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Sobre el Conde Lucanor

Marta Ana Diz, Patronio y Lucanor: La lectura inteligente «en el tiempo que es turbio». Potomac, Maryland, Scripta Humanistica, 1984, 183 pp.


Jorge Checa


Universidad de Santa Bárbara (California)

Si bien la importancia artística o histórica de muchos textos medievales españoles no ha hallado todavía una atención proporcionada por parte de la crítica, no es éste, ciertamente, el caso de El Conde Lucanor. Estudiosos del calibre de Ayerbe-Chaux, Devoto, María Rosa Lida y Macpherson, entre otros, han dedicado a la obra de Don Juan Manuel trabajos fundamentales, y sería inviable ignorar hoy sus lúcidas aportaciones. Lejos, pues, de desdeñarlas, el libro de Marta Ana Diz se sitúa, según confiesa la autora, en una línea de continuidad y diálogo, casi nunca polémico, con investigaciones precedentes. Sorprende por ello, desde semejantes presupuestos, que el resultado sea un acercamiento a Don Juan Manuel atractivo y sumamente original.

Esta originalidad surge de la feliz unión de un talento crítico desusado con un bagaje teórico sólido y aplicado de manera nada estridente, donde se integran modernas inquisiciones sobre semántica, narratología y lingüística; todo sin olvidar que Don Juan Manuel es un hombre de la Edad Media y que, como tal, se mueve en un ámbito de ideas muy distinto al nuestro y usa unos materiales y unos códigos literarios también específicos de su tiempo.

Así, la posición aristocrática del infante (apologista de los intereses de un estamento amenazado por la irrupción de nuevas fuerzas) supone uno de los   —476→   factores que configuran las lecciones propuestas en El Conde Lucanor. En cuanto al modo de transmitir esas doctrinas y adecuarlas a la praxis cotidiana, el marco de los ejemplos y la relación maestro-discípulo que allí se establece entre Patronio y Lucanor señala y ficcionaliza el papel del texto ante su audiencia: igual que el noble discípulo, después de traducir en acción las enseñanzas de Patronio, se halla bien, el lector logrará beneficios -en ésta y en la otra vida- si aplica rectamente las enseñanzas del libro.

Los capítulos 2 y 3 del trabajo de Diz apuntan a una dilucidación del sustrato ideológico arriba esbozado. Apartándose de cualquier sociologismo fácil y siguiendo el camino menos obvio, pero, a la postre, más convincente, Diz se centra escrupulosamente en el propio texto para fundamentar, desde él, conclusiones de tipo general. En el capítulo 2 es la macroestructura del Conde Lucanor el terreno de escrutinio. Diz infiere como principio organizador de la obra en este plano «dos grandes áreas de sentido: los objetivos del hombre y las acciones para lograrlos» (p. 39). Dicho núcleo cristaliza en lo que la autora entiende por relatos monológicos (sin confrontación del protagonista con otros caracteres) y dialógicos (donde existe la confrontación). Los últimos, especialmente, originan una serie de transformaciones, serie de situaciones básicas de número limitado encaminadas a la conservación o consecución de algo, y que son las mismas ya se trate de fines mundanos o religiosos. Al hacer que coincidan, respecto a los medios, ambas esferas de conducta, Don Juan Manuel implica la no contradicción, o la armonía, entre lo temporal y lo espiritual entre la defensa de los privilegios de clase y la salvación del alma. Simultáneamente, arguye Diz, las transformaciones narrativas postulan unas estrategias de actuación donde ética y lógica devienen indeslindables; lo moralmente bueno suele ser además lo que desemboca en un triunfo práctico, y, ya que el éxito puede preverse si se interpretan adecuadamente las premisas de una situación, no hay apenas sitio para que el hombre virtuoso e inteligente sucumba a los imponderables del azar. Con ello se sanciona la imagen (que los cuentos de Boccaccio pondrían ya tácitamente en cuestión) de un mundo complejo y turbulento, sí, pero todavía dominable.

Subrepticiamente, entonces, la ideología de Don Juan Manuel permea la estructura general de los ejemplos del Conde Lucanor. En un plano más reducido, la misma ideología se infiltra en el tratamiento de varios relatos (instalándose con frecuencia «en las zonas de lo no dicho» [p. 82]), de acuerdo a los procedimientos que el capítulo 3 del estudio de Diz expone. Aquí juega un papel esencial el concepto -difundido por Roland Barthes- de naturalización, como medio para conferir un carácter predeterminado o perfectamente aceptable o incuestionable a lo que no es sino producto histórico de la mentalidad dominante. En el Conde Lucanor los mecanismos de naturalización siguen las pautas aristocríticas de Don Juan Manuel y buscan, así, combatir los intentos   —477→   de ascenso social fundados en operaciones financieras (ejemplos del golfín alquimista y de doña Truhana) o la expansión de los gobernados en el espacio vital de los gobernantes (ejemplo de las hormigas trabajadoras), a la vez que priman sobre las de los otros grupos las excelencias espirituales del estado de los bellatores (ejemplo del rey Richalte).

Apologista ocasionalmente enmascarado de su estamento, Don Juan Manuel se dirige, sin embargo, a todos los que quieran o puedan escucharle, y sitúa las doctrinas de su libro en la encrucijada que él reclama para sí; en la confluencia de los negocios de la tierra y de la salvación, entre lo inmanente y lo transcendente. Tal posición, muestra Diz, se traduce en un texto que es reflejo del texto más amplio enunciado por Dios -el mundo, con su proliferación de signos- y que, como éste, exige ser bien leído e interpretado. Los mensajes del libro del mundo no son siempre transparentes y su decodificación presupone un desentrañamiento riguroso del con-texto donde se formulan; análogamente los personajes del Conde Lucanor -el emisor y el receptor ficticio de los ejemplos-, pero también sus múltiples actuantes -realizan por necesidad, ante dilemas concretos, continuos esfuerzos de exégesis. Valiéndose de la noción -tomada de Charles Peirce- de interpretante, Diz se ocupa de estas sutiles duplicaciones en el capítulo 1. En los capítulos 4 y 5 traslada la problemática de la lectura y la exégesis a las partes finales del Conde Lucanor, constituidos no ya por relatos sino por máximas y sentencias, y ataca incisivamente el asunto de su conexión con los ejemplos. De nuevo supera aquí la autora los peligros que un planteamiento formalista pudiera acarrear en manos no tan hábiles como las suyas, ya que Diz engarza convincentemente varios rasgos de estilo (frecuencia de sintagmas nominales para expresar cualidades no inherentes de un sustantivo, abundancia de términos graduables, binariedad, repetición de palabras y dilogía, hipérbaton violentísimo) con las dificultades de interpretación de un universo que el hombre está llamado a descifrar.

Nos encontramos, en resumen, frente a un trabajo muy bien pensado y certeramente resuelto. Aunque quizás puede objetarse que Diz fuerza excesivamente sus argumentos cuando, a la luz de otros relatos, interpreta ejemplos como el del zorro y el cuervo, y aunque algún concepto (pienso especialmente en los de hombre interior y hombre exterior) pida, a mi entender, mayor desarrollo, esto no invalida los excelentes logros de un libro que servirá sin duda de estímulo para nuevas reflexiones.