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Guía y avisos de forasteros que vienen a la Corte

Antonio Liñán y Verdugo


[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Barcelona, Biblioteca Clásica Española, 1885 y cotejada con la edición de Edisons Simons (Madrid, Editora Nacional, 1980). De acuerdo con el criterio de esta edición respetamos la ortografía y la puntuación de 1885.]


ArribaAbajoIntroducción á los avisos, novelas y escarmientos

Salían de Palacio un maestro graduado en Artes y Teología y un cortesano antiguo llamado don Antonio, dado también á las letras humanas, el uno pleiteante y el otro pretendiente. Encontraron á un caballero mozo, con quien en Granada, en ocasión de otros pleitos y pretensiones, habían tenido familiar conversación y amistad, así por haber acertado á vivir en un mismo barrio, como por decir sus negocios orden á un mismo Tribunal y Jueces. Abrazó don Antonio á don Diego (que así se llamaba el recién venido), dando lugar á la cortesía, para que hiciese lo propio el Maestro, el cual no sólo no le abrazó, antes le dijo:

-Pésame, señor don Diego, de veros fuera de la comodidad de vuestra casa y regalo en tiempo tan riguroso y veros expuesto á la descomodidad y confusión de esta Babilonia de Madrid.

-Donde hay fuerza -respondió don Diego- señor Maestro, esa acción y derecho á mayores descansos y entretenimientos, dicen que se pierde. Opúsose á una nueva herencia (de que la fortuna me ha hecho dueño) cierto hidalgo de mi lugar, con más arrogancia que justicia, y dióme tanta prisa, necesitándome á satisfacerle y responderle por tela de juicio, que remitiendo los cuidados del gobierno de la hacienda y casa de mis padres (que como os dije ya algún día en Granada, pende todo de mí) he venido á Madrid con esta brevedad.

-Terribles cosas son pleitos -dijo don Antonio;- consumen las vidas, gastan las haciendas, desasosiegan los ánimos, perturban el entendimiento, quitan el sueño, resucita bandos olvidados y engendran pasiones no imaginadas. Holguéme de leer á Cicerón una vez, que escribiendo á Ático, dice, que en tanto tiene por buen ciudadano y repúblico á un varón, en cuanto no tiene pleitos. Y Platón en el Diálogo de las Leyes, en el libro quinto me acuerdo que dice que á donde hay pleitos se sigue luégo el haber injurias; y que no puede conservarse la amistad y uniformidad de una comunidad ó república á donde hay pleitos y diferencias civiles.

-Bien dice don Antonio -replicó el Maestro- que mayores daños que los referidos traen los pleitos y diferencias. Estobeo, autor antiquísimo, afirma que en Delfos tenía escrito la ciudad en lugar público con letras de oro, aquella sentencia de Chilón que contenía tres preceptos ó consejos, que eran: Conócete a ti mismo, no codicies la hacienda ajena, huye los pleitos.

-¿Hase de dejar quitar un hombre la capa -dijo don Diego- y más si llegan á arrebatarla de sobre los hombros, que cubría, descaradamente?

-No pienso yo -dijo don Antonio- que aprobara eso el señor Maestro, siendo tan cristiano y tan docto, pues sabe que la defensa propia, ora sea en materia de honor, ora de la vida ó hacienda, no excediendo de los límites de la razón, es lícita de derecho natural, como se colige de diversas partes del mismo derecho, y la opinan y sienten así nuestros padres y preceptores de la Jurisprudencia.

-No quiera Dios -replicó el Maestro- que ese sea mi ánimo, que del mismo parecer son acá en nuestra Facultad los teólogos y sumistas, que la defensa lícita es, y más no siendo hecha con violencia, ni convirtiéndola en pasión y venganza, o dando mal por mal, conforme á la doctrina del Apóstol, antes procurando conseguir su justicia, y esforzar su derecho ante el Tribunal y juicio competente al que pretende ó pleitea. Verdad es, si todo se ha de decir lo que se siente, que yo no quise afirmar lo contrario, pero quise preveniros con una moderación cristiana, de que es cordura evitar los pleitos cuanto fuere posible, que allá aludió algo á eso aquel proverbio antiguo castellano, que por ser tan común, no saco de él más, de que un razonable medio ha de ser antepuesto á una grande promesa y esperanza de favorable sentencia; á lo menos, si todos tuvieran tanta gana de pleitear como dos santos ermitaños, de quien yo leí un cuento gracioso, no fuera de la materia que estamos tratando, pocos pleitos hubiera en el mundo. Vivían dos ermitaños muchos años había, según se lee en las vidas de los Padres del Yermo, solos y retirados, sin la comunicación de los demás hombres del siglo, y aun ellos entre sí mismos huían de comunicarse unos con otros, si no era algunas horas de ejercicio ó recreación, que acostumbraban á tener (lo cual se conservó mucho tiempo en algunas partes de Asia y África, y especialmente en la Tebayda, así entre los monjes anacoretas, como entre los cenobitas). Juntáronse, pues, estos dos solitarios un día á una recreación y entre otras materias que se ofreció tratar, el uno, que era de una condición y vida simplicísima, preguntó al otro:

-¿Qué es esto que llama el mundo pleitos y contiendas? ¿qué son pleitos?

-Pleitos son -respondió el otro ermitaño- pedir uno á otro su hacienda y litigar sobre cuál de los dos la posee justa ó injustamente, ó tiene más ó menos acción á ella; y lo mismo corre en otras materias, ora sean de bienes naturales, ó de fortuna, ó de beneficios, ó agravios hechos ó recibidos.

-En verdad -dijo el primero- que para entenderlo más de raíz, me holgaré que tengamos vos y yo un pleito.

-Sea así -dijo el segundo:- veis aquí, que yo tengo este libro en las manos, que á vos os consta que es mío; decid vos, que no es sino vuestro: replicaré yo, y diré que no es sino mío: y veis aquí movido un pleito.

Pues como hiciese instancia el más simple y sencillo á que aquella teórica, que le había enseñado su compañero, se pusiese en práctica, dijo el dueño del libro: «Este libro es mío»; respondió el otro: «Así es la verdad»; replicó el primero: «De ese modo jamás habrá pleito entre mí y vos.»

-Esto es lo que digo yo, señores -dijo el Maestro- que siendo, como no es la verdad más que una, se ha de mirar mucho, y prevenir que no se mueva á nuestro vecino, ni amigo, pleito, ni contienda sobre lo que no constare de la entereza de esa misma verdad; pero dejado esto á parte, vos, señor don Diego, vendréis cansado, ó querréis acudir á dar principio á vuestros negocios: demos lugar á todo, que todo pide, que ni para aquello os impidamos, ni para esto os dañemos con la dilación.

-Antes -respondió don Diego- pues mi suerte ha sido tan buena, de que el primer encuentro sea el vuestro, os quiero pedir me acomodéis de posada, si hay lugar en la vuestra, ó en parte que esté con la disposición y quietud que pide la asistencia de un hombre mozo como yo, que viene á estar de espacio en esta Corte, de quien los dos, por la comunicación y amistad que habéis tenido conmigo, sabéis cuán fácil soy en dejarme llevar de las ocasiones con quien encuentro, y que mi natural se parece al vidrio, ó á cualquiera otro cuerpo diáfano, que al color que le juntan, de aquel se muestra y parece.

-¡Oh! cómo ha venido bien -dijo don Antonio- lo que habéis propuesto, con lo que la noche pasada nos había ofrecido á mí y á otro amigo que posa con nosotros, el señor Maestro, de darnos y enseñarnos como unas reglas y avisos para enseñar á los forasteros recién venidos á esta Corte, ora sea á pretender, ora á pleitear, cómo han de vivir, y de qué modo se han de haber en ella, para huir los grandes y diversos peligros suyos, para quien no tiene experiencia y práctica de semejantes ocasiones, que se ofrecen por instantes, ya de ruines amigos, que sin querer ni pensar se adquieren, ya de mujeres fáciles, engañosas y deshonestas, que á donde no se entendió se encuentran, ya de juegos y distraimientos, de donde se siguen mayores daños y desgracias, que jamás parece fueron imaginables, á quien suelen acompañar muertes, castigos, afrentas, infamias y otra multitud de atropellamientos y desgracias, á que están sujetos los mortales hombres, mientras peregrinan en el profundo piélago del inconstante mar de esta vida miserable. Veníos con nosotros á comer, que ya dará lugar y licencia para ello el Maestro, á quien todos respetamos en aquella casa como á señor y padre, y por sobrecomida, y buena fiesta, pues con estos nublados que andan no parece tan á propósito para dormirla, dárnosla há mejor con advertirnos de estos avisos y preceptos, que han de observar los nuevos forasteros en la Corte, podrá ser resulte de allí más provecho en vuestro favor, que ahora os prometéis.

-Sea mil veces enhorabuena -respondió don Diego- acepto el hospedaje, y deseo la doctrina.

-Por esto tenéis tanto de lisonjero, porque tenéis tanto de cortesano -dijo el Maestro, volviéndose á don Antonio:- sea en hora buena, nuestro huésped don Diego, que por amarle, como le amo entrañablemente, quiero hacerme cargo de esa lección y práctica que os acordáis ofrecí, que cuando haya tomado la parte que le estuviere bien para huir los peligros de la vida de Corte un hombre tan mozo, tan rico, tan libre, y que se halla tan nuevo en ella, podrá hacer la elección de la posada y amigos que más le estuvieren á cuento.






ArribaAbajoAviso primero

Donde se le enseña y advierte al forastero recién venido á la corte, el peligro que corre en el tomar posada en ruin vecindad


Hospedado, como era razón, don Diego, y acabada la comida: Ya me parece -dijo el Maestro- que callando me prevenís para que cumpla (testigo Don Antonio) desde la noche antecedente lo que tengo prometido. Vos, señor nuevo huésped, os habréis hoy con nosotros al revés de lo que dice Cecilio Rodiginio en sus lecciones antiguas, que era costumbre entre la gentilidad el poner á vista de los huéspedes, antes que se les ofreciese otra cosa á la vista, unos saleros llenos de sal sobre las mesas: él declara, que esto se hacía por razón de que la sal es símbolo de la verdadera amistad, y esa se ofrecía al recién venido por los que le recibían. Yo digo que no era por eso, sino que bien así como la sal es un mineral, que da sazón á los más de los mantenimientos, que sustentan y alimentan el cuerpo humano, y preserva de corrupción á los que están sujetos á ella, así también para mostrar cuán sazonada estaba la voluntad de los que hospedaban para los hospedados, y que aquel regalo y caricia no le ofrecían para un punto, ni de paso, sino con perpetuidad y duración de verdaderos y fundados amigos, ofrecían la sal á la primera vista del recién venido huésped, y vos la habréis de recibir después de la comida, si la hubiere en la sazón del discurso de la ofrecida doctrina y práctica, que todo lo habrá menester la comida, que se os ha dado, tan corta en cantidad, y en calidad tan poco vestida de salsas y sainetes, que en haberla comido con tanto gusto, habéis mostrado el que tenéis en estar en nuestra compañía: parece que os valisteis del dicho de Séneca, que dijo, que más se ha de mirar con quién se come y bebe, que no lo que se bebe y come.

-En verdad -respondió don Diego- que hacéis agravio á la persona que os sirve y adereza de comer, porque todo ha estado sazonadísimo, y la cantidad ha sido, no sólo suficiente para satisfacer á el hambre, sino para hartar el estómago y buche de aquella glotona ave, que los griegos llaman Cephos, y nuestros latinos Larus, ó Fulica, que así me acuerdo que me lo enseñó el maestro de las primeras letras que aprendí, declarándonos la Emblema 90 de Alciato, y un Epigrama del libro 11 de Marcial.

-Á la mi fe -dijo don Antonio- vos, señor don Diego, -sois de buen contento, y el señor Maestro desea vuestro bien y salud, y ha guardado en la forma del daros esta comida, las reglas de los señores médicos, que el manjar moderado y la bebida templada conservan la vida con buena salud, que aquel proverbio castellano, come poco, cena más, duerme en alto, y vivirás; cena más poco, dicen que quiere decir, si bien tengo por cosa cierta, que las comidas desordenadas, y la variedad de manjares en ellas, jamás dejaron de causar (si no todas veces muertes repentinas) á lo largo, largas y prolijas enfermedades.

-¡Es eso tan cierto! -replicó el Maestro,- que dijo San Isidoro en el libro primero, que intituló de Summo Bono, que ese es el menor mal que hace la gula y las comidas desordenadas; porque además de las corporales enfermedades que engendran y causan, turban el ánimo y entorpecen el ingenio. Y Inocencio en el tratado de la vileza y miseria de la condición humana, dice: ¡Cuántos daños hizo la gula desde que cerró el Paraíso Terrenal, por diferentes edades, en distintas naciones, tantos, que apenas parece que se pueden reducir á cuenta, y cierto número! Y el Gran Padre y Doctor de la Iglesia San Jerónimo, refiere en sus Epístolas lo que Hipócrates en sus Aforismos, y Galeno en sus Cánones: encarecen y ponderan las apoplegías, perlesías y otras enfermedades, y muertes repentinas, que causan las desordenadas comidas, y exorbitantes y escandalosos convites.

-De ello, ¡espero yo en nuestro Señor! -respondió el Maestro- que os veréis libre, señor don Diego; á lo menos hase verificado en vos aquel proverbio, que anda tan válido, cuanto mal interpretado, de que habiendo dado de comer á uno moderadamente, se le dice: perdonad, señor, que os hemos tratado muy como amigo (habiendo de decir al revés) dadnos gracias de que habemos estimado vuestra vida muy como de verdadero amigo, mirando por vuestra salud, dándoos á comer, para que viváis, y no para que enferméis, lo cual más pareciera acción de enemigos, que regalo de amigos; pues dar comida que mate, lejos está de ser regalo que acaricie. Consuélome con una cosa, que deseando vos aprovecharos de la doctrina de estos mis avisos, os habré servido con daros á comer templadamente, para que estén más bien dispuestos el entendimiento, el gusto y la razón, que os ha de sustentar, y alimentar este manjar, que esperan, tan diferente del primero: quiera Dios llegue el fruto á donde se alarga el intento y el celo de acertar, que ya suplirán estas sobras aquellas faltas, si no soy como dijo cierto condiscípulo mío en Alcalá de Henares, bachiller de estómago, que llamaba así á los que no sabían expresar vocalmente el concepto mental.

El primero aviso y advertencia con que habemos de ayudar y prevenir al forastero recién venido á la Corte, es, que mire y atienda qué posada escoge, en qué parte; y en qué vecindad que sea á propósito para el intento y ánimo con que viene, y que desde ella pueda negociar con mejor comodidad y mayor seguridad, procurando, si es posible, que el dueño de la casa sea persona cuerda, en edad madura, con opinión tan buena de observante cristiano, como de puntual cortesano que su familia y gente no sea de demasiado ruido, ni en edad moza y juvenil: que si todas estas condiciones pudiesen juntarse en la posada, que se ha de escoger, verdaderamente sería asegurarlo todo; pero porque no todas las veces lo podemos todo todos, ni está tan á la mano, ni tan prevenido, procúrese, por lo menos, cuando se hubiere de llegar á tomar posada, que sea en parte á propósito de los negocios á que se viene, que tengo por corto (y aún iba á darle otro nombre menos urbano, y político) al que compra por su dinero lo que no está bien á su hacienda. Diferentemente se ha de haber un hombre cuerdo y razonablemente entendido, con lo que compra, ó con lo que recibe graciosamente, y de balde, lo que se nos da liberalmente por amistad, ó cortesía, cuando en alguna parte venga defectuoso, y no tenga su razón: que quien recibe, apetece la voluntad con que es dado y ofrecido trae no sé qué recomendación, que suple las faltas, y disculpa los yerros, bien así como el que se enamora de una mujer fea, ora llevado de la inclinación, ora de la comunicación, ó ya de las buenas obras recibidas, que poniendo los ojos por una parte en el gusto, y por otra en la recíproca voluntad con que es pagado, la hidalguía del agradecimiento viene á hacer de lo feo hermoso: así del mismo modo llegar yo á hospedarme en la Corte á casa de un amigo, ó pariente, con diferente lenguaje he de hablar de la comodidad ó descomodidad de la casa, y de distinta paciencia he de vestir el corazón y el ánimo, conociendo que los que me reciben no pueden más, se estrechan lo que basta, se alargan á donde no alcanzan, gastan lo que quizá no tienen, sufren lo que por ventura no pesaron, ó llevados del amor por amistad, ó movidos del parentesco por obligación: en semejante caso el aposento estrecho le ha de parecer al hospedado salón de saraos y festines, cuadra de recibimiento de señor poderoso, y galería de letrado rico; el adorno pobre, tapicería flamenca; la comida tenue, comida de casados de aldea; el ruido ha de juzgar por regalo, y la descomodidad por comodidad, y buena suerte, y fortuna; porque todo lo hermosea y adorna aquel respeto, de que aquello es, no sólo dado, sino dado sin respectos, que necesiten á darlo forzosamente, pues lo da la voluntad con voluntad. Aquí la paga es la cortesía, y el premio el agradecimiento, y el callar estimación, y el sufrir gusto; pero llegando á tratar de que un hombre forastero, que viene á negociar á la Corte, quiere escoger posada á propósito de su pretensión, ó pleito, midiendo á las fuerzas el gasto, y á la necesidad el gusto, y que tras la primera palabra, que es Dios os guarde, la segunda ha de ser esta: en cuanto se alquila, tengo en semejante trato la crianza por sobrada, y la estimación por mal aplicada, la compasión por dura, la vergüenza por ignorancia.

-¡Oh, cómo me he holgado de oiros! -dijo don Antonio- porque yo siempre he sido de ese parecer, de que lo que se compra, supuesto que me cuesta mi hacienda, se ha de comprar con desapego y libertad; así soy de parecer contrario de los que tienen ya por costumbre acudir al mercader que conocen, y al oficial que los conoce, á donde, por mezclar los respetos del trato y conocimiento á lo necesario que se ha de comprar, lo llevan al precio que quiere el que lo vende, y toman lo que quiere darles el que lo escoge, con que compran lo peor y más caro.

-A este propósito -añadió don Diego- me contó cierto hidalgo amigo mío en Granada un cuento donoso de lo que le sucedía con un criado, de quien de ordinario se servía para que le trajese de comer, que como el señor siempre le diese el dinero á tiempo y con puntualidad, conforme á los precios no menores, sino mayores, y le trajese siempre lo peor y más desechado que había en la plaza, y reprehendiéndole el señor por ello, añadiendo á esta queja la razón que había tan grande para tenerla de él, pues se la daba en buena moneda y en abundancia, respondió: Señor, muchos días há que compramos de fulana, es pobre, hase perdido este año, atrévese á los amigos, ¿habíasele de perder esto á esta pobre mujer? alguno había de llevar lo que no quiere nadie; llevémoslo nosotros, pues se da por amiga y conocida nuestra; de manera que este comprador ó despensero necio, anteponía la ganancia ó pérdida de la vendedora á la salud de su señor, y le parecía que era menos inconveniente que ella con las malas mercaderías no se perdiese, que él con los malos mantenimientos enfermase. La verdad es esta, señor don Antonio, -replicó don Diego- que es lo que decía un amigo mío, cuando cuento mis dineros, no quiero cuentos, sino cuenta, con que sea tal lo que se me da, pues la tienen tal con lo que doy por ello; pero fáltoos, señor don Antonio, por añadir ahí, que esta libertad, y el no andar corto en mirar lo que le venden, pues lo paga, pienso que la concede el señor Maestro, y la enseña á los que tienen el dinero en la mano, para que tengan esta facilidad en la lengua. Pero ¿qué me diréis de los que por no tenerlo, y hacer de ellos confianza los que se lo dan al fiado, sufren más que un yunque, y callan más que un mudo, y aunque tengan, los ojos como el lince, fingen que los tienen como el topo, dicen bien de lo que sienten mal, lisonjean á quien aborrecen, y bendicen á quien abominan? tanto puede en ellos aquel comprar al fiado.

-¿Sabéis quién hace esto? -dijo don Antonio- una ley que no está entre las que hicieron los emperadores Justiniano y Veleyano, sino una señora sin ella, que se llama necesidad, y ella la ley de la trampa. Bien decís -dijo don Antonio- que la necesidad hace todo esto: renegad vos de muchas obligaciones con quien cumplir, y pocas fuerzas con que acudir, que el otro que interpretó, no sabiendo latín, que necessitas caret lege, quería decir, que la necesidad tenía cara de hereje, advirtió que entendía cara de hereje, que por salir con la obstinación y dureza del error de la secta en que acaba, aunque con mala cara, deja que le quemen, no sólo el fuego, sino la infamia, á trueque de salir (como dicen) con la suya: así el que quiere vivir con la ostentación que no puede, y sustentar el gasto que no alcanza, aunque como hombre de entendimiento ha de hacer mala cara al continuo y perpetuo desvelo de cómo ha de pagar y de dónde ha de gastar para no desdecir de quien antes pareció, se deja quemar de quien nunca pensó.

-Señor -replicó don Diego- también decía otro amigo mío, que los que querían vivir con descanso, habían de aprender de los tañedores de sacabuches, que forman el punto no todas veces donde quieren, sino donde alcanzan.

-Baste, baste, baste, señores -dijo el Maestro- que nos habemos divertido demasiado del principal intento que yo llevaba, de advertir y dar por primero aviso al forastero venido de nuevo á la Corte, que lo que ha de procurar es que la posada sea de gente que viva bien, y en buena vecindad, que sea en calle de barrio, y población honrada: de lo cual suele ser indicativo el estar adornada de casas y edificios altos, ricos y bien labrados, donde de ordinario vive gente noble y principal, rica y poderosa, con quien por lo menos habrá de ser, ó más segura, ó con mayor recato la comunicación.

A este tiempo llegó Leonardo, que era el otro amigo que se hospedaba, como se dijo al principio, con el Maestro y con don Antonio, el cual, por haber sido convidado de otros amigos aquel día, no se había hallado al buen acogimiento que se le había hecho á don Diego, que diciéndole quien era, le dio juntamente el bien venido, ofreciéndole todo aquello que tocaba á su parte en cortesía y amistad. Agradeciólo don Diego, como era justo, y entendiendo Leonardo que la conversación de que se trataba, era la materia que la noche antes les había ofrecido el Maestro a él y á don Antonio, y refiriendo el Maestro que el punto á que llegaba con ella, era el procurar el forastero que la gente que viviese en la posada y vecindad, que había de escoger, fuese ejemplar y virtuosa; Leonardo, que era hombre no sólo versado en la Corte muchos años, pero en las buenas letras desde su niñez, replicó al Maestro, diciéndole:

-¿Y cómo queréis vos, señor, que el forastero tan apriesa abra los ojos, y conozca si es bueno ó malo, escandaloso ó ejemplar, vicioso ó virtuoso el trato, vida y costumbres de aquellos que jamás trató y comunicó? Antes habréis leído, que dice Plutarco en la vida de Alejandro, que no tan apriesa se conoce por el exterior el interior del ánimo; y muchas veces, como dice el proverbio castellano, no es todo oro lo que luce. ¿En qué de ocasiones os habrá á vos propio sucedido llegar á comunicar una persona, que á la primera vista os parecía un ángel del cielo, y á pocos lances haber descubierto un demonio en las costumbres, máquinas y engaños? ¿Hay, por ventura, cosa más difícil de conocer que el corazón de un hombre?

-Así es verdad -respondió el Maestro;- pero si dice esto Plutarco, también dice San Juan Crisóstomo, que no hay cosa tan conocida como la vida virtuosa de un hombre, que vive bien, aunque más procure ocultar y esconder la virtud de que tiene adornado el ánimo y el espíritu; ni resplandece tanto el material Sol en su cuarta esfera, como la vida virtuosa de un ejemplar ciudadano; y si no pregúntenlo (dice el mismo Santo Doctor) á los vecinos, á los amigos, y á los extraños enemigos, y á los más remotos de este hombre que vive bien, y verá lo que le dicen de su bondad aun los que apenas le conocen: tan lejos hace y alcanza los ecos la voz de la virtud del que vive bien.

Y Aristóteles en el tratado de la Alabanza de las Virtudes, dijo, que la virtud nunca andaba sola, y que interior y exteriormente traía un ejército de compañeros que la acompañaban. Dadme vos, que la virtud sea maciza y sólida, y la bondad castiza, llana y sencilla, que desde lejos á la primera vista conoceréis cuál es bueno y cuál es malo. Lo que se dice comúnmente de la nobleza, que cada uno trae escrito en la frente quién es por sangre y linaje, suelo yo aplicar á la virtud, y digo, que también trae escrito en la frente cada uno quién es por inclinación, vida y costumbres, la compostura, la afabilidad, el rostro, la sencillez en las palabras, la caridad y compasión en las obras: á borbollones brotan por los ojos y boca lo que el corazón y ánimo tienen y encierran; si bien siempre se ha de quedar en su fuerza la verdad, de que el corazón del hombre y sus pensamientos son difíciles de conocer de otros hombres, como se dice por el profeta Jeremías. Y demás de eso no os puedo negar que deja de haber apariencias engañosas, y más en los miserables tiempos que ahora corren, á donde la ruin costumbre y mal uso ha querido hacer al suyo algunas virtudes aparentes, y algunas bondades fingidas; mas como dijo Aristóteles (y bien) que ningún violento es perpetuo: virtudes enmascaradas y santidades trasnochadas, con los primeros crepúsculos de la mañana, aun antes de llegar la luz del día, á un volver de ojos se deshacen esas mentiras, como las nieblas con los rayos del sol. Y volviendo á mi propósito y principal intento, digo, que la guía cristiana, que he de hacer al forastero venido de nuevo á la Corte, ha de ser darle este primer aviso, de que mire qué gente vive en la casa que se hospeda, y en qué vecindad está la posada que toma, que de los malos vecinos ya sabe lo que dicen Plauto, Virgilio, Temístocles, Ovidio, Cicerón y otra diversidad de autores antiguos y modernos, y quien quisiere ver harto de esta materia, se podrá entretener con los Comentarios de Claudio Miñón, sobre las Emblemas de Andrés Alciato, en la declaración de la Emblema 165, y en sus Días Geniales Alejandro ab Alejandro, en los libros segundo y cuarto, y si quiere ver un pedazo curioso de los daños que acarrea la ruin vecindad, lea en los Diálogos de Francisco Petrarca, el Diálogo 32, á donde después de haber ponderado los daños y desgracias que suceden por vivir entre ruin vecindad, aconseja y advierte, que el camino de obrar semejantes males, y el excusar los inconvenientes que trae una mala vecindad, es huirla y apartarse de ella: que no faltó quien atribuyese al Rey don Alonso el Sabio aquel parecer y sentencia, de que las casas no se habían de labrar fijas, sino sobre un timón o quicio, como los navíos, para que si saliese malo un vecino, se pudiesen mudar las puertas y ventanas á mejor aire, y á mejor vecindad. Para qué son menester autoridades, si las califica todas el mismo Espíritu Santo por la boca de David, en el Salmo 17. Con el Santo serás Santo, con el perverso y malo, te pervertirás: que ya pudo ser que quisiese aludir á eso nuestra antigüedad castellana, pues supo decir en aquellos sencillos tiempos, con lengua menos artificiosa que la de estos presentes: Dime con quién paces y diréte lo que haces; y baste las lástimas y desgracias que vemos y lloramos cada día en este mar de Madrid, y en esta su confusión de naciones, y un mundo abreviado, en la población, en gente inadvertida y poco experimentada, por haber dado en semejantes vacíos con la desdichada navegación de sus mal mundadas pretensiones, negociaciones y venidas á esta Corte bien excusadas, de quien fueron desastrados é infelicísimos principios el haber hospedádose en casas de gente viciosa y distraída, entre vecindad y barrios de mujeres livianas, ú hombres sobrados, quimeristas y embusteros, que aunque es así, que la Majestad Católica de Felipe Tercero, Rey y Señor nuestro, que hoy felicísimamente reina y reine muchos siglos en la Monarquía mayor de la Cristiandad, que es esta de España, ha procurado por la mano de tantos Ministros vigilantes y fidelísimos, como en nuestros tiempos hemos conocido y conocemos, aumentando nuevas Salas de Gobierno y Policía, dividiendo el cuidado de rondas y velas por cuarteles, que se examine, y averigüe el modo y vida de los que tienen casa de posadas, la satisfacción de su vida y costumbres, y la de los forasteros negociantes y pretendientes en esa Corte, limitando con todo rigor á los unos la licencia y á los otros la asistencia: con todo eso se va aumentando cada día tanto la población, y tanto el concurso, que apenas parecen razonables y suficientes los medios imaginados y los remedios prevenidos; y pienso, si me acuerdo bien, que los días pasados el señor don Antonio comenzó á referir un caso lastimoso, que sucedió á cierto gentil hombre mozo de su tierra en una posada de ruin vecindad, que podrá servir de escarmiento al señor don Diego, para mirar la que elige para sí.

-Yo estaba esperando -dijo don Antonio- que me diérais licencia para contarlo, si bien todas las veces que me acuerdo, me lastimo, por haber tenido particular amistad con los padres de aquel hidalgo, tan desgraciado como rico, y tan corto de fortuna, como nuevo en esta Corte; mas á todo se ha de anteponer, por el provecho de don Diego, y otros semejantes forasteros mozos, que son nuevos en la Corte, para que escarmienten en cabeza agena. El caso pasó así:


Novela y escarmiento primero

Pocos años há que vino á esta Corte á cierta pretensión (que días antes había tenido su padre) un hidalgo mozo, vecino mío, y Regidor en mi patria, hombre calificado en la sangre de los que allá llaman Hidalgos, de razonable hacienda, buenas costumbres y no peor presencia, en años mozos, que no pasaban de veinte y dos; pero de ingenio vivo, y entendimiento capaz de los negocios, que por su padre le eran fiados (con ser de no poca entidad y substancia). Acertó su corta dicha (que así podemos llamarla) á darle por posada la casa de un hombre, en estado viudo, en edad anciano, presencia compuesta, canas venerables, de quebrada salud, que por haber andado en la mocedad quizá más de lo que conviniera, cargados los pies de la enfermedad que llaman gota, se ayudaba de un junco marino, para hacer ejercicio por la casa hasta el zaguán, ó antepuerta, á donde sentado en una silla de no menos años, sobre un cogín, que fué de terciopelo, leyendo en un libro, á lo que parecía, de devoción; ayudado de unos anteojos, que hacían más grave su presencia, convidaba á los forasteros, que á caballo llegaban á leer la tablilla, que estaba sobre la puerta, con el título que dice: «Esta es casa de posadas», á quedarse allí sin pasar adelante, pareciéndoles que habían hallado, según la demostración primera de su compostura y modestia, los mozos padre, los viejos hermano, los pobres remedio, los ricos ayo, los pretendientes favor, y los pleiteantes abogado de balde. Aquí llegó á apearse nuestro Feliciano (que este era el nombre del mancebo de mi tierra); no reparó en el precio del cuarto de casa que tomaba, porque además de que los hombres mozos de suyo son liberales, y en materia de gastar, jamás se persuaden á que mañana han de haber menester recoger lo que arrojan hoy, y con cien escudos que se hallen juntos, les parece que pueden emprender la jornada de la conquista de Argel, y que se juntase á esta su condición de mozo, el haber juzgado á la primera vista del hospedaje y casa, lo que yo acabo de decir de su dueño: tenía este venerable viejo una hija doncella, de no mal parecer, que retirada en un cuarto alto de la casa, vivía con más ostentación que encerramiento, pintándose otra Lucrecia en la defensa de su castidad, y otra Penélope en la tela de las tramas, ó trampas, ó trapazas de su vida: y así raras veces, y en diferentes ocasiones, semejantes á esta de algún recienvenido, se asomaba á la sombra de una celosía, para ver y ser vista, dando á entender que hacía esto tan á hurto de su padre, que en alzando los ojos el forastero y nuevo huésped á mirarla, en quitándose la gorra como cortés y comedido, haciéndole ella una escasa reverencia, mostraba por las señas, que el temor de su padre y recelo de las criadas la hacían no ser correspondiente en toda la cortesía que debiera: con que pareciéndole que esto bastaba para dejar picado al recienvenido, se quitaba de la celosía, echándole otra sobrefunda con la puerta de la ventana, que también fingía cerrar muy turbada y de priesa. Cuando este malogrado mozo me refirió este caso, me acordé, y vos, señor Maestro, os acordaréis de lo que nos contó nuestro amigo de los barrios altos, de que cierto barbero que tenía una mujer moza y hermosa, porque acudiesen muchos á quitarse la barba á su casa, tenía puesta la mujercilla sentada á una ventana baja, con vestido de día de fiesta, haciendo labor, por mostrador de la tienda; y como otros del Arte convidan con la limpieza, y vacías de plata, él hacía el huchohó á estos gavilanes de Corte con la cara de su mujer, con que acudían, como á la miel las moscas, aun los que se hicieron ayer la barba, á hacérsela hoy; pero apenas se había sentado en la silla al que se le había de afeitar, puéstole el paño y bañádole las quijadas, en dándole la primera tijerada en parte que ya no podía irse el dicho bañado, cuando se levantaba la mujercilla, y haciéndole una grande reverencia, se entraba reventando de risa de ver, que con tan poco cebo había caído aquel pájaro; y de esta manera jamás faltaban barbas que hacer, ni heridos que curar, sin bastar el dar aviso los desengañados á los que venían á caer en el engaño y lazo: ¡tanto puede la opinión en las cosas de esta vida! De lo mismo servía la mozuela de la casa de posadas á la sombra y amparo del engañoso padre. Era buena, como dije, la cara de la nueva huéspeda, ó hospedadora (por hablar más en rigor); venía Feliciano, aunque enseñado á ver caras razonables, pero lavadas con el agua del río de mi pueblo: vió en aquella doncella tantas cintas de color, tantas sortijas, tantos pendientes, tantas cadenillas, tantas bandas, tantos diamantes falsos ó verdaderos, que le entontecieron las galas, y le abrasaron los bachilleres ojos de aquella licenciosa doncella. Luégo comenzó Feliciano á hablar con las criadas en secreto, á prometerlas dádivas, á informarse de la calidad del viejo, de la aspereza de su condición, ó de la experiencia de su trato. Eran estas gitanas españolas maestras de la gerigonza, que les habían enseñado sus dueños, y debajo de su retórica fregonil, á lo mesurado y zonzo, se atrevieran á vender á Ulises en buen mercado. Una de ellas, que se comenzó á mostrar más familiar con el forastero, parecióle á propósito para su intento, que andaba en hábito de dueña, y traía las llaves de la casa, y parecía como aya y mayordoma de las pajizas fregonas, llamada Brígida; comenzándola á decir, que había puesto los ojos en su señora, que gustaría de servirla, se hizo más cruces, que si hubiera visto un endemoniado ó alguna fantasma en sueños, y prosiguió diciéndole:

-Jesús, señor ¡cómo se echa de ver que no sabe en qué casa se había apeado, y en dónde ha tomado posada! casos son de fortuna, y altos y bajos de los sucesos de esta mortal vida: desde niña me he criado con estos señores, este viejo que vuesa merced encontró á la puerta se llama Anselmo, parte italiana, parte vizcaíno, nacido en el reino de Nápoles, pero transplantado desde muy niño á España: su padre, que fué un valeroso capitán (según dicen los que más saben de esto) mereció muchas ventajas en la Naval del señor don Juan de Austria: todo esto sé yo de la boca de mi padre, que se crió en su servicio: vino su padre de Anselmo á esta Corte, y trájole niño y de poca edad, y como la muerte es natural á todos, murió en breve: quedó Anselmo en la prosecución de la cobranza de ciertas pagas, que en el Consejo de Guerra se le habían de hacer á su padre, y como los negocios iban á la larga, obligole á arrimarse á servir á un señor de título de estos reinos: él le casó, siendo ya de edad para ello, con una criada de su casa, hidalga montañesa, y la dió mil ducados de dote. Vivieron algunos tiempos y años á la sombra y amparo d este Príncipe, hasta que murió: faltos de su socorro y sombra, por no ocuparse en cosas indignas de la calidad de Anselmo y su mujer, entretuviéronse acudiendo á los extranjeros y hombres de negocios, que con algunas cobranzas y comisiones suyas, se comía para vivir y se vestía para poder parecer (esto de comisiones, aunque yo no sé de etimologías, no pienso que se dicen comisiones, porque se cometen, sino porque todo lo que en ellas se gana, se come). No tenían hijos: pasaban en esto moderada y cristianamente; pero mi señor, que de su natural ha sido celoso de su honor y reputación, habiendo entendido no sé qué, que dijo no sé quién, y que se levantó por no sé dónde, y que diz que escandalizó no sé cuánto (que Dios nos libre de lo que no nos sabemos librar, y sobre todo, de malas lenguas)... mi señora era de las mujeres hermosas que había en Madrid: con aquella cara de ángel, habíale dado Dios unas entrañas de una paloma sin hiel: era llana como la palma, no reparaba en puntillos: por no dar á leer las cartas de su marido á otra persona (que este no saber leer las mujeres, que quiera que digan maldicientes, es grande falta) veníaselas á leer á menudo cierto gentil hombre, vecino nuestro: comenzóse á murmurar la continuación; y como no hay regla tan general, que algo no la exceptúe, aquí fué al revés, que el primero que lo supo fué mi señor. Dejó las comisiones y vínose á su casa, y quizá fuera el diablo, pues estuvo muy á pique de costar vidas. Bendito sea aquel señor que lo dispone mejor todo que nosotros merecemos. La inocencia dicen salva al acusado sin culpa; ¿culpa en mi señora? ¡qué mal dije! y así me haga Dios como ella era; no era amanecido Dios, cuando tenía el rosario en las manos: jamás pobre se fué desconsolado de su puerta, misa cada día había de oirla, si no es que enfermedad forzosa la tuviese en cama: deseaba (aunque pobre) hijos, por tener paz (que suelen serlo, y traerla entre los casados más desavenidos). Oyóla Dios como era buena, y dióles esta hija á la vejez. Halláronse con más obligaciones de ponerla en estado; y como ya en este mal mundo que alcanzamos, no se casan las doncellas por hermosas, sino por bien hacendadas, y ya primero se pregunta la dote que por la calidad y virtud, escogieron este entretenimiento de tener casa de posadas, por menos sospechoso para el trato, y por menos desproporcionado para su estado y suerte. Á poco tiempo de esta manera de vida murió la madre de doña Juana (que este es el nombre de mi señora la doncella), la misma cordura del mundo: ella quedó en el lugar de su madre, y por dueña y señora de todo el dinero, que poco ó mucho, debajo de sus llaves lo tiene: no es demasiado rica; pero con estas casas que son suyas, y hallarse bien enjoyada de vestidos y cosas de oro, y con la esperanza de un patronazgo, á que es llamada en la montaña, y un primo hermano suyo, que habrá seis años que fué á las Indias con un gran oficio, que yo sé que si Dios le trae con bien á España, lo hará bien con ella: con esto, y con las muchas virtudes de que ella es dotada, y su cara sobre todo, por dichoso tendría yo al hombre que la llevase. Yo me hallé presente cuando nació, y por nuestra Señora de Agosto que viene, hará diez y seis años; y ver en tal poca edad tanta cordura, espanta. Yo os prometo que para hacerla los días pasados que fuese á ver una comedia, que gustó su padre que viese, fué menester que se revolviese todo el barrio, y que se enojasen sus amigas, que se lo mandase su padre en obediencia como á fraile novicio: no sé lo que hay en esto, ni el intento que tiene mi señor, que si no fuera por ser sola y llamada como digo á este mayorazguillo de la montaña, ella es tan virtuosa y tan recogida, que si él quisiera que entrara en religión, él con una mano y la muchacha con cincuenta. Con todo esto me habéis parecido hombre de prendas y que os ha parecido bien mi señora: no desconfiéis, que á los osados favorece la fortuna y nunca mucho costó poco.

Todo lo que habéis oído le dejó decir Feliciano á la buena Brígida, y en acabando, le respondió así:

-Yo os agradezco, señora, la buena voluntad que habéis mostrado para conmigo; y si todos los criados fueran con sus señores, como vos para con los vuestros, ni se despidieran descontentos tantos, ni murieran por los hospitales tantos. Bien haya pan tan bien agradecido, y salario tan justamente dado. Yo, señora Brígida, hablándoos claro, tengo padres vivos, á quien no daré ningún género de disgusto por cuanto hay en la tierra, que aunque el casamiento de la señora doña Juana me estuviera á cuento, por merecer su merced tanto, con todo esto me habrá de perdonar, porque en materia de casarme, no traigo poderes bastantes de quien pueda dármelos, además de que yo allá en mi tierra, como tierra corta, soy uno de los que llaman el gallo del pueblo, y he de hallarme mal en tierra tan ancha como esta, á donde son muchos los entretenidos y pocos los diferenciados por conocidos. Yo había puesto los ojos en la señora doña Juana y mi ánimo era servirla, que á Dios gracias me sobran quinientos escudos que gastar, sin que me hagan falta: entretenerme querría y no casarme: si no puede ser, no quiera Dios que yo aspire á lo que no he de alcanzar, quien os dará á conocer mi condición: si vuestra señora no es de las doncellas que pasan, ni yo de los mancebos que se usan, hombre soy, que si me aprietan los zapatos nuevos, los doy á mi criado por no traerlos. En mi vida fui á ver fiestas que me costase trasnochar ni caminar el gozarlas: lo que hallo en la plaza por mi dinero, eso estimo. Á Dios que os guarde. Aquí me tendréis mientras duraren estos negocios, á vuestro servicio, si sabéis algo en el barrio que me esté á cuento, y otros los servirán menos y lo agradecerán peor: donde no, haced cuenta, que ni vos me habéis dicho á mí nada, y que yo á vos no os he propuesto nada, y que todo es nada y no nada.

Con esto se despidieron Feliciano y Brígida, y ella á lo que se entendió después, contó á su señora el caso, de que quedó por una parte corrida y por otra picada. Una mujer hermosa, que se persuade á que no la mira hombre, que escape libre, en oyendo lo contrario, al principio se enoja y al cabo quiere: siente con cólera el desprecio; pero enfriado el enojo, ríndese como mujer flaca y no tiene la furia más que en el acometimiento, como algunas naciones; y al fin toda privación es causa de apetito y más en ellas que en ellos. La mozuela dió en abrasarse y aunque lo disimulaba, deseaba la venganza, no para aborrecer sino para querer, no para padecer, sino para poseer y mandar: que estas diz que son las finas y las verdaderas victorias de los enemigos soberbios, que las otras de matar para vencer, aunque valen mucho, no entran tanto en gusto y provecho; y á la mi fe, que se le vino á las manos lo que quiso á la doña Juana, por el camino y medios que ahora veréis.

Es inquieta de suyo la mocedad y juventud: hállase mal, sin que la perturben, ó pensamientos belicosos, ó entretenimientos libidinosos; con una mano hacen aquí amistades, y las rompen allí con otra: no pasa hora sin que traspasen sus deseos mil de las leyes de la madura prudencia, porque todos sus actos son gobernados de su inconstancia: así me acuerdo haberlo leído en las Éticas de Aristóteles, pienso que ha de ser en el libro octavo, en el capítulo tercero, tratando de la inconstancia de la mocedad. Vivía en el barrio de doña Juana, pared enmedio de su casa, una mujer casada de no mal talle, no demasiado libre, pero demasiado discreta: parece que hago aquí lo demasiado vicio: y no digo mal, que en las mujeres el mucho saber ha causado mucho daño, lo cual es al revés en los hombres; y la razón es, porque la ciencia en ellos está á cuenta de su prudencia y en ellas á cuenta de su arrogancia: ellos saben lo que hacen, porque miran lo que dicen; ellas saben lo que dicen y no miran lo que hacen. El nombre de esta mujer era doña Brianda, amiga de ser vista y amiga de ver: recibía un papel con facilidad, y escribíale con artificio: abría las ventanas á sus horas y tenía las puertas cerradas á todas horas: con que vino á ganar nombre de discreta con los cuerdos y de loca con los arrojados: con todo esto, como era tan buena la cara, la paseaban todos, si bien sus favores nunca fueron tan contra su estimación ni la de su marido, á quien ella estimaba en mucho, por ser un hombre bien ocupado y más bien conocido, que pasasen á ser más que favores de joyería.

-¿Qué llamáis favores de joyería?-replicó don Diego- que no entiendo.

-Bien parece-dijo don Antonio- que sois tan nuevo en este arte, como forastero en la Corte: hay muchas diferencias de favores que no hace ahora á mi propósito tocarlos; pero favores de joyería son aquellos que antiguamente en aquel primer siglo de oro se usaban dar y recibir, cuando tras de haber paseado un caballero á una dama, no meses sino años, recibía por aventajada paga de sus servicios, un papel y enviarle una cinta, que es lo que hay en las joyerías, cintas y papel; ahora como las cosas van más apriesa y yo no me precio de descompuesto en la lengua, callo la grosería de las pretensiones y la liviandad de las correspondencias. De una cosa me precié siempre, con que os he notorio los muchos versos que os he escrito, que en mi vida escribí sátira contra mujer ni hombre, porque he tenido esta por una venganza villana; y á cierto caballero, que me pidió una vez que le escribiese una sátira contra una dama que le había hecho una burla, le respondí, que también sabía dar cuchilladas como hacer coplas, que si él no quería aventurar su persona, que yo me encargaría de romper la cabeza á quien le había enojado; pero volviendo á nuestro intento, digo, que así como Feliciano salió de casa, acertó á estar en la ventana doña Brianda, hízole una reverencia a que ella correspondió con otra semejante y de no menor muestra de cortesía: es muy de nuestra condición humana mirar lo que es en nuestro favor con anteojos, que de hormigas hacen gigantes, y si es en disfavor nuestro, al revés. Ya le parecía á Feliciano, que doña Brianda, con ser persona de calidad y prendas, y mujer de hombre de reputación (como dijimos) de la República y de Corte, con todo eso había quedado por suya; siendo bien al contrario, que de esta primera vista él quedó prendado y ella libre. No le faltaron inteligencias al nuevo amante para llegar á merecer que la oyese doña Brianda: era Feliciano dotado, además de un buen talle y agradable presencia, de un ingenio agudo, una lengua fácil y clara, que cayendo esto sobre un buen pedazo de letras humanas, que había estudiado en Alcalá de Henares, sabía á sus tiempos ya á los físicos, ya á los Ciceronianos, decir su razón y aun ponderar su pasión; además de que escribía algunos versos latinos y castellanos con erudición y gala, no como nuestros castellanos Virgilio y Terencio, Lucano y Enio: ya entenderéis por quien digo, don Alonso de Arcila y Lope de Vega Carpio, monstruoso ingenio de estos siglos y edades; pero os doy la palabra, que me refirió unas décimas, que encomendé á la memoria al propósito que veréis luégo, que no sé que deba nada á lo lírico y satírico de ahora. Digo pues, que corrió la fortuna tan en favor de mi compatriota, que deseando comunicarse á menudo, ya que no podía ser en su casa, siquiera por escrito con doña Brianda, y pidiéndole el medio de que usaría para esto, ella le advirtió que haciéndose amigo de la hija de su mismo huésped que era Anselmo, podría fiar de ella los papeles, con que doña Brianda al seguro respondería por mano de doña Juana, porque las dos profesaban amistad tan estrecha, que se alargó á decir que eran un alma en dos cuerpos: además de que tenían dos ventanas tan juntas, que haciendo labor, y puestas á ellas, parlaban todo el día con la seguridad y secreto que si estuvieran en una misma casa y dentro de un mismo estrado. Aquí fué á donde le dió á nuestro forastero enamorado como un pasmo y asombro, y quedó como aquellos que padecen la enfermedad que los señores médicos llaman letargo ú olvido de memoria, con alguna profundidad de sueño, tras algunos delirios. Admiróse Brianda de semejante suspensión: estaban los dos en la entrada de su casa de esta señora, con hartas espías y centinelas, temerosos de que no viniese su marido ó algún criado que pudiese verlos, habiéndose encontrado casualmente á la puerta de ella un poco antes, dándole licencia para hablarla así á la ligera, y no para más; porque el artificio y recato de esta dama eran extremos: díjole, que con la brevedad que pedía el lugar y el tiempo, le descubriese los misterios de aquella suspensión repentina, y que le hablase verdad; porque bien así como á las murallas más fuertes sólo el remedio que hay para derribarlas y arruinarlas es la fuerza de la artillería, la continua batería, las minas de fuego y el tesón y perseverancia del enemigo; para avasallar, sujetar, rendir, gozar y obligar á querer á una mujer como ella, tan estimada de todos, tan servida de tantos, jamás inclinada á ninguno si no es á él solo, con tratar la verdad, la pondría en estrecho á corresponderle por el camino que jamás pensó. Fué este conjuro tan fuerte, que Feliciano hidalga y desnudamente le dijo lo que había pasado con Brígida Pérez, criada de doña Juana, á lo que respondió la discreta y hermosa Brianda: «No os dé pena, que todo lo que habéis referido sé yo de su boca propia y quizá la estimación que hicisteis de vuestra persona en razón de tomar su parentesco, siendo tan desiguales los dos en calidad y cantidad, como yo he sabido y me he informado, me obligó á mí á estimaros en más de lo que os podéis persuadir: yo os quiero bien, con una voluntad no linsonjera ni interesada, sino noble y cuerda: haré por vos lo que permite mi estado y el vuestro: mis favores no serán para deshonorarme, ni para que pierda con vos mi marido; pero serán para que podáis gloriaros de que triunfaste de la mayor libertad de esta Corte. Apenas creo que hay hombre en ella de entidad, y substancia, y consideración: aquél por la grandeza de señor y Príncipe; éste por la riqueza y abundancia de bienes de fortuna; uno por constituido en grandeza de oficio y dignidad; otro por excelente en letras é ingenio; cuál por lindo y cuál por bravo, que no hayan picado en el cebo del anzuelo, que les han puesto estos mis ojos, que dicen que son buenos, á quien se hizo aquella copla que anda hoy tan común por todo este Madrid de guitarra en guitarra y de sarao en sarao:


   Ojos claros y serenos
tan lindos para mirados,
si miráis, miradme airados,
y no me miréis agenos.

Pero bien sabe quien la escribió y aun quien la mandó escribir, y todos los de esta hermandad y cofradía, que jamás alguno oyó de mi boca que le quería, y recibió de mi mano el menor favor que pedía; sólo vos habréis merecido que esta banda que traigo al cuello, ciña al vuestro, trayéndola escondida como arma vedada, porque la pragmática hecha por mi honor y reputación se ejecutará en vuestro descuido, si otro que vos ó yo la viéremos en vuestro poder; y vuélvoos á advertir que lo que os quiero os aborreceré si lo que ahora habéis mostrado de cuerdo amante, descubrís después mozo favorecido. Las cartas y papeles que me escribiéredes fiadlos de sólo doña Juana, que de su mano recibiréis los míos, y entraos por las puertas de su amistad, para medianera entre los dos, sin hacer memoria de lo pasado que yo sé que hallaréis en ella buena amiga, por serlo tan de veras mía.»

Y diciendo esto, y dándole la banda que era de un poco de gasa morada con puntas de oro, toda cifrada de unas A.Y.N. y dejándosele besar la mano, se subió ella á su casa y Feliciano pasó á su posada, no sé cuál más ufano ó cuál más rendido.

-Perdonadme -dijo Leonardo- que me habéis de dar licencia para reparar en una dificultad que se me ofrece. Supuesto, como vos acabáis de decir, que Feliciano habló claro á doña Brianda, ¿cómo se atrevió á fiar la comunicación de doña Juana con él? pues mozos y libres entrambos, y habiendo precedido poner los ojos el uno en el otro, no sé quien aseguraba esa señora. Yo, á lo menos, os doy la palabra que antes fiara yo de carcelería segura á uno que estuviera sentenciado á ahorcar por una muerte, de que le abrieran la puerta de la cárcel, y que volvería para ser ahorcado, que de esa mozuela el secreto de esta discreta señora, y la comunicación continua de un hombre mozo, que había comenzado á querer bien y más siendo despreciada y desdeñada de este mismo. ¡Válgame Dios y qué grande yerro hizo esa dama, y más siendo dotada de las peregrinas perfecciones con que la habéis pintado, no sólo en la calidad sino en el ingenio!

-No os engañáis mucho -volvió á decir don Antonio- como lo veréis al fin del caso; pero la razón que hubo para esto, fué esta misma viveza de ingenio, que tenía doña Brianda para descubrir por este camino cuál era la entereza y perseverancia del valor de Feliciano; demás de que á lo que yo pude entender de su boca de doña Brianda, se arrojó á fiarse de veras de la mozuela, porque estaba tan enamorada de doña Brianda, que la celaba como si fuera galán suyo, y aventuraba su propia vida y honra, por ponerla en las manos lo que le era gusto: y bien supe yo, que no sólo la hija de la casa de posada, sino otras mujeres casadas, viudas y doncellas, estaban enamoradas y aficionadísimas á la discreción y cara de la hermosa y discreta Brianda, y se andaban tras las visitas que ella hacía, ó le hacían, como tras de los ojos del buho las otras aves. Obedecióla Feliciano, fió sus secretos como le fué mandado de la doncella su huéspeda, y precediendo disculpas dadas de la una y otra parte, confesados los yerros por yerros, y admitidos los perdones por tales, se dió principio á un entretenimiento sabroso con este triunvirato de esta monarquía, ó aristocracia, ó democracia amorosa. Continuóse esto por algunos meses, y aunque algunas veces la dicha medianera no traía respuesta de doña Brianda á todos los papeles que recibía de Feliciano, y lo que más le admiraba á él, de algunos á donde él hablaba más claro, con mayor terneza, y se daba por pagado de algunos favorcillos, si bien recibidos á la ligera; con todo eso, como la confianza que hacía doña Brianda de doña Juana era tan grande, y Feliciano no podía comunicarla, ni tan á menudo, ni con tanta seguridad para gastar el tiempo en pedir la razón de esto, pasábale con ello, aunque al mancebo amante le traían ya con algunos desvelos estos descuidos, y comenzó á hacer cotejo de unos descuidos con otros y á irse recatando de dar muchos papeles á la doña Juana para doña Brianda, hasta tener de su boca la satisfacción de esta correspondencia de escribir con tantas intercadencias, cuando parecía que la enfermedad del amor de los dos amantes estaba en el estado de aumento, y no de disminución, y acabóse el pobre mozo de confirmar en su sospecha con lo que ahora veréis.

Habíasele muerto un pariente á doña Brianda, obligóle á ponerse luto, y no sé qué se tiene lo negro junto á lo hermoso, que además de hacerlo más lindo lo hace más digno de mayor estimación y reverencia. No andaba otra cosa en las bocas de los aficionados y aficionadas á doña Brianda, sino de la hermosura de su luto, ó del luto que sin tener vida se la daba tan grande á la hermosura de doña Brianda. Creció con esto el paseo de sus antiguos pretendientes, y crecieron al compás propio los celos en Feliciano, viendo además los muchos paseantes con quien él no podía competir, ni por tan rico, ni por tan gran señor; y habiéndose juntado á esto el no haberle respondido aquellos días á algunos papeles que le había dado á doña Juana, ni aun haberse dejado ver doña Brianda tan á menudo á la ventana como solía, escribióle las estancias castellanas de á diez versos, que os prometí referir algún día: cuando venga mejor ocasión conoceréis el ingenio de aquel malogrado.

-No interrumpáis el hilo del suceso -dijo Leonardo- que me muero por ver si había lumbre viva debajo de la ceniza de este agravio muerto de esa mozuela despreciada.

-Y á mí -añadió el Maestro- hará don Diego mala obra, porque se dilata el fin de mi intento, y se pasa la tarde.

-Digo, señores -respondió don Antonio- que Feliciana había dado dos días antes el papel en que iban escritas las décimas á doña Juana, para que se las diese á doña Brianda, y como formase algunas quejas de que no le hubiese respondido, levantóse airada, mostrando que se había enojado la doncella; y al levantarse cayósele el papel, el cual cogió al instante Feliciano, y abriéndole y viendo lo que era, dijo:

-Ya, señora, no le echemos toda la culpa a doña Brianda, sino á vos.

-Mucho hay que decir en eso -respondió doña Juana- y no pasará mucho que no veáis el desengaño de todo.

Y volviéndole las espaldas le dejó con la palabra en la boca. Bien entrara á entender aquella novedad, y despenarse de una vez Feliciano tras doña Juana, pero salióse muy apriesa del aposento y bajóse al suyo, porque la susodicha Brígida Pérez avisó que venía el viejo; y estas visitas y viajes no se hacían sino cuando Anselmo estaba ó en la iglesia, ó en la plaza, jornadas, si bien no largas pero hechas con mucho espacio, por estar Anselmo tan viejo y tan gotoso, además de que los aseguraba la buena escolta, atalaya y centinela, que hacía Brígida en el entretanto. Retiróse Feliciano en su cuarto y estuvo por más de una hora suspenso y melancólico, dándole en qué pensar y no poco, el ver que no se hubiese dado aquel papel, y por otra la resolución y desabrimiento con que le respondió la doña Juana, y le dijo era sobre tarde: pareció que le había cargado un poco de dolor de cabeza, mandó á los criados que le desnudasen, acostóse temprano y quedóse dormido; pero no le duró mucho el sueño, porque al comenzar la noche entraron dos ministros de justicia, y le dijeron que se vistiese y fuese con ellos, porque uno de los señores jueces y de los mayores tribunales de esta Corte, le quedaba esperando; y como él respondiese que no se sentía bueno y que si se podía dilatar para la mañana, y replicando ellos que de ningún modo, se hubo de vestir é irse con ellos, mandando á sus criados que le siguiesen, para lo que sucediese y fuese menester. Bien confuso y neutral iba el pensamiento de Feliciano sin poder dar en la razón que había para llevarle en són de preso á la presencia de aquel juez, no siendo de aquellos á quien competía por jurisdicción la causa de las pretensiones y pleitos, que le habían traído á la Corte: iba tal, que unas veces se quedaba suspenso y otras veces no acertaba á dar paso adelante, tanto que les obligó á decir á los alguaciles que le llevaban:

-Ande vuesa merced ¡pesia tal! que estas no son lanzadas; cosas son de hombres, y como de eso pasa cada día: alguno estimara que le quisieran como á vuesa merced, que en verdad que la moza no es de mal fregado.

Esto le acabó de poner más confuso al pobre Feliciano, en razón de la confusión, porque en entrando en la casa del Juez y llegando á la sala, donde actualmente estaba dando audiencia, aunque era de noche, lo primero que se le ofreció á la vista fueron Anselmo y doña Juana puestos de rodillas delante del Juez, él, á lo que parecía muy triste y ella muy llorosa, y. Brígida Pérez detrás con una arquilla de tocas llena de papeles y billetes: mandó el Juez, tomando aquellos papeles en la mano el secretario ante quién pasaba la causa, que los viese Feliciano y los conociese, y debajo del juramento que se le recibió, declarase si aquella letra era suya y á quién los había escrito: á lo que él respondió con mucha hidalguía, que no era menester juramento en los hombres de buena sangre para tratar verdad, que aquellos papeles él confesaba haberlos escrito y ser suyos: que en lo que tocaba para quién se habían escrito, que su merced mandase darle término, en que, con acuerdo y parecer de su letrado respondiese, porque el negocio era de más calidad y entidad que allí parecía. Á esto añadió el Juez que no lo hacía sino por no mandarle llevar á la cárcel, pues confesando la verdad se podía ir con su mujer á su casa; pero que habiendo de ir por tela de juicio y con todo rigor, que no le negaría él lo que estaba fundado tan en razón.

-¿Cómo con mi mujer á mi casa? -respondió Feliciano.

-¿Pues no son escritos esos papeles -prosiguió el Juez- á esta señora que se llama doña Juana, hija de este honrado viejo, la cual fiándose de vuestra palabra, entre los muchos favores que confesáis haber recibido de ella en esos billetes, jura ella y declara ser el uno de los favores recibidos el estarle vos en deuda de su honra, debajo de promesa y palabra de casaros con ella, habiendo, con la confianza de huésped, violado y quebrantado la casa de este honrado viejo, que en rigor de derecho, según lo que disponen las leyes, es delito más circunstanciado y más grave en este género, el que comete el familiar y amigo, y aquel de quien se hace confianza, que el del extraño y que pasea y ronda por la calle? En cuya comprobación, además de la deposición de la misma confesante, son testigos esta criada que dice llamarse Brígida y otra esclava que se llama Teresa: ¿habíaos yo haber mandado llamar y prender á humo de pajas, como dicen? ¿Soy yo por ventura algún juez de palo, ó alcalde de aldea? Mirárades lo que hacíades primero que os cargáredes la conciencia, ni quitárades su honor á esta pobre doncella, que es las niñas de los ojos de su anciano padre, tan recatada y recogida, que lo comprueba el mismo caso; pues estando vos hospedado dentro de su misma casa, fué menester escribirle toda esa resma de papel para que se dejase ver y comunicar de vos: vos pudiérades mirarlo mejor, que por haberme informado de la nobleza de que abundáis y de la calidad y estado que en vuestra tierra gozáis, me he habido suavemente haciéndoos llamar y comparecer; pues pudiera por la información recibida, mandaros poner en la cárcel: ved qué respondéis de esto, pues es tal el delito, que aun después de casado, no queriendo haberse con vos piadosamente, le queda acción á la justicia para castigaros.

Aquí es donde Feliciano se halló tan fuera de sí, de impaciente y colérico, y por otra parte tan lejos de saber lo que había de responder, que la perturbación que padecía su ánimo, la publicaban bien los colores que por instantes mudaba su rostro: caía en la cuenta de lo que antes había sospechado cuando halló el papel caído: echando de ver lo que se había engañado doña Brianda en hacer confianza de aquella mozuela: consideraba la cautela del viejo, que se había hecho á la parte de las mentiras de su hija, creyendo con tanta facilidad lo que le debía de haber dicho, por indignarlo contra Feliciano: hallaba en Brígida otro retrato de Celestina, aunque á lo más mozo. Sacaba de aquí, que Brígida le había engañado y, doña Juana se había vengado y que, al cabo, todo venía á parar en que aquel mal viejo tenía aquella mozuela en aquella posada por añagaza, para que alguno de los forasteros mozos que viniesen á posar allí, picasen el cebo y cayesen en el lazo, y él saliese de cuidado, y su hija se hallase con marido mejor que mereció. Desesperábale sobre todo esto, el pensar cuántos habrían posado allí antes que él y por ventura recibido más favores que él y se habrían ido riendo del padre y de la hija, que él había sido más desgraciado que los demás, pues venía á pagar por todos. Terrible enredo decía entre dientes, allá entre sí mismo: un rayo baje del cielo que consuma y abrase tan malditas y perversas entrañas como las de esta mujer: ¡que se haya ayudado tanto esta mala hembra de los papeles que yo escribía por su mano á la otra inocente casada, para casarse conmigo contra mi voluntad! Aquí era donde llegaba á perder el juicio; por otra parte, como veía que si dijera para quién había escrito los papeles, era deshonrar á una casa principal y faltar de un delito de estuprador de una doncella con fin de casarse, á delito tan grave como el del adulterio y que estaba en manos y poder de la justicia, de que ya no podía salir bien en viendo á noticia del marido de doña Brianda, siendo la persona que queda dicho, demás de que no hiciera Feliciano semejante villanía, ni pagara tan mal la voluntad que debía á una mujer tan principal como á doña Brianda, antes se dejara hacer pedazos y pasara por mil muertes y afrentas, viendo que lo uno era malo y lo otro peor y que le apretaban á que respondiese, tomó una resolución de un hombre imposibilitado de poder vengarse, y cargado de ofensas, remitiéndolo á mejor sazón, y haciendo, como dicen, corazón de las piedras, volvióse á doña Juana y dijo:

-¿Pues á quién confiesa esta dama que yo escribí estos billetes?

-Á mí -respondió ella- y no entendí yo de vos jamás, que fuera menester llevar esto por tela de juicio, si esos papeles no dijeran sin lengua á lo que se alargó la mía, correspondiéndoos con palabra de esposa, haciéndoos dueño de lo más que os pude dar debajo del seguro de la antecedente palabra que vos me disteis de serlo mío, ni yo hubiera llegado á dar cuenta á mi padre, como se la dí, obligándole á que hiciera como padre según habéis visto lo que ha hecho.

-Por no quitar la vida -añadió Anselmo- y quitárosla á vos, que este era el camino de satisfacerme de semejante agravio, que mi sangre poco debe á la vuestra. También tengo yo en Vizcaya, sin entrar en la Encarnación, mis dos paredes caídas de casa solariega y cuatro árboles de mayorazgo. Gracias á la fortuna que os hizo rico y poderoso, y á mi pobre, para tomar aquella ocupación de tener casa de posadas, que es en lo que podéis reparar, y yo en hallarme cargado de gota, sin piés ni manos, sobre ochenta y dos años de edad, que yo os dijera si era estilo de hombres bien nacidos engañar á una corderilla simple y á una criada que se perdió de bachillera.

Aquí es á donde comenzaron á llorar ama y moza, y á repetir Brígida muchas veces:

-¡Y cómo que nos engañó el traidor, y cómo que nos engañó!

-Baste, baste, cesen las lágrimas -dijo Feliciano- ni será bien que yo deshaga cosa que vos afirmáis ser verdad y estaros tan bien, que decís vos, señora, que queréis vos ser mi mujer y poneros en mis manos y fiaros de mí. ¿Paréceos que soy bueno para ser vuestro marido? ¿heos yo ofrecido palabra de serlo? ¿queréis vos que nos casemos los dos?

A esto respondió ella que sí muy libremente.

-Volvedlo á mirar -replicó Feliciano; y como viese que constantemente decía que sí, prosiguió diciéndole:

-Volved á vuestro padre que está presente, entended de él si os da licencia para hacerlo: mirad que sin su bendición y beneplácito nada os sucederá á derechas: podrá ser que mirándolo vuestro padre mejor, repare más en si le está á cuento un yerno sin conocer, ni saber quién es, con casamiento y matrimonio tan atropellado.

Aquí es donde Anselmo se enterneció y doña Juana se hincó de rodillas y besó la mano á su padre: abrazóla el viejo y Brígida á entrambos, y el Juez levantándose de la silla donde estaba sentado dijo:

-Mejor fin ha tenido este pleito que esperábamos, sea para bien, que aquí no falta sino que venga el párroco ó su lugar-teniente y los despose; y porque conforme al Santo Concilio de Trento, han de preceder las amonestaciones acostumbradas en días solemnes y festivos, por los impedimentos que podrían resultar, hágase la información luégo de que entrambos son libres, que yo me encargo de enviar un recaudo al ilustrísimo Cardenal de Toledo, para que dispense en este caso, como en otros semejantes á este, que necesiten de tanta brevedad y resolución, pues usando de su benignidad, lo acostumbra tal vez hacer su Ilustrísima como á quién está cometido el poder dispensar en esto.

-Todo eso se hará de esa suerte -dijo Anselmo- luégo al instante.

-Luégo al punto ha de ser -dijo doña Juana.

-No hay que azoraros -dijo Feliciano- venid, señora, conmigo, que en lo que pudisteis dudar, fué en fiaros de mí; pero en casarme yo con vos, yo os doy la palabra como cristiano y como hijodalgo, delante de testigos tan calificados, de desposarme con vos y no salir de vuestra casa hasta haberlo hecho, si duraran las diligencias muchos meses y años.

-Con ese seguro -dijo el Juez- váyanse á su casa, que yo hago buena la palabra de un hombre tan hidalgo y tan cortés.

-Todavía -replicó Feliciano- mire doña Juana si le está bien mi casamiento, que lo que vuesa merced abona será, ó daré yo mi cabeza.

Doña Juana dijo que nada le estaba tan bien como ser su mujer: con que dándola la mano Feliciano y los demás á ellos el parabién, se fueron, acompañándolos los alguaciles y demás ministros hasta su casa, por mandato del Juez, á donde no faltando amigos del viejo que pusiesen diligencia en el negocio, se dieron tan buena maña, que sin perder de vista á Feliciano, que quiso, que no quiso, hechas las diligencias dentro de veinte y cuatro horas, le obligaron á desposarse. Dejáronle con la desdichada señora solo, y en vez de acariciarla, le dijo así:

-Admirado me tenéis, doña Juana, con el pasado suceso; pienso que me ha dado alguna enfermedad, y que loco con el frenesí y desvarío soñamos ó estamos despiertos: ¿vos casada conmigo y yo con vos? De tercera entre mí y doña Brianda, pasasteis á mujer propia: ¿cómo así se paga una tan buena amiga, y se engaña á un hombre tan bien nacido? ¿lo que ha de ser voluntad, hacer fuerza? ¿Hay bocado tan ponzoñoso como un casamiento forzado, contra lo que manda Dios y disponen las leyes? ¿Yo os he dado mano de casarme con vos? ¿yo os debo honra? ¿qué importa haberos dado la mano, si jamás os di la voluntad? ¿que dirá mañana doña Brianda, cuando esto sepa? ¿qué harán mis padres cuando alcancen á entender este embuste? Alzad los ojos y dadme razón de la que habéis tenido para arrojarnos á tan grande desatino.

Á este tiempo, queriendo doña Juana echarse á sus piés y derramando muchas lágrimas pedirle perdón, confesando que el mucho amor que le tenía la había cegado, él la dejó con la palabra en la boca, se salió y cerró el aposento, llevándose la llave tras de sí y se pasó al que solía tener cuando era huésped.

La pobre doña Juana pasó llorando y sola toda la noche, hasta que otro día siguiente, viendo que pasaba ya lo más de él y que no se abría la puerta, ni ella llamaba á las criadas, rompieron la puerta y entrando dentro, la hallaron caída en tierra y muerta, y como no se le hallase señal de herida ni otra cosa, y declarasen los médicos que la vieron, que no había sido muerta violentamente sino que un profundo dolor la había acabado, como se hubiese hecho la misma diligencia, al tiempo que se entró en su aposento, en el de Feliciano, no fué hallado en él, ni en toda la cuadra otra cosa que un papel sobre la almohada de su cama, que decía así:


Yo me voy, porque me voy
tras del pesar que me guía:
llévame quien me tenía
tan otro de quien fuí estoy.
Por fuerza casado soy:
por hacer un buen casado,
he callado y me ha casado:
el caso ha sido cruel:
echarme al cuello el cordel,
la mano á quien lo ha fiado.

Hiciéronse notables diligencias, fueron presos sus criados, y sobre sospechas y no bien averiguados indicios, se les dió tormento, aunque como inocentes padecieron sin culpa; pero al cabo de algunos meses, el uno de enfermedad y el otro de la miseria que padecía, murieron entrambos en la cárcel. Supo el caso doña Brianda y lastimada como era razón del suceso, por poco perdiera la vida de una melancolía larga que la cargó. Llegó á los oídos del padre de Feliciano el lastimado desposorio, acudió á esta Corte y desde ella hizo las diligencias posibles á costa de muchos dineros, en Flandes, Italia, Alemania, Indias Orientales y Occidentales, y jamás supo rastro, ni memoria de Feliciano, con que volvióse tan lastimado como vino el noble hidalgo á su casa, á donde me refirieron personas fidedignas que dentro de pocos días del sentimiento de la pérdida y casamiento de su hijo acabó: que los hombres que tienen honra, cualquiera que padezcan en ella, es poderosa á acabarlos; y en los que no la tienen ni en las desgracias, ni los años, como se echó de ver en Anselmo y Brígida, que quedaron vivos y tan enjutas las lágrimas, que viéndose él sin hijos y ella sin ama, por gobernar la posada mejor, se casaron.

-Aunque ha tenido ese sainete el escarmiento y ejemplo referido -dijo don Diego- harto nos habéis escarmentado con él, para que le tomemos en cabeza agena los hombres mozos forasteros recién venidos á esta Corte, y miremos á dónde tomamos posada, en qué casa nos hospedamos y de qué gentes fiamos nuestras haciendas y nuestras vidas.

-Yo os doy la palabra -dijo Leonardo- que ha sido buena la lección y el aviso.

-Ahora en salvo está el que repica -respondió don Diego- con esta carta de marear miraré yo el rumbo que he de tomar, que me guíe al puerto y paraje de una posada segura.

-Todo lo ha de hacer Dios -dijo el Maestro- en cuyas manos debemos poner todas nuestras acciones. Pasemos al segundo aviso.






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Á donde se enseña y divierte al forastero lo mucho que ha de mirar qué amigos elige, y el grande peligro que hay en esto


Una de las cosas (prosiguió el Maestro) de más consideración y en que primero ha de poner los ojos, después de haberse hospedado el forastero, es en mirar á quién admite a su amistad y con quién comienza á comunicar familiarmente, porque esta acción muchas veces la hacemos y obramos casi sin deliberación determinada; porque es propio del linaje humano, y de la inclinación de los mismos hombres, según la doctrina de Séneca en la Epístola cuarenta y ocho, desearse allegar y conciliar unos hombres á otros por familiaridad y amistad: y de hacerse esto sin mucha prevención y recato, han resultado notables daños é inconvenientes, y por ventura es eso lo que quiso decir Plauto, que de los muchos hombres que parecen á propósito para ser amigos de un hombre, pocos suelen salir buenos y ciertos: lo que se ha de observar en esto, según el otro poeta Hesiodo, es, que ni los amigos han de ser muchos ni pocos: que examinado lo substancial de esta sentencia en nuestro propósito, quiere decir, que un hombre no se ha de embarazar en fundar amistad muy de veras con todos aquellos que la quisieren asentar con él, sino con los que parecieren más cuerdos y experimentados, ó los que fueren más necesarios y forzosos para conseguir el fin de nuestros intentos y negocios, que aunque esto segundo parece que tira más á interés que á amistad, todo cae debajo de la prudencia humana, cuyas acciones pretendemos enseñar al forastero que viene á negociar, ó pretender, para que ni se pierda, ni se abalance á empeñarse en amistades y amigos, que ó le distraigan el tiempo ó la vida, ó le perturben el ánimo, ó le hagan á sus ruines costumbres, todo lo cual ha de prevenir notablemente el que es nuevo en Corte.

Dificultosísima cosa es conocer el hombre que nos ha de ser buen amigo; y así, aquel gran maestro y padre de la primera filosofía moral, Platón (llámole primero entre los gentiles), en aquel su Diálogo, que intituló: Lisis vel de amicitia, en el libro 12, gasta un largo período, y trae unos pocos preceptos y consejos para ponderar esta dificultad, y previene la mucha que hay en conocer un verdadero amigo; pero antes y mejor que él lo había enseñado el mismo Dios en las Sagradas letras por boca del profeta Jeremías, en el cap. 17, diciendo: «Malo es el corazón del hombre, y dificultoso de vadear el fondo y profundidad del mar de los secretos que en él se encierran, que todo esto, dice un expositor grave que comprende y abraza aquella palabra inescrutable»; y acaba el profeta la razón, diciendo: «¿Quién será poderoso á conocerle y desentrañarla bien?» y más si hablamos de los amigos al uso, y de este tiempo y sobre todo de este lugar, en quien se halla tan poco de las condiciones que quiere que se hallen en los verdaderos amigos. Horacio en el libro 3 de sus Sermones y Aristóteles en el libro 3 de su República, capítulo 6, y en el libro 2 de su Retórica, cap. 4, que si hubiéramos de regular y medir estas amistades con aquellas condicionales, apenas halláramos una que mereciera el nombre de amistad verdadera: pero ¿quién pide á las olas del mar constancia, consistencia al aire, al viento duración y permanencia en un lugar? ¿A la tierra estrellas, á la noche Sol? En los otros lugares conócense unos hombres á otros, y sabe el caballero que puede tratar amistad con el otro caballero su igual, el oficial con el oficial y el ciudadano con el ciudadano: allí no se respetan por los trajes, sino por los linajes: allí no se reverencian ni guardan respetos por el poderío, sino por la virtud: cada uno es mirado con los ojos de lo que es, y juzgado por lo que es: esto tiene de bueno la vida de la ciudad particular, de la villa pequeña y de la aldea rústica; pues (como dijo Leonardo) anda tan válido aquel proverbio común: La vida de la aldea, désela Dios á quien la desea.

-Habéisme embarazado -replicó el Maestro- con la materia que habéis tocado, y os prometo que he querido hacer un libro, en que recopilara todos los proverbios castellanos y aun españoles, socorriéndolos con una ayuda de costa, de que necesitan harto de añadir unos y enmendar otros; porque miradas las cosas en el estado y siglo en que hoy las hallamos, va tanto de aquel en que ellas se dijeron que unos no dicen nada, si no se añaden, y otros si no se enmiendan. Cuando se pronunció la primera vez esta sentencia: Ara bien y cogerás pan, debía de ser verdadera; porque en los hombres había menos malicia y Dios acudía con los temporales cuando eran necesarios: además de esto, las tierras estaban más descansadas y holgadas, participaban de más humedad y vicio; arando bien, cogíase bien, el buen cultivar era buena esperanza para bien disfrutar; ahora por nuestros pecados, cuando más bien arado y cultivado, está tan flaco y descaecido el mismo grado de la superficie del terreno y la gratitud de sus entrañas, que como los hombres viciosos y enfermos engendran flacos hijos, ella arroja cobardes frutos y amilanadas plantas; y cuando esas algún año prometen algo en agraz, ó en flor, por allí viene la niebla, por acullá la piedra ó granizo, ó álzase el tiempo, ó no llueve en muchos meses; á donde nos muestra la experiencia, bien á nuestra costa, que no basta arar bien para coger bien; y así fáltale á este proverbio, que al ara bien y cogerás pan, se le añada, conforme fueron las lluvias ó las nieblas.

-Y el otro -dijo Leonardo- todos los duelos con pan son buenos, también es disparate y falsa la sentencia; ¿qué importa que haya que comer, si no hay muelas con qué mascar? ¿de qué sirve la hacienda, limpia la renta y manchada la honra? ¿Qué caso se ha de hacer de los regalos y de los gustos, á donde no se alcanza salud ni gusto para gozarlos?

-Ese refrán ó proverbio -añadió don Antonio- está errado, que ha de enmendarse y decir: Todos los duelos, con pan son menos; porque dos hombres, el uno rico y el otro pobre, en igual quiebra de hacienda ó reputación, mejor lo pasará el rico que el pobre.

-Así es la verdad- dijo el Maestro- que lo mismo es de aquel proverbio de la vida de aldea, que se le ha de añadir al désela Dios á quién la desea, como de aldea, porque es hacerle Dios mucho bien el que se sirva con que goce de esta vida, que es vida de tanta paz y quietud, á donde se vive tan de espacio y con tanto desengaño, teniendo cada cosa por lo que es; porque allí la hacienda, que parece hacienda, es hacienda, porque está fundada su entidad y substancia en cosas que la tienen, y como tales dan fruto, que se puede tomar con las manos, ver con los ojos y gustar con la boca; ora sea el trigo en el sembrado, el racimo en la viña, la lana en la oveja y el fruto en el árbol, y las demás cosas á este modo; y así el que se viste bien, sabemos que tiene lana de qué hacer el paño, y el que come mejor, es notorio de dónde disfruta lo que come; pero en esta Babilonia de la confusión de la vida de Corte, de cuatro cosas que se ven, no se han de creer las dos. ¡Qué de galas sin poder traerse, qué de gastos sin poder sustentarse, qué de ostentaciones de casa y criados, sin que se sepa dónde se cría, ni á qué árbol se disfruta aquello que allí se consume, qué de opinión de hombres ricos, más por opinión que por renta, qué de rentas sin opinión y qué de opiniones sin probabilidad! Todas son apariencias fabulosas, maravillas soñadas, tesoros de duendes, figuras de representantes en comedia y otros epítetos y títulos pudiera darles más lastimosos. ¡Qué ridículo hombre se encuentra por las calles en traje y hábito, con lenguaje y apariencia, que tendréis á buena suerte que os haya hablado, y vos hayáis merecido conocerle, y venido á sacar en limpio, ó su calidad ó su ocupación, os correréis de que ninguno de los que os conocen le haya visto á vuestro lado; y si estuviera bien á mi edad y hábito deciros cosas que he experimentado en hombres, que he encontrado en buen hábito en esta Corte, os hiciérades muchas cruces, si os dijera de qué vivían, y cómo pasaban; y aun alguno, por fiarme de él en mi mocedad, y habérseme dado por más amigo de lo que fuera bien, me puso sin saber yo lo que hacía, en ocasión tan peligrosa, que si no me valiera yo de las inmunidades y privilegios que gozan los estudiantes matriculados en las Universidades de España, por estudiar yo á esta sazón en la de Alcalá de Henares, y así haberme obligado á valerme de ellas, pienso que se viera en aprieto, ó mi vida ó mi honra, por haberme hallado la justicia en compañía de unos grandes ladrones, á quien yo con grande inocencia y simplicidad había siempre tenido por hombres de bien, como los veía comer bien y vestir bien: tal era entonces mi ignorancia, y tal es el cuidado con que se ha de vivir para elegir amigos en esta población babilónica, que es una pepitoria de naciones é inclinaciones diversas!

-No hagáis escrúpulo -dijo don Antonio -señor Maestro, de contar las vidas de semejantes, que yo os diré si me dais licencia, lo que me sucedió con uno que se me dió por muy amigo, que en mi opinión estaba en la de un fúcar ó corzo de Sevilla. Escuchadme el caso y veréis en qué para la falsa aprehensión de esta riqueza mentirosa, para que mire don Diego á qué amigos se junta y escarmiente.


Novela y escarmiento segundo

No há muchos años, porque fué en la segunda venida que yo hice á esta Corte, en el de seiscientos catorce, que al salir de Palacio un día entre otros, me encontré con un hidalgo que me significó conocerme y se me ofreció por amigo: era un hombre de hasta cuarenta años, algunas canas, agradable presencia, calvo, de mediana estatura, calza de obra, galas al uso, una banda de oro al cuello de las que se comenzaban á usar entonces, y dos pajecillos detrás de sí, vestidos de una mezcla razonable. ¡Quién no se persuadiera á que un hombre del hábito y modo que os he pintado este, que no comía mil ducados de renta, ó era agente de dos ó tres potentados, de los que llaman soberanos señores las naciones extranjeras, ó mayordomo ó maestre sala de algún príncipe, ó señor de estos reinos! Fuese hablando conmigo desde Palacio hasta la calle de Santiago, y al pasar por aquellas librerías acordéme de cierto libro de devoción que había salido nuevo y me le había enviado á pedir un deudo mío desde mi patria: pedí por el libro, mostráronmele, concertéle en un real de á ocho, y yendo á echar mano á la bolsa para pagarlo, hallé que me la había olvidado en la posada: el gentil-hombre que se venía conmigo desde Palacio, volvió á uno de los pajecillos que traía detrás y díjole con mucha pompa y majestad: «Hola tú, saca dineros y paga este libro», lo cual el muchacho hizo con tanta puntualidad y diligencia, que aunque yo procuré resistirlo y excusarlo, con la priesa que el paje daba y la gana que tenía el librero de despachar su libro, me hube de hallar con él en las manos: dile gracias por la liberalidad usada: pedí le dijese á un criado mío dónde era su posada para enviarle el dinero; á que me respondió: «Córrome mucho de que vuesa merced, señor don Antonio, repare, en esa niñería para con quien le desea servir en mayores cosas: ojalá, como ha sido un real de á ocho, fueran ochocientos, que ni faltaran en oro sin movernos de aquí ni crédito en la calle, cuando yo no los trajera conmigo: córrenme mayores obligaciones que vuesa merced podrá creer de servirle: mi padre fué gran servidor del suyo»; y al fin, por toda la calle Mayor hasta mi posada, me fue dando tan buenas señas de mi linaje y patria, que me persuadí muchas veces á que trataba verdad, si bien yo no caía, ni jamás pude venir en conocimiento de los que decía él que eran parientes suyos, en un lugar cerca del mío; porque como yo desde siete años poco más, en los primeros estudios de gramática pasé y viví con los padres de la Compañía de Jesús en Belmonte, y luégo lo demás de la vida lo he pasado en Alcalá y en Salamanca, y después por los negros pleitos que salieron contra la pobreza de ese patronazgo ó mayorazgo, viví lo restante de la vida ya en Sevilla, ya en Granada, ó ya en Madrid, y así como no tengo noticia ya de la gente de los lugares circunvecinos al mío, fácilmente pudo engañarme: mostréle mi posada, ofrecísela aunque jamás hubo remedio que él tomase los ocho reales. Este fué el principio y fundamento que tuvo para visitarme á menudo y aun regularmente, lo que hizo con tanto cuidado, que me obligó á convidarle á comer dos ó tres veces, si bien jamás acabó de llegarse á ocasión de que yo le pagase estas visitas en su casa; porque cuando se llegaba á tratar de esto, sabía desobligarme y darse por ocupado con tan grande artificio, que le tuve por disculpado justamente. Obligóme también á continuar esta amistad el ver que si alguna vez íbamos juntos por la calle Mayor ó de Atocha- ó de Toledo, no le encontraba señor ni príncipe, que no le hablase y quitase la gorra. En este estado se hallaba nuestra amistad, continuada con mi ignorancia y su malicia; cuando una mañana amanecieron en mi posada dos alguaciles de Corte, y me llevaron (aunque con la decencia que se debía á mi persona) ante los señores alcaldes de Corte, preso; y no era menor la voz, que por encubridor de ladrones. Con todo eso, el alcaide, que á la sazón era de la cárcel, que me conocía y tenía noticia de quién yo era, me puso en un aposento razonable, cerca del suyo, aunque para la seguridad de mi prisión, me cargó de dos guardas á mi costa, que no me perdían de vista; yo estaba tan de fuera de mí y tan sin saber por dónde me había venido tan grande trabajo, ni sin poder rastrear quién me había levantado un testimonio de una cosa tan lejos de poder caer yo en ella, como hacer sombra y amparo á ladrones, que aun por sólo la voz falsa había tomado resolución y hecho propósito firme (como dije) que en saliendo de la cárcel, me había de ir hasta donde no pudiera haber noticia de mi nombre, y sepultarme y encerrarme en algún desierto á hacer penitencia de mis muchos pecados; pues por ser ellos tan atroces y tantos, debía de haber permitido Dios que me viniese tan grande trabajo y desdicha, que con ser como era mentirapor lo que había venido preso, bastaba para que se cayera muerto de pena un hombre de mi calidad, prendas y opinión: cuando estando yo entre estas tribulaciones y pensamientos tan lleno de melancolía, que no era posible esforzarme á levantar los ojos de tierra, veo entrar al alcaide de la cárcel riéndose y con los brazos abiertos para abrazarme, que en acabándolo de hacer, me dijo:

-A pocas burlas de estas, señor don Antonio, se podría acabar la paciencia y aun la reputación de los hombres de vuestra calidad y prendas, por dar el lado á hombres que se quieren honrar con él: no es Madrid, señor don Antonio, como los otros lugares; primero que un hombre salga á pasearse por la calle en esta Corte con otro que no conoce, aunque le vea á caballo y con criados, le ha de haber hecho una información de un proceso de una vara en alto, y saber de dónde es, y hijo de quién es, y de qué vive, y con quién vive; porque de otra suerte, veránse los que no lo hicieron en lo que vos habéis estado á pique de veros, por un ruin hombre que se os dió por amigo, y vos al parecer, tuvisteis por hombre de bien: los señores alcaldes mandan que os vais á vuestra casa luégo: hasta aquí han procedido rectamente en mandaros prender; y ahora, habiendo constado de vuestra inocencia y sabiendo vuestra calidad, proceden hidalga y cristianamente, y me han dado orden para que ni se escriba en el libro la razón de vuestra prisión, ni parezcáis en la Sala, ni se dé cuenta á nadie, porque se han compadecido, que un hombre de vuestras prendas le haya llegado la sencillez de sus entrañas á ponerle en este punto: andad con Dios, y de aquí adelante examinad más los hombres que se os dieren por amigos.

-Hacedme merced -repliqué yo- de decirme qué es esto, que estoy loco: siquiera para mi escarmiento, advertidme y dadme luz por dónde me ha venido el mal, que una de las obras de misericordia es enseñar al que no sabe y más en casos que llegan á correr peligro (por ignorar la causa) el honor, reputación y vida.

-¿Quién diablos -dijo el Alcalde riéndose- os hizo amigo de Lobatillo?

-¿Quién es Lobatillo? -dije yo.

-¿Quién es? -respondió él- el que convidastes á comer habrá seis días, en vuestra posada.

-¿Jesús -dije yo- pues aquel hombre tan principal tiene nombre tan baladí?

-Peores son sus obras -dijo el Alcaide:- aquel es uno de los famosos ladrones que hay en España: ayer lo sentenciaron esos señores á él y á otros tres que prendieron con él, convencidos de sus delitos y confesado por su boca, por escaladores de casas, por salteadores famosos, por jugadores con naipes hechos, y por públicos rufianes, además de que se les probaron tres muertes, á arrastrar, ahorcar y hacer cuartos, y si hubiera peor moneda, los mandaran hacer otra peor. El capitán de ellos era ese Lobatillo: conocíanle los más de los señores de la Corte, porque era continuo en las casas de juego y en las de algunas mujeres cortesanas: jugaba largo, gastaba bien, traía galas y pajes, tenía algo de bufón y con esto, como no sabían los caballeros lo interior de su vida, jugaban y parlaban con él; y la verdad era, que él traía tres ó cuatro ladrones en trato, que eran unas águilas en su oficio, y le contribuían para sustentar toda aquella ostentación. Á uno de estos prendieron los días pasados, sacando cien reales en la Comedia de la faltriquera á cierto forastero boquiabierto, que estaba oyéndola con más atención que si fuera alguna sentencia en su favor, ó alguna verdad que le importara. Halláronle en el pecho no sé qué ganzúas y naipes floreados: con esto, con que le conocieron en la cárcel otros del arte, puesto en el potro cantó sin ser gallo, como gallina, lo suyo y lo ageno.Dió por padre de esta cuadrilla ladronesca y fulleresca á Lobatillo y otros tres gentiles hombres, que presos confesaron lo mismo. Preso Lobatillo, pasó por las mismas ansias, y confesó esto y otros muchos mayores delitos y enredos, y preguntándole que quién le hacía sombras y espaldas para tan grandes maldades y embustes, y si tenía algún amigo con quien comunicaba sus cosas familiarmente, respondió en el tormento, que vos erais el mayor amigo que tenía, y que con vos descansaba y erais á quien descubría su pecho. Veis aquí la causa de vuestra prisión, hasta que mandándole ayer por la mañana ratificarse, dijo ser mentira cuánto había dicho acerca de vuestra persona; que la verdad era, que habría dos meses ó poco más que os conocía, y se os había hecho amigo saliendo de Palacio, y lo demás que vos sabéis; y que el ánimo que tuvo de apegárseos, fué tener noticia de quien erades, para que con la sombra y amparo de un hombre tan principal, hiciesen más caso de él los que le viesen y tratasen y se asegurasen más, y que de vos había tenido noticia, hallándoos un día en casa de un mercader, á donde hicistes una escritura de fianza y abono por cierto hidalgo de vuestra tierra, á donde se trató de vuestro linaje y casa, y de la nobleza, calidad y cantidad de vuestros mayores y antepasados; y el ladrón á lo descuidado y á lo lejos, estuvo tan atento, y tiene tan buena memoria, que no se le perdió letra; y así anduvo buscando ocasión, hasta que os encontró en Palacio y se os hizo amigo, y dió el real de á ocho del libro que comprastes.

Yo me santigüé mil veces, y me quedé suspenso y admirado y en saliendo de la cárcel, dadas las gracias al Alcaide, me fui derecho á nuestra Señora de los Remedios de la Merced, á la de Atocha, á la del Buen Suceso y á la de los Peligros, á donde repartí muchas limosnas, para que me dijesen misas, pidiendo á Dios nuestro Señor, que me librase de lo que no me sabía librar, y en particular de los amigos que se usan en esta Corte: fuíme á mi posada que era á aquella sazón donde el señor Maestro sabe: dí punto á mis negocios y pleitos, y no salí de ella por algunos días y aun meses, disculpándome, con que me había cargado cierta melancolía; pero ya que me obligaron y necesitaron mis negocios á salir, os prometo que salía como atónito y asombrado, y que no me llegaba hombre á hablar que no me santiguase primero para responderle, dándole con los ojos mil vueltas desde la cabeza hasta los pies.

-Por eso dicen -respondió don Diego- que de los escarmentados salen los arteros: á la mi fe que yo escarmiente y mire á quien hago amigo, y quién se me da por tal: ¡pobre don Antonio, en la que os visteis!

-Ya yo sabía este caso. -dijo Leonardo- Y aún yo -añadió el Maestro,- y no entendí que don Antonio quisiera contarle. Mucho le debe don Diego, pues con pesadumbre tan de casa ha querido dar la voz y ejemplo del escarmiento en la agena, para que cuando don Diego encuentre por las calles de Madrid mansos en la lengua y gallardos en la persona, no se persuada, que es todo oro lo que reluce, antes crea que muchos de esos corderos son lobos, y muchas de estas cortesías son socarronerías: ni fíe en galas, ni en gracias, ni en apariencias, ni presencias, ni en riquezas exteriores, si no sabe los oficios interiores á que se ganaron.

-¿Sabéis que tanta verdad es lo que vais diciendo? -dijo Leonardo:- los días pasados ví yo en una parroquia de esta Corte un viejo de buena presencia, que se hallaba á ver velar una hija suya con un oficial bien rico, y diciendo uno de los que se hallaban presentes, que la daba dos mil ducados de dote, respondió otro: «Yo conocí á ese viejo sin tener camisa que ponerse menos há de veinte años, y ahora da esos dos mil á esa hija y le quedan otros tantos, y si supiéseis á lo que los ha ganado os pereceréis de risa. Este hombre ha sido algo bufón, aunque en este oficio no ha tenido mucha suerte, pero con color de él, tenía entrada en las casas de personas poderosas; íbase las noches de invierno á donde sabía que había juegos largos y llevábase debajo la capa un orinal nuevo, con su vasera ó caja: estábase mirando jugar y cuando alguno de los jugadores se levantaba á hacer aguas (que aun el acudir á las necesidades corporales escatiman y son para ellas avaros de tiempo, con aventurarse la vida; tal es la ceguedad de este vicio) llegaba y sacaba el orinal de la vasera y decíale: «Señor don fulano, arrímese vuesa merced aquí á un lado y á un rincón, que aquí hay en que vuesa merced cumpla esa necesidad, que de salir de esta cuadra tan abrigada con los tapices y gente á otra, que no lo esté tanto, se engendran los catarros, las jaquecas, el asma y otras enfermedades semejantes.» «Guarde Dios á vuesa merced, señor Milano (que este era el nombre del viejo), decía el caballero, que este es mucho regalo, y cuidado, yo lo serviré.» Volvíase á sentar á jugar, poníasele Milano al lado, y cuando veía que hacía alguna buena suerte de mucha cantidad, tirábale de la capa, volvía el caballero y decíale: «¿Qué manda, señor Milano?» respondía él: «El orinal.» «Suplico á vuesa merced» decía el caballero, de muy buena gana; -y diciendo y haciendo, sacaba un escudo ó doblón y dábasele, ó un real de á ocho, ó según era la mano: con que con irse este viejo á las casas de juego con uno ó dos orinales, no había mañana que no amaneciese en su casa, aunque trasnochado, con cincuenta ó cien reales, y aun alguna con doscientos, con que ha juntado la hacienda que veis.

-La ganancia es de mayor donaire que oí en mi vida. -dijo don Diego.

-¿Eso os espanta? -dijo don Antonio- yo sé un hombre que ha hecho en este lugar una casa, con levantarse en amaneciendo Dios é irse entre dos luces á los piés de los bancos de las plazas y puestos de las vendedoras y tiendas, á donde se suelen caer de parte de noche algún cuarto ó real, y me afirmaron que confesaba este hombre, que había día que juntaba de esto seis y ocho reales.

-Sus dificultades y dudas tiene esto- dijo el Maestro:- harto sudor y trabajo les costaba á esos pobres el buscar con que vivir y pasar: prométoos, que aquí estoy oyéndolo y me duelo de ellos en lugar de reirme.

-Todo esto es donaire -dijo Leonardo;- peor es lo que me costó á mí aquel nuestro amigo Gaudencio, que si os acordáis bien, pretendía una conducta que ya llevó.

-Ya me acuerdo -dijo don Antonio;- pienso que ha de ser bien á propósito para los escarmientos de don Diego, y para los avisos que le pretende dar el señor Maestro: contadlo si os acordáis bien.

-Si hago -dijo Leonardo- pasó así:




Novela y escarmiento tercero

Vino, como sabéis, Gaudencio á esta Corte, después de haber servido á su majestad algunos años en Italia y Flandes á satisfacción de los capitanes que tuvo, á pretender una conducta que se le dió para Indias. En cuanto se hallaba pretendiente, pegáronsele dos gentiles-hombres un día en la Comedia y otro en la Lonja de San Felipe, que diciendo le conocían de Flandes, por buen camino hubieron de ser sus convidados. Era esto á la sazón, que había poco que pisaba las calles de Madrid Gaudencio: son dos sogas que le habían dado cabo á este navichuelo recién echado al agua de la Corte: eran dos hombres bien sobrados en esta república, ociosos y vagantes, sin que lloviese Dios sobre heredad suya en los campos, ni ocupación honesta, que se conociese que les tocase en lo poblado. Hay de esto en la Corte más que conviniera, que por ventura trae y acarrea tras de sí más daños que pudiéramos decir en muchas horas, sin que basten las leyes que tantos emperadores y príncipes, así cristianos como gentiles, no sólo los políticos sino los bárbaros, han hecho y estatuido contra este género de gente ociosa y vagamunda en su república, hasta en nuestros tiempos; y los años antes leemos y vemos las que mandaron promulgar en esta razón los reyes don Juan I y II, don Enrique II y IV, los Reyes Católicos, el emperador Carlos, el prudentísimo Felipe II, cuya importancia y necesidad de que se pusiesen en ejecución tocan maravillosamente Simancas en su República, libro 8, cap. 30, núm. 9, y el licenciado Castillo de Bovadilla en su Política, libro 2, cap. 23. Ya conocisteis la condición de Gaudencio, que cuanto tenía de valiente tenía de sencillo y bueno: era hombre que á cuchilladas resistiera un ejército, y llegado á agudezas y sutilezas de ingenio, le hiciera un niño, como dice el proverbio, del Cielo cebolla. Estos dos gentiles-hombres ó hombres de vida gentil, le persuadieron á que ellos tenían inteligencias con hombres de importancia, cuya amistad les sería de consideración para sus pretensiones, y así paseaba con ellos á menudo. Sucedió, pues, un día entre otros que pasando Gaudencio á espacio con los dos amigos la calle Mayor, vió como uno de ellos se apartaba á menudo y hablaba muy en secreto con cuantos hombres encontraba de buen hábito, y algunos echaban mano á la bolsa y parece le daban dineros: no reparó por entonces Gaudencio en aquello, y estando otro día en una casa de juego jugando largo, y como perdiese, sacó impaciente y colérico un puño de escudos y parólos todos: aquel con quien jugaba, que era un hombre principal, volvió á otro amigo suyo que le estaba al lado, y díjole:

-Hasta ahora he callado y ya no puedo sufrirlo: esto tiene malo esta casa y el garitero de ella, que á trueque de cuatro reales de baratos más, ni hay pícaro ni follastre á quien no abra la puerta y deje que se ponga en la tabla. ¿Quién pensáis que es este hidalgo que pára todos estos escudos? aquel para quien ayer nos pidieron limosna aquellos dos que andaban con él, que debían de ser otros tales, diciéndonos que era un soldado honrado que venía á pretender, y que entre Barcelona y Zaragoza había dado con él una cuadrilla de bandoleros y le habían quitado hasta la camisa que traía puesta, y que por conocerle ellos y haber sido un gran soldado en Flandes, le habían sacado fiado aquel vestido que traía, y para ayuda á pagarlo nos pidieron limosna, y me acuerdo que vos le disteis un real de á ocho y yo le dí uno de á cuatro por no llevar allí más.

-Tenéis razón -dijo el otro con quien hablaba éste- que ahora le he mirado con atención y es el mismo hombre que decís, y esta es una gran desvergüenza y bellaquería; ¡mirad los escudos que juega y pide limosna! Esta manera de hombres ociosos y desalmados, de día hacen eso y de noche capean; mejor sería dar cuenta á uno de los señores alcaldes, para que diesen con estos en el banco de una galera.

No se dijo todo esto con tanto silencio y recato, que no entendiese lo más de ello Gaudencio: dejólos acabar de decir, y volviendo los escudos donde los había sacado, les dijo:

-Señores hidalgos, yo me llamo alférez Gaudencio por si no saben mi nombre; habrá quince días que estoy en Madrid, que así he entendido toda esa plática, y la razón que ha habido para que dejen el juego: á esos dos hombres que iban ayer conmigo, he hablado de dos á tres veces, por haberme dicho ellos eran soldados de Flandes; ni sé quién son, ni en qué parte viven, ni de qué: ayer ví al uno de ellos apartarse á menudo y con lo que he oído ahora he caído en lo que hacía, que debía de pedir limosna para mí: en el juego se habrá echado de ver, que no vine tan pobre de Flandes, que no me sobren doscientos escudos en oro, que juegue: él mintió como ruin hombre, que debajo de esa capa de pedirla para mí la pedirla para él, y yo haré que la pidan para él y para el otro bellaco antes de muchas horas si los alcanzo de vista; y quien pensare que no es verdad lo que digo, también miente.

Y como hombre tan diestro en desenvolverse y menear las manos, dando con la mesa en el suelo, y con los dineros y naipes que en ella había, puso mano á la espada y se vino á quedar dueño de la sala, y sólo á pocas cuchilladas, aunque no dadas tan en el aire, que no hubiese de una de ellas abiértole la cabeza al que movió la conversación de la limosna, que salió clamando justicia y pidiendo confesión, diciendo que le había muerto, Gaudencio se hizo lugar, y viendo que se llegaba gente á las voces, dió vuelta á la esquina y volviendo la espada á la vaina con mucha disimulación, como si tal no hubiera hecho, llegó á su posada; pero no faltó quién le siguió los pasos, uno de otra manera de gente no menos perniciosa: que si aquellos amigos primeros que encontró Gaudencio, vivían de pedir, estos enemigos viven de dar, no dineros sino soplos. Fué preso el alférez; y aunque la principal ocasión de la pendencia en los tribunales, donde se refirió y pasó, por una parte fué reída y por otra dada por ocasionada justamente; con todo eso, como se le juntó el haber sido en casa de juego, y el haberse visto el herido muy á pique de costarle la vida la burla, á la mi fe, que no salió tan libre que no le costase dineros y días de ausencia de Madrid, aunque lo que él me decía que había sentido más, era el no haber podido descubrir á los muñidores ó demandadores de esta cofradía, nunca oída, de pedir limosna para quien puede darla, dándole tan peregrino color á tan extraordinario modo de hurtar.

-¡Malditos sean tan malos hombres! -dijo don Diego- en lo que pusieron al pobre alférez.

-Como de eso hay en Madrid -dijo don Antonio- en peor le pusieron á otro los que os diré ahora.




Novela y escarmiento cuarto

Antes de referir el caso prometido, quiero preguntar al Maestro, ¿qué siente acerca de la parte imaginativa? si es verdadero este axioma común: la imaginación hace caso, que es decir que la imaginación á veces es poderosa, siendo vehemente, á hacer práctico y ejecutivo lo que es sólo imaginario de quien piensa é imagina que le pasa y sucede efectivamente aquello en que imagina.

-Á eso -respondió el Maestro- se ha de suponer por primero principio de la doctrina de Aristóteles, en el lib. 3 de Anima, en el cap. 3, que la imaginación ha de preceder á su efecto, y hecha esta suposición, la verdad es la que afirma constantemente toda la escuela de los filósofos, que la aprensión del bien ó el mal en el imaginante, especialmente si el suceso que se espera es malo, tal vez llega á producir efecto real y material: digo en rigor puesto en propios términos, que es la principal causa, á lo menos la primera, para que semejante efecto se produzca; y así tengo por asentada esa doctrina, como lo afirma Aristóteles en el lugar citado, y Marsilio Fisino en el Comento de Platón, y traen en comprobación Valerio Máximo, Marco Antonio, Coccio Sabelico, Bautista Fulgoso, Eliano, Guido Marullo y Jerónimo Cardano, en los libros de Varietate Rerum, libro 8, y el Teatro de la Vida humana, en la palabra «imaginación y fantasía», volumen primero, libro primero, y otra infinidad de autores antiguos y modernos, diversidad de casos sucedidos que parecen prodigiosos, obrados por la fuerza de la imaginación ó ayudados á obrar.

-Huélgome -dijo don Antonio- de que estéis de esa opinión y parecer para el peligroso caso que yo os he de contar.

En la ciudad de Bruselas, corte de los Países Bajos, quedó sin padres un gallardo mancebo llamado Filardo: había comunicado desde que tuvo uso de razón con españoles, con que perdió tanto los resabios de la pronunciación de su lengua nativa, que nadie le juzgara, oyéndole hablar, sino por español. Era de buen ingenio y claro, de ánimo gallardo: oía decir tanto de las cosas de España á los nuestros, que concibió un notable deseo de ver á España: hizo una razonable cantidad de dineros de una pequeña parte, que vendió de su hacienda porque era gruesa: no quiso aventurarse á los peligros de aquel Mar del Septentrión, á donde aunque la navegación es tan corta, se han visto infortunados sucesos, con que tomó resolución de venirse por tierra y gozar de paso de la grandeza de algunas ciudades de Francia. Entró en la de París, admiróle su grandiosa población y aquella multitud de gente, oficios, artes y trajes tantos, y en tanto número, que es una de las cosas grandes de Europa. En la casa que tomó aposento, halló paseándose un español ya de mayor edad, grave en la presencia y que además de mostrar en su aspecto la grandeza de su corazón y valor de su ánimo, mostraba en el hábito ser hombre de letras y persona que en alguna plaza y tribunal había ejercido oficio de abogado ó juez: con todo eso mostraba alguna tristeza en su exterior del rostro, aunque con su prudencia y sagacidad procuraba disimularla. Llegóse la hora de cenar, y Filardo que de suyo era liberal y magnífico, convidó al español, que aunque se procuró excusar por muchos caminos, Filardo con mucha. gala y cortesía supo obligarle á que aceptase el convite: acabóse la cena, los criados del uno y del otro dejáronlos solos, y el flamenco dijo así al español:

-La afición que tengo á vuestra nación es tan grande, que no me saca de mi casa otra cosa que deseos de ver á España, que aunque parezco español en la lengua, soy flamenco en la sangre, natural de la ciudad de Bruselas, corte de los serenísimos príncipes el Archiduque Alberto mi señor y Madama Isabel Eugenia Clara, condesa de Flandes, mi señora é infanta de Castilla: mi nombre es Filardo de Ardesi, familia conocida en aquellos países.

-Aunque he estado de paso en ellos -respondió el español- tengo noticia de este apellido, con que podré estimaros en lo que es justo, porque estoy cierto que sois de calificada familia.

-Gracias á Dios -dijo Filardo- que en materia de padres y abuelos honrados, no tengo por qué bajar la cabeza: de vuestros criados he entendido que vais la vuelta de España, y derecho á la corte de ella que es Madrid: si me dais licencia, los míos y yo os iremos sirviendo.

-Gustara en el alma -dijo don Duarte- (que así se llamaba el español) de poder gozar de vuestra compañía y conversación: aguardo un criado que ha de venir de Bruselas, que me ha de alcanzar en esta corte de Francia, no sé lo que tardará, es forzoso aguarde, que á fe de hijo de quien soy y por lo que ya debo á la mucha afición que os he cobrado, y á la gentileza y cortesía con que habéis sabido obligarme, que para mí fuera particular gusto el iros yo sirviendo.

Con que despidiéndose los dos con harto sentimiento del flamenco, se fué cada uno á su aposento á descansar y en especial Filardo para prevenir su jornada para el día siguiente. Estábale descalzando un criado para acostarle, y Filardo no cesaba de repetir:

-¡Oh lo que me pesa que este español no se pueda partir en mi compañía ó yo en la suya! porque me ha parecido hombre principal, y además de haberle cobrado yo una voluntad grande, me fuera de mucha consideración su amistad, para darme luz de la tierra donde voy, nueva y extraña: ¡oh cuánto daño me hacen sus ocupaciones y negocios!

-Las ocupaciones y negocios que le detienen en París á ese español, bien lo sé yo -dijo el criado que le descalzaba- y pudiera vuesa merced remediarlas si le es de tanto gusto y provecho el irse juntos.

-¿Cómo las sabes tú? -dijo Filardo.

-Porque me las han contado sus criados -respondió el de Filardo- que hemos cenado juntos: cierto que á mí me han hecho lástima: Una jornada antes de llegar á París, sacando unas cartas de un portamanteo, se cayó una letra de dos mil escudos, librada en un mercader rico de esta corte de Francia, de otro su correspondiente de la ciudad de Sevilla de España, para que se le diesen á dos días vista á este caballero, para hacer este viaje: hállase sin el crédito de la letra y sin conocimiento de persona que le abone en París, necesitado de volver á Bruselas donde partió, y sin dineros para lo uno ni lo otro, que esta es la melancolía que tiene y los negocios que le detienen.

No aguardó más Filardo, quien mandando que le volviese á calzar el criado, se pasó al aposento de don Duarte, que le halló acostándose, y refiriendo todo lo que le había dicho, le ofreció todo el dinero que fuese necesario para su jornada, protestándole que de no recibirlo le obligaría á estarse en París hasta que viniese la certificación de la letra, ora hubiese de venir de Bruselas, ora de Sevilla. Corrióse en alguna manera don Duarte, porque de suyo era bonísimo y estaba más enseñado á dar que á recibir; pero al fin, convencido con la verdad y obligado de la hidalguía de las entrañas del nuevo amigo, aceptó la oferta del dinero dentro de término limitado para volverlo en Madrid, con que hicieron juntos su jornada y viaje hasta llegar á él. Allí pagó puntualmente don Duarte á Filardo lo que le había prestado y le regaló reconocido del beneficio recibido en París. Tenía don Duarte por deudo cercano un juez de los de esta Corte, en cuya casa estaba hospedado, y de cuyo amparo y favor se venía á valer para cierta pretensión de una regencia en Italia; porque también don Duarte había estudiado la facultad de leyes y era esa su profesión. De aquí nació el venir este señor juez á conocer á Filardo y saber la buena obra que le había hecho en París á su primo; y así le ofreció que haría de su parte, ofreciéndose, lo que le fuese posible. Filardo vivía en Madrid entreteniéndose y holgándose como hombre rico y mozo, y que no le traía otro fin á España que ese; quiso ver algunos lugares de España, como Toledo, Córdoba, Valencia, Lisboa y Sevilla; y últimamente desde Sevilla se volvió á Madrid. Én este camino, como era de su natural amigo de gastar y regalar, encontró cuatro gentiles-hombres de buen hábito, que venían de Sevilla á la Corte: acariciólos, y pasando la amistad adelante, la tuvo con ellos en Madrid tan estrecha, que se visitaban y convidaban los unos á los otros á menudo: no pasaron pues muchos días que uno de los amigos llamado Croto, dijo á Filardo que tenía que hablar aparte, y llevándole al Prado, después de muchas protestas y salvas en su nombre y de los otros amigos, jurando que todos, siendo necesario, pondrían por él las vidas y honras, le vino á declarar cómo ellos cuatro no habían venido de Sevilla á Madrid, que á matar cierto caballero mozo que había hecho una ofensa y agravio notable á un caballero indiano, rico y poderoso, y que porque le matasen les habían dado diez mil escudos, que con él partirían los dos mil; y pues él era menos conocido que ellos en España, que lo matase él, que ellos se lo pondrían en las manos una noche, con que los dejaría para siempre obligados á todos cuatro á hacer otro tanto por él y aventurar las vidas y honras de todos juntos. Era Filardo de su natural colérico, sintió notablemente que hubiese tenido aquel hombre atrevimiento aun para proponerle de palabra semejante maldad: no se supo ir á la mano, con el enojo que tenía; y diciendo y haciendo, metió mano para él, y si no hubiera tanta gente en el Prado, que las espadas desnudas se metieron por medio de entrambos, le hiciera pedazos. Quisieron algunos de los que llegaron á poner paz, saber de Filardo la ocasión de tanto rompimiento, habiéndolos visto á los dos hablar tan familiarmente poco había, á que satisfizo Filardo diciendo:

-Ese hombre me tuvo por otro, con quién había tenido no sé qué enfado, no me quiso creer, obligóme con algunas palabras que dijo, apretándome demasiado á hacer lo que habéis visto.

Y con esto, volviendo la espada á su lugar, se alargó hacia San Jerónimo y se entró en él, porque habían acudido al reclamo y golosina de las espadas algunos alguaciles, y en cayendo la noche, que es la capa que cubre y disfraza á muchos y á muchas, que hacen sus sayos y aun sus mangas de esa capa, se salió de San Jerónimo y se fué á su posada. Allí estaba acostado en su cama y se estaba arrepintiendo de no haber muerto aquel bellaco que había hecho tan ruin concepto de su persona, que le juzgó por tal, que por dos mil ducados ni por un millón, ni por todo el mundo hiciera cosa que desdijera de quien era, ni de las obligaciones que le corrían de proceder como tal. En este pensamiento y otros semejantes, se le pasó lo más de la noche, amaneció, levantóse y fuese la vuelta de nuestra Señora del Buen Suceso a oir misa, y halló en la puerta del Sol un grande concurso de gente: acercóse á ver lo que era, y vió puesto sobre las andas un hombre mozo de buen hábito, y que le estaban llorando dos criados suyos, muerto de una terrible estocada que tenía sobre el corazón: estaba vestido el muerto con hábito de noche, de color y gala: lastimábanse allí algunos de los que llegaban, de tanta mocedad y tan grande desgracia: estábase como suspenso Filardo, y no sabía qué le daba el corazón cuando llegó un tropel de alguaciles de Corte y corchetes, y se abrazaron con él, y sin darle lugar que fuese dueño de sí, ni á que hablase palabra, cargaron con él y le pusieron en la cárcel de Corte en un calabozo bien oscuro, y además de echarle una cadena y un par de grillos, le dejaron dos guardas: no sabía por qué le habían tratado de aquella suerte, sólo lo más que oyó fué á uno de los alguaciles que dijo:

-No puede llegar el desalmamiento de este hombre á más, que ponerse á mirar el mismo que él había muerto anoche.

De aquí pudo colegir algo de si le achacaban aquella muerte; pero como estaba tan libre y tan inocente, no se acababa de persuadir que aquello podía ser dos días. Estuvo Filardo en el calabozo, sin que se permitiese que aun el que le llevaba de comer le hablase, ni oyese razón ninguna. Últimamente llegando la hora de que se visitase, el visitarle y el condenarle á muerte fué todo uno, diciéndole, cómo estaba probado con cuatro testigos mayores de toda excepción, que le habían visto por sus ojos, viniendo rondando, matar á aquel caballero de una estocada que le dió á traición; y aunque Filardo protestó de probar la cuartada y los demás requisitos que el Derecho dispone y negó en su confesión el haber hecho semejante muerte, como era verdad que no la había hecho, con todo eso, como estaba tan fuertemente probado, le mandaron volver al calabozo con el mismo rigor, y le previnieron que tratase de las cosas de su alma, porque de las de su vida era tarde y por demás, porque el delito estaba probado suficientemente. Quedó solo y á oscuras Filardo aquella noche, y aunque era hombre de valor, perturbóle tanto el ánimo la consideración de la afrenta é infamia en que se veía, que del perder la vida no hacía caso, que acabó en él esta imaginación tan fuertemente, porque su complexión era colérica y melancólica, que á la mañana los que le guardaban no le conocían, respecto de que amaneció todo cano, como si fuera un hombre de sesenta años, siendo la verdad que no tenía sino veinte y ocho: en que se echa de ver que la imaginación es poderosa á ser causa de semejantes efectos, que por eso pregunté al Maestro su opinión y parecer acerca de esto. La novedad del haber encanecido en una noche hizo tanto ruido en la cárcel, que llegando á noticia del tribunal de aquellos señores alcaldes, mandaron para verlo, que le llevasen á la sala: no había estado el día que le sentenciaron en ella el uno de ellos, y así sólo había habido cinco alcaldes: estábalo este día, que era el que faltó el primero, don Duarte, vió á Filardo que aunque en el aire del rostro le pareció el mismo, no le acababa de conocer viéndole cano; pero como le dijesen que aquella noche había encanecido y que era hombre mozo, acabóse de enterar en que era el mismo que él conocía y el que había prestado el dinero á su primo don Duarte en París: con esto fué en que le mandasen volver al calabozo y pidió á toda la sala se suspendiese la ejecución de la muerte de aquel hombre, hasta que se hiciese mayor averiguación; porque Dios le había puesto en el corazón, que aquel hombre estaba sin culpa. Hízose así; contó aquel señor alcalde á su primo don Duarte el caso; visitó don Duarte al preso, compadecióse de él, preguntóle que si tenía enemigos en Madrid, que le hubiesen levantado aquel testimonio, porque como él conocía á Filardo su nobleza y entrañas, y cuán rico era, decía á todos los que le querían oir, que él pondría muchas vidas que tuviera por Filardo, en razón de que ni aun por el pensamiento le debía de haber pasado semejante maldad. En este tiempo que don Duarte satisfacía á los que le querían oir de la inocencia de Filardo como si la supiera, dijo Filardo:

-He estado tan ciego y tan fuera de mí, que jamás he dado en lo que esto podía ser hasta ahora: ya sé de dónde me ha venido este daño: todo esto causa el admitir por amigos un hombre á hombres que no conoce.

Y contóle con esto lo que le había pasado en el Prado con el uno de los cuatro amigos que había granjeado en el camino de Sevilla. Díjole don Duarte que callase: preguntóle por las señas de ellos y de su posada, dióselas, refirió el caso al juez su pariente, hiciéronse de secreto las diligencias necesarias y sacado en limpio quién eran los testigos que condenaban á Filardo, eran los cuatro amigos del camino de Sevilla: prendiéronlos, y con el dicho de Filardo, que se añadió á otros indicios suficientes, al justificar la causa de darles tormento, se les dió y tal, que confesaron la verdad y el ser ellos los homicidas, gente distraída y de una manera de hombres que hay en Sevilla, que viven de matar, hasta que dura el llegar para ellos la hora de su castigo y muerte en la horca, que es á donde todos paran: esa misma les dieron á ellos, y les hicieron cuartos y Filardo fué dado por libre y suelto; aunque del susto pasado, como hombre de honra y vergüenza, se le recreció una enfermedad peligrosa, que a no ser por el regalo y consuelo de don Duarte, que acudió á ello con su hacienda y presencia, Filardo quedara de esta vez para siempre en Madrid: con que es bien, que se pondere de paso la verdad de aquel proverbio antiguo: «Haz bien y no cates á quién; haz mal, y guárdate»; pues lo primero dió la vida al flamenco y lo segundo la quitó á los valentones y malos amigos: que bien puede bastar este ejemplo para escarmentar y mirar en lo que ponen tal manera de amigos aun á los hombres más ricos y honrados y de mayor valor y pecho. Convaleció Filardo y todo Madrid se andaba tras de él, viéndole tan cano, siendo tan mozo: cansóse de España que no le había sucedido para menos en ella y volvióse á su patria menos rico que vino, más desengañado que salió con aquellas canas medradas y aquel susto que había recibido en menos de dos años de tiempo, para que se miren en este espejo muchos hombres mozos, hijos de padres ricos y honrados, que les sabe á poco el regalo de su casa, desestiman la hacienda, burlan de la reputación ganada por sus mayores, no reparan en que en su tierra y patria son los gallos, y en la extraña y no conocida, pollos agenos: allí la nata, aquí la escoria: en la una temidos, en la otra perseguidos; allá les sobra la honra y por acá siempre los asombran y afrentan: en su tierra no se aciertan á morir de viejos y en la agena acaban mozos, arrastrados por las posadas y hospitales, ocupando sus huecos agenos cementerios; y cuando bien escapan y no dejan el pellejo en la demanda, vuelve el uno cortada la cara, el otro en cueros, que apenas los conocen los que los engendraron, tan desastrados y distraídos que á poder ser, menos costara hacerlos de nuevo que repararlos; y con todo muertos y ansiados por peregrinar, y llenos de ansias de ver mundo, como si fuera mentira la verdad de aquellos dos refrancillos castellanos: «hablar de la caza y tomarla en la plaza»; «hablar de la mar y en ella no entrar»: no quiero decir por esto que mi intento es acobardar los ánimos de los hijos de hombres de buena sangre y de buenas inclinaciones, de los caballeros mozos y de los que heredaron nobleza, y más en aquellos que la calidad está en las nubes, y la herencia es fantástica, que para esto se hizo el surcar los mares, el descubrir Indias, ocupar presidios, arrastrar picas, domar caballos, tremolar banderas y empuñar jinetes, correr las agenas campañas y gozar de los despojos bárbaros: que mucha honra y poca hacienda, ¿á qué los ha de obligar, sino á morir peleando? porque después de la obligación primera y principal, ¿qué los ha de mover y llevar, que es la defensa de la Religión Cristiana, el servicio de su rey y príncipe, y la reputación de la nación y patria? Esta es la segunda, el procurar trabajar para descansar, que en verdad que dicen: que el Abad, de donde canta yanta. Harto le hemos dicho á don Diego para que escarmiente de admitir ruines amigos: quédese este mi intento aquí, que soy caballo desbocado y se me había calentado la boca, y si me enojo daré por esas paredes. Volvamos á lo que importa, que es á que el señor Maestro prosiga con sus avisos adelante.





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