos sucesos; sólo lo que tengo que replicaros es: Aconsejastes al forastero, en saliendo de casa á negociar, lo primero que hiciese fuese oír misa; querría que no estuviese lejos mi posada de la Iglesia.

-No os dé pena eso -respondió don Antonio- porque pocas calles hay ya en esta Corte, que merezcan este nombre, que no haya Iglesia, monasterio ó parroquia, ú Hospital. Hagamos aquí una división de Madrid, ó descripción, no en rigor cosmográfico, sino por mayor, y dividámosle en las cuatro partes, que miran al Oriente y Poniente, al Mediodía y al Septentrión; comencemos por las entradas de la parte de Oriente: Por la parte de Oriente, que mira al Mediodía, siguiendo la calle de Atocha hasta la plaza Mayor, está aun antes de entrar en Madrid, Nuestra Señora de Atocha, monasterio de religiosos de la orden de Santo Domingo y el monasterio de Santa Isabel, de monjas agustinas recoletas, Monasterio real, y Fundación de las doncellas hijas de criados de su majestad, luégo á pocos pasos el Hospital General y frontero de él las Monjas Capuchinas, y á corto trecho de estos los Desamparados, el Hospital de Antón Martín, las niñas de nuestra Señora de Loreto, las Monjas de la Magdalena, la parroquia de San Sebastián, el monasterio de la Santísima Trinidad, el monasterio de los Religiosos de Santo Domingo, que se llama el Colegio de Atocha y la parroquia de Santa Cruz; y si volvéis á entrar por la parte misma de Oriente, que mira hacia el Septentrión, tomando el Prado de San Jerónimo, está el monasterio real de San Jerónimo en el Prado y la Compañía de Jesús, Casa Profesa, y los Recoletos Descalzos del glorioso Padre San Agustín, los Carmelitas Descalzos, las Monjas Bernardas de Vallecas, los Religiosos Capuchinos, los Clérigos Menores, las Monjas de Santa Catalina de Sena, el Hospital de los italianos, las Monjas de la Concepción Bernarda, que dicen de Pinto, los Padres Mínimos de San Francisco de Paula, que dicen la Victoria, el Hospital de la Corte, que dicen nuestra Señora del Buen Suceso, los Niños Expósitos, que dicen nuestra Señora de la Inclusa, la parroquia de San Luis, el Carmen Calzado, las mujeres recogidas, que es el Hospital de los Peregrinos, Hospital Real de la princesa doña Juana, el monasterio real de la misma princesa, que dicen las Descalzas de la Emperatriz, la parroquia de San Martín, que es el monasterio del glorioso Padre San Benito, la parroquia de San Ginés, el monasterio de San Felipe, de los Religiosos Calzados del glorioso Padre San Agustín. Si entráis por la parte del Septentrión, está, antes de entrar en Madrid, San Bernardino, monasterio de Religiosos Franciscos Descalzos, y en entrando en la calle de Fuencarral, la casa del Noviciado de la Compañía de Jesús: y al entrar en Madrid por la calle de Hortaleza, Santa Bárbara, que es monasterio de Religiosos Descalzos de nuestra Señora de la Merced, y más adentro de Madrid, el Hospital y Fundación de San Antón, y luégo á pocas calles el monasterio de Religiosas Descalzas de nuestra Señora de la Merced, y el monasterio de los Religiosos del glorioso Padre San Basilio, y el Hospital de la parroquia de San Martín, y el monasterio del Caballero de Gracia, de las Monjas de la limpísima Concepción Recoletas Descalzas, y el Hospital de San Luis de los franceses, el monasterio de los Religiosos Premonstratenses, el monasterio de los Religiosos del glorioso Padre San Bernardo, que es Santa Ana, el monasterio de Monjas Franciscas, que es los Ángeles, el monasterio de Santo Domingo el Real, que es de Monjas Dominicas, el Hospital de Santa Catalina de los Donados. Si entráis por la parte de Poniente, en el mismo Real Palacio está la capilla de Su Majestad, cerca de allí el real monasterio de la Encarnación, que es de Monjas Agustinas Recoletas, San Gil, que es monasterio de Religiosos Descalzos del glorioso Padre San Francisco, la parroquia de San Juan, la parroquia de Santa María, el monasterio de las Monjas Bernardas Descalzas, la capilla del obispo, la parroquia de San Andrés, Corpus Christi, que es monasterio de Monjas Jerónimas Descalzas, la parroquia de San Miguel, la parroquia de San Nicolás, las Monjas de nuestra Señora de Constantinopla, que son de la orden de San Francisco, el monasterio de Santa Clara, que también son Monjas Franciscas, la parroquia de Santiago, la parroquia de San Salvador, la parroquia de San Pedro, la parroquia de Stiuste; y si entráis por la parte del Mediodía, está el recogimiento de las mujeres perdidas, que llaman la Galera; á la puerta de Toledo está el monasterio del Seráfico Padre San Francisco, de los Religiosos de su orden, está el Hospital de los catalanes, aragoneses y valencianos, está el monasterio de Monjas de la Concepción Francisca, está la Imperial casa del colegio de la Compañía de Jesús, está el monasterio de nuestra señora de la Merced, de Religiosos de esta Sagrada Religión Calzados, está el Humilladero de la plazuela de la Cebada, el Hospital de la Pasión, y la parroquia de San Millán, el monasterio de la Concepción Jerónima, de las Monjas Jerónimas; y sin estas parroquias, y monasterios y hospitales, hay otras capillas, oratorios y ermitas á donde se dice misa. Tan adornado está Madrid, como Corte de monarca tan poderoso y rey tan cristiano, de templos y Iglesias á donde se celebren los oficios divinos, se frecuenten los sacramentos y se predique la palabra de Dios.

-Bastantemente -dijo el Maestro- ha cumplido don Antonio con el número de las Iglesias, aunque no con la proporción de la descripción; pero yo os ofrezco, la primera vez que nos volviéremos á juntar, de haceros una descripción cosmográfica del sitio y población de Madrid, de su latitud y longitud, de la tierra en que está, del clima que goza, de los aires que la bañan, del número de sus casas y vecinos, poniendo cada cosa en su lugar, y no faltarán otros avisos que dar al forastero; ahora me habréis de perdonar, porque me llama la cena y me esperan los amigos.





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