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Cuculcán, «lo amarillo y la flor»1

Cristina Fiallega

La impresión que se desprende de la lectura de Cuculcán, la última del primer volumen de Leyendas de Guatemala2 es la de encontrarnos casi por fuerza en el rol de espectadores. Resulta claro que al escribirla Miguel Ángel Asturias, más que narrar una leyenda, estaba materializando, por medio de la representación, la hermética cosmogonía del Popol Vuh3 donde ya por su misma naturaleza los elementos ahí presentes -personajes, animales, objetos, luz y color- no son lo que parecen, sino que representan una entidad diferente o superior de la que, como los símbolos, conservan solo algunas de sus características4.

Cuculcán es pues la representación concreta de una representación abstracta y por ello la semiótica teatral se nos propone como la mejor vía de aproximación al texto asturiano. La leyenda, de hecho, morfológicamente es más una piece que una narración pues en ella confluye un enorme aparato de signos que comprende pero no privilegia los lingüísticos y que, en cambio, pertenece casi por completo a la deixis paralingüística del propium teatral: escenografía, vestuario, objetos, mímica, gestualidad y entonación5.

El uso del código teatral en lugar del narrativo es una elección que podría haber resultado aún más eficaz si Asturias hubiera pensado en la puesta en escena, pero si al escribir Cuculcán deseaba solo narrar, o mejor, recrear una leyenda cabría preguntarse por qué ha elegido esta forma audiovisual.

Nuestra hipótesis es que el Maestro por una parte haya querido restituir Kukulcán6 a su primigenia concepción pictográfica y, por la otra, que el autor, consciente de la importancia que el símbolo y el color tienen en la tradición maya-quiché, haya decidido utilizar estos elementos deícticoprosémicos7 porque los consideró los más eficaces para evocar y hacer evocar la metafísica de la creación según la tradición de sus antepasados.

Por ello en las páginas que siguen trataremos de evidenciar la función semántica de dichos elementos en la leyenda asturiana.

Jansen8 propone como unidad mínima de análisis para la aproximación al texto dramático (T. D.)9 la escena o situación, puesto que constituye ya un todo coherente e indivisible. Nosotros hemos seguido como «base» de lectura la «cortina», que es el nombre que el autor da a las partes que integran la pieza, porque nuestro interés se encuentra focalizado únicamente sobre algunos de los signos que intervienen en esta narración sui generis de la leyenda de Cuculcán.

Pero antes de empezar el comentario creemos oportuno reconstruir a grandes líneas la historia que hemos leído en la leyenda asturiana: Cuculcán, el Sol, es el creador de los días y las noches. Sin embargo, el pasar del tiempo es ilusorio y aparente como la misma existencia pues, de hecho, el Sol gira sobre sí mismo mientras la realidad se mantiene inalterada. Este es el secreto del Sol que solo conoce el Guacamayo y que llegan a conocer las doncellas que pasan la noche con Cuculcán. Pero ellas no lo podrán comunicar pues el amante las transformará en flores, o pájaros, antes del amanecer. Yaí, la doncella elegida para la segunda noche del relato, conoce el secreto que le ha revelado el guacamayo y durante la noche disuade al Sol de continuar con una ficción que no conduce a nada. La leyenda termina cuando el último rayo de Sol, Chinchibirín, en búsqueda de Yaí ahora Flor Amarilla, muere haciendo nacer la Luna.

Como se recordará Cuculcán está estructurada en nueve cortinas: tres amarillas, tres rojas y tres negras, correspondientes respectivamente a tres mañanas, tres tardes y tres noches. Es decir, que el tiempo de la acción es de tres días. Tres días actualizados en el tiempo presente de la representación la cual, a su vez, contiene la totalidad del devenir del universo. No queremos dejar pasar inadvertida la recurrente presencia en la estructura misma de la leyenda de los números tres y nueve que la colocan en la dimensión mágica del mundo.

Durante nuestro recorrido a través de las nueve cortinas de Cuculcán observaremos primero los elementos prosémicos de mayor importancia semántica y enseguida, con el mismo criterio, algunos elementos deícticos.

Las cortinas están presentes a lo largo de toda la «representación» y, naturalmente, no son el telón que cubre el escenario, sino que constituyen toda la escenografía frente a la cual se sitúan los actores y suceden las acciones. En algunas ocasiones son como el fondo de color sobre el cual se pinta un cuadro, en otras, acompañan las acciones de los protagonistas y, aún más, en otras llegan a ser personajes ellas mismas.

Además, el cambio de la cortina amarilla a la roja y de esta a la negra, que vuelve a la amarilla, no solo tiene la función semántica de enfatizar el transcurrir circular del tiempo sino que conlleva la función prosémica de iluminar y oscurecer el escenario sin necesidad de recurrir a las luces.

La primera cortina amarilla, de la mañana, tiene la función de amplificar la figura de Cuculcán. El amarillo que parte del rostro enmascarado del Sol se proyecta «amarillando» todo cuando lo rodea:

«[...] Cuculcán amarillo, cara y manos amarillas, cabellos amarillos, zancos amarillos, calzas amarillas, traje amarillo, máscara amarilla, plumas amarillas, brazaletes amarillos, frente a la cortina amarilla, color de la mañana».


Aquí, además, la cortina amarilla destaca la estaticidad y monotonía de la realidad existente que contrasta con la figura polícroma del Guacamayo quien, como el hombre, se rebela al inexorable paso del tiempo.

La primera cortina roja, por su parte, representa el crepúsculo ensangrentado, y no solo metafóricamente, pues la sangre de las víctimas sacrificadas al Sol tiñe de rojo la lucha entre la luz y las tinieblas y humaniza la cortina que se ha convertido en el blanco de las flechas de Cuculcán:

«[...] La cortina se lamenta como herida de muerte cada vez que la toca una flecha [...] a medida que la lucha arrecia [...] la cortina de la tarde que se desgarra en gritos humanos».


Así pues, la cortina ha dejado de ser fondo o escenografía para convertirse en personaje.

La primera cortina negra es, sobre todo, un fondo de tinieblas al descanso de Cuculcán:

«[...] Cuculcán, se tiende junto a la cortina de la noche sobre un lecho de penumbras apaciguadas».


A la mañana siguiente, la segunda cortina amarilla se substituye a Cuculcán y asume el rol de altar ante el cual Chinchibirín realiza una mágica ceremonia que al final dará origen a la Luna.

Durante el segundo atardecer, la cortina roja abandona su papel de personaje y regresa a su función de fondo para el campo de la batalla que está por volver a empezar. Tanto en la segunda noche como por todo el tercer día las cortinas cumplen una función prevalentemente escenográfica.

El vestuario comparte el cometido de las cortinas y del color puesto que sirve o para anular, mimetizando, a los personajes que aparecen vestidos del mismo color de las cortinas o para hacerlos destacar vistiéndolos de otros colores. Recordemos, de la primera mañana, el caso de Chinchibirín que «viste todo de amarillo como Cuculcán» y del Guacamayo que, en cambio está vestido con «un plumaje de todos los colores».

Como el color de las cortinas también los trajes de Cuculcán cambian con el pasar de las horas:

«Cuculcán se desviste del amarillo de la mañana con movimientos sacerdotales. [...] Cuculcán va desvistiéndose deja caer la máscara, el carcaj, las calzas y los atavíos rojos [...] manos de mujeres le visten de negro en medio de una danza de reverencias».


Como puede apreciarse a la funcionalidad prosémica del vestuario se une el núcleo semántico de la ilusión aparencial. El Sol es amarillo pero también rojo; es un dios, un sacerdote pero también un guerrero y amante temeroso. Los colores de la mañana y de la tarde no existen pues en realidad son únicamente un reflejo del vestido de Cuculcán.

Los colores funcionan como núcleos productores de significado ya que sus atributos se extienden, como acabamos de ver, a todos los objetos que con el color adquieren una connotación específica. En este caso, el rojo y el amarillo que representan la mañana y la tarde conservan casi íntegramente el valor simbólico que la tradición occidental les atribuye: amarillo = sol, calor, plenitud, serenidad; rojo = batalla, sangre, agonía. Menos evidente el significado del negro pues aunque no excluye el luto hace resaltar más lo misterioso y enigmático, contexto en el que se coloca a la mujer y el amor:

«[...] Y otros de cabellos sueltos con estrellas en la noche de sus cabelleras le atavían con brazaletes, sartales y aretes de piedra de tiniebla [mientras más adelante] al fondo, los cuerpos de los amantes felices al pie de la cortina negra...».


Aunque mucho se ha hablado del «colorismo» en el estilo asturiano no huelga recordar, que los colores convergen a su producción de varias fuentes: la de la naturaleza de esa que, en alguna ocasión, él llamó su «Guatemala de colores»; de la tradición pictográfica de los antiguos mayas; de las corrientes literarias que a partir del Azul del Modernismo se colorearon para volverse multicolores.

Los objetos que en muchas obras teatrales son únicamente un complemento de la escenografía aquí tienen siempre una función particular ya sea prosémica, como en el caso de los zancos de Cuculcán que lo hacen aparecer «en alto» durante la cortina amarilla, o semántica como los objetos que Chinchibirín usa en la ceremonia en honor del Sol:

«Saca de su pecho un paño amarillo, redondo, en forma de luna llena [...] sobre él coloca en círculo pepitas de oro, chayes de vidrio amarillo y pedazos de copal que, después de masticarlos durante la ceremonia, quema en un pequeño brasero...».


Estos, son únicamente dos ejemplos pues en el Cuculcán asturiano el empleo de esa clase de recursos es constante, basta recordar el arco y la flecha de Cuculcán y Chinchibirín; las pieles de fieras sobre las que duermen el Sol y sus amantes y los tambores e instrumentos musicales que acompañan gran parte de las acciones dramáticas.

La luz y la música son los últimos dos elementos prosémicos que tomaremos en consideración. Ambas, como en todas las puestas en escena, desempeñan un papel de primer orden pues enfatizan o minimizan la acción sobre el escenario y crean determinadas atmósferas y ambientes, veamos pues un ejemplo de cada uno de ellos:

«Ritmo de danza guerrera. [...] El tún acompaña el combate, madera de tronco hueco que a cada golpe se oye más cerca, cáscara y metal, cadencia que va cobrando brillo a medida que la lucha arrecia...

La tiniebla suavemente teñida de luz de luciérnaga, luz anterior a la luz de la luna, por el resplandor de la concha dorada de Tortuga con Flecos».


Antes de abandonar el argumento queremos recordar la presencia «musical» de los diálogos cuando estos reproducen onomatopéyicamente el idioma de los animales:

«GUACAMAYO.-¿Cuác... Cuác?

TORTOLITAS.-¡Cú...! Cú!

COYOTES.-¡Aú... úúy... úúy...!».


La presencia de los actores en el espacio escénico actualiza los diálogos, mientras su actuación los semantiza mediante elementos referenciales que, aunque no forman parte ni de la escenografía, ni de la puesta en escena son, sin lugar a dudas, los de mayor importancia en el arte teatral. De hecho, mientras una escenografía sin actores es solamente una escenografía y no teatro, un actor que gesticula o mima, aun sin diálogos, ni vestuario, ni escenografía, es teatro.

Por ello de la gran cantidad de deícticos existentes ahora nos referiremos exclusivamente a la gestualidad y a la mímica de Cuculcán.

La gestualidad y la mímica atraviesa de un lado a otro el texto asturiano mediante el constante movimiento, que ondulante como el de las doncellas de la noche, avanza y retrocede aumentando la sensación de ballet que permea toda la representación. De hecho, los actores, independientemente de que sean o no protagonistas, actúan siempre enfatizando los movimientos y los gestos. Los chupamieles se mueven con tal rapidez que hacen confundir sus colores, mientras los juegos de las tortugas nocturnas se convierten en estruendo por el chocar de sus conchas.

Sin embargo, son los gestos y los movimientos de los principales personajes, Cuculcán, Guacamayo, Yaí y Chinchibirín, los que nos comunican el conflicto existencial que se esconde tras la apariencia de esta «leyenda».

La presencia imponente y totalitaria de Cuculcán en la primera cortina disminuye paulatinamente hasta convertirse en ausencia en las últimas tres. A este desvanecerse de la deidad corresponde un aumento de la gestualidad, como si el movimiento fuera la mejor arma de defensa. Así, si en la primera escena la mímica del protagonista es hierática y solemne -sin bajarse de los zancos repite con altanería: «Soy como el Sol»- en las cortinas rojas, después de haberse desvestido «con movimientos sacerdotales» baila con Chinchibirín mientras disparan sus flechas. Por último, cuando Yaí le echa en cara la falsedad del mundo circundante el Sol:

«Al oír la palabra Girasol, empieza a dar vueltas como un derviche turnante».


Por su parte el Guacamayo no deja de moverse nerviosamente durante los dos primeros días, ya sea cuando se encuentra ante Cuculcán ya sea cuando trata de convencer a Yaí y a todos los habitantes del lugar de que todo lo que los rodea es solo sueño y apariencia. Durante la primera cortina amarilla una vez que ha reprochado a Cuculcán su incapacidad de volver hacia atrás mientras repite: «de la mañana a la tarde, de la tarde a la noche, de la noche a la mañana» el Guacamayo:

«Cada vez más ligero y enredado, dando vueltas, en contraste su cuerpo pesado y su alegría infantil».


Obsérvese cómo el lento movimiento, de colores, se pone casi como contrapunto visual al rápido girar luminoso del Sol.

Yaí la doncella que nos hace evocar la fuerza de las mujeres bíblicas y la inteligencia de Sherezada cuando conoce el secreto del Sol reacciona violentamente, mientras que cuando trata de convencer a Cuculcán de que suspenda el falso transcurrir del tiempo utiliza los gestos de ternura de una enamorada:

«Corre de un lado a otro, ríe con las mandíbulas casi trabadas, y se sacude, víctima de un ataque nervioso [...] empieza a acariciarle los cabellos leonados».


Chinchibirín que es «como una llama que el aire lleva» mantiene durante toda la representación, exceptuando las dos primeras noches, su rítmico saltar. Sin embargo, durante el último día, cuando Flor Amarilla (Yaí) y el Sol han desaparecido es precisamente la mímica de Chinchibirín la que subraya la «tragicidad» de la escena final:

«Es ligero como una llama. Casi no toca el suelo. [...] Un salto, otro salto, otro salto. [...] No salta. Camina como enterrando los pies en suelo. Pesa al andar. Se da cuenta y le cuesta arrancar los pies. [...] Se rasga en la prisa de hacerlo pronto, y de su pecho saca la Luna. Un círculo dorado que prende en la cortina negra. Cae. No se mueve más».


Así pues el sacrificio del último rayo del Sol salva la tierra de las tinieblas regalándole la Luna. Con esta poética nota de esperanza termina nuestro recorrido a través del Cuculcán de Miguel Ángel Asturias. Sin embargo antes de abandonar el texto deseamos hacer:

Tres consideraciones finales. La primera es que después de lo que hemos observado no podemos menos que constatar que Cuculcán es teatro a todos los efectos pues, a diferencia del así llamado «teatro de lectura», no presenta particulares dificultades para la representación dada la perfecta delimitación del espacio escénico y gracias a la claridad de las acotaciones que acompañan tanto los diálogos como la descripción de la escenografía y del vestuario.

La segunda consideración es que Cuculcán más que hablamos de una cosmogonía, se nos permita la licencia, nos narra la «cosmo agonía» del universo, agonía provocada por el enloquecimiento y desaparición del Sol. Por tanto nos encontramos ante una recreación de las leyendas de la tradición, rehacimiento que de los libros sagrados de los mayas conserva, sobre todo, la mágica atmósfera reproducida mediante la luz, el sonido y el color.

Por último, creemos que Asturias se sirvió de sus profundos conocimientos del mundo maya y del amor por la naturaleza de su tierra para transmitir el sentimiento de extravío y angustia existencial que impregnaba la literatura de la época. No sobra recordar que nos encontramos en 1930, época del apogeo vanguardista donde la mayor parte de los artistas, especialmente en las principales capitales europeas, se ponían el mismo problema de Flor Amarilla:

«¿A qué conduce, dime Señor del Cielo y de la Tierra, esta sucesión de días de noches, de días y de noches, de días de noches? A nada conduce. A dar una sensación de movimiento que no existe, porque el que se mueve eres tú; de vida que no es real sino ficticia y aun así, patrimonio que no nos pertenece, porque somos de los que nos están soñando, sueños corporales, ¡eso somos!...».