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De «Amalia» a «Santa»: una tipología de la mujer en la novela costumbrista-romántica hispanoamericana

Giuseppe Bellini


Universidad de Milán



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La novela costumbrista-romántica hispanoamericana -así la defino, pues dentro del romanticismo entra profundamente en Hispanoamérica el costumbrismo- rebosa en nombres femeninos. Una serie numerosa de heroínas llena los títulos de las novelas y cuando no aparecen en los títulos, mujeres son las reales protagonistas de muchas de ellas. Así que el fenómeno, si tiene difusión en Europa, no deja de llamar la atención en Hispanoamérica por la abundancia de su repetición.

Varias son las direcciones hacia las cuales la novela costumbrista-romántica se encamina en la América recién llegada a su independencia. Hay novelas históricas y novelas sentimentales, sobre todo. Y cuando el realismo y el naturalismo se manifiestan, están muy lejos de renunciar a rasgos de tipo netamente costumbrista-romántico.

Atalá y René produce por germinación casi inmediata una serie de novelas a veces de gran refinamiento sentimental, como María de Jorge Isaac. El tema novelesco-histórico desarrollado por Walter Scoot es el humus sobre el cual crece abundantemente la novela que se dedica a la historia americana del momento. Las luchas por la libertad, contra el personalismo y la dictadura, originan novelas políticas de notable significado. Es el caso de Amalia del argentino José Mármol. Al anhelo hacia la libertad se junta con cierta frecuencia una aspiración no tanto a cambiar la situación social, como a defender ciertos estratos marginados de la sociedad. El tema indianista se afirma en novelas de no mucho valor, pero de intensa participación sentimental. La atención hacia el mundo americano es la gran conquista. La naturaleza entra dominante en muchas novelas, no solamente en María, rescatándose de la imitación europea. El costumbrismo se alía con el realismo. «Color local, sentimentalismo, aventuras, idealización -escribe exactamente Fernando Alegría-, contribuyen en diferentes medidas y matices a forjar la novela romántica hispanoamericana que llega a su más amplio período de difusión a mediados del siglo XIX -acaso más cerca del último tercio del siglo, al umbral de la moda realista y naturalista- y que cuenta con sus más numerosos y aplicados intérpretes, aunque sus figuras geniales pertenezcan a Colombia, a la Argentina y, si hemos de tomar por romántico a Alberto Blest Gana, a Chile»1.

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No me demoraré más en el asunto y pasaré directamente al tema que entiendo desarrollar aquí, o sea, cómo representa, interpreta, ve, el novelista costumbrista-romántico, o algunos novelistas de la corriente, a la mujer en su obra.

La primera novela interesante que se nos presenta, con protagonista femenino a partir del título, es la del argentino José Mármol: Amalia2. La mujer de este nombre es el centro de atracción, pero no el solo. En realidad las mujeres luminosas, digamos así, son tres: Amalia, Florencia, y en segundo término Manuela, hija del «Restaurador», Juan Manuel de Rosas, contra el cual va el odio encarnizado del autor, uno de los proscritos. En un sector menos atractivo hay otras mujeres: la endemoniada María Josefa y por contraste la hermana del jefe, doña Agustina, esposa del general Mansilla, de una belleza estatuaria, a la que el galante escritor rinde homenaje: mujer de veinticinco años, rebosando salud y belleza, cutis «color de leche y rosa», una «flor del Plata» que «ostentaba la lozanía de su primera aurora», encantamiento para las miradas de hombres y mujeres, que «no podían señalar otro defecto» en ella, «sino que sus brazos eran algo más gruesos de lo que debían ser, y no bien redonda su cintura»3.

Por pertenecer al bando de los réprobos no podía ir exenta de algún defectillo doña Agustina, debemos concedérselo al patriota. Que sin embargo describe con simpatía hasta a la hija de Rosas, doña Manuela, una víctima en manos de un padre violento y vulgar, que sin embargo ella respeta y ama del debido amor filial: un ángel frente al demonio, un ser en el cual la vida «vive más en el espíritu que en el cuerpo» y «a cuyo lado los hombres tienen menos prudencia que amor, y más placer que entusiasmo»4. Con una curiosa observación del escritor en torno a las mujeres «delgadas, pálidas, de forma ligeramente pronunciada y de temperamento nervioso», las cuales «poseen cierto secreto de voluptuosidad instintiva que impresiona fácilmente la sangre y la imaginación de los hombres; en contrario de esa impresión puramente espiritual que reciben de las mujeres en quienes su tez blanca y rosada, sus ojos tranquilos y su fisonomía cándida revelan cierta lasitud de espíritu, por la cual los profanos las llaman indiferentes, y los poetas, ángeles»5.

No cabe duda, el ideal femenino de José Mármol es esta última mujer, una mujer en la que vive el secreto, que nada tiene que ver con la pasión, donde todo es compostura, razón y espíritu. Gran ejemplo Florencia, y aún más Amalia, flores femeninas del bando unitario. La primera, fina y bella, carácter impulsivo, con sus   —37→   celos y su amor, queda bastante lejos de Amalia. Dos bellezas diferentes, dos caracteres que a pesar de todo poco se parecen. Florencia es una mujer románticamente incapaz de decisiones fuertes, mientras que Amalia, a pesar de su condición intensamente femenina, es mujer que sabe dominar la situación y tiene, además de la dignidad de su rango, arrojo, inteligencia, capacidad de juicio. Hay que tener en cuenta la diferente experiencia vital de las dos mujeres. Florencia es una moza en su primer, agitado, definitivo y trágico amor; Amalia, aunque joven, ha pasado ya por una romántica sucesión de desgracias: muere su padre, muere su primer marido que la amaba paternalmente, «como su esposa, como su hermana, como su hija»6, al año de haberse casado con ella. Tres meses después muere su madre y comprendemos bien cómo la joven objeto de tantos infortunios se hunda en la melancolía, se reconcentre en sí misma, pero joven y rica, dispuesta en breve a cultivar otras ilusiones, a enamorarse perdidamente, aunque siempre con cierto temor a la desgracia, que puntualmente se verifica.

Amalia es la reina del mundo en que Mármol ha ambientado su novela. Vive en una casa espléndida, rica en adornos, resplandeciente de luces: «Los pebeteros de oro -preciosismo ya modernista, se diría-, colocados sobre las rinconeras, exhalaban el perfume suave de las pastillas de Chile que estaban consumiendo; y los jilgueros, saltando en los alambres dorados que los aprisionaban, hacían oír esa música vibrante y caprichosa con que esos tenores de la grande ópera de la Naturaleza hacen alarde del poder pulmonar de su pequeña y sensible organización». Luz y canto, «son et lumière», diríamos, y en medio de tanto refinamiento una criatura de veinte y dos años, «en cuya hermosura la Naturaleza había agotado sus tesoros de perfecciones, y en cuyo semblante perfilado y bello, bañado de una palidez ligerísima, matizada con un tenue rosado en el centro de sus mejillas, se dibujaba la expresión melancólica y dulce de una organización amorosamente sensible»7.

El entusiasmo del narrador se hace pesado hacia el final, por exceso de descripción. Pero José Mármol es un adorador de la mujer, no sólo como espíritu, sino como realidad concreta. Un permanente, leve erotismo se insinúa en sus descripciones, siempre insistidas, de la mujer. Amalia es una belleza atractiva también desde el punto de vista sexual. El perfume que, con un leve movimiento, exhala de su pecho, embriaga; la morosidad con que la bella se deja peinar los cabellos por una camarista niña, que parece adorarla, la transforma en una mujer de gran sensualidad; el abandono con que está sentada en un sillón de damasco, frente a un espejo, la transforma en objeto pecaminoso, así como la alusión a sus brazos desnudos: una   —38→   Lucrecia de la antigua Roma, escribe Mármol, una Cleopatra que esclaviza a Antonio8. Su «resplandor celestial»9 desaparece frente a la «diosa». Rubén Darío y Pièrre Louys ya se anuncian tempranísimamente en estas páginas del escritor argentino, quien nos explica que «En la mujer, los encantos físicos dan resplandor, colorido, vida a las bellezas y gracias de su espíritu; y las riquezas de éste a su vez dan valor a los encantos materiales que la hermosean. Y es de esta unión armónica del alma y los sentidos, que resalta siempre la perfección de una mujer, ante quien los sentidos entonces dejan de ser audaces por respeto a su alma, y el amor deja de ser una espiritualización extravagante por respeto a la belleza material que lo fomenta, si no precisamente lo origina»10.

Recuperarse es forzoso, pero tanto discurso no elimina la impresión que el lector se lleva, por otra parte positiva, de que a Mármol no le interesaba tanto el espíritu como el cuerpo; la belleza de la cara, sí, pero con atención a los hombros, al pie, ciertamente, pero también a los secretos divisados a través de la breve apertura del escote.

Novela-río esta Amalia, de final más que trágico, con sangre y muerte, cuchilladas y puñaladas, al estilo del drama más romántico. De ella se han dado los peores juicios, pero volver a leerla entretiene, interesa por el sinnúmero de lances. Saltando ágilmente las partes más pesadas, las muchas documentaciones, hasta uno llega a divertirse. Hay personajes logrados, soltura en la narración, habilidad «folletinesca» en el desarrollo que, como observa Teodosio Fernández11, «conserva atractiva» la novela hasta para el lector moderno, y mucho se aprende del Buenos Aires de entonces, de sus costumbres y su vivir cotidiano.

La expresión más relevante de la novela costumbrista-romántica suele indicarse en María (1857), del colombiano Jorge Isaacs. Su fama no ha decaído con el transcurso del tiempo, antes, todo lo contrario: a pesar de que la sensibilidad del lector ha cambiado radicalmente, la novela mantiene intacto su atractivo poético, como lo mantienen el Werter o el Jacopo Ortis. El autor, enamorado de su tierra, levanta en María un monumento de valor artístico insuperable a la naturaleza de Colombia, nos pinta una existencia rural de idealizada belleza, paternalismo y armonía, bañada en lágrimas de ternura y dolor, mundo que el lector de hoy ve como evocación idealizada, pero que acepta como posible por su valencia poética. Ámbito vital de los   —39→   abuelos, que también idealizamos en la distancia temporal, frente a la cruda realidad de nuestros días.

En la obra de Isaacs se pueden detectar todas las características de la novela costumbrista-romántica: la descripción del ambiente, la caracterización costumbrista de cosas y personajes, el subjetivismo, el dominio del sentimiento, la ternura, el lirismo, el presentimiento, la fatalidad, la muerte, todo absorbido, es cierto, de modelos europeos, como Atala et René, Paul et Virginie, el Werther, la poesía de Byron, textos y autores que transparentemente asoman a través del libro, pero asumidos con una sensibilidad propia.

Se ha insistido en que la protagonista, María, «proviene principalmente de la tradición literaria» y que, frente a Efraín, su enamorado, personalidad «completa», que presenta virtudes y defectos, su perfección «le quita un poco de calor humano»12. Ciertamente la mujer «pertenece a una larga serie de heroínas literarias» y esto «hace difícil que se escape a la clasificación de un tipo, en vez de ser un carácter de personalidad propia», pero hay que reconocer que el autor en su caracterización «ha logrado un notable éxito»13.

María es el tipo de mujer ideal como lo soñaba el hombre de cierto mundo costumbrista-romántico, dominado por la sensibilidad y el lirismo: bella, inocente y pura, ingenua en sus sentimientos, de acuerdo con la «ingenuidad» del paisaje patriarcal, perseguida por la fatalidad, víctima predestinada desde sus orígenes, que consumiría un sentimiento purísimo de imposible realización y moriría más que por la enfermedad, por la melancolía de una ausencia. Mujer conforme a la concepción cristiana de la virgen, destinada a ser esposa ejemplar, exaltada en sus dotes de inocencia y hermosura, de bondad y honesta pasión, expresión de un amor puro, no contaminado por el erotismo.

En la novela, más que los acontecimientos vive la emoción. Frente a este tipo de mujer el hombre es natural que sienta su indignidad; «Considéreme indigno de poseer tanta belleza, tanta inocencia», confiesa Efraín. Entre el hombre y la mujer existe una diferencia fundamental en cuanto a pasión: mientras María queda incontaminada, Efraín experimenta visiblemente un transporte erótico cuando se encuentra frente a ella, divisa su pie o roza su mano; la pasión lo domina desde el comienzo: «En pie yo, devorándola mis miradas, tal vez oprimí demasiado entre mis manos las suyas, quizá mis labios la llamaron»14.

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Lo literario del primer encuentro, inspirado en Atala -«Era tan bella como la creación del poeta, y yo la amaba con el amor que él imaginó. Nos dirigimos en silencio y lentamente hasta la casa. ¡Ay!, mi alma y la de María no sólo estaban conmovidas por aquella lectura, estaban abrumadas por el presentimiento»15-, dura poco en el joven; María, al contrario, queda siempre exenta de todo lo que no es puro amor.

Perfectamente en armonía con la belleza lírica del paisaje, más parece Efraín quien desentona, por ser el que se atreve a flor tan delicada, capaz sólo de un único amor en su vida. El lector tiene la impresión de estar frente a una mujer-sueño, a una realidad que se esfuma en la transparencia, que se realiza sólo en el desenlace fatal, anunciado desde el comienzo por un pájaro negro de mal agüero. La irrealidad es su realidad. Y es este ser irreal, al fin y al cabo, a quien busca y llora el amante desesperado, regresado tardíamente al ambiente ya solitario y muerto donde la mujer vivía. Con la desaparición de María todo ha cambiado. La tristeza ha sucedido a la alegría, la muerte a la vida. Nuevamente el ave negra revolotea sobre la cabeza del joven «con un graznido siniestro y conocido», empujándole hacia la soledad, hacia lo obscuro: «Estremecido, partí al galope -nos dice- por en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche»16.

Historia desesperada que, según se ha dicho acertadamente, «se enlaza tan sutil y esencialmente al clima poético de la prosa de Isaacs, que resulta imposible individualizarla sin caer en lo trivial y hasta en lo absurdo»17. Frente a la triunfante belleza de Amalia una belleza transparente, frente a la vitalidad de la mujer de Mármol la delicada flor de Jorge Isaacs.

Ante estas dos mujeres otro carácter femenino original: lo representa Clemencia (1869), del mexicano Ignacio Manuel Altamirano. La novela es considerada una de las obras más relevantes del romanticismo costumbrista hispanoamericano, a pesar de su inevitable artificio y su retórica. Para gustar de la novela hay que aceptar todo esto; el lector entonces «no tarda en reconocer la magia folletinesca» de su autor, «su admirable don de apasionar con su encantamiento de aventuras y conflictos sentimentales»18, la belleza de sus descripciones de tipos y paisajes.

El telón de fondo de Clemencia es el clima de guerra que vive la nación mexicana a fines de 1863, «año desgraciado»19 en que el ejército francés ocupa a México, se apodera de Morelia y Querétaro, el ejército nacional se retira a Michoacán, evacúa Guanajuato   —41→   y el gobierno se refugia en Saltillo. No insistiré en detalles históricos: lo que me interesa es el carácter de la protagonista, que se evidencia a través de contrastes.

Las mujeres son dos, como dos son los jóvenes oficiales protagonistas de esta historia de amor-traición-muerte. Porque en ella pasa todo esto: contrastes de amor, traiciones a la patria, muerte del inocente, como sucede en una típica narración romántica, cuando el elemento amoroso se mezcla con el elemento histórico. Ya lo había hecho, entre otros, el chileno Alberto Blest Gana en sus «episodios nacionales»20, especialmente en Martín Rivas (1862) y Durante la Reconquista (1897).

En Clemencia las dos mujeres y los dos hombres contrastan entre sí. Los une la amistad, los divide el amor. Pero hay más: los hombres los divide un distinto sentido de la patria y del honor, así como, por contraste, los distingue el aspecto: bello y elegante el uno, raro y de carácter cerrado el otro; el primero fácil enamorador de muchachas, el otro reservado, ingenuo y tímido. El primero será quien enamorará a Clemencia, a quien también quiere, sin declararse, el segundo.

Las dos mujeres son «jóvenes gallardas y majestuosas como dos reinas». Clemencia es «hermosa como un ángel», extraordinariamente atractiva: «Rubia, de grandes ojos azules, de tez blanca y sonrosada, y alta y esbelta como un junco, esta joven era una aparición celestial»21. Joven y bella, rica y caprichosa, Clemencia es naturalmente egoísta, tipo bien afirmado de mujer en la novela costumbrista-romántica. Recordemos de nuevo a Eleonor de Martín Rivas, bella y joven representante de la burguesía que acababa de afirmarse con los negocios en Santiago de Chile a comienzos de la independencia. La muchacha vive en una casa ricamente adornada, transcurre su tiempo sin hacer nada, rodeada de lujo, «como un brillante entre el oro y pedrería de un rico aderezo»22. Es más bien un bello objeto que una persona, hasta el momento en que, por fin, se enamora y es cuando se transforma en mujer responsable.

A Clemencia no le pasa nada de todo esto. Como muchas jóvenes de su clase «era mujer de imaginación exaltada y ardiente», «orgullosa y dominadora, sabía disimular sus inclinaciones», era «coqueta [...] y gustaba de avasallar a todo el mundo»23, un tipo totalmente negativo. A través de Clemencia, Altamirano hace una crítica durísima a las mujeres de la clase alta, superficiales y despreocupadas por los destinos del país. Preocupado por el futuro de una sociedad en transformación y frente a situaciones históricas de gran responsabilidad el escritor reprocha a la   —42→   mujer de la clase pudiente falta de sensibilidad y responsabilidad. Es como si Clemencia viviera en un mundo sin contactos con la realidad, dedicada al juego erótico, un erotismo sin complicaciones, se entiende, mientras el país está a punto de irse a pique. Lo que más la preocupa es su enamorado. Por él está dispuesta a todo, hasta se niega a aceptar la verdad, su condición de traidor en favor de los franceses. Como siempre hay un amigo fiel hasta en las peores situaciones, un inocente dispuesto a pagar por la amistad: el enamorado infeliz, Valle, quien después de haber denunciado la traición de Flórez, en nombre de la amistad le salva la vida facilitándole la fuga, dispuesto a morir en su lugar. ¡Felices tiempos andados!

Es cuando Clemencia parece despertar de su obstinada pasión. Sobre el cadáver del fusilado inocente exclama: «A ti era a quien debería haber amado», «y cayó sobre sus almohadas deshecha en llanto»24. Doblemente trágico final, imprescindible en una novela romántica, con el detalle no menos ritual del mechón de cabellos del difunto, objeto de veneración y lágrimas de la mujer finalmente desengañada, y una tranquilizadora fe en que desde el cielo el difunto haya perdonado. Lágrimas y lágrimas y a continuación el ritual viaje-distracción: «Algunos meses hace que partió para Francia»25. Amor y caprichos de ricos, diversiones de pudientes.

Mi exposición parcial, ha dejado forzosamente atrás otros aspectos artísticamente valiosos de la novela. Escribe un crítico, acercando nuestro novelista a Rulfo: «Vale destacar la gran maestría para dibujar en detalle objetos y paisajes [...]. Como ocurre con Juan Rulfo, el lector palpa el polvo de los caminos, siente la lluvia e incluso asiste a la fatiga sudorosa del caballo donde Valle recorre el follaje de la guerra, animado por el amor. Se observa aquí la savia narrativa que une a ambos autores: una gran simbiosis con la nación de su tiempo»26. «Cruza envuelto en la hermosa bandera mexicana el mar perpetuamente inalterable...», lo incitará al comentar su muerte Manuel Gutiérrez Nájera27.

No seguiré adelante con estas novelas costumbrista-románticas de nombres femeninos. La tipología de la mujer de la época me parece clara en las obras examinadas. El narrador refleja en la visión que de ella nos da, como es natural, la situación histórica y social de su país. Mármol, luchador por la libertad contra la tiranía de Rosas, nos presenta en Amalia a una mujer capaz de luchar no solamente por el amor, sino por la patria. La situación política se impone hasta sobre el amor, mientras   —43→   que en María Isaacs nos presenta el ideal de una mujer bella, inocente y frágil, metida en un marco patriarcal, lejos del mundanal ruido, se diría, como lo estaba en aquel entonces la nación colombiana, Altamirano en Clemencia nos ofrece el ejemplo del capricho y de la falta de participación a la historia de su país de parte de una mujer que pertenece a un mundo conservador ya fuera de la historia, pues no ha comprendido ni aceptado la lucha revolucionaria.

El camino hacia otro tipo de enfoque de la visión relativa a la mujer está abierto. En breve el real-naturalismo que dominará la narrativa hispanoamericana nos dará en Santa de Gamboa, siguiendo el modelo de Nana de Zola, pero sin la habilidad de éste ni la sinceridad de su compromiso social, la imagen de una mujer destinada -según los tópicos de la época- irremediablemente a claudicar, debido a su bajo origen, y a perderse moral y físicamente por las leyes de la herencia28.

Seguirán en la novela hispanoamericana otros títulos numerosos de mujeres: desde Nacha Regules hasta Doña Bárbara, Baldomera y Eréndira, confirmando el interés del narrador hacia el siempre atractivo misterio femenino, que se esfuerza en penetrar.





 
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