El papel de la madre en las primeras lecturas del niño, según los escritores de memorias (1875-1914)
Aurora Mateos Montero
I. E. S. Maragall (Barcelona)
El propósito de este trabajo es aportar las referencias que los memorialistas del siglo XIX (los que publicaron sus memorias entre 1875 y 1914) hacen de la influencia de la madre en tres ámbitos diferentes: en el papel de madre propiamente dicho; en el papel de «maestra» de las primeras letras y, por último, en el papel de lectora que influye en las lecturas de los hijos.
Las obras de las que hemos sacado estas referencias se presentan por orden cronológico de publicación al final del trabajo.
Decía ya en 1905 Serrano y Sanz, en su libro de recopilación Autobiografías y memorias españolas, que éstas son un campo abierto donde el historiador, el literato y el sociólogo pueden recoger abundantes materiales que en otra parte les sería difícil encontrar. Efectivamente, los memorialistas reflejan los acontecimientos de la gran historia y de la pequeña historia, el ambiente cultural, los gustos y las modas literarias de su época, las lecturas en las que se formaron, el ambiente social al que pertenecieron, los éxitos teatrales del momento, etc., así como también los recuerdos personales.
El discurso memorialístico suele aparecer organizado por orden cronológico y en torno a unos topoi o autobiografemas. Entre estos topoi se encuentran, dentro del apartado de la rememoración de la infancia, el de «la familia», el de «las primeras letras» y el de «las primeras lecturas». En estos tres temas se deja ver el papel de la madre.
La influencia de los padres en la personalidad del individuo en su formación, en sus gustos o en la elección de carrera, aparece por primera vez en las memorias decimonónicas entre los autores del género que no pertenecen a los políticos ni a los militares, a los protagonistas de la historia. Estos escriben sus memorias con un afán vindicativo de su actuación o ilustrativo para algún momento histórico determinado y, por tanto, cuando hablan de su familia lo hacen preocupados por su linaje o por dejar bien alto el buen nombre de sus antepasados. Es el caso de Godoy y de Fernández de Córdova, por ejemplo. Sin embargo, entre los memorialistas de nuestro estudio, escritores principalmente, hijos de familias de clase media, la clase que quieren retratar en sus memorias y a los que ya no les mueve un propósito justificativo, se observa un cambio radical en el tratamiento que se le da a este tópico memorialista. Ya no tiene sentido hablar de linaje. Lo que realmente pretenden estos nuevos escritores de memorias es dejar constancia de la influencia de los padres en su personalidad, así como del recuerdo más o menos cariñoso que guardan de ellos.
De entre los dos progenitores, la figura del padre está más resaltada que la de la madre, en general. El padre es una persona con responsabilidades y preocupaciones en el mundo público, mientras que la mujer debía centrarse en el hogar y su familia. No obstante, el padre también domina la historia de la vida privada. Las decisiones importantes corresponden al padre, en el terreno económico y en el educativo. La imposición paterna es aceptada sin rechistar por los hijos y marca su futuro profesional.
La madre, sin embargo, ejerce el papel de contrapunto tierno de las prohibiciones paternas. Así, cuando Ramón y Cajal recuerda las tardes de verano en que, por imposición paterna, tenía que estudiar, dice que su madre le proporcionaba algunas novelas que le sirvieran de distracción; o cuando su padre le puso de pupilo en casa de un tío que lo mataba de hambre, era su madre la encargada de mandarle a escondidas alguna golosina. A la madre de Echegaray la vislumbramos prodigando cariños al hijo desde que iba a la escuela y prohibía que los maestros le pegasen; la vemos haciéndole comidas especiales para su delicado estómago, y apagando la luz de su hijo que se queda leyendo novelas por las noches. Otros ejemplos de la ternura materna lo ofrecen la madre de Adolfo Posada presumiendo de hijo guapo la primera vez que el niño hizo su primera aparición pública al ir a la escuela de párvulos; y la madre de Mesonero Romanos llorando y abrazando al hijo cuando se tiene que ir a una expedición militar, o conmovida cuando hace una gracia.
Estas breves apariciones de la figura materna como encarnación de la ternura responden quizás al papel que se le confería en general a la madre en la familia. No se incorporaba a la vida social. Mesonero tiene la imagen de su madre como componente del grupo de señoras que no participan en la conversación en las tertulias paternas, bordan y hablan en grupo aparte.
Sobresalen en este panorama dos libros de memorias en que la madre queda especialmente resaltada. Los autores son Alcalá Galiano y Federico Rubio. En ambos casos la madre tuvo que quedarse sola con los hijos. En el primero, por la profesión de marino del padre y su temprana muerte. Y en el segundo, por el destierro sufrido por el padre. Las relaciones de estas madres con sus hijos son más estrechas, y, por tanto, perdura el sentimiento de gratitud hacia su abnegación y su recuerdo ha quedado grabado de manera imborrable en los dos memorialistas.
La pasión de Alcalá Galiano por su madre fue muy intensa. Todos los espacios que dedica el autor a su vida privada están dominados por ella. Sobre todo, aparece como la rival acérrima de la mujer del autor. Se había casado éste en secreto, ya que su madre no aprobaba el noviazgo. Una vez los hechos consumados y después de un pequeño disgusto, vuelven marido y mujer a la casa materna. Allí la madre impone sus condiciones. La vida de casado se convierte en un calvario para Antonio Alcalá Galiano, quien apenas tenía diecinueve años, hasta que la madre consiguió el divorcio definitivo de la pareja. La imagen que presenta el autor de su madre contrasta vivamente con la de su mujer: aquélla, recta, honrada, justa y cariñosa; ésta aparece retratada casi como un monstruo1.
Federico Rubio
habla de la admiración y cariño hacia su madre varias
veces en sus memorias. Vamos a referir una anécdota que lo
deja bien claro, y al mismo tiempo nos proporciona cierta
información acerca del grado de alfabetización y de
cultura que tenían algunas mujeres en la época.
Aunque de familia «fina» andaluza, la madre del doctor
Rubio no fue enseñada a leer: «No
sabía leer, ni tampoco escribir»
:
(p. 101). |
Pero llegó el momento del noviazgo y el novio no quiso dejar de escribir cartas a su novia. Ella, urgida por el amor, inventó un método para descifrar las misivas amorosas. A pesar de su extensión, la cita merece la pena por la belleza que encierra, y con ella acabamos este apartado:
(pp. 101-102). |
El tema de la educación, en sus dos aspectos, el familiar y el institucional, es frecuentemente tratado por los memorialistas2.
La educación primaria, débilmente institucionalizada a finales del siglo XVIII y principios del XIX, corría a cargo de las madres, incluido el aprendizaje de la lectura, o de profesores particulares en casa. Este es el caso de Alcalá Galiano, niño prodigio -dice haber aprendido a leer a los tres años-, quien recibió su primera enseñanza de un preceptor, como era costumbre entre los hijos de buena familia en esos años.
Sin embargo, casi todos los memorialistas estudiados, como se refieren ya a épocas posteriores, han recibido la primera enseñanza en alguna institución privada3.
La entrada en la escuela supone precisamente, además del aprendizaje de las primeras letras, la separación de la familia. De ahí que estos dos motivos o autobiografemas estén estrechamente vinculados, sobre todo en los textos escritos a partir de la imposición estatal de la escolarización obligatoria. Son frecuentes los textos en que la entrada en la escuela -ese lugar en que la letra con sangre entra- se presenta como una violenta interrupción del idilio natural de la vida infantil doméstica4.
No deja de haber,
no obstante, algunos autores, excepcionalmente, que confiesan haber
recibido las primeras letras de alguno de sus progenitores.
Así lo dice Julio Nombela: «Aunque
mi madre me había enseñado las letras en una cartilla
[...]»
(p. 45). Y Ramón y Cajal, quien dice haber
empezado a ir a la escuela a los cuatro años, pero que
«en realidad mi verdadero maestro fue mi
padre, que tomó sobre sí la tarea de enseñarme
a leer y escribir»
(p. 21).
De manera que el papel de la madre en este asunto es, en nuestros memorialistas, más bien escaso.
¿Hasta qué punto influye la madre en las primeras lecturas de los memorialistas? Me ocuparé de este asunto hablando del tratamiento del tópico en general, es decir, resumiré lo que dicen los autores acerca de sus primeras lecturas, y no solo de las lecturas que realizaron por recomendación materna, porque me parece interesante dejar constancia de cuál era la moda literaria en el siglo XIX.
Raro es el memorialista que no dice haber sentido un placer especial con la lectura. Desde el que recuerda el inmenso placer infantil ante el relato de los cuentos de la abuela -como es el caso de Federico Rubio, hasta los que mencionan el primer libro que cayó en sus manos, o los que recuerdan la lectura de los libros «prohibido» a escondidas de familiares o profesores. La lectura de novelas, en horas robadas al estudio o al sueño, la lectura o práctica de la poesía, o el propio ensueño son formas de apropiación del espacio interior, recursos de los que se vale el adolescente para conquistar su vida privada.
Dejaré de lado las lecturas escolares y de los clásicos, es decir, los libros obligatorios (provenga la obligación de la escuela o de la imposición paterna). Simplemente quiero señalar que, entre las lecturas escolares, las más citadas por los memorialistas son el Bertoldo, el Juanito y El amigo de los niños; y entre los clásicos, el Quijote es el que se lleva la palma.
Me centraré
en las lecturas modernas a las que se refieren los escritores de
memorias. En general, los jóvenes del XIX eran, ante todo,
lectores de novelas. Me refiero a la lectura en solitario, ya que
la poesía solía ser saboreada en grupos de amigos o
en las tertulias de los salones de la buena sociedad, o en las
instituciones culturales, donde se recitaban poemas. El drama se
disfrutaba en los teatros. Las novelas modernas son, pues, las
lecturas que los jóvenes conseguían a escondidas de
maestros y padres, ya que generalmente eran reprobadas por los
moralistas por el grado de influencia que se le reconocía.
«Reconozco la influencia de la novela,
que puede ser luz o caos, germen de puros sentimiento»
,
le decía el obispo de Cuenca a Julio Nombela en 1866 (p.
681).
¿Qué novelas eran éstas y cómo las conseguían? Lo veremos por orden cronológico.
En la
década de 1820, como la literatura estaba de todo punto
abandonada, los editores se dedicaban, a falta de originales, a
«inundar el mercado con traducciones de
los extranjeros»
(Mesonero, p.
215)
. Los adolescentes de esos años se dedicaban con
ardor a la lectura de esas traducciones.
Esta moda sigue vigente casi toda la centuria. Así lo confiesan los memorialistas que empiezan a acceder a la lectura en los primeros años del triunfo del Romanticismo en España, como Zorrilla (nacido en 1817), Sanromá (1828), Federico Rubio (1827) y, un poco más tardíamente, Echegaray (1832) y Julio Nombela (1836).
A los años
33 y 34 se refiere Zorrilla cuando dice: «andaba yo siempre solo y desperdigado, leyendo
al sol, por los andurriales, a Walter Scott y a Fenimore
Cooper»
(1, p. 301); y un poco más adelante
añade: «mi constante lectura del
gran novelista inglés (Walter Scott) y su rival americano
Cooper y de la avenida romántica francesa hizo que llegara a
vivir en una excitación febril y en un aislamiento
semisalvaje que produjeron por fin la divagación diaria y el
sonambulismo nocturno»
(1, pp. 302-303)
En la
década de los 40 son las traducciones francesas las que
hacen furor entre los jóvenes. En el verano del 47, Julio
Nombela tenía diez años y aborrecía la
lectura, ¿Cómo logró aficionarse a ella? Fue
gracias a la intervención de una dama, una señora a
la que profesó un gran afecto el memorialista, «una gaditana de singular belleza, de
privilegiada inteligencia y de una gran cultura»
. Dicha
señora pensó que la imaginación del
niño requería manjares más suculentos de los
que le ofrecía su padre, así que le regaló un
ejemplar de El conde de Montecristo, de Dumas5.
La dama tuvo que indicar a su madre que el libro no tenía
nada de inmoral y que ella debería leerlo
también6.
El éxito fue rotundo. Tanto se enfrascó Nombela en la
lectura del famoso libro que pasaba las noches en claro,
dejó de asistir con puntualidad a la carpintería
donde estaba aprendiendo el oficio y hasta cayó enfermo de
exaltación y fiebre. Su madre no se atrevió a decir
al padre cuál había sido la causa de la enfermedad.
El adolescente vivía con los personajes de la novela, ideaba
situaciones análogas, analizaba los caracteres y los actos
que consideraba reales. En definitiva, en el mes que duró su
postración, mes de oscuridad y silencio, «germinó en mi espíritu la semilla
que, andando el tiempo, había de estimularme a escribir
novelas»
7.
A finales de la década del 40, durante sus años de carrera (de los 15 a los 20), Echegaray, después de estudiar las lecciones del día, se metía en la cama. Su madre le apagaba la luz, pero él la volvía a encender para emprenderla con las novelas que le apasionaban. Se trata de traducciones francesas principalmente: novelas de Dumas, padre, de Eugenio Sue, de Federico Soulié, de Bernard, de Balzac o de cualquier otro autor francés a la moda (1, p. 39).
A estos años también se refiere Joaquín Sanromá cuando habla de las novelas que leían los estudiantes en los años de la universidad:
(Sanromá, 1, 142-143) |
Los memorialistas que fueron adolescentes en los años 60, a la hora de recordar las lecturas atractivas, coinciden en que seguían siendo los folletines franceses las preferidas y que solían leerlos a escondidas de padres y maestros, quienes consideraban todavía que dichas lecturas eran perniciosas. Leen folletines de Dumas, de Sue; de Montepín y de Gaboriau -llenos de crímenes difíciles de descubrir y de detalles espeluznantes-. Pero ahora hay que añadir los folletines de los escritores españoles8.
Julio Nombela, escritor él mismo de novelas por entregas, es el autor que más información aporta acerca de este género, tan denostado y a la vez de tanto éxito9. Reivindica también la figura de tantos escritores que se ganaron la vida en este quehacer, pidiendo para ellos un lugar en la historia de nuestra literatura: Fernández y González10 y Pérez Escrich, a la cabeza, pero también: Ortega y Frías, Tarrago y Mateos, Pelayo del Castillo, Pedro Escamilla, García Cuevas, Martín Melgar y tantos otros.
Doña Emilia Pardo Bazán dice que a la edad de catorce años (1864) ya le estaba permitido leer de todo, solo estaban puestas en entredicho las obras de Dumas, Sue, Jorge Sand, Víctor Hugo y demás corifeos del romanticismo francés. Siempre que se nombraban delante de ella, era dado a entender que no había lectura más perniciosa para una señorita. De ninguna de ellas le dijeron tantas perversidades como de El judío errante.
El verano de ese
mismo año de 1864, a los doce años, es cuando
Ramón y Cajal se pone en contacto con lecturas «frívolas»
. A pesar de la
prohibición paterna, la madre consentía en dejar leer
a los chicos alguna novelilla romántica que guardaba en el
fondo del baúl desde sus tiempos de soltera: El
solitario del monte salvaje, La extranjera, La
caña de Balzac, Catalina Howard, Genoveva
de Brabante, entre otras más que no recuerda el autor
(p. 104). Un vecino suyo, confitero, gran lector y no lerdo,
guardaba en el desván, al lado de unos trastos viejos, una
variadísima colección de novelas. Allí se
coló el niño y tuvo ocasión de leer y
disfrutar el tan celebrado Conde de Montecristo y Los
tres Mosqueteros; amén de María o la hija de
un jornalero, Men Rodríguez de Sanabria, de
Fernández y González; Los Mártires,
Atala y Chactas y el René de
Chateaubriand11;
Graziella, de Lamartine12,
Nuestra Señora de París y Noventa y
tres de Víctor Hugo13;
Gil Blas de Santularia, de Le Sage; Los Viajes del
Capitán Cook, Robinson Crusoe14
y otros.
En la
década de los 70, años en que comienzan sus lecturas
Adolfo Posada y Unamuno, las novelas de éxito siguen siendo
las de Dumas y Sué, pero por esos años empieza a
estar de moda ya entre los adolescentes y jóvenes Julio
Verne. Así, Posada recuerda cómo en el puesto-tienda
de un personaje rechoncho, mozo de almacén -inspirador del
Tigre Juan de Pérez de Ayala-, leyó por
primera vez El judío errante. Unos años
más tarde, en las horas aburridas de las clases de la
Facultad, a escondidas del profesor, aprovechaba el tiempo, lo
mismo él que otros compañeros, para leer a
Espronceda, a Zorrilla, a Julio Verne, a Dumas o «a Eugenio Sue, ocultando el libro o el folleto
tras la espalda del condiscípulo delantero o en el embozo
del carrique»
(p. 66). Unamuno, a los ocho o diez
años (1872-74), suspendía el ánimo de sus
condiscípulos «con cuentos de tira
y afloja, eco de mis lecturas de Julio Verne15
y Mayne Reid»
(p. 26).
En conclusión, las referencias a la madre en las memorias españolas del siglo XIX son escasas, en general, si las comparamos con las memorias del siglo XX. A pesar de ello son las suficientes para que nos quede una imagen flotando en nuestro recuerdo: La madre afectuosa que prodiga al hijo ternezas dulcificando así la férula paterna; la madre recluida en el hogar que no participa mucho en las decisiones importantes de la vida del hijo. Pero, sobre todo, la madre lectora de novelones, que, lejos de prohibir al hijo su lectura -reprobada por la sociedad y por el padre- se convierte en su principal instigadora o, al menos, en cómplice del hijo en su pasión nocturna por devorar libros prohibidos, pero atractivos y apasionantes. La lectura de los folletines se convierte así en el veneno que los autores de memorias dicen haber bebido y que fue el causante de su pasión por la literatura.
Esta imagen quizás no sea nueva, pero las referencias que hemos aportado son documentos humanos, como dirían los naturalistas, que pueden contribuir a los estudios literarios del siglo XIX.
- ALCALÁ GALIANO, A. , Recuerdos de un anciano, Madrid, Imprenta Central, 1878. [Ed. cit. Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1955].
- MESONERO ROMANOS, R. de, «Memorias de un setentón», en La Ilustración Española y Americana, Madrid, de 1878 a 1879. [Ed. cit. Madrid, Tebas, 1975].
- ZORRILLA, J., «Recuerdos del tiempo viejo» en Los Lunes del Imparcial, Madrid, 18791880. [Ed. cit, Madrid, Publicaciones españolas, 1961].
- SANROMÁ, J. M.ª «Mis memorias», en la Revista contemporánea, Madrid, 1886-1887. [Ed. cit., 2 vols. Madrid, Tipografía de Manuel G. Hernández, 1887-1894].
- ALCALÁ GALIANO, A., Memorias de D. Antonio Alcalá Galiano, publicadas por su hijo, 2 vols., Madrid, Imprenta de E. Rubiños, 1886. [Ed. Cit, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, vols. 83 y 84, 1955].
- PARDO BAZÁN, E., «Apuntes autobiográficos», Prólogo de la primera edición de Los pazos de Ulloa, Barcelona, Daniel Cortezo, 1886. [Ed. cit. Obras completas, vol. 3, Madrid, Aguilar, 1973]
- RAMÓN Y CAJAL, S., Recuerdos de mi vida, Madrid, Imprenta de Fortanet, 1901. [Ed. cit. Mi infancia y juventud, Madrid, Espasa Calpe, 1989].
- NOMBELA, J., Impresiones y recuerdos de..., Madrid, Casa editorial de la Última Moda, 1909-1911. [Ed. Cit. Madrid, Tebas, 1976].
- UNAMUNO, M. de, Recuerdos de niñez y de mocedad, V. Suárez, Madrid, 1909. [Ed. cit. Madrid, Tebas, 1975].
- RUBIO, E., Mis maestros y mi educación. Memorias de niñez y de juventud, Madrid-Sevilla, 1912. [Ed. cit. Madrid, Tebas, 1977].
- POSADA, A., Fragmentos de mis memorias, inéditas hasta 1983. [Ed. cit. Oviedo, Universidad de Oviedo, 1983].
- BENJAMÍN, W. y otros, «Biografía y Autobiografías», Revista de Occidente, 74-75 (julio-agosto, 1987).
- CABALLÉ, A., «Memorias y autobiografías en España (siglos XIX y XX)», Suplementos Anthropos, (diciembre, 1991) 143-169.
- FERNÁNDEZ, J., «La novela familiar del autobiógrafo: Juan Goytisolo», Anthropos, 125, (diciembre, 1991), 2-4.
- MATEOS, A., Memorias del siglo XIX (1875-1914) como fuente de información lingüística y literaria. Tesis doctoral, leída en la Universidad de Barcelona en 1993 y publicada en microfichas por Publicacions de la Universitat de Barcelona, 1994.
- MONTESINOS, J. R, Introducción a una historia de la novela en España en el siglo XIX. Seguida del esbozo de una bibliografía española de traducciones de novelas (1800-1850), Madrid, Castalia, 1960.
- Pérez Galdós, B., Episodios Nacionales, Madrid, Aguilar, 1971.
- SERRANO SANZ, M., Autobiografías y Memorias, Madrid, Nueva Biblioteca de Autores Españoles, 2, 1905.