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Cardoza y Asturias

Dante Liano

En 1991, Luis Cardoza y Aragón dedicó a Miguel Ángel Asturias un extenso ensayo, en donde analizaba, con su singular estilo, la obra de su genial compatriota1. El libro es una larga batalla, atrabiliaria, contradictoria y encarnizada, emprendida por Cardoza con el fin de sacarse de las entrañas y de la inteligencia todo lo que se había guardado sobre su compatriota. Voy a enumerar, reservándome para un posterior trabajo el regreso sobre el tema, los principales argumentos que Cardoza expone sobre Miguel Ángel Asturias. En primer lugar, propone como la obra más significativa a Hombres de maíz. La obra posterior le parece repetitiva y no siempre feliz2. Una vez situado el objeto de su examen, Cardoza remueve las aguas biográficas, sacando a luz episodios que la mayoría de la crítica conoce pero que, por prudencia o por mojigatería, no se ha atrevido a discutir. El alcoholismo de los primeros años de Asturias, sus posiciones políticas, su religiosidad y, en fin, sus relaciones familiares. A mi modo de ver, la observación más importante se refiere a la vida pública de Asturias, cuando Cardoza destaca que los dos episodios más señalados: la participación en la dictadura ubiquista como diputado al congreso v el aval dado al gobierno represivo de Méndez Montenegro como embajador en París, no son fruto de una debilidad humana ni de ingenuidad de poeta. Para Cardoza, ambas actitudes son recias tomas de posición, coherentes con la creencia de Asturias en los gobiernos fuertes y conservadores. Si Asturias sirvió al tirano, en los años treinta y posteriormente representó a un gobierno represivo, fue porque así lo quiso, sentencia Cardoza3.

La impresión que se recaba delante de tales afirmaciones no es la de la búsqueda de la verdad a toda costa, como el autor cree. Se tiene, en cambio, la imagen de una poco generosa ambigüedad. Cada altísimo halago, cada diploma de genialidad expedido por Cardoza son descalificados por una carga de profundidad biográfica o política que arrastran al novelista guatemalteco al fondo de la iniquidad. Y de nada vale el exorcismo contra los posibles (y seguros) críticos, si Cardoza se adelanta a la polémica futura mentándole la madre a sus posibles contradictores4.

¿De qué sirve declarar genial al hombre y a la obra, si, a un cierto punto, se la trae abajo con la siguiente declaración: «No diría que Asturias es renovador de la prosa castellana; es un cultivador de un ballet inesperado de localismos mestizos (Hombres de maíz) en una prosa sensitiva preocupada por indios imaginarios, y más que enriquecer esa pródiga parafernalia la fijó y jugó con ella. Alguna vez la entrevía como indio dannunziano»5? A este punto, le es aplicable su propia frase: «Tuve la impresión al leer ensayos sobre Asturias después de escrita mi novela, que nadie entiende nada de nadie, y menos de alguien»6.

Pero vayamos por partes. Para poder plantear una discusión de los variados argumentos propuestos por Cardoza en su obra, yo haría una división arbitraria, en tres planos: el plano biográfico, el plano literario y el plano político. Con la advertencia de que, en la obra, aparecen imbricados, intersecados, a través de un método de exposición semejante a un vuelo en espirales que se acerca y se aleja alternativamente del objeto de discusión.

a) el plano biográfico: Cardoza se demuestra un gran conocedor de la vida toda de Miguel Ángel Asturias y posee secretos que provienen de una amistad más proclamada que sentida. Son constantes las alusiones a esa actitud amistosa, y frecuentemente Cardoza, en lugar de llamar a Asturias por su nombre, dice «mi amigo». Pero cualquier hombre, llegado a una determinada edad, sabe perfectamente que no bastan las declaraciones de amistad para certificar la existencia de ese especial afecto que se instala entre dos personas. Se requiere una conducta constante, hecha también de desacuerdos y malentendidos, pero cuyo eje es no sólo el cariño sino la claridad de uno frente al otro. Tiene razón Cardoza cuando afirma que «nada es más miserable que los elogios pequeños», pero dicha frase se refiere a los enemigos, a los aduladores, a los que nos quieren ver hundidos hasta el cuello en la soberbia y la estupidez. El elogio del amigo nunca es mediocre ni pequeño, porque nace del sentimiento robusto de la verdad. Y de la frase cardociana no puede deducirse el axioma de que el buen amigo debe cubrirnos de ofensas y groserías. Tal calvinismo del sentimiento fraterno preferimos dejarlo a otros, con mayor vocación al estoicismo, por llamarlo de alguna manera.

Resulta difícil redargüir a Cardoza en este terreno, porque falta una biografía de Asturias que ayude a confirmar o a desmentir los testimonios de quien, como el cronista de Indias, ha visto y ha vivido. Sin embargo, salta a la vista que el amigo Cardoza refiere, repetidas veces, episodios de la vida de Asturias que sólo una visión completamente aséptica de la vida no podría considerar como denigrantes. Al lector de la espléndida prosa de Hombres de maíz, ¿qué pueden importarle algunos detalles que en nada explican la obra asturiana? A veces, se tiene la sensación de escuchar no el análisis de los hechos públicos de la vida de un hombre público, sino de puros chismes que satisfacen la insobornable morbosidad que nos arrasa. Interesa la vida pública relacionada con la actividad literaria. La vida privada cuyas conexiones con la obra el crítico no es capaz de establecer, mientras no sea capaz de trazar las conexiones entre una cosa y otra, propongo dejarla en paz. El gran límite del psicologismo y del biografismo estriba en que el crítico puede caer en la trampa de proyectar sus propios problemas personales en lugar de enfocar los problemas del autor estudiado. Cardoza es consciente de ello cuando se pregunta: «¿Me envidiaba o yo lo envidio? ¿Los dos nos envidiábamos?»7.

b) el plano literario: algunos puntos esenciales se pueden deducir de la crítica cardociana a Hombres de maíz, y todos ellos me parece son dignos de discusión, en cuanto atañen de cerca la crítica asturiana y, más en general, a algunos problemas que la crítica literaria se plantea desde siempre. Cardoza acepta, como principios, un par de postulados que los estudios literarios hispanoamericanos han asentado desde hace algún tiempo. En primer lugar, los grandes límites de la literatura indigenista. Todo el capítulo tercero de la obra resulta un abigarrado conjunto de avances y retrocesos en denuesto y alabanza de la literatura indigenista, entre la que, erróneamente, a mi parecer, Cardoza incluye a Hombres de maíz. Cardoza no ignora la sentencia de Mariátegui al respecto8, pero igualmente achaca a Asturias una cierta falsedad en el «reflejo» del indio. Por mi parte, habría agradecido a Cardoza la mención del excelente trabajo de Antonio Cornejo Polar sobre la literatura indigenista9, que nos hubiera acercado a una visión moderna y ecuánime del asunto. En todo caso, Cardoza logra darle a Hombres de maíz su justa dimensión, esto es, una obra de genio que supera los límites de cualquier clasificación. Sus coloridas adjetivaciones desaparecen ante la constatación de un hecho inobjetable: la novela de Asturias tiene una función que trasciende lo meramente literario. Es, para usar las palabras de Cardoza, «creadora de patria»10. Debemos a Miguel Ángel Asturias una de las funciones esenciales que se le atribuyen a los «poetas nacionales», la de inventar una poderosa mitología propia de la nación que habitamos. El indio, antes de Asturias, había sido descrito con paternalismo, con desprecio, con lástima, como un ser miserable que se arrastraba en la miseria. Asturias crea al indio mitológico, le confiere un estatuto maravilloso, una enorme dignidad. Y esta operación literaria desborda los puros límites del género, sobre todo, por las proyecciones de la obra a nivel mundial. Por eso, consideramos que la breve y dubitativa frase de Cardoza da en el centro y define de una vez por todas a Asturias como el gran poeta nacional de Guatemala.

Sin embargo, diciendo esto último corremos el riesgo de traicionar a Cardoza v de hacerlo discurrir conceptos de los cuales era enemigo. Lo nacional, lo vernáculo, lo autóctono, lo exasperan y lo disgustan. La identidad nacional le parece una solemne tontería:

«La literatura que se piensa enraizada porque es un costumbrismo colorido y le pone al indio más plumas de las que tuvo jamás, inventa una singularidad que aspira a ser definidora de la inútil obsesión de la identidad nacional. [...] La literatura que nos repite qué pintorescos, qué raros somos y nos habla de hechicerías y de piojos me abruma, no tanto por los temas cuanto por el atraso que se da en los mismos»11.


Y con esto llegamos a uno de los grandes aciertos teóricos y metodológicos de Cardoza, en su libro sobre Asturias. No existe la literatura indigenista, no existe la literatura nacional, no existe la literatura hispanoamericana o la literatura guatemalteca. Existe la literatura y basta, exclama Cardoza. Aquella obra que no puede entrar en el ámbito literario por sus propios méritos, es inútil y penoso que intente acogerse a las etiquetas para poder ser aceptada bajo la máscara del exotismo o de la nacionalidad. Aquella obra que no es válida literariamente en todo el mundo por su propio mérito específico no puede ser válida tampoco ni como indigenista ni como guatemalteca. Geografía o lástima no son criterios dignos de la literatura.

La actitud de Cardoza respecto de la crítica asturiana y de la crítica literaria en general resulta singular. Sobre la primera, va distribuyendo diplomas de buena conducta a medida que avanza en sus lecturas12. Pero, a medida que avanza en sus círculos concéntricos alrededor de la obra, se va desilusionando de la crítica en general, hasta exclamar la imposibilidad total del ejercicio crítico13. El problema es que no se puede negar la posibilidad de la crítica y enseguida erigir, sobre esa premisa, 200 páginas de crítica literaria. Las contradicciones poéticas son saludables, ayudan a poner en cuestión el régimen racionalista de pensamiento, pero cuando un libro comienza a afirmar todo y lo contrario de todo, entonces se añora algo de coherencia en el pensamiento. Por supuesto, detrás de la negación cardociana de la crítica se encuentra una reivindicación del impresionismo (aunque, varias páginas más adelante, coherente en su contradicción, lo niegue), sobre todo del impresionismo baudelariano, aquél por el cual la mejor crítica de una pintura es un soneto. Esta negación de la posibilidad de aplicar los instrumentos racionales a la comprensión de la obra de arte me parece una herencia de clara matriz modernista, sobre todo en la ideología de la divinización y marginación de la actividad creadora. De otro modo, la exigencia de una militancia política puede ponerse en relación con los fuertes lazos que unieron a Cardoza con el movimiento surrealista. A decir verdad, aquí Cardoza aplica a Asturias su propia medicina, pues la frase asturiana «el poeta es una conducta moral», se vuelve en contra de su autor al examinar el desigual trazado de su trayectoria política. Lo que Cardoza le reclama no es la falta de linearidad. Ya hemos visto cómo Cardoza insiste en la consciente predilección de Asturias por los regímenes fuertes y conservadores. Lo que le achaca es la contradicción en haberse erigido como la voz de los oprimidos («el Gran Lengua») en literatura y haber sido, en la política, un servidor de los opresores. En palabras de Mario Roberto Morales:

«El compulsivo "trayectorismo" cardoziano, que quiere dejar incólume a su protagonista en todas las vicisitudes histórico-políticas en las que le tocó estar, aunque haya sido tangencialmente, le exige a su creador una consecuencia implacable hasta el final, pues sólo así habrá de ser coherente con su propio mito [...]»14.


En esto, Cardoza repite la feroz crítica que Roque Dalton hizo a Asturias en el prólogo a los poemas de Otto René Castillo15. Con un maniqueísmo ajeno a sus propios hábitos mentales, Dalton bifurca la ejemplaridad del poeta centroamericano en dos caminos excluyentes: el de Castillo, guerrillero heroico, y el de Asturias, escritor apoltronado. La fogosidad del poeta salvadoreño fue seguida por algunos de los miembros del «boom», en polémicas reales o inventadas con los principales escritores de las generaciones anteriores. Pero el tiempo, como lo señala Arturo Arias, se encargó de restituir a Asturias la dignidad que se le regateaba16. Por eso mismo, cuando el anatema de Dalton parecía archivado, extraña la resurrección del mismo por parte de Cardoza. Y es un ejercicio ocioso y cansado tener que revolver argumentos eficazmente usados en otras ocasiones.

c) el plano político: volvemos, por tanto, a la cuestión del principio, al problema político que inquieta a Cardoza. En fin de cuentas, el libro de Cardoza sobre Asturias es un libro sobre Guatemala. Cualquier libro sobre Asturias es forzosamente un libro sobre Guatemala, tal es la fuerza que lo nacional tiene en la obra del gran escritor. Me parece, también, que el mérito mayor del libro se encuentra en este aspecto, independientemente de los juicios positivos o negativos que emite sobre Asturias.

Me parece que la crítica de Morales abarca sólo un aspecto del libro cardoziano. En cambio, la grandeza innegable de este largo ensayo sobre Asturias, está en la ubicación del escenario político nuevo al que se enfrenta Guatemala en los años noventa. Cuatro son los puntos que me parecen relevantes en el libro sobre Asturias:

  1. las consideraciones sobre la situación del indio maya;
  2. la cuestión más general de lo étnico en el país;
  3. la velada polémica con el extremismo étnico; y,
  4. la cuestión de la restauración oligárquica.

Desde hace mucho tiempo, Cardoza había irrumpido en la escena literaria con amargas consideraciones sobre la condición social del indio. Su rechazo al folklorismo, al paternalismo, a la idealización del indio está bien patente en el clásico Guatemala, las líneas de su mano17, Cuarenta años después de su protesta civil en contra de las condiciones en que se mantiene a la mayoría de los guatemaltecos, Cardoza tiene que volver a insistir en ello. Todo el capítulo IV de la obra es un recorrido de gran lucidez sobre la cuestión. No hay disidencia entre las consideraciones cardozianas y los análisis de los más importantes estudiosos de los indios guatemaltecos. Un importante ensayo de Miguel Ángel Reyes nos muestra el arduo camino recorrido por el indio guatemalteco para llegar a su situación actual18 y al mismo tiempo nos certifica que las condiciones de sumisión y explotación a que el indio es sometido siguen siendo cercanas al modelo colonial impuesto por los conquistadores. Por otro lado, la antropología nos ha suministrado importantes estudios que dan cuenta de la evolución irrefrenable de las sociedades indígenas en Guatemala. Si hacia los años 50, Richard Adams proponía la ladinización del indio, y el coro de consenso fue unánime19, en años recientes Robert Carmack acepta la existencia del racismo hacia los indios y describe la cultura indígena en cuanto una cultura milenaria y digna20. Con un enfoque extremadamente interesante, dos religiosos guatemaltecos han dedicado estudios muy profundos a la comprensión del pueblo maya. Ricardo Falla ha profundizado en los procesos de modernización de la sociedad quiché21, y Ricardo Cabarrús ha escrito sobre la cosmovisión kekchí22. ¿Qué es lo que ha sucedido con el indio guatemalteco en estos últimos años? Pese a que el sistema económico no ha cambiado, en el campo guatemalteco se han introducido nuevos elementos que han provocado una dinámica extremadamente interesante. La intervención de factores externos, como la Acción Católica, produjo el ingreso de la tecnología moderna en el campo, especialmente a través del uso de los fertilizantes químicos. Con esto, se rompió con una agricultura primitiva y se creó una clase de indígenas cuyos medios económicos los hizo convertirse en comerciantes más o menos acomodados y con acceso a la instrucción superior y universitaria. Este estrato ha producido intelectuales propios que han estudiado en universidades nacionales y norteamericanas y que han reflexionado sobre su propio estatuto dentro del estado nacional guatemalteco. Por otro lado, la implantación de las guerrillas, en los años setenta, provocó la reacción del ejército, quien arrasó con 440 aldeas del occidente guatemalteco, obligando a más de un millón de sobrevivientes indígenas a refugiarse en México, a emigrar a los Estados Unidos o a refugiarse en las montañas. Son acontecimientos que no pasan sin dejar huella en la conciencia de un pueblo. Un testimonio de todo ello se encuentra en el libro de Falla Masacres de la selva23. La única forma que encontró el Ejército Nacional para derrotar a la guerrilla fue la de acabar con gran parte de la población. Ahora, aunque la guerra todavía sigue un curso esporádico, gobierno y guerrilla negocian la paz. Pero el sujeto de la historia ya no es el guerrillero, que ha sido superado por los acontecimientos. El sujeto de la historia es el indio, el indio nuevo, en cuya memoria están las masacres más espantosas y, al mismo tiempo, la conciencia de pertenecer a un grupo asediado y mayoritario dentro de los límites de un estado nacional.

La clarividencia del libro de Cardoza estriba en ubicar este sujeto social y proyectar sus reflexiones, sus últimas reflexiones, hacia el futuro. Cardoza advierte del peligro de la extremización de la lucha del indio por liberarse de la opresión:

«Se proponen tesis en las cuales se sustenta que el indio debe prescindir de los mestizos: veo el riesgo de atizar una lucha racial; somos indios, somos mestizos, somos criollos, seremos luego nada más guatemaltecos»24.


Me parece natural que los intelectuales indios experimenten un violento rechazo hacia los ladinos, de donde vienen sus opresores y sus asesinos. Y nada más lógico que examinen los textos, escritos por ladinos, en los cuales son representados con innegables rasgos de racismo. Un reciente trabajo de Enrique Sam Colop polemiza fuertemente con varios intelectuales, en modo particular con Severo Martínez, por su propuesta de ver, en el indio, un puro producto de la conquista25. En este sentido es razonable y oportuno el grito de alarma de Cardoza: el futuro de Guatemala no puede ser el de un enfrentamiento étnico ni el de una renuncia a las conquistas materiales y espirituales. Encerrarse en un primitivismo autóctono le parece una operación suicida. Su velada polémica con las franjas más extremas del radicalismo indígena encuentra respaldo en intelectuales mayas de la categoría de Demetrio Cojtí y Rigoberta Menchú, cuya propuesta es la de integrar un estado nacional guatemalteco, democrático, interclasista, mestizo y que respete la especificidad étnica de los mayas guatemaltecos. Ni el cristianismo, ni el liberalismo ni el marxismo han sabido dar a los indios de Guatemala, dicen, una respuesta adecuada a su problemática. Es tiempo, pues, de que el Estado les permita ser sujetos de la propia historia dentro del marco de la legalidad constitucional. La unión con los ladinos representa una condición indispensable26.

La otra cara de la medalla en este nuevo escenario de los años noventa lo representa la restauración de la oligarquía como clase dominante. De la cuestión se ha ocupado la historiadora Marta Elena Casaus Arzú, quien sostiene que, después de las guerras centroamericanas de los años ochenta, el dato más relevante en el análisis de las clases dominantes, es el regreso al ejercicio directo del poder de las grandes familias centroamericanas27. Luego de citar los casos de El Salvador y Nicaragua, en donde se hace evidente la presencia en las esferas del poder de miembros de las familias tradicionales de los respectivos países, Casaus nota que, en Guatemala, las grandes familias delegaron en los militares ciertas tareas políticas, pero que se reservaron siempre ministerios importantes, entre ellos, el de Relaciones Exteriores. Le basta citar los apellidos de los respectivos ministros para dar cuenta de ello: Arenales Catalán, García Granados, Herrera Ibargüen, Díaz Durán. Luego de haber permitido al ejército ganar la guerra sucia en contra de los movimientos revolucionarios, las grandes familias guatemaltecas se encuentran distribuidas en los principales partidos políticos, de modo que la victoria de cualquiera de ellos en las elecciones siempre garantiza la llegada al poder de la mayoría de sus miembros. En la actualidad, señala Casaus, diecisiete elementos de las principales redes familiares de Guatemala ocupan cargos ministeriales en el gobierno de Serrano Elías: «De los doce ministros, seis pertenecen a las redes oligárquicas, cinco son de origen vasco y todos ellos están estrechamente ligados a la red de los Arzú y los Aycinena»28.

El escenario está pues, bastante bien delimitado. En la parte más alta, las viejas familias coloniales vuelven a sus puestos de control. En la base, en cambio, el sujeto oprimido, el indio, está cambiando rápidamente hacia posiciones totalmente nuevas y que es difícil predecir.

La lectura atenta del ensayo de Luis Cardoza y Aragón nos permite observar, una vez más, la clarividencia política que lo hizo famoso, independientemente de sus análisis acertados o no sobre Miguel Ángel Asturias. Todo el capítulo dedicado a los indios advierte este aire nuevo que circula en Guatemala, y con gran preocupación y poder de síntesis, trata de captar cuáles son las posibles salidas. Sabiendo que eran sus últimos años, Cardoza no tiene empacho ni dificultad en señalar el mestizaje como el signo del futuro de Guatemala, dentro del respeto hacia la cultura de los indios. La cuestión que permanece abierta, que es la eterna cuestión de Guatemala, es la de si los miembros de la clase dominante están en condiciones de recibir el alarmado mensaje del maestro guatemalteco.