Ya hemos visto cómo emplea Meléndez determinados motivos para crear su mundo poético. Examinemos ahora cómo se nos presenta este mundo poético a través de las imágenes sensoriales; es decir, cómo se nos hace presente, dejando de ser un conjunto de abstracciones y adquiriendo, por decirlo así, carne y hueso. En estas páginas usaré la palabra imagen sólo en el sentido limitado de imagen sensorial, tenga esta o no valor tropológico adicional.
Las anacreónticas de nuestro poeta distan mucho de ser poesía puramente conceptual. La misma tradición anacreóntica, exaltadora de los sentidos y de los placeres sensuales, explica en parte este hecho; además, en
toda Europa el siglo XVIII ve el apogeo de la poesía descriptiva, nacida de la epistemología de Locke, cuya insistencia en el origen experiencial de los conocimientos humanos, y concretamente en el papel de los sentidos corporales en la adquisición de todo conocimiento, lleva a una estrecha identificación de la mente del hombre, o de su alma, con los procesos fisiológicos de sus sentidos44. Si la poesía ha de cumplir un fin epistemológico debe, pues, imitar el proceso cognoscitivo del mundo de la naturaleza, presentando a los sentidos del lector estímulos imaginarios análogos a los presentados por ese mundo. Muchos poetas llegaron a concebir su función como «la de describir, en cuadros más brillantes, lo grandioso y lo bello del mundo natural, junto con reflexiones moralizadoras apropiadas a tales descripciones: [el poeta] servía de intermediario, presentando estas escenas ante el ojo interior»
(Tuveson, p.173). En efecto, los poetas no sólo se dedican más a la descripción, sino que describen con mayor conciencia de sus percepciones, reales o imaginarias. En otras palabras, lo descrito no siempre se nos presenta como algo con existencia independiente y absoluta, sino que
con frecuencia aparece ante nosotros como percibido por alguien. Esto se ve claramente en el siguiente apóstrofe a un bosque en uno de los poemas descriptivos más célebres de la época, The Seasons de James Thomson:
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Los versos de Thomson nos dicen algo sobre el bosque, pero nos lo presentan a través de las reacciones fisiológicas, a través de varios sentidos, de un observador. La belleza del bosque no puede separarse aquí de las sensaciones de quien lo está percibiendo. Esta relación es, además, en el poema de Thomson, una relación directa. Se ha eliminado el velo de la mitología clásica que tantas veces mediaba entre poeta y naturaleza; la naturaleza de Thomson es la naturaleza real de la Inglaterra en que vivía y que observaba, sin dioses gentílicos ni pastores arcádicos46. En estas condiciones, el ser es a veces lo mismo que el ser percibido:
(Thomson, p. 146) |
Las cualidades de la naturaleza existen, en estos versos, sólo mientras se las puede percibir; la luz lo crea todo, porque sólo con ella podemos percibirlo todo.
La misma percepción creadora, según la terminología de M. H. Abrams47, se encuentra en los célebres Night Thoughts de Edward Young, donde leemos que son nuestros sentidos los que
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La sensación y la mente receptora de ella llegan así a ser más importantes, o por lo menos más reales, que lo percibido. Para Locke, el hombre no puede tener conocimiento directo de ninguna verdad externa a él, sino sólo de sus propias ideas, fruto de sus sensaciones y reflexiones; y por lo tanto, no ha de sorprendernos
that literature, from the eighteenth century on, has been drifting steadily toward contemplation of the world as seen by the mind rather than on «truth» per se; and, consequently, state of mind has assumed greater significance than objetive fact. |
(Tuveson, pp. 25-26) |
Frente a la definición aristotélica de la poesía como representación de las cosas no como son, sino como podrían o debieran ser, Wordsworth declara que la poesía debe «tratar de las cosas, no como son..., sino como parecen existir para los sentidos y las pasiones»
49. No se trata aquí de una distinción entre realidad e irrealidad, sino del modo de percibir la realidad. Se da por supuesto que nuestra percepción de las cosas no corresponde necesariamente a su auténtica naturaleza («como son»). El mismo papel primario de
la sensación, más importante que la realidad, se ve también en la definición que en 1806 da Giuseppe Barbieri de descrivere: «rappresentare allo spirito mercè la scorta dei sensi, le qualità degli obbietti o real o ipotetici»
50.
Meléndez no estaba ajeno a estas corrientes filosóficas y poéticas. «Uno de los primeros libros que me pusieron en la mano, y aprendí de memoria
-le escribe a Jovellanos en 1776, y podemos sospechar que con una gota de exageración-, fue el de un inglés doctísimo. Al Ensayo sobre el entendimiento humano debo y deberé toda mi vida lo poco que sepa discurrir»
. (BAE, LXIII, 73)
También sabemos que conocía y admiraba las Noches de Young, tal vez por mediación de Cadalso; y de otra carta a Jovellanos se colige que para 1778 conocía la obra de Thomson y también, desde hacía poco, Les Saisons
de Saint-Lambert, otro poema descriptivo de gran influencia. En el Discours préliminaire a este libro, Saint-Lambert se proclama introductor en el Parnaso francés de un género nuevo inventado por los ingleses y los alemanes y que difiere de la poesía antigua porque «les Anciens aimaient et chantaient la campagne; nous admirons et nous chantons la Nature»
. Con este nuevo género se da cabida en la poesía a «le langage de la philosophie»
, es decir, de las ciencias51. La tarea del nuevo poeta es, para Saint Lambert, la siguiente:
Il faut faire pour la Nature physique que nous avons sous nos yeux, ce qu'Homère, le Tasse, nos poètes dramatiques ont fait pour la Nature morale; il faut l'agrandir, l'embellir, la rendre intéressante. |
(p. xv) |
La manera de hacer interesante la naturaleza es pintarla «toujours dans ses rapports avec les étres sensibles»
(p. xvi). En otras palabras, la poesía debe ocuparse no de la naturaleza en sí, sino de la naturaleza percibida
por el hombre. Claramente lo dice Saint-Lambert al explicar su propósito en su primer canto:
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(p. 4) |
En nota añade el propio poeta: «Pour jouir de ces plaisirs, la plupart des as hommes manquent de lumières, d'attention, ou de liberté. Aurait-il été indigne des moralistes d'entrer dans quelques détails sur les sensations et les sentiments agréables dont la suite fait le charme de la vie?»
(p.
32). Por medio de nuestras sensaciones la naturaleza, según su aspecto (sublime, bello, amable o melancólico), excita en nosotros las reacciones de temor, admiración, etc. Cada sentido produce su propia clase de placeres en el
hombre (pp. 34-35); y si falta el estímulo sensorial, como sucede con la naturaleza triste (pp. xiii-xiv), nace la melancolía, posiblemente fatal: «La campagne épuisée a livré ses présents, / Et n'a rien à promettre à mes goûts, à mes sens»
(p. 111). La explicación fisiológica del poeta reza:
La campagne [en otoño] ne donne done plus de plaisir aux sens; les nerfs délicats qui les component, se tendent en recevant des impressions désagréables, et ensuite se relachent avet excès comme tous les muscles à qui les faibles rayons du soleil ne donnent plus de ressort et d'activité. [Melancólico a causa de esta falta de estímulos sensoriales, el hombre] tombe dans l'abattement; il se livre à un profond sentiment de sa faiblesse, au dégoût de tout et quelquefois de la vie. C'est vers la fin de Novembre et au commencement de Décembre que les suicides sont le plus communs. |
(p. 126) |
Ya hemos visto que Meléndez acaba de conocer la obra de Saint-Lambert en noviembre de 1778. El discurso preliminar le «ha agradado también», aunque no parece haberse dado entera cuenta de la novedad que constituye la poesía de Saint-Lambert y Thomson, cuando dice que el prólogo de Les Saisons «es un discurso sobre las poesías y estilo pastoril»
. En cuanto a las frecuentes imitaciones de Saint-Lambert en los versos de Batilo, remito al magistral estudio de Georges Demerson, Don Juan Meléndez Valdés y su tiempo (1754-1817) (2 vols., Madrid, Taurus, 1971). Lo que ahora nos interesa ver no es tanto el origen de esta imagen u otra, como la clase de imágenes que aparecen en las anacreónticas de Meléndez y la manera de su presentación. Nos fijaremos, pues, en la precisión de las imágenes, en su mayor o menor complejidad, y en la atención que presta el poeta al mismo acto perceptivo.
Las odas del primer grupo cronológico, anteriores todas a 1778, se compusieron antes de que el poeta tuviese un conocimiento muy extenso de los poetas descriptivos ingleses y franceses. Aún no había leído a Saint Lambert. La obra de Roucher, Les Mois, que poseía Meléndez en 1782 y que influyó en sus versos (v. Demerson, I, 136 y passim), no se publicó hasta 1779. También poseía el poeta, en 1782, The Seasons en edición inglesa, y obras de Young en inglés y en traducción francesa (Demerson, I, 138, 139). Aunque parece haber conocido a Thomson antes de leer a Saint-Lambert, es decir, antes del verano de 1778, no puedo precisar la fecha de este conocimiento. Tampoco puede precisarse siempre la forma en que primero conoció Batilo a los autores ingleses, aunque acertadamente sugiere Demerson que en muchos casos el contacto se estableció por medio de traducciones francesas (II, 197). En agosto de 1776 Meléndez estaba aprendiendo inglés (BAE, LXIII, 73); y dos años más tarde corrige con la ayuda de una versión francesa la traducción de Milton hecha por Jovellanos, valiéndose también de un irlandés para obtener una traducción literal del original (BAE, LXIII, 82). Esto sugiere que para 1778 los conocimientos de lengua inglesa de nuestro poeta no eran todavía muy fuertes. Sin embargo, debe de haber progresado, por lo menos antes de 1782, porque si no, ¿por qué invertiría sus no muy abundantes fondos en libros ingleses?
Entre las primeras anacreónticas son de interés especial las LX a LXXIX, que no incluyó el poeta en sus ediciones y que dejó de retocar en 1782 y en muchos casos antes. Examinemos dos ejemplos:
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Ambos poemas, como en general los veinte indicados, son breves. Las pocas imágenes de la Oda LXII son visuales; en cambio, en la LXI encontramos sugerencias de colores, de aromas, y también una imagen del gusto, otra auditiva y otra térmica o táctil. En ambos poemas, las imágenes se quedan sin desarrollo. Se nos da una breve sugerencia de color (corderas, verde falda), tal vez ni siquiera precisada (flores -¿qué flores? ¿de qué color?). Se nos sugiere el sabor del vino. Pero las imágenes quedan, por lo común, sin matizar, sin desarrollar. Son, además, imágenes que en cierto sentido podríamos llamar absolutas: el vino es dulce, y la falda es verde, en sí y para sí, con independencia total de la percepción de estas cualidades por nadie.
Podría objetarse que en la Oda LXII sí hay, en los versos 6-7, una imagen de cierta precisión, matización y desarrollo: «cuando al rayar del alba / la luz los valles dora»
; pero conviene fijarse en la historia de estos versos. En las redacciones primitivas, fechables entre 1775 y 1777, se lee en este lugar: «al apuntar el alba / con cándidos perfiles» (ACF1). Es una imagen visual, pero bastante imprecisa. Cándidos perfiles parece significar 'blancos adornos'; sugiere también pureza, sugerencia muy apropiada para el alba; pero visualmente no queda claro qué o quién lleva o recibe los perfiles o adornos. Lo más probable es que sea el alba misma, personificada como figura femenina, según la mitología antigua, y adornada de ropajes blancos
y relucientes. La versión siguiente, de 1777-1780, apoya esta interpretación: «al apuntar del alba / llorando blando aljófar» (F). Aquí se añade a la imagen visual una sugerencia táctil; pero no se desarrolla ni una
imagen ni otra, y queda muy clara la personificación mitológica. Es posible que esta versión le haya parecido al poeta excesivamente figurada puesta en boca de un personaje rústico. También debe de haberle desagradado la
rima interior del segundo verso. Tanto en la versión primitiva como en esta modificación, las cualidades sensoriales son, en el sentido que acabo de sugerir, absolutas: cándidos perfiles, blando aljófar. La versión definitiva, que citamos arriba, es la del ms. K (1782). Es poco original, ya que recuerda dos lugares de la Égloga I de Garcilaso: «Saliendo de las ondas encendido, / rayaba de los montes el altura / el sol»
(vv. 43-45), y «si mirando las nubes coloradas, / al tramontar del sol bordadas de oro»
(última estrofa); pero se diferencia en dos aspectos importantes de las versiones anteriores. Desaparece toda sugerencia mitológica: el elemento activo no es y
a un Alba personificada, sino la luz, lo natural. Además, el poeta se ha fijado en un aspecto momentáneo de la imagen y en la función dinámica de la luz, que dora los valles. Es decir, no se trata de valles dorados en sí
, como de verde falda y de dulce vino, sino de un efecto de la luz sobre los valles, efecto que se produce con el alba y que pronto desaparecerá. Con esto la imagen refleja la observación directa de la naturaleza desmitificada y
una atención a cómo se producen los efectos visuales que no se encuentra en las versiones anteriores ni en los versos citados de Garcilaso. Recordemos que esta última redacción se produce entre 1780 y 1782, poco después
de familiarizarse Meléndez con los poetas descriptivos extranjeros. Mencionemos de paso que esta misma redacción cambia rebaño a corderas en el verso 3. Ambas palabras dan una leve nota de color; pero corderas es más individual y concreto que el sustantivo colectivo rebaño, y además concuerda con la ya comentada predilección del poeta por los motivos de juventud y niñez.
En la Oda LXI, «Tráeme de dulce vino» reemplaza en el ms. J el verso «Tráeme luego de vino» de las versiones anteriores (ADF). Este cambio, que constituye una ligera ampliación sensorial de lo que no fue más que una sugerencia bastante vaga, se produce entre 1780 y 1782, es decir, por los mismos años en que el poeta redactó la versión definitiva de los versos comentados de la Oda LXII
Algo distinto es el tratamiento de las imágenes en la Oda LXXIII:
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Esta oda se compuso hacia 1775; se conserva sin modificaciones en tres manuscritos, el último de los cuales es de hacia 1778. El texto nos ofrece una serie de imágenes de blancura: pecho, nieve, azucenas. Las dos últimas tienen cierto grado de desarrollo: no se trata de una nieve sin más, sino de la nieve en una situación concreta, y de unas azucenas también presentadas con algunos pormenores. Ambas imágenes sirven para el desarrollo de la primera, para realzar la blancura del pecho. Se mezcla con ellas la imagen olfatoria en cuya presentación hay un asomo de interés por la percepción misma, semejante a lo que se lee en la Monóstrofe 19 del Anacreonte de Villegas,
respecto a un vino «que parezca que brinda / al gusto y al olfato»
.
Frente a las veinte odas del primer grupo cronológico que no lograron entrar en las ediciones hechas por Meléndez, hay once que sí incluyó en ellas. Estas, aun en sus versiones primitivas, son en general más extensas que aquellas; y siete de entre ellas sufren en las versiones sucesivas un desarrollo a veces muy considerable (v. gr., de ocho versos a veinte, y de 24 a 64). La más extensa de estas odas es la XVI, A un pintor. Sus versos (88 en las primeras versiones, 92 a partir de 1782) son un retrato de la amada en la forma de instrucciones al artista que ha de pintarla, con abundancia de imágenes sensoriales, sobre todo visuales, algunas de ellas, como la siguiente, bastante desarrolladas: «Dos virginales rosas / las mejillas, cual suelen / brillar cuando sus perlas / la aurora en ellas vierte» (61-64). No se trata aquí de una sencilla nota de color, sino de una combinación relativamente compleja de colores y efectos de la luz. Aunque a través de los años retoca el poeta varias veces esta cuarteta, la esencia de la imagen no cambia desde la versión más primitiva, de hacia 1777. Lo mismo puede decirse de la cuarteta siguiente, donde la única modificación notable es el de púrpura en armiños: «La vestidura airosa / de armiños esplendentes, / los cabos arrastrando / que el valle reflorecen» (77-80)52. A pesar de su extensión y del desarrollo de algunas imágenes, este poema no se fija en la percepción de las imágenes, como no sea por medio de su premisa retórica, el futuro retrato.
Otra oda conservada en las ediciones es la XII, De los labios de Dorila (N.º 13), cuya evolución he estudiado en «La imitación anacreóntica en Meléndez Valdés» (Hispanic Review, 47 [1979], 193-206). Citemos las versiones primera y última de este poema:
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En la versión A hay un toque de color, sin desarrollar. En la versión Z encontramos también sensaciones olfativas (fragancia, grato aroma) y táctiles (soplo regalado). La imagen olfativa se añadió en 1782 (ms. K: «púrpura y olores»); dos años más tarde, en 1784, la edición de 1785 añade la imagen táctil con la siguiente cuarteta que, modificada y desplazada, pasa
luego a las ediciones de 1797 y 1820: «cuando el fragante seno / al soplo enamorado / del céfiro desplega / del Alba al primer rayo». La última cuarteta aparece por primera vez, con alguna variante que ahora no nos importa, en la edición de 1797, habiéndose compuesto, por lo tanto, entre 1785 y dicha fecha. En ella se nos presenta la reacción sensorial de la amada ante la rosa, su percepción del aroma de la rosa, análoga a la reacción de
la rosa ante la caricia del céfiro o aura vital, aunque en el caso de Dorila se trata de una sensación consciente, deliberadamente buscada. Imagen semejante aparece en la Égloga III de nuestro poeta, que igualmente aparece por primera vez en la edición de 1797 y donde el amante, imaginándose clavel, dice: «Pues si a gozar el ámbar / de mi encendido cáliz / tal vez la nariz bella / inclinaras afable» (332.90-93). El crecimiento de la Oda XII, que según he tratado de mostrar en el citado artículo, obedece a varios impulsos, tiene como uno de sus resultados -o tal vez uno de sus motivos, porque no sé hasta qué punto puede distinguirse entre los fines que busca la poesía y los medios que emplea- un aumento del carácter sensorial del poema: mayor variedad de sensaciones, y atención a la percepción misma, a la naturaleza «dans ses rapports avec les êtres sensibles»
. Recordemos también que este desarrollo sensorial del poema arranca de 1782, aunque la versión primitiva de la oda puede fecharse hacia 1775.
Evidentemente, en la poesía de todas las épocas de Meléndez vamos a encontrar imágenes sensoriales. Aun antes de 1780 encontramos también poemas en que estas imágenes son abundantes, variadas y más o menos desarrolladas, y donde el poeta se ocupa del proceso de la percepción. Sin embargo, también parece ser cierto que a partir de 1780 ó 1782, las imágenes de nuestro poeta llegan a ser más abundantes, más detalladas y más complejas, y que se presentan con más frecuencia en relación con un personaje receptor de sensaciones. Esta tendencia se ve en las sucesivas versiones de los poemas del primer grupo cronológico, se nota desde su principio en los poemas del tercer grupo (compuestos para 1789) y se acentúa en los grupos IV (-1798) y V (-1814).
La densidad de imágenes sensoriales se ve, por ejemplo, en la primera cuarteta del N.º 24 (Oda XXIII, De un hablar muy gracioso): «Dan tus labios de rosa, / si los abres, bien mío, / el más sabroso néctar / y el aroma más fino». Esta oda, cuya versión más antigua es anterior a 1796, podría también ser anterior a 1783, si es lícito considerarla contemporánea de Los besos de Amor. Parece, desde luego, reflejar el Basium IV de Juan Segundo, cuya influencia en Meléndez señaló Leopoldo Augusto de Cueto (BAE, LXI, p. cxxxii, nota), y cuyos primeros versos rezan:
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Otras imágenes relacionadas con las de Juan Segundo aparecen en los versos 9-16 de nuestra oda:
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Los dos primeros versos imitan rores suaveolentes; también aparece la miel, aunque a las rosaleras (Cecropia roseta) ha sustituido el romeral, que recoge las sugerencias sensoriales del nardo, del tomillo y del cinamomo, mencionados por Juan Segundo. Pero si en estos versos recoge o elabora Meléndez imágenes empleadas ya por su modelo, en los versos 17-24 añade imágenes nuevas, descriptivas también de los labios de rosa:
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Notemos también que son relativamente complejas estas imágenes.
En la Oda V, De la primavera (N.º 6), perteneciente al último grupo cronológico, encontramos gran variedad de imágenes, tanto visuales como olfativas y auditivas. Algunas de ellas alcanzan un alto grado de complejidad y desarrollo, como es el caso de la cuarteta siguiente: «Despejado ya el cielo / de nubes inclementes, / con luz cándida y pura / ríe a la tierra alegre» (5-8). Aquí el poeta no hace más que sugerir algunos colores, pero los combina con una cualidad subjetivamente percibida de la luz. Otra oda, la VIII, A la aurora (N.º 9), también de las más tardías, contiene abundantes imágenes visuales. En sus 96 versos encontramos toda una serie de colores y de luces que corresponden a los variados efectos visuales de la aurora: arreboles, sombras, ciega noche, rubio sol, eternales rosas, brillantes ojos, lumbre, ópalo, nácar y oro, sol, manto purpurado, grana y nieve, sendas de claveles, cárdeno occidente, vivos rosicleres, llamas, en luz y en rayos, transparentes hilos, cristalinas aguas, el verde, luz, purpúrea diosa. Dirigiéndose a la aurora escribe el poeta:
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Aquí se nos presentan las imágenes pormenorizadas, a la vez que se insiste no sólo en los efectos de la luz sobre los colores (73-76), sino también en la percepción de las sensaciones y la reacción ante ellas de un «être sensible» (81-84). La matización de las imágenes, y concretamente la atención a los contrastes de colores y a los efectos de la luz en las imágenes visuales, también caracteriza estas otras cuartetas, tomadas igualmente de poemas tardíos:
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(54.25-28) |
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(33.37-40) |
También ciertas enmiendas de la edición de 1820 en poemas más antiguos atestiguan el deseo constante de Meléndez de aumentar la carga sensorial de sus versos. Por ejemplo, «con jerezano néctar» (36.25 AF1), enmendado luego a «con generosos vinos» (FKLXY), se convierte en «con perfumados vinos» en la versión final. En Del mejor vino, que aparece por primera vez en la edición de 1797, los versos «El uno al gusto brinda / en la copa saltando» (47.5-6), versos que ya insisten en la percepción sensorial, se enriquecen en la edición de 1820 con un sentido más: «Uno el gusto y los ojos / solicita saltando».
La percepción de las más variadas sensaciones caracteriza la Oda XLIII, De la noche (N.º 44, -1784), que coloca al yo observador del poeta frente a la naturaleza nocturna. La actividad de sus sentidos se ve en versos como los siguientes:
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(17-28)
Algo semejante ocurre en: «Las flores de otra parte / un ámbar lisonjero / derraman y al sentido / dan mil placeres nuevos» (49-52).
Los sentidos desempeñan el mismo papel de nexo consciente y activo entre el yo y el mundo que lo rodea en poesías de la última época de Meléndez: «embriagáis de delicias / la nariz y el deseo» (33.11-12, dirigidos a las flores); «el céfiro, de aromas / empapado, que mueven / en la nariz y el seno / mil llamas y deleites» (6.21-24); «De hoja el árbol se viste, / las laderas de verde, / y en las vegas de flores / ves un rico tapete» (6.29-32). Muy notable en este aspecto es la Oda LVI, Después de una tempestad (N.º 57, 1801-1806). Este poema, que debe algo, poquísimo, a Saint-Lambert (cf. la p. 65 de este), sitúa en su primera cuarteta al poeta ante el espectáculo sensorial de la naturaleza: «¡Oh! ¡con cuánta delicia, / pasada la tormenta, / en ver el horizonte / mis ojos se recrean!». Entre las numerosas imágenes ricamente matizadas y las también frecuentes alusiones a la percepción de estas imágenes, señalemos tan sólo los versos siguientes, que desarrollan hasta un grado inusitado la imagen visual, diferenciando además claramente entre la realidad de la naturaleza en sí y la percepción sensorial de la naturaleza:
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(9-20) |
El notable dinamismo de las imágenes de esta oda y la constante percepción de un espectáculo ricamente sensorial y siempre cambiante producen, según el poeta, el efecto que describe en la última cuarteta: «mientras ciega mi mente / de ver tantas bellezas, / en lugar de cantarlas, / ni a admirarlas aciertan».
Jovellanos, escribiendo en su destierro mallorquín en 1805, expresó su admiración por el carácter descriptivo de la literatura inglesas53; y por los mismos años, hablando de la naturaleza de la poesía, declaró que la imaginación puede «inventar formas e imágenes para representar las ideas más abstractas, y hacerlas reales y sensibles»
, debiendo el estilo de la poesía «ser siempre gráfico... y... la poesía que no pinta, jamás será digna de este nombre»
54. Cito estas opiniones del amigo de Meléndez, quien además hizo un papel importante en los primeros contactos de nuestro poeta con la poesía descriptiva de los franceses e ingleses, porque
me parece ver en ellas un concepto de la poesía semejante al que aplica Batilo, sobre todo después de 1780 ó 1782. Palabras como reales, sensibles, gráfico y pintar sugieren la importancia que Jovellanos adscribe a la imagen
sensorial en los versos. Lo esencial de la poesía, parece estar diciendo, es que hable a los sentidos aun más que a la razón o al intelecto. Nuestro estudio de las imágenes en las anacreónticas de Meléndez nos permite ver una actitud semejante en el poeta extremeño. Sus odas tratan de presentar un mundo poético, un complejo de motivos y conceptos, por varios medios, entre ellos las imágenes sensoriales. Estas, generalmente sencillas en los primeros poemas, tienden con el tiempo a ser más complejas, más finamente matizadas y desarrolladas, menos ligadas a la mitología y más abiertamente relacionadas con las percepciones conscientes de un personaje, el poeta u otro. Algún germen de esta evolución ya está presente en odas muy tempranas, pero el proceso
se manifiesta más claramente a partir de los contactos del poeta con la moderna poesía descriptiva extranjera, cuya influencia, más allá de tal o cual reminiscencia textual específica, habrá consistido en la manera de
aplicar la psicología sensualista a la imagen poética. El éxito de Meléndez en esta adaptación lo reconoció Quintana al alabar su «tino y gusto en observar los accidentes de los fenómenos que la naturaleza presenta a los sentidos y al alma»
55
Si un poeta desea presentar al lector de modo sensible el mundo poético ideado por él, sus sentimientos y sus creencias, tiene que convertir la materia abstracta en datos para una percepción sensorial imaginaria. Estos datos -lo perceptible, y por lo tanto lo específico en vez de lo general- es lo que llamo lo concreto y opongo a lo abstracto. Se trata, evidentemente, de un aspecto del empleo de las imágenes sensoriales, si bien estas pueden ser también más o menos concretas; y es un aspecto tocante el cual conviene hablar en términos relativos más bien que absolutos. Así, por ejemplo, el sustantivo ser es abstracción casi pura; animal ya es menos abstracto; pájaro, aun menos; paloma es ya un término bastante más concreto que puede hacerse más concreto todavía identificando una paloma determinada y describiéndola en términos sensoriales.
Uno de los medios que emplea nuestro poeta para dar forma concreta a sus ideas es la fábula mitológica. La gracia, por ejemplo, es una cualidad abstracta; las Gracias, en cambio, son una personificación, es decir, en grado limitado una concreción, de aquella cualidad, y en tal sentido aparecen en la Oda LVIII, A las Gracias. El tema de la Oda LII, El consejo de Minerva, es que el verdadero amor debe ir acompañado de honor en los hombres y de pudor en las mujeres; pero a esta fórmula abstracta le da el poeta una forma concreta expresándola a través de un diálogo entre Amor, Venus y Minerva, inventado para el caso. Para dar forma concreta al enamoramiento inventa el poeta el cuento de Cupido ladrón de rosas que se retira lanzándole una flecha (N.º 73).
Un objeto puede también simbolizar una abstracción o servir de apoyo concreto para un complejo de ideas. En la Oda XXXIII, por ejemplo, la estatuilla de un Cupido, regalo al poeta de su amada, sirve para presentar varios aspectos del amor (v. pp. 25 y ss.). En la Oda XLIV, El pecho constante, la constancia de ánimo (de pecho, en término concreto) queda representada por dos extensas imágenes de valor simbólico, la encina y el escollo. La inocencia virtuosa de la vida instintiva se nos presenta a través de las aves en El nido del jilguero (N.º 54), mientras que en De unas palomas (N.º 14) las palomas atacadas por el milano ejemplifican la suerte de la inocencia víctima del poder. En estas dos odas no se trata de alegorías, sino de casos que se nos presentan como reales, concretos, y de los cuales se sacan ciertas consecuencias. En la Oda LV los motivos concretos como el alba y los pájaros presentan el concepto de la poesía, mientras que rosas, cabello rubio, ojos vivaces, etc., presentan el de la juventud.
La modificación de algunos poemas nos demuestra que Meléndez buscaba efectos de mayor concreción. Veámoslo en la Oda VII, De lo que es amor (N.º 8):
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Los versos 9-20 de esta oda los añadió el poeta en la edición de 1820, y son precisamente los que contienen los motivos más concretos: la nieve, el calor y las tortolitas que aquí, como en otros poemas, son la encarnación de los sentimientos amorosos.
En De mis niñeces (N.º 16), el ejemplo de dos tortolitas precipita la declaración amorosa, pero según hemos visto más arriba (p. 54), este motivo concreto no está en el poema desde el principio, sino que se introduce con la edición de 1785 entre el comienzo de la oda, bastante abstracto, y su conclusión, igualmente abstracta. Evolución semejante puede verse también en versos aislados. Así, «blandos placeres» se convierte hacia 1782 en «vinos y bailes», reemplazado a su vez por el más abstracto «inocentes gozos» en la edición de 1785, para terminar de nuevo más concreto en la de 1820, con «cantares y risas» (7.21). En la Oda XVI encontramos varias enmiendas en el sentido de mayor concreción: «amanece» nos lleva a «el Alba en oriente ríe» en la edición de 1797 (17.5-6); y en 1782 se cambia «el premio» en «un beso» (17.36) y el vagamente hiperbólico «mil rosas» en el específico «dos rosas» (17.61). La Oda IX reemplaza «¡con qué activa / fuerza hasta el alma prende» con el metafórico, pero más concreto y más gráfico «con cuya llama activa / arde en placer el pecho» (10.82). En la Oda XLIX, la expresión abstracta e intelectualizada, «porque yo he bien notado / que tengo de morirme» (50.17-18 DF1), se vuelve más concreta en «que tras la edad florida / viene la vejez triste» (FKLMXY1), para aumentar su dinamismo con la introducción, en 1797, de un motivo que ya nos es familiar: «que tras la edad florida / corre la vejez triste» (Y2Z).
Según acabamos de ver con referencia al N.º 7, esta evolución es a veces vacilante, y podríamos citar también algunos cambios en sentido contrario. Cuando en los versos «"¿Cómo, siendo tan niño, / tanto, Batilo, cantas / de amores y de vinos?"» (19.2-4 ACFKL) el poeta cambia vinos en vino (XYZ), pasa también de una multiplicidad concreta a un término más general y abstracto. Lo mismo ocurre con «el dorado vino / que bulle ya en las copas» (31.39-40), que en 1782 pasa a copa, y con los silbos de los vientos (31,49), que, también en 1782, pasan a «su silbo». Se trata, en efecto, de una sinécdoque que es una abstracción de la realidad concreta. Con referencia a las hebras de su cabello nos dice el poeta, primero que se han vuelto negras, luego que se han vuelto oscuras (31.24). Tal vez se trate de buscar una mayor veracidad, por no haberse vuelto precisamente negras; pero también es cierto que negras es un término más exacto y por ende más concreto que oscuras. En este caso, la nueva palabra, aparte de su valor concreto o abstracto, parece ser más culta que la antigua; y esto sucede también con el cambio de las «dulces llamas» de amor en «ardor benigno» (21.38).
La obra de Meléndez, incluso sus anacreónticas, no se caracteriza por el empleo abundante o atrevido de las figuras retóricas. Entre las poesías que ahora estudiamos son muy pocas las que carecen del todo de los tropos y otras figuras; y estas pocas (v. gr., N.os 19, 61) son en general poemas muy breves de la primera época del poeta. La norma es un empleo moderado de símiles, metáforas, metonimias y prosopopeya, además de otras figuras como la aliteración, el quiasmo y la anáfora.
Las metáforas de Batilo son en general sencillas -es decir, no montan una metáfora encima de otra, como la cristalina mariposa de Góngora (Soledad segunda, v. 6), metáfora por río o arroyo en la que cristal es a su vez metáfora por agua. Como excepción podríamos notar «del llanto / del Alba feliz hija» (13.6-7), aplicado a la rosa; el llanto del Alba es el rocío, y la rosa es a su vez hija de ese llanto. En este caso, sin embargo, la doble metáfora se apoya en la mitología, ya que el Alba es aquí una personificación. En parte podrían derivarse estos versos de La Rose de Pierre Joseph Justin Bernard, cuyo primer verso reza: «Tendre fruit des pleurs de
l'Aurore»
56. Las demás metáforas que encontramos en las anacreónticas no suelen ser ni muy sorprendentes ni muy originales. Representan el rocío en forma de perlas (9.16, 32.7), la vida en forma de río (30.48), las
canas en forma de nieve (15.94) y también la nieve en forma de canas («la nieve que en enero / los campos encanece», 74.3-4). También, según hemos visto, equiparan las edades del hombre, sobre todo la juventud, con las estaciones del año. Son metáforas que a veces podrían considerarse, por la frecuencia de su empleo, como metáforas moribundas, si no muertas, al igual que el cristal que en el lenguaje gongorino llega casi a reemplazar agua.
Lo que hemos dicho de las metáforas también puede aplicarse a la mayor parte de los símiles. Según Meléndez, las glorias pueden compararse a un sueño (33.52); la niñez, a una sombra (16.37); los años, a las hojas caídas (27.49); y el sol, a un diamante (28.17-19). No son estos, por lo visto, símiles atrevidos ni mayormente originales. Sin embargo, los símiles, tal vez de modo más deliberado que las metáforas, sirven muchas veces para enlazar las imágenes sensoriales con el movimiento temático o conceptual de las odas. Un símil sirve también como base estructural de algunos poemas. Tal es el caso del N.º 13 (De los labios de Dorila), estudiado en el artículo antes citado. Este poema es una comparación entre «la rosa de Citeres» y los labios de la amada, comparación que se aprovecha de las connotaciones de la rosa para ensalzar la belleza de Dorila, pero que, según indica el verso central («si necio la comparo»), se aparta deliberadamente de la fórmula básica del símil: los labios de Dorila no son como la rosa, sino que la rosa es inferior a los labios. Se trata, en efecto, de un símil invertido: el poeta compara la rosa a los labios, y no al revés, e insiste en lo inadecuado, lo necio, de tal comparación. El procedimiento se parece al del N.º 74, citado en la página 90 y contemporáneo del N.º 13, donde la nieve y las azucenas, comparadas al «blanco pecho» de la amada, resultan inferiores en blancura y aromas. Otra construcción semejante es la del N.º 32 (A las abejas), imitación del Basium XIX de Juan Segundo. Aquí el poeta anima a las «solícitas abejas» a que no busquen el néctar en la rosa, en la azucena o en el clavel, sino en «los labios floridos... de mi amada», superiores a las flores. Los labios, aunque «floridos», no son como flores, sino que las flores son inferiores a ellos.
Distinto, por tratarse de la división clara entre los dos términos comparados y de su yuxtaposición explícita, es el empleo que del símil hace Meléndez en la Oda XXII, A la esperanza (N.º 23). En este poema de 72 versos, 56 describen una tormenta, su fin y la vuelta del sol. Los dieciséis versos restantes nos dicen que de la misma manera pasarán las amarguras que sufre el poeta y le consolará la esperanza. A diferencia del N.º 32, cuya exhortación a dejar las flores no se entendería sin la subsiguiente presentación de algo mejor («los floridos labios»), el N.º 23 describe la escena natural como completa en sí. Sin las cuatro últimas cuartetas, se leería como presentación pura de esta escena. Son aquellas cuartetas las que hacen de la oda un símil extenso o una alegoría.
Sólo encuentro, entre las anacreónticas, un poema más que tal vez pueda considerarse alegórico, la Oda XX, La tortolilla (N.º 21). Esta oda anima a la tortolilla viuda a que se consuele con un nuevo amor. Un manuscrito, L, la titula: La tortolilla: Alegoría, explicación que falta en el otro manuscrito, K, y en las tres ediciones. En efecto, la referencia a «la fría tumba» del verso 14 mal puede aplicarse en sentido literal al «esposo» de la tortolilla, como tampoco podemos creer literalmente que esta haya de reír (v. 40). Sin embargo, la tumba puede tomarse como metonimia por la muerte, y las «risas» del ave pueden explicarse como parte de la prosopopeya que caracteriza el poema. La oda puede leerse como apóstrofe a la tortolilla; su posible aplicación al mundo de los hombres es evidente, pero no podemos asegurar que el poeta haya querido aplicarla específicamente a un caso humano determinado. En otras palabras, si hay alegoría aquí, no es una alegoría explícita como la de la oda A la esperanza.
Una figura que abunda en las anacreónticas es la prosopopeya, empleada sobre todo en relación con varios aspectos de la naturaleza. Fuentes, arroyos, vientos, el céfiro, la rosa, flores, el alba, la noche, el sol, la luna y los pájaros, entre otros, aparecen en muchas odas más o menos personificados, como la «vïola amable, / que con temor modesto / sólo a la noche fías / tu embalsamado seno» (44.53-56) y el «ruiseñor cuitado» que expresa su «sensible afecto» en su canto (44.65 ss.). La personificación crea, frente al yo que percibe la naturaleza, una naturaleza que a su vez siente y con la cual puede establecerse un auténtico lazo de simpatía. Es la expresión retórica de la visión panteísta de una naturaleza amable, benévola e inocente. En relación con la prosopopeya podemos mencionar también el apóstrofe, dirigido con preferencia a los mismos aspectos de la naturaleza y de efecto personificador semejante. Al hablar de los interlocutores -emisor y receptor- de las anacreónticas ya he señalado (pp. 37 ss.) que la quinta parte de las odas son apóstrofes de este tipo, aparte los apóstrofes que pueden hallarse dentro de otras poesías. Vimos además que la proporción de odas-apóstrofe aumenta, desde el 9 por ciento en el primer grupo cronológico, hasta el 24 por ciento en el último. Este aumento, sin embargo, no lo explicaría yo por un creciente panteísmo del poeta, sino por el menor número de odas dirigidas a la amada.
El oxímoron le sirve a Meléndez sobre todo para expresar el carácter ambiguo del amor: «dulces fatigas» (16.36), «dulces llamas» (21.38), «dulce fuego» (81.43), «blandas lides» (36.36). La perífrasis, de empleo moderado, varía la presentación de elementos que aparecen con gran frecuencia: el «niño de Citeres» (66.7v, 76.4), «el rapaz de Citera» (39.56) y «el Vendado» (79.5), por Cupido; «el de Semele» (71. 6), por Baco; «el alegre néctar / que da la vid» (38.34), por el vino. Sin embargo, no todas las perífrasis aparecen en relación con los motivos eróticos y báquicos; «la oscura/ morada de la muerte» (21.10-11 ) es otra manera de decir la tumba, o el otro mundo.
Los versos que acabamos de citar también nos ejemplifican otra figura empleada por Meléndez: la aliteración. Esta le sirve no sólo para efectos puramente acústicos, sino, muchas veces, para reforzar una comparación o un contraste a nivel semántico: «de mi lira los trinos, / de mi labio las letras» (4.67-68); «¿podrá nadie arrancarlos / de la nada en que mueren?» (6.59-60); «Ellas [las horas] van, y no vuelven» (31.13); «el fugaz fantasma / de la ambición» (52.23-24). Uso análogo se hace, a nivel léxico, de la anáfora. Como ejemplo del empleo expresivo de estas figuras, citemos algunos versos de El tocador (N.º 81, probablemente de 1794). En este poema, de un erotismo algo más subido que de costumbre en las anacreónticas, se nos describe a una joven ante su espejo. Con un lazo de gasa
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Notemos aquí, además de la anáfora de los versos 53-55, la frecuente aliteración: pechos pellas, dulce-delicia, punto perdida, ardiente-agita, palpa suspensa, comprime-presión-palpitar. Notemos también la variedad rítmica, sobre todo de los versos 53-58, y el hecho de pertenecer tres de ellos (precisamente los 56, 57 y 58) al tipo que he llamado CA, de acento en sílaba cuarta, ritmo que refleja aquí el anhelar de la protagonista. El verso 57 pertenece sintácticamente a la cuarteta precedente, especie de encabalgamiento estrófico que expresa la agitación de la muchacha y cuyo valor expresivo se deriva precisamente del hecho de que en las anacreónticas de Meléndez la cuarteta es, casi siempre, unidad sintáctica. Finalmente, notemos la importancia que se da aquí a los sentidos, concretamente al tacto, y su papel en lo que podríamos llamar la transmisión fisiológica de los sentimientos, papel comparable al que tienen las sensaciones cinéticas en las muchachas que persiguen al Amor convertido en mariposa: «despertando el bullicio / de tan loca algazara / en sus pechos incautos / la ternura más grata» (3.29-32).
Con la posible excepción del lenguaje científico -y aun allí se habla, por ejemplo, de «leyes»-, el lenguaje figurado es parte constante e inevitable de todo lenguaje humano. No hablemos, pues, de lenguaje figurado y lenguaje sin figuras, sino de lenguaje más o menos figurado; hablemos de grados, no de extremos. En estos términos, las anacreónticas de Meléndez emplean un lenguaje poético relativamente poco figurado, o por lo menos un lenguaje en que las figuras no llaman constantemente la atención. Esto no ha de sorprendernos tratándose de una época en que seguía viva la crítica antigongorina y se condenaban los supuestos abusos de los tropos cometidos por los poetas barrocos. En las anacreónticas de Meléndez -y creo que podríamos decir que en su poesía en general- no se trata de crear algo que no haya existido ni pueda existir, v. gr., una «cristalina mariposa, / no alada sino undosa» -criatura inconcebible para los sentidos humanos y que sólo cabe en el universo poético y conceptual de las Soledades. Meléndez, como sus amigos y compañeros, no trata de convertir la realidad, a fuerza de metáforas violentas, en algo radicalmente nuevo, sino de presentar a su lector un mundo, embellecido sí, pero emparentado en lo fundamental con el que todos conocemos. Podemos dudar, por ejemplo, de la metamorfosis del Amor en El Amor mariposa; pero la podemos imaginar sin dificultades, a diferencia de la ya citada «cristalina mariposa, no alada sino undosa».
Según Tuveson, la devaluación de la metáfora acompaña el nuevo prestigio de la imagen descriptiva y es una de las consecuencias artísticas de la epistemología de Locke, según la cual la potencia cognoscitiva del hombre, de suyo limitada, se emplea mejor en buscar los ingredientes sencillos de las ideas complejas que en tratar de expresar metafóricamente lo inexpresable (pp. 72-75). Esta explicación puede aplicarse a la corriente antibarroca del Setecientos y, dentro de ella, a la obra de nuestro poeta, donde el notable desarrollo imagístico coincide con la sobriedad tropológica. Meléndez, para presentar su mundo poético, emplea un lenguaje cuyos recursos están siempre al servicio de la mayor expresividad, pero que evita el llamar la atención sobre sí mismo. En los términos de Ortega y Gasset57, el lenguaje poético de Meléndez es un cristal limpio cuya función es dejarnos ver el jardín al otro lado, mientras que el lenguaje típicamente gongorino es un vidrio de color donde con frecuencia importa poco lo que pueda vislumbrarse a través de él. En los célebres versos «Era del año la estación florida...», lo de menos es que sea abril. En cambio, cuando escribe Meléndez: «Ya torna mayo alegre / con sus serenos días, / y del amor le siguen / los juegos y la risa» (10.1-4), el mes y lo que le acompaña son lo principal. El lenguaje poético de Meléndez es, pues, transparente; el de Góngora, opaco -no en el sentido de que no se le entienda, sino porque se impone a nuestra vista. Esta diferencia nos ayuda a comprender por qué Meléndez avanza en su empleo de las imágenes sensoriales, que ayudan de modo cada vez más eficaz a la presentación de su mundo poético, pero se mantiene sobrio en su empleo del lenguaje figurado, sobre todo de los tropos más llamativos, precisamente porque podrían impedir nuestra visión de aquel mundo. Lo cual, por cierto, no quita que este mismo mundo poético -bucólico y anacreóntico- sea a su vez y en sí una especie de metáfora, una representación sensible de lo que para el poeta fue un reino ideal de juventud e inocencia.
Dos aspectos sintácticos de las anacreónticas merecen nuestra atención: el hipérbaton y el encabalgamiento. Este pertenece, por supuesto, tanto a la sintaxis como a la versificación.
Si bien no he formado un inventario completo del hipérbaton en las poesías que nos ocupan, los datos recogidos sugieren que se produce en ellas un cambio notable. En las odas anteriores a 1778 la inversión del orden sintáctico normal, aunque nada escasa, suele limitarse a hacer que una preposición con su término precedan a su elemento inicial: «de pámpanos y flores / téjeme una guirnalda» (62.2-3); «Iba a cantar de Marte / las guerras y las iras» (67.1-2). Esta inversión de los elementos prepositivos es de un efecto mínimo, por tratarse de un hipérbaton bastante corriente en la poesía castellana. A partir de 1778, sin embargo, empezamos a encontrar
en las anacreónticas de Meléndez construcciones que se apartan de modo más atrevido de la sintaxis normal. Este es el caso de «los labios floridos/
asaltad susurrantes / de mi amada» (32.17-19), donde un elemento sintáctico se coloca de tal manera que interrumpe el orden lógico y sintáctico de dos otros. Los versos citados, del segundo grupo cronológico (-1782), imitan el sentido y también la sintaxis de un verso de Juan Segundo, «Omnes ad dominae labra venite meae»
(Basium XIX); pero el mismo tipo de hipérbaton aparece en estos versos del grupo IV: «al impulso benigno / se mecen
y recrean / del vago cefirillo» (37.46-48), donde va acompañado de un cambio rítmico y refleja a nivel sintáctico la alternación sugerida por el verbo mecer. En un poema del grupo I añade el poeta, después de 1797,
los versos siguientes: «en el hondo / se me entró el fementido / del corazón» (34.61-63), versos cuya distensión sintáctica reproduce la penetración efectuada por el Cupidillo traidor.
Es en la última época del poeta cuando la tendencia hacia el hipérbaton llega a su máximo, con una preferencia por la intromisión de elementos entre otros que normalmente son inseparables, más que por la sencilla inversión de dos elementos. Así leemos en poemas del grupo V versos como los que siguen: «al margen de una fuente / me asenté cristalina» (5.5-6); «Si a su sombra pudiese / yo la odiosa carrera / detener de los años » (39.17-19). También del grupo V son: «El Alba de azucenas / y de rosa las sienes / se presenta ceñidas / sin que el cierzo las hiele» (6.9-12). Ligeramente modificadas, las mismas palabras se hubieran prestado a formar la siguiente cuarteta hipotética, cuarteta perfectamente convencional: El Alba se presenta / ceñidas ambas sienes / de azucenas y rosa / sin que el cierzo las hiele. En este orden lógico y prosaico podemos identificar cinco elementos: A (Alba), B (se presenta), C (ceñidas), D (las sienes), E (de azucenas y rosa). Este orden normal A B C D E lo ha cambiado el poeta en A E D B C por medio de una doble inversión: E precede a D, y los dos preceden a B y C. Ya hemos visto que tal inversión es totalmente innecesaria desde el punto de vista métrico y léxico; pero logra dos efectos nada desdeñables: crea el verso equívoco pero bellamente evocador «El Alba de azucenas », y reproduce a nivel sintáctico el entrelazamiento sugerido por la guirnalda. En odas del grupo II crean las enmiendas del poeta, después de 1797, los versos siguientes: «con mano abre lasciva» (10.10), «¿Por qué en fatal envidia / hierven y horror sus pechos...?» (52.17-18).
Al constatar que el hipérbaton lo cultiva Meléndez sobre todo después de 1789, es decir, en los versos que corresponden a las ediciones de 1797 y 1820, y sobre todo en sus últimos años, posteriores a la edición de 1797, recordemos que algo semejante lo hemos visto también con respecto al empleo de latinismos léxicos (v. pp. 60-61). Este empleo, muy limitado en las anacreónticas de la primera época, aumenta sobre todo a partir de 1782 y culmina en la edición de 1820. La tendencia latinizante se manifiesta, pues, de modo paralelo en el vocabulario del poeta y en su sintaxis, si consideramos el hipérbaton como una aplicación a la poesía castellana de las libertades sintácticas que se permite la latina.
Distinta es la evolución de las anacreónticas en lo tocante al encabalgamiento. Al estudiar este fenómeno me he fijado sobre todo en los que Dámaso Alonso (p. 71) llama encabalgamientos abruptos, es decir, aquellos en que el impulso sintáctico que produce el encabalgamiento se agota antes de llegar al final del segundo verso (verso encabalgado). Además, he hecho poco caso de la separación entre sustantivo y oración adjetiva especificativa, entre sustantivo y complemento determinativo con preposición (menos si es «abrupto» el encabalgamiento) o entre verbo y construcción prepositiva cuando el verbo se construye con preposición. Tales encabalgamientos, estudiados, entre otros, por Antonio Quilis en su libro fundamental58, son casi inevitables tratándose de versos de sólo siete sílabas, y por lo tanto nos dicen poco sobre la intención del poeta. Otras clases de encabalgamiento, en cambio, son producto deliberado de la voluntad estilística. Entre ellos podemos contar la separación entre sustantivo y adjetivo y entre verbo y adverbio.
Ateniéndonos a los tipos de encabalgamiento que parecen significativos para unos poemas como las anacreónticas de Meléndez, podemos constatar, en primer lugar, que el encabalgamiento es poco frecuente en estas odas, y que tanto versos como cuartetas suelen formar unidades sintácticas a la vez que métricas. En muchas odas no encuentro ningún encabalgamiento; otras podrán ofrecer un solo caso de encabalgamiento, tal vez dos o hasta cuatro, tratándose de odas bastante extensas; pero en todas las anacreónticas los versos encabalgados constituyen la rara excepción a la regla. La aversión del poeta hacia estas construcciones parece haber sido más fuerte en su primera época y en la última. La Oda XII, por ejemplo, no contiene en su versión primitiva ningún encabalgamiento; pero en la edición de 1797 se le añaden los versos siguientes, en que el encabalgamiento acompaña el quiasmo, muy del gusto de nuestro poeta: «objeto del deseo / de las bellas, del llanto / del Alba feliz hija, / del dulce Amor cuidado» (13.5-8). Haciendo que las cuatro unidades métricas contengan sólo tres unidades sintácticas logra el poeta la simetría con la cuarteta anterior, en la cual también se nos dan tres atributos de la rosa, después del verso temático inicial, «La rosa de Citeres». Una construcción semejante, esta vez con quiasmo doble, ya la había empleado Meléndez en un poema del grupo III: «Ven, oh vital aliento / del año, de la bella / aurora nuncio, esposo / del alma primavera» (38.5-8). En la misma oda encontramos la separación de verbo y adverbio, de sustantivo y adjetivo: «Así el abril te ría / confino, así las tiernas / violas...» (38.37-39). Sin embargo, cuando llegamos a la edición de 1820 vemos que se elimina buen número de encabalgamientos: uno compuesto en 1795 (24.10-11); otro que subsistía desde 1782 (22.37-39); otro que apareció por primera vez en la edición de 1797 (18.15). También hay casos de la eliminación anterior de algún encabalgamiento, v. gr., en la Oda IX, donde un encabalgamiento compuesto en 1782 desaparece ya en la edición de 1785 (10.82); pero el mayor número de eliminaciones ocurre en la última edición.
De esta tendencia de los últimos años de Meléndez se eximen, sin embargo, algunos de los casos más atrevidos donde el encabalgamiento se combina con el hipérbaton. Por ejemplo, el poeta que elimina «lasciva / mano» (10.10) y «activa / fuerza» (10.82) retiene, en el mismo poema, «Al premio, al dulce premio / parece que le brindan / de amor» (10.57-59); y en una oda de la primera época añade, en la edición de 1820, los versos: «en el hondo / se me entró el fementido / del corazón llagado» (34.61-63). En ambos casos, la combinación de encabalgamiento e hipérbaton produce una distensión sintáctica que reproduce lingüísticamente el sentido de los versos: el movimiento hacia una meta, aspiración o penetración. La misma combinación aparece en un poema del grupo V: «Si a su sombra pudiese / yo la odiosa carrera / detener de los años, / que tan rápidos vuelan» (39.17-20). Distribuyendo entre dos versos la construcción verbal pudiese detener, el poeta da al optativo pudiese un énfasis mayor del que tal vez tuviera en el lenguaje normal. Aquí también podemos ver una relación entre la construcción de los versos que no quieren reconocer las fronteras versales, y su sentido.
Como ejemplo de la interacción de las dos tendencias que venimos estudiando, con respecto al hipérbaton y al encabalgamiento, veamos, finalmente, estos versos de la Oda IX:
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(10.9-12) |
Estos versos describen una acción de fondo en el poema que tal vez, en opinión del poeta, no merecía el doble énfasis que en su primera redacción le daban el encabalgamiento y el cambio de ritmo del verso 11. La enmienda, aunque mantiene la posición enfática de lasciva por medio del hipérbaton y de la rima, logra mayor uniformidad rítmica y elimina el encabalgamiento, para lo cual no vacila en echar mano de una sintaxis aún más atrevida. El hipérbaton es aceptable; el encabalgamiento desaparece.
He sugerido que el empleo creciente del hipérbaton puede verse como una tendencia sintáctica paralela a la tendencia latinizante en el campo léxico. En cuanto a la evolución del encabalgamiento en las anacreónticas, tal vez sea oportuno recordar que hacia fines de la primera época de nuestro poeta -es decir, a fines de los años 70- Meléndez intercambia cartas y versos con Jovellanos, quien, si podemos juzgar por una carta muy posterior (1796), dio máxima importancia al desajuste entre sintaxis y metro, o sea, al encabalgamiento: «En [la variación de la cesura], y en el uso de frecuentes hemistiquios que alternen la conclusión de las sentencias en la mitad del
verso con las que acaban con él, consiste, a mi entender, toda la belleza numérica de los versos»
59. Jovino se refiere, por supuesto, al endecasílabo; pero quizás no sea muy aventurado creer que los dos amigos descubrieron
en una época las posibilidades expresivas del encabalgamiento. Si en sus últimos años, sin embargo, Meléndez, aun conservando algunos encabalgamientos atrevidos, parece estar evitando esta construcción y eliminando algunos casos ya publicados, ello podría relacionarse con el deseo de orden y de equilibrio que de modo creciente se manifiesta en el poeta. Este sigue reconociendo el valor expresivo del encabalgamiento, pero en muchos casos prefiere otras soluciones que conserven la integridad sintáctica de versos y cuartetas.
Un aspecto de la estructura de las anacreónticas, la identidad de sus interlocutores, ya lo comentamos más arriba (pp. 36 ss.). Ahora examinaremos lo que podríamos llamar la arquitectura de algunas de ellas, es decir, la disposición de sus partes para formar un todo. Para ello identificaremos varios tipos estructurales.
Ya hemos visto que las anacreónticas anteriores a 1778, y sobre todo los veinte poemas no incluidos en las ediciones (N.os 61-80), tienden a ser breves. Con frecuencia consisten en un imperativo o en una sencilla alocución o interrogación. En algunos de estos poemas domina una estructura determinada por consideraciones lógicas o gramaticales más que por las estéticas. Tal es el caso del N.º 61, cuyos ocho primeros versos («Si es, Cinaris , forzoso / morir...») son, en efecto, la prótasis de una oración condicional cuya apódosis la constituyen los cuatro versos restantes («ahora que vivimos, / gocemos...»). Construcción semejante, pero al revés, aparece en el N.º 62: los versos 1-8 son ahora la apódosis, en forma de una serie de imperativos («téjeme una guirnalda... tráeme... la copa... y la lira...»), y la prótasis ocupa los cuatro últimos versos («si quieres que... repose / ...»).
En las odas más extensas, el poeta emplea a menudo los primeros versos y los últimos para formar un marco dentro del cual se desarrolla el tema. Así, por ejemplo, en la Oda XLVI, Del mejor vino, la primera cuarteta reza: «Preciados son los vinos / que en próvido regalo / dio a su feliz España, / Dorila, el padre Baco». Con estos versos se nos presenta el tema en el contexto de un diálogo entre el poeta y su amada. Este tema se desarrolla en los 28 versos siguientes, para terminar con una cuarteta final que nos recuerda el contexto conversacional: «...aquél [vino] que tú libas / y humedece tus labios, / aquél es a los míos / el más sabroso y sano». Con esta conclusión galante el tema principal parece de pronto accesorio, subordinado al amoroso; pero no cabe duda de que es, en efecto, el principal, ya que en la edición de 1820 añade el poeta nada menos que dieciséis versos dedicados al vino en general y a varios vinos españoles (versos 9-24).
Algo semejante pasa en la Oda XLVII, De la nieve, que empieza con la cuarteta: «Dame, Dorila, el vaso / lleno de dulce vino, / que sólo en ver la nieve / temblando estoy de frío». En los versos que siguen, se nos hace una descripción de escenas invernales; pero con el verso 45 reaparecen Dorila y el vino, para concluir el poema con la exhortación: «Bebamos y cantemos, / que ya el abril florido / vendrá en las blandas alas / del céfiro benigno». En este caso, la circularidad que produce el empleo de este marco temático se asocia con el motivo del ciclo del año, introducido en la última cuarteta.
En la Oda XXIX, Mis ilusiones, la primera cuarteta declara el tema que se desarrolla en las siguientes y que se repite, modulado, en la última:
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La misma estructura la encontramos en la Oda XXVII, De las ciencias: cuatro cuartetas declaran que el poeta prefiere a las ciencias el vino, los versos y los juegos; cinco cuartetas nos hablan de varias ciencias inútiles; y las cuatro últimas cuartetas repiten, modificados, los motivos de las cuatro primeras. En un poema temprano, el mismo efecto se logra mediante la repetición de versos: con «Por más, Belisa mía, / por más que me desdeñes» comienza la Oda LXXV, y con los mismos versos acaba. Finalmente, también la sintaxis y el lenguaje figurado pueden producir el efecto circular, o de marco. La Oda XXXVII, Al viento, es un ruego expresado en doce cuartetas. Cada una de las tres primeras empieza con el imperativo Ven. Las seis siguientes desarrollan varios motivos primaverales relacionados con el favonio. Las tres últimas comienzan con «Así el abril te ría / contino» y siguen con otras posibles recompensas para el viento cumplidor, introducidas por otros tres así, anáfora que refleja la del comienzo. En este caso, más que de un marco dentro del cual se desarrolla el poema, se trata de una estructura circular lograda por la simetría de las partes del poema y la repetición de una figura de dicción. En cuanto a la fórmula así..., nos recuerda a varios poetas latinos, entre ellos Catulo (xvii.5 ss.), Virgilio (Ecl. IX, 30 ss.) y sobre todo Horacio, cuya oda «Sic te diva potens Cypri» (I.iii) comienza con un doble sic.
La tendencia hacia la simetría que acabamos de notar puede considerarse en sí misma como una característica estructural de varias odas. Las aves, por ejemplo, empieza con una alocución a la amada: «Dorila esquiva, tente, / y escucha los suspiros / que da la tortolilla / llorando a su querido» (37.1-4). A esta cuarteta inicial siguen cinco que describen la tortolilla, tres que son un apóstrofe dirigido a la tortolilla, otras cinco que describen la alegría de las demás aves, en contraste con la tristeza de la tórtola, y tres cuartetas dirigidas a estas otras aves. Las dos últimas cuartetas se dirigen de nuevo a Dorila y la animan a que imite los pájaros felices. Como en Del mejor vino, el tema descriptivo queda aquí formalmente subordinado al amoroso que constituye el marco del poema. El final del poema vuelve a los motivos del comienzo, aunque emplea para ello dos cuartetas en vez de una; en cambio, el desarrollo de los motivos de las aves es perfectamente equilibrado: ocho cuartetas para la triste, ocho para las felices, y en cada caso, cinco de descripción y tres de apóstrofe.
La oda que acabamos de comentar es del grupo cronológico IV (-1797), pero la tendencia que la caracteriza se ve de modo especial en los poemas de la última época. El pecho constante (N.º 45) dedica siete cuartetas a la descripción de la encina y siete a la del escollo, acabando con tres que explican el simbolismo de estas imágenes. En A la esperanza (N.º 23), dos cuartetas introducen el motivo de la tormenta; cuatro describen la tormenta; cuatro presentan la transición desde la tormenta hasta la nueva salida del sol; cuatro describen el mundo renovado después del mal tiempo; y por fin cuatro más hacen la aplicación metafórica de todo lo descrito y narrado a la situación personal del poeta. Si bien hay cierta desigualdad entre el comienzo y el fin, las partes puramente descriptivas del poema quedan perfectamente equilibradas. Esta tendencia se ve también en las versiones sucesivas de algunas odas. De los labios de Dorila (N.º 13) consta, en su versión primitiva, de dos cuartetas: una que describe la rosa, y otra que la compara con la mejilla de la amada. Esta mejilla pronto se con vierte en labios; pero desde el punto de vista que ahora nos ocupa, las etapas en la evolución del poema son sobre todo dos. En la edición de 1785, este consta de tres cuartetas: dos descriptivas de la rosa, y una que la compara con los labios de la amada. Esta asimetría se elimina con la versión de 1797, de cinco cuartetas: dos que describen la rosa, una que hace la comparación, y otras dos que vuelven a tratar de la rosa. El verbo comparo se coloca en el centro exacto del poema, al final del verso 10. La primera cuarteta caracteriza la rosa por medio de tres sustantivos en aposición; la segunda hace lo mismo con otros tres sustantivos. La cuarta habla del seno de la rosa; en la quinta se menciona el seno de la amada. Vemos, pues, que dentro de cada parte dedicada a la descripción de la rosa hay, a su vez, una división simétrica de elementos. La estructura sencilla de la versión primitiva ha quedado reemplazada por otra mucho más compleja, y cuidadosamente equilibrada. En la oda A un pintor (N.º 17) las versiones primitivas comienzan con dos cuartetas introductorias, seguidas de diecinueve descriptivas y una de conclusión. En 1782 modifica el poeta la conclusión, desplegando el contenido de la última cuarteta en dos. El Amor fugitivo (N.º 42), imitado de Bernard, consta, en sus primeras versiones, de doce versos narrativos y ocho que hacen una aplicación galante de lo narrado. En la edición de 1820 se amplía esta segunda parte en cuatro versos. Otra vez se ha manifestado el deseo de lograr una estructura simétrica.
Examinemos, finalmente, el empleo estructural de la perspectiva en dos odas relativamente tardías. Una de estas, El tocador (N.º 81), parece ser de 1794; la otra, El espejo (N.º 20), aparece sólo en la edición de 1797. El tocador comienza con los versos siguientes: «Sentada ante el espejo / ornaba Galatea / de sus blondos cabellos / las delicadas hebras». En los versos que siguen, narrativos y descriptivos, el tiempo presente reemplaza el pretérito imperfecto del comienzo. Galatea se ve reflejada en el espejo, y sus acciones son reflexivas: se adorna, se mira, se admira, al adornarse se acaricia y se excita. Viéndose en el espejo, Galatea es espectadora de sí misma; acariciándose el seno, es amante de sí misma. El espejo dicta la dirección de las acciones. Pero en su excitación amorosa la muchacha nombra al poeta, y ahora se nos revela que este ha estado espiándola: «Yo de improviso salgo, / y con dulce sorpresa / pago en ardientes besos / su amor y su fineza» (81.61-64). La excitación de Galatea ha quedado reflejada en la correspondiente excitación del poeta, quien ha compartido con ella, sin que ella lo supiese, su observación de sí misma. Recordemos además que el espionaje del poeta tiene su reflejo en el del lector: lo que ha visto aquel, lo ha visto este. Al final, sin embargo, el poeta corre un velo: «Turbóse un tanto al verme; / mas bien presto halagüeña / me ofreció entre sus brazos / el perdón de mi ofensa». Con el cambio del tiempo presente al pretérito, los lectores dejamos de asistir directamente a la escena. En este poema, lo visual, y concretamente la visión reflejada por el espejo y duplicada por la duplicación de los observadores, corresponde a un movimiento paralelo de excitación erótica también reflejada y duplicada. El erotismo del poema es realzado por la clandestinidad de la observación, y en este aspecto nuestra oda puede compararse con el cuadro El columpio de Fragonard.
La visión reflejada, indirecta, es también la base estructural de El espejo, que empieza con la exhortación: «Toma el luciente espejo / y en su veraz esfera / ve, Dorila, el encanto / de tu sin par belleza». Los versos 5-36 describen esta belleza tal como la verá la amada reflejada en el espejo, es decir, la describen de un modo ópticamente indirecto. En los versos 37-56 reaparecen varios motivos de los empleados antes para hacer la descripción, con lo cual produce el poeta un reflejo interior de su descripción. La nueva descripción es también indirecta, pero no de modo óptico, sino en su sintaxis: «¡Ay!, tú al espejo puedes pararte... formarte... ornar...», etc. Con la serie de infinitivos, regidos todos por puedes, se sugiere la hermosura de la amada, pero no se la presenta directamente. Hecha esta descripción, el poeta nos sorprende con un nuevo reflejo: «Yo, ¡triste! contemplarlo / no puedo sin que sienta / doblarse mis pesares...» (20.57 ss.). Al tú del verso 37 corresponde ahora el yo del 57; al puedes, el no puedo del verso 58; el ¡ay! reaparece en la exclamación ¡triste! Los versos así introducidos hablan de los sufrimientos amorosos del poeta, que ha buscado la imagen de Dorila en el espejo «y en vez de ella / vi abatido mi rostro, / mis ojos sin viveza», etc. En el mismo espejo que antes permitió la descripción indirecta de la belleza de Dorila, vemos ahora, también de modo reflejado o indirecto, el aspecto del poeta, aspecto que es como un reflejo deformado de la belleza de la amada. Si los elementos de la descripción anterior dependían de puedes, los de esta dependen de vi. Pero hay más: el mismo reflejo deformado de la belleza de Dorila confirma el efecto de esta belleza en el plano sentimental, porque cuanto ve el poeta al mirarse en el espejo son «mil dolorosas huellas / de tu rigor injusto, / de mi infeliz terneza» (70-72). Notemos de paso que el reflejo y el paralelismo se extienden a la composición de los versos 71-72, rítmicamente paralelos pero expresivos de sentimientos contrarios por medio de una colocación en quiasmo de sustantivos y adjetivos. Este contraste se repite en la cuarteta siguiente, la última, que además recuerda la primera: «Así tú en el espejo / consultándolo encuentras / a Venus y sus Gracias, / yo un retrato de penas». Incluso se logra así una circularidad sugerida ya por el verso 2 (esfera). En esta oda, como en El tocador, el papel estructural de la perspectiva, concretamente representada por la imagen del espejo, se manifiesta en el juego de paralelismos y oposiciones físicas y sentimentales, y en la visión indirecta y la visión vuelta al revés que caracterizan la visión en el espejo.
La estructura circular y el empleo de lo que he llamado el marco se encuentran en odas de todas las épocas; en cambio, la tendencia hacia la simetría estructural y la innovación estructural como la que hemos estudiado en los N.os 20 y 81, parecen ser más características de la madurez artística del poeta.
La paloma de Filis es el título que dio Meléndez a una colección de hasta treinta y seis odas anacreónticas que aparecen como tal colección en las tres ediciones preparadas por el poeta, y que forman casi un compendio
de los aspectos esenciales del gusto rococó. La crítica no se ha ocupado mucho de ellas; los estudiosos que las han comentado se han limitado, en general, a emitir un juicio global sin analizar a fondo ni el origen ni el desarrollo del grupo. Los comentarios, desde luego, distan mucho de ser unánimes. Antonio Rodríguez-Moñino habla de un «bellísimo conjunto»
60, y Rinaldo Froldi considera estas odas como «capolavori del genero galante»
y «fra
le cose migliori»
de Batilo61. Juan Luis Alborg, aunque declara «muy importante»
el conjunto, también parece acercarse a una valoración más bien negativa cuando escribe que estas odas «modulan hasta el agotamiento los versos de Catulo Al pájaro de Lesbia»
62. Para William E. Colford, la serie es «overextended» y «monotonous»63, y con este juicio parece estar de acuerdo Emilio Palacios, quien habla de unos poemas «un poco premiosos y lánguidos,
por la reiterada repetición del tenía»
64. Sin embargo, Palacios es
uno de los pocos que han pasado por lo menos a los comienzos de un análisis de los poemas, cuando habla de «la paloma que sirve de elemento de relación»
entre el yo y el tú de las odas, es decir, entre el poeta y la amada.
No sólo es la paloma «modelo de actuar para la amada»
, sino que es también la «celestina ingenua»
de estas relaciones (p. 21), frase feliz que recuerda precisamente aquella combinación de malicia e inocencia que caracteriza el rococó. Alborg se ha fijado en la modulación del tema (p. 463), especie de ejercicio estilístico y temático que ya señaló Colford con referencia a las odas de La inconstancia (p. 153). Por fin, Mario Di Pinto señala la «maliziosa innocenza»
de Filis en sus relaciones con la paloma y caracteriza finamente el papel de esta:
La colombella, allusiva e casta a un tempo, è di volta in volta soggetto e oggetto di questa semiologia erotica, confine o tramite fra i due amanti, oggetto conteso o concesso. Né c'è bisogno di dire come essa in molti casi diventi metafora sessuale, senza tuttavia perdere del suo candore...65. |
En lo que están de acuerdo todos los que han hablado del asunto es en que estas odas son obras de la juventud de Meléndez y en el origen catuliano del tema tantas veces modulado por Batilo, si bien Palacios recuerda también, y muy oportunamente, a Anacreonte66. Veamos ahora algo detenidamente cuáles podrían ser los orígenes, y cuál el desarrollo, de este conjunto de odas.
Los poemas que en la edición crítica de Meléndez quedan clasificados como pertenecientes a este conjunto son treinta y seis y llevan los números de orden 86-121. Veintiséis de ellos los clasificó así el poeta para la
edición de 1820; otros siete forman parte de la colección La paloma de Cloris, conservada en el ms. H (BN ms. 3751); y otros tres (N.os 112, 113 y 121) se clasifican en dicha edición crítica a base de su evidente parentesco con los demás. ¿Son obras de la juventud del poeta todas estas odas? Si la crítica lo ha creído así, ha seguido la declaración inequívoca de Colford, para quien «the whole set is the product of Meléndez'
youth»
(p. 154); pero Colford no aduce más pruebas de esta opinión que una nota de Cueto: «Entre los papeles de don Martín Fernández de Navarrete existen estas odas, tales cuales las escribió el autor en su mocedad. Están dedicadas A la señora Condesa del Montijo. Filis se llamaba entonces Cloris»
(BAE, LXIII, 111, n. 1). El
manuscrito no identificado a que alude Cueto debe de haber sido uno semejante a nuestro ms. H, que lleva la misma dedicatoria y emplea el mismo nombre; pero nada nos autoriza a suponer que contenía todas «estas odas»
. Al contrario, según veremos, el ms. H contiene trece poesías, de las cuales Meléndez sólo publicó seis. Fechadas las odas en lo posible a base de los manuscritos y las ediciones en que aparecen, y distribuidas en los grupos cronológicos que ya hemos empleado en el Capítulo I, vemos la distribución siguiente:
Grupo I | (no posterior a 1777): | 3 | odas |
II | (no posterior a 1782): | 13 | |
III | (no posterior a 1789): | 11 | |
IV | (no posterior a 1798): | 1 | |
V | (no posterior a 1814): | 8 |
Más exactamente, tres de estas odas aparecen por primera vez en el ms. F (BR-M E-41-6883) y por lo tanto no son posteriores a 1777. Otras seis aparecen por primera vez en el ms. D (BN ms. 12.961-5), que fecho hacia 1778. Forman en él una serie de anacreónticas; y aunque dos de las odas incluidas en F reaparecen en D, no pertenecen a esta serie. El hecho de que ninguna de aquellas seis odas aparezca en el ms. F sugiere, aunque sin probarlo, por supuesto, que todas ellas se compusieron después de confeccionado aquel manuscrito, o sea, muy poco después de 1777. El ms. H, cuya letra es del siglo XIX pero cuyos textos pueden fecharse entre 1776 y 1781, repite siete de las odas incluidas en el ms. D y añade otras seis. El ms. J (BN ms. 12.961-19), que fecho 1780-82, ofrece el texto único del N.º 121, que clasifico con las odas de La paloma de Filis. Entre un manuscrito y otro, pues, los que acabo de mencionar nos permiten fechar un total de dieciséis de estos poemas en los años que van hasta aproximadamente 1781. Ya que ninguno de ellos aparece en el ms. A, algo anterior al F, parece posible fechar todas estas composiciones entre 1776 y 1781. Que dan, sin embargo, otras veinte odas de las que no hay constancia antes de 1784, es decir, antes de los treinta años del poeta. Once de ellas aparecen por primera vez en la edición de 1785, y es probable que se compusieran entre 1781 y septiembre de 1784, fecha en que se pidió la licencia para aquella edición. Una oda (N.º 107) aparece por primera vez en el ms. N (BN ms. 12.959-22), que considero algo anterior a la edición de 1797, tal vez de hacia 1795. Finalmente, ocho odas no pueden fecharse antes de la última época del poeta. Estas se imprimen por primera vez en la edición de 1820; y si bien para una, el N.º 110, existe un manuscrito anterior, es un manuscrito tardío, probablemente posterior a 1812. Estas ocho odas son más breves que el común de las otras obras del grupo cronológico V, lo cual podría apoyar la hipótesis de una fecha de composición más temprana; pero también es cierto que su extensión media es ligeramente superior a la de las odas del grupo III, y marcadamente superior a la de las odas del grupo II. Las cifras son las siguientes:
Cuadro 7
Odas de La paloma de Filis: longitud
(Primeras versiones)
Grupo cronológico | Número de poemas | Media del número de versos | Mediana del número de versos |
I . . . . . . . . . . . . | 3 | 27 | 28 |
II . . . . . . . . . . . | 13 | 15 | 16 |
III . . . . . . . . . . | 11 | 36 | 36 |
IV . . . . . . . . . . | 1 | 48 | |
V . . . . . . . . . . . | 8 | 40,5 | 38 |
Es posible que aquellas ocho odas se compusieran bastante antes de los últimos años del poeta y que no los publicase en 1797 por interesarle más, en aquel entonces, la publicación de sus obras más «serias», como las Odas filosóficas y sagradas. Recordemos que algunas de estas poesías habían de salir en 1785, en el segundo tomo, abortado, de la primera edición, y que el Meléndez magistrado de 1797 podría querer no aumentar, o aumentar poco, el número de sus composiciones relativamente frívolas. El número de las odas anacreónticas sube de 24 en 1785 a 32 en 1797; el de las odas de La paloma de Filis, de 15 a 18. Pero si todo esto es posible, no pasa de ser conjetural. En el fondo, nada nos autoriza a negar que las ocho odas, casi la cuarta parte de la colección, sean productos de la última época del autor. Sin nuevas pruebas sería, pues, un error afirmar de modo tajante que todas las odas son obras de juventud.
La idea de agrupar estos poemas bajo el título de La paloma de Filis tampoco nace con las primeras odas de la colección. En efecto, este título no aparece antes de la edición de 1785, aunque el título análogo de La paloma de Cloris consta en el ms. H. En el ms. F, los N.os 95 y 96 aparecen como Anacreónticas IX y X, respectivamente; van juntas por la relación temática que veremos dentro de poco. El N.º 112, sin embargo, que clasifico con las demás, es en F la Anacreóntica XVIII. En el ms. D siguen juntos los N.os 95 y 96 como Anacreónticas XXI y XXII; otras seis de nuestras odas, dos de ellas publicadas después por el poeta, aparecen como las Anacreónticas III a VIII, formando así un pequeño conjunto dentro de la serie de anacreónticas que ofrece aquel manuscrito, pero todavía sin unirse con los N.os 95 y 96. Esta unión no llega hasta que se prepara el texto del ms. H, el cual, con una excepción, recoge las odas «columbinas» del D, incluso los N.os 95 y 96, y las integra con otras cinco nuevas y una dedicatoria. Desde este momento ya forman un conjunto que no volverá a deshacerse. En el proceso, el nombre de la amada ha cambiado: la que fue Doris en el ms. D pasa a ser Cloris en el H y por fin Filis en las versiones que siguen. En el N.º 112 aparece también Dorila, no modificada luego por no repetirse aquel la oda.
Las Odas X y XI de la colección (N.os 95 y 96), dos de las más antiguas por aparecer en el ms. F, forman una pareja cuyo común origen es el Soneto V, La paloma, que es a su vez una imitación de un soneto de Lope de Vega. Vale la pena fijarse en el texto de los dos sonetos, porque ilustran no sólo la práctica de la imitación, sino también el paso de la Arcadia renacentista al refinado mundo del rococó. En Lope leemos:
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La primera redacción del soneto de Meléndez, o por lo menos la más antigua que tenemos, la primitiva del ms. F, reza:
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Salta a la vista el paralelismo estructural de los dos sonetos: imperativo inicial (Suelta), repetido en el primer cuarteto (deja en Lope, déjamela y suéltamela en Meléndez), con un eco final en el verso 13 (suelta, suéltala),
después de las señas (Si pides señas, Si señas quieres). La sugerencia de la riqueza del rival (collares de oro) quizás reaparezca en «Tú allá me la entretienes con cautela», pero Meléndez ha eliminado el blanco toro que ha de sustituir al manso cautivo, ocupando aquellos versos en insistir sobre su dolor ante su pérdida. Las señas ocupan en Meléndez un verso más que en Lope. Reaparece el color pardo, mezclado ahora con el color
de nieve, recuerdo tal vez del blanco toro; y reaparece la referencia a los ojuelos o la vista del animal perdido. La descripción de Meléndez es algo más amplia, sin embargo, más pormenorizada. El detalle final es el mismo en
ambos sonetos: el manso lamerá la sal de la mano de su dueño, y la paloma picará el grano de su palma, motivo este que se había de repetir en varias odas de La paloma de Filis. Meléndez ha transformado todo el poema en
miniatura: el manso se ha vuelto paloma, y por si fuera poco, «palomita pequeñuela», y se insiste en los diminutivos con alitas y piquillo. Se exagera deliberadamente la reacción sentimental ante la pérdida de objeto tan pequeño: ladrón fiero, cierto muero, ingrato. Tal vez este ambiente de miniatura explique también la necesidad de eliminar el toro. Si en los ver sos 3 y 4 de Lope hay quizás un eco de Garcilaso («Oh dulces prendas,
por mi mal halladas»), en los que los sustituyen en el soneto de Batilo parece haber un eco de Catulo («et solaciolum sui doloris»
, II, 7).
Colford (p. 170), recuerda a propósito del Soneto V la publicación en el Parnaso español de López de Sedano (IV, 265), que por razones que no se me alcanzan declara dedicado a Meléndez, de un soneto «inédito» de «incierto autor» que no es sino una versión ligeramente retocada del poema de Lope. Meléndez pudo en efecto haber visto este soneto, aparecido en 1770; pero no creo que su fuente sea esta. El soneto «inédito» habla de un «vellocino negro encrespado» donde el texto generalmente aceptado de Lope dice «vellocino pardo, encrespado» y donde Meléndez escribe «pardas son las alitas». Además, el primer verso del «inédito» reza «Suelta mi manso, pastorcillo estraño», con lo cual desaparece la aliteración de Lope («mi manso, mayoral») que recoge Meléndez («palomita pequeñuela).
La imitación de Lope la veremos también en los primeros romances de nuestro Batilo, escritos más o menos por las mismas fechas que el Soneto V. Según nota en las ediciones de 1797 y 1820, este es uno de los sonetos dedicados a Jovellanos en 1776; pero se relaciona también con una joven a quien conocía Meléndez, según se desprende de su título en el ms. F: A Isabelita Vázquez, con alusión a una paloma. Este título nos recuerda el de la Elegía 11, N.º 311, escrita probablemente entre 1773 y 1775 y titulada, en los mss. A y O: Elegía a la muerte de doña Ana María Vázquez con el nombre de Filis. El nombre de Ana María Vázquez aparece en los manuscritos en la misma clave, resuelta por Antonio Rodríguez-Moñino, que empleó el poeta para el título del soneto en el ms. F. La identidad de Ana María Vázquez queda por averiguar, y no contribuye a aclarar el asunto el hecho de que Cadalso tomase la elegía como tributo a su propia Filis, que suponemos fuera la actriz María Ignacia Ibáñez68. Lo cierto parece ser que en Salamanca o cerca de ella vivió y murió, no antes de 1773 ni, probablemente, después de 1775, una Ana María Vázquez. Tal vez fuera hermana menor suya la Isabelita Vázquez del soneto. Tampoco es inconcebible que haya alguna relación entre la familia Vázquez y aquella «familia distinguida» de Salamanca que llevó al poeta enfermo a recuperarse en una aldea de las cercanías en otoño de 1776 y a cuya hija cantó Meléndez bajo el nombre de Ciparis (v. Cueto, BAE, LXI, p. CXXXVII).
El mismo ms. F en que por primera vez encontramos el soneto imitado de Lope contiene también la próxima elaboración del tema, dos anacreónticas que pasan luego a ser las Odas X y XI de La paloma de Filis (N.os 95 y 96). El texto primitivo de estas odas, comparado con el del soneto, muestra a las claras que aquellas corresponden, una a los cuartetos, otra a los tercetos, del soneto. Los motivos del soneto reaparecen casi todos en las odas, ampliándose algunos, notablemente los de ausencia y dolor en el N.º 95 y varias notas descriptivas de la paloma en el N.º 96.
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Con posterioridad añadió el poeta una referencia al pecho de la paloma, «manchado todo el pecho» (96.7 H); y a partir de la edición de 1785 el N.º 96 cuenta con cuatro versos adicionales que insisten en el valor erótico de la paloma: «Los bellos pies de rosa / en su inquietud indican / y en las donosas vueltas / que ya el Amor la agita». También evoluciona la oda hacia una mayor precisión en las imágenes, según se ve en la transformación de «y al cuello mil colores / adornan y matizan» (96.11-12 DF) en K «y al cuello mil cambiantes / de oro y nácar matizan» (NYZ).
Tanto en estas odas como en el soneto de donde se derivan falta el empleo de la paloma como intermediario erótico; pero esta función aparece en la Anacreóntica XVIII del mismo ms. F, poema no posterior a 1777 y que nunca publicó el poeta. Queda clasificado en la edición crítica como Oda XXVII de La paloma de Filis (N.º 112), según sugiere el tema; mas vemos por la numeración del ms. F que Meléndez no lo asoció con los N.os 95 y 96, que entonces llamó Anacreónticas IX y X. La oda es un diálogo entre el poeta y la paloma, mensajera de amor entre él y Dorila. Imita la oda XV de Anacreonte, donde la paloma, interrogada por un interlocutor anónimo, se dice mensajera de amor entre el poeta y su amado Batilo. Declara además que no quiere la libertad cuando puede comer el grano de la mano de Anacreonte. La Monóstrofe 10 del Anacreonte de Villegas es una versión de este poema; sus primeros versos son, evidentemente, el origen de los de Meléndez:
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La paloma de Villegas responde como la de Anacreonte, asegurando también que no quiere la libertad, aunque omite el detalle de comer de la mano de su dueño. El poema de Meléndez retiene la forma dialogada y la interrogación inicial, y también hace mensajera de amor a su paloma; pero esta pasa de ser interlocutora principal en Anacreonte y Villegas a pronunciar sólo cuatro versos que la identifican como mensajera: «Pues vengo de tu choza, / y el dueño que allá tienes / mandóme que estos versos / volando te trajese». Los otros veinte versos de la oda los habla Batilo, es decir, el amante-poeta, y no, como en los modelos, un interlocutor no identificado. Los sentimientos que se expresan no son, pues, los de la paloma, sino los del amante, quien primero se regocija con el mensaje que le trae la paloma y luego se declara rival de la mensajera: «Dile más... pero nada, / pues aun que mucho vueles / habré yo ya llegado / primero que tú llegues».
A pesar de que E. Palacios asevera que «el asunto de la paloma aparece repetidas veces en Anacreonte» (p. 21), los mencionados poemas de Anacreonte y de Villegas son los únicos de aquellos autores donde lo he encontrado. Creo que podemos considerarlos como el origen principal de la paloma mensajera amorosa en las odas de Meléndez; pero conviene fijarse bien en cómo elimina nuestro poeta al interlocutor anónimo, concentrando la oda en el trinomio amante-paloma-amada, y cómo cambia el enfoque hacia la expresión subjetiva del amante.
La paloma mensajera amorosa aparece igualmente en una de las Odas anacreónticas, la LXVII (N.º 68), aunque sólo en una de las variantes. En este poemita de sólo ocho versos, el poeta le pide a un «pajarillo» que lleve sus versos a Lesbia, Dorisa o Dorila, según la versión que se lea, y que le traiga la respuesta de la amada. La oda parece ser anterior a 1776 y por lo mismo tal vez algo anterior a las que acabamos de examinar; sólo en el ms. D, que no es la versión primitiva ni la definitiva69, cambia el poeta el indefinido «pajarillo» por «palomita».
El ms. D, que fecho hacia 1778, numera el N.º 68 como su Anacreóntica II, y reproduce también los N.os 95 y 96 como Anacreónticas XXI y XXII. Contiene además, como Anacreónticas III-VIII, los poemas siguientes:
N.º 113 | «¡Qué mal, qué mal empleas» (Anacreóntica III en el ms. D, no publicada por el poeta, y Oda XXVIII de La paloma de Filis en la edición crítica). |
N.º 108 | «Inquieta palomita» (Anacreóntica IV en el ms. D, publicada en 1797 como Oda XIV de La paloma de Filis, y Oda XXIII en la edición crítica). |
N.º 115 | «Graciosa palomilla» (Anacreóntica V en el ms. D, no publicada por el poeta, y Oda XXX de La paloma de Filis en la edición crítica). |
N.º 116 | «¡Ay, tierna palomita!» (Anacreóntica VI en el ms. D, no publicada por el poeta, y Oda XXXI de La paloma de Filis en la edición crítica). |
N.º 90 | «Teniendo su paloma» (Anacreóntica VII en el ms. D, publicada en 1797 como Oda IV de La paloma de Filis, y Oda V en la edición crítica). |
N.º 114 | «Graciosa palomita» (Anacreóntica VIII en el ms. D, no publicada por el poeta, y Oda XXIX de La paloma de Filis en la edición crítica). |
En el ms. D, cada una de estas seis odas consta de doce versos, con la excepción del N.º 116, que tiene dieciséis. El orden de los poemas me parece arbitrario, pero no así su agrupación dentro de la serie de anacreónticas del manuscrito, agrupación que refleja el parentesco temático. La relación con el N.º 68 (Anacreóntica II en el ms. D) es también evidente, por lo cual esta oda pudo haberse incluido también entre las de La paloma de Filis si no fuera por haber el poeta abandonado la referencia explícita a la «palomita».
De estas seis odas que aparecen por primera vez en el ms. D, en cuatro el poeta se dirige a la paloma, en una (N.º 113) a la amada, Doris, y en una (N.º 90) al lector anónimo. La paloma es ahora más que mensajera entre el poeta y su amada; recibe las caricias de la amada que desea para sí el poeta. En algunos casos la sustitución es explícita:
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(N.º 113) |
Los poemas se desarrollan mediante el empleo de motivos derivados de la naturaleza y con frecuencia aplicados metafóricamente a la amada: «su halda de azucenas (108.4), «las perlas de sus dientes, / de su boca la rosa, / de su cuello la nieve» (115.6-8). El vino aparece como aliado del amor (114). En lo que más insiste el poeta es en las caricias y los juegos que pasan entre Doris y la paloma. Doris tiene a la paloma sobre su «halda» (90.1-2,113.3), palabra que Meléndez usa en sentido algo semejante al de seno, que puede referirse tanto al regazo como al pecho; la paloma recibe los besos de Doris (113.3, 114.4) y sus «regalos» (114.4), es decir, caricias no especificadas. A su vez, la paloma pica el pecho de Doris (113.7); y el poeta la anima a que le pique dientes, boca, cuello, «y pícala en el pecho / y aun pica... pero advierte / que allí do se quejare, / allí es donde le duele» (115). Aquí parece identificarse el poeta con la paloma y utilizarla como medio de acceso imaginario a los encantos de la amada, como ocurre también en el N.º 108, donde declara el poeta que de tener «la dulce dicha» que goza la paloma, hallaría descanso en el seno de la amada, «y allí mi nido hiciera».
Algunos de estos motivos podrían haberse derivado del poema de Catulo que con frecuencia se ha mencionado en relación con La paloma de Filis:
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(II) |
El passer o gorrión es un ave sagrada a Venus, como también lo es la paloma. Los juegos y caricias son semejantes: la amada tiene el ave en el seno, le prodiga «regalos» («quicum ludere... solet») y permite (en el caso del passer, incita) que la pique y muerda. El amor, si a él se refieren el dolor y ardor de Catulo, es igualmente penoso en los poemas de Meléndez: «si estás de Amor herida» (113.12), «allí es donde le duele» (115 .12). Sin embargo, al fijarnos en estos detalles debemos reconocer también que hay en Batilo un cambio radical en la situación del poeta ante el pájaro y ante la amada. Catulo envidia no al passer, sino a la puella: lo que desea es poder jugar con el pajarillo como lo hace ella y aliviar así sus tristezas. Podría, por supuesto, creerse que esta sustitución sugiere una indirecta relación erótica; pero la relación queda mucho más directa y más explícita en los poemas de Meléndez, donde a quien envidia el poeta es a la paloma, deseando reemplazarla en el favor, y los favores, de la amada.
Otra fuente latina del tema de la paloma, fuente a que apunta el mismo Meléndez, es el Praedium rusticum de Jacques Vanière, «pesadísimo poema latino»
según Cueto (BAE, LXI, p. CLXVI, n. 1), pero obra por lo visto
muy apreciada en el siglo XVIII, a juzgar por sus repetidas ediciones. Con una cita de Vanière encabezó Jovellanos el manuscrito de sus Entretenimientos juveniles de Jovino, y en el ejemplar del Praedium rusticum que antes de 1936 se conservaba en el Instituto de Jovellanos de Gijón, se leía esta nota firmada por D. Gaspar: «Se acabó de leer segunda vez en Madrid a 26 de marzo de 1779. ¡Decies repetita placebunt! Jobe Llanos»
(Poesías, p. 66). No sé cuándo llegó Meléndez a conocer el poema de Vanière. El nombre de este no consta en el catálogo de la biblioteca del poeta hecho en 1782 y publicado por Demerson (I, 119 ss.); pero las lecturas de Meléndez
no se limitaron a lo que poseía en aquel año, y sabemos que de Jovellanos recibió otras sugerencias en cuanto a libros. No es, pues, inverosímil que si Jovellanos terminó su segunda lectura del Praedium en marzo del 79, y
con ganas, pese al Marqués de Valmar, de hacer por lo menos ocho lecturas más, le recomendara ya este libro a su amigo. En el Libro XIII, Columbae, Vanière, después de dar los consejos oportunos sobre la cría de las palomas, cuenta la fábula de Pristera, reina de Chipre, náufraga y convertida en paloma para salvarla del ladrón, Milvus, que la persigue. Volviendo a su palacio, la paloma se esfuerza por comunicarse con su esposo e hijos mediante sus vuelos, llegando casi a hablar, «dulces tristi cum murmure miscens / blanditias»
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Vuela alrededor de su marido; y cuando este la acaricia o le ofrece migas en su mano, le besa suspirando las manos70.
Los versos citados arriba, a partir de «plaudentibus alis», aparecen como epígrafe de La paloma de Filis desde la edición de 1785, pero faltan en los dos textos manuscritos que de la colección tenemos (mss. H y N). Podría, pues, tratarse de algo descubierto por el poeta después de comenzado este conjunto de odas; pero también es sugestiva la semejanza de ciertos motivos, señaladamente el comer de la mano (presente también en Lope y en Anacreonte, según hemos visto), las caricias y el descanso en el seno amado, si bien la situación afectiva de la paloma es muy otra en Vanière de lo que es en las odas de nuestro Batilo. Precisemos además que los versos citados faltan en la edición princeps del Praedium rusticum (1707) y que en las siguientes se lee caroque... sinu, como parece exigir el contexto, menos en la edición de Basilea, 1750, y en la bella edición de 1774, de la que cito. Cualquiera de estas bien pudo haberla visto Meléndez, cuyo epígrafe recoge la lección cavoque, errata tal vez, pero feliz para los fines eróticos de nuestro poeta.
Para el N.º 108, «Inquieta palomita», pueden señalarse fuentes en la poesía latina del Renacimiento. María Rosa Lida de Malkiel ha señalado la posible influencia del Epigrama VII de Juan Segundo, In passerem Glyceres71, donde se le reprocha al gorrión el no apreciar debidamente los cuidados que debe a su dueño. Este poema se reimprimió en un tomito publicado en Leyden en 1757, y que creo que utilizó Meléndez para su versión de Los besos de Amor. El mismo tomito contiene el Basium XI de Jean Bonnefons, Exoptat se florem illum esse, quo uteretur amica, en el cual se leen los versos siguientes, posible modelo de nuestro N.º 108:
(Oh florecilla, si me fuera dado gozar de esa tu suerte y tenderme en el seno de mi bella y sentarme entre estos globos de su pecho, no descansaría tan inmóvil e inactivo, no me quedaría siempre tan en calma, sino que inquieto recorrería todo aquel espacio y llevaría mil besos al seno y al cuello, mil ósculos imprimiría en uno y otro globo.) |
Meléndez, dirigiéndose a la «inquieta palomita», ha invertido el consejo de Bonnefons, aun conservando la estructura fundamental de los versos:
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(ms. D) |
Hay algunas semejanzas entre esta oda, y también los N.os 92, 103 y 104, y un poema de Bernard de Bonnard, En donnant un serin, citado por Javier Herrero como posible fuente del conjunto de La paloma de Filis73. Esta influencia es, desde luego, posible, aunque no recuerdo ningún testimonio de que Meléndez conociese la obra de Bonnard; pero tampoco contribuyen los versos de este ningún motivo al desarrollo del tema de la paloma que no pueda explicarse por medio de las fuentes griega, latina y neolatinas ya citadas aquí, de las cuales nos consta que las conoció nuestro poeta.
Fuera del conjunto de odas que ahora nos ocupa también encontramos, en la obra de Meléndez, el tema de la paloma. Buen ejemplo de él es la Oda XXXIX (N.º 374), probablemente de hacia 1775, y seguramente anterior a 1778. En ella, que estudiamos más en detalle en nuestro Capítulo IV, se complace Batilo en describir la pasión amorosa, los movimientos, los arrullos, etc., del «palomillo enamorado». El poema es una miniatura animada, aunque el ave no tiene aquí relación alguna con amantes humanos. En otros poemas aparecen las palomas como modelos para los amantes. Tal es el caso del Romance LI (N.º 256), no posterior a 1777, donde leemos:
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En la Oda anacreóntica XV, De mis niñeces (N.º 16), la vista de dos tórtolas amantes inicia al poeta y a su amada en las dichas del Amor; pero ya vimos en el Capítulo I (p. 54) que este tema, de posible inspiración gessneriana, se añadió al poema entre 1782 y 1784, es decir, después de formado ya el conjunto de La paloma de Filis. Como Meléndez aún no conocía a Gessner en 1778, si bien deseaba verle (BAE, LXIII, 83), el suizo no pudo influir en las tres primeras odas de La paloma de Filis, lo cual no excluye la posibilidad de un reflejo suyo en tres odas posteriores (N.os 88 y 89, del grupo III, y N.º 106, del grupo V) que emplean el motivo del amor de las palomas como modelo e incitación del amor humano.
El llamarse paloma y pichón los amantes ocurre también en la Oda IV de Los besos de Amor, traducida entre 1776 y 1781, es decir, por las fechas en que empieza a formarse el conjunto de La paloma de Filis, de un epigrama de Marc Antoine Muret. Muret escribe: «Appellabo ego te meam columbam, / tu me, blandula, passerem vocabis»
74. Meléndez traduce: «Yo enamorado y ciego / te diré: "¡Palomita!" / y tú con voz blandita / me dirás: "Pichón mío"». El gorrión o passer evidentemente no le parecía a Meléndez oportuno en el contexto amoroso.
Algo de la preocupación de Batilo con el tema de la paloma y del ave mensajera de amor se ve también en dos poesías de su amigo Arcadio, o sea, Iglesias de la Casa. En la Anacreóntica XV, el «ruiseñor blando»
ha de
volar a Nise y contarle «las lágrimas que a Arcadio / llorar por ella viste»
(Poesías póstumas, I, 111); y en la Letrilla XXXIII de La esposa aldeana, la paloma parece funcionar como representación metafórica y simbólica del mal de amores: «Una paloma blanca / como la nieve / me ha picado en el alma: / mucho me duele»
(ibid., I, 35).
Con el ms. H (BN ms. 3751), que parece copiado a principios del siglo XIX pero cuyos textos pueden fecharse entre 1776 y 1781, entramos en una nueva etapa en la historia del conjunto de poemas que nos ocupa. El ms. H recoge, del D, las dos odas que este había tomado del ms. F (N.os 95 y 96), y cinco de las seis odas que forman la serie «columbina» en D. A estas poesías se añaden cinco nuevas sobre temas afines, y una dedicatoria en verso. Por primera vez se da un título al conjunto: La paloma de Cloris. Odas anacreónticas dedicadas a la Exma. Sra. Condesa de Montijo. Meléndez parece haber conocido a esta señora hacia 178075; tomando en cuenta los datos que tenemos sobre el manuscrito, podemos asignar a estas nuevas composiciones y a la formación del conjunto la fecha aproximada de 1781. Ahora por primera vez precede a las demás odas una como introducción que declara el tema del conjunto:
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(N.º 86, texto de H) |
Tanto en su función como en algunas expresiones (cf. «duras lides», «laureado / de rosas y alelíes», «sus glorias y festines» [de Baco y Cupido]) este poema se asemeja al N.º 1, A mis lectores, o Prólogo según el ms. L, que da comienzo a las Odas anacreónticas en el ms. L y las ediciones de 1785 y 1797, precediéndolas en la de 1820. La Dedicatoria (N.º 117), dirigida a la Condesa de Montijo, recuerda oportunamente la Oda XV de Anacreonte, diciendo de la paloma de Cloris «que no fue más sencilla / la que un tiempo a Anacreon / de nuncio le servía»
. Insiste también en los favores que pro diga Cloris a su paloma:
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Los demás poemas nuevos añaden otros detalles a estas caricias. Cloris hospeda a la paloma «al fuego de su pecho» (120.11), le habla (118) y le prodiga miradas cariñosas (119). La paloma sirve también para transmitir de unos labios a otros un beso y con él el dolor amoroso:
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(N.º 102, texto de H) |
Hasta este punto, este poema es el que más explícitamente convierte a la paloma en intermediaria del amor. Junto con el N.º 86, la oda programática del conjunto, logró los honores de la publicación en 1785, quedando inéditos los demás poemas añadidos en el ms. H.
He dicho que una de las odas del ms. D, el N.º 113, no se acoge en La paloma de Cloris; pero aun así, hay, de las mismas fechas, lo que parece ser una reelaboración de aquel poema. Se trata del N.º 121, que consta autógrafo en el ms. J (BN ms.12.961-19), de hacia 1780-1782. La comparación de los textos mostrará que no sólo el tema sino también la asonancia ha pasado de un poema al otro:
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Vemos también que es precisamente el picar de la paloma lo que el poeta considera, en ambas odas, como remedio insatisfactorio del amor. Los versos finales del N.º 121 reflejan la conclusión del ya citado Basium XI de Bonnefons, donde el poeta se queja de los favores que desperdicia su amada en una insensible flor:
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(pp. 128-129) |
(Pero a mí no me es permitido besar los pechos de mi Pancaris con mis labios, ni tocarlos con leve palma -¡oh suerte demasiado dura e inicua! A mí que lo pido, a mí que tengo conciencia, niega tan poca cosa aquella misma que tanto regala a quien [la flor] ni lo desea ni puede conocerlo.) |
Con la adaptación de estos versos y la elaboración de lo ya contenido en el N.º 113, el poema crece de 12 versos a 28 en la nueva versión. Tres o cuatro años después de formado el conjunto de La paloma de Cloris publica Meléndez la primera colección de sus versos. En la edición de 1785, para la cual se pidió licencia en septiembre de 1784, Filis ha sustituido a Cloris, de modo ya definitivo, como amada del poeta y dueña de la paloma. Son ahora quince odas las que forman el grupo. Dos de ellas -las dos de origen lopesco, N.os 95 y 96- proceden del ms. F; del ms. D no aparece en su forma original ninguna; de La paloma de Cloris (ms. H) se imprimen dos: la oda programática o de prólogo (N.º 86) y «Después que hubo gustado» (N.º 102), las dos con muy pocas enmiendas. Las demás once odas son al parecer nuevas, o por lo menos no nos consta ninguna versión anterior para la mayor parte de ellas. Esto no quiere decir, sin embargo, que el poeta no haya reelaborado algunas de las odas anteriores para producir estas nuevas. Un ejemplo de tal procedimiento parece ser el N.º 87, «Donosa palomita» (Oda II de La paloma de Filis), que repite tema y motivos del N.º 114, «Graciosa palomita», aparecido en los mss. D y H. Los dos poemas se dirigen a la paloma que goza la intimidad de la amada, preguntándole si esta ha sentido el poder del amor y del vino. Las versiones del ms. H y de la edición X (1785) son:
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Vemos que los motivos del N.º 114 se repiten elaborados en el N.º 87. La referencia no muy detallada al pecho (114.2-4) reaparece en el poema nuevo, pero este habla ya de morar y de dormirse en el seno de Filis (vv. 5, 15). Los labios de la amada (114.2) vienen reflejados en «respiras su aliento» (87.16). La herida amorosa en el pecho de la amada («si su pecho / de Amor está tocado») se repite con detalles más concretos: «si entre su nieve sientes / de Amor el dulce fuego», y «¿sientes / su corazón inquieto?». El olor del vino (114.12) ha sido sustituido por el gusto. El jugando (114.6) del poema anterior reaparece elaborado en los blandos convites y juegos de Filis (87.13-14) y en los casi abrazos que con sus alas le da la paloma, abrazos que también aparecen en un idilio de Gessner (Idyllen, p. 34), aunque allí son las dos palomas quienes se los dan. El premio amoroso o consumación del amor, que en el N.º 114 espera alcanzar el poeta, según se expresa en el último verso («rendirla a mis halagos», o en el ms. D, «que se entregue a mis brazos»), en el N.º 87 se ofrece, a manera de votos, a la paloma, con lo cual se logra una expresión más indirecta del elemento erótico. La estructura general del poema pasa de la linearidad del N.º 114 al equilibrio o circularidad del N.º 87. De las siete cuartetas de que consta esta oda, la central es puramente descriptiva; a cada lado de ella aparecen dos que hacen las preguntas que le interesan al poeta; y al principio como al fin se ofrece a la paloma el premio ya aludido.
Otra posible reelaboración es la que sufre el N.º 108, cuya relación con Bonnefons ya hemos estudiado, y cuyo tema reaparece en el N.º 92, «Simplecilla paloma» (Oda VII). El poema más antiguo, de doce versos, se dirige a la «inquieta palomita» para decirle que si «la inmensa dicha / que tú gozas tuviera» el poeta, no la arriesgaría saltando de un sitio a otro, sino que «desde el halda al pecho / un solo vuelo diera, / y allí descanso hallara, / y allí mi nido hiciera» (versión H). El N.º 92, de 24 versos, expresa la misma envidia de la paloma: «Simplecilla paloma, / si la dicha inefable / de que tú feliz gozas / con Fili yo gozase, / no, no tan bullicioso / vagara por los aires...». Se añade, sin embargo, el peligro de que la paloma pierda el cariño de Filis y se nos habla de las lágrimas que llora esta por la ausencia de su avecilla. La paloma debe escoger entre la compañía de sus semejantes y los favores de Filis, y el poeta subraya su dilema dividiendo sus preguntas mediante una serie de encabalgamientos:
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El N.º 92 aparece por primera vez en la edición de 1785; pero el N.º 108, que parece ser anterior, también se publica a partir de la edición de 1797. En este caso, pues, la reelaboración del tema no supone la supresión definitiva del poema original.
El tema de la comparación entre la paloma y Filis aparece en el N.º 101, «No estés, simple paloma» (Oda XVI), después de haber sido tratado en el N.º 90, «Teniendo su paloma» (Oda V). Esta oda consta en cinco versiones manuscritas, de las cuales la inmediatamente anterior a la edición de 1785 parece ser la del ms. J (BN ms. 12.961-19, f. 1):
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Esta oda, como el N.º 108, no entra en la edición de 1785, mas aparece en la de 1797, con una sola modificación de poca monta. Para la edición de 1820 cambió el poeta el seno del último verso en pomas y modificó la segunda cuarteta, que reza ahora:
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El cambio principal, como se ve, es el de la descripción de la amada, que sube de tono poético con la introducción de las rosas, la aplicación de la nieve a Filis en vez de a su paloma, y la introducción del lampo, voz poética según la Academia.
Mientras tanto, en la edición de 1785 apareció el N.º 101, dirigido a la paloma:
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En este caso la comparación es desfavorable para la paloma, cuyo albor no puede igualarse «con esa tez süave, / cual rosa no tocada». Comparando luego otros aspectos, la oda pasa a ensalzar la blandura de Filis, su fragancia y la belleza de sus ojos, antes de concluir con una vuelta a la amonestación inicial:
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Tal estructura circular se da también en varias otras odas de este mismo período. Así, por ejemplo, en la III (N.º 88), la última cuarteta vuelve al tema (comentado en las pp. 129-30) y las expresiones de la primera:
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En la Oda XVIII (N.º 103) vemos la misma repetición:
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En esta oda el imperativo pica sirve para repasar los encantos de la amada: seno, cuello, labios, mejilla y ojos. Tanto la circularidad como el tema de las palomas modelos de amantes aparecen en la Oda IV (N.º 89):
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Tanto en esta oda como en la III, es el poeta quien señala a su amada el comportamiento amoroso de la paloma y se lo propone como modelo, mientras que en la oda anacreóntica De mis niñeces los dos amantes, inocentes ambos, se inspiran simultáneamente en las caricias de las palomas. En los detalles que de estas da, el N.º 89 nos recuerda la oda El palomillo, que aparece en la misma edición de 1785:
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En todas estas odas aparecen los motivos que ya conocemos de las anteriores: la paloma que pica granos de la mano de Filis, que se cobija en la falda o en el seno de Filis, que incitada por Filis le pica el dedo como el passer de Catulo (94.3-8) o la abraza con sus alas, y cuyos juegos con Filis remedan las escaramuzas amorosas que asociamos con la poesía erótica del rococó. El fuego amoroso aparece escondido entre la nieve del pecho de la amada: «¡Ay! guarte de ese fuego / que entre copos de nieve / tiene el Amor cubierto» (94.30-32 X). El tema anacreóntico de rechazar ciencias, puestos, fama y riquezas porque ya sin ellos goza el poeta «de cantares y vino» informa la Oda XXIV (N.º 109), que nos recuerda en este aspecto las anacreónticas De las ciencias (N.º 28), del mismo grupo cronológico III, y De mis deseos (N.º 36), del grupo I. En el N.º 109 el tema se combina con el de la envidia a la paloma. Nada de todo aquello es lo que envidia el poeta, sino sólo «de Fili / disfrutar los cariños, / y como tú quedarme / en su falda dormido». Como curiosidad cabe mencionar aquí que la versión de este poema que se publica en 1785 es, con sus 38 versos, el único romance o romancillo de Meléndez que no se divide en cuartetas, anormalidad que desaparece con la supresión de dos versos a partir del ms. N (BN ms. 12.959-22).
El apóstrofe -el hecho de dirigirse gran parte de las odas a la paloma misma- constituye en La paloma de Filis un elemento frecuente de personificación, apoyado por la atribución a la paloma de emociones y características humanas como la inocencia y el amor. En la Oda VI, «¡Oh, con qué gracia, Filis» (N.º 91), la gratitud del avecilla por los favores de Filis casi la lleva a hablar: «Parece en aquel punto / decir...» Esta gratitud sirve para encarecer la que sentiría el «corazón amante» del poeta si gozara igualmente los favores de la amada. Cuando la paloma parece alabar su «bien lograda / cadena», Meléndez combina el viejo motivo del esclavo feliz del amor con el rechazo de su libertad proclamado por la paloma mensajera de Anacreonte (véase p.123), rechazo que ahora se atribuye al avecilla sucedánea del poeta-amante. La modestia de la paloma («Tú cantas, y a los trinos / está como embebida; / si cesas, con su arrullo / parece que te imita») reaparece, ligeramente modificada, para formar el tema de una poesía posterior, la Oda VIII de Galatea (N.º 129, grupo V), en la cual un jilguero se lanza a cantar cuando Galatea toca el piano, pero al oír luego la voz de ella se calla, por envidia o por respeto.
También merece alguna mención la Oda XX, «Al baile de la aldea» (N.º 105), por ser entre las de este grupo la única plenamente narrativa. Los motivos que emplea son los de otras varias; pero no se combinan como exhortación ni para describir la belleza de la amada, sino que cuentan un caso que ejemplifica la «extraña ternura» y «peregrina fineza» del avecilla para con su dueño.
El conjunto de odas que forma La paloma de Filis en la edición de 1785 pasa íntegro a la de 1797, y en el mismo orden; pero se añaden ahora tres poesías no publicadas antes. Dos de ellas (N.os 90 y 108) ya las hemos comentado; son poesías que se encuentran en las colecciones de los mss. D y H, pero que no se publican hasta 1797. La tercera es la Oda XXII, «Pensando en tu paloma» (N.º 107), único poema del conjunto que clasifico en el grupo cronológico IV, el de las poesías no posteriores a 1798. Antes de imprimirse ya apareció esta oda en el ms. N, que creo algo anterior a 1797, tal vez de hacia 1795; pero la única variante que se encuentra en el manuscrito es un Filis en lugar de Fili. Tampoco se modificó este poema en la edición de 1820. Tres aspectos del N.º 107 pueden interesarnos aquí. Uno es su extensión: con 48 versos, es bastante más largo que la gran mayoría de las poesías anteriores, de las cuales sólo dos, ambas del grupo III, llegan a igual número de versos.
Otro aspecto notable es que la función simbólica de la paloma, que en otras odas ha pasado de mensajera de amor a verdadero intermediario o sustituto en los amores del poeta y Filis, se hace aquí explícita:
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Este sueño, explícitamente relacionado con «el deseo» que siente el poeta, es un artificio más realista que los apóstrofes que en otras odas se dirigen a la paloma. Dentro del sueño, que ocupa los cuarenta versos restantes de la oda, si bien se dan algunos detalles correspondientes al comportamiento de las palomas como aves, estas funcionan en términos esencialmente humanos: se cortejan, aman y fundan una familia. Se les atribuye un grado de conciencia más propio del hombre y hasta una «celestial ternura»; y son estos sentimientos lo que constituye el tercer aspecto notable del poema, porque en él el contenido erótico de otras odas se ha convertido en sentimental. Es cierto que se conservan algunos motivos del cortejo de las palomas, como los versos 13-16 («Ya la cola tendía; / ya con un blando vuelo / me alejaba, y con otro / luego torné más tierno»), motivos que nos recuerdan la oda El palomillo y algunas poesías anteriores de La paloma de Filis. Pero ha desaparecido toda referencia a los encantos de la amada; y si bien esta, convertida en paloma, ya no tendría falda, seno, ni labios, todavía quedaría amplia oportunidad para encarecer la blancura de sus alas, el fuego de sus ojos, el coral de su pico, etc., oportunidad no aprovechada en este caso. El énfasis aquí cae más bien sobre los sentimientos: el amoroso («de amor el fuego», «el dulce afán») y sobre todo el de familia. Más de la mitad del poema está dedicado a hablar del nido, de los huevos y de cómo cuida la pareja de sus polluelos. Es en este quehacer donde se despierta toda la potencia afectiva de las dos aves. La Filis-paloma cobija blanda los huevos; los polluelos despiertan solícito anhelo en los dos, que se turban ante la más ligera amenaza a su cría y vuelan furiosos a defenderla. La contemplación de los pequeños en que ellos mismos han renacido hace nacer en los padres «otro más dulce afecto» -más dulce que la pasión amorosa- y deja a uno y otra «en celestial ternura / trasportados sin seso». Este afecto familiar es el que también trata el poeta en algunos de los romances tardíos (V, El niño dormido; XI, A Filis recién casada; XX, El cariño paternal; XXXII, La ternura maternal); aquí diferencia la oda que nos ocupa de sus predecesoras por la eliminación casi total del elemento erótico y su sustitución por los sentimientos más tiernos de amor paternal. En este sentido es instructiva la comparación con la Oda XXVI, «Si yo trocar pudiera» (N.º 111), que aparece por primera vez en la edición de 1785, y donde también la sustitución de la paloma por el amante se hace explícita dentro del marco del sueño o de la imaginación:
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Aquí se trata igualmente de una transformación, pero con dos diferencias importantes: el poeta se imagina transformado en la paloma, pero no se imagina ninguna transformación para Filis. Paloma y Filis siguen, pues, perteneciendo a especies distintas; la relación amante-amada no se transfiere entera al nivel de pichón-paloma. Además, la «ventura inefable» que se imagina el poeta es un repertorio de los motivos que hemos notado ya en otras odas: posarse en la falda o en el seno de la amada, picarle las mejillas, tomar de sus labios «la ambrosía más pura» y de su mano el trigo. Aunque la misma oda atribuye al amante-paloma suspiros y quejidos, sigue tratándose en el fondo de una fantasía más erótica que sentimental.
En la edición definitiva de 1820, el número de odas que componen La paloma de Filis ha crecido a veintiséis. Vuelven a aparecer todos los poemas que formaban parte del conjunto en las ediciones anteriores, y, con dos excepciones, en el mismo orden. Los dos poemas que cambian de sitio son los N.os 89 y 91; pero no veo ninguna razón por la cual habrían de colocarse con preferencia en un lugar u otro. La colección se aumenta ahora con ocho odas (N.os 93, 97, 98, 99, 100, 104, 106, 110) que, según vimos antes, son en general más extensas que las al parecer anteriores. Su extensión media de 38 versos puede compararse con la de 36 para las odas del grupo III, 16 versos para las del grupo II, y 28 para las tres odas del primer grupo. Más notable aún es el hecho de que tanto la oda más larga del grupo como la más breve son marcadamente más extensas que las odas análogas de otros grupos: 56 versos cuenta la más larga (48 en el grupo III, 28 en el I y el II), y 32 la más breve (24 en los grupos I y III, y 12 en el II). De las ocho odas, seis son apóstrofes dirigidos a la paloma, y sólo dos se dirigen a la amada.
Ya vimos que el hecho de no ser posteriores a 1814 no prueba que estas odas se hayan compuesto en la última época del poeta, aunque a ello apuntan su mayor extensión e incluso alguna tendencia a un léxico más latinizante (impíos, turgentes pomas, lampo, hervores, cruda, fausto, albas pomas), si bien ambas características podrían ser fruto más de sucesivas reelaboraciones que de una fecha tardía de composición. Pero ni entre las anacreónticas ni entre los romances faltan poesías amorosas al parecer compuestas después de 1798, y lo mismo podría decirse de algunas de las letrillas que mejor ejemplifican el gusto rococó, como El lunarcito (N.º 150). Sin poderlo probar, pues, me inclino a fechar estas al parecer últimas odas de La paloma de Filis entre 1800 y 1814, aproximadamente.
Lo cierto es que abandonando la recién ensayada vena de los sentimientos familiares el poeta vuelve en estas odas sobre los motivos ya utilizados antes: la paloma mensajera de amor (N.os 99 y 100), la paloma que anida en el seno de la amada (N.º 93), el seno, la falda, los labios, la lengua, los ojos de esta, los arrullos, saltos y vuelitos de la paloma, el picar de la paloma y el mal empleo que de sus caricias hace Filis prodigándoselas al avecilla. Como en otras odas anteriores, la paloma ha de servir de modelo a Filis, y como en otras odas se nos pintan los detalles del cortejo de las aves:
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(106.9 ss.) |
Pero todo esto, dice el poeta, es propio de la juventud pasajera de la paloma, lo cual le lleva al consejo a Filis, variante del collige virgo rosas:
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En la Oda XIX, N.º 104, combina el poeta el tema de la envidia con el de la sustitución entre él y la paloma, presentándose él como poeta, y compensando la envidia que siente con la que atribuye a la paloma:
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(vv. 1-12) |
Convertido en paloma daría el poeta «mil vueltas / por su seno turgente» e imitaría los besos que a Filis le da la paloma.
La Oda XXV (N.º 110) es la única de este último grupo para la cual tenemos una versión manuscrita, la de BR-M ms. E-39-6680, un fragmento que corresponde a los 45 primeros versos. Ahora el poeta se dirige a la paloma que le ha robado la rosa que pensaba regalar a su amada. Al principio exige la devolución de la flor, pero luego anima a la paloma a que la coloque en el seno de Filis, dando y recibiendo entretanto caricias. La paloma es aquí, pues, a la vez mensajera de amor y sustituta del amante; y estos temas se combinan con el motivo de la rosa, flor de amor que ya conocemos de las anacreónticas. Es precisamente en relación con la rosa que encontramos la variante de más importancia entre el manuscrito y la versión de 1820, porque donde aquel se contenta con preguntar: «¿Qué tienes tú, avecilla, / con esa flor, la gloria / del alegre verano, / las delicias de Flora?», la edición final añade otras dos cuartetas sobre el mismo motivo:
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La oda es también una de las más claramente sensualistas del conjunto. Preguntándole a la paloma para qué le ha robado la rosa, el poeta insiste en la apreciación sensorial de la flor: «¿Embebece tus ojos / el carmín de sus hojas, / o tu nariz regala / su delicado aroma?». Y al animar a la paloma a que coloque la flor en el seno de Filis, nos ofrece una imagen táctil y sugiere los procesos fisiológicos del amor:
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El manuscrito, en vez de «quizá que en su embeleso», nos da un texto aun más claramente sensorial: «quizá que así inflamada».
En cuanto a los ritmos empleados por Meléndez en el conjunto de poesías que ahora nos ocupa, encontramos la misma variedad que en las odas anacreónticas, igualmente heptasilábicas. Ya al hablar de ellas, y basándome en el trabajo de Alonso Schökel, sugerí que las dos variedades fundamentales, y las más abundantes, son la que llamé tipo AB (oóo ooóo) y la denominada BA (ooóo oóo), que corresponden, respectivamente, a lo que a veces se llaman versos trocaicos y versos dactílicos. Otros tipos que también pueden identificarse son el CA (oooó oóo) y varias combinaciones de tres acentos (v. gr., oóo óo óo). De todos estos tipos, el que para La paloma de Filis, como para las odas anacreónticas, interesa especialmente es el denominado BA, precisamente por la variación notable en su empleo. Esta variación se apreciará en el cuadro siguiente:
Cuadro 8
La paloma de Filis: composición rítmica
Grupo cronológico | I | II | III | IV | V | ||
Número de poemas | 3 | 13 | 11 | 1 | 8 | ||
Total de versos | 84 | 212 | 400 | 48 | 324 | ||
Porcentaje de versos de tipo BA | 4 | 19 | 22 | 35 | 69 | ||
Porcentaje de versos BA en el poema que menos tiene | 0 | 4 | 3 | 35 | 42 | ||
Porcentaje de versos BA en el poema que más tiene | 7 | 63 | 64 | 35 | 83 | ||
Mediana del porcentaje de versos BA | 4 | 31 | 17 | 35 | 74 | ||
Número de poemas más de 50 % BA | 0 | 2 | 1 | 0 | 7 | ||
Porcentaje de poemas más de 50 % BA | 0 | 15 | 9 | 0 | 88 |
Si dejamos aparte el grupo IV, anómalo por contener un sólo poema, vemos una progresión constante y notable en todos los índices, desde la escasez del tipo BA en el grupo I hasta su predominio en el grupo V. Si recordamos asimismo que las odas del grupo V son también más extensas que las de los otros grupos (de las ocho, cinco son más largas que el máximo de los grupos I-IV), me parece que los datos rítmicos nos permiten ver en nuestros grupos una auténtica progresión cronológica de fechas de composición, y no sólo unas diferencias debidas a la pérdida de versiones anteriores de algunos poemas. La reelaboración de algunos poemas en el sentido de aumentar la proporción de versos BA no creo que pueda explicar la gran desproporción que se ve en el cuadro; sería mucha coincidencia la pérdida de los textos anteriores precisamente para los poemas así reelaborados. Pero aun aceptando tal hipótesis, sigue atestada la preferencia creciente del poeta por el tipo BA, «dactílico». Esta tendencia, como en las odas anacreónticas, corre paralela con el empleo de un léxico más latinizante, indicio a su vez de una evolución hacia el clasicismo. Cómo se manifiesta esta preferencia en la práctica, y cómo sirve el ritmo para la expresión poética, es lo que veremos mediante el examen de algunos cambios en los poemas y de otros pasajes.
En una de las odas más antiguas, N.º 95, los versos 13-16 en su redacción primitiva rezan:
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(DFH) |
La edición de 1785 cambia el último verso de la cuarteta a «veces mil a la selva», con lo cual se pasa del ritmo AB al BA. Aquí el cambio le permite al poeta evitar la repetición exacta de «mil veces». Tal deseo de variar lo atestigua el cambio introducido en el primer verso a partir del ms. N (h. 1795): «Cien veces la he llamado».
En cambio, consideraciones puramente rítmicas parecen haber determinado las modificaciones del último verso de la misma oda. Este empieza, en las versiones DF, siendo del tipo AB: «y arrulla y me consuela». Con el ms. H, pasa al ritmo BA: «y me arrulla y consuela»; pero dentro de poco, con la edición de 1785, vuelve al ritmo anterior: «me arrulla y me consuela». Finalmente, la edición de 1820 restaura la versión primitiva. ¿Por qué experimentó el poeta con el ritmo más «dactílico» y abandonó luego el experimento? No sé cuál sería la respuesta a la primera parte de esta pregunta; en cuanto a la segunda, sugiero que el ritmo más ligero puede haber parecido inapropiado en el contexto del final tranquilo, diminuendo, de la oda:
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(X) |
Notemos de paso que el verso «Verás cómo volando» (DFHX) se modifica, a partir del ms. N, en el sentido de una expresión menos coloquial: «Verás cuál revolando».
La cuarteta final de la Oda XXIII (N.º 108, grupo II), reza, en su versión primitiva (ms. D):
mas al pecho del halda un solo vuelo diera, y allí descanso hallara, y allí mi nido hiciera. | tipo BA tres acentos, yámbico o trocaico idem idem |
El primer verso, en el ms. H, pasa a «mas desde el halda al pecho» (oooó oóo), tipo CA, que se conserva en las versiones posteriores: «mas desde el halda al seno» (JNYZ). El verso segundo pierde, en las versiones JNYZ, uno de sus acentos y pertenece también al tipo CA: «sólo un vuelito diera». El verso tercero pierde igualmente uno de sus acentos, y pasa al tipo BA, aun que con un arranque algo cacofónico: «y allí hallara descanso». El último verso, en cambio, no se modifica. Los cambios en esta cuarteta han servido para aligerar los versos iniciales, dándoles a dos de ellos un movimiento más rápido con los dos acentos en vez de tres, y aumentando esta rapidez en algún caso mediante el empleo de la fórmula CA, con su serie inicial de tres sílabas átonas. Esta rapidez rítmica sirve, llegado el momento, para destacar el ritmo más pausado del verso final, con sus tres acentos que señalan el fin del movimiento del poema.
Igualmente del segundo grupo cronológico es la Oda XVII (N.º 102), cuyo verso 10 se modifica, a partir de 1785, en el mismo sentido que los que acabamos de ver: «mas ella ¡ay mí!, traidora» (H), «pero ¡ay! ella traidora» (NXYZ). El verso comienza con tres acentos (oó oó oóo, o bien, o óo óo óo), y acaba con dos (ooóo oóo, tipo BA).
La Oda II (N.º 87), del grupo cronológico III, cuenta con sólo cinco versos del tipo BA entre los 28 que la forman. De estos cinco versos, cuatro están concentrados en los versos 13-17:
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Aquí la repetición del ritmo BA y la diferencia rítmica que se nota entre estos versos y los demás del poema destacan la intimidad de que goza la paloma con Filis. Podría también pensarse en un efecto algo mecedor de este ritmo dactílico. El efecto es, evidentemente, deliberado, ya que igualmente hubiera podido escribir el poeta «te duermes en su seno». A continuación de estos versos dos encabalgamientos destruyen la tranquilidad creada por la mecedora repetición rítmica y reflejan la inquietud de Filis y la del poeta:
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(NXY) |
La edición de 1820, de acuerdo con su tendencia regularizadora, que podríamos relacionar con la inclinación clasicista del poeta en aquella fase de su obra, elimina el encabalgamiento más violento: «¿Se querella turbada? / ¿Suspira? ¿En el...»
Contemporánea de esta oda es la Oda IV (N.º 89), que propone a Filis que imite los amores de su paloma. Nos interesa por el momento la descripción del cortejo de dos palomas en los versos 9-16:
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(vv. 9-16) |
La segunda cuarteta, toda ella del tipo BA, contrasta con la anterior, en la cual no hay ni un verso de este tipo. El cambio de ritmo y la persistencia en el ritmo nuevo, tanto más notable por causa de la anáfora de los versos 13 y 14, contrapesada por la construcción quiástica de estos versos, acompaña y, de hecho, realiza, la representación de unas acciones repetidas, rituales, rítmicas. El efecto de variedad dentro de cierta uniformidad de acciones queda reflejado a nivel rítmico: la uniformidad acentual de la segunda cuarteta subyace la compleja variedad sintáctica (anáfora, quiasmo).
En las odas del último grupo cronológico, donde predomina el ritmo BA, la variación rítmica es igualmente notable, aunque ahora es el ritmo AB, o «trocaico», el que se destaca. La Oda VIII (N.º 93), por ejemplo, consta de un 58 por ciento de versos de tipo BA. Sus versos finales son los siguientes:
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Aquí, como en poesías anteriores, se manifiesta la tendencia al concluir el poema con un ritmo pausado, AB en los tres últimos versos citados.
En la Oda XII (N.º 97), donde la proporción de versos del tipo BA se eleva al 83 por ciento, sólo encuentro seis versos que no lo sean. Cinco de estos seis versos están concentrados hacia el final de la oda, cuando el poeta, después de quejarse de que la amada prodigue sus cariños a la paloma y no a él, pasa del tono de la queja al de la amenaza:
25 | ¡Y yo, cruda, no alcanzo | AB |
que a mis tiernos suspiros | ||
desarmados acaben | ||
tus celosos desvíos! | ||
Pues pierde en tu paloma | AB | |
30 | por un ciego capricho | |
las gracias que no entiende, | AB | |
los besos que yo envidio; | AB | |
que Amor me hará justicia... | AB, o de tres acentos | |
Pero no, dueño mío; | ||
35 | yo venganzas no busco, | |
sino juegos y mimos. |
El verso 25 podría leerse de dos maneras: BA, como todos los versos anteriores menos uno («Y yo, crúda, no alcánzo»), o AB («Y yó, cruda, no alcánzo»). A pesar de la uniformidad rítmica anterior que casi obliga a leer BA, creo preferible la lección AB porque el énfasis debe caer aquí en el yo, cuyo tratamiento se contrasta con el prodigado a la paloma según las cuatro cuartetas anteriores. El cambio del foco de interés vendría así acompañado de un cambio rítmico. Este es innegable a partir del verso 29, con el cual el poeta pasa de las quejas a la amenaza. De los cinco versos que expresan esta amenaza, cuatro son del tipo AB (o, en el caso del verso 33, tal vez de tres acentos). Pero la amenaza se interrumpe, y la interrupción se señala mediante los puntos suspensivos, la conjunción Pero y un nuevo cambio rítmico. Con los tres últimos versos vuelve el poeta al ritmo BA, como también al tono mimoso, en vez del amenazante.
Un caso parecido es el de la Oda XXV (N.º 110), igualmente del grupo V, donde el poeta le pregunta a la paloma por qué le ha robado la rosa destinada a ser regalo a la amada,
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Para los juegos de la paloma emplea el poeta el ligero ritmo BA, que domina en el poema (68 %); pero el intento de parar estos juegos lo expresa mediante una cuarteta rítmicamente distinta tanto de las que la preceden como de la que la sigue:
Cesa, pues, en tu juego; (óoo ooóo, ritmo poco común en estos versos y que da énfasis al imperativo haciendo caer un acento ya en la primera sílaba) |
cesa, dulce paloma; (óo óo oóo, ritmo mixto de tres acentos que repite, con el imperativo, la acentuación en la primera sílaba) |
y el don dame que guardo (oóo ooóo, ritmo AB) |
para mi Fili hermosa (oooó oóo, ritmo CA, que resalta el nombre de la amada con la postergación del primer acento). |
El cambio rítmico como reflejo y expresión del cambio en el discurso se puede observar también en la cuarteta final de la Oda XIX (N.º 104). El poeta se ha imaginado gozando de los privilegios de la paloma, pero concluye:
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Los sentimientos del poeta asoman en los versos primero y cuarto, que emplean el ritmo BA, el cual domina en la oda con un 80 por ciento del total; para los versos segundo y tercero, alusivos a los sentimientos de la paloma, emplea el poeta otros ritmos: el yámbico de tres acentos en el verso segundo, y el ritmo AB en el tercero.
En la conclusión de la Oda XXI (N.º 106) el poeta señala la lección que Filis ha de sacar de la observación de su paloma:
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(vv. 32-40) |
Los versos del tipo rítmico BA constituyen el 63 por ciento de los de esta oda, pero la cuarteta final lo evita del todo y recalca su moraleja mediante la alternación equilibrada de versos de tipo CA con otros de tres acentos, yámbicos.
En las odas del último grupo cronológico, pues, el poeta no sólo prefiere un determinado ritmo, el denominado BA, sino que su conciencia rítmica parece llevarle a un empleo más deliberada y cuidadosamente matizado de los contrastes rítmicos. En cambio, el encabalgamiento como instrumento expresivo, aunque sigue interesando al poeta, se ve en conflicto ahora con un evidente deseo de regularizar la expresión, adecuando en lo posible los segmentos sintácticos a los métricos. La eliminación del encabalgamiento la vemos, por ejemplo, en la Oda XVI:
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(101.9-11 NXY) |
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(101.9-11 Z) |
Aquí el encabalgamiento no tenía la función expresiva que señalamos para el N.º 87 (v. pp. 146-47). Otros encabalgamientos, de expresividad más marcada, se conservan:
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(91.29-32) |
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(105.5-7) |
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(111.13-16) |
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(111.45-48) |
Todos estos poemas son del grupo cronológico III, y en todos ellos el encabalgamiento se ha conservado en la versión definitiva de 1820. También vemos que en todos ellos el desajuste entre metro y sintaxis que es el encabalgamiento acompaña, y en realidad efectúa, la expresión acentuada, exclamatoria, de los sentimientos, como si al desbordarse estos desbordara también su expresión los límites del verso.
En la Oda VII, también del grupo III, dirige el poeta esta cuarteta a la paloma, que abandona a su ama por el amor de sus semejantes:
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(92.13-16) |
Aquí lo que el poeta denuncia como el desorden moral -la paloma no debiera despreciar la dicha de que goza con Filis- se refleja en el desorden métrico-sintáctico. Incluso, en el verso 15, podría verse la insinuación de la peligrosidad de las caricias de Filis y del amor avasallador, ya que los encabalgamientos crean aquí cierta ambigüedad, dejando asomar un posible verso «¿No temes sus caricias?».
La conservación de estos que podríamos llamar encabalgamientos expresivos señala los límites del afán regularizador que lleva a la eliminación de otros encabalgamientos. Sus fechas nos sugieren también que la atención del poeta se centraba en este medio expresivo más a principios de los años 80, de la misma manera que los contrastes rítmicos parecen haberle interesado más en su época última.
Si queremos enfocar ahora, en vez de los pormenores estilísticos de La paloma de Filis, la totalidad de esta colección de poemas, vemos que en ella se dedica el poeta a la creación de un mundo poético deliberada y extremadamente limitado, compuesto, en lo esencial, sólo de la amada, de la paloma y del poeta mismo. A estos personajes fundamentales se añaden, en alguna oda, otras palomas, y en los N.os 95 y 96, el robador de la paloma. Estas
últimas odas son precisamente aquellas que se diferencian temáticamente de las demás, como también en su fuente lopesca; en ellas falta el elemento amoroso, ya que falta o la amada o, si los versos se atribuyen a ella, la figura del poeta. El mundo del conjunto es, pues, un mundo privado, íntimo, donde todo sucede a escala reducida. Su esencia es el amor; y la paloma, como bien dice Di Pinto, «allusiva e casta a un tempo, è di volta in volta soggetto e oggetto di questa semiologia erotica, confine o tramite
fra i due amanti, oggetto conteso o concesso»
(p. 194). Quizás pudiéramos vacilar ante la identificación de la paloma como «metáfora sexual», que sigue a lo citado, porque las sugerencias eróticas que desempeña la paloma son a la vez más evidentes y también más indirectas de lo que pudiera justificar tal término; pero en lo demás, el hispanista italiano ha acertado plenamente en caracterizar la función de la avecita en las odas. El amor que así se representa es un amor en tensión perpetua. De una parte, no se ve nunca satisfecho o consumado; de otra parte, tampoco llega el amante jamás a la desesperación ni al abandono de su pasión. Los amantes
siguen en un perpetuo juego galante que hay que mantener en pie contra el doble peligro del enfriamiento y de la saciedad. La tensión es también de otro tipo, un delicado equilibrio entre la sensualidad y la pureza, que se extiende no sólo a la paloma, «allusiva e casta a un tempo», como dice Di Pinto, sino también a los sentimientos del amante. Se refleja también en el juego de motivos poéticos. En la enumeración de distintas partes del
cuerpo de la amada, y en la repetida insistencia en picar ese cuerpo, suena la clara nota sensual, como contrapunto de la cual surgen motivos como la nieve y las azucenas, con sus sugerencias de frialdad y de pureza. La paloma misma, como animal, es inocente y pertenece al mundo de la naturaleza, inocente de por sí; pero es también un animal a quien se atribuye tradicionalmente cierta voluptuosidad, en cuyos juegos eróticos con sus semejantes se insiste
repetidamente, y que es, al fin, una de las aves de Venus. Otra tensión podemos verla entre el erotismo y el sentimentalismo. Claramente eróticas, sensuales, son las repetidas referencias al seno de la amada y a sus pechos; pero el motivo del nido en el seno de la amada combina, otra vez en delicado equilibrio, lo erótico con lo puro y, diría yo, con lo sentimental. El arte de Meléndez en estas odas consiste, en parte, en mantener estas varias tensiones en un equilibrio perpetuo mediante una especie de acrobacia poética, como el pincel de Goya ha inmovilizado para siempre los pasos y ademanes de las parejas de su cartón El baile.
Esta situación de los personajes, si así podemos llamar a amada, paloma y amante-poeta, es, como la de los personajes de las ficciones pastoriles, esencialmente estática, lírica más que narrativa, ya que todo cambio sólo sirve para producir una nueva modulación del equilibrio. Su ambiente, también como el pastoril, es natural, sencillo, idílico. Los motivos que lo sugieren son pocos: azucenas, rosas, nieve, perlas... Son motivos que en general desempeñan una función metafórica, representando los encantos de Filis. Sugieren la belleza, pero también la pureza o, en el caso de las rosas, la pasión. Las imágenes sensoriales incluyen las táctiles (v. gr., picar), las auditivas (v. gr., los arrullos de la paloma) y sobre todo las visuales, cuyos colores son los característicos de la pintura y del decorado rococó: el blanco de la paloma y de la misma Filis, el rosado de los pies de la paloma, y el irisado de las perlas. Es instructivo a este respecto el cambio efectuado en la Oda XI, donde la versión poco definida de los primeros manuscritos, «y al cuello mil colores / adornan y matizan» (96.11-12), queda convertida a partir del ms. N (h. 1795) en «y al cuello mil cambiantes / de oro y nácar matizan». Este gusto por los dorados y los irisados se ve igualmente en una cuarteta de la última época: «cuál refleja su cuello / cuando Febo lo dora / mil cambiantes vistosos, / que de nuevo lo adornan» (106.17-20). Además de en la selección de colores (blanco, oro, nácar o irisado, rosado), conviene fijarse en el interés por los matices. Los colores de estos poemas son colores suaves, finos, delicadamente graduados, típicamente rococó. En el fondo de este ambiente, como las estatuas en ciertos cuadros de Watteau, aparecen las deidades familiares de la poesía anacreóntica: Venus, Amor y Baco.
La pequeñez del mundo retratado en estos poemas refleja la intranscendencia fundamental de todo lo que ocurre en él, de su eterno juego galante; y esta intranscendencia, esta ligereza, se manifiesta igualmente en el empleo de los versos breves, en la musicalidad ligera de la asonancia y tal vez también en la evolución rítmica hacia los versos dactílicos, del tipo BA. Esta y las demás características del conjunto que venimos señalando lo constituyen en inmejorable ejemplo del gusto rococó en la poesía española, sobre todo si recordamos su constante juego combinatorio de inocencia y malicia y el hecho de que su erotismo es con frecuencia un erotismo indirecto. El poeta aisló estos poemas de sus demás anacreónticas, e hizo bien en aislarlos, porque parte de su encanto es precisamente la repetición, siempre familiar pero también siempre nueva, de los mismos temas y motivos, su modulación semejante a lo que hace un compositor de música en sus variaciones sobre un tema musical.